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Channel: Diario de un artista desencajado
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Primera noticia del gran viaje, sin escalas, a través de las “Obras completas” de Platón.

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Sócrates
Platón





Decisiones inaplazables: leer las Obras completas de Platón o emplazar a Sócrates para que me saque de quicio y me oree, abierta la puerta de par en par, el mohoso rincón en penumbra del pensamiento.

Hay decisiones en la vida que se toman sin saber exactamente a qué nos comprometemos ni por qué lo hacemos ni cómo vamos a acabar, si somos capaces de ser consecuentes y cumplir al pie de la letra lo decidido. Leer las 1709 páginas de papel biblia de las Obras completas de Platón es, sin duda, una de ellas. No se trata, y discúlpeseme que lo aclare, de leer dichas obras como si fueran una novela de intriga en la que se persigue descubrir con precisión y nitidez el bien, lo bello, lo bueno, la virtud, el deber, la moralidad, la piedad, el logos o cualesquiera otros conceptos que estén, como los citados, en la base de la formación del pensamiento occidental; no, un empeño así, aunque pudiera tener cierto aliciente, no deja de parecerme una puerilidad. Tampoco se trata de una lectura con la que pretenda sentar cátedra como especialista en Platón, porque ando muy lejos no solo de semejante pretensión, inaccesible para mis menguados conocimientos filosóficos y de lenguas clásicas, sino, sobre todo, de la simple idea de que esta lectura me haya de “servir” para algo. A pesar de que algún libro reclame Más platón y menos Prozac, o algo así, cito de memoria, lo cierto es que mi viaje a través de la obra de Platón no pretende sino eso mismo: viajar, meterme en sus diálogos y dejarme llevar por la corriente del verbo socrático y por el ejemplo de su actitud ante el saber: retorciendo siempre cualquier afirmación para exprimir hasta la última gota de la racionalidad posible en los enunciados. Lo digo cuanto antes, porque si no reviento: Sócrates era un genio en tocar las pelotas y desquiciar a sus rivales dialécticos: Tengo algún habito en la presentación de objeciones, dice, con no poca mordacidad. Tenía, además, la capacidad de atraer a los demás a su método de pregunta y respuesta, sucediéndose casi a la velocidad de la luz, que aflojaba las defensas del más aguerrido de los oponentes que tuvieran que lidiar con él y el método riguroso de su mayéutica. Sócrates, esa es la primera impresión dominante que quiero transmitir en esta primera noticia del filósofo en quien Platón encarnó el concepto de filosofía, “amor a la verdad”, era, ante todo, un filósofo “de calle”, un filósofo que no necesitaba ni aulas ni bibliotecas, sino interlocutores que estuvieran en disposición de “perder” el tiempo hablando con él sobre lo humano y lo divino, un hombre pobre -lo fue toda su vida- a quien le apasionaba el enfrentamiento con quienes se ufanaban de detentar un conocimiento que él jamás poseyó ni como bien ni como valor de cambio, porque ni creó escuela ni dejó una línea escrita, y bien saben en su época que podría haberse ganado espléndidamente la vida a poco que hubiera renunciado a esa actitud solo aparentemente quisquillosa de poner en tela de juicio cualquier afirmación a través de la cual se le quería dar el gato por liebre de un conocimiento indiscutible cuya impostura él detectaba a la legua: Hipias, yo no discuto en absoluto que tú seas más sabio y hábil que yo. Yo tengo la costumbre, cuando alguien me dice una cosa, de prestarle toda mi atención, sobre todo cuando el que me habla me parece sabio; y, puesto que yo deseo instruirme con lo que él me dice, le interrogo obstinadamente, y vuelvo sobre sus palabras y las comparo, a fin de comprenderlas mejor.  O, como dice más adelante, en una declaración que sonrojaría a cualquier filósofo actual de los que se presentan como tales en los medios de comunicación o en las aulas, pero nunca en las calles:  Solamente poseo una ventaja maravillosa -y esto es lo que me salva: a mí no me sonroja hacerme instruir.  Sigue siendo un misterio, en la mayoría de los diálogos, qué pertenece a Sócrates y qué pertenece a Platón, y supongo que ese será “el tema” para los especialistas en el autor. Es tan vívido el retrato del filósofo peripatético y urbano que se hace casi imposible discernir la paternidad de uno y otro en las ideas que aparecen, y lo suyo debe de ser, sin duda, que maestro y discípulo coincidan en la mayoría de ellas. El retrato de Sócrates se corresponde más con el de un sabio, al estilo de los viejos presocráticos a cuya era, supuestamente, su persona y su mensaje ponen fin, que con el sistemático, metódico, riguroso y académico del propio Platón, de Aristóteles y cuantos vinieron tras ellos. A su manera, Sócrates es también otro Diógenes, pero en vez de buscar un hombre con el candil encendido en pleno día, Sócrates busca la verdad de todo, y ningún tema filosófico le es ajeno, en todos mete baza, la suya, afilada y escéptica, poco propensa a dejarse enredar en cuestiones nocionales y dispuesta a reconocer que, en según qué asuntos, ni los otros ni él tienen aún “la última palabra”. Quien no tiene ninguna, ni primera ni última, de valor, acerca de estas Obrascompletas, soy yo, salvo que mi atrevimiento no conoce límites -excepción hecha del de la página 1709 de este volumen que tanto me exige, visualmente, y tantas alegrías me depara, intelectualmente- ni mi osadía enemigo capaz de intimidarla. Me lanzo a la aventura dichosa de esta palabrería inagotable con un espíritu tan abierto y lúdico como con el que el propio Sócrates solía enfrentarse a vanidosos como los sofistas o a amantes compañeros como Critón, cuyas ansias de liberarlo de la muerte inmediata dan lugar a un diálogo Critón o del deber, que habría de ser, junto con la Defensadel propio Sócrates, una lección de espíritu cívico que ningún ciudadano de ninguna democracia debería ignorar. Desconozco el criterio que se ha seguido para ordenar los textos de Platón, pero es una suerte para el lector de esta edición, la de Aguilar, de 1969, reedición de la de 1966, que, a poco de comenzar, pueda uno encontrarse de frente con la Defensa de Sócrates, uno de los grandes textos de Platón. Y antes, como aperitivo, nada menos que con Protágoras o los sofistas, donde se despacha a gusto contra los “señoritos del logos” que edificaban fortunas sobre cimientos tan inestables como él demostró que eran, por más que Platón nunca le pierda el respeto a Protágoras, de quien se dice que fue discípulo de Demócrito y quien, por cierto, también fue acusado de impiedad, como el propio Sócrates. Es todo un espectáculo estimulante seguir el debate de dos figuras prominentes como Protágoras y Séneca, y cómo el sofista por excelencia -aún nos quedan algunos diálogos antes de llegar a Gorgias o de la retórica- se manifiesta decidido partidario de los discursos largos, de esos que parecen una travesía en barco o, como le reprocha Hipias, tratando de buscar un terreno intermedio donde Protágoras y Sócrates puedan entenderse, que Protágoras con todos los aparejos a punto y todas las velas desplegadas no huya a la alta mar de los razonamientos, ocultándose a la tierra firme. Porque Sócrates enseguida se ha escudado en su conocido recurso de la falta de memoria: Protágoras, yo tengo poca memoria, y cuando alguien me hace un razonamiento largo, olvido de qué se me está hablando. A lo que Protágoras le responde: Si hubiera hecho lo que tú me pides, es decir, hablar yo mismo según los deseos de mi interlocutor, si me hubiera plegado a esta norma, no parecería superior a nadie y la fama de Protágoras no llenaría toda Grecia. Hablan de muchas cosas y entre ellas sobre si la virtud puede enseñarse, algo que a Sócrates, por su experiencia, le parece imposible, a pesar de que esa es la especificidad del saber que ofrece Protágoras a sus discípulos (adinerados, está claro): Mira, joven, si frecuentas mi trato, se te dará esto: luego de un día pasado conmigo, volverás a tu casa mejor de lo que eras, y lo mismo al otro día; y así cada uno de tus días registrará un progreso hacia lo mejor. (…) El objeto de mi enseñanza es la prudencia que todos deben tener para la administración de su casa y, en lo referente a las cosas de la ciudad, la capacidad de llevarlas a la perfección por medio de las obras y las palabras; pero el intelector atento a esta esgrima intelectual de primer nivel, no solo repara en las opiniones de los autores sobre aspectos capitales de la vida del individuo como la educación, por ejemplo, sino también, y acaso especialmente, en el marco del debate que permite que este se verifique como tal. Y así lo constata Sócrates, henchido de legítima satisfacción: Cuando son gentes cultivadas las que se reúnen para beber, no se ven junto a ellas ni flautistas ni bailarinas ni citaristas; se bastan ellas por sí misma para la conversación, sin ninguna necesidad de añadir a su propia voz el refuerzo de esos cacareos sin sentido y, aun bebiendo con largueza, saben hablar y escuchar ordenadamente con decoro y dignidad. Quedan, como quedarán en muchos diálogos, las espadas en alto, porque en ciertos asuntos sometidos a debate, no hay sino victorias parciales, iluminaciones concretas, hallazgos sorprendentes, y es difícil ya convencer al adversario, ya sentirse satisfecho totalmente de la propia posición. De hecho, Sócrates encarna algo así como la insatisfacción crónica del pensamiento respecto de la caza definitiva del concepto. Frente al aparatoso despliegue retórico, argumental, de Protágoras, Sócrates reivindica el viejo laconismo: Estas eran efectivamente las características de la antigua ciencia: una lacónica brevedad; Pitaco, en particular, era el autor de un dicho muy frecuentemente repetido en privado y celebrado por los sabios: “Es difícil ser virtuoso”. Recuérdese, en todo caso, que, para Sócrates, como le recuerda a Hipias, también lo bello es difícil. Llamativa les resultará a muchos intelectores la teoría socrática del poeta como mero instrumento de las Musas, ajeno por completo a su creación y sin más mérito que ser habitado por ellas, a cuyo dictado escribe, por más que sea conocida y que de ella se derive el famoso anatema de Platón contra los poetas en La republica. Aunque aún no aparezca, en el Ion o sobre la Iliada, la teoría de las manías, y entre ellas el “furor poético”, la figura de un tal Tinnico de Calcis le sirve a Sócrates para ilustrar su teoría: Nunca ha escrito él ningún poema que se pudiera juzgar digno de memoria, exceptuando el peán ese que anda en todas las bocas, quizás el más bello de todos los poemas líricos un verdadero “hallazgo de las Musas”, como él mismo dice. A través de este ejemplo, más que por ningún otro, la divinidad, a mi ver, nos demuestra, a fin de acallar y prevenir nuestras dudas, que estos bellos poemas no tienen un carácter humano y no son obra de los hombres, sino que son divinos y provienen de los dioses, y que los poetas no son otra cosa que los intérpretes de los dioses, estando cada uno de ellos poseído por aquel de quien recibe la influencia. Para demostrar esto es por lo que la divinidad ha hecho adrede que el más bello poema lírico fuera cantado por la boca del poeta más mediocre. Y llegamos, en esta primera entrega de hoy a una de las cumbres de la obra platónica, la Defensa de Sócrates, la reproducción más o menos fiel del discurso con el que Sócrates se defendió de las irrisorias acusaciones que lo llevaron ante el tribunal del pueblo con el riesgo de ser condenado a muerte por impiedad. Que quede claro que es un texto del que extraer alguna cita revela más importuna mutilación que la admiración oportuna que suscita, porque no se trata de una pieza oratoria forense más, tampoco cuadraría a un hombre de mi edad el comparecer ante vosotros puliendo discursos como un adolescente, sino de la confesión de un hombre que solo apelará a la verdad, podéis estar seguros de que os voy a decir la pura verdad, su única posesión en vida y su única dedicación, a tenor de la interpretación que hizo del conocido oráculo de Delfos que estableció que no había nadie más sabio que Sócrates, lo cual él siempre interpretó como que la sabiduría humana es poco o nada lo que vale. Tres son las acusaciones graves de las que se ha de defender Sócrates: corrompe a los jóvenes; no reconoce a los dioses de la ciudad, y, en cambio, tiene extrañas creencias relacionadas con genios, según él mismo dice. La posición de Sócrates frente a las acusaciones que pueden condenarlo a muerte son sabidas, pero no está de más recordar cómo antepone lo justo a todo lo demás: Estás en un error, amigo mío, si crees que un hombre que valga algo, por poco que sea, ha de pararse a considerar los riesgos de muerte y no ha de considerar solamente, cuando obra, si lo que hace es justo o no lo es y si es propio de un hombre bueno o de un hombre malo. Desarma, en ese momento crucial de enfrentarse a la muerte, la simplicidad humana del argumento socrático, y ello le confiere una grandeza inigualable. No hay más que ver el empeño de cualquier persona, en nuestros días, para rehuir un análisis semejante de la propia conducta ante un tribunal de justicia, por ejemplo, donde la defensa solo atiende a las argucias, y nunca a solidos argumentos. La loa de la virtud como norma áurea de la conducta humana conviene releerla una y mil veces: no nace la virtud de la fortuna y, en cambio, la fortuna y todo lo demás, tanto en el orden privado como en el público, llegan a ser bienes para los hombres por la virtud. Que Sócrates se considere un tábano que aguijonee a sus conciudadanos a través de las censuras de su diálogo en cualquier parte de la ciudad con ellos para educarlos en el bien y la virtud tiene que ver con esa voz que, según él, comenzó a mostrárseme en mi infancia, la cual siempre que se deja oír, trata de apartarme de aquello que quiero hacer y nunca me incita hacia ello. Eso es lo que se opone a que yo me dedique a la política, y me parece que con sobrada razón. Se trata de una dedicación, la suya, que no solo justifica una vida, sino que, en el caso de una terrible acusación sin fundamente, le permite sobrellevar una muerte injusta, caso de ser condenado: el mayor bien del hombre consiste en hablar día tras días acerca de la virtud y acerca de las restantes cuestiones con relación a las cuales me oís discurrir y examinarme a mí mismo y a los demás, y que, en cambio, la vida sin tal género de examen no merece ser vivida. El final no admite discusión sobre el mejor broche que puede tener un discurso: Yo he de marchar a morir, y vosotros a vivir. ¿Sois vosotros o soy yo quien va a una situación mejor? Eso es oscuro para cualquiera, salvo para la divinidad. El diálogo Critón o el deber, tiene tanto que ver con la Defensa, que bien puede añadirse como la continuación lógica de la escena del proceso, ya que Critón lo visita en la cárcel y quiere convencerlo de que escape, de que lo tiene todo preparado a tal fin. ¿Qué poderoso argumento usa Sócrates para convencer a Critón de que lo justo es morir, conforme a la sentencia que así lo establece, después de un juicio justo? Nada más ni nada menos que inventarse una personificación de las Leyes que se dirigen a él, a Sócrates, reprochándole que, tras haberlo protegido desde que llegó al mundo, quiera él ahora no cumplir con su inexorable mandato. El discurso de las Leyes, que se dirigen a Sócrates de tú a tú, con la suma cordialidad de quienes se han sentido bendecidas por el respeto del filósofo, adquiere una dimensión emocional, tan lejana del carácter instrumental de su naturaleza jurídica, que es un hallazgo narrativo de primerísima magnitud: jamás hiciste, como los demás ciudadanos, un viaje ni sentiste el deseo de conocer otra ciudad y otras leyes, sino que nuestra ciudad y nosotras te bastábamos: tal era la fuerza de tus preferencias por nosotras y hasta tal punto estabas conforme con ser ciudadano según nuestras normas. (…) ¿A quién puede gustar una ciudad si no le satisfacen también sus leyes? ¿Y ahora nos sales con que no vas a ser fiel a lo convenido? ¡Ea!, Sócrtates, obedécenos y evita el ridículo que harías saliendo de la ciudad. Quedo emplazado para la segunda noticia, obviamente, aun a riesgo de que disminuyan proporcionalmente los frecuentadores de este Diario a medida que me interne en este territorio platónico donde algunos entrarían con miedo y yo, acaso, con no poca osadía, pero en cuyos escenarios naturales halla, el desprejuiciado, ruegos apasionados de las leyes como el presente. El viaje siempre tiene recompensas y penalidades, incluso el que se hace alrededor del propio cuarto.

Un capítulo picante de "La España vulgar"

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Una invitación a la lectura.

Como advierto que la lectura de las Obras completas de Platón me impone un tempo que puede revelarse incompatible con mi primitiva intención de no intercalar en este Diario entradas entre las dedicadas a ese empeño megalómano en el que ando inmerso, me complace entretener a posibles intelectores, frecuentes y ocasionales, con algunas desviaciones que me permitan continuar con mi plan lector original, del que en breve ofreceré la segunda entrega. Engaño a propósito a los lectores del titular que no frecuenten este Diario, porque la intención no es otra, lo confieso paladinamente, que piquen, esto es, incitar a la compra del libro La España vulgar, no por necesidad, ¡loado sea Hermes!, sino por justificable afán divulgativo.


10.1.  De patriotas y patriotos

El libelista se resiste a la tentación de dejarlo todo y atreverse con esa suprema manifestación de la vulgaridad que es la creación estadística de la realidad, deidad inequívocamente sigloveintera  donde las haya, porque, más allá de las campañas electorales y otras verbenas políticas señaladas,  hay  credos, como el nacionalista –en singular, sí, porque todos son uno y el mismo, siempre y en todo lugar–, que merecen todas las abominaciones posibles, puesto que ninguno como él suma a la perfección la cima de la vulgaridad y el abismo de los bajos instintos para encarnar el máximo exponente de la ranciedumbre moral más abyecta. Vale decir, además, que ninguna fuerza política, por alejada que se proclame de ese misoneísta –en buena lógica– barrizal emocional xenófobo y racista,  se libra de la infección de ese virus deletéreo, de las salpicaduras de viruela de la ciénaga. Por acción, porque se lleva en la sangre, como alegan con orgullo los abanderados de esa peste, o por reacción, para no dejarse birlar los votos con que llegar al PODER, todas las débiles fuerzas políticas acaban sucumbiendo al irracionalismo salvaje que propaga el virus  nostratis.
Son muchas las manifestaciones exotéricas del nacionalismo, pero entre ellas ninguna tan eximia como el trinitario  amor a “lo nuestro”, a “nuestra lengua” y a “nuestra patria”, el atávico sentido de la propiedad del territorio, en definitiva. El sectarismo elevado a los altares. Nada como el lema de los cuarteles de la Guardia Civil, Todo por la patria, para expresar de forma inequívoca la devoción nacionalista que no admite contestación posible salvo que se incurra en el delito de lesa traición. Una, grande y libre es lema que se extiende por la pell de brau con embelesados ardores guerreros que devalúan, hasta reducirlo al silencio, el espíritu crítico que se opone a la majadería constante del fanatismo patriotero. Y aquí en España estamos harto servidos de furibundos patriotas, y sobre todo patriotos, dispuestos a imponer sus patrias a papirotazo de estatutos con ínfulas de constitución y a garrotazos de decretos-ley con ínfulas de dogmas.
 No hay lengua como la nuestra; no hay gastronomía como la nuestra; no hay paisajes como nuestros paisajes; no hay costumbres como nuestras costumbres; no hay gracia como la nuestra; no hay seriedad como la nuestra; no hay cultura como la nuestra; no hay espíritu emprendedor como el nuestro; no hay vino como el nuestro; no hay costas como las nuestras; no hay sierras como las nuestras; no hay tradiciones como las nuestras; no hay ciudades como las nuestras; no hay artistas como los nuestros; no hay saber estar como el nuestro; no hay cielo como el nuestro; no hay música como la nuestra;  no hay..., dice la larguísima y monótona cantilena enfadosa y estomagante del, en lo alto de la sublimación, encendido amor a la  abstracción y a los símbolos que deviene, como quintaesencia, la estatalidad, porque sin estado donde estar no hay ser en que devenir; sin fronteras que marcar y expandir, sin lengua que imponer, y sin carnet de buena ciudadanía, ¿qué queda del sueño de la nación?
Todos los patriotas, en resumen, son propietarios celosos de esa propiedad intangible e indefinible, y no sólo la defienden, sino que también la definen, aunque difuminen la razón al hacerlo,  y establecen las fronteras y los dogmas que no se han de traspasar y se han de creer respectivamente, como los viejos dogmas de fe de la niñería católica. E incluso renuevan apolillados estatutos de sangre para establecer el censo electoral y determinar quiénes pueden y no pueden votar independencias, segregaciones, puertorriqueñerías o desacomplejado Estado Soberano, con las mayúsculas iniciales emblemáticas.
Pongamos por caso, sin extraviarnos en las fantasías genealógicas, el zarzuelero propósito del contrato a los inmigrantes, defendido por el nacionalismo tradicionalista español y los nacionalismos periféricos, especialmente por el catalán, parte de cuya esencia patria consiste en el victimismo a ultranza y la atenta llamada al somatén! para organizar la defensa contra los invasores, como clamaba en el desierto de la prensa comarcal la férrea Ferrusola: “nos quedaremos sin iglesias, Cataluña será un paisaje de mezquitas”, al-armaba la dama de hierro. Hermanados, pues, en los mismos presupuestos teórico-religioso-folclóricos, ambos nacionalismos se empeñan, a toda costa, en definir en qué consiste ser catalán o español, como si tuvieran la patente de tales invenciones, de tales ficciones, como si sólo ellos tuvieran, no derecho, sino el derecho, a decidir quiénes pertenecen y quiénes no a la horda escogida por Dios sobre la faz de la Tierra.
Rinde beneficios electorales espolear los sentimientos de pertenencia a la horda, como no lo ignoran, como buenos imitadores de los machos alfa, los dirigentes deportivos cuando calientan  partidos de la máxima, fuegos en los que a algunos les ha caído la pena máxima de perder la vida, y a otros se les ha curado el fanatismo a partir de que les abrieran el cráneo para que, ¡por fin!, les entraran las ideas que les permitieran aborrecer el salvajismo de la bandería ciega.
Lo que le sorprende al libelista es que ese “amor a la patria”, denso, profundo, irracional, no se lo tatúen  los patriotas en el bíceps o en el pecho como se tatúan –o al menos así lo hacían tiempo ha– los legionarios el clásico “amor de madre”, porque apenas hay diferencia entre ambos amantes. Entiende el libelista que no lo hagan en las nalgas, y lo aplaude, aunque fue batalla patriótica, en el caso catalán, por ejemplo, que apareciera el emblema del país, la C mayúscula, en el culo de los coches, del mismo modo que sobre él tatúan, los más devotos, la borriquería como moderna seña de identidad inequívoca.
En el país de las taifas, los motivos para poner lindes y menospreciar a los vecinos salen de debajo de las piedras; del mismo modo que son infinitos los agravios que se cultivan como flores de invernadero. El infatigable esfuerzo por distinguirse consume generaciones híbridas en el regusto amargo de la pureza imposible. La obtusa religión del nostratismo, con sus ritos ortodoxos, heterodoxos y paradoxos, suele manifestarse a través de complejos rituales iniciáticos que desbordan cualquier capacidad imaginativa. Si infinitos son los caminos del Señor católico; infinitas son las ordenanzas de la nostreidad(cualquiera de ellas) sin las que no se halla gracia ante los definidores del credo, ante los poseedores del protobién máximo, de la inefable fortuna del plurilingüe y común: soy.............., casi ná; Como si el revés del soy no fuera, como de hecho lo es, su negación, la multiplicidad impropia y vital del yo...
En el país del sainete, género teatral de extendida fortuna, pues no hay territorio donde no haya brotado con la fuerza ambigua de la crítica y la complacencia, buena parte de la vida política –sobre todo el subgénero específico  de las  tensiones  separatistas– tiende a verse en términos de tal, por más que quienes los escriben e interpretan calcen coturnos y quieran presentarlos al gran público como altisonantes y catárticas tragedias, todas ellas variantes deplorables y patéticas del “ser o no ser”. Quizás la inclusión en el esperpento valleinclanesco, como a menudo suele hacerse por parte de los ignorantes del género teatral,  dotara a esas piezas mediocres de una calidad artística de la que, de todas todas,  carecen, de ahí que el libelista se abstenga de tomarlo como referencia; del mismo modo que nunca se le ocurriría hablar de charlotada o de quijotada para referirse a ellas, como ya escribió con anterioridad, teniendo en cuenta la excelsitud de las referencias a las que esos vocablos aluden, dignas de un aprecio humano y artístico que excede con creces la simple compasión que levantan, en el avezado espectador, esos dimes y diretes separatistas, esas trifulcas a pie de ley, esas sarracinas –tan taifescas–, esas zurribandas dialécticas, esas zaragatas de payaso sin gracia, esas zalagardas maliciosas, esas pelazgas vecinales, esas gazaperas públicas..., como la protagonizada por los tarroesencialistas de Convergència en su versión “doméstica” e institucional al arremeter, a calzón quitao, contra un M.H. –frío, frío, no es matrícula de honor..– que llegó tarde a Pentecostés y apenas le calentó ni una brizna de llama de la lengua impropia, y hacerlo además con los más prístinos modos xenófobos y, ¡sin embargo!, con un impecable look  atempranilladode racial bandolero español de Sierra Morena.
El libelista lamenta tener que abandonar en este punto y aparte tan fértil terreno para el humor como para el desconsuelo cual es el de las pendencias politiqueras, tópico de barra de bar donde se mima el arte del insulto y la descalificación, y donde cualquier matarife despelleja, entre sorbo y sorbo de cañita tirada, con pontificales prejuicios apodícticos;  pero ha de seguir levantando triste acta de la vulgaridad extendida a diestro y siniestro por la geografía física y humana de este país testucero.

Segunda noticia de las “Obras Completas” de Platón: Del “Alcibíades” hasta el “Menexeno”.

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Los Diálogos de Platón son obra y persona de Sócrates, escenario y personaje; dichos y hechos, rigor del método y un sutil recorrido por los principales conceptos filosóficos que aún nos interpelan (y lo seguirán haciendo) a diario.

Continúo el camino a través de una obra, la de Platón, en la que nunca deja de sorprenderme, a medida que avanzo, la excelente teatralidad de unos diálogos que diríanse nacidos para ser representados en el escenario, porque Platón sabe, además, sin acotación alguna, que ya tiene mérito, trasladarnos la “situación”, el contexto humano en forma de gestos, entonaciones, y aun hasta me atrevería a decir que visajes, que forman parte de la conversación, y el lector se lo pasa en grande observando la fina ironía socrática y los usos y costumbres de la ciudad dialéctica por excelencia. El Alcibíades, con un discípulo a quien Sócrates ama con verdadera pasión, lleva por subtítulo “de la naturaleza del hombre” y aunque Sócrates establece la necesidad de afirmar esa naturaleza en el alma y en la inteligencia, partiendo del precepto délfico, “conócete a ti mismo”, pronto el diálogo deriva hacia la formación de la persona y hacia la ambición política del discípulo, a quien Sócrates le dicta una breve lección de ciencia política que aún hoy merecería ser escuchada por los aprendices de todo y sabios de nada que aspiran a gobernarnos “para nuestro bien”. Hela aquí, encadenada: Lo que más temo es que te alcance la corrupción, una vez te domine el amor del pueblo. Ya a muchos hombres de valía entre los atenienses ha ocurrido así “porque el magnánimo pueblo de Erecteo” es de apariencia hermosa, aunque sea necesario desnudarle para verle en su verdad.. (…) Has de prepararte no a ejercer el mando y el poder, a tu antojo, tanto en tu beneficio como en el de la ciudad, sino a procurar la justicia y la sabiduría. (…) No es, por tanto, el poder absoluto, querido Alcibíades, lo que has de procurar, tanta para ti como para la ciudad, si deseáis ser felices, sino más bien la virtud. En el diálogo titulado Cármides o de la sabiduría moral, Platón plantea el tema del conocimiento y de qué sea la sabiduría. Se trata, pues, de una suerte de gnoseología a modo de tanteo, como si únicamente quisiera plantear el tema, lo que hace con un interlocutor, Critias, que considera que la verdadera sabiduría no solo estriba en el tradicional “conócete a ti mismo”, sino también en “saber que se sabe”, que equivaldría, a su parecer, a la posesión definitiva del saber, el cual, casi por arte de birlibirloque, engendraría el saber d todas las ciencias habidas y por haber, algo que a Sócrates le repugna intelectualmente: No puedo afirmar que sea posible una ciencia de la ciencia, ni tampoco, en caso de que esta ciencia existiera, sostener que se identifique con la sabiduría, antes de haber examinado si la sabiduría, entendida así, nos sería útil o no. Al cabo, viene a decirnos Sócrates, no hay más saber que el concreto de las diversas disciplinas, porque, de otro modo, el que desconoce esta ciencias particulares, sabrá solamente que sabe, pero sin saber el qué (…) La sabiduría no consiste, pues, en saber qué cosas sabe uno o qué cosa ignora, sino solamente, por lo que parece, en saber que uno sabe o que no sabe. Traída la disputa a nuestros días, bien pudiéramos hablar de esa famosa disparidad de criterios pedagógicos entre quienes ven necesario aprender a aprender y quienes estiman que es imprescindible aprender “algo”, pero no es el momento, está claro, de hundirnos en semejante ciénaga. En definitiva, como concluye Sócrates el diálogo-tentativa:  Yo sigo persuadido de que la sabiduría es un gran bien y de que, si la posees, eres objeto del favor de los dioses. A cualquier intelector que escoja, como yo, adentrarse en el bosque dialéctico de los Diálogos de Platón, le llamará la atención, sobre todo, la infinita disponibilidad para el diálogo de los protagonistas de los mismos, y no solo de Sócrates; esa actitud admirable de “detenerse”, de sustraerse del flujo temporal y sus perentorias exigencias y estar abiertos a la investigación minuciosa de cualquier propuesta, de cualquier sugerencia, de cualquier afirmación fundada o peregrina que alguien arroja sobre el tablero imaginario del diálogo para que se practique la más fina vivisección de esas realidades conceptuales que no siempre acaban siendo desentrañadas claramente por los debatientes. Es el caso del diálogo Laques o del valor, en el que se plantea si existe o no una ciencia del valor y si es capital en la educación de los hijos. Como ya he ido comprobando en los diálogos leídos, el particular método Socrático, que procede por vía de aproximación comparativa para ir eliminando antes lo que no es cada concepto que lo que propiamente es, buena parte del diálogo se emplea en considerar aspectos que pueden, en principio, parecer marginales pero cuya relación con el tema central no tarda en ponerse de manifiesto. Como dice Laques, Si ella tuviera algún valor [la ciencia del valor], no habría pasado inadvertida a los lacedemonios, cuya vida entera se pasa en estudiar y practicar los conocimientos y los ejercicios que pueden asegurarles la superioridad en la guerra. Puede parecernos extemporánea a nuestras preocupaciones habituales una reflexión acerca del valor, pero recordemos, del Alcibíades, lo que Sócrates considera la mejor formación de los jóvenes: cuando alcanzan por dos veces los siete años, entregan al muchacho a los llamados pedagogos reales que son persas de edad madura elegidos entre los mejores en número de cuatro: uno, como el más sabio; otro, como el más justo; un tercero, como el más prudente, y por último, uno considerado como el más valeroso, y tenemos, resumidos, los valores fundamentales de la perfecta educación: la sabiduría, la justicia, la prudencia y el valor.  En el Laques se discute acerca de en manos de quién dejar la educación de los hijos y si es conveniente o no confiarlos a los paidotribos, como propone Sócrates y, en última instancia, a quienes poseen la verdadera sabiduría. La tendencia a educar a los hijos según la opinión pública, en vez de hacerlo según la especialidad de quienes saben, la pone Sócrates en cuestión cuando dice que no conviene experimentar en cuestiones tan delicadas: Pensad que hacéis una experiencia peligrosa, no en un cario [Equivale, la expresión “en un cario”, a “conejillo de indias”. Experimentar con un cario, un mercenario, equivalía a hacerlo con una persona a quien ni se considera, por baja, como persona.], sino en vuestros hijos y en los de vuestros amigos y procurad entrenaros, como suele decirse, en el oficio del alfarero, no haciendo un jarrón. Nicias, otro de los intervinientes en el diálogo, lo deja bien claro: Se hace uno más prudente para el futuro, si uno está en la disposición, según el precepto de Solón, de aprender durante toda la vida y de no creer que la vejez por sí sola nos aporta la sabiduría. La misma idea con la que Sócrates, que no pudo pagarse las lecciones de los Sofistas, remacha el diálogo amparándose en Homero:  Si alguno de vosotros se sonríe ante la idea de que. A nuestra edad, podamos aún ir a la escuela, me revestiré de la autoridad de Homero, quien ha dicho que “la vergüenza es mala cuando va acompañada de la indigencia”.   Finalmente, aunque no haya una conclusión sobre lo que pueda entenderse por el valor, y menos aún si hay una ciencia que lo estudie específicamente,  Sócrates nos indica que la fortaleza del alma se confunde a veces con el valor. Idea que recoge Nicias para oponerse a la concepción popular del valor: los seres a quienes tú, con el vulgo, llamas valerosos, los llamo yo temerarios, y llamo valerosos a aquellos que están dotados de reflexión, los únicos de quienes hablo. Bien está que recojamos, aunque sea una definición de la antítesis del valor, lo que nos dice Sócrates sobre el temor:  el temor es una espera del mal futuro. Cuando Platón aborda el tema de la amistad, lo cual hace en Lisis o de la amistad, es conveniente para el intelector comenzar por el final: Hemos dado un espectáculo bastante ridículo, yo, que soy ya viejo, y vosotros, hijos míos. Nuestros oyentes, al irse, van a decir de nosotros que, teniendo la pretensión de ser amigos -y con este título me coloco entre vosotros-, no hemos sido capaces de descubrir qué es un amigo, y ello porque en esas palabras de Sócrates se condensa un rasgo de su quehacer filosófico admirable: no siempre el pensamiento nos lleva a esclarecer el objeto sobre el que se vierte la reflexión. Y eso ocurre en este caso con la amistad. Propio de ese vaivén constante del método Socrático es llegar a una definición que, de repente, deja de tener sentido porque a nuestro filósofo callejero se le ocurre algo que contradice lo definido y deja a los conversadores en el punto de partida, o casi: Yo mismo -dice Sócrates a continuación- estaba lleno de alegría, encantado de haber hecho tan buena caza y de tenerla finalmente en mis manos. Luego, yo no sé cómo, me vino una duda extraña; sospeché que nuestras conclusiones eran falsas y, lleno de desolación, exclamé: Lo siento, hijos míos, me temo que nuestro tesoro no exista más que en nuestro sueño. ¿A continuación de qué? Pues de haber afirmado que lo que ellos quieren decir, según y lo entiendo, mi querido Lisis, al decir que lo semejante es amigo de lo semejante, es que no puede existir amistad más que entre los buenos, apoyándose para defenderlo en Homero:  Los poetas son, en efecto, los padres de todo saber y son nuestros guías: “siempre un dios empuja lo semejante hacia lo semejante” y se lo da a conocer, y recordar enseguida el juicio de Hesíodo: “el alfarero odia al alfarero; el rapsoda odia al rapsoda, y el pobre odia al pobre”  y añadía que esto mismo ocurre con todo; que, por una necesidad universal, los celos, las querellas y la hostilidad reinan entre las cosas que más se asemejan, así como reina la amistad entre las más distintas. Parece que el diálogo se halla, en efecto, en un callejón sin salida, pero por encima de los pasos dialécticos que siguen los intervinientes, hemos de rescatar la confesión autobiográfica que Platón va introduciendo en los Diálogos para ofrecernos el más acabado retrato de su maestro: Desde mi niñez hay una cosa que he deseado siempre; todo el mundo tiene su pasión: para uno, esta son los caballos; para otro, los perros; para otros, el oro o los honores. En cuanto a mí, todos estos objetos me dejan frío; pero, en cambio, deseo vivamente conseguir amigos, y un buen amigo me complacería mucho más que la codorniz más bella del mundo, que el más hermosos de los gallos, incluso, ¡por Zeus!, que el más hermoso de los caballos o de lo perros. Yo creo, ¡por el perro!, que preferiría un amigo a todos los tesoros de Darío: hasta tal punto estoy ávido de amistad. El Eutifrón o de la piedad es un diálogo que se acerca mucho al debate forense, o que lo toma como pretexto para discurrir sobre qué sea la piedad, lo cual, en una sociedad tan religiosa como la griega no era tema baladí, sino axial. Al fin y al cabo, a Sócrates se lo llevó por delante una acusación de impiedad, como se reconoce al principio de diálogo: Según Sócrates, Melitos, hombre de largos cabellos, de no mucha barba y de nariz corva, dice que soy algo así como un artífice de dioses, y aduciendo que hago nuevos dioses y que no creo en los antiguos, lanza contra mí esta acusación. A lo que Eutifrón le responde: lo comprendo, Sócrates, y creo que se refiere a esa voz interior que tú dices se deja oír en ti en toda ocasión. A partir de un caso muy especial, Eutifrón denuncia a su padre por haber matado arbitrariamente a un esclavo suyo, ganándose la incomprensión de cuantos lo rodean, incluido el propio Sócrates, con quien, en ágil diálogo buscan qué sea o deje de ser lo piadoso. Eutifrón pone de relieve, sin embargo, una de esas típicas contradicciones que alimentaron la depuración del discurso lógico: Afirmo que es piadoso eso mismo que yo voy a hacer ahora, pues ya se trate de homicidios, o de robos sacrílegos, o de cualesquiera otras acciones, la piedad exige el castigo del culpable, sea este padre, madre u otro individuo que no viene al caso; no hacerlo es precisamente lo impío. En tal sentido, Sócrates, comprobarás cuál es la prueba decisiva que yo aduzco de que la ley sea así. Ya la he dado a conocer a muchos otros: no cabe concesión alguna al impío, sea este quien sea. Pues estos mismos, los hombres que creen que Zeus es el mejor y el más justo de los dioses, reconocen que encadenó a su padre que devoraba a sus hijos injustamente, y que a su vez el padre de este mutiló al suyo por otras cosas parecidas. Y en cambio se muestran indignados contra mí por el hecho de que persigo a mi padre por un acto injusto, lo que prueba que se contradicen consigo mismos al juzgar lo que hacen los dioses y lo que yo hago. La denuncia de su propio padre, un caso extremo, como advertimos, da pie al intento, frustrado, de definir la piedad, una definición que parte de la sumisión a los dioses, según lo establece Eutifrón: Es piadoso, en efecto, lo que resulta grato a los dioses, e impío lo que no les agrada. Y ya tenemos, rápida como el rayo de Zeus, la perspicaz objeción socrática: Lo que es piadoso, ¿es aprobado por los dioses por ser piadoso, o bien es piadoso porque es aprobado por los dioses?, como técnica definitoria de una personalidad inconfundible y muy consciente de sí misma: lo que hay de más notable en mi arte es que soy diestro en él contra mi propia voluntad. Es interesante siempre en todos los diálogos el movimiento dialéctico que nos permite ir disolviendo las contradicciones que Sócrates descubre tras cada afirmación de cualquiera de los participantes en el diálogo. No son infrecuentes las exclamaciones de desesperación por sentirse enredados en esa tela de araña que Sócrates tejía para obligar a sus adversarios a desdecirse o a reconocer las limitaciones de sus asertos. En el asunto de la naturaleza de la piedad, sin embargo, nada se resuelve, porque el asunto se enmaraña en la relación que han de mantener los hombres con los dioses, de ahí que Sócrates, que promete no cejaré en la búsqueda [de qué sea lo piadoso] hasta que llegue a saberlo, reconviene a Eutifrón por haber denunciado a su padre basándose en un concepto de la piedad escasamente fundado: Si no discernías con seguridad lo que es piadoso de lo que no lo es, no hay razón para que hubieses lanzado la acusación de homicidio contra tu anciano padre, por culpa de un hombre a sueldo Y habrías debido contar, por el contrario, con el temor a los dioses para no verte expuesto a no obrar rectamente, así como con el debido respeto, a la opinión de los hombres. Al fin y al cabo, frente a la endeble concepción de lo piadoso que defiende Eutifrón, Sócrates tiene claro que, de ajustarse a lo que defiende su interlocutor, la piedad se convertiría en una técnica comercial que regulase los intercambios entre los dioses y los hombres. Tengo tan aburridos a los imposibles intelectores que se sumen a este viaje mío a través de Platón, que me da un sí sé qué de defraudarles con una visión hipersuperficial de uno de los grandes diálogos platónicos, el Gorgias o de la retórica, al que solo puede hacérsele justicia siguiendo esa lucha socrática contra tres adversarios de diferente entidad: Gorgias, Polo y Calicles, razonamiento a razonamiento, porque la habilidad que exhibe Sócrates para desenmascarar a los sofistas en este diálogo torrencial va más allá de lo que yo pueda resumir en dos o tres intervenciones. El asunto capital, en todo caso, sería la debelación de los sofistas, encabezados por la elegancia discursiva de Gorgias y continuados por la intemperancia de dos fanáticos como Polo y Calicles, quienes incluso llegan a recurrir al insulto para intentar contrarrestar el carácter apodíctico del razonamiento socrático. Parte del tono “bronco” del diálogo ha de entenderse en el contexto de ser el Gorgiasun diálogo combativo contra un libelo de Polícrates que intentaba reverdecer entre los atenienses el rencor hacia Sócrates. Puesto Gorgias en la tesitura de decir cuál es para él el mayor bien, después de haberle recordado Sócrates una canción de banquetes en la que se recuerda que tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor, o, en sus palabras: Creo que no me equivoco al pensar que tú has oído en los banquetes aquella canción en la cual se hace una enumeración y se dice que el bien más precioso consiste en disfrutar de la salud, que el segundo es haber nacido hermoso y el tercero, como dice el autor de la canción, adquirir riquezas sin cometer fraude; el retórico siciliano, que tanto éxito obtuvo por su elocuencia en Atenas, le responde que lo que es verdaderamente, Sócrates, el bien mayor; algo que, al propio tiempo que es causa de la independencia de los que la poseen, permite a estos tener autoridad sobre los restantes ciudadanos en su ciudad.(…) Me refiero al hecho de poder persuadir mediante el discurso, hablando ante un tribunal, a los jueces; en el Consistorio, a los miembros del Consejo, en la Asamblea popular, a los miembros de la misma y, en fin, en cualquier reunión de trascendencia ciudadana, a los que asisten a ella. Es de tal naturaleza la fe de Gorgias en su maestría retórica que enseguida trasluce un entusiasmo propio de quien se sabe en disposición de un poder magnífico e incomparable: ¡Si tú supieras, Sócrates! ¡Si supieras que en cierto modo tiene en sus manos la retórica todos los poderes! (…) En efecto, no existe asunto alguno acerca del cual no pueda hablar con más persuasión ante una muchedumbre el hombre elocuente que el de cualquier profesión. Tan grande y de tal condición es el poder de ese arte. Ahora bien, una vez que Sócrates discrimina el tipo de audiencia a quienes se dirige, “los que no saben”: al decir “ante una muchedumbre” ¿quieres decir “ante los que no saben”? Pues ante los que saben no será más persuasivo que el médico, creo yo y constatar  la esencia que lo caracteriza: el arte oratoria no necesita en absoluto tener un conocimiento profundo de las cosas; le basta con haber encontrado un medio de persuasión que le ermita aparecer ante los ignorante como más sabio que los realmente sabios, Gorgias concluye con una declaración de fe en el embaucamiento profesional: pues bien, Sócrates: ¿no es grande la comodidad que supone el no quedar por debajo de los hombres de ninguna profesión sin haber aprendido todas, sino una sola, que es la retórica? Contra lo que va a luchar Sócrates inmediatamente es contra la idea de que la sofística o la retórica sean un arte: adquisición experimental o rutinaria de un modo de producir cierto encanto y placer, la llama, añadiendo que la adulación constituye lo más importante de ella. Enfrentado posteriormente a Polo y a Calicles a cara de perro, el diálogo continúa hasta llegar a la intervención de Calicles en que defiende avant la lettre la teoría nietzscheana del superhombre y la doble moral de los señores y de los esclavos: en mi opinión son los hombres débiles y la masa los que establecen las leyes. (…) A mi entender la misma naturaleza demuestra que es justo que el que vale más tenga más que su inferior, y el más capaz que el más incapaz. Pero lo que sorprenderá al intelector es la descalificación de la práctica filósofica en las personas adultas que defiende Calicles: la filosofía es ciertamente, amigo Sócrates, una ocupación grata, si uno se dedica a ella con mesura en los años juveniles; pero cuando se atienda a ella más tiempo del debido, es la ruina de los hombres.  (…) Cuando veo la filosofía en un jovencito, me complazco, me parece que le cuadra, y estimo que ese hombre es de condición libre, y si, por el contrario, no presta atención a la filosofía, considero que es un hombre servil y que jamás deberá considerarse digno de nada bello ni grande. Mas cuando veo que un hombre entrado en años filosofa y no desiste de ello, encuentro que necesita que le golpeen, amigo Sócrates. Casi podríamos concluir que, al decir de Calicles, Grecia no es país para viejos…filósofos. Sócrates, sin embargo, no duda en conducir el diálogo hacia un terreno que le es favorable, el de la ética y el de la aspiración al bien y a lo justo. Según Sócrates, el hombre que no es idóneo para la vida en común no puede contar con la amistad. Dicen los sabios, amigo Calicles, que la sociabilidad, la amistad, el buen orden, la prudencia y la justicia mantienen unidos cielo y tierra, dioses y hombres, y por esa razón llaman “cosmos” (orden) a todo ese conjunto, y no desorden ni intemperancia, y no tarda nada en meter el dedo en la llaga del herida del sofista: ¿hay alguien que habiendo sido antes malvado, injusto, intemperante e insensato, se haya convertido en hombre honesto merced a Calicles, sea extranjero o ciudadano de Atenas, esclavo o libre? (…) ¿A qué hombre dirás haber hecho mejor gracias a tu trato? ¿Cómo no te atreves a responder si realmente tienes en tu haber alguna obra de ese género de cuando aún eras un particular antes de iniciar tu actuación política? A lo que Calicles solo responde con una lamentación de derrotado: pendenciero eres, Sócrates. Insisto en que me entristece la superficialidad con que pretendo inducir al intelector a acudir raudo a la lectura de estos diálogos tan jugosos, entretenidos, sabrosos e instructivos, pero a medida que voy sumando las lecturas más cuenta me voy dando del disparate que cometo. Ni siquiera sé si el entusiasmo de la buena intención -pavimentadora infernal- será capaz de absolverme o disculparme. El Menexeno o la oración fúnebre parece un ejercicio paródico del género del discurso fúnebre con motivo de las exequias de los héroes caídos en combate en defensa de Atenas. De hecho, el discurso de Aspasia, supuesta maestra de Sócrates, es recordado íntegramente por su discípulo, lo cual es ya, de por sí, una buena burla de aquella especialidad retórica alimentada de lugares comunes. Con todo, y a pesar de esa intención burlesca, hay no pocas ideas y juicios en el texto que, al margen de su condición tópica, siquiera sea por su manera de enunciación, merecen ser rescatados, a mi modesto entender. Sócrates se burla del país de los bienaventurados en que le hacen vivir los oradores de dicho género, mientras le duran los efectos dl bello discurso emotivo, pero aun a pesar de esa actitud es evidente que ciertos tópicos merecen ser recordados. Dejo fuera lo que tenía previsto y me centro en uno, el principal, el del precepto délfico: la máxima “nada en demasía” posee una antigua reputación de exactitud; y es porque es efectivamente exacto. El hombre que hace depender de sí mismo todas las condiciones capaces de conducir a la felicidad o a lo que se le acerca, sin hacerlo depender de otros, cuyos éxitos o reveses condenarían a su propia suerte a ir a la deriva, ese tal se ha preparado la mejor vida; este es el hombre sabio, el hombre de pro, el hombre sensato; tanto si consigue riquezas o hijos como si los ve desaparecer, él es quien obedecerá plenamente a la máxima: él no mostrará ni alegría ni dolor excesivos, porque no confía más que en sí mismo. Vuelvo en breve…


Tercera noticia de las “Obras completas” de Platón: del “Menón” al “Cratilo”.

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Sobre la virtud, la dialéctica y la creación de los nombres: un recorrido sinuoso por la humanidad de un filósofo en permanente alerta contra su propio saber y las trampas del lenguaje


Excelentísimo, el retrato que hace Menón de Sócrates, y muy curiosa esa reticencia del filósofo a salir de Atenas, tan determinante, además, en su renuncia a dejarse ayudar para escapar de la prisión, una vez condenado a muerte. El diálogo con Menón, en busca de la definición de “virtud” es un ejemplo clarísimo del método socrático y, al mismo tiempo, de sus virtudes y sus limitaciones, porque en él hallamos alguna confidencia socrática que más de miles deberíamos hacer nuestra por su humildad especulativa y su rigor reflexivo: a decir verdad, hay algunos puntos en mi razonamiento sobre los cuales no me atrevería a ser realmente aseverativo; pero considerando como un deber el buscar lo que ignoramos, nos volvemos mejores, más enérgicos, menos perezosos que si consideramos imposible y ajeno a nuestro deber la búsqueda de la verdad desconocida. Claro que ese reconocimiento del valor de la búsqueda de la verdad, tan encomiable, es posterior a un retrato de Sócrates y del propio Menón en su trato con él que merece los honores de la transcripción completa: Yo, Sócrates, aun antes de encontrarme contigo, había oído decir que tú no hacías más que encontrar dificultades en todas partes y hacerlas encontrar a los demás. En este mismo momento, por lo que me parece, no sé mediante qué drogas y qué magia, gracias a tus encantamientos, me has embrujado de tal manera que tengo la cabeza llena de dudas. Me atrevería a decir, si me permites una broma, que me parece eres realmente semejante  por tu aspecto y por todo lo demás, a este gran pez marino que se llama torpedo. Este, en efecto, se entumece y adormece apenas uno se le acerca y le toca; y tú me has hecho experimentar un efecto semejante. Sí, estoy verdaderamente entumecido corporal y espiritualmente, y soy incapaz de responderte. Y, sin embargo, innumerables veces he hecho disertaciones sobre la virtud delante de las muchedumbres, y siempre, a lo que creo, me he salido muy bien de ellas. Pero en estos momentos me es absolutamente imposible de decir ni tan siquiera lo que ella es. Haces muy bien, créeme, en no querer navegar ni viajar al extranjero; con una conducta así, no tardarías mucho en ser detenido como brujo en una ciudad extraña. A lo que Sócrates, con una soberbia humildad -recordemos lo orgulloso que estaba él de la respuesta del oráculo de Delfos: Sócrates es el hombre más sabio de toda  Grecia- , responde con lo que a mí me parece toda una declaración de principios:  Yo no soy un hombre que, seguro de sí mismo, lía a los demás; si yo enredo a los demás es porque yo mismo me encuentro en el más absoluto embrollo. Tras ese reconocimiento de su disposición habitual para iniciar la indagación filosófica,  esa suerte de “permíteme que me aclare”, con la que va enredando a sus interlocutores en una cadena autocrítica de cada juicio, está claro dónde se cimenta la fama de Sócrates y cómo su droga mayéutica es capaz de llegar a conclusiones que sitúan a los interlocutores en las antípodas de lo que defendían nada más iniciar el diálogo con él. El tema de la virtud del que se habla en el diálogo de Menón es muy significativo del orden que siguen los discursos, pues partimos de la definición de Menón: La virtud de un hombre consiste en ser capaz de administrar los asuntos de la ciudad y, haciendo esto, asegurar el bien de sus amigos y el mal de sus enemigos, guardándose él mismo de todo mal. (…) La virtud de la mujer consiste primeramente en administrar bien su propia casa para mantenerla en buenas condiciones y luego en obedecer a su marido. [Sigue diciendo que hay, así mismo,  virtudes específicas de los niños, las niñas, los jóvenes, los ancianos…, sean libres o esclavos.] y enseguida Sócrates levanta la objeción que posibilitará la continuidad de la indagación:  Yo andaba buscando una virtud única y encuentro en ti un enjambre de virtudes. Y de ahí le va a ser casi imposible a Sócrates sacar a Menón, con quien se acaba Sócrates enredando para no concluir nada positivo, excepto lo único con lo que podemos quedarnos a falta de una definición más ajustada:  La virtud no es ni un don de la Naturaleza ni la consecuencia de una enseñanza, sino que, en aquellos que la poseen, se debe a un favor divino, sin intervención de la inteligencia, a no ser que por casualidad se encontrara algún político capaz de transmitirla a los demás. Si se encontrara un hombre así, se podría decir de él que sería entre los vivos lo que Homero dice de Tiresias entre los muertos, cuando afirma que en el Hades “es el único que posee la sabiduría” y que los demás “no son más que sombras errantes”. De la idea de que es imposible “enseñar” la virtud se derivó la importancia de la ejemplaridad como método de transmisión de la misma, y de ahí a las vidas ilustres o a las colecciones de apotegmas de los que derivar, como de los de sentencias, aforismos, etc., un manual de virtudes, apenas había un pequeño paso que cimentó, sin embargo, una tradición didascálica actualmente muy bien considerada, seguida y remedada. En el Eutidemo o el discutidor, que continúa esa línea de crítica radical de la sofística, Platón nos ofrece algo así como un entremés cómico al subir a la escena del diálogo a un par de hermanos, sofistas ambos, Eutidemo y Dionisidoro, quienes se jactan poco menos de poseer el saber de saberes, el saber supremo, gracias al cuál son ellos los únicos capaces de enseñar la virtud y de hacerlo en el menor tiempo posible. Frente a ellos, Sócrates y sus amigos pondrán de relieve, aprovechando las sofisterías de ambos hermanos, que a la sabiduría solo nos llevan dos caminos: la del verdadero interés por las cosas y el conocimiento y la falsa que solo busca el lucimiento personal, que no es, por lo tanto, vía alguna a la sabiduría, sino un mero juego de malabares con los nombres dejando intactas las cosas y el conocimiento de las mismas. Ese afán exhibicionista, narcisista, es lo que lleva a Sócrates a comparar los embaucamientos sofísticos con las danzas de los misterios que bailaban los coribantes en el momento de la entronización del aspirante a la iniciación, cuando dichos coribantes bailan a su alrededor mientras el candidato está sentado en una suerte de silla gestatoria.  Con todo, en esa indagación sobre cuál sea la ciencia de la virtud, la que la enseñe, la que la transmita -esa de la que se reclaman aventajados poseedores ambos hermanos-  no siempre se alcanzan resultados que nos consuelen del penoso esfuerzo intelectual para conseguirlos, como dice Sócrates: Como los chiquillos persiguiendo golondrinas o alondras, a cada momento nos creíamos a punto de coger cada una de las ciencias, y ellas cada vez se nos escapaban. ¿Para qué contarte los detalles? Llegamos finalmente al arte regio, y estábamos dispuestos a examinar si era ese el que produce la felicidad; pero, entonces, como si hubiéramos ido a caer en un laberinto, cuando pensábamos ya tocar al término, nos volvimos a encontrar, como quien dice, luego de haber dado toda la vuelta, al comienzo de nuestra búsqueda y habiendo avanzado tan poco como al comenzar nuestra investigación. Ese arte regio no es otro que el de la política, del que parece que derive, dada su actividad, la virtud, pero Sócrates no tarda ni un minuto en levantar una crítica de esa nueva ciencia que la inutiliza para el fin que se persigue: Todos los resultados que alguien podía atribuir a la política -e imagino que habría más de uno, como son la riqueza que procura a los ciudadanos, la libertad y la ausencia de partidos-, todos estos resultados, digo, no nos habían parecido ser ni males ni bienes; este arte tenía que hacer sabias a las gentes y comunicarles la ciencia, para ser el que da el provecho y la felicidad. Pero en modo alguno lo es. Advierta el intelector la curiosa condición benéfica de la democracia, tal y como Sócrates la plantea al menos: “la ausencia de partidos”, ¡nada menos! Pero ya llegaremos, en su momento, a la lectura de La República para percatarnos de las verdaderas ideas políticas platónicas, porque el fundamento del Eutidemo es, sobre todo, la limitación intrínseca de la sofística, el trampantojo de sus logomaquias y charlatanerías sin sentido, como les recuerda, a los hermanos, Ctesipo:  Ve con cuidado, Eutidemo -dijo Ctesipo-, que, como suele decirse, “no atas el lino con el lino”. (…) Me parece, Eutidemo, que estás dormido estando despierto y, si es posible hablar sin decir nada, me pareces estar haciéndolo. Sócrates se apresura en hacer callar a los hermanos que se vanaglorian de su capacidad para hacer fortuna: Es la rareza, Eutidemo, lo que se cotiza; el agua es lo más barato que hay, aun cuando sea “el primero de los bienes”, según Píndaro. Y ahí advertimos esa singularidad socrática del razonamiento que desarma y reduce al contrario, dejándolo en la inferioridad que hiere y que educa, porque a Sócrates le preocupa la búsqueda de la verdad no aplastar a un interlocutor, razón por la que acaba el diálogo con una compasiva consideración: Situados en tercera fila en la realidad, buscan la manera de ocupar la primera en la opinión. Perdonémosles esta ambición, y, sin enfadarnos, tomémoslos por lo que son; hay que dar buena acogida a todo el que manifiesta en sus expresiones la chispa más pequeña de razón y lleva adelante su ingeniosidad con una valentía obstinada.

Y llegamos al Cratilo o de la exactitud de las palabras, uno de los grandes diálogos de la obra de Platón, porque la investigación gnoseológica, con una aproximación a la teoría de las ideas incluida, ha suscitado innúmeras discusiones entre los estudiosos de Platón y también entre los lingüistas, porque la reflexión sobre el lenguaje y su naturaleza no es privativo de los filósofos, obviamente, y aun me atrevería a decir que es terreno más propio de la poética que de la teoría del conocimiento. Algo tan obvio como la naturaleza convencional del lenguaje , que no hay nexo causal alguno entre el lenguaje y la realidad más que el acuerdo de los hablantes para que cada palabra designe una realidad, se somete a discusión en el Crátilo con una pasión etimologizante que hace las delicias de los aficionados a la genealogía de las palabras, como a mí me ocurre, lector asiduo del monumental Diccionario Crítico Etimológico castellano e hispánico, de Joan Corominas. El diálogo arranca con la decidida posición de Hermógenes, hijo de Hipónico, uno de los fieles discípulos de Sócrates. En favor de la convencionalidad del lenguaje: la Naturaleza no asigna ningún nombre en propiedad a ningún objeto; es cuestión de uso y de costumbre que han adquirido el hábito de asignar los nombres. Y Sócrates, precavido como siempre, lo inicia con un “ya veremos”: Hay un antiguo proverbio que dice que “las cosas bellas son difíciles”, cuando se trata de llegar a conocer su naturaleza. Con todo, no tarda Sócrates en admitir la congruencia de la tesis de Cratilo, que él resume a la perfección: Cratilo tiene razón al decir que los nombres corresponden naturalmente a las cosas, y que no a todo el mundo le ha sido dado ser un artesano de nombres, sino solamente a aquel que, puestos los ojos en el nombre natural de cada objeto es capaz de imponer la forma de este a las letras y a las sílabas. Ya advertimos, no obstante, que, entre las dos posturas enfrentadas, que el nombre sea imitación de la cosa o que mantenga con ella una relación arbitraria, se inmiscuye en el diálogo el asunto del “hacedor de nombres”, del “artesano” a quien corresponde la creación de los mismos y, como veremos al final, Cratilo acaba recurriendo a los dioses como, a lo largo del diálogo, le sugiere Sócrates a Hermógenes: Imitemos a los autores trágicos quienes, cuando se encuentran en una situación embarazosa, recurren a las máquina, levantando dioses por los aires. Lo más curioso de este Cratilo, lleno de observaciones fecundas sobre las que se ha de volver, con la reflexión una y otra vez, como cuando refiere que las mujeres están directamente emparentadas con el habla ancestral, a diferencia de los hombres, más en contacto, pues, con la lengua primigenia; lo curioso, decía, es que Platón se siente más que atraído por el postulado imitativo de Cratilo, según el cual, los nombres son imitación estricta de las cosas, o, en palabras de Sóctrates: Así pues, para que el nombre sea semejante al objeto, los elementos a base de los cuales se constituirán los nombres primitivos deben, necesariamente, ser por naturaleza semejantes a los objetos, ¿no es así?  (…) De la misma manera, ¿podrían nunca los nombres parecerse a ningún objeto, si estos elementos de que se componen los nombres no ofrecieran en su forma originaria alguna semejanza con los objetos de los que los nombres son imitaciones? ¿Y esos elementos que deben servir para la composición no son acaso las letras?  Cratilo le responde afirmativamente, pero ello más se debe a que  Sócrates ha hecho un maravilloso despliegue etimológico previamente con la intención de concluir, diríase, que, en efecto, en el nombre está la cosa misma, y, así, ha pasado revista a un buen número de conceptos cuya explicación etimológica prueba esa relación entre nombre y realidad. La relación sería larga, aunque siempre atractiva para los amantes de esa novela policíaca que es cualquier indagación etimológica.  Poniéndose, momentáneamente, del lado de Cratilo, Sócrates parece convencido de la teoría de este: Cratilo tiene razón al decir que los nombres corresponden naturalmente a las cosas, y que no a todo el mundo le ha sido dado ser un artesano de nombres, sino solamente a aquel que, puestos los ojos en el nombre natural de cada objeto es capaz de imponer la forma de este a las letras y a las sílabas. Así, por ejemplo, ocurre con: Orestes corre el riesgo de ser un nombre dado con exactitud sea que el nombre se haya debido al azar, sea que se deba a algún poeta, pues su naturaleza hosca, su carácter salvaje y montañés (oréinos) se manifiesta en su nombre.  Agamenón: admirable (agastós) por su perseverancia (epimoné). Atreotiene un sentido bastante claro: tanto en el sentido de inflexible (ateïrés) como en el de intrépido (átrestos) y de funesto (atéros). Alma (psyché) se debe a que ella con su presencia es para el cuerpo la causa de la vida, procurándole la facultad de respirar y refrescándole (anapsychon); apenas falta este principio refrescante, el cuerpo perece y muere. Cuerpo(sóma). Algunos lo definen como la tumba o sepulcro (sêma) del alma, donde ella se encontraría actualmente sepultada; y, por otra parte, puesto que por medio de él es como el alma expresa sus manifetaciones bajo este concepto es exactamente llamado signo (sêma). En cuanto a los que escriben ôsia [para ousía, la esencia de las cosas], estos deben cree más o menos, como Heráclito, que las cosas existentes se mueven todas y que nada permanece; que ellas tienen, pues, como principio y como causa directores el impulso (to ôzoun), de donde se sigue con razón el nombre de ôsia. Respecto del nombre Hades, la mayoría parece admitir que este nombre expresa el invisible (aeïdés). Y el nombre de Hades, Hermógenes, lejos de ser derivado de invisible (aeïdés) indica mucho mejor el conocimiento (eidenái) de todas las cosas bellas; de ahí ha sacado el legislador la denominación de Hades. Sócrates hace en el Cratilo un ejercicio etimológico que no siempre se aviene con la realidad de las cosas, y llega a conclusiones muy variopintas, como que buena parte de los nombres originales de la lengua griega han sido deformados con el paso de los años por buscarles una eufonía y una belleza que ha sepultado, por decirlo así, las raíces de donde nacieron, su estado primigenio. De hecho, no duda ni un momento en recurrir, cuando está ayuno de explicación razonable, al origen “bárbaro” de la palabra, es decir, distinto de la lengua griega, como en el caso de una palabra tan griega como Sofía.  Por otro lado, es muy curiosa la teoría socrática, según la cual, el pensamiento de Heráclito ha determinado, en buena forma, la actividad creadora de los nombres, porque, como él propio Sócrates dice: Lo que ha determinado la asignación de nombres a las cosas es esta idea, la de que son todas ellas presas del movimiento, del flujo y del devenir. (el pensamiento (frónesis), el flujo (forâ nóesis), el movimiento (forás ónesis), el conocimiento (gnome), la intelección (nóesos). En cuanto al término Sofía (saber), significa contacto con el movimiento o traslación. El nombre es bastante oscuro y de forma extranjera. Hay, en la concepción de Sócrates un impulso poético que repara incluso en el significado de los fonemas y las grafías aisladas, de tal modo que vocales y consonantes, por el significado que aportan individualmente, son capaces de darle al nombre que resulta de su agrupación ordenada por lo que Sócrates llama, en principio, los legisladores o creadores de los nombres, y que Cratilo identifica, después con los dioses:  El establecer el nombre no corresponde al primero que venga, sino a un hacedor de nombres; y ese, por lo que parece, es el legislador; es decir, el artesano que más raramente se encuentra entre los seres humanos. Me viene a la memoria, leyendo el Cratilo, aquella exigencia perentoria de Fray Luis cuando describe la actividad del creador literario: elige las que convienen y mira el sonido de ellas y aun cuenta a veces las letras y las pesa y las mide y las compone para que no solamente digan con claridad lo que pretenden decir, sino también con armonía y dulzura. Algo de eso observamos en ese escrutinio que hace Sócrates, literalmente entusiasmado, con las letras y palabras del griego ( La r me produce la impresión de ser algo así como el instrumentos adecuado para expresar toda clase de movimientos; la i ha servido para todo lo que es ligero y especialmente capaz de atravesarlo todo; el efecto de la d y de la t, que es comprimir la lengua y apoyarse en ella, parece haberle parecido útil parfa imitar las ataduras (desmós) y la acción de detenerse (stásis), etc.). Después de ese hermoso despliegue lingüístico, llega, sin embargo, el momento de la recapitulación, cuando Sócrates, formula la gran paradoja que desarme a Cratilo: Si en la investigación de las cosas toma uno como guías los nombres, examinando el sentido de cada uno de ellos, ¿te das cuenta de que corre uno el gran peligro de engañarse?(…) ¿Cómo, pues, diremos que los han establecido [los nombres] con conocimiento de causa o que hacían una obra propia de legisladores, antes de la existencia de ningún nombre que pudieran ellos conocer, si verdaderamente no puede aprender uno las cosas más que con la ayuda de los nombres? Y ahí es cuando Cratilo ha de recurrir al deus ex machina: La que ha dado a las cosas los nombres primitivos es una potencia superior al hombre, de forma que ellos son necesariamente exactos. La conclusión en favor de Hermógenes y su teoría de la relación arbitraria entre el nombre y la realidad viene, pues, rodada: Conocer de qué manera hay que aprender o descubrir las cosas existentes está quizá por encima de mis fuerzas y de las tuyas. Contentémonos con admitir de común acuerdo que no hay que partir de los nombres, sino que hay que aprender a investigar las cosas partiendo de ellas mismas, más bien que de los nombres. (…) Ningún conocimiento, evidentemente, conoce el objeto al que se aplica, si este no tiene ningún estado determinado. (…) Y probablemente tampoco podría ya haber ninguna cuestión o problema sobre el conocimiento, Cratilo, si todo se transforma y nada permanece. El remate viene a cuento de lo imposible que sería una teoría del conocimiento si, siguiendo las teorías de Heráclito, todo fluyera y mudara su estado permanentemente, como ya vimos la referirse a la creación de ousía, “la esencia de las cosas”. Hay, al menos desde el punto de vista de la creación del alfabeto, una base pictórica que, muy en el fondo, puede advertirse en la creación de las grafías, como es el caso de la m, por ejemplo, tomada de la imitación gráfica de las olas, según puede leerse en ese amenísimo libro de A. C. Moorhouse, Historia del alfabeto, en la mítica colección de los Breviarios del Fondo de Cultura Económica. Lo que sí puedo asegurar es que a nadie le puede resultar ni abstrusa ni aburrida la lectura del Cratilo, como espero que haya podido deducirse de mis torpes líneas de presentación del diálogo.

El gozo inenarrable del hallazgo feliz: “Un camí”, de Noel Clarasó.

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El hombre sin atributos ni horizontes en el Raval de 1956 en busca de su camino vital: Un camí, la densa y existencialista novela ejemplar de un autor desconocido en catalán: Noel Clarasó.



Después de haber descubierto una novela tan insólita en el panorama de la narrativa española de su tiempo como El asesino de la luna, que ha recibido, en este Diario, una estupenda acogida por parte de los intelectores que tienen, ¡benditos!, tiempo que perder para perderse por estos lares manidos, volví a frecuentar al autor en dos novelas que, siendo hijas de su fértil ingenio, no llegaban a la cumbre que marcaba la primera. Ahora, en esta ocasión, vuelvo a encontrarme con otra obra cumbre, escrita además en catalán, Un camí,  que supone la segunda de un ramillete de novelas en la lengua vernácula del autor, que se inició con una obra del periodo republicano, 1938, que mereció el famoso y reconocido Premio Creixell, con el título Francis de Cer, y que, ¡azar de azares!, no llego a ser publicada y aún permanece inédita, ignoro en qué manos, aunque, por lo leído en Un camí, no descarto la posibilidad de que, habiendo ganado el Movimiento Nacional de los militares rebeldes la Guerra Civil, su contenido pudiera ser acaso “inconveniente” en los viejos tiempos oscuros en que iba a sumirse el país bajo la dictadura franquista, pero ya digo que se trata de una especulación sin otro fundamento que el nihilismo agnóstico del protagonista de Un camí. Lo importante ahora es dar cuenta de la fuerte impresión que me ha causado la lectura de esta obra en catalán de Clarasó, un autor menor para la crítica académica y para la crítica progre en español y un autor totalmente marginado en la Literatura catalana, del que apenas puede encontrarse, en dicho ámbito cultural, sino una breve sinopsis biográfica y una lista de los escasos libros que escribió en catalán, pero ningún estudio riguroso ni ninguna crítica solvente de su producción. Un poco aquejado de singularitis, tiendo a imaginar que, a punto de entrar en la primavera de 2017, soy el único lector vivo de esta obra en todo el ámbito catalanoparlante y que, por lo tanto, con toda propiedad puedo decir que escribo acerca de una rigurosa “novedad” perdida, como casi todos su otros libros, en las polvorientas estanterías de las librerías de ocasión, siendo pasto de los ácaros de la celulosa y, como a mí me ha ocurrido, de las manos temblorosas que lo han rescatado del olvido con un gozo que se ha manifestado total y trascendental tras la lectura crecientemente entusiasta de la obra. Clarasó es, básicamente, un aforista, pero también un novelista con singulares dotes de observación y muy amigo de crear personajes que tienen estrecha relación consigo mismo, o con lo que podríamos considerar una proyección infiel de sí mismo, porque el protagonista de Un camí, ¡y sobre todo el coprotagonista, Favià!, recogen rasgos propios del autor o, en otras palabras, el autor, sin caer en la autografía, se identifica plenamente con muchos de sus rasgos de personalidad y, sobre todo, de su manera de afrontar la realidad de la vida.  El personaje, un empleado de una agencia de publicidad, pudiera ser catalogado, en propiedad, como “un hombre sin atributos”, un ser apocado, nacido para empresas de poquísima monta, conformista, sin aspiraciones y tocado por un cierto nihilismo: Potser aquesta ha estat la meva única ambició en el joc de la vida: fer taules. Ni perdre ni guanyar.  Casi por arte de birlibirloque, y como segundo plato, acaba casado con Marta y, una vez instalada en su casa, acepta la llegada de la madre y, tras el nacimiento de su hija, se resigna a ser desposeído de su único bien: la casa heredada de sus padres: Jo vaig haver de tenir un fill per a saber que ser pare és menys que no ser res. No és una plenitud que s’afegeix a la vida; és un robatori que se li fa. Podríamos decir que la novela es un proceso de desalojo del hombre por parte de la madre y la suegra, después de haber vivido estas a su costa hasta que, asediado, se rebela y, tras buscar voluntariamente que lo echen del trabajo, inicia su propio proceso de degradación social hasta llegar a la mendicidad, todo ello a espaldas de su familia, y después de haber descubierto que su mujer mantiene, sin tapujos ni disimulos ningunos una relación al margen del matrimonio. La autodescripción del personaje deja entrever claramente el tipo de psicología al que me vengo refiriendo: Un home pregonament trist, preocupat per assolir l’art de fingir alegria. Això vaig ser jo durant alguns anys: un home pregonament incapacitat, preocupat per assolir l’art de fingir alguna gràcia. I un home profundament resignat, preocupat per assolir l’art de fingir dinamisme i ambició. (…) La meva disposició interior eran tan vacil·lant que no hi ha cap afirmació que pugui definir-la (...)Repeteixo que no era cap apassionat i, potser, les referències als meus sentiments són més inventades que reals. (…) M’agradaria de saber explicar l’autèntica naturalesa del meu fons obscur. Però vaig descobrint tants homes dintre meu!  Mai dels mais no he estat capaç de somniar ni de desitjar res que em sigui desconegut. Se trata, como decíamos al principio, no solo de un hombre sin atributos, sino también sin horizontes, un hombre atado a las calles de su barrio, un ecosistema suficiente para su ausencia de ambiciones; un hombre encerrado  en un microcosmos bien definido de la ciudad de Barcelona, el Raval, cuyas calles son también las calles de mi entorno actual: Valldonzella, La Lluna, El Tigre, etc. El Raval de 1956, el mismo que aparece en esa excelente caracterización de la vida de barrio que es la película La calle sin sol, de Rafael Gil o en los primeros films policiacos de la posguerra, como Apartado de Correos 1001, de Julio Salvador. A veces puede tener uno la sensación de que son demasiado estrechos los límites en los que sobrevive el protagonista, pero la novela, y en ella radica la mayor parte de su interés, es un intento de esclarecer no solo cuál sea, como pretenciosamente tituló Max Sheler, el lugar del hombre en el cosmos, si bien reduciéndolo a una realidad tan concreta como la del barrio del Raval en la ciudad de Barcelona, sino también qué sentido tiene la vida de un hombre en aquella fecha concreta y en todas en general, porque la dimensión filosófica de la novela va mucho, pero que mucho más allá de la anécdota argumental, una historia llena, sin embargo, de felices sorpresas que  no solo captan totalmente la atención del intelector, sino que constituyen una premonición de ciertas actitudes vitales muy propias de nuestros días. El protagonista se revela como un auténtico flâneur dentro de ese reducido horizone de un barrio degradado de la ciudad condal:  Qualsevol creuria que ha de ser ensopit i cansat passar-se onze hores diàries voltant pels carrers. No, no ho és gens. Mai no s’acaba de veure tot. Potser si entrés a preguntar a les botigues o es parlés amb els veïns es podrien saber més coses amb més rapidesa. Però jo no parlava amb ningú; em limitava a observar i a endevinar. I d’aquesta manera la feina avança molt lentament. (...) Va cridar-me l’atenció la gran quantitat de roba estesa sobre els carrers, enfora de finestres i bacons. Estava sempre allí, com banderes anunciadores d’alguna festa íntima. (...) ¡Quanta brutícia fa sempre l’home al voltant seu! La terra és neta i ho són l’herba i les flors. Però així que l’home tria un tros de terra i s’hi instal·la, tot queda envaït per la brutícia i el pudor. (...) Fins als carrers més pobres és possible de trobar, llançades per terra, coses que algú o altre encara pot aprofitar, que tenen preu i que es poden comprar i vendre. (...) Sense adonar-me’n vaig anar aprenent-hi la veritable geografia humana, l’autèntica distribució de l’home sobre la terra: els rics aïllats, sense cap contacte humà desagradable; i els pobres amuntegats, sotmesos a un impúdic i incessant contacte diari.   El marco se ajusta, con todo, como el clásico guante, a la sensación humilde de poquedad del protagonista, un auténtico don Nadie:   Tot em fa por: la gent, les coses llunyanes... Potser en realitat no és por: és com una impressió d’enorme petitesa que m’esbaleix. De la meva enorme petitesa. Quina pobra coseta és un home sol!  De ahí que saque una conclusión tan poco engrescadora como la siguiente: Viure és decebre’s.  Cada capítulo va precedido por un epígrafe que suele ser un aforismo del autor, aunque a veces se trata de pensamientos que emanan directamente de la propia trama novelística; siempre, en cualquier caso, podemos admirar en ellos la finura aforística del autor, de la cual ya hemos dejado también constancia en este Diario:  La bondat és l’únic luxe de la gent que és incapaç de ser d’altra manera. O Quina gran veritat ens sembla tot allò que ens interessa que no sigui mentida. El narrador, sin ninguna motivación específica, salvo dar cuenta de su peripecia vital, nos narra en primera persona su vida, desde su casamiento hasta el presente, tras haber sido desalojado por los abogados del propietario del inmueble donde había creado una fundación, La Fundació, para acoger enfermos terminales, pero me adelanto demasiado... Él mismo, sin embargo, se explica la mar de bien:  Jo no sóc escriptor i no pretenc crear cap bellesa. No és cosa meva això. Només intento explicar la meva vida sense apartar-me de la veritat. L’única cosa important, al meu parer, és descobrir aquesta veritat i dir-la d’una manera clara perquè els altres la puguin entendre.Descubrir “su” verdad, la nada integral de su existencia sin valor ni mérito, va a conformar una suerte de questcaballeresca en la que, en vez de defender la belleza incomparable de la amada, el caballero va a descubrirse a sí mismo desde el nivel más ínfimo de la sociedad: el de mendigo sin hogar. Metafóricamente, pues, la novela es un ejemplo clásico de descenso ad ínferosdel que el protagonista vuelve a la realidad para descubrir el verdadero sentido de su vida. La suerte inmensa de los posibles intelectores que yo le deseo por centenares de miles a esta obra singularísima estriba en la descripción pormenorizada de ese descenso y del proyecto vital en el que, auspiciado por Favià, se embarca el protagonista. Favià, que responde a un personaje predilecto del autor, el mendigo, considerado desde la misma óptica entre naturalista y lírica de los mendigos de Mingote, de Chummy Chúmez o de Gila, merece un capítulo aparte en esta novela, porque va conformar con el protagonista una pareja en cierto modo quijotesca y en otro cierto dickensiana. No quisiera chafarle a los futuros intelectores de esta novela algunas sorpresas que constituyen vueltas de tuerca narrativas algo más que sorprendentes y que se narran, además, con una sobriedad realista que las priva de cualquier dimensión fantasiosa o inverosímil, pero no hago tal si explico que Favià es una especie de Diógenes que tiene un efecto perturbador en el protagonista, quien no acaba de tener una idea clara de quién y qué sea su interlocutor, tan desconcertante: Només puc conviure amb la immensa minoria dels homes, pero se trata de un hombre que, fiel a postulados ultramodernos de hoy, vive en el aquí y en el ahora con total comodidad, sin preocupación ni ambición, sin remordimientos ni deseos, consciente de sus limitaciones y sobreviviendo con total dignidad. Pide limosna siguiendo una impecable teoría que sería muy del agrado de los podemitas de nuestros atribulados días populistas: No us doneu tanta importància per tan poca cosa. [que el protagonista lo haya invitado al café] Els diners sempre són de tothom, encara que els encarregats de guardar-los no s’ho creguin. Però jo crec que, si algú paga per mi, no fa altra cosa que administrar el que em pertoca. Recordeu que la pobresa és estimada per Déu i que els darrers seran els primers.  Y ahí lo dejo, porque Favià es una fuente de sorpresas, la más importante de las cuales han de leerla los intelectores sin intermediarios tan enojosos como mi menda leyenda(sic). Me acojo a la constatación del desconcertado protagonista ante un ser tan poliédrico como Favià: La vida no s’explica mai amb exactitud.   Sí que no me privo, sin embargo, de exponerles a mis intelectores dilectos, una vez acabado el descenso al infierno de la sana e higiénica mendicidad, que el protagonista es internado por la mujer y la suegra en un sanatorio donde va a conocer la plenitud del amor con otra interna de diferente clase social, lo que no es obstáculo no solo para que se enamoren sino incluso para llegar a hacer planes de futuro que, finalmente, por la cobardía de ella, no se realizarán. He de hacer esta revelación argumental porque en ese tramo de la novela hay una carta de Elvira, así se llama ella, que merece los honores de la reproducción íntegra para que pueda juzgarse la fina sensibilidad del autor y la capacidad de penetración psicológica en los personajes. El personaje ni siquiera puede explicarse que haya tenido la fortuna de conocer el amor, pero esa realidad va a ser determinante en su evolución posterior, aunque el desengaño de la imposibilidad de ese amor contrasocial no es motivo dinámico de nada, excepto de la transición desengañada entre el fracaso sentimental y el reconocimiento de sus novísimas aptitudes en favor de los otros, con una mentalidad oenegesca que llamará la atención de los lectores actuales. Pensemos que estamos hablando de la España y la Barcelona de 1956… Pero atengámonos a lo primer, el choque amoroso: Aquell qui vulgui judicar encertadament els homes ha de tenir present l’amor, que no és sols una paraula, sinó un pes terrible que compta durant tota la vida. Qualsevol altra cosa que també pesi deixa un raconet o altre en llibertat des d’on es pot considerar la pròpia vida. L’amor, no: l’amor és com una incandescència total. ¿Com és possible que no sigui un mite l’amor entre els homes, si cadascú viu en un món propi, separat del dels altres per murs impenetrables, i ningú no ha estat capaç d’entendre la veritat de les paraules i les ànimes dels altres? ¿Y cómo describe el protagonista ese enamoramiento que tan hondamente penetra en él, transformándolo? Pues de la siguiente y lírica manera:  Ser l’amo del món! Una frase que mai no havia tingut sentit per mi. I aleshores començava a tenir-ne. Es pot posseir el món fins en estat de pobresa. Ser l’amo del mon vol dir tenir un clos propi, més o menys extens, fora d’un mateix. Jo el tenia i començava a bellugar-m’hi amb desimboltura. M’havia descobert la capacitat d’estimar. (...) Però com es pot explicar la felicitat? Jo no he comprès mai la dels altres. Sempre m’ha semblat pobra, ensopida i disfressada de mentides inventades per la vanitat. Si la meva felicitat us sembla d’aquesta mena és que no hi enteneu gens. (...) La meva excitació interior va arribar a tenir tanta intensitat que em sentia com una fruita madura atapeïda per dins de vespes famolenques. Ahora sí que estamos en disposición de entender cabalmente una carta de asunción de la culpa y de la cobardía por parte de Elvira, y me parece un ejemplo estilístico tan soberbio que debería aparecer en alguna antología de los mejores fragmentos de la novelística catalana, una de esas viejas crestomatías tan familiares antes y tan olvidadas en nuestros días. ¡Feliz lectura!
Perdona’m si he tardat tant a donar senyals de vida. Però vull que sàpigues que encara existeixo i que estic molt lluny de Barcelona i que des d’aquí et recordo i encara t’estimo. No et dic la meva adreça. No vull que m’escriguis. I creu que voldria saber tot el que has pensat de mi, i el que ha estat de tu, i el que fas ara, com vius i el que penses fer. És millor, però, que no m’escriguis. No en trauríem res, de tornar a començar. Som com uns ninots i la vida ens mana. I jo, ara, no podria fer res per oposar-me a la vida que ens va separar, que m’arrenca de tu. Em diràs covarda, i tindràs tota la raó. M’agradaria sentir-te la veu dient-m’ho a la cara. No em defensaria. Em deixaria maltractar i pegar per tu. Ploraria si em fessis mal, però reconeixeria que tens raó que et sobra. Vaig ésser covarda al darrer moment. Fou una covardia animal, física, però molt humana. M’esfereí perdre la meva vida còmoda i sense preocupacions. Tenia por d’enfonsar-me per sempre i de veure’m pobra i menystinguda. Es viu tan malament sense diners! Sé que, en llegir això, em menysprearàs, i també sé que ho mereixo. No vull ocultar-te la veritat. Sóc així i m’has de conèixer tal com sóc. Jo mateixa no ha sabia, que ho fos. Ho vaig saber aquell divendres, quan no vaig ésser capaç de fer el pas definitiu. Perdon’am mil i mil vegades. Per què no he donat senyals de vida fins ara? Ho has de comprendre: vaig deixar de creure en mi mateixa. Es va rompre la meva convicció más forta: que jo era capaç de sacrificar-ho tot als impulsos del meu cor. I si no ho sé fer, si ja no ho puc fer, ¡què en traurem, de continuar una cosa que només ens pot portar a un desastre en qualsevol sentit que es miri? Fins ara, F. no s’ha assabentat de res. Si ho hagués fet, hauria estat molt pitjor per a mi. Ell és l’home i el qui mana, i tinc la meva sort a les seves mans. No sé si això és just o no; però és així. Ell ho pot tot contra meu, i jo no puc res contra ell. I encara que pogués no ho faria. Altrament, d’un temps ençà, és més amable amb mi, em deixa passar tots els meus capricis i m’omple de presents. Els homes no s’acaben de comprendre mai. Jo no l’estimo ni el podré estimar; però sóc agraïda. Els qui em tracten amb bondat ho aconsegueixen tot de mi. I ara ell ho fa. Fa un mes qude som a Sevilla. Ell hi té negocis. Avui és a Cadis i aprofito de trobar-me sola a l’hotel per a escriure’t. Cada dia em quedo sola, un moment o altre. Però ell por tornar a la impensada. Avui sé que no ho farà fins molt tard; cap allà a les dotze de la nit. Si et recordes de mi, no em menyspreïs. Et vaig estimar, senzillament, quan no podia fer altra cosa. He estat feliç al teu costat i ho recordaré sempre amb un afecte immens. I aquell matí del divendres tampoc no vaig poder fer una altra cosa. No em menyspreïs. Ambdues vegades he obeït els impulsos de la meva naturalesa, que no sé si és bona o dolenta, o millor o pitjor que una altra. És així. Perdona’m. Vaig saber que em cercaves i que em telefonaves, i vaig callar. Pensa que sofreixo en pensar que t’he fet sofrir. Si et pogués veure, et demanaria que em consolessis d’aquest sofriment. No és absurd. Jo ho sento així. Et diria: “Consola’m de la tristesa que em fa haver-te produït aqueta pena”. Em pensi que em comprendries i que series capaç de consolar-me. No voldria que la vida ens posés una altra vegada dins el mateix camí. Em penso que tornaria a caure als teus braços, sense defensa. I després seria, com ha he estat, incapaç de vèncer la meva covardia. I un altre dolor naixeria en tu i en mi. Encara que junts seríem feliços, potser no hem nascut per gaudir d’aquesta felicitat. Aparentment la vida ens uní, però no trencà les amarres que ens tenien separats. Jo no intento ésser feliç lluny de tu. No vull enganyar-te dient-te que desitjo que ho siguis, perquè sé que no ho seràs. Sols et desitjo resignació i que siguis sempre bo amb els altres i amb tu mateix. Amb els altres, no impedint-los qualsevol forma de felicitat; i amb tu mateix, substituint la teva per l’absència de tots els impulsos dolents: rancor, menyspreu, odi. El millor tresor que tenim és el nostre cor. I odiar és malversar aquest tresor. Et recorda i sofreix. Elvira.
Después de un monumento narrativo semejante, analizar pormenorizadamente la fase oenegesca del relato empalidecería a su lado, aunque hallo ecos muy notables de La mujer pobre de Leon Bloy, por ejemplo, o de Nazarín, de Galdós, así como de la película El hombre que no quería ser santo, de Dmitryk, lo que le conceden el relieve que merece. En todo caso, y como concesión a la vertiente aforística del autor, sí que quiero acabar con una pequeña muestra del estilo sentencioso que campea en la novela sin entorpecer en ningún momento el desarrollo narrativo; antes al contrario, otorgándole una madurez y una perspectiva filosófica que se agradece enormemente, sobre todo desde el presente de nuestra literatura, ya en castellano, ya en catalán, ahí sí que no hay distingos, y me temo que en nuestra comunidad, donde se están formando analfabetos bilingües, el ocaso de la complejidad expresiva y narrativa será aún más doloroso:
 En els homes, tot, fins el gest més simple, fins la paraula més dolça, està revestit de mentida. Tots guarden la veritat en el fons d’un pou dins el qual ni intenten capbussar-se.

La bondat és l’únic luxe de la gent que és incapaç de ser d’altra manera.

El record es una figuració que desfigura.

Un home sempre pot arribar a fer una illa d’ell mateix.

Si de alguna cosa estic convençut, és de aquesta: que en la vida no hi ha res millor que haver de començar sempre.

Ajudar costa tant com empipar. Ajuda sempre, creu-me. Ajuda a tothom; a mentir, a somniar, a ser toixos, a estar tocats... Ajuda’ls sempre.

A vegades penso que ser feliç no és altra cosa que haver trobat la manera pròpia i estimada de ser desgraciat.

¡Què li costa, a l’home, de resignar-se i fins de trobar gust a no ser ningú! I cal començar per això. No hi ha altre remei.

Una ciutat... quin caliu d’ànimes! El cel hi és blau, el sol calent, però el clima que hi ha als dintres dels homes és ventós i fred. Són fantasmes vives de la imatge del plaer revestides de carn adolorida.

Bé està que es parli d’acord amb els principis, mentre s’actuï d’acord amb els sentiments.

En la vida tot es barreja: l’emoció i el tedi, la llum i l’ombra, la flor i l’espina. I la barreja constitueix aquests dies pesats, que després no s’acaben de recordar bé, com d’èpoques distintes, i que són una sola dimensió dins del temps.

Saber prendre en bé tot el mal que ens donin es tot el que ens cal saber.



Cuarta noticia de las "Obras completas" de Platón: El “Banquete” y “Fedón”.

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El amor y el alma o hablamos de palabras mayores: el Banquete y el Fedón o la lectura como excepcional deliquio dialéctico.


Contrariando el normal desarrollo de los diálogos anteriores, en los que se especifica el método mayéutico de Sócrates, en El banquete o del amor, se opta, por un género, el encomio, que nos va a deparar una sucesión de monólogos en los que los invitados al banquete de Agatón, quien celebra con él su triunfo como poeta trágico, van a ir desgranando sus pensamientos sobre lo que sea el amor. Sócrates se encarga de acabar la rueda de intervenciones, pero lo hace, no podía ser de otro modo, reproduciendo el diálogo que mantuvo con Diotima, de quien se reconoce discípulo en todo lo relativo a la reflexión sobre el amor; finalmente, casi de forma inesperada, se  suma una última intervención, de Alcibíades, que tiene más de panegírico de Sócrates, propiamente, que de exposición teórica sobre el tema propuesto como entretenimiento en el banquete. De hecho, bien podría entenderse como una declaración de amor a Sócrates, con lo que la velada filosófica acabaría con una demostración práctica de cómo se manifiesta el amor. Que Alcibíades guardara gratitud eterna a Sócrates por haberle salvado la vida en una batalla no explica el amor que profesa al maestro y cuya raíz va más allá de la gratitud para caer en la admiración hacia quien le reconoce el mérito absoluto de ayudarlo a convertirse en un ser virtuoso, razón por la cual reclama ser admitido en su lecho. Aunque me adelanto, tampoco está de más que abramos esta recensión de un diálogo tan famoso con la respuesta que le da Socrates al temperamental Alcibíades: ¡Ah, querido Alcibíades!, tal vez no seas realmente un hombre frívolo, si resulta verdad eso que dices de mí y existe en mí una virtud por la cual tú pudieras hacerte mejor. En ese caso, verías en mí una belleza indescriptible y muy superior a tu bella figura. Por consiguiente, si la ves en mí y pretendes participarla conmigo y cambiar belleza por belleza, no es poca la ganancia que piensas sacar de mí: lo que intentas es adquirir algo que es bello de verdad a trueque de lo que es bello en apariencia, y lo que pretendes es en realidad cambiar oro por bronce. Sin embargo, ¡oh, bienaventurado!, mira mejor, no se te vaya a escapar que yo no valgo nada, pues la vista de la inteligencia comienza a cesar en su vigor la de los ojos, y tú todavía te encuentras lejos de esto. Lo que va a leer a renglón seguido el intelector que aún no se haya aburrido de estas entregas es una reflexión sobre el amor, o sobre Amor, porque todo parte de lo poco que se elogia a un dios que todo parece gobernarlo, que ha definido nuestra vivencia del mismo desde que Platón dio a conocer su diálogo. Sí, es evidente que los poetas del Dolce Stil Novo, y antes de ellos los trovadores provenzales, adoptaron buena parte de lo que aquí dicen los comensales y lo transformaron en un ideal poético del que aún vivimos, salvando las distancias y las variaciones telúricas que introdujeron las Vanguardias. No sé si cada generación reinventa el amor, pero sí que buena parte de los materiales con que lo hace están presentes en El banquete o del amor. Abre Fedro el baile con un elogio del que destacamos un concepto arrebatado del amor: es el único que compromete, en vida y muerte a quienes son tocados por él:   A dar la vida por otro únicamente están dispuestos los amantes, no solo los hombres, sino también las mujeres. Y, siguiendo ese hilo, advertimos, para pasmo de muchos que lo lean, una crítica feroz a Orfeo, a quien nosotros tenemos como paradigma de proverbial enamorado, y  con cuya historia Gluck compuso una de las óperas más hermosas que he oído nunca: Orfeo y Eurídice. Fedro le reprocha a Orfeo…, pero mejor que lo diga él: en cambio,  [a] Orfeo le despidieron del Hades sin que consiguiera su objeto, después de haberle mostrado el espectro de la mujer en busca de la cual había llegado, pero sin entregársela, porque les parecía que se mostraba cobarde, como buen citaredo, y no tuvo el arrojo de morir por amor como Alcestis, sino que buscóse el medio de penetrar con vida en el Hades. Este tipo de sorpresas son, desde un punto de vista literario, que es el mío, no propiamente filosófico, un aliciente de primera magnitud para la lectura, y que los "citaredos" sean cobardes por antonomasia, tiene también su puntito de gracia. Sorpresas como la propia costumbre de Sócrates de quedarse inmóvil, donde estuviera, hasta resolver una argumentación o distinguir las voces de los ecos de su daimón particular que alguna reputación de venado le granjeó entre sus conciudadanos menos formados: Ese Sócrates se ha retirado al portal de los vecinos y allí está clavado sin moverse. Por más que lo llamo, no quiere entrar”. “Dejadlo, pues tiene esa costumbre. De cuando en cuando se aparta allí donde por casualidad se encuentra y se queda inmóvil. Pausanias, a continuación de Fedro hace la distinción entre los dos amores, el espiritual y el físico, a los que él llama Uranio y Pandemos. Este último, según leemos en la nota pertinente a pie de página, es una Afrodita creada con posterioridad a la hija de Urano y fue llamada Pandemos, “protectoras de todos los demos”; posteriormente se dio a este sobrenombre un sentido peyorativo, equivalente a pánkoinos, “vulgar” y en la época de Platón se consideraba a esta Afrodita como Venus Meretrix, patrona de las heteras y protectora del amor carnal, mientras que la otra era símbolo del amor puro y espiritual. Despreciado como vulgar y soez ese tipo de amor, Pausanias se aplica en describir las características de los devotos del verdadero Amor: No todo amar ni todo Amor es bello ni digno de ser encomiado, sino solo aquel que nos impulse a amar bellamente. (…) El Amor de Afrodita Pandemo verdaderamente es vulgar y obra al azar. Este es el amor con que aman los hombres viles. Y a continuación elabora una defensa de la “locura de amor” que llega a nuestros días como un hilo ininterrumpido, como bien se refleja en el Libro de Buen Amor, en el que, a propósito de enaltecerlo, al buen Amor, se nos describen con gracia eterna los jugosos y exaltados desatinos del Mal Amor:  La costumbre -sigue Pausanias-  permite alabar al enamorado que por tentar una conquista comete actos extravagantes, actos que si alguien osara realizar, persiguiendo otro fin cualquiera o queriendo alcanzar otra cosa salvo esta, incurriría en los mayores vituperios [de la filosofía]. (…) Actos similares a los de los amantes con respecto a sus amados, que ponen súplicas y ruegos en sus demandas, pronuncian juramentos, se acuestan a la puerta del amado y están dispuestos a imponerse servidumbres de tal especie que ni siquiera un siervo soportaría. (…) En el enamorado que hace todo esto hay cierta gracia; y le permite la costumbre obrar así sin oprobio, porque se piensa que realiza un acto enteramente bello. Y lo que es más asombroso, al decir del vulgo, es que el enamorado es el único que, al hacer un juramento, alcanza el perdón de los dioses si lo infringe, pues dicen que no hay juramento amoroso. Poco le falta, en efecto, para añadir el clásico en el amor, como en la guerra, todo vale…, porque de que hay una tensión en la relación amorosa que procede del asedio al amante que tiene mucho que ver con la guerra, no cabe duda alguna. De hecho, Pausanias, recomienda vivamente resistir frente al asedio, porque  se considera deshonroso en primer lugar el dejarse conquistar prontamente, lo que tiene por objeto que transcurra el tiempo, que parece ser una excelente piedra de toque para la mayoría de las cosas. Y alerta contra quienes, frente al verdadero amor, al Uranio, no persiguen sino el materialista de la estricta sexualidad, porque  es hombre vil aquel enamorado vulgar que ama más el cuerpo que el alma y que, además, ni siquiera es constante, ya que está enamorado de una cosa que no es constante, pues tan pronto como cesa la lozanía del cuerpo, del que está precisamente enamorado, se marcha en un vuelo, tras mancillar muchas palabras y promesas. Si implícitamente el amor es una guerra, al menos entonces, parte del feliz resultado de ella era la captura de esclavos, de ahí que el amante caído en esa contienda, el enamorado,  lo haya hecho en una suerte de esclavitud voluntaria, vituperable, para Pausanias, quien considera que también hay otra esclavitud voluntaria no vituperable, una tan solo: la relativa a la virtud. De hecho, el titulo fundacional de la novela sentimental española del siglo XV fue Siervo libre de amor, de Juan Rodríguez del Padrón, obrita, por cierto, que junto con Cárcel de Amor, de Diego de San Pedro, el primer best-seller europeo, me sigue pareciendo lectura imprescindible para los amantes de la mejor literatura y, por descontado, para los amantes del amor. El punto culminante de este diálogo, aun más allá de la intervención de Diotima en coloquio con Sócrates, es la intervención de Aristófanes y su curiosa antropología sobre la que han vuelto las generaciones una tras otra para encontrar en ella fundamento a las más curiosas teorías, como fue el caso de Otto Weininger y su Sexo y carácter, del que ya nos hemos ocupado en este Diario. La descripción que hace Aristófanes, de quien Platón parece haber aprendido magníficamente los fundamentos de la sátira, es un prodigio de inventiva que a mí me ha recordado la imaginación transgresora de Jonathan Swift y la de El jardín de las delicias, de Jheronimus Bosch, “El Bosco”. La teoría de los tres sexos está ya en la antología de las invenciones literarias como una muestra del poder magnífico de la invención humana, pero, por mi propia experiencia al releerla, reparamos poco en los pormenores de dicha invención y, como  a mí me pasó, supongo que muchos pasan por alto detalles estupendos que no solo redondean la descripción, sino que se extraen de ella, lo hace el propio Aristófanes, conclusiones que avalan la primacía de la homosexualidad, masculina y femenina, en aquella cultura griega. La intervención de Aristófanes sirve, pues, como prueba última del fundamento antropológico de una cultura amorosa contra la que lucharon las diferentes religiones que, para bien y para mal, con su dominio político y moral, relegaron a la filosofía griega a la oscuridad durante muchos siglos en Europa y en Asia Menor. A pesar de que la cita es larga, me temo que nada mejor que el propio texto para evitarme una paráfrasis en la que, forzosamente, seré injusto con la invención platónica: Después de una afirmación preliminar: es el Amor el más filántropo de los dioses en su calidad de aliado de los hombres y médico de males, cuya curación aportaría la máxima felicidad al género humano, inicia Aristofanes la lección antropológica: Pero antes que nada tenéis que llegar a conocer la naturaleza humana y sus vicisitudes, porque nuestra primitiva naturaleza no era la misma de ahora, sino diferente. En primer lugar, eran tres los géneros de los hombres, no dos, como ahora, masculino y femenino, sino que había también un tercero que participaba de estos dos, cuyo nombre perdura hoy en día, aunque como género ha desaparecido. Era en efecto entonces el andrógino. (…) Ahora no es más que un nombre sumido en el oprobio. En segundo lugar, la forma de cada individuo era en su totalidad redonda, su espalda y sus costados formaban un círculo; tenía cuatro brazos, piernas en número igual al de los brazos, dos rostros sobre un cuello circular, semejantes en todo, y sobre estos dos rostros, que estaban colocados en sentidos opuestos, una sola cabeza; además, cuatro oreja dos órganos sexuales y todo el resto era tal como se puede uno figurar por esta descripción. El macho fue en un principio descendiente del Sol; la hembra de la Tierra, y el que participaba de ambos sexos de la Luna.  No recordaba, por cierto, lo que viene a continuación, una paráfrasis de la historia bíblica de la Torre de Babel en la que se cambia la lengua por el sexo y se mantiene el pecado de orgullo desmedido, pues el origen de la división de los sexos estriba en su intento de “asaltar los cielos” para derrocar a Zeus, de ahí que Aristófanes reniegue de aquellos seres terribles que intentaron hacer una escalada al cielo para atacar a los dioses. Zeus, tras la amenaza: “Voy a cortarlos en dos a cada uno de ellos y así serán a la vez más débiles y más útiles para nosotros por haberse multiplicado su número.” Tras decir esto, dividió en dos a los hombres, al igual de los que cortan las serbas para ponerlas a secas o de los que cortan los huevos con una crin. Mas una vez que fue separada la naturaleza humana en dos, añorando cada parte a su propia mitad, se reunía con ella. Se rodeaban con sus brazos, se enlazaban entre sí, deseosos de unirse en una sola naturaleza, y morían de hambre y de inanición general, por no querer hacer nada los unos separados de los otros. (…) Compadeciéndose Zeus imaginó otra traza, y les cambió de lugar sus vergüenzas, colocándolas hacia adelante, pues hasta entonces las tenían en la parte exterior y engendraban y parían no los unos en los otros, sino en la tierra, como las cigarras. Desde tan remota época, pues, es el amor de los unos a los otros connatural a los hombres y reunidor de la antigua naturaleza, y trata de hacer un solo ser de los dos y de curar la naturaleza humana. Cada uno de nosotros, efectivamente, es una contraseña [el symbolon, la tesera hospitalis de los romanos, tablilla partida en dos cuyas mitades guardaban los hombres unidos por el vínculo de la hospitalidad] de hombre; como resultado del corte en dos de un solo ser, y presenta solo una cara como los lenguados. Estamos, como bien se advierte ante ese tópico de la media naranja, sin que me haya sido posible averiguar, después de un par de horas viajando por la red, cuándo nace la expresión literal “media naranja”, porque todos remiten al texto de Platón, pero todos ignoran el uso que hace este de la “contraseña” o el symbolon, en vez de la naranja. ¡Lo que daría yo por que alguien me permitiera saber cuándo se cambió, al menos en español, de la media pieza de cerámica a la naranja…! Después, Aristofanes, nos describe el efecto de las particiones de Zeus:  cuantos hombres son sección del androgino son mujeriegos; los adúlteros también proceden del andrógino y las mujeres aficionadas a los hombres y las adúlteras derivan también de él. Las mujeres que son corte de mujer no prestan atención a los hombres , sino que se inclinan a las mujeres y de este género proceden las tribadas [etimológicamente, la palabra procede del verbo tribein, "frotar"]. Los que son sección de macho persiguen a los machos, y mientras son muchachos, como lonchas de macho que son, aman a los varones y se complacen en acostarse y en enlazarse con ellos; estos son precisamente los mejores entre los niños y los adolescentes, porque son en realidad los más viriles por naturaleza. Algunos, en cambio, afirman que son unos desvergonzados. Se equivocan, pues no hacen esto por desvergüenza, sino por valentía, virilidad y hombría, porque sienten predilección por lo que es semejante a ellos. El que es de tal índole se hace “pederasta”, amante de los mancebos, y “filerasta” amigo del amante, porque siente apego a lo que le es connatural. Al margen de ese acierto de traducción impagable loncha de macho, me llama la atención que no haya cuajado en nuestra lengua ese término tan preciso y hermoso, filerasta; pero mucho más me la llama, sin duda, la defensa acérrima de la acendrada virilidad de los homosexuales, algo que al homofobismo rampante que nos rodea debería dejarlo en auténtico estado de shock. Pero dejemos que Aristófanes concluya con los efectos de las separaciones obradas por Zeus:  cuando se encuentran con aquella mitad de sí mismos, tanto el pederasta como cualquier otro tipo de amante, experimentan entonces una maravillosa sensación de amistad, de intimidad y de amor, que les deja fuera de sí, y no quieren, por decirlo así, separarse los unos de los otros ni siquiera un instante. Estos son los que pasan en mutua compañía su vida entera y ni siquiera podrían decir qué desean unos de otros. Una unión, sin embargo, que nada tiene que ver con el uso de afrodisíacos: no, es otra cosa lo que quiere, algo que no puede decir, pero que adivina confusamente y deja entender como en enigma. De ahí que, concluye Aristófanes, Si cuando están acostados en el lecho, se presentara Hefesto y les dijera si querían ser fundidos los dos en uno, ninguno diría que no. Lo que yo digo lo aplico en general a hombres y a mujeres, y es que tan solo podría alcanzar la felicidad nuestra especie si lleváramos el amor a su término de perfección y cada uno consiguiera el amada que le corresponde, remontándose a su primitiva naturaleza. En estas palabras finales de Aristófanes, ¿quién no ha descubierto el dulce abandono del amante en la poesía erótico-espiritual de Juan de la Cruz? Sí, el arrobo místico es, también, arrobo erótico, éxtasis de felicidad procurado por la unión más allá de cualquier explicación racional. Finalmente, le llega el turno a Sócrates, quien, tras después de un frío discurso del anfitrión, Agatón, en el que poco menos que enumera el poder de Amor sobre todos los dioses, se presenta con su humildad habitual: El elogio -dice Sócrates, refiriéndose a quienes lo han precedido en el uso dela palabra-  no solo resulta bello, sino también pomposo. Pues bien: yo no conocía ese tipo de alabanza y por no conocerlo os prometí hacer yo también en mi turno un encomio. Fue, sin duda, “la lengua la que prometió, no la mente”. Adiós, pues, al encomio. Yo ya no lo hago de este manera, porque no podría hacerlo. Sin embargo, la verdad, si os parece bien, estoy dispuesto a decirla a mi manera, mas sin poner en parangón mi discurso con los vuestros, para no incurrir en ridículo, y comienza la narración del diálogo con Diotima en el que Sócrates pretenderá mostrar la “verdad del amor” frente a la invención retórica del mismo. Y Diotima, por oponerse a Fedro y a Aristófanes, nos ofrece otra genealogía del Amor:  cuando nació Afrodita, los dioses celebraron un banquete, y entre ellos estaba también el hijo de Metis (la Prudencia), Poro (el Recurso). Una vez terminaron de comer, se presentó a mendigar Penía (la Pobreza) y quedóse a la puerta. Poro, entre tanto, como estaba embriagado de néctar, penetró en el huerto de Zeus y en el sopor de la embriaguez se puso a dormir. Penía, entonces, tramando, movida por su escasez de recursos, hacerse un hijo de Poro, del Recurso, se acostó a si lado y concibió al Amor. Por esta razón el Amor es acólito y escudero de Afrodita, por haber sido engendrado en su natalicio, y a la ve enamorado por naturaleza de lo bello, por ser Afrodita también bella. Pero como hijo que es de Poro y de Penía, el Amor quedó en la situación siguiente: en primer lugar, es siempre pobre y está muy lejos de ser delicado y bello, como le supone el vulgo; por el contrario, es rudo y escuálido, anda descalzo y carece de hogar, duerme siempre en el suelo y sin lecho, acostándose al sereno en las puertas y en los caminos, pues por tener la condición de su madre es siempre compañero inseparable de la pobreza. Mas, por otra parte, según la condición de su padre, acecha a los bellos y a los buenos, es valeroso, intrépido y diligente; cazador temible, que siempre urde aluna trama; es apasionado por la sabiduría y fértil en recurso; filosofa a lo largo de toda su vida y es un charlatán terrible, un embelesador y un sofista. En esta doble naturaleza de Amor, que choca frontalmente con las anteriores concepciones expuestas en el banquete, advertimos una visión insólita del Amor aliado de la pobreza y otra, la de la proclividad a filosofar, que tiene su razón de ser en la aspiración del Amor hacia la belleza, porque, al decir de Diotima, nada hay más bello que la sabiduría, de ahí que esta sea una de las cosas más bellas y el Amor es amor respecto de lo bello, de suerte que es necesario que el Amor sea filósofo, y, por ser filósofo, algo intermedio entre el sabio y el ignorante. Esa posición intermedia la define a continuación: El tener una recta opinión sin poder dar razón de ella. Si a ello añadimos la propia posición intermedia del Amor entre lo mortal y lo inmortal, advertimos, en palabra de Diotima, que el verdadera Amor no se realiza sino en la fecundación, en la propagación de la especie, que es, como bien supo y practicó Unamuno, el único camino para la especie humana hacia la inmortalidad: los que son fecundos según el cuerpo se dirigen en especial a las mujeres, y esta es la forma en que se manifiestan sus tendencias amorosas; a través de la descendencia consiguen la inmortalidad. Pero enseguida Diotima distingue, como ya lo hicieran los comensales en los discursos previos, al hablar del amor espiritual y del amor vulgar, que hay amantes fecundos físicamente, pero también intelectualmente: Los hay, sin embargo, que son fecundos según el alma, pues hay hombres que conciben en las almas más aún que en los cuerpos, aquello que corresponde al alma concebir y dar a luz. ¿Y qué es lo que les corresponde? La sabiduría moral y las demás virtudes de las que precisamente son progenitores los poetas todos y cuantos artesanos se dice que son inventores.  (…) En honor de estos hombres [fecundos según el alma] son muchos ya los cultos que se han instituido por haber tenido tales hijos [Solón, Licurgo, etc.]; en cambio, no se han instituido todavía en honor de nadie por haberlos tenido humanos. Así pues, y ahora entramos de lleno en el concepto tópico del “amor platónico”, es menester hacerse enamorado de todos los cuerpos bellos y sosegar ese vehemente apego a uno solo, despreciándolo y considerándolo de poca monta. Después de esto, tener por más valiosa la belleza de las almas que la de los cuerpos, de tal modo que si alguien es discreto de alma, aunque tenga poca lozanía, baste ello para amarle, mostrarse solícito, engendrar y buscar palabras tales que puedan hacer mejor a los jóvenes a fin de ser obligado nuevamente a contemplar la belleza que hay en las normas de conducta y en las leyes y a percibir que todo ello está unido por parentesco a sí mismo, para considerar así que la belleza del cuerpo es algo de escasa importancia.  El diálogo Fedón o del alma no deja de ser, desde mi punto de vista, un ars moriendi  stricto sensu, precedente singular del  Tractatus (o Speculum) artis bene moriendi, del siglo XV, que marcó las pautas generales del género de los que se elaboraron durante la época del Humanismo, destacando sobre ellos el de Erasmo: Preparación y aparejo para bien morir; con  traducción de Bernardo Pérez de Chinchón  y del que mi amigo Joaquín Parellada realizó una magnífica edición crítica para la Universidad Pontificia de Salamanca. Fundación Universitaria Española. Un Erasmo que, tras leer este Fedón, llegó a exclamar, como nos indica Luis Gil en su preámbulo: Sancte Sócrates, ora pro nobis. Que el diálogo sobre el alma tenga como pretexto la inminente muerte del filósofo, rodeado de sus amigos, con quienes mantiene una profunda reflexión que incluye posiciones muy opuestas entre quienes aceptan la inmortalidad del alma y quienes creen que la muerte física pone punto final a nuestro paso por la Tierra, añade a la lectura un plus de verdad y emoción que hasta ahora solo había encontrado en la propia Apología de Sócrates defendiéndose, con serenidad e ironía ejemplares,  de las acusaciones endebles que se lanzaron contra él. ¿Es una celda el espacio imprescindible para reflexionar sobre el alma? ¿Es metáfora de la cárcel del cuerpo en la que mora? Lo ignoro, pero no está de más recordarlo, porque es mucho lo que el pensamiento y la literatura le deben a la celda como institución represiva. Y ahí está la décima de Fray Luis, que nunca está de más recordar:  Aquí la envidia y mentira/me tuvieron encerrado./Dichoso el humilde estado/ del sabio que se retira/de aqueste mundo malvado,/y con pobre mesa y casa,/en el campo deleitoso/con sólo Dios se compasa,/ y a solas su vida pasa,/ni envidiado ni envidioso;  o la concepción no solo del Quijote, sino también del Guzmán de Alfarache o, paradigma incuestionable, la creación oral del Cántico espiritual de Juan de la Cruz en la celda miserable en que le encerraron los carmelitas calzados. En todo caso, lo cierto es que en esas horas postreras de la vida del filósofo, este no pierde el tiempo ni en lamentos ni en despedidas traspasadas de dolor -y enseguida le pide a Critón que alguien lleve a su mujer, la Jantipa plañidera, a su casa- , sino que se embarca en un diálogo en el que se ventilan conceptos trascendentales como el de la propia existencia del alma, su inmortalidad o mortalidad y la peregrina teoría de la reencarnación, que acabaría haciendo suya un filósofo tan combativo como Nietzsche, amén de una teoría del conocimiento que va muy ligada a la especulación sobre el alma cuya existencia nos define, pues el cuerpo, para Sócrates, no deja de ser un envoltorio y, respecto del alma, una fuente de engaños y de errores. Pero vayamos por partes. Lo que choca a cualquier lector es un breve par de apuntes descriptivos de la situación del prisionero: Los Once están quitándole los grillos a Sócrates y dándole la noticia de que en este día morirá. (…) Entramos, pues, y nos encontramos a Sócrates que acaba de ser desencadenado y a Jantipa con su hijo en brazos y sentada a su lado. ¡Sócrates encadenado! La sola imagen de su rechoncha figura maniatada por tales medidas de seguridad asombra en tal medida que nos parece un castigo inhumano para quien ha dado muestras de tan serena conformidad con la sentencia que lo condena a muerte. El otro consiste en la objeción que le trasladan sus amigos, de parte del verdugo, de que no hable en exceso para no acalorarse e impedir una mejor acción del veneno, ahorrándole los dolores de la agonía: Mándale a paseo. Que cuide tan solo de preparar su veneno para darme doble dosis, o triple incluso, si es preciso, replica el filósofo, para quien su actividad es el pasaporte hacia la gloria de la bienaventuranza en el más allá: Me parece a mí natural que un hombre que ha pasado su vida entregado a la filosofía se muestre animoso cuando está en trance de morir, y tenga la esperanza de que en el otro mundo va a conseguir los mayores bienes, una vez que acabe sus días. Y añade: Tengo la esperanza de que hay algo reservado a los muertos, y, como se dice desde antiguo, mucho mejor para los buenos que para los malos. Con todo, Sócrates inicia su discurso desde la prudencia, porque sabe que va a moverse, dialécticamente, en terrenos resbaladizos, si no directamente cenagosos: se entra en ellos, pero no se sabe cómo salir de ellos: También yo hablo sobre esto de oídas. Así que lo que buenamente he oído decir no tengo ningún inconveniente en repetirlo. Es más: tal vez sea lo más apropiado para el que está a punto de emigrar allá el recapacitar y referir algún mito sobre cómo pensamos que es esa emigración. En su último momento, parece que Sócrates dude de su propia capacidad de persuasión, porque está en el umbral del no ser, donde cesa el saber y solo se despliega la creencia: Tal vez requiera una justificación y una demostración no pequeña eso de que exista el alma cuando el hombre ha muerto, y tiene capacidad de obrar y entendimiento. Se aventura, entonces, el filósofo en una demostración de la “necesidad” de la existencia del alma previamente al cuerpo porque lo liga a la teoría del conocimiento, según la cual las almas recuerdan lo que han conocido con anterioridad en el plano de las ideas, lo que implica esas existencias separadas, la de las almas y la de los cuerpos, como acepta Cebes, uno de sus interlocutores: Según ese argumento, Sócrates, que tú sueles con tanta frecuencia repetir, de que el aprender no es sino recordar, resulta también, si dicho argumento no es falso, que es necesario que nosotros hayamos aprendido en un tiempo anterior lo que ahora recordamos. Mas esto es imposible, a no ser que existiera nuestra alma en alguna parte antes de llegar a estar en esta figura humana. De suerte que también, según esto, parece que el alma es algo inmortal. Sócrates enseguida toma el relevo para remachar el argumento:  Pues bien: si lo adquirimos antes de nacer y nacimos con él, ¿no sabíamos ya antes de nacer e inmediatamente después de nacer, n solo lo que es igual en sí, sino también lo mayor, lo menor y todas las demás cosas de este tipo? Pues nuestro razonamiento no versa más sobre lo igual en sí, que sobre lo bello en sí, lo bueno en sí, lo justo, lo santo, o sobre todas aquellas cosas que, como digo, sellamos con el rótulo de “lo que es en sí”, tanto en las preguntas que planteamos como en las respuestas que damos. De suerte que es necesario que hayamos adquirido antes de nacer los conocimientos de todas estas cosas. (…) Se ha mostrado que es posible, cuando se percibe algo, se ve, se oye o se experimenta otra sensación cualquiera, el pensar, gracias a la cosa percibida, en otra que se tenía olvidada y a la que aquella se aproximaba bien por su diferencia o bien por su semejanza. Así que, como digo, una de dos: o nacemos con el conocimiento de aquellas cosas y lo mantenemos todos a lo largo de nuestra vida, o los que decimos que aprenden después no hacen más que recordar, y el aprender en tal caso es recuerdo. Sus interlocutores no parecen poner objeciones a esa teoría, pero el meollo de la cuestión sobre la que discuten , recordemos que solo momentos antes de ser ejecutado Sócrates es el muy punzante requerimiento de Cebes: Es evidente que se ha demostrado algo así como la mitad de lo que es menester demostrar: que antes de nacer nosotros existía nuestra alma, pero es preciso añadir la demostración de que una vez que hayamos muerto existirá exactamente igual que antes de nuestro nacimiento, si es que la demostración ha de quedar completa, al que Sócrates responde con su proverbial ironía:  Teméis, ¡oh Simmias y Cebes!, como los niños, que sea verdad que el viento disipe el alma y la disuelva con su soplo mientras está saliendo del cuerpo, en especial cuando se muere no en un momento de calma, sino en un gran vendaval. Lo temen, en efecto, y en honor del propio Sócrates ha de decirse que ni siquiera él está convencido de que no sea así, por más que, reducida a creencia, la invoque para afrontar con esperanza el trance de su desaparición física ¿y espiritual? A partir de ese momento, entramos en una suerte de taxonomía de las almas que no solo las divide entre las que se desligan el cuerpo y las que están atadas a él, sino que incluye las condiciones de ambas y cómo unas entran en la inmortalidad de la pureza invisible y las otras  quedan ligadas al cuerpo que las ha maleado: El alma, entonces, la parte invisible que se va a otro lugar de su misma índole, noble puro e invisible, al Hades en el verdadero sentido de la palabra [Se juega con Haides, “Hades” y con aidés, “invisible”], a reunirse con un dios bueno y sabio, a un lugar al que, si la divinidad quiere, también habrá de encaminarse al punto mi alma. (…) Si se separa del cuerpo en estado de pureza, no arrastra consigo nada de él, dado el que, por su voluntad, no ha tenido ningún comercio con él a lo largo de la vida, sino que lo ha rehuido, y ha conseguido concentrarse en sí misma, por haberse ejercitado constantemente en ello. Y esto no es otra cosa que filosofar en el recto sentido de la palabra y, de hecho, ejercitarse a morir con complacencia, ¿o es que esto no es una práctica de la muerte. (…) Pero en el caso de que se libere del cuerpo manchada e impura, por tener con él continuo trato, cuidarlo y amarlo, hechizada por él y por las pasiones y placeres, hasta el punto de no considerar que exista otra verdad que lo corporal, que aquello que se puede tocar y ver, beber y comer, o servirse de ello para gozo de amor, en tanto que aquello que es oscuro a los ojos e invisible, pero inteligible y susceptible de aprehenderse con la filosofía, está acostumbrada a odiarlo, temerlo y seguirlo; un alma que en tal estado se encuentre, ¿crees tú que se separa del cuerpo sola y en sí misma sin estar contaminada? (…) Un alma de esa índole es entorpecida y arrastrada de nuevo al lugar visible, por miedo de lo invisible y del Hades, según se dice, y da vueltas alrededor de monumentos fúnebres y sepulturas, en torno de los que se han visto algunos sombríos fantasmas de almas: imágenes esas que es lógico produzcan tales almas, que no se han liberado con pureza, sino que participan de lo visible, por lo cual ven. (…) Y andan errantes hasta el momento en que por el deseo que siente su acompañante, el elemento corporal, son atadas a un cuerpo. Y, como es natural, los cuerpos a que son atadas tienen las mismas costumbres que ellas habían tenido en su vida. Construye, entonces, el filósofo una suerte de bestiario moral con el que adjudica a ciertos vicios unos animales y a ciertas virtudes otros. Así, las almas disolutas: glotonería, desenfreno y afición a la bebida, las relaciona con el linaje de los asnos; y a los injustos, los tiranos y los ladrones los relaciona con el linaje de los lobos, halcones y milanos. Las almas nobles, sin embargo, se encarnan en seres nobles y civilizados: abejas, avispas y hormigas. Pero, al margen de unas y otras, hay otras almas que Sócrates relaciona con la divinidad: pero al linaje de los dioses, a ese es imposible de arribar sin haber filosofado y partido en estado de completa pureza; que ahí solo es licito que llegue el deseoso de saber. (…) Los amantes de aprender saben que al hacerse cargo la filosofía de nuestra alma en tal estado, le da consejos suavemente e intenta liberarla, mostrándole que está lleno  de engaño el examen que se hace por medio de los ojos y también el que se realiza valiéndose de los oídos y demás sentidos; que así mismo aconseja al alma retirarse de estos y a no usar de ellos en lo que no sea de necesidad, invitándola a recogerse y a concentrarse en sí misma, sin confiar en nada más que en sí sola, en lo que ella en sí y de por sí capte con el pensamiento como realidad en sí y de por sí. A pesar del esfuerzo desplegado por el filósofo en lo que bien podría entenderse como su testamento filosófico, Sócrates sigue desconfiando de su propia convicción: Hay algo que es incierto para todo el mundo. Helo aquí: tal vez el alma, tras de haber desgastado muchos cuerpos y muchas veces, al abandonar el último cuerpo, quede entonces destruida, y precisamente en esto estribe la muerte, en la destrucción del alma, ya que el cuerpo está pereciendo incesantemente, se trata de un temor muy humano, porque la endeblez de las pruebas -o como le objeta Simmias: los argumentos que realizan las demostraciones valiéndose de verosimilitudes son impostores y, si no se mantiene uno en guardia ante ellos, engañan con suma facilidad- de Sócrates aparecen evidentes ante sus propios ojos, de ahí que les recomiende a sus discípulos: Vosotros, si me hacéis caso, habéis de preocuparos de Sócrates poco; de la verdad, mucho más. Y no es excepcional que en ese duro trance por el que ha de pasar, acuda el recuerdo de las palabras de Homero: Y golpeándose el pecho, reprendió [Ulises] a su corazón con estas palabras: “Aguanta, corazón, que cosa aún más perra antaño soportaste”.  Antes de concluir se embarca Sócrates en una pormenorizada descripción del Hades, un dibujo que bien puede entenderse como una premonición de en lo que habría de convertirse la Divina Comedia de Dante; pero no se le escapa que su afán es más un intento narrativo mitologizante que una de esas verdades como puños que él había sembrado en la ciudad con su método dialéctico en una vida dedicada en cuerpo y alma a la filosofía:  Ahora bien: el sostener con empeño que esto es tal como yo lo he expuesto  no es lo que conviene a un hombre sensato. Sin embargo, que tal es o algo semejante lo que ocurre con nuestras almas y sus moradas, puesto que el alma se ha mostrado como algo inmortal, eso sí estimo que conviene creerlo, y que vale la pena correr el riesgo de creer que es así. Pues el riesgo es hermoso y con tales creencias es preciso, por decirlo así, encantarse a sí mismo. Para un descreído como yo, que no concibo la existencia del alma ni antes de haber nacido ni más allá de la muerte, que soy reticente al empleo del concepto “alma”, porque me parece demasiado ligado al fenómeno religioso, y que estoy convencido de que no quedará de mí, una vez muerto, más que el recuerdo de los otros y la obra realizada, me parece no poco consuelo que Sócrates renuncie al conocimiento positivo para refugiarse en la creencia consoladora, como si fuera un feligrés de San Manuel Bueno, mártir. Sabemos, porque es ya casi un tópico, que sus últimas palabras fueron que se le debía un gallo a Asclepio, pero en este Fedón o del alma nos enteramos de que acaso las penúltimas fueron estas otras, no menos humildes y sensatas:  Me parece mejor beber el veneno una vez lavado y no causar a las mujeres la molestia de lavar un cadáver.


Ínterin familiar antes de “La República” platónica.

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Un avezado conato de poesía de circunstancias.
  
Hay en la poesía española una veta familiar aún no recogida en antología ninguna, que a mí se me alcance, y que, seleccionada con tiento, formaría un hermoso volumen con un nada despreciable público posible. En ese filón de lo íntimo familiar bebió Lope, bebió Miguel Hernández, José Agustín Goytisolo, con poema hecho canción hímnica en los acordes de Paco Ibáñez, y se hartó Unamuno a grandes tragos de familiaridad trascendental, él que cumplió a través de su nutrida descendencia el ansia de inmortalidad: Al niño enfermo: Duerme, flor de mi vida,/duerme tranquilo,/que es del dolor el sueño/tu único asilo; Incidente doméstico: Traza la niña toscos garrapatos,/de escritura remedo,/me los presenta y dice/con un mohín de inteligente gesto: “¿Qué dice aquí, papá? o A mi primer nieto: La media luna es una cuna, /¿y quién la briza?;/y el niño de la media luna, /¿qué sueños riza? Ya se advierte que no se trata de una de esas grandes avenidas de la poesía española, como la metafísica de Quevedo, la surrealista neoyorquina de Lorca o la mística de Juan de la Cruz, pero a buen intelector pocas estrofas bastan, para percatarse de que ese latido consonante de la sangre encarnada arranca armonías, conceptos y sentimientos que trascienden la mera circunstancia, si quien canta se asombra, estremecido, ante lo cercano como Pascal lo hacía ante el silencio de las galaxias lejanas. No pretendo buscar parentela estética de renombre para cobijar el insípido zumo del torpe ingenio que presenté como regalo de aniversario en la intimidad del núcleo todopoderoso de la transmisión de la vida, sino alentar el esfuerzo de alguien que antologice esa rica veta de nuestra poesía aún ignorada, salvo en sus máximas cumbres, por el común de los lectores.

Del amor y su nonagésima circunstancia

Estos, ay madre, que ves a tu alrededor,
alegres despojos del tiempo incivil,
divertidos achaques, del menor al mayor,
cada uno precioso escriño de las penas mil
y de los gozos cientos, te rodeamos
en este día tenaz de tu nonagésimo aniversario
antes de  que nosotros, escarmentados, salgamos
del consolador periodo sexagésimo
que, como tus años, no se va para no volver;
bien al contrario, porque los tuyos y los nuestros
tienen ya ese sí sé qué de presente eterno,
y hoy los sumamos sin resta alguna
en esta fiesta primaveral de tus años
redondos como la gravidez de la luna,
recuerdo del tiempo más feliz de nuestra vida.
Cada uno de nosotros te ve a su manera
y la tuya es soportarnos con audaz entereza,
pero alrededor de esta mesa, sobrios, bienhumorados,
convergen nuestros ojos en la envidia de tus años,
porque ellos son, ay madre, la única certeza,
y nuestras esperanzas de vida vilanos en la era.
Hay entre nosotros quien envidia tus genes
y a quien aún sorprende tu fuerza hercúlea,
quien te ha buscado las cosquillas desde el absurdo,
quien ha volado contigo a lo más alto
y quien guarda memoria de tus caricias;
pero sobre todos derramaste tus bienes
siempre con esa generosidad tan tuya
del yo mí me conmigo y el mundo por montera,
¡ay, madre!, que son tus impulsos torrentes
y acaso demasiado estrechos los secos cauces
por donde tu amor ha excavado tan hondo surco.
Aquí nos tienes, madre, a los cinco,
hermanados en el amor a tu persona
por la identidad feliz de los orígenes,
y porque nuestros cordones umbilicales
aún nos unen a ti en feliz metáfora
para quienes cultivan con mimo sus raíces.
No somos tú, madre, y tú eres nosotros,
¡privilegio insondable de la maternidad!,
en todos esos inadvertidos detalles
que nos sorprenden como en los espejos
el eco borroso del ser que fuimos,
y es gozo misterioso que asome tu intimidad
de ayer, de hoy y de siempre en estos reflejos
esquivos de las vidas de tus huidizos hijos.
Te vemos, madre, reposado el yantar divino,
y nos decimos que no hay noventa sin cien
y te pedimos que sigas labrando tu destino
con esa perseverancia que nos asombra a los cinco.

Quinta noticia de las “Obras completas” de Platón: “La República”.

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El origen del género de las utopías o la imposible planificación de la sociedad y la naturaleza humanas: una lección de antropología fantástica y de política ficción.

Salgo de la lectura de La República  notablemente desconcertado, porque, en mi primer enfrentamiento directo con el texto, me he encontrado, además de con los grandes relatos míticos, el anillo de Giges, la caverna o el Juicio Final, sin duda lo mejor del diálogo, con una obra deslavazada en la que uno no sabe ya si es más importante el diseño de la estructura orgánica que permita funcionar a dicha república, las condiciones para ser miembro de la casta dirigente, la de los guardianes, el análisis de los caracteres humanos, puestos, eso sí, en relación preceptiva con el tipo de sociedades a las que Platón otorga carta de naturaleza, a saber: la aristocracia, la timocracia, la democracia y la tiranía, la reivindicación del conocimiento como piedra angular de cualquier construcción política o las preclaras invectivas contra la poesía mimética que cierran el volumen, entre otros asuntos todos ellos de altísimo interés. El libro arranca a las mil maravillas con una discusión entre Sócrates y Trasímaco sobre qué sea lo justo, lo que le da pie a Platón para fijar dos posiciones diametralmente opuestas: la de Trasímaco, que reivindica que lo justo es lo que le conviene al más fuerte y la de Sócrates, que se opone a ella.  Para Trasímaco, lo justo no es otra cosa que lo que conviene al más fuerte. (…) Cada Gobierno establece las leyes según lo que a él conviene: la democracia, de manera democrática; la tiranía, tiránicamente, y así todos los demás. Una vez establecidas estas leyes, declaran que es justo para los gobernados lo que solo a los que mandan conviene, y al que de esto se aparte lo castigan como contraventor de las leyes y de la justicia. Lo que yo digo, mi buen amigo, que es igualmente justo en todas las ciudades, es lo que conviene para el que detenta el poder, o lo que es lo mismo, para el que manda; de modo que para todo hombre que discurre rectamente, lo justo es siempre lo mismo: lo que conviene para el más fuerte. (…) La injusticia, llevada a su punto máximo, es más fuerte, más libre y más poderosa que la justicia, y, como decía al principio, lo justo resulta ser lo que conviene al más fuerte y lo injusto, en cambio, lo ventajoso y conveniente para uno mismo. La defensa que de lo justo hace Sócrates pasa, necesariamente, por la creación de la ley, que es la expresión del acuerdo social para instaurar la concordia y el respeto en las sociedades humanas: Luego que los hombres comenzaron a realizar y a sufrir injusticias, tanto como a gustar de ambos actos, los que no podían librarse de ellos resolvieron que sería mejor establecer acuerdos mutuos para no padecer ni cometer injusticias; y, entonces, se dedicaron a promulgar leyes y convenciones y dieron en llamar justo y legítimo al mandato de la ley; tal es la génesis y la esencia de la justicia. (…) La justicia es querida no como un bien, sino como algo respetado por incapacidad para cometer la injusticia. Y ahí es donde entre el hermoso relato del anillo de Giges que ilustra la tendencia al mal congénita en todos los miembros de la especie, porque, pudiendo hacerlo en provecho propio sin sufrir el castigo correspondiente, ¿quién no lo haría? A eso es a lo que da respuesta la narración de Glaucón que conviene recordar, en resumen: Habiendo sobrevenido en cierta ocasión una gran tormenta acompañada de un terremoto, se abrió la tierra y se produjo una sima en el lugar donde apacentaba sus rebaños. Ver esto y quedar lleno de asombro fue una misma cosa, por lo cual bajó siguiendo la sima, en la que admiró, además de otras cosas maravillosas que narra la fábula, un caballo de bronce, hueco, que tenía unas puertas a través de las que podía entreverse un cadáver, al parecer de talla mayor que la humana. En este no se advertía otra cosa que una sortija de oro en la mano, de la que se apoderó el pastor, retirándose con ella. Luego, reunidos los pastores en asamblea, según la costumbre, a fin de informar al rey, como todos los meses, acerca de los rebaños, se presentó también aquel con la sortija en la mano. Sentado como estaba entre los demás, sucedió que, sin darse cuenta, volvió la piedra de la sortija hacia el interior de la mano, quedando por esta acción oculto para todos los que lo acompañaban, que procedieron a hablar de él como si estuviera ausente. Admirado de lo que ocurría, de nuevo toco la sortija y volvió hacia fuera la piedra, con lo cual se hizo visible. Su asombro lo llevó a repetir la prueba para asegurarse del poder de la sortija, y otra vez se produjo el mismo hecho: vuelta la piedra hacia dentro, se hacía invisible, y vuelta hacia fuera, visible. Convencido ya de su poder, al punto procuró que le incluyeran entre los enviados que habrían de informar al rey, y una vez allí sedujo a la reina y se valió de ella para matar al rey y apoderarse del reino. Supongamos, pues, que existiesen dos sortijas como esta, una de las cuales la disfrutase el justo y la otra le injusto, no parece probable que hubiese nadie tan firme e sus convicciones que permaneciese en la justicia y que se resistiese a hacer uso de lo ajeno, pudiendo a su antojo apoderarse en el mercado de lo que quisiera o introducirse en las casas de los demás para dar rienda suelta a sus instintos, matar y liberar a su capricho, y realizar entre los hombres cosas que solo un dios sería capaz de cumplir. (…) Con esto se probaría que nadie es justo por su voluntad, sino por fuerza, de modo que no constituye un bien personal, ya  que si uno piensa que está a su alcance el cometer injusticias, realmente las comete. (…) La más perfecta injusticia consiste en parecer ser justo sin serlo. Es curiosa la coincidencia en un aspecto de las narraciones míticas que aparecen en este diálogo republicano: en las tres aparecen, respectivamente una sima, una cueva y el Tártaro, en las entrañas de la tierra, lo cual nos permite trazar un eje vertical desde el subsuelo hasta el empíreo que responde perfectamente al idealismo platónico, porque, encarnándonos en la tierra, las almas no han de tener otra preocupación y ocupación que aspirar al conocimiento del bien - muchas veces habré repetido que la idea del bien es el conocimiento más importante, pues es esa idea la que proporciona utilidad y positiva ventaja tanto a la justicia como a las demás virtudes. (…) La idea del bien es la que procura la verdad a los objetos de la ciencia y la facultad de conocer al que conoce-, de la verdad y al establecimiento de lo justo a través de la ley -lo que interesa a la ley es llevar el orden a los que viven en la ciudad, bien sea por el convencimiento o por la fuerza-, algo que solo puede conseguirse a través del estudio filosófico y con la herramienta preceptiva de la dialéctica, como deja meridianamente claro en el texto, sobre todo cuando usa la imagen del alma lastrada por el plomo de la  concupiscencia frente a la liberada de la contemplación filosófica: Si ya desde la infancia se procediese a una poda radical de esas tendencias innatas que, como bolas de plomo y empujadas por la glotonería y otros placeres por el estilo, inclinan hacia abajo la visión del alma; si, liberada de ellas, se volviese, en cambio, hacia la verdad, esa alma de esos mismos hombres la vería con gran agudeza, no de otro modo que las cosas que ahora ve. (…) ¿No es natural y se deduce necesariamente de todo lo dicho con anterioridad que ni los faltos de educación y alejados de la verdad resultan adecuados en ninguna ocasión para regentar la ciudad, ni tampoco los que emplean todo su tiempo en el estudio? Los primeros, porque no tienen en su vida objetivo alguno que regule todas las actividades que deben desarrollar tanto en sus relaciones públicas como privadas; los segundos, porque no consentirán en ello voluntariamente, creyendo que viven ya en las islas de los bienaventurados.  Veníamos del camino hacia abajo y hacia arriba, que, al decir de Heráclito, es uno y el mismo, una topografía  que ha hecho fortuna en todas las civilizaciones y que, en el caso de Platón, se corresponde, dirección por dirección, con la teoría de las ideas y de la reminiscencia, así como con la de la inmortalidad del alma, cuyas líricas transmigraciones se nos describen al final del libro en la narración que hace Er , ciudadano de Panfilia -atentos al guiño etimológico- de su visita al reino de las sombras, y habríamos de recordar, por otro lado, que el templo de Apolo en Delos, lugar del saber por excelencia en Grecia, se consideraba el “ombligo del mundo”, algo así como el punto de intersección de todas las realidades, visibles e invisibles. Más allá de la orografía, lo que establece el diálogo es algo así como las condiciones ideales de vida y supervivencia de una república que supere las formas de gobierno vigentes en su momento, de las que Platón hace una acerada crítica. Sócrates, junto a sus interlocutores, va a ir desgranando una por una las condiciones de esa república ideal, si bien lo hace desde un punto de vista escéptico sobre el éxito de su misión creadora, tal y como él mismo lo dice en un momento del desarrollo del diálogo: Me parece que yo mismo estoy cayendo en el ridículo (…), pues que me he olvidado de que todo esto no es más que un proyecto, y lo he tomado con mucho calor. No se trata tanto de que caiga en el ridículo cuanto de que la dimensión ideal de que dota a su organización política choca tanto con las costumbres vigentes en su época, a las que les suenan demasiado extrañas ciertas prescripciones organizativas, como con la posibilidad real de que lleguen a hacerse realidad. La buena intención es evidente, pero incluso sus interlocutores le reprochan que se “eleve” demasiado a un ideal de imposible cumplimiento. Eso no es óbice para que Sócrates vaya encadenando condiciones de existencia de “su” República cuya oportunidad programática está fuera de toda duda, como fuera de ella está, igualmente, la imposibilidad de su cumplimiento, por supuesto. La reivindicación de la educación y del conocimiento como requisito indispensable para ejercer la vigilancia y control de la república por parte de las personas destinadas a tan alta y responsable función es lo primero que debería llamar la atención en nuestros días a quienes hacen de la política una oportunidad profesional por la nula cualificación que requiere su pleno ejercicio más que bien remunerado a ciertos niveles de representación. Del libro se deduce que Platón ha soñado una república cuyo fundamento es la filosofía, además de la gimnasia y la música, porque solo a través de la filosofía puede uno elevarse a la visión de la idea del bien, individual y común, que está en la base del sistema que propugna. De hecho, como recuerda Sócrates: Si existiera una ciudad de hombres buenos, habría lucha para no gobernar como ahora la hay para gobernar, y entonces se mostraría claramente que el verdadero gobernante no ejerce en realidad el cargo para mirar por su propio bien, sino por el del gobernado, de donde se deduce que no hay peor castigo que ser gobernado por el más indigno, caso de que los buenos no quieran gobernar. La República no pretende ser, si yo no la he leído mal, algo así como lo que hoy conocemos por constitución, un corpus de leyes máximas que ordenan la convivencia, sino una suerte de programa educativo para formar la clase dirigente de la misma, acompañado de un repertorio de obligaciones que han regir su actuación privada y pública, entre las que destacan, excepcionalmente, la suerte de vida comunista que plantea Platón para esos guardianes, una visión tribal de los mismos que nada tiene que envidiar a lo que no hará mucho nos sugirió la instalada dirigente antisistema de la CUP catalana Anna Gabriel. Consciente de estar exponiendo un programa totalmente “subversivo”, Platón establece que, en su república,  los “hermanos” de la ciudad se dividen en seres de oro, plata, bronce y hierro y cada cual ha de esforzarse por tener hijos de su propia naturaleza,  y si, por azar, entre los dos últimos nacieran de los primeros, con mezcla de oro o plata, ha de ser educado para guardián, y si entre los dos primeros naciera descendencia con bronce o hierro, deberán relegar la descendencia a las tareas auxiliares del bronce y del hierro: artesanos o labradores. El oráculo dice que la ciudad será destruida cuando la vigile un guardián de hierro o de bronce. Luego volveremos sobre la particular defensa de la eugenesia que plantea Platón casi de un modo inmisericorde y que bien puede fijarse como lamentable precedente intelectual de la que se vivió durante la época nazi en Alemania. Sigamos con ese régimen comunista según el cual nadie poseería hacienda propia, salvo caso de extrema necesidad. Nadie dispondrá tampoco de habitación y despensa en donde no pueda entrar todo el que lo desea. Respeto a los víveres se ordenará que reciban [los guardianes] del resto de los ciudadanos una retribución adecuada y ni mayor ni menor que la que necesiten para el año unos guerreros fuertes, sobrios y valerosos. Frecuentarán las comidas en común, obrando siempre, en este sentido, como si estuviesen en campaña. Y se les dirá, en cuanto al oro y la plata, que los dioses ya han dotado a sus almas para siempre de porciones divinas de estos metales, por lo que no tienen necesidad del oro y la plata terrestres, cuya adquisición mancharía ese mismo don recibido. (…) Serán ellos los únicos a los que no se permita manejar e incluso tocar el oro y la plata, ni penetrar en la casa donde se guarden o beber en recipientes de estos metales. Así mismo, por lo que hace a la descendencia, la posesión de las mujeres, los asuntos del matrimonio y de la procreación de los hijos deben ser comunes entre amigos en la mayor medida posible.  Pero va más allá,  porque, a su entender, las mujeres de estos hombres serán comunes para todos ellos, y ninguna convivirá en privado con ninguno de estos. Los hijos serán también comunes, y ni el padre conocerá a su hijo ni el hijo a su padre, algo que a su interlocutor, Glaucón, descoloca por completo, intuyendo que Sócrates roza, en su planteamiento político, la más abierta extravagancia: estimo que esa ley -le responde Glaucón-  va a provocar mucha más desconfianza que la precedente en cuanto a la posibilidad de su aplicación y a la ventaja que ofrezca.  En esa clasificación humana de los capaces y los incapaces, tan extendida en el seno del capitalismo neoliberal, por ejemplo, Sócrates no tiene empacho en declarar algo así como que la prevalencia de la ley y la justicia pasa incluso por delante de la vida humana:  suplico a Adrastea, Glaucón, que no me tenga en cuenta lo que voy a decir, esto es, que considero un crimen menor matar a uno involuntariamente que hacerle víctima de engaño en lo referente a la belleza, bondad y justicia de las leyes. Algo que se compadece perfectamente con la frialdad con que Sócrates establece la selección natural humana que ha de buscar lo mejor para su república: y a los jóvenes que se distingan en la guerra o en otra actividad, habrá que concederles entre otros premios una mayor facultad para cohabitar con las mujeres, con lo cual se dará también ocasión a que nazcan de esos hombres el mayor número de hijos. (…) que serán recogidos por personas competentes. (…); en cambio, a los hijos de los peores o a cualquiera de los otros que nazca lisiado, los mantendrán ocultos, como es natural, en un lugar secreto y desconocido. Al final, lo que propone Platón es la creación de un cuerpo de élite que gobierne la república sin cortapisa alguna ni rendición de cuentas, dando por sentado que esos guardianes selectos son algo así como la aristocracia de la especie, el súmmum de la perfección y casi incapaz de equivocarse. Tan es así, que Platón no duda ni siquiera en otorgarles, como herramienta de gobierno, la capacidad de recurrir al uso de la mentira si bien siempre en beneficio de sus adninistrados, y ahí es donde me ha venido a la memoria el San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno: Quizás convenga que nuestros gobernantes usen muchas veces de la mentira y del engaño en favor de sus gobernados. Decíamos ya en alguna ocasión que la mentira puede resultar útil usada como medicina. Ahora bien, no se trata de un uso común de la mentira, sino de un uso restringido exclusivamente a los guardianes: Si a alguien es lícito faltar a la verdad será únicamente a los que gobiernan la ciudad, autorizados para hacerlo con respecto a sus enemigos y conciudadanos. Nadie más podrá hacerlo. De algún modo, pues, a Platón no se le escapaba esa necesidad de opacidad sobre las inevitables "cloacas del poder" que ningún modelo social puede obviar. Estos juicios tienen que ver, claro está, con el proyecto de hombre perfecto que supone La República, que no es otro que aquel que ha de aspirar al conocimiento de la verdadera naturaleza del ser, del alma de origen divino, cuya existencia se justifica por el conocimiento de la idea del  bien supremo que todo lo engendra, que es la conclusión a la que llega a través de la narración de la caverna:  lo último que se percibe, aunque  difícilmente, en el mundo inteligible es la idea del bien, idea que una vez percibida, da pie para afirmar que es la causa de todo lo recto y hermoso que existe en todas las cosas. En el mundo visible ha producido la luz y el astro señor de esta, y en el inteligible la verdad y el puro conocimiento. El bien, así pues, es, para Platón, la causa directa de la existencia del sol, en el plano material, y de la verdad y el conocimiento en el plano espiritual, pero a ese descubrimiento solo se llega a través de la práctica filosófica y mediante la dialéctica que, como bien señala, solo poseen quienes tienen la visión de conjunto de las cosas, un conocimiento que es el único que proporciona firmeza a los que lo hayan adquirido. El diálogo pone el énfasis reiteradamente en varios conceptos capitales en toda la obra de Platón: la virtud, el bien, la justicia, la ley y el conocimiento. De ahí que todo su esfuerzo se concentre en lograr la educación perfecta, primero a través de la gimnasia y la música y después a través de la filosofía de los seres superiores que constituirán la casta privilegiada de los guardianes, al servicio del bien común, eso también conviene recordarlo, como ya se ha visto anteriormente cuando prescribía que quienes son “de oro” por naturaleza no han de aspirar a la posesión del mismo. No estamos, pues, ante un modo tiránico, timocrático o democrático de organización, sino ante un nuevo experimento en que la labor de los guardianes supera los regímenes conocidos, cuyas flaquezas y generosidades analiza Platón en el diálogo poniendo en relación los diferentes caracteres humanos que los han propiciado, porque, como le dice, no sin cierta sorna a Glaucón:  ¿No sabes que existen por fuerza tantos caracteres de hombres como regímenes políticos? ¿O piensas que los regímenes nacen de alguna encina o de alguna piedra, y no de los caracteres que se dan en las ciudades y que arrastran en su misma dirección a todo lo demás? A la clasificación de esas psicologías y a las modalidades de gobierno que emergen de ellas, les dedica Platón no poco espacio en su República. De hecho, él traza una línea causal desde la timocracia hasta la tiranía, pues presenta los diferentes regímenes como una respuesta a los excesos del anterior, dejando de lado la aristocracia, que es el “bueno y justo”. La timocracia, o timarquía, de la que después habla como oligarquía, sería el gobierno de los ambiciosos: Para mí, la oligarquía es un régimen en el que decide la tasación de la fortuna y, por tanto, en el que mandan los ricos, sin que los pobres tengan participación en él. (…) Por consiguiente, cuanto más se honra en una ciudad a la riqueza y a los hombres ricos, menos se estima la virtud y a los hombres buenos. (..) Uno de los defectos primordiales de la oligarquía es que una ciudad como esa será necesariamente no una, sino dos, la ciudad de los pobres y la ciudad de los ricos, que conviven en el mismo lugar y se tienden asechanzas entre sí. De esa división radical entre ricos y pobres se pasa, ¡y cómo no!, a la instauración de la democracia, que se origina, según Platón, cuando los pobres, después de vencer a los ricos, a unos les dan muerte, a otros les destierran y a los demás les reservan equitativamente cargos de gobierno que, en este sistema, suelen otorgarse por sorteo. (…) De esta manera se produce el restablecimiento de la democracia; unas veces haciendo uso de las armas, otras por el temor que se apodera de los demás y les obliga a retirarse. Glaucón, sin embargo, no tarda en intuir los excesos de semejante régimen: ¿no contará el régimen con hombres libres y no se verá inundada la ciudad de libertad y de abuso desmedido del lenguaje, con licencia para que cada uno haga o que se le antoje? Sócrates constata que así parece que sucede,  pero entona, sin embargo, una loa del mismo que sorprende, teniendo en cuenta los “abusos” del régimen que después describirá: es muy posible que sea también el más hermoso de todos los regímenes. Pues así como resplandece hermosura un manto artísticamente trabajado y adornado con toda clase de flores, no otra cosa ocurre con un régimen en el que florecen toda clase de caracteres. (…) Se trata de un régimen agradable, sin jefe, pero artificioso, que distribuye la igualdad tanto a los iguales como a los que no lo son. (…) Se prodigan los honores a todo aquel que pregona una sola cosa: su favorable disposición hacia la multitud.   Pero en ese régimen anida la semilla de su propia destrucción, como bien advierte Platón en el desarrollo de esas libertades que acaban conduciendo a la falta de ellas por el nulo respeto a la ley de quienes no aceptan, desde el igualitarismo mal entendido, someterse a ellas:  Oirás decir -sigue el filósofo- por doquier en una ciudad gobernada democráticamente que la libertad es lo más hermoso y que solo en un régimen así merecer vivir el hombre libre por naturaleza. Pero, ¿no es el deseo insaciable de libertad y el abandono de todo lo demás lo que prepara el cambio de este régimen hasta hacer necesaria la tiranía? ¿No resulta, pues, necesario, que en una ciudad de esta naturaleza [democrática] la libertad lo domine todo? Pero en tales condiciones la anarquía se adentrará en las familias y terminará incluso por infundirse en las bestias. [Y en lo que sigue, esa ‘revuelta de los animales’, ¿no se intuye un lejano ascendente del Animal Farm de Orwell?] Difícilmente podrá creerse que los animales domésticos son más libres en este gobierno que en ningún otro. Las perras se hacen sencillamente  como sus dueñas, e igualmente los caballos y los asnos; incluso terminan por acostumbrarse a marchar libre y pomposamente, lanzándose por los caminos contra todo aquel que les sale al encuentro, si buenamente no les cede el paso. En todo lo demás reina también la misma plenitud de libertad. (…) ¿No ves que se ablanda el alma de los ciudadanos, de modo que a la menor muestra de esclavitud se irritan contra ella y no la resisten? Ya, por fin, como sabes, dejan de interesarse por las leyes, escritas o no, para no temer así de ningún modo a señor alguno. (…) Tal es el inicio, por cierto, bien hermoso y juvenil, del que a, a mi parecer, proviene la tiranía. (…) Todo exceso en la acción busca con ansia el exceso contrario, y no otra cosa comprobamos en las estaciones, en las plantas y en los cuerpos, no menos que en los regímenes políticos. Por tanto, parece que el exceso de libertad no trae otra cosa que el exceso de esclavitud tanto en el terreno particular como en el público. ¡El exceso de libertad!... En estos tiempos nada virtuosos, menos prudentes y en los que los deberes ciudadanos poco menos que van camino de extinguirse frente a la multiplicación ebria de los derechos, este Platón republicano ¡cómo concitaría la enemiga de los pseudodemócratas de pacotilla que hurtan a la visión publica sus profundas raíces autoritarias! No es, para Platón, sin embargo, la tiranía, una solución a esos excesos, sino la instauración de su particularísima república de guardianes filósofos escogidos filogenéticamente y cultivados con mimo desde la niñez para tan alto servicio a la comunidad. Una niñez, permítaseme el excurso, forjada a fuerza de prohibiciones, como cuando sugiere la limitación de las fuentes de aprendizaje: ¿Permitiremos sin inconveniente alguno que los niños escuchen al primero que encuentren las fábulas que quiera contarles y que las reciban en sus almas, aun siendo contrarias con mucho a las ideas que deseamos tengan en su mente cuando lleguen a la mayoría de edad? (…) En primer lugar, por tanto, hemos de vigilar a los que inventan las fábulas, aceptándoles tan solo las que se estimen convenientes y rechazando las otras. (…) Desde luego, despreciaremos la mayor parte de las fábulas de nuestros días. (…) Me refiero a todas aquellas fábulas que nos presentan a los dioses y a los héroes no como realmente son, sino a la manera como los diseñaría un pintor que no reflejase el parecido del modelo en sus obras. (…) Seguramente convenga antes de nada que las primeras fábulas que oiga el niño sean también las más adecuadas para conducirle a la virtud. A partir de ahí, Sócrates plantea una severa crítica de las fábulas que han de oír los infantes de labios de sus madres:  La primera de las leyes y de las reglas que concierne a los dioses y a la cual deberán atenerse los que componen las fábulas será la siguiente: la divinidad no es causa de todas las cosas, sino tan solo de las buenas. (…) Que las madres, seducidas por estas patrañas, no llenen de temor a sus hijos diciéndoles fábulas perniciosas en las que se habla de unos dioses que recorren el mundo por la noche, disfrazados de extranjeros de los más diversos países, y eviten en lo posible que blasfemen contra la divinidad y se vuelvan a la vez seres medrosos. Conviene regresar, volviendo a la crítica a los regímenes políticos y las naturalezas humanas que los han alumbrado, a la descripción que hace Platón del tirano para situar en su justo término el sarcasmo con que presente el régimen tiránico:  Solo queda tratar del régimen más hermoso y también del hombre más hermoso, esto es, de la tiranía y del tirano. Recuérdese que Platón nos habla propiamente del carácter tiránico como reflejo de la sociedad en la que el tirano halla el caldo de cultivo propicio para imponerse; se trata, pues, de una visión antropológica que explora el corazón del ser humano para dar razón de los diferentes caracteres que nos definen, hechas todas las salvedades que se quieran:  nuestro propósito era simplemente este: probar que hay en cada uno de nosotros, aun en los de pasiones más moderadas, deseos verdaderamente temibles, salvajes y contra toda ley. Y eso se evidencia claramente en los sueños. Con esa premisa desalentadora,  porque en otras partes del libro se insiste en la visión deplorable de la mayoría de los miembros de la especie humana, no es de extrañar que el retrato del ser tiránico sea como sigue: Cuando los demás deseos, zumbando y llenos de perfumes, de bálsamos, de coronas, de bebidas y de todos los placeres licenciosos que se originan en tales compañías, hacen crecer y alimentan al zángano hasta un límite insospechado, armándolo a la vez del aguijón de la ambición, entonces él mismo, como señor de su alma, se hace proteger por la locura y deja en libertad  su furor. Le sobran ya esas opiniones y deseos vergonzosos y aprovechables que todavía anidaban en su alma, a los que da muerte y expulsa de sí hasta eliminar su propia sensatez, que sustituye por una extraña locura. (…) El hombre se vuelve rigurosamente tiránico cuando llevado por su naturaleza o por sus hábitos o por ambas cosas a la vez se hace borracho, enamoradizo y atrabiliario. (…) Pasan toda su vida sin prodigar su amistad a nadie; muy al contrario, son déspotas en un caso o esclavos en otro, ya que la naturaleza del tirano no puede gustar nunca de la verdadera libertad y de la verdadera amistad. (…) Así pues, el hombre tiránico no es otra cosa que un esclavo, sometido a las mayores lisonjas y bajezas, adulador de los hombres más viciosos, insaciable en sus deseos, carente de casi todas las cosas y ciertamente pobre si nos decidimos a mirar a la totalidad de su alma. Hombre, además, dominado por el temor durante toda su vida, lleno de sobresaltos y de dolores, si su vida se parece de verdad al régimen de la ciudad que él gobierna. (…) Añádele a esto todo aquello que mencionábamos antes: necesariamente tendrá que ser y aun volverse más envidioso, más desleal, más injusto, más hostil, más impío, más propicio a coger y alimentar toda maldad, con lo cual terminará por hacerse el hombre más desgraciado. Y con él se harán también así los que están a su alrededor. Se entiende, entonces, a la perfección, que Platón cifre en el poder de la educación el fundamento de su república, porque o bien esta es una república de filósofos, educados en las ciencias y ajenos a las “malas” artes de los poetas imitativos o no habrá un modo viable de resolver los conflictos inevitables que supone la vida en común de sociedades tan complejas como lo fuera la ateniense en su momento o las democracias liberales en el nuestro. Se ha hablado mucho sobre la prohibición de los poeta en la república platónica y la entronización de los filósofos, pero no olvidemos que ello tiene su raíz en el afán pedagógico de quien quiere enseñar desde la primera infancia a las criaturas los ejemplos más nobles que los guíen por el camino de la sabiduría, en vez de engolfarlos en la experiencia sentimental de las emociones que depara la imitación de las pasiones humanas de las fábulas y del teatro, algo que, a su vez, está en relación con la visión de la naturaleza humana que tan extensamente disemina en el diálogo Platón: hay una parte, decíamos, con la que el hombre conoce; otra con la que se encoleriza y una tercera a la que, por su variedad, no fue posible encontrar un nombre: esta última, en atención a lo más importante y a lo más fuerte que había en ella, la denominamos la parte concupiscible. Ese nombre respondía a la violencia de sus deseos, tanto al entregarse a la comida y a la bebida como a los placeres eróticos y a todos los demás que de estos se siguen. Y a esa parte concupiscible es a la que se dirigen las obras poéticas “imitativas” - de la imitación puede afirmarse que tiene relación y amistad con esa parte de nosotros alejada de la razón y no dispuesta, por tanto, para ningún fin bueno y verdadero-  las mismas que, a decir del filósofo, parecen constituir un insulto a la sensatez de los que las oyen cuando estos no poseen el antídoto conveniente para ellas, esto es, el conocimiento de lo que en realidad son. (…) Diremos que el poeta no sabe más que imitar, pero de una manera tal, que emplea colores de cada una de las artes, con los nombres y expresiones adecuados, gasta el punto de que aquellos otros que fían de las palabras estiman en mucho su disertación, ya se refiera en metro, ritmo y armonía, al arte del zapatero, ya hable acerca de la estrategia o de cualquier cosa. ¡Tan prodigioso encantamiento produce la expresión poética! Porque pienso que no se te escapa a qué quedan reducidas las palabras de los poetas cuando se las despoja de toda su musicalidad y su colorido. Alguna vez lo habrás comprobado: ¿no se parecen a esos rostros en sazón, pero no hermosos, en el momento en que pierden su flor juvenil? De todo ello deduce nuestro filósofo que lo pernicioso de esas obras imitativas yace en la duda de si los buenos poetas saben lo que dicen respecto a las cosas que tanto gustan a la multitud, a lo que él no dudaría en responder que no, porque el único conocimiento cierto y veraz es el de la filosofía, la vieja enemiga de la poesía, como Platón constata exhibiendo las viejas opiniones que marcan dicho antagonismo: Añadamos, si acaso, para que la poesía no nos acuse de dureza y de rusticidad, que ya viene de antiguo la disensión entre la filosofía y la poesía. Pues ahí están los dichos de “la perra arisca que ladra a su dueño” o del “hombre grande que grita en los círculos de los necios” o de “la multitud de sabios que imperan sobre Zeus” o de “los solícitos y sutiles por amor a su pobreza” y otras mil cosas por el estilo que atestiguan esa vieja oposición.  Puede advertirse, pues, que La República, a pesar de sus hallazgos y de sus estupendas intenciones, es un intento fallido de organización social, y la prueba de ello, al decir de los especialistas es que Platón volviera sobre el tema con otro libro, Las leyes, con el que, al parecer, satisfacer la necesidad de adaptación de su teoría republicana a la vida concreta de los ciudadanos de su tiempo. Ya llegaremos a él y podremos, entonces, con la memoria del actual, enjuiciarlo comparativamente. Para acabar, y meramente como anécdota, quiero dejar dos textos curiosos. El primero es un fragmento tan incomprensible y críptico que, de haber escrito algunos más, le hubiera disputado a Heráclito el título de “El oscuro” que el de Éfeso se ganó a pulso con sus poéticos fragmentos. El segundo es el relato de la reencarnación de las almas después de pasar por el Juicio Final, lleno de un encanto muy especial y que acredita a Platón como el excelente literato que fue, de lo que es prueba innegable, además de este relato, la perfección a que llevó el género del Diálogo que él estableció en su forma definitiva para la tradición humanística occidental:
Platón heraclitizado:
Difícil resulta que en una ciudad así [de régimen timocrático] se produzca una sedición. Pero como todo lo que nace no puede por menos de corromperse, es evidente que ese régimen no perdurará eternamente, sino que también se destruirá. Y su destrucción será esta: no solamente para las plantas que se dan en la tierra, sino también para los animales que viven sobre ella, hay periodos de fertilidad y de esterilidad que sobreviven a las almas y a los cuerpos cuando los retornos alternativos anudan las circunferencias cíclicas de las distintas especies, las cuales son cortas para los seres de breve tránsito y largas para los seres de larga vida. En ll que respeto a vuestro linaje y a los hombres que educasteis para el gobierno de la ciudad, aun siendo sabios, no serán capaces de fijar, por más que usen del razonamiento y de los sentidos, los periodos de fertilidad y de esterilidad, y así dejarán pasar la ocasión para procrear y, en cambio, engendrarán hijos cuando no debieran hacerlo. Para la generación divina contamos con un periodo de número perfecto; pero para la humana con otro número en el que se reflejan primeramente los aumentos predominantes y dominados, con tres intervalos y cuatro límites, tanto de lo semejante como de lo que no es, o de lo que aumenta como de lo que disminuye. Aquellos aumentos nos presentarán todas las cosas como concordes y ya convenidas. Y a la vez, su base epitrita, uncida a la pentada y con triple incremento, nos preocupará dos armonías: una, que será otras tantas veces igual, con sus partes varias veces mayores que ciento; otra, igual de largo en un sentido, pero oblonga, que comprende cien números de la porción convenida de la péntada, cada uno de los cuales se reduce en una unidad, o de la porción no acorde, reducidos en dos, y otros, cien cubos de la tríada. Este es el número geométrico, señor de todo lo creado. Si por ignorarlo, vuestros guardianes efectúan matrimonios inoportunos, los hijos de estas uniones no nacerán bien dotados ni bajo buenos auspicios. Sus padres escogerán a los mejores de entre ellos para que los sucedan; pero al ser indignos de los cargo que ocupan, comenzarán por descuidar nuestra vigilancia y, en primer lugar, mostrarán menor estimación de la debida a la música, luego a la gimnasia, y como resultado de esto, vuestros jóvenes perderán todo su gusto. Entonces, la designación de los gobernantes recaerá en personas no muy aptas para guardianes, de acuerdo con la selección de linajes admitida por Hesíodo, pues se producirá entre vosotros la raza de oro, la de plata, la de bronce y la de hierro. Al mezclarse la de hierro con la de plata y la de bronce con la de oro, aparecerá una determinada diferencia, traducida en una desigualdad inarmónica que, al realizarse, traerá siempre consigo la secuela de las guerras y enemistades. He aquí la raza productora de la discordia, dondequiera que esta surja.

La metempsicosis: El relato de Er, el Armenio, originario de Panfilia:


Este hombre, muerto en la guerra, fue recogido a los diez días, junto con los demás cadáveres ya corrompidos, pero estando él intacto. Conducido a su casa para ser enterrado y dispuesto ya sobre la pira, volvió a los doce días y dio a conocer a los presentes lo que había contemplado en el otro mundo: “Después de abandonar el cuerpo dijo él-, su alma se había puesto a caminar con otras muchas hasta llegar a un paraje verdaderamente maravilloso en el que podían verse, en la tierra, dos aberturas relacionadas entre sí, exactamente enfrente de otras dos situadas arriba en el cielo. En medio se encontraban unos jueces que, luego de emitir su juicio, ordenaban a los justos que se dirigiesen hacia el cielo por el camino de la derecha, con un letrero colgado por delante en el que aparecía el fallo dictado; a los injustos, en cambio, les obligaba a tomar el camino de la izquierda, hacia la tierra, y provistos de otro letrero, colgado por detrás, en el que detallaban todas las acciones que habían cometido. Cuando le vieron adelantarse, le dijeron que él había de ser mensajero para los hombres de todas las cosas que allí contemplase, en razón de lo cual le invitaron a que oyera y observara lo que pasaba en aquel lugar. Y, en efecto, vio como por cada una de las aberturas correspondientes del cielo y de la tierra emprendían las almas la marcha luego de haber sido juzgadas, en tanto por la otra abertura de la tierra salían almas llenas de suciedad y de polvo, y por la del cielo bajaban otras almas enteramente puras. Todas daban la impresión, al llegar, de que provenían de un largo viaje, y dirigiéndose con regusto a la pradera como si allí les esperase una grata reunión, se saludaban unas a otras, cuantas eran viejas conocidas, y se preguntaban mutuamente, las del cielo por las cosas de la tierra y las de la tierra por las cosas del cielo. Unas, claro está, deploraban su suerte y prorrumpían en llanto al recordar cuántas y cuán grandes cosas habían sufrido y visto en su peregrinaje de un milenio por la tierra; otras, precisamente las que venían del cielo, alababan su bienaventuranza y expresaban su contento por las cosas hermosas e indescriptibles que habían contemplado. (…) Lo que nuestro hombre refería como fundamental era lo siguiente: cada alma sufría el castigo por las faltas cometidas, de tal modo que por cada una recibía una condena diez veces mayor que aquella y con una duración de cien años, que es el tiempo calculado para la vida humana; con ello, el castigo de su delito quedaba multiplicado por diez, y los causantes de gran número de muertes o traidores a las ciudades o a los ejércitos, que pudieran haber entregado a la esclavitud, o cómplices de cualquier otra calamidad, esos hombres, digo, se veían atormentados por unos sufrimientos diez veces mayores que los que habían cometido; cosa que, en la misma proporción, se otorgaba a los que habían sido justos y piadosos. En cuanto a los niños muertos al nacer y poco después de haber nacido, decía también otras cosas que no vale la pena mencionar. Para los acusados de impiedad, tanto hacia los dioses como hacia los padres, e igualmente para los homicidas a mano armada, establecía unos castigos todavía más severos. (…) Entonces, unos hombres salvajes y que aparecían envueltos en fuego, presentes como estaban y oidores del mugido, apresaban a unos y descendían con ellos, mientras a Ardieo [un tirano de Panfilia] y a los demás les ataban los pies, las manos y la cabeza, los echaban por tierra y los desollaban, y luego, llevándolos a la orilla del camino, los desgarraban sobre retamas espinosas, declarando a la vez a cuantos pasaban por allí por qué trataban de ese modo a aquellos hombres y se empeñaban en arrojarlos al Tártaro. Y continuaba diciendo que entre los muchos y variados terrores que les asediaban, superaba sin duda a todo el temor de que se reprodujera el mugido en el momento de la subida; por eso. Se apoderaba de ellos un gran contento si conseguían subir en silencio. Estos eran, pues, los castigos y las penas que se ofrecían e igualmente las recompensas a que podían aspirar. Después de descansar siete días en la pradera, cada una de las almas debía disponerse a partir de allí al octavo día. Cuatro días más tardes arribaban a un lugar desde donde podía contemplarse una luz que, cual una columna y semejante al arco iris, pero todavía más brillante y más pura que este, se extendía por todo el cielo y la tierra. Un día de marcha les permitía llegar a la luz y entonces contemplaban en medio de ella, los extremos de las cadenas del cielo, porque esta luz era su lazo de unión, que sujetaba toda la esfera celeste al modo como lo hacen las ligaduras de los trirremes. Desde esos extremos percibían como extendido el huso de la Necesidad, gracias al cual pueden girar todas las esferas. La rueca y el gancho de aquel eran de acero y su tortera, en cambio, comprendía una mezcla de acero y de otros materiales. (…) El huso mismo daba vueltas entre las rodillas de la Necesidad, y sobre cada uno de los círculos se mantenía una Sirena, que giraba con él e emitía una sola voz y de un solo tono; las ocho veces de las ocho Sirenas formaban un conjunto armónico. A distancias iguales y en derredor, se encontraban sentadas otras tres mujeres, cada una ocupando su trono; no eran sino las Parcas, hijas de la Necesidad, vestidas de blanco y ceñidas sus cabezas con una especie de ínfulas; sus nombres: Láquesis, Cloto y Atropo. Las tres acompañaban en su canto a las Sirenas: Láquesis, recordando los hechos pasados; Cloto, refiriendo los presentes, y Atropo, previendo los venideros. Una vez llegados allí hubieron de acercarse sin demora al trono de Láquesis, donde un adivino procedía a la previa colocación de las almas y, luego de haber tomado del regazo de Láquesis unos lotes y modelos de vida, ascendía a una alta tribuna para proclamar: “He aquí lo que dice la virgen Láquesis, hija de la Necesidad: Almas efímeras, va a dar comienzo para vosotras una nueva carrera mortal en un cuerpo también portador de la muerte. No será ser divino el que elija vuestra suerte, sino que vosotras misma la elegiréis. La primera en el orden de la suerte escogerá la primera esa nueva vida a la que habrá de unirse irrevocablemente. Pero la virtud no tiene dueño; cada una la poseerá, en mayor o menor grado, según la honra o el menosprecio que le prodigue. La responsabilidad será toda de quien elija, porque la divinidad es inocente.” Luego que hubo hablado, arrojó los lotes sobre la multitud de almas y cada una de estas recogió la que había caído a su lado, salvo el alma de Er, a la cual no fue permitido elegir. (…) Seguidamente el adivino arrojó a tierra y delante de ellas modelos de vidas que superaban con mucho al de almas presentes. Los había de todas clases; podía escogerse, pues, vidas de cualesquiera de los animales y de los hombres. (…) En esa coyuntura, querido Glaucón, el peligro, según parece, era grande para el hombre; de ahí que deba cuidarse sumamente, por encima de cualesquiera otras enseñanzas, el que cada uno de nosotros se dedique a la búsqueda y aprendizaje de todo aquello que le procure poder y conocimiento para distinguir la vida útil de la miserable; solo así podrá escoger siempre y en todas partes la mejor de las vidas posibles. (…) Conviene, pues, llegar al Hades con esta opinión fortalecida, para no dejarse dominar allí por el deseo de las riquezas y de los males y no caer también en tiranías y otros muchos hechos semejantes, causa de irremediables daños e incluso de sufrimientos todavía mayores. Habrá que elegir siempre una vida intermedia entre las extremas, huyendo en lo posible, tanto en esta vida como en la otra, de los excesos en uno u otro sentido. Por este camino puede llegar el hombre, en efecto, a alcanzar la mayor felicidad. (…) Este era el espectáculo digno de verse que nos refería Er, y en el que las almas, individualmente, efectuaban la elección de sus vidas; espectáculo que, por cierto, resultaba digno de compasión, a la vez que risible y admirable. [Confirmada la elección por las Parcas] Desde allí, sin que les fuera posible volver atrás, marchaba el alma hasta el trono de la Necesidad y bajo él pasaban sucesivamente tanto el genio como el alma e, igualmente, todas las demás almas. Y luego, todas ellas se dirigían a la llanura del Olvido, en medio de un calor terrible y sofocante, porque en aquel campo no se veía un solo árbol ni nada de lo que la tierra produce. Llegada la tarde, se reunían junto al río de la Despreocupación, cuya agua no puede ser contenida en ningún recipiente. Todas venían obligadas a beber una cierta cantidad e esta agua; pero había almas que procedían imprudentemente y, al beber más de la cuenta, perdían en absoluto la memoria. Y ocurrió después, cuando ya las almas se entregaban al sueño y era el tiempo de medianoche que un trueno y un seísmo turbo la calma, llevando de repente a cada una hacia un lugar distinto al de nacimiento y precipitándolas como si fuesen estrellas, Pero a Er se le había impedido que bebiera del agua y, no obstante, sin saber cómo había sido, encarnó de nuevo en su cuerpo y de pronto, levantando los ojos a cielo, viose muy de mañana yacente sobre la pira. Entonces despertó y refirió lo narrado.



“La mujer rota”, de Simone de Beauvoir: Un retrato con escalpelo de la vida de tres mujeres fracasadas “prima della Rivoluzione”...

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 Obra de madurez, La mujer rota recoge tres nouvelles excepcionales de la más acreditada analista del feminismo en el siglo XX: Simone de Beauvoir.


La mujer rota, de Simone de Beauvoir, que acabo de leer en catalán, La dona trencada, en magnífica traducción de Marta Pessarrodona, es una obra de ficción en la que Simone de Beauvoir narra los fracasos de tres mujeres muy distintas pero a las que une íntimamente, a pesar de sus dispares personalidades, una misma perplejidad: la insospechada dificultad de reconocerse a sí mismas en una identidad fiable y consoladora en el duro trance vital que afronta cada una de ellas: la jubilación laboral y el desapego de un hijo en quien se han puesto poderosas expectativas; la locura de una madre a quien hacen responsable de la muerte de su hija y la privan de ver a su otro hijo mediante una separación que la excluye de la patria potestad y, finalmente, el drama de una mujer que  se ve incapaz de retener a su marido, enamorado de otra, cuando ya ambas hijas del matrimonio se han emancipado. Como se advierte estamos ante una potente materia literaria, en ningún caso ensayística, que Beauvoir elabora desde la perspectiva de la narración psicológica y con recursos narrativos  como el diálogo y el monólogo interior que no solo domina a la perfección, sino que devienen herramientas de suma importancia para conseguir trazar los tres retratos con una verosimilitud absoluta, junto con el uso del diario como estrategia narrativa que obliga a la relectura reflexiva autocrítica. Como suele decirse, asistimos a una imitación de “la vida misma” sin artificios retóricos ni finalidades argumentativas: son tres heridas en carne viva que ninguna de las tres mujeres consigue cerrar, ni mucho menos cicatrizar. La vida de pareja, en la que Beauvoir era una consumada especialista por experiencia propia, tras la tormentosa que vivió con Jean Paul Sartre, y que la llevó a escribir uno de los libros más tristes que he leído nunca -junto con La Bastarda, de su “protegida” Violette Leduc_: La ceremonia del adiós: “Su muerte nos separa. Mi muerte no nos unirá”, se lee en él, a modo de epílogo; esa vida de pareja, digo,  ocupa un lugar fundamental en esta colección de relatos, porque buena parte del sufrimiento de esas tres mujeres está muy unido a la insatisfactoria relación con tres hombres, no necesariamente “culpables” exclusivos de sus profundas heridas. Es evidente que las tres protagonistas escogidas por Beauvoir son hijas de unas circunstancias sociales muy concretas, algo que se aprecia en las marcadas diferencias que surgen en dos de los relatos, La edad de la discreción y La mujer rota, entre los hijos e hijas y las madres correspondientes. Y ello independientemente de la condición de intelectual de la primera o de la dedicación a sus labores de la segunda. Cualquier lector algo avezado advertirá enseguida en las palabras de las tres mujeres muchos rastros autobiográficos perfectamente enmascarados en las bien definidas psicologías de cada una de las mujeres, pero es inevitable que ciertas reflexiones sobre la existencia o sobre el propio destino de las protagonistas sean eco, inevitable, de la obra ensayística de la autora, aunque es cierto que el nivel de elocución de las tres mujeres nunca se aparta de lo que podríamos considerar el nivel adecuado a situaciones perfectamente corrientes de la vida cotidiana. La autora, que no pierde de vista que está escribiendo literatura, prestará una minuciosa atención a parcelas de la existencia de esas mujeres que tienen más que ver con afanes y preocupaciones de cualquier mujer que con planteamientos exquisitos propios, acaso, de una élite, sea intelectual o económica. La lucha contra el tiempo, la vivencia de la decadencia del propio físico o del atractivo, ya sexual, ya caracteriológico, la responsabilidad  propia en los sucesos adversos que les toca vivir o la resistencia a aceptar que sus vidas han sido el resultado de decisiones equivocadas de las que tanto es inútil lamentarse como imposible enmendarlas. Deliberadamente, predomina en las tres narraciones un tono confidencial que busca, en parte, la compasión o el consuelo de los otros, y que, estratégicamente, busca convertirse en espejo de  tantas y tantas mujeres como leerán estas narraciones asintiendo lúcidamente ante la dimensión de las tragedias que se le ofrecen y reconociendo lo que les afecta de ellas, porque La mujer rota busca conectar con la vivencia del fracaso interior inexplicable, ese frente al cual acabamos estando siempre solos. Lo notable, sin embargo, más allá del protagonismo de la mujer en todos los relatos, es la facilidad con que un hombre los lee y es capaz de identificarse con las protagonistas, empatizar con ellas y percibir nítidamente la frágil valla de separación que hay entre ambos sexos a la hora de enfrentarse al fracaso existencial, maternal y parental o al amoroso, o lo común que nos es a ambos, madres y padres, la difícil relación con los descendientes y cómo acusamos el desconcierto, y aun el dolor, de las equivocaciones constantes en que consiste la crianza de los hijos. Es cierto que los modelos de mujer que nos ofrece Beauvoir acentúan comportamientos femeninos no del todo superados en nuestros días, como esa dependencia de la protagonista del último relato, Monique, en La mujer rota, cuya vida ha girado exclusivamente en torno a la seguridad que  le deparaba un matrimonio que, sin embargo, se ha ido degradando sin que ella advirtiera nada alarmante hasta que se consuma el distanciamiento y ella ha de hacer frente a la traición, al semiabandono -porque “comparte” a su marido con la amante “oficial”, por así decirlo-, y a la soledad, de lo que se derivará una crisis personal que rozará patéticamente el suicidio, algo que, sin embargo, está muy presente, y con notable dramatismo, exento, con todo, de cualquier atisbo de vulgar patetismo, en el relato titulado Monólogo, una interpelación desesperada a quien le ha robado la posibilidad de buscar una salida a su desesperación  en el cuidado del hijo superviviente, tras el suicidio, sin explicación alguna, de la hija adolescente. Convertirse, incluso  a ojos de su propia madre, en la responsable del suicidio de la hija, otorga a la protagonista una dimensión de auténtica tragedia con un pathos mantenido, en un auténtico tour de forcé estilístico a lo largo de todo el monologo, si bien el suicidio de la hija, sugerido entre líneas con anterioridad, se guarda casi como sorpresa final que intensifica todo lo ya vivido en los largos prolegómenos del monólogo antes de llegar a la tragedia esencial que martiriza  a la protagonista. Quizás la mujer más cercana a Simone de Beauvoir sea la protagonista del primer relato, La edad de la discreción, en parte porque es profesora y ensayista y en parte porque cuando escribió los relatos ya había cumplido los 60, una edad propia de la jubilación. Las reflexiones que va dejando caer la señora “de armas ideológicas tomar” tienen un nivel intelectual al que difícilmente llegan las otras dos protagonistas, pero lo que sorprende en la narración, sin embargo, es el estrecho empecinamiento moral en el rechazo a lo que ella solo entiende como “deserción” de su mimado vástago, quien abandona la expectativa de brillante inserción en el mundo universitario que su madre iba construyendo para él por un empleo al servicio de la Administración reaccionaria, lo que la madre entiende como un “pasarse al enemigo con armas y bagajes”. Sorprende, ya digo, ese temperamento intransigente, ese sectarismo monolítico en el que el hijo se ve incapaz de abrir ni la más mínima grieta de flexibilidad emocional que fuerce a su madre a reconsiderar su postura de no querer verle ni oírle ni hablarle, y es reconfortante verla achacar a la “perniciosa influencia” de su nuera el cambio de orientación vital del hijo. El marido, impotente ante el sufrimiento y la pose victimista de su mujer, asiste como espectador mudo al numantinismo trasnochado de su mujer, una suerte de mentalidad integrista en nada distinta de la del otro espectro del arco ideológico. Y mientras que la madre decepcionada sentencia que un adulto es una criatura inflada de edad, su marido opta por un es cierto que la historia de la humanidad es hermosa. Es una pena que la de los humanos sea tan triste. Y este es el otro nexo de unión entre las tres historias, el de la tristeza que afecta a las tres, en diferentes grados de intensidad. Porque, más allá, ya digo, de condicionantes sociales o culturales, lo que une a las tres mujeres es su condición de víctimas, en primer lugar, de sí mismas, y, en segundo lugar, de unos valores sociales que las definen incluso contra sus propias inclinaciones. La vivencia de la maternidad -Beauvoir nunca engendró hijos, aunque fue madre adoptiva- adquiere en las tres historias una dimensión que parece chocar frontalmente con quien siempre vivió al margen de los convencionalismos burgueses y jamás formó una “familia”, según el uso común del término, como lo demuestra su libertad sentimental y sexual, establecida por acuerdo formal con quien siempre, hasta su muerte, fue su única pareja reconocida, por decirlo así, “oficialmente”, Jean-Paul Sartre. Por ello mismo es más meritorio el ejercicio de creación literaria de esos tres seres rotos cuya incapacidad para asumir el fracaso de la relación con los hijos marca las tres narraciones. El bloque de las tres historias constituye un valiente retrato de la psicología femenina en un tiempo concreto, y a buen seguro encandilará, a pesar de la tristeza y el desencanto que habita en ellas, a cualesquiera lectores que tengan, porque, a pesar de lo mucho que se habla sobre la literatura femenina, hecha por la mujer y destinada casi exclusivamente a ellas, La mujer rota en modo alguno me ha parecido que pueda encuadrarse en esa tendencia que marca una frontera en la ficción tan escandalosa como el propio muro de Trump, decorado o no con las siempre agresivas concertinas. Mientras uno lee, en ningún momento repara en que sea una autora o un autor quien “levanta” esas realidades humanas que nos interpelan sobre la crisis existencial que hay en cada una de ellas. Más tarde, en el reposo de la lectura, qué duda cabe de que la personalidad de la autora nos permite explicarnos muchas cosas, sobre todo de la perspectiva del yo narrativo que domina en los tres relatos. Las tres mujeres tienen brillantes momentos de lucidez, y, en el caso de Monique, protagonista de La mujer rota, hay también un serio ejercicio de reinvención de sí misma que aporta la única esperanza convincente. La técnica del diario es lo que tiene, permite la relectura, el análisis, la templanza y la elección de lo justo o, al menos, lo menos gravoso en términos de la existencia cotidiana en la que hay que hacer frente a tantos contratiempos, y el primero de ellos el propio tiempo.

El dandy en la oscura provincia: “Las ninfas”, de Francisco Umbral.

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Autorretrato del artista adolescente como aspirante a lo sublime y ejerciente de lo carnal o un exquisito entre ninfas de barriada y los simulacros provincianos de la gran cultura: Las ninfas, de Umbral.

La circunstancia:
Querido Jose(lu), hace unos días me persuadías e la imposibilidad de cumplir con mi compromiso adquirido en Gorjeolandia: leer los Episodios Nacionales durante el tiempo de mi *convalescencia (ignoro por qué la RAE nos impide usar un cultismo tan hermoso) de la artroscopia de menisco a la que he de someterme dentro de un par de meses, si las listas de espera no me deparan mayor adversa espera de la inicialmente prevista. Estos días de camping en casa de mi madre -dormimos en un colchón en el suelo de un salón tan abigarrado como un retablo barroco en el que destacamos como la sorpresa de Haydn-, con dos golpes de insomnio que tan familiares me son, he comprobado que acaso no ande yo desatinado respecto de mi inicial previsión de acabar el ciclo histórico de Galdós en el transcurso de ese mes de reposo obligado, ya que en dos tandas insomnes de tres horas cada día me he zampado con entusiasta provecho un libro autobiográfico, Las ninfas, de Francisco Umbral, que, salvando la distancia temporal, de finales de los 40 a los 60, y menos la espacial, de Valladolid a Zaragoza, bien me ha parecido que podrías haberlo escrito tú, de lo que deduzco, pura virtualidad, que acaso su lectura pudiera resultarte grata. En extrema circunstancia exótica, de pie, desnudo, apoyado contra la puerta que no cierra de una cocina de cinco metros cuadrados para no despertar a mi campista preferida, cambiando cada 20 páginas de apoyo básico en una u otra de las dañadas columnas perniles, en el silencio del menaje, solo roto  por el ronroneo intermitente de la heladera, leía, de 3 a 6 de la madrugada con insólita concentración una historia autobiográfica abarrotada de conocidos ecos literarios que me ofrecía una visión de la España de provincias, recurrente en la novelística de posguerra y con una tradición que bien podemos remontar a los realistas del XIX y, especialmente, a su obra cumbre, La Regenta, de Clarín. Siempre se lee en soledad. Pero no siempre en un zulo, desnudo donde más impúdica la desnudez parece -exceptuando El cartero siempre llama dos veces, acaso (versión Lange)-, por incongruente. Lo hacía como si leyese a escondidas, algo que nunca hice, porque comencé a leer a los quince años, granado  de ignorancia, huérfano de voces y tan apto para la expresión(cualquiera, común y especializada) como un espeso torrezno sin veta. Contagiado por el fino análisis psicológico que de la adolescencia hace el autor desde el inicio de su autobiografía con formas de novela pero con indudable vocación testimonial, he retrocedido muchos años por el pedregoso camino del recuerdo para verme, idealizado, como el compulsivo lector que no fui y como el observador atento al que solo de forma anárquica y en exceso superficial quiero creer que me acerqué muy de vez en cuando.
La estancia:

Las ninfas es una obra testimonial en la que la primera persona del narrador y autor domina el relato de forma total y casi avasalladora, y el lector agradece que se reduzca el foco de la contemplación a dicho personaje (y persona) que va descubriéndose como escritor y como persona en una simbiosis que se marca desde el epígrafe baudelairiano que abre la obra: Hay que ser sublime sin interrupción. El texto, así pues, nos revela la vida heroica de un joven de provincias, de Valladolid, como es sabido, que va dejando atrás la adolescencia pajillera para convertirse en artista y en hombre, sexualmente completo, esto es, acompañado, y ahí es donde intervienen las tres ninfas del relato, la suya y la de dos amigos que marcan la adolescencia del poeta en cierne y del memorialista confeso, porque la obra se escribe a partir de las notas de un diario íntimo -ignoro si real o meramente ficticio, no he investigado hasta ese punto en la vida y la obra de un autor que, no siéndome especialmente afín, voy descubriendo con moderada admiración, y ahí está la estupendísima La leyenda del César visionario, ya criticada en este Diario, para confirmarlo- que el narrador dice que utiliza para redactar su memoria de un tiempo mediocre, mohoso, turbio, ceniciento, lleno de días que hacen biografía y días que pasan en blanco. La aventura sexual del joven y el descubrimiento del simulacro de lo que a él, que no ha pisado la universidad porque se ha tenido que poner a trabajar por necesidad familiar, le parece lo más parecido a la auténtica cultura, marcará el contraste estremecedor entre la aspiración ideal y la circunstancia concreta. La determinación tempoespacial e ideológica que acabará desvelando el mediocre, el mezquino destino que angustia a nuestro joven dandy en el momento en que ha de decidir si atiende la poderosa voz de la conformidad con esa realidad disminuida, trivial, grosera, banal y chata o bien atiende el imperioso reto cegador del desafío, de la búsqueda de la gloria incierta, fiado de una promesa frágil como el lustre de los viejos guantes amarillos que ostenta como signo identificador de su singularidad en la provincia oscura. A través de los contactos que va estableciendo con los representantes de lo que al adolescente inquieto le parecen las figuras más próximas a la cultura, al margen de su formación libresca, sobre todo modernista -de ahí el eco azulado de Rubén y la prosa decadente del Valle Inclán primero, el de las sonatas, como apreciaremos más tarde, en la descripción del rapado de la novicia Tati, una de las ninfas que aparecen en la escena con un ímpetu tan liberador y atrevido, sexualmente, que incluso cuesta trabajo hacerse a la idea de su liberada existencia en aquellos años en que la virtud de mujer se cifraba en lo tan estrechamente que eran capaces de juntar los muslos para no abrirle ni la más mínima rendija a la oportunidad del pecado. Que, además, dos de ellas tuvieran sus más de lesbianas desinhibidas sin asomo de culpa roza añade aún más la incredulidad sobre unos hechos que, sin embargo, se nos presentan como acaecidos más acá de los predios de la ficción. Sea como sea, bien está que el autor hubiera tenido aquella suerte. Aunque tenga ese fuerte componente testimonial, Las ninfas es, ante todo, la construcción de un personaje, la del propio autor, que va buscándose tanto en lo cultural como en lo amoroso, como el adolescente que quiere dejar de lado las carencias propias de su condición para afirmarse en un proyecto de vida que, en realidad, va a acabar teniendo más de ficción incógnita que de presente cierto, porque, frente a los dos consejos liberadores, el del pobre Empedócles, un violinista sin suerte, y el de la bailarina Carmencita María, y la agorera constatación de su abandonada novia, María Antonieta, el protagonista escoge la aventura, la partida, la ida a la capital donde aspirar a consagrarse como lo que, desde las primeras líneas del libro, reitera hasta la saciedad que es: un escritor nato, un talento montaraz y autodidacto que va recogiendo la vida que vive en un diario de adolescente porque sabe que con él, algún día, recuperará ese tiempo de presidio provinciano en el que se fue forjando hasta dejar atrás la adolescencia y asumir su vida adulta independiente. La obra puede leerse como un tratado sobre la adolescencia en su fase agónica, esa adolescencia que define Umbral como el estar maduro por un costado y verde por el otro. A lo largo de las primeras cuarenta páginas son frecuentes los brochazos descriptivos de ese estado que el autor se complace en entregar a los lectores, acaso porque, como dice al final cuando habla del diario, su última fiebre creadora es una fiebre psicológica, y, antes de volcarla en el análisis de los otros personajes, se centra en sí mismo, en s desgarbada y altiricona figura de poeta romántico de rubia melena, faz indómita, ingenuidad relativa y dueño de unos guantes amarillos con los que se identifica como con la melena verde de Baudelaire o el paraguas rojo de Azorín. Umbral se describe en contacto despegado, pero no superficial, con una realidad chata y castradora por la que pasea como un ingenuo sentimental, un lírico prudente y un avispado observador al que no le cuesta detectar ya los simulacros, ya la decadencia, ya la pose insincera, ya la mediocridad de unos intelectuales de medio pelo y unas amistades diversas que son reflejo, sin embargo, de ese mundo pequeño, alicorto, de un barrio venido a menos, fronterizo con el de la prostitución, y en el que el protagonista no halla ni acomodo ni las recompensas suficientes como para incorporarse a él y acabar llevando una vida tan poco atractiva como la que él despellejará a lo largo de la obra con auténtica maestría estilística. Choca mucho al lector la radical ausencia de la madre, una ausencia totalmente congruente, sin embargo, con su biografía real. Es evidente que los límites entre la ficción y la realidad en Las ninfassolo pueden determinarse a partir de un estudio tan concienzudo como el llevado a cabo por Anna Caballé para la biografía (no autorizada) del autor, pero la conclusión de la biógrafa es que nadie en España ha escrito tanto sobre sí mismo eludiendo dar datos reales sobre su persona. Así pues, a pesar de la decidida voluntad testimonial del autor, todo parece indicar que esa parte de ficción tenga un peso específico notable en Las ninfas. En cualquier caso, el retrato realista, con prosa modernista, de aquella vida de provincias, con las glorias locales, los fracasados estridentes, los curas controladores -alguno de ellos lejano remedo del Magitral Fermín de Pas- , las aristócratas orgullosas y venidas a menos, así como los adolescentes de todo pelaje como los que acompañan al autor en este tramo autobiográfico, nos acaba ofreciendo un fresco social lleno de interés, y en el que él sobresale no tanto por méritos propios sino por el propio desconcierto de quien ha de ir aquilatando cuanto ve para distinguir lo permanente de lo efímero, lo sólido de lo evanescente, el mérito de lo postizo y las añagazas de la sinceridad. Que el protagonista tiene de sí un alto concepto estético es indiscutible, y la merma que supone ser enviado al mercado a comprar unos víveres, la falta inmensa de decoro que supone pasear por la calle con un capacho lleno de esos víveres o ser enviado a comprar carbón para el brasero, le revuelve las tripas. Sin embargo, es en la carbonería, tras coincidir con uno de los escritores a su parecer consagrados, cuando el protagonista  comienza a acercarse a los representantes de lo que él entiende que puede ser la “cultura” en el yermo castellano en el que vive. Umbral tiene mucho de Cela en la descripción costumbrista de personajes y escenas, y así lo atestigua su léxico y su poder adjetivador, aunque, al menos en esta novela, predomine un enfoque mezclado de lirismo y decadentismo que son congruentes con el enfermizo dandismo del personaje, empeñado en vivir una vida de excepción en medio de la vulgaridad que lo rodea. El tono general del libro, el de la confidencia, mezclado con la introspección, nos ofrece algo así como un retrato de la adolescencia con el que, mutatis mutandis, bien podrían reconocerse no pocos adolescentes de nuestros días, sobre todo aquellos que albergan una aspiración artística y viven en sitios pequeños, sin la dimensión que, para l vida cultural plena y normalizada, tienen las grandes capitales, o casi hay que decir ya “la capital”, dado el provincialismo identitario que ha ido extendiéndose por todo el país al abrigo de nuestro sistema autonómico, tan bueno para unas cosas, tan deplorable para otras. Lo bueno de Las ninfas, lo que Umbral ha sabido realizar a las mil maravillas, es lo que tiene la novela memorial de paseo de la mano del protagonista, en quien los lectores entran con el placer de conocer a alguien cercano cuyas preocupaciones no están lejos en modo alguno de las del común de los lectores. NO hay duda de que el ejercicio de estilo constante que es la escritura de Umbral, también en Las ninfas, aparece con notable esplendor. Así, por ejemplo, y es deuda, ocurre en la escena del rapado de la novicia, en la que suenan los ecos del marqués de Bradomín: No sé si la ceremonia fue larga o corta, pero hubo ese momento de decapitación en que unas tijeras torpes y expeditivas al mismo tiempo, como de jardinero, fueron cortando el pelo rojo de Tati, podando la hermosa melena que caía en brasas sobre un paño blanco puesto en el suelo. Miré de reojo a María Antonieta, arrodillada a mi lado. Veía su ojo izquierdo, fijo en la escena, duro, sin parpadeo, pero sin lágrimas. Cantaban coros celestiales como de un cielo bajo y secundario, coros de vírgenes que parecían naufragar en las aguas crecientes de un órgano o un armónium viejo y poderoso. Tati tenía la cabeza muy caída y a medida que la iban dejando sin pelo se veía mejor la blancura de su nuca, el nacimiento puro y joven de su cuello, el sitio de los besos, y me puse a desear aquello lujuriosamente, con un deseo absurdo, precipitado y sacrílego que no sé si me excitaba o me divertía. En la medida en que Las ninfas tiene mucho de tratado psicológico sobre el mundo del adolescente con voluntad de artista, Umbral siembra el texto de leves observaciones de carácter sentencioso que van conformando un corpus de intuiciones, muchas de ellas profundas y trascendentales, no solo sobre el protagonista y su manera de enfrentarse al mundo que lo rodea, sino sobre la existencia y ese propio mundo chato que le toca vivir. Veamos algunas de esas muestras brillantes de la intuición del artista no académico- Entramos en la vieja Universidad, donde yo experimenté una vez más, como cada vez que entraba, el vacío abrumador de no ser hijo de aquella casa, de no ser universitario, beato todavía de estas cosas y fervoroso de aquel mundo que imaginaba como un culto minué de catedráticos y estudiantes, donde el saber pasaba de unos a otros delicadamente, como ese pañuelo que se pasaban los antiguos en los bailes versallescos-, del artista que se ha forjado en la brega con sus desemejantes, porque se reconoce un ser de excepción, como cuando comenta que  la hija de la pescadera, María Antonieta, “lo pasea”:  María Antonieta me estaba exhibiendo, me estaba paseando, porque el donjuán femenino necesita la exhibición como el donjuán masculino. (…) Y me decía a mí mismo: ella me luce como uno más sin saber que luce una joya;  del artista que no deja de reflexionar ni por un momento en lo que va viviendo, sea en los libros, sea en la realidad: Lo más importante que suele encontrar el adulto en los libros es la confirmación de sus intuiciones adolescentes. O la religión era eso: un quitarle el peligro a la vida pretendiendo quitarle el pecado. Un quitar la vida, en realidad, porque la acción alienante de la religión está presente a lo largo de la novela como uno de esos lastres de los que ha de liberarse el protagonista para poder remontar el vuelo y desaparecer de la estrecha comarca del secular odio a la libertad de acción y de pensamiento. Me importaba más la literatura que mi literatura, repite casi con unción, porque a su febril entender creativo: La literatura es el único reino donde nadie se muere nunca, donde Cervantes y Quevedo siguen vivos, donde Melibea y Madame Bovary seguirán pecando, adorables e inmortales, por los siglos de los siglos. De ahí que le pareciera un imperativo el hecho de tener que introducirse en los “círculos” literarios: Había, pues, que hacer vida literaria, y perder una tarde en visitar a otro joven poeta que estaba en el seminario de la Facultad de Letras haciendo sonetos anacreónticos, (…) la literatura, pues, era como una masonería, como una secta inocente, por más que no sacara en claro sino que la mediocridad del medio acaba contagiándose a quienes quieren huir de ella pero siguen viviendo en él, haciendo “concesiones”, como cuando, tras dejar a la novia pescadera -quizás no me vaya nunca. Soy cobarde. Pero, en todo caso, no quiero unirme a nada, a nadie. Ni siquiera a ti. Por lo menos, quiero estar libre para tener ilusión de que puedo irme en cualquier momento-, el plumífero consagrado acaba cortejándola y el protagonista entona el canto de la desolación final: No sufría por él, por ella ni por mí, sino por una abstracción cultural. Me había quedado sin modelo, sin amigo, sin profeta, Tampoco la cultura era verdad. La cultura podía ser el trámite hacia una pescadería. Son, ya digo, muy frecuentes las paradas reflexivas que ahondan el texto y le confieren ese aire de lección vital que el protagonista ha sabido extraer de su malhadada circunstancia: Cuanto más acrisolada es la virtud, más fastuosa es la tentación. El pecador mediocre solo tiene tentaciones mediocres, nos dice el dandy que se sentía obligado a interesarme por todo y a entender de todo (no había leído aún aquello de que mis límites son mi riqueza). De todo ello, en consecuencia, es lo más natural que el protagonista saque una conclusión que, sin embargo, no se corrobora en la lectura, ¡afortunadamente!: Empiezo a sentirme protagonista de una novela mala y provinciana, con frailes tontos, pescaderas enamoradas y artistas de pega. Habría que ser grande constantemente y uno solo consigue ser constantemente tonto. Lo que no deja de espolear al protagonista es la ansiedad por salir, por iniciar su propia vida por sus propios medios al margen de todo lo conocido, porque, como dice con notable perspicacia, el tiempo corre para los que buscan la gloria más que para los demás. Entre dos avisos, de Tiresias y Casandra, de que huya de allí, y una predicción castradora, por parte de Maria Antonieta, la pescadera que se queda huérfana -circunstancia que da pie a una de las escenas más poderosas del libro, la de la huida del velatorio hacia un pilón donde ambos jóvenes se bañan, para después hacer el amor por última vez antes de separarse definitivamente-, de que no se moverá de allí, el protagonista decide tomarles la palabra a los adivinos clásicos para culminar la narración ante las vías del tren: Toqué el cartoncito del billete ferroviario en el bolsillo, porque, a punto de partir, un billete de tren se toca ya como un talismán. Una vez que se ha deshecho del diario íntimo en el que había levantado acta, por así decirlo, de esa última crisis que lo lleva del final de la adolescencia a la madura juventud. Poco antes de ese final, y como si el autor quisiera dar a entender el brillante destino que le aguardaba en el mundo del periodismo, en el que brilló con luz intensa durante toda su vida, sobre todo cuando empezó a colaborar en El País, de lo cual este intelector tiene memoria viva, quiero rescatar, porque me parece antológico, el fragmento de la que podemos considerar en toda regla una oda en prosa a la rotativa: Olían aquellas máquinas a papel y a grasa. Olían como el periódico, pero de una manera más intensa y profunda. El olor del periódico, que desde la infancia me había turbado al llegar a casa por las mañanas, almidonado y crujiente de noticias, no era sino una brisa lejana se su origen; este olor reconcentrado y empedernido de los talleres. Aquí estaba el bosque y yo me había emocionado durante años con una brisa desprendida de este bosque, que llegaba hasta mi hogar con su temblor de actualidad. Y nunca se me había ocurrido ir yo al bosque, ya que el bosque venía a mí cada mañana.

Sexta noticia de las "Obras completas" de Platón: “Fedro o de la belleza”, “Teeteto o de la ciencia”, “Parménides o de las ideas” y “El sofista o del ser”.

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El arduo camino hacia el conocimiento puro de lo Uno o el intrincado camino de la dialéctica poco apto para mentes reblandecidas: De la belleza hasta el ser o la tormentosa ascesis de la especulación.


Diríase, porque es el lugar común, que el Fedro platónico es el diálogo del amor por excelencia en la obra platónica, aunque lleve por subtítulo “de la belleza”. Sin embargo, como ocurre en otros que ya hemos visto, es tal el número de temas que suele embutir, casi con calzador, Platón en ellos, que resulta difícil decantarse por uno u otro en la cúspide de la jerarquía de lo tratado en el diálogo. Llevaré el agua, sin dudarlo, hacia el molino de la teoría del conocimiento y del saber que no solo tiene en este diálogo una presencia determinante, sino en los tres que le siguen, de tal manera que bien pueden considerarse los cuatro como una gnoseología nada encubierta, sino abierta y generosa, porque, especialmente en el Parménides, el nivel de abstracción a que lleva Platón la discusión sobre el Uno o el Ser, concepto capital del filósofo de Elea, convierte la lectura en angustioso Gólgota, al menos para este saco de ignorancias que no se amilana ante lo abstruso, pero que reconoce sus parvos recursos intelectores ante  el despliegue de distingos minimalistas de un maestro de la orfebrería dialéctica como lo fue el defensor de esa suerte de monadas anticipadas que fue el Uno o el Ser, así, con la mayúscula de lo absoluto, defendido por Parménides no poco contra el sentido común. Pero ya llegaremos a él. Antes, empezamos por el Fedro, un diálogo vibrante en el que admiraremos algunos de los motivos platónicos más socorridos en quienes lo tienen por referente del pensamiento, porque Platón, así lo piensa Gustavo Bueno, va mucho más allá de sus propias teorías idealistas y es, para el filósofo riojano/asturiano, algo mucho más trascendental: el creador de la dialéctica, esto es, del método, de la tecné. Como el diálogo parte de un discurso de Lisias acerca del amor, leído por Fedro en una suerte de locus amoenus que no acaba de satisfacer a Sócrates, quien se confiesa urbanita de pro: Me gusta aprender, y el campo y los árboles no quieren enseñarme nada, pero sí los hombres de la ciudad, no ha de extrañar que del sumo bien y de la belleza derivemos hacia la naturaleza del alma y, finalmente, a una crítica de la retórica y del papel trascendental que jugaba la disertación en la vida ateniense, y de ahí el elogio último a Isócrates que cierra el diálogo, de quien se nos dice  que no tendría nada de asombroso que, con el tiempo, en el mismo género de elocuencia de que ahora se ocupa, dejara atrás, como a niños, a cuantos jamás se han dedicado a la elocuencia. (…) La mente de ese hombre ama, por así decirlo, de un modo natural, la sabiduría, algo sobre lo que ha ye escrito con anterioridad en este Diario. De las manifestaciones elementales del amor, entendido como impulso y posesión, pasa Platón al elogio de las diferentes locuras que justifican el ser por su origen divino, el mismo que el del alma. Hablan, Sócrates y Fedro del amor como pasión del cuerpo y de los sentidos: Muchos de los enamorados hacen del cuerpo el objeto de sus deseos antes de conocer el carácter y estar familiarizados con las demás peculiaridades de sus amados, de suerte que no saben si aún querrán persistir en su amistad una vez que cese su deseo. Hay en el eros platónico una visión carnal insoslayable, un impulso irrefrenable y, sobre todo, irracional, como se atestigua en una definición que bien la hubiera firmado Lope de Vega: El deseo irrazonable que domina a la opinión que tiende al bien, y que se endereza al placer producido por la belleza, fuertemente reforzado además por otros deseos de su misma naturaleza cuyo objeto es la belleza corporal, y cuyo impulso nos avasalla, recibiendo su nombre de su propia fuerza (rhóme), se llamó Eros (amor). Y de ahí se deduce que incluso las manifestaciones más enojosas de ese fenómeno, como la adulación: El adulador es una bestia horrible y un gran daño, pero en él, sin embargo, ha mezclado la Naturaleza cierto placer no desprovisto de gracia -lo que en términos vulgares casi podría entenderse como una defensa del piropo, palabra bien griega, por cierto-, o el celo posesivo:  : La forzosidad es también reconocida por todos y en todo como pesada, y esta constituye, con la diferencia de edad, el mayor defecto del amante respecto del amado: en sus relaciones con uno más joven, el de más edad no tolera que se le abandone ni de día ni de noche, formen parte de esa condición animal que advierten los interlocutores en el amor humano: La amistad del enamorado no se origina en la benevolencia, sino que, como el deseo de alimento, tiene por fin la saciedad: como el lobo ama al cordero, así quieren los enamorados a los muchachos. No duda Sócrates a la hora de considerar el amor como una forma de locura, concedida por los dioses, lo que prestigia una manifestación que admite, como ya vimos en otros diálogos, las más insolitas y ridículas manifestaciones públicas de esa locura. Poseído por su daimón particular, no puede ni debe extrañarnos que Sócrates considera que es más hermosa la locura que procede de la divinidad que la cordura que tiene su origen en los hombres, de donde se sigue casi necesariamente que la poesía de los locos eclipse a la de los sensatos, puesto que la poesía, como el amor, es también otra locura divina. Aborda después Platón una teoría del alma que llama poderosamente la atención por su dimensión poética. Divide Platón las almas en dos clases, las que siguen la estela de Zeus, y que aspiran a la contemplación de la plenitud que significa alcanzar la última morada de los dioses, y las que siguen a Ares, a las que, pegadas a la tierra, les cuesta horrores remontar el vuelo hacia aquella grandeza. En pocas páginas nos describe Platón la mística cristiana que tantas cumbres literarias ha ofrecido a la historia de la literatura europea. Esas almas, que son guiadas por la inteligencia, han de ponerse en estricta relación con la teoría del conocimiento, porque para acceder a esa realidad supraceleste, la realidad que verdaderamente es sin color, sin forma, impalpable, que solo puede ser contemplada por la inteligencia, piloto del alma, ocupa este lugar. (…) La razón de este gran celo por ver la llanura de la Verdad es que el pasto adecuado para la mejor parte del alma es precisamente el de aquella pradera, y la naturaleza de las alas por las que el alma adquiere su ligereza se nutre precisamente de él. Cuando Platón nos habla de ese “echar el alma las alas”, de un modo tan natural, a este intelector de ojo cosmológico se le han venido a la imaginación los planos estremecedores del nacimiento de las alas de Odile en la película Cisne negro, tan turbadora: la misma impresión que tienen los que están echando los dientes cuando estos están a punto de romper, esa picazón e irritación, tiene también el alma del que empieza a echar las plumas; siente a la vez ebullición, irritación y cosquilleo mientras echa las plumas. Por otro lado, no deja de parecerme irritante la contabilidad platónica sobre las almas y sus reencarnaciones, ¡en miles de años!, una etern aventura existencial que no deja de parecerme una insólita ingenuidad maravillosa: Al mismo punto de donde cada alma ha partido no vuelve a llegar hasta pasados diez mil años, porque no echa alas antes de ese tiempo, de no ser el alma de alguno que haya filosofado sinceramente o amado a los jóvenes con filosofía; estas, en la tercera revolución milenaria, si han escogido tres veces consecutivas esa clase de vida, recobran sus alas y parten al cumplirse el año tres mil. El proceso de enamoramiento, asociado a esa locura divina, como cuarta forma de ella [recordemos que para Platón son las siguientes: a Apolo la inspiración adivinatoria; a Dionisos la mística; a las Musas la poética, y a Afrodita y a Eros la cuarta, y afirmamos que la locura amorosa era la más excelente] establece una sutil relación entre la belleza material y la aspiración a la contemplación de la belleza ideal, como nos revela el filósofo: cuando alguien, viendo la hermosura de este mundo y acordándose de la verdadera toma alas y, una vez alado, deseando emprender el vuelo y no pudiendo, dirige sus miradas hacia arriba, como un pájaro, y descuida las cosas de esta tierra, se le acusa de estar loco; esta es, pues, de todas las formas de posesión divina, la mejor y la constituida de mejores elementos, tanto para el que la tiene como para el que se asocia a ella, y, por participar de esta locura, se dice del que ama las cosas bellas que está loco de amor. Hay pues una evidente correspondencia vertical entre ambas bellezas, la ideal y la percibida por los sentidos, de ahí que el culto a la belleza lo tenga todo de culto religioso, lo que nos permite entender lo que nos dice a continuación y, por supuesto, aquella inspirada profanación de Calixto: Melibeo soy y a Melibea adoro: El recién iniciado, el que ha contemplado mucho aquellas realidades, cundo ve un rostro divino, que imita bien la belleza verdadera, o un cuerpo igualmente hermoso, primero siente un estremecimiento y le invaden parte de sus terrores de entonces; después, dirigiendo sus miradas hacia él, lo venera como a una divinidad, y, si no temiera pasar por un loco exaltado, ofrecería sacrificios, como a una imagen santa o a una divinidad, a su amado. De esas consideraciones y casi sin darnos cuenta de ello, pasa Sócrates a la crítica de la oratoria, porque, de igual manera que el verdadero erotismo es la contemplación de la belleza absoluta, el verdadero objetivo de la elocuencia debería ser mostrar con exactitud el ser de la naturaleza de aquello a lo cual va a aplicar los discursos. Y esto será sin duda el alma. (…) Puesto que la función propia de la oratoria consiste precisamente en conducir las almas. Y por este camino desembocamos, finalmente, en uno de los mitos platónicos por excelencia, el de Toth -theuth en la traducción que uso-, cuyo recuerdo, aunque relativamente largo, nunca está de más: He oído contar, pues, que en Naucratis de Egipto vivió uno de los antiguos dioses de allá, aquel cuya ave sagrada ees la que llaman ibis, y que el nombre del dios mismo era Theuth. Este fue el primero que inventó los números y el cálculo, la geometría y la astronomía, a más del juego de las damas y los dados, y también los caracteres de la escritura.. Era entonces rey de todo el Egipto Thamus, cuya corte estaba en la gran ciudad de la región alta que los griegos llaman Tebas de Egipto y cuyo dios es Ammón. [Habiéndole pedido el rey explicación de sus artes, que Theuth recomendaba que se enseñaran a todo el mundo, llegó a la escritura y reflexionó así:] “Este conocimiento, ¡oh, rey! -dijo Theuth- hará más sabios a los egipcios y vigorizará su memoria: es el elixir de la memoria y de la sabiduría lo que con él se ha descubierto.” Pero el rey respondió: “Esto, en efecto, producirá en el alma de los que lo aprendan el olvido por el descuido de la memoria, ya que fiándose a la escritura, recordarán de un modo externo, valiéndose de caracteres ajenos; no desde su propio interior y de por sí. No es, pues, el elixir de la memoria, sino el de la rememoración, lo que has encontrado. Es la apariencia de la sabiduría, no su verdad, lo que procuras a tus alumnos; porque, una vez que hayas hecho de ellos eruditos sin verdadera instrucción, parecerán jueces entendidos en muchas cosas no entendiendo nada en la mayoría de los casos, y su compañía será difícil de soportar, porque se habrán convertido en sabios en su propia opinión, en lugar de sabios. Se trata de un pasaje platónico muy comentado por la defensa de la memoria que lleva a cabo Platón en él, concibiéndola como la herramienta fundamental del saber. De los comentarios sobre ese pasaje recuerdo, aún con agradecimiento, la lectura de ese hermoso libro de Emilio Lledó que es El surco del tiempo (Meditaciones sobre el mito platónico de la escritura y la memoria), que bien merecería una entrada propia en este Diario, desde luego, aunque solo sea para recrearnos en la aventura que toma como pretexto el mito platónico: Ser es ser memoria; pero la memoria es lenguaje, nos dice Lledó, para sacar después desoladoras conclusiones actuales al respecto. En otra ocasión, tal vez. Ahora, aún tenemos Platón para rato… Y el Teeteto es una ocasión perfecta para comprobar la atención que Platon le dedico siempre a su propia herramienta: la dialéctica, como fundamento del proceso reflexivo. En pocos diálogos encontramos una definición tan sucinta e instrumental de què sea el arte de pensar para Platón: para mí el pensar es una especie de discurso que desarrolla el alma en sí misma acerca de las cosas que examina. Y cuando ha encontrado una explicación precisa, bien porque haya usado de un razonamiento lento, bien porque haya procedido con toda rapidez, entonces mantiene tajante su afirmación y aleja de sí la incertidumbre, alcanzando así lo que nosotros llamamos opinión. El diálogo gira en torno al polémico axioma de Protágoras, tal y como él mismo, revivido por Sócrates en un monólogo doctrinal ajustadísimo, nos dice: El hombre es la medida de todas las cosas; de las que son como medida de su ser y de las que no son como medida de su no-ser, y sobre la afirmación de Teeteto respecto de que la ciencia no es otra cosa que la sensación. La refutación de Sócrates llevará a Teeteto al desengaño mediante argumentos sencillos pero eficaces, como el de la propia ignorancia, de la que Sócrates hacía gala: ¿qué sabiduría cabe atribuir a Protágoras, querido, y en virtud de qué mérito educativo podrá asignársele una fuerte retribución, si nosotros mismos, que pasamos por los más ignorantes y nos creemos necesitados de sus lecciones, somos realmente la medida de la propia sabiduría? (…) Así concluye, necesariamente, la teoría del hombre como medida universal de las cosas: Observa bien que cuando tú, siguiendo tu propio juicio, das a conocer delante de mí alguna opinión sobre algo, es que no tendrás duda de su veracidad, de acuerdo con la tesis de Protágoras. Mas ¿no nos corresponderá también a nosotros el ser jueces de esa opinión? ¿Y tendremos que afirmar tal vez que resulta siempre verdadera? ¿O no se cuentan por miles los que en cada ocasión se lanzan contra ti, considerando falso lo que tu juzgas y lo que tú piensas? De aquí se deriva algo así como una teoría de la construcción social de la verdad, una teoría de la ciencia mediante el consenso universal sobre la verdad de los postulados: La opinión de la comunidad se tiene como verdadera en tanto así lo parezca y durante el tiempo que lo parezca.  En ese camino de deconstrucción, Sócrates elabora una teoría del conocimiento que tiene su origen en el asombro filosófico como motor de la reflexión: Muy propio del filósofo es el estado de tu alma: la admiración. Porque la filosofía no conoce otro origen que este, y bien dijo (pues era un entendido en genealogía)  el que habló de Iris como hija de Taumante.  Recordemos que Taumante, del griego Thaúmas, “maravilla”, “milagro” relacionado etimológicamente con la palabra thoûma “asombro”, fue  hijo de Gea y Ponto y padre de Iris. Dado que la tarea de Iris es la de llevar los mensajes de unos a otros dioses, Platón relacionaba etimológicamente su nombre  con eireín, cuyo significado es «hablar». De ese modo, Iris personifica para él la dialéctica y la filosofía. Frente a la filosofía de conveniencia que defiende Protágoras - yo llamo sabio, por el contrario a aquel que puede hacer cambiar el sentido de las cosas, de manera que se le aparezcan como buenas, siendo o pareciendo que son malas para nosotros-, Platón escoge una dedicación ética al saber, lo que lo lleva a buscar, más allá de la impureza social de la circunstancia humana concreta, el saber universal, puro, no contaminado, el único saber posible y cierto: Es imposible acabar con los males. Siempre, necesariamente, habrá algo contrario al bien; algo que, con todo, no sentará sus reales en la morada de los dioses, sino que rondará de modo irremisible la naturaleza mortal y el lugar donde ella habita. Ello nos prueba claramente que hay que elevarse de este mundo hacia lo alto lo antes que se pueda. Esa huida de que hablamos no es otra cosa que la asimilación de la naturaleza divina en cuanto a nosotros nos sea posible; asimilación, sobre todo, si se alcanza la justicia y la santidad con el ejercicio de la inteligencia. (…) Dios no es por ningún concepto, y de ninguna manera, injusto, sino, por el contrario, el ser más justo que existe; y solo tiene verdadera semejanza con él aquel de entre nosotros que se hace justo en la medida de sus fuerzas. En esto se precisa con todo rigor la habilidad humana, o la carencia total de ella, o incluso la falta de virilidad. El conocimiento de todo ello constituye la sabiduría y la verdadera virtud, en tanto su desconocimiento puede catalogarse de ignorancia y vicio manifiesto. En este diálogo hallamos, por cierto, una teoría sobre las capacidades cognitivas que, a su manera, recoge Huarte de San Juan en lo que podríamos considerar el primer libro de psicología de la historia de Europa, Examen de ingenios para las ciencias, y que, por su naturaleza poética bien puede contraponerse a las tan sesudas como romas que presiden las corrientes pedagógicas actuales. Nos habla Platón de ese corazón de cera que es el conocimiento de cada cual y establece una clasificación de “ingenios” en función de la calidad de dicha cera. Antes despacha la falsa creencia de Teeteto de que la ciencia son las sensaciones: Ciertamente, la ciencia no descansa en las impresiones, sino en el razonamiento ejercido sobre ellas, y, después de aprobar la nueva conclusión de su interlocutor: Se decía que la opinión verdadera acompañada de razón constituye la ciencia, y que, así mismo, privada de razón, cae fuera de ella, añadiendo la belleza o fealdad de la verdad y la mentira -es bella la opinión  verdadera; pero es vergonzosa la opinión falsa-,  Sócrates elabora su teoría sobre la sede de la facultad razonadora: Cuando la cera que existe en un alma es profunda, abundante, lisa y en medida adecuada, todo aquello que llega a ella procedente de las sensaciones se fija en este “corazón” del alma, denominado así por Homero para mostrar su semejanza con la cera, y produce en ellas señales puras y suficientemente profundas, que alcanzan larga duración. Los que reciben tales huellas tienen, en primer lugar, más facilidad para aprender, y en segundo lugar, más capacidad de retención; por otra parte, no alejan las huelas de las sensaciones, sino que, por el contrario, procuran una opinión verdadera. (…) Algunos, sin embargo, poseerán un corazón velludo, como cantó nuestro gran poeta, y otros un corazón lleno de suciedad y de cera impura., o acaso demasiado húmedo o demasiado seco. Los que tengan el corazón húmedo, dispondrán de facilidad para aprender aunque también olviden fácilmente; los que alimenten un corazón seco, reunirán cualidades inversas. En aquellos de corazón velludo y áspero, semejante a una piedra, debido a la mezcla de tierra y de suciedad que les llena, las huellas adolecen de falta de claridad, circunstancias que también alcanzan a los corazones secos, carentes de profundidad. Lo mismo diremos de los corazones húmedos, pues en estos las huellas se confunden y se hacen oscuras rápidamente. Si, por otra parte, se precipitan unas sobre otras a causa de la falta de espacio, sea, por ejemplo, porque esta pequeña alma resulte efectivamente reducida, aún esas huellas serán menos claras que cualesquiera otras. He aquí por tanto un esquema de los hombres que pueden juzgar erróneamente. Cuando ven o escuchan o piensan algo, no son capaces de atribuirle enseguida la señal que corresponde, y, al contrario, se muestran lentos, verifican falsas aseveraciones y ven, escuchan y consideran mal la mayoría de las cosas. De estos hombres se dice con razón que forjan ideas falsas acerca de los seres y que son ignorantes. ¡Ah, el “corazón velludo y áspero”! del conocimiento de algunos… Mi experiencia docente me ha llevado a pensar que el verdadero maestro es aquel que sabe distinguir todas esas cualidades del corazón del conocimiento de sus alumnos, y procura darle a cada cual lo que está en condiciones de poder conseguir. Finalmente, y antes de que Platón nos hable admirativamente de Parménides, a quien conoció de muy joven, y en quien intuyó una profunda sabiduría, me gustaría recoger un apunte “biográfico” que, no por conocido, deja de tener su interés, en sus propias palabras: Vamos a ver, risible muchacho, ¿no has oído decir que soy hijo de una comadrona llamada Fenareta, bien noble e imponente? Teeteto: Sí lo he oído. Sócrates: ¿Y no te has informado también de que yo ejerzo ese mismo arte? Teeteto: En modo alguno. Sócrates: Pues quede constancia de ello, aunque no quisiera que me acuses ante los demás. Bien ajenos están, querido, a mi dominio de ese arte, y ellos, que realmente no saben nada, no dicen esto mismo de mí, sino que soy un hombre extraño, que deja a los otros en la incertidumbre. (…) La divinidad me obliga a este menester con mi prójimo, pero a mí me impide engendrar. Yo mismo, pues, no soy sabio en nada, ni está en mi poder o en el del mi almo hacer descubrimiento alguno. Son detalles que humanizan a aquel campeón de la ignorancia que tanto luchó contra la sofística, entendida como perversión de la sabiduría, del conocimiento; del mismo modo que en el Fedro lo hacía el que este le recordara que Sócrates siempre solía ir descalzo. Nos ayudan a completar, estas noticias cotidianas, una imagen del filósofo que, sin llegar a los extremos de Diógenes, lo convertían, en su tiempo, ¡y más aún en el nuestro, si reviviera!, en un campeón de la excentricidad. El Parménides  es, hasta el momento actual de esta travesía por las Obras completas de Platón, el diálogo más propiamente filosófico de todos, porque, en él, y a través de la ficción del recuerdo plenamente fonográfico que tiene Antifón del diálogo, recogido de Pytodoro, Platón le da la voz a Parménides y deja que seste se explaye sobre su trabada doctrina del Todo. Sócrates, en este diálogo,  tiene un papel de mero testigo en  la intervención monologal de Parménides, quien solo busca interlocutores fáticos, que aseguren que la comunicación sigue activa, y poco más. Recuérdese que, en el diálogo Parménides 65 años; Zenón, su discípulo, que también aparece en él, 45 y Sócrates apenas 20. Si en el diálogo anterior Sócrates se despide haciendo el elogio de Parménides, en el diálogo que lleva su nombre advertimos el respeto casi reverencial que le dispensa Platón al dejarle exponer su doctrina de un modo tan detallado que, la verdad, incluso se hace difícil de seguir, como dije al principio de esta entrada del Diario.
Parménides es  el representante por excelencia de los filósofos a quienes se llamaba “partidarios del Todo”. Su obra, Sobre la Naturaleza, es un poema de carácter alegórico que se conserva fragmentariamente, si bien las tesis que en esos fragmentos se contienen se desarrollan ampliamente en el diálogo de Platón, entendemos que ajustándose escrupulosamente a la tradición oral que recogía las enseñanzas de Parménides, como la de su discípulo Zenón, bien conocido por sus célebres aporías. Platón considera a Parménides un filósofo profundo, pero también enigmático, porque los fragmentos de su libro tienen un inequívoco sabor hermético que lo acerca al otra gran presocrático: Heráclito. Como botón de muestra del nivel de reflexión del diálogo he escogido un par de fragmentos en los que se advierte, primero, el carácter fático de los interlocutores, y, segundo, el laberinto mental en el que un lector no especialmente avezado, como este atrevido intelector, se pierde con tanta facilidad como veces ha tenido que reemprender la lectura para captar la esencia de la complejidad de ese Uno, Ser o Todo de tan extraña naturaleza paradójica como lo concibió Parménides. Vayamos con el primero:
-El todo como tal no está en las partes, ni en todas ni en ninguna de ellas; porque si estuviese en todas, necesariamente estaría en una, y, caso de que no estuviese en una, no podría ciertamente estar en todas. Si, pues, lo Uno es un número de la totalidad, y si el todo no está ahí en una sola de las partes, ¿cómo podrá aquel encontrarse en la misma totalidad?
-No podría encontrarse en modo alguno.
-Ni se encuentra, así mismo, en algunas de las partes, ya que si el todo se encontrase, en efecto, en algunas de las partes, lo que es más estaría en lo que es menos, lo cual resulta imposible.
-Imposible, naturalmente.
-Puesto que el todo no se encuentra ni en algunas, ni en una, ni en la totalidad de las partes, ¿no se encontrará necesariamente en algo que no sea él o, en otro caso, en ninguna parte?
-Necesariamente.
-Si o se encuentra en ninguna parte, no sería realmente nada; mas, como es un todo, y no se da en sí mismo, ¿no se encontrará en algo que no sea él?
-Muy cierto.
- Así pues, lo Uno, como todo, se encuentra en algo que no es él; pero, como totalidad de las partes, se encuentra realmente en sí. Y resulta de este modo que lo Uno se encuentra necesariamente en sí y en algo que no es él.
-Necesariamente.
El segundo es algo así como el refinamiento del primero:
-Por tanto, no es posible atribuir el ser a lo Uno, si realmente no es. Pero nada impide, en cambio, que participe en una pluralidad de cosas, y, muy al contrario, lo es de todo punto necesario, dado que es uno que no es y no otro. Sin embargo, si no es uno ni es aquello que se quiere que no sea, entonces es de otro de quien se trata, por lo cual no conviene siquiera tomar la palabra. Y si se sospecha ciertamente que es este Uno el que no es y no otro, necesariamente tendrá participación en aquel y en todos los otros que constituyen una pluralidad.
-Indudablemente.
         Dada la complejidad del proceso abstracto de esa paradoja viviente que es y no es, que es móvil e inmóvil, que está fuera del tiempo y, sin embargo, se ve afectado por la sucesión temporal, me parece que nada mejor para captar la sutileza del pensamiento de Parménides que la descripción, casi poética, o al menos lo es su concepción, del “instante”, ese auténtico prodigio que le permite a Parménides esquivar las serias objeciones que cabe ponerle a su extraño materialismo, porque es Ser, Uno o Todo, contra lo que pudiera pensarse, en modo alguno es ideal, sino material, concreto, existente:
- ¿No es, pues, algo extraño ese momento en el que se produce el cambio?
- ¿Cuál?
- Ese momento que llamamos el instante. Porque lo instantáneo es, según parece, esto: el punto en que se pasa de un cambio a otro. Pues no es de l inmóvil aún inmóvil de lo que surge el cambio, ni tampoco de lo que es movido y aún está en movimiento, sino que, justamente, esta naturaleza extraña de lo instantáneo viene a encontrarse situada entre el movimiento y lo inmóvil, fuera por completo del tiempo, y es como el punto en que se pasa del movimiento a lo inmóvil y de lo inmóvil al movimiento.
- Así parece ser.
-Por tanto, lo Uno, como ser inmóvil y en movimiento, deberá cambiar para pasar de uno a otro estado (solo así podrá ciertamente realizar ambos), y este cambio lo llevará a efecto en un instante; pero cuando cambie, no podrá encontrarse en ningún tiempo, como tampoco podrá estar en movimiento o hallarse inmóvil.
-Desde luego.
- ¿Y no ocurrirá lo mismo con los demás cambios? Por ejemplo, cuando pasa del ser al perecer o del no-ser al ser, ¿se encuentra entonces entre el movimiento y lo inmóvil, y en ese momento ni es ni no es, ni nace ni perece?
-Así parece.

         Finalmente, en este esforzado recorrido por la gnoseología y ontología platónicas, nos queda enfrentarnos a El sofista, ese claro objeto de la animadversión platónica y socrática. El diálogo continúa, sin embargo, el anterior, pero desde un punto de vista revisionista que, por prudencia, Platón pone en boca del “extranjero”, un personaje procedente de Elea y seguidor crítico de Parménides -más comedido que los fervorosos aficionados a la erística-, quien, en vez de elegir a Sócrates como interlocutor, escoge a Teeteto, por lo que, por segunda vez en los Diálogos, Sócrates aparece como un secundario de lujo, casi como si de un cameo se tratara, dicho en términos cinematográficos.  El extranjero, bien formado -afirma haber oído tantas lecciones como se necesitaban y no haberlas olvidado- acepta el reto de definir cómo han de reconocerse a quienes filosofan, si como sofistas, políticos o filósofos, dado que por alguna de esas condiciones pueden ser tenidos. El extranjero pretexta una enorme dificultad -no es asunto de poca monta ni un quehacer fácil-, pero acepta. Se inicia, entonces una elucidación de qué sean los sofistas y cómo pueden ser identificados, a resultas de lo cual se establecen sus seis características básicas, como se resume bien adelantado el Diálogo:   1º) es un cazador interesado de jóvenes ricos; 2º) un negociante al por mayor en las ciencias que sirven para el uso del alma (…) esta parte de la adquisición, del cambio, del cambio comercial, del negocio, del negocio espiritual, que trafica con razonamientos y con enseñanzas relacionados con la virtud, esto es, en su segundo aspecto la sofística; 3º) un vendedor al por menor de esas ciencias; 4º) fabricante de esas ciencias; 5º) un atleta del razonamiento, campeón de la erística, y 6º) purificador del alma de las opiniones que suponen un obstáculo para esas ciencias. ¿Cuál es la esencia del sofista, el denominador común de sus características? Pues el arte de la contradicción. Todo ello lleva al Extranjero a una conclusión ya anticipada por Platón en no pocos diálogos anteriores: Producen en sus discípulos el efecto de ser omniscientes; [pero] vemos que esto es un falso semblante de ciencia universal, una semejanza que en manera alguna es la realidad lo que el sofista posee. El extranjero pone de relieve la técnica persuasiva seguida por los sofistas como una habilidad tan lucrativa como ominosa: ¿No es acaso necesario que atendamos a que también la palabra connota una técnica, con la ayuda de la cual será posible verter por los oídos de los jóvenes, a quienes separa aún una larga distancia de la verdad de las cosas, las palabras embrujadas y portadoras de embrujos, presentar ficciones hablados de todas las cosas y producir así la impresión ilusoria de que lo que ellos oyen es verdadero y de que el que está hablando sabe todas las cosas mucho mejor que nadie? (..) ¿Queda desde ahora en claro que él es un mago, que no sabe sino imitar las realidades, o conservamos aún alguna veleidad de creer que sobre todas las cuestiones que él parece capaz de contradecir posee, de hecho y realmente, la ciencia? A lo largo del razonamiento del Extranjero asistimos también, al tiempo que a una denuncia de la sofística,  a una crítica pormenorizada del Todo de Parménides, ofreciendo, frente a sus incongruencias, la seguridad del método dialéctico que acepta la división en partes y observa en la relación entre ellas algo así como la “gramática de la vida”, puesto que el referente de la gramática es el empleado por el protagonista del diálogo: los nombres aislados, de cualquier categoría, no significan nada; enlazados mediante la sintaxis, sí. Lo distinto, el rasgo diferencial identificador de las realidades, es lo fundamental, no el Todo indistinto y compacto, un Ser tan insignificante, al cabo, como su reverso, el no Ser: El método del razonamiento (..)se esfuerza por descubrir sus parentescos o sus desemejanzas, a fin de conseguir una adecuada penetración del espíritu. (…) Cuando va a la búsqueda de sus semejanzas, ninguna, ninguna cosa le parece más ridícula que la otra. Dividir las cosas de esta manera por géneros y no tomar en manera alguna por otra una forma que es idéntica, ni tomar por idéntica una forma que es distinta, ¿acaso no vamos a decir nosotros que es la obra característica de la ciencia dialéctica? (…) Aquel que es capaz de dicha ciencia tiene una mirada lo bastante penetrante como para advertir una forma única desplegada y extendida en todas direcciones a través de una pluralidad de formas que son recíprocamente distintas y a las que una forma única envuelve y abraza exteriormente; una forma única dispersada y difundida a través de una pluralidad de conjuntos, sin romper la unidad de los mismos. Oportunamente, Platón vuelve a introducir el debate entre las cosas y las formas, entre el modelo ideal y la realización concreta; entre las ideas y sus encarnaciones: las dos obras de la producción divina: por una parte, la cosa misma; y, por otra, la imagen que acompaña a cada cosa; de igual manera que remacha la idea de que no hay peor ignorancia de creer que se sabe lo que en realidad no se sabe:  Ignorar es precisamente lo que le ocurre a un alma que se lanza hacia la verdad y que, en este mismo lanzarse hacia la razón, se desvía: no es pues otra cosa que sinrazón. (…) [Hay] una forma especial de ignorancia tan grande y tan rebelde que hace de contrapeso a todas las demás especies: (…) El no creer ni saber de ninguna manera que uno no sabe; mucho me temo que ahí está la causa de todos los errores a que está sometido el pensamiento de todos nosotros. Ahí, al menos, sí que no me pillan a mí, preclaro ignaro de estas intrincadas cuestiones que, a veces, me recuerdan el discurso de D. Quijote recordando las razones y sinrazones esgrimidas por Feliciano de Silva… En todo caso, quede esta entrada en lo que son todas las que llevo hasta la fecha: una invitación entusiasta a adentrarse en los Diálogos, porque de ningún otro modo puede llegar a entenderse la deslumbrante psicagogia que, en última instancia, constituye la totalidad de los mismos.

Momento umbilical: Las visitas sorprendentes y bienvenidas.

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La intelectura sin fronteras.

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Me gustaría reflexionar brevemente sobre algo que, por fuerza, ha de llamar la atención de quien compare los gráficos que preceden a estas líneas. El primero recoge los visitantes que recibe este blog, Diario de un artista desencajado; el segundo, los que recibe mi blog de críticas cinematográficas El ojo cosmológico. El cine visto por Juan Poz. Está claro que, en términos estadísticos, bien puede hablarse de mí como de un “desconocido” para los lectores españoles, y como de un “relativamente desconocido” para los lectores usamericanos. Ignoro cómo han podido intuir, a través de mis textos, mi relación sentimental con aquel país en el que trabajé durante un año como lector de español, concretamente en Boston, porque, aun sin haber hecho el escrutinio, no me parece que haya habido un decantamiento prousamericano en el material que he aportado a ambos blogs. De ningún modo en los del Diario, tan universales, y, aunque quizás pudiera estar justificada dicha decantación en el Ojo Cosmológico, dada la excelencia de la producción usamericana, tampoco creo que haya una nómina de directores privilegiadamente usamericana, si bien muchos de los directores que asociamos a tal cinematografía proceden de la europea, como nadie ignora. Sé que ambos blogs son minoritarios, pasto de ociosos y entretenimiento para aquejados de tedio efímero, pero ya es curioso que el marcado acento cultural de ambos tenga una respuesta lectora tan distinta en su país de origen y en los foráneos. Me halaga este hecho, no obstante, porque la universalidad de la que presumía JRJ, por ejemplo, que se autotitulaba “andaluz universal”, o la condición apátrida de Cioran, que renegaba de todas ellas: Un hombre que se precie no tiene patria. Una patria es un engrudo, han formado parte de mi manera de entender la existencia desde bien joven. Ni el pensamiento ni el arte tienen fronteras, y aunque sí suelen tenerlas las lenguas, no es menos cierto que los truchamanes han existido desde mucho antes de la piedra Rosetta, y que, de hecho, al menos desde el punto de vista platónico, que tanto frecuento estos días, cuanto pensamos, decimos y creamos es una traducción del saber ideal, una rememoración, imitación o simulacro, del saber eterno solo al alcance de la divinidad, cuya contemplación solo está reservada a los místicos y a los filósofos capaces de soportar la contemplación cegadora de la Verdad. Estos dos vehículos de mi expresión, el Diarioy el Ojo, sobre cuyas estadísticas de las visitas recibidas -tan poco fiables- escribo, solo son un palidísimo reflejo de cualquier aproximación virtuosa al saber, por supuesto; pero he querido fijarme en el aspecto anecdótico de la recepción de los mismos, que tanto me ha llamado la atención. No somos un pueblo amante de la lectura, desde luego, y quizás ello explique de manera suficiente esa diferencia entre los lectores patrios y los foráneos, y esto no es una queja, ¡hasta ahí podríamos llegar!, sino la alegre constatación de que, en lengua española, son amplísimas las fronteras que se le abren a los mensajes, incluso a los muy pesados del Diario y a los más livianos del Ojo. Ya reflexioné un día sobre el variopinto origen de quienes entran a estas páginas, una meditación sociogeográfica que sigue teniendo plena vigencia. En cualquier caso, sirva esta entrada anecdótica para reiterar el agradecimiento a cuantos en un rato de asueto o agobiados por una consulta académica hallan algún estímulo o alguna respuesta esbozada en estos espacios serenos dedicados a la cultura universal. García Márquez solía decir que escribía para que le quisieran. Más, suelo decir que yo escribo porque me quieren. Gracias.


La memoria estremecida de un europeo militante: “El mundo de ayer”, de Stefan Zweig.

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La insobornable independencia de criterio o la esencia del europeísmo: Stefan Zweig evoca el mundo que desapareció tras las dos guerras mundiales en unas memorias “de memoria”: El mundo de ayer.

Tras ver  hace unos días la decepcionante película de Maria Schrader, Stefan Zewig: Adiós a Europa, y habiéndome pasado toda la proyección recordando la lectura del libro de memorias que escribió poco antes de morir y que fue publicado póstumamente, El mundo de ayer, me ha parecido oportuno rescatar esa lectura -de la película he hecho crítica en mi Ojo Cosmológico- a cuyos subrayados me he ido, en principio, para afirmar la tesis del europeísmo cultural y político de un autor que defendió sus ideales y su independencia de criterio aun a riesgo de, como pasó en la Primera Guerra Mundial, volverse sospechoso para quienes celebraron con absurda e incomprensible alegría nacionalista aquella guerra de 1914 que pondría fin a un modo de vida que ya no habría de volver, porque las generaciones de entreguerras, tanto en el plano del comportamiento social como en el del arte, gracias a las Vanguardias, que ya iniciara el futurista Marinetti antes incluso de la Gran Guerra,  rompieron drásticamente con ese mundo anquilosado en el que nació el autor y en cuyos valores se formó; pero en cuanto he visto todo el “material” que quedaba fuera de mis subrayados, me he aplicado a una relectura urgente que he hecho con la misma pasión con que hice la primera, porque ahora rescato algunos aspectos a los que en la primera lectura les había concedido menor importancia. En estos tiempos convulsos en que, de nuevo, las demagógicas voces de los populismos de izquierda y derecha regalan los oídos de los escasamente formados y de los castigados cruelmente por la crisis económica, cuyas expectativas de mejora social son directamente proporcionales a los miserable trabajos con los que apenas se sobrevive hoy, en esta época, dicen, de recuperación…; en estos tiempos del Bréxit y de las muchas amenazas a diestro y siniestro contra la difícil Unión Europea, digo, no está de más rescatar una figura que jamás ha sido olvidada, pero cuyos valores europeístas merecen ser aireados incluso con entusiasmo, porque son ellos los que actuarán como antídoto contra quienes amenazan la vuelta fatal a los viejos nacionalismos cuya siniestra historia ensombreció nuestro continente durante demasiado tiempo. Zweig fue un divulgador de la mejor cultura europea, un hombre cultísimo, de pluma elegante, habitado por la tolerancia y partidario, siempre, del respeto, el diálogo y la cooperación internacional. Su obra de divulgación, de cariz biográfico, abarca obras fundamentales como La lucha contra el demonio, Tres maestros, su popularísimo Momentos estelares de la Humanidad, Erasmo de Rotterdam, el humanista europeísta a quien, posiblemente, se sintió más afín, y muchas otras que aún hoy se encuentran fácilmente en las librerías, lo que es prueba inequívoca del éxito definitivo de un autor. Llama la atención que, cerca de su muerte, anduviera trabajando en la biografía de quien, como Erasmo, mejor ha servido para definir al hombre de letras europeo por antonomasia: Michel de Montaigne, el Miguel de la Montaña que traducía Quevedo, quien con sus Ensayos define, de una vez por todas, el género de la autobiografía y convierte el yo íntimo, analizado hasta el más mínimo detalle, en historia pública. Es el único libro, desde que lo leí por primera vez, los Ensayos, que nunca ha abandonado mi mesita de noche. Los otros van cambiando, pero él siempre está ahí, a mano, a la vista, como un seguro de vida como la vida exige ser vivida. Se quejaba Zweig, en su exilio, de tener que escribir prácticamente “de memoria”, porque pocos fondos pudo consultar para su trabajo diario, antes de tomar la drástica decisión de cortar el hilo de su vida ante el equivocado juicio de que Hitler acabaría ganando la guerra. En la película hay una parte en la que visita a su exesposa y a las hijas de esta en Nueva York y le pide que lo ayude en la tarea de recuperar la memoria de una vida definitivamente perdida, poco antes de perder la propia. En este libro, Zweig nos habla del éxito de su prosa y de cómo el hecho de ser, como él dice, un lector impaciente, lo llevó siempre a no distraerse por desvíos que no añaden nada a la lectura, salvo enfadar al lector, ansioso de seguir con el hilo de la historia. Reflexionando sobre cuál fuera la especial virtud de sus libros, el autor confiesa lo siguiente: En definitiva, creo que proviene de un defecto mío, a saber: que soy un lector impaciente y temperamental. En una novela, una biografía o un debate intelectual me irrita lo prolijo, lo ampuloso y todo lo vago y exaltado, poco claro e indefinido, todo lo que es superficial y retarda la lectura. Solo un libro que no cese de mantener su nivel página tras página y me arrastre hasta el final de un tirón y sin dejarme tomar aliento me produce un placer completo. Y añade a continuación  algo que debería ser de cumplimiento obligatorio para cualquiera que emborrone folios en blanco: este método sistemático mío  consiste en excluir en todo momento pausas superfluas y ruidos parásitos, y si algún arte conozco es el de saber renunciar, pues no lamento que, de mil páginas escritas, ochocientas vayan a parar a la papelera y solo doscientas se conserven como quintaesencia. Stefan Zweig recrea en sus memorias un tiempo sobre el que la novelística centroeuropea ha escrito con profusión y que él, dedicado en cuerpo y alma a la cultura y a la literatura, vivió única y exclusivamente al servicio de su pasión estética, formándose y forjándose como erudito (hasta cierto punto) y como escritor sin perder nunca la perspectiva de su pertenencia a una suerte de fratría continental que saltaba por encima de las fronteras y que lo llevaba a buscar y disfrutar de la amistad de creadores e intelectuales de cualquier país europeo, amistades de las que no renegó ni en los peores momentos de las exaltaciones nacionalistas que tantas relaciones rompieron en su momento, cuando, como él escribe,  amigos que había conocido desde siempre como individualistas empedernidos e incluso como anarquistas intelectuales, se habían convertido de la noche a la mañana en patriotas fanáticos y, de patriotas, en anexionistas insaciables. Camaradas con los que no había discutido en años me acusaban groseramente diciéndome que yo ya no era austríaco, que me fuera a Francia o a Bélgica. Más aún: insinuaban con cautela que se debía informar a las autoridades de opiniones como la de que aquella guerra era un crimen, porque los défaitistes [derrotistas] (esta bella palabra acababa de ser inventado en Francia) eran los peores criminales contra la patria.  El corolario es implacable:  Ni siquiera vivir en el exilio es tan malo como vivir solo en la patria. Las memorias de Zweig tienen un prólogo en el que, al final, apostrofa a su memoria, a quien le pide que hable por él:  No guardo de mi pasado más que lo que llevo detrás de la frente, dice, ante la ausencia de cualquier documentación a la que acogerse para redactar sus memoria, y de ahí el apóstrofe: ¡Hablad, recuerdos, elegid vosotros en lugar de mí y dad al menos un reflejo de mi vida antes de que se sumerja en la oscuridad! Lo que me trae a la memoria, por cierto, el título que Nabokov, otro apátrida insigne o escritor extraterritorial por excelencia, como lo definió George Steiner, les puso a las suyas: Speak, memory. A continuación, siguiendo estrictamente el hilo cronológico, va evocando los distintos periodos de su vida, desde la niñez sufrida en las instituciones escolares antivitales  -no recuerdo haberme sentido “alegre y feliz” en ningún momento de mis años escolares -monótonos, despiadados e insípidos- que nos amargaron a conciencia la época más libre y hermosa de la vida-, de cuyas imposiciones y perentorias exigencias autoritarias se escapó a través de la lectura hasta los primeros compases trágicos de la Segunda Guerra Mundial. Vienés de nacimiento, pero hijo de una italiana de Ascona, Zweig dibuja un retrato social de Austria que la convierte poco menos que una tierra meridional si comparada con la sombría y calvinista Alemania prusiana. Al decir suyo, los alemanes del norte miraban con cierto enojo y desdén a sus vecinos del Danubio que, en vez de ser ‘eficientes’ y mantener un riguroso orden, disfrutábamos de la vida, comíamos bien, nos deleitábamos con el teatro u las fiestas y, además, hacíamos una música excelente. En vez de la ‘eficiencia’ alemana que, al fin y al cabo, ha amargado y trastornado la existencia de todos los demás pueblos, en vez de ese ácido querer-ir-delante-de-todos-los-demás y de progresar a toda velocidad, a las gentes de Viena les gustaba conversar plácidamente, cultivar una convivencia agradable y dejar que todo el mundo fuera a lo suyo, sin envidia y en un ambiente de tolerancia afable y quizás un poco laxa. El caso de Zweig es el de una vocación estética y especialmente literaria que fue consolidándose desde las primeras lecturas de infancia y que nunca abandonó, ni siquiera cuando hubo de matricularse en la universidad, por la que pasó sin pena ni gloria y con alguna dificultad de la que su incipiente fama literaria lo libró: Para mí el axioma de Emerson, según el cual los buenos libros sustituyen a la mejor universidad, no ha perdido vigencia,  y sigo convencido hasta hoy de que se puede llegar a ser un extraordinario filósofo, historiador, filólogo, jurista y cualquier cosa sin tener que ir a la universidad, ni siquiera al instituto. En 1974 aún ese axioma era cierto, en mi propio caso particular, en una universidad por la que pasé sin que en los cinco eternos años de carrera me fuera dado estudiar autores de nuestra literatura como Unamuno, Machado, Valle, Lorca, Bergamín…Ser hijo de familia adinerada le permitió desde bien joven viajar por Europa e ir descubriendo la vida cultural de ciudades como Berlín o París, lugares donde fue abriéndose al conocimiento y trato de una nómina impresionante de artistas y pensadores de los que habla en este libro, amén de algunos cuya fama se constriñó a una época muy concreta que, por sus propias carencias, en un caso, o por otras circunstancias en otros, no traspasaron su época hacia la inmortalidad. Desde que, siendo niño, le fuera presentado Brahms y este le diera unos cariñosos toquecitos en la espalda, la devoción de Zweig hacia las grandes figuras y la suerte de haber tratado a muchas y muy grandes, como Freud, Rilke, Rolland, Thomas Mann. H.G. Wells, James Joyce, Paul Valéry, Arthur Schnitzler, Richard Strauss, Alban Berg, Auguste Rodin… constituye una fuente de anécdotas que convierten en una delicia la lectura de estas memorias tan vívidas y tan vividas. Está de más señalar la ausencia de cualquier exhibicionismo absurdo en una figura que puede codearse con todas las enumeradas, si bien el timbre de su gloria suena en un tono algo menor, y la prueba de ello es que quizás les dedica más espacio a autores completamente olvidados hoy y que, sin embargo, en su tiempo, tuvieron una nombradía que auguraba una uminosa posteridad. A pocos les serán familiares autores como Peter Hille, el poeta bohemio y sin ambición, y Rudolf Steiner, creador de la antroposofía, a los que tenía por sus “gurús” en su época berlinesa como miembro de Die Kommenden (los venideros), una tertulia de artistas que se reunían en un café de la plaza Nollendorf; o Léon Bazalgette, introductor de Walt Withman  y de Henry David Thoreau en Francia: Siendo el mejor de los franceses, era a la vez el antinacionalista más apasionado. Pronto nos hicimos amigos íntimos, casi hermanos, porque ni él ni yo pensábamos como patriotas, porque a los dos nos gustaba estar al servicio de las obras de los demás, con abnegación y sin pretender extraer de ello un provecho material, y porque valorábamos la independencia del espíritu como el primun et ultimum de la vida;  o el belga Camille Lemonier, autor de Un Mâle; o Bertha von Suttner, la célebre feminista y activista de la paz, autora de Abajo las armas -que ya me he autoobligado a hojear…- y principal responsable de la creación de los Premios Nobel, dada su amistad con Alfred Nobel; o Henri Guilbeaux, un activista de mediocre formación que fue salvado de una condena a muerte por traición a la patria por Lenin, quien lo hizo ciudadano ruso, y que edito, en Suiza, una revista Demain en la que colaboraron todos los del círculo pacifista suizo e incluso Lenin, Trtosky y Lunacharsky. Más amante de la polémica que de los planteamientos profundos, hubo de exiliarse de la URSS y acabó sus días olvidado y pobre en París. También, como oyros muchos intelectuales de aquella epoca, fue Zweig invitado a la Union soviética con motivo de un congreso-homenaje a Tolstoi, de quien Zweig había escrito una vibrante biografía. Con una delicadeza extraordinaria y un instinto narrativo sobernio, Zweig nos resume en unas breves líneas la impresion que sacó de aquella "nueva" sociedad gracias a un anónimo que halló en el bolsillo de su abrigo sin haber advertido quién lo dejo allí. En francés, la nota decía:  No olvide que, a pesar de todas las cosas que le enseñan, dejan de enseñarle otras muchas. No olvide que las personas que hablan con usted, por lo general no le cuentan lo que les gustaría contarle, sino solo aquello que se les permite decir. Nos vigilan a todos, incluido usted. Su intérprete informa de todo lo que se dice, su teléfono esta interceptado y controlados todos sus pasosZweig tuvo alma de coleccionista y su colección de autógrafos tuvo cierta importancia; de algún modo, ese espíritu coleccionista se advierte en el mimo con que evoca sus encuentros con gente importante, como el que tuvo con Joyce, cuando este le confiesa que, aunque escribe en inglés, no piensa en inglés, o que quisiera una lengua que estuviera por encima de las lenguas, una lengua a la que sirvieran todas las demás. No puedo expresarme del todo en inglés sin incluirme en una tradición. Para Zweig,  el resentimiento contra Dublín, contra Inglaterra y contra ciertas personas había adoptado en él la forma de una energía dinámica que solo se liberaba en la obra literaria (…) Nunca lo vi reír ni de buen humor. Todo el libro está lleno de juicios de carácter artístico y, sobre todo, histórico, porque las páginas que dedica a ambas guerras mundiales merecen ser leídas con mucho detenimiento, porque en ellas confiesa, a la manera de Haffner, en Historia de un alemán, que tuvo la sensación de no ser consciente de lo que “realmente” estaba pasando en aquellos momentos, aun siendo una persona curiosa por lo que la rodeaba y volcada en planteamientos antimilaristas y antinacionalistas: Nada me parece más característico de la técnica y la singularidad de las revoluciones modernas que el hecho de que tengan lugar solo en unos cuantos puntos concretos dentro del espacio inmenso de una ciudad moderna y, por lo tanto, de que pasen completamente inadvertidas para la mayoría de sus habitantes. Por extraño que pueda parecer, aquel día histórico de febrero de 1935 yo estaba en Viena y no vi nada de los trascendentales acontecimientos que allí se produjeron y tampoco supe nada de ellos, nada en absoluto, mientras sucedían. (…) Soy un ejemplo de lo poco que un contemporáneo de hoy sabe de los hechos que cambian la faz del mundo y su propia vida, si no es que por casualidad se encuentre en el lugar donde ocurren. Ello no impidió que como escritor judío y de cierto renombre sufriera las consecuencias de la oleada antisemita que despertó el nacionalsocialismo y que tuviera, como tantos otros, que dejarlo todo atrás, con el dolor de ignorar el destino final de sus bienes culturales de los que se sentía usufructuario, que no propietario, y cuyo destino previsto eran los museos y las universidades. De las páginas dedicadas a las penurias de las guerras, quiero destacar, aunque no puedo transcribirlas por su extensión, las que dedica a la época de la inflación en Austria, menos conocida, pero igualmente terrorífica, que la sufrida por los alemanes en el periodo de 1921 a 1923, cuando se contaba por millones de marcos el precio de una barra de pan o un tíquet de metro. La vívida y fenomenal descripción que hace Zweig de aquellos tiempos de miseria, estraperlo, abuso, hambre y frío en Salzburgo, donde compro una casa, me parecen antológicas, sobre todo por lo que tienen de relativa novedad, ya digo, frente a la megainflación alemana, sobre la que se conoce prácticamente todo. En tiempos previos a la Segunda Guerra Mundial, llama la atención el relato de su colaboración como libretista con Richard Strauss para la ópera La mujer silenciosa, una obra sobre cuyo estreno, dada la condición de judío de Zweig, hubo de decidir el mismísimo Hitler, lo que llenó de orgullo vindicativo al escritor vienés, al ver que el dictador hubo de claudicar ante el gran compositor, al que mimaba como un “activo” de su régimen, quien impuso la condición de que el nombre de Zweig apareciera en el cartel anunciador de la obra, en una época en la que todos sus libros, que habían tenido amplísimo eco lector, habían sido prohibidos. Como él mismo escribe: Amigos de todas partes me instaban a protestar públicamente contra la representación de la ópera en la Alemania nacionalsocialista. Pero, en primer lugar, me repugnan por principio los gestos públicos y patéticos y, en segundo lugar, me resistía a crear dificultades a un genio de la categoría de Richard Strauss, un autor con quien trabajó durante tres años, a lo largo de los cuales solo recibió amistad, consideración y coraje en defensa de su participación en la ópera. De ahí le vino la fama de “tibio” o “indeciso” que él, Zweig, dice compartir honrado con Erasmo, de quien se consideraba humilde discípulo. Estoy convencido de que Pere Gimferrer habrá leído muchas páginas de estas memorias como si fuesen suyas, porque, a menudo, me ha parecido que era él quien las escribía, como las dedicadas a la dinastía de los Habsburgo, al suceso de Mayerling, por ejemplo, el asesinato del príncipe hereero Rudolf, a quien Zweig  consideraba un hombre de talante progresista y de enorme simpatía personal. Al fin y al cabo, a  aquella época de transición del viejo mundo al nuevo que fue el periodo de entreguerras, le dedica Gimferrer muchas páginas de su notabilísimo Dietari.

“Breviario para políticos”, de Giulio Mazarino, un barroco menor.

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Mazarino, por Robert Nanteuil

La teoría de la opacidad como arma política o el Breviario para políticos del cardenal laico Giulio Mazarino, sucesor de Richelieu.


A diferencia del cardenal Richelieu, al que la literatura encumbró a la categoría de villano sin par en Los tres mosqueteros, de Dumas, su sucesor, Jules Mazarino o, en su italiano natal, Giulio Mazzarino, aun a pesar de ser parte de la trama de la continuación de la obra, Veinte años después, no ha logrado ser fijado en el imaginario popular con los rasgos casi mefistofélicos de Richelieu y, por lo tanto, su mera existencia no pasa de ser un dato histórico “menor” que no se corresponde en absoluto con el poder real y la influencia decisiva que tuvo en la Historia de Francia, como co-regente con Ana de Austria del reino francés durante la minoría de edad de Luis XIV y, después, como Primer Ministro y hombre con quien el rey consultaba todos sus pasos políticos. Estamos ante un cardenal laico, recibió el título de Richelieu sin haber profesado nunca, y ante un caudal de experiencia política que quiso plasmar en el Breviario para políticos al que le presto hoy atención más por curiosidad que, propiamente, porque la obra tenga un interés que sobrepase el de la anécdota. Tengamos presente que desde el siglo XVI se han publicado en Europa auténticos tratados políticos de un alcance al que el de Mazarino ni siquiera se aproxima: El príncipe, de Maquiavelo; el Político, de Gracián; el Tácito español ilustrado con aforismos, de Barrientos, los Aforismos políticos y civiles de Francesco Guicciardini o, finalmente, los que me parecen más cercanos al libro de Mazarino: los Aforismos de las cartas españolas y latinas de Antonio Pérez, cuya experiencia de gobierno sí que puede ponerse en parangón con la de Mazarino. El cardenal ful, amante de la madre de Luis XIV, consiguió llegar al final de sus días sorteando una revolución contra su política fiscal, la conocida como La fronda -que lo envío al exilio- , y convertido en el hombre más rico de Francia, a la que legó todos sus bienes, dicho sea en su favor. Mazarino estudió en España, en Alcalá y Salamanca, fue diplomático del Vaticano y, finalmente, mano derecha de Richelieu, quien lo propuso como su sucesor. Es conocida la anécdota apócrifa que nos habla del escepticismo con que Luis XIV recibió la noticia de su fallecimiento: - Majestad, el cardenal Mazarino ha entregado su alma a Dios. A lo que el rey sin inmutarse contestó: - ¿Estáis seguro de que Dios la ha aceptado? A este Breviario para políticos, así pues, lo avala la dilatada experiencia en ese campo del cardenal y el haber dedicado toda su vida al estudio minucioso de seguidores y detractores con idéntico afán, porque nunca sabe nadie de dónde puede venir el golpe que te derriba desde lo más alto al mayor estado de necesidad. La obra nos ofrece un a modo de resumen de los aforismos más destacados, a los que tilda de axiomas  y que me parece forzoso que figuren en el inicio de esta revisión de sus máximas, porque señalan indiscutiblemente los ejes ideológicos que atraviesan el tratado:
Ten siempre presente estos cinco preceptos:
1.       Simula.
2.       Disimula.
3.       No te fíes de nadie.
4.       Habla bien de todo el mundo.
5.       Piensa antes de actuar.
No existen los amigos. Solo existen personas que fingen amistad.
Cuidado: tal vez en este mismo momento alguien -¡a quien no ves!- te está observando o escuchando.
A partir de ahí, se echa de ver la naturaleza precavida de quien se sabe diariamente en riesgo, rodeado, acaso, e más enemigos que de amigos, aunque estos sean tan poderosos como la mismísima realeza gobernante. Ni el vuelo especulativo y conceptual del cardenal, ni los firuletes trazados por el mismo, hacen de este Breviario una obra imprescindible, pero no es menos cierto que, por ser de quien son, merecen estos aforismos ser leídos y, como no puede ser de otra manera, muchos de ellos seguidos, porque el libro está compuesto siguiendo el modelo de los doctrinales de príncipes, los specula principum, que hunden sus raíces en la antigua literatura persa y llegan, prácticamente, hasta el siglo XVI, a modo de enseñanza escarmentada para el futuro rey Luis XIV. Ignoro hasta qué punto el joven rey hizo suyos estos preceptos, pero no cabe duda de que se destila en ellos una sabiduría práctica que puede entenderse incluso como un desvelamiento de la propia psicología de Mazarino. He elaborado una clasificación de los aforismos que, aunque de forma precipitada y sin excesiva maduración, pueden ayudarnos, al menos en este botón de muestra que es esta entrada de mi Diario, a ver algunos aspectos esenciales de lo que el Breviariocontiene. Del libro se extrae una concepción del ser humano en la que destaca más lo que este tiene de funcional que de esencial, porque Mazarino contempla la vida de las personas como movimientos de las piezas del ajedrez en el tablero de las relaciones políticas y sociales. Destaca, siguiendo esa idea tan eminentemente pragmática de las personas, la concepción policíaca de la sociedad, de lo que se deriva poco menos que la necesidad de un aparato de espionaje total al servicio del poder. Que nada acontezca sin que el Poder esté informado totalmente de todos los extremos del asunto. El poderoso, por otro lado, ha de ser una persona ajena a los vicios comunes, un asceta que contempla desde su desasimiento de ellos, las miserias ajenas y “juega” con ellas en su propio interés. La teoría del desengaño barroco parece presidir la mayoría de los aforismos del Breviario, todos ellos nos parecen fruto de quien ha escarmentado en cabeza ajena y ha sacado notable provecho de las lecciones. He de reconocer, no obstante, que estos aforismos más propiamente deberían considerarse como avisos, un viejo género admonitorio que se atiene más a lo que podríamos considerar “reglas de bien vivir” que a lo que hoy en día entendemos por aforismo, un género indisociable de la expresión ingeniosa, vistosa, paradójica, metafórica, en definitiva, una conquista del estilo que llama más la atención, a veces, por la exquisitez de una forma que deviene, per se, contenido. Mi torpe clasificación los ha dividido en “generales”, aquellos que expresan un pensamiento no ceñido a las circunstancias ni determinaciones del presente:
·        Ciertamente solo el azar determina las acciones de los hombres.
·        La divina Providencia ha querido que olvidemos con facilidad nuestras mentiras. [Ello permite que quienes lo hacen se traicionen con facilidad al cabo de poco tiempo de haberlo hecho.]
·        Si a veces está justificado abandonar el recto camino de la virtud, que no sea para adentrarse en el del vicio.
·        No te metas en varia empresas a la vez: no te admirarán por tu dispersión. Es preferible triunfar en una sola, pero espectacular. Hablo por experiencia.
·        No escatimes favores que nada te cuestan.
·        Todo el mundo sabe que prometer no es más que una forma de no dar nada y de ser generoso solo de palabra.
·        No hay que fiarse demasiado de las palabras de los sabios: rebajan tanto su superioridad que la reputación de los demás resulta realzada en exceso.
·        En el mundo en que vivimos, incluso los actos más indiscutiblemente virtuosos son criticados; a fortiori los que pareen discutibles.
·        Por muy alto que se haya llegado, siempre hay que mirar más arriba.
·        Si alguien te manifiesta su odio, has de saber que este sentimiento siempre es auténtico: el odio, a diferencia del amor, no sabe de hipocresías.
·        Es evidente que, cuando se trata de honores los hombres no distinguen la apariencia de la realidad.
·        Antes de decidirte a hacer una innovación, plantéate cuatro cuestiones:
- ¿Esta innovación me va a resultar provechosa o perjudicial?
- ¿Seré capaz de imponerla?
- ¿Está de acuerdo con mi condición?
- ¿Cuento con la estima de aquellos a quienes va a afectar?
·        A la gente siempre le cuesta creer lo que excede demasiado
En lo tocante a lo que yo he reunido como pertenecientes al  “autodominio”, aspecto clave de la personalidad del gobernante, porque no puede estar sujeto a los vaivenes de las emociones o la espontaneidad sin cálculo, se advierte enseguida la naturaleza taimada y precavida del cardenal:
·        Procura que tu rostro no exprese jamás ningún sentimiento concreto, sino tan solo una especie de perpetua amabilidad.
·        No cuentes nunca con el beneficio de la duda. Es más, convéncete de lo contrario. De modo que es esencial que no te relajes en público, ni aun en presencia de un único testigo.
·        Si estás desesperado por un asunto endiabladamente complicado, es inútil obstinarte: más vale despejar la mente con algunas diversiones honestas y un poco de ejercicio.
·        Ten pocos amigos. Frecuéntalos poco. De este modo evitarás que olviden la consideración que te deben.
·        Adopta como regla absoluta y fundamental no hablar nunca de nada a la ligera -ni bien ni mal-.
·        Aunque estén perfectamente justificados, no desveles nada de tus proyectos políticos o, al menos, habla tan solo de aquellos de los que estás seguro que serán bien acogidos por todo el mundo.
·        No te burles de tus rivales, abstente de provocarles y, cada vez que consigas un triunfo, conténtate con el placer de la victoria sin vanagloriarte de palabra o de obra.
·        No defiendas nunca medidas demagógicas.
·        No actúes ni decidas en estado de euforia o exaltación, cometerías torpezas que te harían caer en las trampas.
·        Si alguien se equivoca por ignorancia, que no pueda deducirse de tus preguntas que tú en su lugar habrías cometido el mismo error, porque eres igualmente ignorante.
·        No consideres un deber ocultar tus emociones cuando te ocurre una desgracia ya que, cada vez que permanezcas en silencio, la gente podría deducir automáticamente que acabas de sufrir un duro golpe.
Del apartado del “estado policial”, solo quiero destacar un aforismo, de los muchos que hay, excesivamente obvios, como precedente de regímenes que, mucho tiempo después, les tomaron el relevo a las monarquías absolutistas defendidas en el Breviario:
Procúrate información sobre todo el mundo, no confíes tus secretos a nadie, pero pon todo tu empeño en descubrir los de los demás. Espía para ello a todo el mundo, y de todas las formas posibles.
El apartado que se refiere a los avisos relacionados con la “psicopatología de la vida cotidiana”, digámoslo con términos freudianos, es, acaso, el más entretenido desde el punto de vista lector, porque en él se manifiesta, más allá del maquiavelismo del autor,  una atención al detalle cotidiano que revela un talante observador y reflexivo cuyas observaciones están muy lejos, por supuesto, de las Máximas de La Rochefoucauld, quien, sin embargo, por la diferencia de edad, hubo de tenerlo como referente del ejercicio del poder en su Contradecirse a menudo es el signo más claro de infamia en una persona. Ten por cierto que el individuo que se contradice no tendrá ningún reparo en robarte.
·        Recuerda siempre que los hombres cuya vida está dominada por los placeres del vino o de la carne son prácticamente incapaces de guardar un secreto: los unos son esclavos de sus amantes; los otros, después de haber bebido, no pueden evitar hablar a tontas y a locas.
·        Recuerda que un hombre se confía con cierta facilidad a la mujer o al muchacho del que está enamorado. [Sorprende, en efecto, la liberalidad amorosa platónica de que hace gala el cardenal-]
·        Se reconoce a las personas incultas por su afición a lo ostentoso y a lo chillón en la decoración y el mobiliario de su casa.
·        A algunas personas les encanta explicar sus sueños. Aprovecha esta inclinación y háblales de su tema favorito, preguntándoles toda clase de detalles: aprenderás muchas cosas sobre los secretos de su corazón. Si, por ejemplo, alguien pretende sentir afecto por ti, busca la ocasión de hacerle hablar de sus sueños: si nunca sueña contigo, es que no te quiere.
·        Para mantener el deseo, para aguzarlo, vale más sugerir que dar.
·        Trata como amigos a los sirvientes de aquel cuya amistad pretendes. Te será más fácil comprarlos si algún día necesitas que traicionen a su señor.
·        Si alguien se expresa con mucho ardor, cuando habitualmente no se apasiona nunca por nada, es seguro que no dice lo que piensa.
·        En la medida de lo posible, no prometas nada por escrito por insignificante que sea, sobre todo a una mujer.
·        Hay dos formas de prudencia. La primera consiste en no confiar nunca enteramente en nadie; recuerda que son raras las amistades que nunca decepcionan. La otra forma de prudencia se confunde con los principios del decoro que nos prohíben decir las verdades a las personas y señalarles espontáneamente sus errores para que modifiquen su conducta.
Los que he agrupado bajo el epígrafe de “fisonomía del mal” son aquellos que ven en los rasgos físicos de las personas inequívocas cualidades morales, una práctica que pertenece propiamente a la especie como tal, porque eso de que la cara es el espejo del alma no hay civilización humana que no lo tenga en su acervo cultural como verdad incuestionable. Recordemos, sin ir más lejos, el prejuicio contra los pelirrojos, por creerse que Judas, el traidor, lo fue, o la actual discriminación asesina de los albinos en África,  por ejemplo:
·        Desconfía de los hombres bajos: son obstinados y arrogantes.
·        A casi todos los mentirosos se les forman hoyuelos en las mejillas cuando sonríen.
·        No des consejos a personas irascibles y violentas: los seguirán mal y, además, te culparán de sus fracasos.
·        Evita a los desequilibrados, a los desesperados: siempre son peligrosos.
·        No trates con charlatanes, esos seres funestos que repiten sin cesar todo lo que se dice a quien quiera escucharles.
El apartado final lo he reservado para todo lo relacionado con la “simulación”, que es el auténtico contenido barroco por excelencia y, para el gobernante, una necesidad de primera magnitud:
·        Actúa siempre como el defensor de las libertades del pueblo.
·        Adopta un aire modesto, ingenuo, amable, finge una ecuanimidad perpetua. Felicita, agradece, muéstrate disponible, incluso con aquellos que no han hecho nada para merecerlo.
·        Guarda siempre algunas fuerzas de reserva para que nadie pueda conocer los límites de tu capacidad.
·        No des la impresión de mirar fijamente a tu interlocutor, no te frotes la nariz, ni la frunzas, evita adoptar un aire triste y sombrío. No gesticules en exceso, mantén la cabeza erguida y un tono algo sentencioso.
·        No demuestres más que en contadas ocasiones sentimientos demasiado vivos, como alegría o sorpresa
·        Si alguien te sorprende cuando estás leyendo, haz como si estuvieras hojeando rápidamente la obra que tienes en la mano, para evitar que se adivine qué es lo que suscita tu interés.
·        Si decides promulgar nuevas leyes, empieza demostrando la imperiosa necesidad a un consejo de expertos, y prepara esta reforma con ellos. Luego, legisla sin hacer caso de sus consejos, como buenamente te parezca.
·        Guarda para ti lo que sabes y finge ignorancia. El que ofende a menudo cobra antipatía a la víctima.
·        Lo más importante es aprender a ser ambiguo, a pronunciar discursos que puedan interpretarse tanto en un sentido como en otro para que nadie pueda resolver. Practicar la ambigüedad es a menudo necesario. (…) Utiliza con habilidad el optativo, la anfibología, la invocación oratoria, en resumen, todas las figuras retóricas tras las que puedes ocultarte.
·        Disimula los vicios ajenos o discúlpalos. Disimila también tus sentimientos, y no dudes incluso en fingir sentimientos contrarios. En la amistad, piensa en el odio; en la alegría, e la desgracia.
·        Nunca digas “no” de inmediato; entrégate antes a largas consideraciones que, inevitablemente, acabarán en una… negativa.
·        Entrénate en la simulación de todos los sentimientos que puede serte útil manifestar, hasta estar como imbuido de ellos. No reveles a nadie tus verdaderos sentimientos. Maquilla tu corazón como se maquilla un rostro. Que las palabras que pronuncies, y hasta las inflexiones de tu voz, compartan el mismo disfraz. No olvides nunca que la mayoría de las emociones se leen en el rostro. De modo que, si tienes miedo, reprímelo repitiéndote que eres el único que lo sabe.
·        No amenaces jamás a un hombre al que tengas intención de hundir: estaría sobre aviso.
·        Evita las rupturas violentas. Aunque tu amigo tenga toda la culpa y tú tengas toda la razón, reprime la animosidad que puedas albergar. Perdónales pero, en tu fuero interno, ahoga poco a poco todo sentimiento de afecto hacia él; deja que en el fondo de tu corazón se vayan deshaciendo uno por uno los lazos de la amistad.
·        Habla siempre afectando sinceridad, haz creer que cada frase que sale de tu boca surge directamente del corazón y que tu única preocupación es el bien común.
·        Lo mejor es no mencionar nunca las virtudes de tus amigos y ocultar sus vicios.

Y hasta aquí esta breve selección, espero que suficiente, del Breviario para políticos del cardenal laico Mazarino. Quizás hubiera debido acortar la selección y entrar en la consideración detallada de un pensamiento realmente tópico, por lo que se refiere a las concepciones antropológicas, políticas y sociales que aquí se exhiben, pero me ha parecido que son contenidos demasiado obvios como para castigar al intelector con excesos hermenéuticos que no vienen a cuento. Nos reservamos para la próxima entrada platónica que, azar de azares, comienza por el diálogo titulado El político o de la realeza.

Una olvidada y, sin embargo, actualísima obra de Pedro Muñoz Seca y Azorín, “El Clamor”.

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Un corrosiva crítica al periodismo sensacionalista a la altura de Primera Plana, de Wilder: El Clamor, de Muñoz Seca y Azorín o un estreno que, como en los buenos tiempos de La venganza de don Mendo, sería, hoy, de lleno diario…

Doy por descontado que el hecho de que la primera obra de teatro que vi en mi vida, representada por los cadetes de la Academia de Aviación de San Javier,  fuera La venganza de don Mendo influyó decididamente no solo para convertirme en un aficionado al teatro como espectáculo, sino, específicamente en el amor al sainete como forma artística que en nuestro país ha tenido cultivadores tan geniales como los hermanos Quintero, como Carlos Arniches -¡aún me río, casi como un tic nervioso, al recordar la excelentísima El señor Badanas, vista en televisión e interpretada por un genial Quique Camoiras-¡, el propio Muñoz Seca o lo que podríamos considerar la superación del mismo a través de los esperpentos de Valle Inclán y, más tarde, un teatro humorístico que hereda del sainete no pocos de sus rasgos característicos y que cultivan autores como Jardiel Poncela o Mihura entre otros. No hay más que recordar, por ejemplo, la película de Jerónimo Mihura, sobre texto de su hermano, Mi adorado Juan, curiosamente un plagio de un personaje creado por Manuel Mur Oti en su película dramática Un hombre va por el camino, de lo cual doy razón en la crítica que hice, esta, en mi Ojo Cosmológico.  La venganza de don Mendo tiene para mí, un significado emocional que no adultera en modo alguno la entusiasta apreciación crítica que he ido consolidando con el paso de los años y en la que no poco tuvo que ver la que me parece la mejor versión que he visto de la misma: la película, con el mismo título, de Fernando Fernán Gómez, adelantadísima a su momento, 1961 y no del todo bien comprendida por la crítica. El mejor homenaje que puede hacérsele es verla, sin prejuicios, y dejarse llevar por un humor que no te arranca la risa de la boca desde el comienzo hasta el apoteósico final: una joya, salvo para siesos (y algo ciegos). Algún día tendré que escribir sobre mi relación con el teatro, como actor, como director y como escritor -por algún cajón debe de parar La duermevela de Segismundo, durmiendo su particular sueño desencajado…-, pero quede de momento, a título anecdótico, que participé, como actor novel, en el estreno en España, en el festival de teatro universitario, en Madrid, de todo un hito teatral: El canto del fantoche lusitano, de Peter Weiss, representada clandestinamente en otro Colegio Mayor distinto del anunciado debido a las presiones de la embajada portuguesa ante las autoridades españolas. Si el teatro “es” la vida, en condiciones de realidad difícilmente igualables por cualquier otra disciplina artística, no es de extrañar que, de repente, haya acabado haciendo autobiografía a partir de la divertidísima lectura de ElClamor, de Muñoz Seca y Azorín, que hice ayer y que me ha dejado tan buen recuerdo que me ha movido a proponer su lectura a cuantos quieran no solo pasar un rato divertido, sino asistir a una representación que, como digo en el título, nada tiene que envidiarle a la mismísima Primera Plana de Wilder, si es que no la supera, en corrosión y en estructura teatral. La obra con notable éxito de público y reducido de crítica, conllevó, incluso, la expulsión de la Asociación de la Prensa del mismísimo Azorín, famoso por tantísimas obras pero, desde el punto de vista periodístico, por unas crónicas parlamentarias que merecen ser leídas urgentemente: Parlamentarismo español. La trama de la obra es sencilla: El Clamor, un periódico impulsado por un figurón político para garantizarse elecciones y cargos con los dineros de la herencia de su hija y los de su mujer, que no está dispuesta a seguir sufragando esa “aventura” del marido, está al borde la quiebra y la desaparición: Esto se va, querido Astudillo. ASTU. Esto se ha ido ya hace un rato. Y se ha ido. adonde yo me sé, que es adonde nos vamos a ir tos. ¡Malhaya sea! ¡Con lo bien que estaba yo en Sevilla escribiendo de toros!.... La acción transcurre en la redacción del diario, que no resulta, bien mirado, muy distinta de aquella que visitan los jóvenes modernistas en Luces de bohemia para exigir que se proteste contra la detención de Max Estrella, aunque lo que en Valle acaba siendo una evocación de la juventud perdida, en Muñoz Seca y Azorín es una crítica despiadada del periodismo basura que no se paraba ni siquiera en la corrupción de los cronistas o en lo miserable de las condiciones de los periodistas en general, amén de lo que podríamos considerar el meollo de la obra, la denuncia del amarillismo sensacionalista, porque, dada la crítica situación y la ausencia de fondos, al impulsor de El Clamor se le ocurre la brillante idea de autosecuestrarse y convertir en noticia su imposible presencia en la Sociedad de Naciones para presentar un informe sobre la necesidad imperiosa e irrefutable de la descolonización de Gibraltar. La verdad es que, por actualidad, hasta sale un consejero del Consejo de Administración del diario que se llama Marhuenda – (Marhuenda dará la sensación de un tendero con el traje de los días festivos), dice la acotación con insólita capacidad de clarividencia futura-, no digo más… La obra se abre con el intento de conseguir el patrocinio de en empresario catalán a quien el director le va enseñando las dependencias del diario con la esperanza de que se decida a invertir en él, pero el corro de periodistas enseguida contrarresta la visión heroica de la profesión con que quiere convencer el director al empresario: Lo que yo digo, hombre: que no puede ser. Con aprendises en los talleres, un regente que no cobra casi na y unos redactores que cobramos cuando repican gordo, no se puede hacer na de provecho. Cuando el director se reintegra a la redacción, confiesa su derrota: GARCÍ. (Entrando en escena, por la derecha.) Bueno, ya lo dijo también el... sabio de Grecia: A un banquero de Monjuí, reservado y escamón, no hay quien le saque en Madrí, ni un botón. (Risas.) ¡Caballeros, con Picornell! ASTU. En hueso, ¿eh? GARCI. Y con el estoque partido, que es lo peor. ¡Qué lástima! Yo que quería haber llevado esta tarde al Consejo alguna grata nueva... No obstante, acostumbrado a tener que lidiar realidades adversas constantemente, se empeña en convencer a sus colegas de que saldrán adelante: GARCI. Tengo mis planes. ¡Animo, pues, señores! Confiad en mí. Triunfaremos. Estamos habituados a triunfar diariamente. Si bien se mira... un periódico representa una batalla diaria; un general da una batalla y descansa; nosotros hemos de dar una todos los días y hemos de ganarla. ¡Adelante! Seamos optimistas. Esta tarde hablaré a Tostuera como he hablado a Picornell. ¿Vosotros no os reís cuando me oís hablar de ese modo vibrante, intenso?... (Ríen todos.) No les voy a hablar a ellos como os hablo a vosotros. Riámonos todos, alegremos un poco la vida. ¿Habrá vidas tan heroicas como las nuestras? ¿Qué sería de nosotros si no fuéramos un poco absurdos y extravagantes? ¡Señores, que no acabe nunca entre los periodistas el espíritu romántico. Y usted, amigo Martín, baje y haga una nota sobre la visita de Picornell. Póngale usted ilustre, opulento, cultísimo.  MARTÍN. ¿Cultísimo también? Recuerde usted que éste es de los que creen que Cicerón fué el primer romano que se dedicó a enseñar las catacumbas. GARCI. Póngale cultísimo; no perdamos las esperanzas. (Mutis de Martin por la izquierda.) Y ahora que hablamos de adjetivos, usted, querido Gallardo, baje también y repase la crónica de sociedad. Ponga usted, en lo referente al baile de Cembrano, bellísima, donde pone distinguida, y Lhardy, donde dice café de Jorge Juan. Refuerce, refuerce los adjetivos y los conceptos. No se pueden usar medias tintas en los periódicos. El periodismo es como la escenografía: se necesita recargar los colores, pintar con gruesos trazos, hacer que las gentes se fijen a fuerza de luces violentas... Aunque Luces de Bohemia no se estrenó en vida de Valle, si que fue publicada en 1924, y no me extrañaría nada que Azorín la hubiera leído mas que atentamente, sobre todo por expresiones tan inequívocamente valleinclanescas como esta: ¿Qué sería de nosotros si no fuéramos un poco absurdos y extravagantes? ¡Señores, que no acabe nunca entre los periodistas el espíritu romántico! Al propietario del periódico, el hombre político, se le describe del siguiente modo: ASTU. Déjeme usté hablá, hombre. ¿Usté sabe que don Lorenzo Tostuera es un hueso? Bueno, pues es un hueso. ¿Usté cree que es un buen escritor y un gran erudito? Pues no es nada de eso. No es más que un fantasmón más fresco que un sótano y más vasío que la plasa de toros el día de Nochebuena; un tío que se gasta los miles en figurá lo que no es, en firmá lo que no hase y en publicá lo que no escribe, pa que usté se entere. Ahí lo tiene usté, representando a España en la Sosiedá de las Nasione y discutiendo de Derecho, y el otro día dijo aquí que un choque de automóviles era una avería gruesa. Con esa presentación, está claro que el enredo que supone su autosecuestro, con las informaciones que va dosificando el director de los rastros que van poniendo a disposición de la policía poco a poco, para engordar la historia y sacar el provecho pertinente de los anunciadores, puede esperarse casi cualquier cosa, que es precisamente lo que sucede, a través de los celos de la mujer del director, y de los del político del director, quien se inventa una vida adúltera del político que la mujer rica está dispuesta a acallar mediante el dinero que haga falta para no herir de muerte la reputación del marido. Ni que decir tengo que las escenas de enredo, como la que tiene lugar estando el político debajo de una mesa revestida para una ceremonia, sin que lo sepan su mujer y el director, con el consiguiente cortejo de ella por parte de este, ignorante de la presencia del político, abundan y adquieren un nivel de jocosidad superlativo, digno de esa representación que esta obra exige urgentemente: GARCI. (Rendidísimo.) A mí me pide usted la luna, y yo subo, la cojo, la biselo y se la doy. ANGE. (Complacidísima.) ¡Qué esageradol Parese usté andaluz, y es usté de Navarra, ¿no? GARCI. Sí, señora; de una villa muy bonita: de El Busto, y... (Bajando la voz, y en son de piropo, contemplando su pecho.) no sabe usted lo que me gusta a mí el busto. ANGE. (Con cierto rubor.) ¡Por Dios, Garcillán!... Los valores de la obra no recaen exclusivamente en la crítica del sensacionalismo periodístico y en la falta de ética de quienes comercian con noticias, sino, para quien esto firma, en la desbordante y graciosísima imaginación lingüística que siembra el texto de ingenio y gracia en cada acto. A modo de ejemplo de lo que pueden encontrar los lectores vayan estas muestras por delante de lo que en el texto encontrarán, un texto que está a su disposición en las digitalizaciones de Google. Primero, la presentación de uno de los accionistas del diario, un redicho: ROZ. (Por la derecha entran en escena don Adelfo Roz, Pastranita y Marhuenda. Adelfo es un señor elegante, que usa barba gris, cuidadísima, y gafas de concha. Cuando habla, se escucha, y no se aplaude porque siempre hay alguien delante. Pastranita, su secretario, es un muchacho barbilampiño, pálido y escuálido) No me extraña: son similígenos. (Sin mirar a Pastranita, que está detrás de él, le indica con el pulgar de la mano derecha que debe inter- venir para aclarar el concepto. PASTRANA. (Como un eco, sin mover un solo músculo, tieso, rígido.) Del mismo género.... ROZ. Son dos tipos igualmente asóficos... PASTRANA. (Como antes.) Sin ciencia. ROZ. Acaros...  PASTRANA. Sin gracia.  ROZ. Y arcadios.  PASTRANA. Sin corazón. Y, en segundo lugar, un breve repaso de las tan frecuentes como temidas erratas o gazapos de imprenta:  ROZ. (Sacando del bolsillo un número del periódico.) Aquí está el número de ayer. He señalado las erratas con palotes rojos, y vean ustedes que en todas las planas hay palotes. (Lee.) "De Antenas", que yo supuse era algo de la radio; pero no. (Lee.) "De Antenas, Grecia." GARCI. ¡Bah! Una ene... ROZ. ¿Y esta otra de la boda de mis sobrinos?(Lee.)  “Los nuevos esposos salieron para París. Deseamos a la feliz pareja todo género de aventuras” GARCI. ¡Una "a"...! ROZ. ¿Le parece a usted poco? Una "a" diferencia al caballo del cabello. GARCI. Y al barro del burro, sí, señorROZ. Además, señores, y esto sí que merece una apaneresis... PASTRANA. Amonestación. ROZ. "Al ver el ladrón que iba a ser aplaudido por los guardias, sacó una pistola y se levantó la tapa de los sexos." GARCI. Eso fué un lapso. ROZ. Un lapso... al cuello, amigo Garcillán. Y yo pregunto: ¿Por qué se incurre constantemente en estas falencias? PASTRANA. ¿Errores?   ROZ. ¿Es que el personal es poco orsado? PASTRANA. ¿Versado?GARCI. El personal, señor Roz, es orsado, versado, adecuado, honrado, y está cansado, volado y jorobado de estar mal pagado. CALA. Pues así estamos todos. Se advierte, pues, que si algo no le falta a El Clamor, es esa creatividad lingüística que a través del sainete creó, incluso, una suerte de argot chipén del madrileño castizo, por ejemplo, un arte en el que Arniches destacó con verbo propio. La obra tiene algunas referencias que me han llegado también al cogollo biográfico, porque, cuando se planea la “resurrección” del secuestrado, y se piensa en un gran acto de “bienvenida” al mundo de los vivos, se habla de la intervención de la rapsoda argentina Berta Singerman, quien, a sus 27 años era ya la celebridad a quien yo fui a ver, lleno de fervor poético, en una actuación en el Teatro Lara de Madrid con 15 años recién cumplidos y donde escuché por primera vez obras de Lorca, de Neruda, de Machado, de Alberti, de León Felipe… en una interpretación que entonces me pareció fascinante y que ahora sé que fue irrepetible. El Clamor, así pues, es una obra, como digo, que bien merece los honores del reestreno, y aficionados al teatro hoy que lo agradecerían de corazón y no tanto de diafragma, porque garantiza las carcajadas.

Séptima noticia de la “Obras completas” de Platón: “El político o de la realeza”, “Timeo o de la naturaleza” y “Critias o la Atlántida”.

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De un árido intermedio dialéctico: Del político como técnico de la mediación a las raíces ficticias de la ciencia, pasando por el lugar sin tiempo del mito: La Atlántida.



He de reconocer que esta séptima noticia me ha costado algo más de lo ya habitual y ello porque el excurso de fictaciencia que supone el Timeome ha erosionado profundamente la devoción con que, hasta el presente, sigo instalado en la lectura del monumento fundacional de la razón crítica en Europa. Critias, por su parte, es un diálogo inacabado y, por tanto, llevadero; y el primero, El político, no aporta grandes novedades a lo que he podido leer en La república o, presumiblemente, leeré después en Las leyes, si bien, como ocurre en cualquier diálogo de Platón, no es difícil encontrarse con alguna formulación que sorprende e incluso cautiva al lector que persiste en su fidelidad a un razonamiento dialéctico incansable y poderoso.  Comenzaré por El político o de la realeza, no tanto porque sea el primero de los tres en el orden de lectura que sigo, sino porque la matización, o de la realeza, que sirve para titularlo, nos indica la clara preferencia de Platón hacia la aristocracia no tanto social cuanto espiritual. Platón jamás va directo al asunto que lo ocupa, sino que a través de rodeos periféricos va despejando el camino gracias al cual llegaremos, sin atajos, pero persuadidos, al corazón de su convicción. La imaginación filosófica de Platón no está lejos de la imaginación poética, y ya hemos ido viendo la capacidad lírica que, a través de ciertas imágenes o narraciones míticas, le han permitido expresar su pensamiento con total claridad, como el mito de la caverna, por ejemplo, o, en esta séptima noticia, el de la Atlántida, algo así como una renovación del mito de la Edad de Oro, descrito con suntuosidad y precisión de explorador puntilloso o agrimensor prekafkiano, puesto que hablará de oídas de un espacio que jamás hollarán las plantas de sus pies. En parte, en El político, resucita Platón la Edad de Cronos, concibiéndola como esa Edad de Oro en que se transformará la Atlántida, suma de todo bien y ningún mal, enfrentada a la Edad de Zeus. Mientras en la primera todo cae del lado de la divinidad, la condición humana incluida; en la segunda nos hallamos en la realidad histórica en la que la naturaleza humana solo ve la naturaleza divina como la legítima aspiración del alma a conseguir tal bien absoluto mediante la sabiduría y la virtud. Como dice el Extranjero que lleva la voz cantante de la exposición ante un Sócrates jovencísimo: Cuando se nos preguntaba por el rey y el político de ciclo actual y del actual modo de generación, fue un gran error el ir a buscar hasta el periodo opuesto el pastor que regía el rebaño humano de aquel tiempo, pastor que era divino, no humano. Por otra parte, presentarlo como jefe de la ciudad entera sin explicar de qué manera lo es, era, esta vez, decir la verdad pero, sin embargo, no la verdad completa ni la verdad clara: por eso nuestra última equivocación fue menor que la primera. Así pues, ayunos de modelos divinos que puedan servirnos de orientación para la determinación del político idóneo que gobierne al pueblo, el Extranjero va a determinar cuál puede ser el modelo que sira de referencia para tal menester social. Después de varias tentativas, y de definir el concepto de paradigma (Lo que constituye un paradigma es el hecho de que un elemento, al encontrarse idéntico en un grupo nuevo y totalmente distinto, se interprete en él exactamente y permita, una vez identificado en los dos grupos, incluirlo en una noción única y verdadera), el Extranjero nos propone la identificación del arte de la política con la del arte de tejer (una comparación muy de actualidad, por la referencia que ha hecho una candidata de las primarias del PSOE a la labor que se ha de realizar en el partido: coser las heridas que haya producido el descabalgamiento del anterior Secretario General). Fiel a la suerte de tecnocracia que orienta el pensamiento social de Platón, quien fía incluso el criterio de verdad al saber especializado de cada disciplina, contra la que no se puede combatir desde la mera opinión, sin disponer de la sabiduría técnica pertinente, una actividad propia de los sofistas y contra la que tan hermosas páginas llevamos leídas en los Diálogos, no es de extrañar que su reflexión sobre la política la oriente, precisamente, en la búsqueda de cuál sea el saber específico de los políticos para definir su actividad social, porque está claro que ese saber no puede ser -como lo dicta la experiencia- un saber al alcance de todos, sino de muy pocas personas, e incluso de una sola, el rey:  El carácter que debe servirnos para diferenciar estas constituciones no es ni el “algunos” ni el “muchos”, ni la libertad o la sujeción, ni la pobreza o la riqueza, sino la presencia de una ciencia, si queremos ser consecuentes con nuestros principios. (…) ¿En cuál de las constituciones dichas se realiza la ciencia del gobierno de los hombres, la ciencia que podemos decir es la más difícil y la mayor que sea posible adquirir? (…) ¿Habremos de creer que, en una ciudad, la multitud sea capaz de adquirir esta ciencia? SÓCRATES: ¿Cómo creerlo? EXTRANJERO: Y, en una ciudad de diez mil hombres, ¿acaso habría un centenar o una cincuentena que fueran capaces de llegar a poseerla de una manera satisfactoria? SÓCRATES: Según eso, la política sería la más fácil de las artes todas; y sabemos muy bien que entre todos los griegos existentes, no se encontraría, sobre diez mil, una proporción como esta de campeones del juego de los dados, sin hablar de querer encontrar otro número igual de reyes. EXTRANJERO: La forma recta de gobierno hay que buscarla solamente en uno, o bien en dos, o a lo más en algunos, para el caso en que esta forma correcta de gobierno llegue a tener realidad. A diferencia, o si no diferencia, sí un matiz en parte opuesto a lo defendido en La república, Platón va a defender en este diálogo la preeminencia del político, el rey, sobre las leyes, porque el carácter inmutable de las leyes es incapaz de lidiar con la multiplicidad de las situaciones humanas que exigen una interpretación adecuada y, sobre todo, una intervención justa por parte de la autoridad. Se trata, por lo tanto, de una potestad, la del gobierno y la justicia, que recae en una persona cuya virtud ha de hallarse íntimamente unida a su sabiduría política, un saber especializado, como ya hemos indicado, que no está al alcance de todo el mundo ni puede ser llevado a la práctica de forma común. O, como lo expone el Extranjero: Es del todo evidente que, de alguna manera, la legislación es una función regia; pero lo que más importa no es el dar fuerza a las leyes, sino al hombre regio dotado de prudencia. (…) Porque la ley no será nunca capaz de captar a la vez lo que es mejor y más justo para todos, de forma que dicte las prescripciones más útiles. Pues la diversidad que hay entre los hombres y los actos y el hecho de que ninguna cosa humana se encuentra, por así decirlo, nunca en reposo, no dejan lugar, en ningún arte y en ninguna materia, a una norma absoluta que valga para todos los casos y para todos los tiempos. (…) ¿No es por tanto imposible que lo que siempre se mantiene como absoluto se adapte a lo que nunca es así? ¿Por qué, pues, es necesario hacer leyes, si la ley no es la regla perfecta? Es preciso que encontremos la razón de esto. No obstante Platón introduce una reserva que aleja su “realeza” de la tiranía, porque Si alguien conoce leyes mejores que las de los antepasados, ese tal no tiene derecho a imponerla a su propia ciudad, sino cuando haya obtenido el consentimiento de cada ciudadano; de otra manera, no. Finalmente, y sin una capacidad suasoria excesiva, porque son muchos los puntos débiles de su argumentación, Platón descubre la esencia de la “política” en la capacidad de mediación de quien la ejerce sobre los conflictos inevitable de intereses que se producen en las sociedades, a los que califica como la enfermedad más vergonzosa que pueda haber para las ciudades. La labor del político, así pues, es la del tejedor, la de “tejer complicidades” entre los antagonistas para evitar el caos social: EXTRANJERO: ¿A qué ciencia asignaremos, pues, la virtud de persuadir a las masas y a las multitudes contándoles mitos en lugar de instruirlas?  SÓCRATES: Evidentemente, creo que esto corresponde aún a la retórica. EXTRANJERO: Ahora bien, acerca de la cuestión de saber si es necesario para con tales o cuales personas y en tales o cuales casos emplear la fuerza o la persuasión o simplemente no hacer nada, ¿a qué ciencia daremos la decisión? SÓCRATES: A la que dirige el arte de persuadir y el arte de hablar. EXTRANJERO: Pues bien, esta no es otra, imagino yo, que aquella ciencia de que está dotado el político. La que las gobierna a todas, la que tiene el cuidado de las leyes y de todos los asuntos de la “polis” y que une todas las cosas en un tejido perfecto no haremos, al parecer, más que hacerle justicia escogiéndole un nombre lo suficientemente amplio para la universalidad de sus funciones y llamándola “política”. Está tan convencido Platón de la dificultad de la acción política que llega a decir que si en lo que respecta a lo bello, al bien, a lo justo y a sus contrarios, arraiga en las almas una opinión realmente verdadera y firme, digo que se ha realizado algo divino en un linaje demoníaco. Eso divino no es otra cosa que el poder real de la política para crear la armonía social que permita el desarrollo de los individuos y de la ciudad, sin que el caos de los enfrentamientos acabe con ella: aquí se halla toda la función de este arte regio del tejido: la de no permitir nunca que se imponga este divorcio o separación entre los caracteres comedidos y los caracteres enérgicos, la de tejerlos en una unidad, por el contrario, por medio de la comunidad de opiniones, de honras, de distinciones, por medio del recíproco intercambio de prendas, a fin de hacer de ellos un tejido ligero y, como se dice, bien apretado, y confiarles siempre en común las magistraturas en las ciudades. (…) Con esto queda concluido como tejido bien hecho ese algo que urde la acción política, cuando, tomando las características humanas de energía y moderación, la ciencia regia ensambla y une sus dos vidas por medio de la concordia y la amistad y, realizando así el más excelente y magnífico de todos los tejidos, envuelve con él, en cada ciudad a todo el pueblo, esclavos u hombres libres, los estrecha juntos en su trama y, garantizando a la ciudad, sin fallos ni desfallecimientos, toda la dicha de que ella es capaz. Manda y gobierna. Se trata, ya se advierte, de un conjunto de buenos deseos que tienen poco o nada que ver con la vida real de los pueblos, porque las disensiones han predominado siempre sobre los consensos y porque esos caracteres, “comedidos” y “enérgicos”, en los que sintetiza Platón los enfrentamientos sociales, suelen andar siempre a la greña y muy raramente la política acaba de tejerlos en una sola pieza en la que ambos se sientan cómodos y felices. El Timeo o de la naturaleza, es una excursión cosmológica y biológica que no se plantea como una exploración del ser humano como ciudadano, ni las repercusiones sociales que pueda tener dicha naturaleza, sino como una fantasía poética que basada en las pocas evidencias científicas que por aquel entonces se tenían sobre el funcionamiento real del cuerpo humano y de la creación del cosmos, le permite a Platón aventurar teorías que hoy nos hacen sonreír, desde el punto de vista científico, pero no así desde el punto de vista literario, aunque la prolijidad del diálogo y el entusiasmo descriptivo de Platón sean a todas luces excesivos para un lector moderno habituado al conocimiento objetivo, científico, sobre todas esas materias. La decantación de Platón hacia  la tecnocracia: sobre ciertas realidades han de hablar aquellos que las dominan tanto a nivel teórico como a nivel práctico, lo lleva a embarcarse en una teoría cosmogónica con fundamento geométrico que  hace entre difícil e imposible seguir, a veces, su razonamiento, expresado además de una manera casi vehemente y apodíctica. El diálogo se abre con un recordatorio de cuanto se había dicho en La república sobre la clase de los guardianes y sigue con el inicio del mito de la Atlántida, para el que se utiliza la técnica literaria del “manuscrito hallado”, quizás por vez primera, aunque no sé si García Gual le otorgaría ese lugar de privilegio en la formación del tópico, pero la afirmación de Critias en el diálogo de su nombre no deja lugar a dudas: los manuscritos mismos de Solón estaban en cada de mi abuelo, actualmente se hallan todavía en mi casa y yo los he estudiado mucho en mi juventud. Sea como fuere, lo cierto es que Critias va a leer un texto elaborado por su bisabuelo a partir de las revelaciones de Solón, uno de los siete sabios de Grecia, como nadie ignora, quien, a su vez, reproduce el contenido de los escritos que los sabios egipcios crearon sobre los orígenes de Grecia y sobre la Atlántida, imperio contra el que lucharon los griegos antes de sucumbir ambos, el ejército griego y la propia Atlántida tras uno de los grandes diluvios de los tiempos remotos. Estamos, se advierte, en esa frontera entre la historia y el mito que acaba decantándose hacia el mito, como lo veremos más tarde en el Critias inacabado. Comencemos por el final: Al final de razonamiento verosímil hay que decir que el mundo es realmente un ser vivo, provisto de un alma y de un entendimiento, y que ha sido hecho así por la Providencia del Dios. El Demiurgo, creador del cosmos y de los seres vivos, lo primero que crea es el alma, tomándose como modelo a sí mismo, de ahí que, desde el inicio del cosmos, haya dos realidades muy distintas: la del alma igual siempre a sí misma y la del alma unidad al mundo sensible, a la Tierra y a los seres vivos. Esa doble realidad, casi una doble naturaleza de todo lo creado va a marcar el dualismo platónico entre el mundo autosuficiente, bello y sabio de las ideas y el mundo de la realidad que aspira a elevarse hacia él: Toda esta composición el Dios la cortó en dos en su sentido longitudinal y, habiendo cruzado una sobre otra las dos mitades, haciendo coincidir sus puntos medios como una X, las curvó para unirlas en círculo, uniendo entre sí los extremos de cada una, en el punto opuesto al de su intersección. Los rodeó del movimiento uniforme que gira en el mismo lugar y, de los dos círculos, hizo uno interior y el otro exterior. Destinó el movimiento del círculo exterior a ser el movimiento de la sustancia de lo Mismo; y el del círculo interior a ser el de la sustancia de lo Otro. He de reconocer que en la exposición platónica de la naturaleza de ambos mundos, el ideal y el real, entra en juego una dimensión especulativa de origen matemático que se me hace difícil de seguir sin escepticismo. Lo que está clara es la correspondencia entre lo que llamaremos el macrocosmos y el microcosmos, puesto que ambos son creación del Demiurgo y el alma de ambos es de la misma naturaleza, con la única diferencia de la imperfección  que afecta al segundo: Debido a todas estas afecciones o modificaciones, el alma, desde el momento de su nacimiento, cuando acaba de ser encadenada a un cuerpo mortal, es al comienza y primitivamente loca. Pero cuando disminuye la afluencia de sustancias que nutren y hacen crecer el cuerpo y cuando de nuevo, al volver a conseguir la calma, las revoluciones del alma siguen su propio camino y se afirman más y más en él a medida que pasa el tiempo, y las revoluciones de cada uno de los círculos comienzan a enderezarse regularmente, según la figura que les es natural, estas revoluciones se estabilizan; ellas dan ya a lo Otro y a lo Mismo sus nombres exactos y ellas hacen de manera que el que las posee adquiere la sensatez. Si, junto a esto, viene a sumarse al proceso un buen metido de educación, el sujeto vuelve a ser normal y a estar totalmente sano, y escapa así a la más grave de las enfermedades. Por el contrario, si se ha sido negligente y se ha llevado una vida sin equilibrio, entonces se retorna nuevamente al Hades, a estado de ser inacabado e insensible. Respecto de la creación de la especie humana, Platón sigue marcando las diferencias entre ambos planos, macro y micro, basándose en la doble naturaleza de la Tierra y los seres humanos, hijos de la necesidad y de la inteligencia, y el cosmos, hijo de la sabiduría, el bien y lo bello: Habiendo recibido de él el principio inmortal del alma, han envuelto este principio con el cuerpo mortal que lo acompaña; le han dado como vehículo el cuerpo entero. Además modelaron en él otra especie de alma, la especie mortal. Esta conlleva consigo pasiones temibles e inevitables. En primer lugar, el placer, ese incentivo poderosísimo para el mal; los dolores, luego, causas de que abandonemos el bien; y luego aún, la temeridad y el miedo, consejeros estúpidos; el apetito sordo a todo consejo y, finalmente, la esperanza, tan fácil a la decepción. Han mezclado todo esto a la sensación irracional y al amor dispuesto a arriesgarlo todo. Y así han compuesto, siguiendo procedimientos necesarios, el alma mortal. (…) [ El cuello es el istmo que separa la cabeza y su alma espiritual del resto del cuerpo, con su alma corporal:] Con este fin, dispusieron una especie de istmo o de límite entre la cabeza y el pecho y han colocado entre ellas el cuello para mantenerlas separadas.  La inmortalidad del alma del cosmos frente a la mortalidad del alma individual es producto de esa inextricable relación entre el alma y la materia que caracteriza a los seres humanos, hechos para dominar el mundo a imagen y semejanza del Demiurgo que domina el cosmos. En la escala jerárquica biológica de Platón me ha llamado mucho la atención el hecho de que considere a los árboles como la especie viva más próxima a nosotros, y ello porque los árboles se afirman en las raíces y crecen hacia los cielos y el ideal, mientras que las especies animales viven atadas a la tierra por sus cuatro, ocho o ningún pie, en el caso de los reptiles, en señal de dependencia, de esclavitud. De hecho, en la descripción de la naturaleza humana, Platón, con una hermosa imagen de tipo surrealista, nos dice que los cabellos de la cabeza, separada del resto del cuerpo por el istmo del cuello, son nuestras raíces. Antes de seguir, conviene no olvidar la precaución expresada por Timeo en su largo discurso: Yo, el que habla, y vosotros que juzgáis, no somos más que hombres, de manera que en estas materias nos basta aceptar una narración verosímil y no debemos buscar más. Ahora bien, cuando Platón entra de lleno en el análisis de las almas del cuerpo, su ubicación fisiológica y demás características, aquella verosimilitud de la que  habla acaba lindando con la poesía o con la ficción metafísica (si es que esto no es un pleonasmo per se): Hizo el hígado espeso, liso, brillante dotado de dulzura y de amargura: de esta manea la vehemencia de los pensamientos que proceden del entendimiento se proyecta sobre él como sobre un espejo que recibe rayos de luz y permite la aparición de imágenes. Con ello el entendimiento asusta al hígado. (…) Utilizando la dulzura que encierra el mismo hígado, rehace y libera todas sus partes llanas y lisas. Y vuelve así alegre y serena la parte del alma que habita en torno al hígado. Durante la noche, la calma la hace capaz, en el sueño, de hacer uso de la adivinación. (…) En efecto, ningún hombre dotado de su sano juicio llega a la adivinación de origen divino y verídica, sino que es necesario que la fuerza de su espíritu esté trabada por el sueño o la enfermedad, o bien que se haya desviado en una crisis de entusiasmo. Y aquí conviene recordar, porque es lo congruente con las doctrinas platónicas, la etimología de entusiasmo, “rapto divino”. Recordemos, además, que, para Platón, el hígado forma parte, así mismo, del sistema auditivo: El movimiento que determina ese choque, que comienza en la cabeza y acaba en la región del hígado, es la audición. La teoría creacionista de Platón no pierde de vista esa dualidad materia-espíritu a la que hemos de responder tratando de hacer lo posible para lograr el equilibrio y, sobre todo, la preeminencia de la inteligencia que aspire a captar el mundo puro y esencial, ideal, del Demiurgo. En esa lucha que el cuerpo ha de sostener contra sí mismo para superar el anclaje a la bestialidad que supone nuestra materialidad, y ahí están nuestras muchas almas corporales y la necesidad de que la inteligencia las domine a todas, las meta en cintura, Platón recomienda la mejor estrategia posible, ayer, para hoy, y quizás para siempre, si la ciencia no lo impide: Es pues necesario que el matemático y todo aquel que ejerza enérgicamente alguna actividad intelectual dé también movimiento a su cuerpo y practique la gimnasia. (…) En consecuencia, de entre todos los medios de purificar y disponer el cuerpo, el mejor es el que se consigue por medio de os ejercicios gimnásticos, porque, como ya había dicho Timeo al comienzo  de su discurso: El Dios, en cambio,  ha formado el alma antes que el cuerpo: la ha hecho más antigua que el cuerpo por la edad y la virtud, para que ella mandara como señora y el cuerpo obedeciera. Renuncio a reproducir siquiera en esbozo la minuciosa descripción que hace Platón de la organización social y la disposición física de la Atlántida, que es el meollo del diálogo Critias o la Atlántida. Baste decir, si acaso, que la disposición en círculos concéntricos separados unos de otros por canales de agua, como si se tratara de una Venecia circular, tiene un poderoso atractivo para el lector. La Atlántida la presenta Platón como la realización histórica de su República, con unos “guardianes” que se atienen a lo establecido en su diálogo político. La descripción de la isla responde al mito de la Edad de Oro y el Paraíso perdido, si bien puede también ser entendido como  el primer relato utópico: el bien exento de mal, que solo perece, como es lógico que así suceda, por causa natural, no porque su perfección se hubiera pervertido, porque entonces perdería, la narración, ese carácter utópico.

Las “Elegías” de Sexto Propercio o el siervo libre de amor…

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Manual para devotos enamorados: las Elegías de 

Propercio o la voz inconfundible del amor que

traspasa las fronteras de la muerte.


La lectura de los clásicos siempre depara sorpresas y, en este caso, una tan estupenda como la de leer a quien tuvo una influencia determinante en la creación, para mi gusto, de uno de los mejores sonetos de la lírica en lengua castellana, Amor constante más allá de la muerte, de don Francisco de Quevedo: Sexto Propercio, nacido en el 50 a.C. en Asís. No solo influyó Propercio en Quevedo, por supuesto, sino en Rojas, en Herrera, en Medrano, en Bécquer, en Cernuda, en Alberti, en Goethe y en tantos cuantos fueron sensibles a la poderosa voz lírica con que el poeta de Asís supo plasmar el proceso de amores en un conjunto de poemas que, en el siglo XIV, imitaría Petrarca en su Cancionero, cuando andaba afanado en rescatar para la posteridad el nombre y la obra del lírico latino. Es cierto que Catulo, más lascivo que él, tiene más fama, pero hay en Propercio una espontaneidad en la manera de afrontar los numerosos lances amorosos que lo convierten en un poeta muy cercano a quienes también se hayan visto inmersos en esa vorágine de sentimientos encontrados que el poeta latino describe con sutileza e inspirado lirismo. Propercio, sin embargo, no es original, pues él aspira a incluirse entre el selecto grupo de poetas que dedicaron su obra a una enamorada, como lo refleja en sus propias poesías, puesto que en sus poemas no solo tienen cabida los amatorios dedicados a Cintia, sino algunos de carácter metapoético y no pocos de ellos de carácter civil, e incluso algunos de naturaleza épica, por más que él supiera que no era ese el camino que había de recorrer su musa, como señala en el poema Elegía, no épica: ¿Qué tienes tú que ver, loco, con esa corriente de agua?/¿Quién te ha mandado emprender la tarea del verso heroico?/No debes esperar de aquí, Propercio, fama alguna. En el poema titulado Méritos poéticos de Propercio es en donde cifra él su canon particular, en el que le gustaría ser incluido: ¿De qué te ha servido ahora la sabiduría de tus libros socráticos/ o poder describir la naturaleza de las cosas?/¿O de qué te sirve la lectura de los versos del poeta ateniense?/De nada sirve vuestro anciano en un gran amor./Imita más bien en tus poesías a Filetas de Cos/y el Sueño del nada florido Calímaco./ Estas canciones también componía Varrón, terminado su Jasón,/ Varron, pura pasión por su Leucadia;/ estas canciones cantaron también los escritos del lascivo Catulo,/ que hicieron a Lesbia más famosa que la misma Helena;/ estas canciones proclamaron también las páginas del docto Calvo,/ cuando cantaba la muerte de la desgraciada Quintilia:/ y ¡cuántas heridas a causa de la hermosa Licoride Galo, ha poco/fallecido, lavó en las aguas del Infierno!/ Cintia con mayor razón será alabada por el verso de Propercio/ si la Fama tiene a bien colocarme entre estos poetas. Estamos, así pues, ante un poeta que no solo no lucha contra la tradición, sino que la reconoce y quiere ser incluido en ella. De hecho, Filetas de Cos y Calímaco, serían los iniciadores de la corriente elegíaca amatoria en la que se inscriben cuantos el propio Propercio ha fijado en su canon. Recordemos, porque viene a cuento, que Filetas de Cos fue un filólogo, un erudito, además de poeta, y que Calímaco, además de poeta, claro, fue bibliotecario de la Biblioteca de Alejandría, lo cual indica lo cerca que anda siempre el espíritu poético del cultivo científico y estilístico de la lengua. La historia de Propercio y Hostia -nombre real de a quien el poeta se refiere con el poético Cintia- dura cinco años, pero incluso en el último de sus libros hay un hermosísimo poema, Aparición de Cintia, en el que la enamorada, desde más allá de la muerte, se dirige a Propercio para asegurarle que, aunque ahora lo posean otras, llegará el día en que, solo ella lo poseerá, porque, como abre el poema: Existen los Manes: la muerte no lo acaba todo,/ y una pálida sombra se escapa de la pira extinguida. Hemos de recordar también, para quienes aún no se hayan ejercitado en la lectura de Propercio, que la amada escogida respondía a un modelo también fijado por la tradición, el de la puella docta, es decir, no solo una belleza física, sino un ser lleno de gracia, saber estar y cierta formación artística, literaria, musical, etc. Tengamos presente que estamos ante una pasión arrebatada, ante un auténtico amor fou que vuelve loco a quien lo sufre, y de ahí los extremos a que llegan los amantes y las pasiones extraordinarias que viven ambos, sobre todo el poeta, la voz cantante, podríamos chistosear, de tal proceso de amores. Las elegías están llenas de afortunadas expresiones de la pasión amorosa que no nos sonarán extrañas ni rebuscadas, porque, a su manera, algunas se han fijado en esquemas narrativos propios de la poesía popular, como no ignoraban los autores de Tatuaje, Valerio, León y Quiroga: Y no dejaré de preguntar con insistencia a los marineros: /“Decidme, ¿en qué puerto está retenida mi amada?”, /Y añadiré: “Aunque esté en la orilla de Atracia,/y aunque en las de Iliria, ella ha de ser mía, o en expresiones de tipo coloquial que incluso han servido como título de película:   ¿Qué he hecho para merecer esto? A lo largo de las elegías va a ir emergiendo una visión del amor y, sobre todo, de la mujer, que contribuirá a fijar, por una parte, el ideal del amor único, apasionado, devoto hasta la esclavitud (Te juro por los huesos de mi madre y de mi padre/(si miento, ¡caigan, ay, sobre mí las pesadas cenizas de ambos!)/que yo seré tuyo, vida mía, hasta las últimas tinieblas:/La misma felicidad, el mismo día nos arrebatará a los dos./Y aunque ni tu renombre ni tu belleza me retuvieran,/Podría retenerme la dulce esclavitud a tu persona), y, por otra, el de la mujer como un ser cruel y de insatisfecha lascivia, siempre dispuesta a preferir el interés al amor, y fuertemente caprichosa: Pero a vosotras os es fácil urdir mentiras y engaños:/Esto es lo único que la mujer siempre ha aprendido.. Ninguna descendencia más directa de las elegías de Propercio que la novela sentimental del XV, las famosas narraciones Siervolibre de amor y Cárcel de amor, de Juan Rodríguez del Padrón y de Diego de San Pedro, esta última, por cierto, el primer best-seller europeo del que se tiene noticia. La esclavitud voluntaria de Propercio no está muy lejos, al menos en la expresión, de lo que Unamuno sentía por Concha, su mujer: Tú eres mi única casa, tú, Cintia, mis únicos padres,/tú, cada instante de mis alegrías. Ni siquiera un tópico de las relaciones amorosas como las inscripciones en las cortezas de los árboles falta en este “manual” de amores: Vosotros seréis testigos, si es que un árbol conoce el amo,/ haya y pino, queridos del dios de Arcadia./¡Ah, cuántas veces resuenan mis palabras bajo vuestras sombras/y se graba el nombre de Cintia en las tiernas cortezas! Pero no cabe duda de que el momento culminante de la emoción lectora es advertir en el poema 19 de Propercio,  Amor más allá de la muerte, el origen inequívoco del soneto quevediano: No temo yo ahora, Cintia mía, los tristes Manes/Ni me importa el destino debido a la postrera hoguera,/Pero que acaso mi funeral esté privado de tu amor,/Ese miedo es peor que las exequias mismas./No tan superficialmente entró Cupido en mis ojos/ Como para que mis cenizas estén libres de tu amor olvidado./(…)/ Allí, sea lo que fuere, siempre seré tu espectro:/ Un gran amor atraviesa incluso las riberas del destino./(…)/ Aunque los Hados te reserven una larga vejez./ Queridos sin embargo serán tus huesos a mis lágrimas./ ¡Que esto mismo puedas tú sentir viva sobre mis cenizas!/(…)/ Mientras podamos, gocemos juntos de nuestro amor:/ El amor, dure lo que dure, nunca es demasiado largo. Está claro que la condensación poética de Quevedo supera con mucho la elegía de Propercio, pero el mismo fuego de la emoción lectora consume al lector de ambos.  Constantemente, Propercio nos alecciona sobre las múltiples fases que pueden vivirse en un proceso de amores como el suyo, y los lectores las vamos identificando, dándole unas veces la razón y reconociendo siempre su maestría a la hora de identificar el origen de los males y de los éxtasis, como ocurre en el poema 4 del Libro II, donde sentencia, desde el título, algo que es de dominio común: El amor no tiene cura: Pues, ¿de qué falso adivino no soy yo una presa?/¿qué vieja no revuelve diez veces mis sueños?/Pues en el amor no vemos las causas ni los golpes directos:/ Ciego es el camino por donde, sin embargo, llegan tantos males./Este enfermo no necesita de médicos, no de blando lecho,/A este no le perjudica ningún estado del tiempo o el viento;/ pasea… ¡y de pronto sus amigos están viendo a un cadáver!/ Así es de sorprendente lo que se supone que es el amor. Recordemos que en el poema dedicado a la Infidelidad de Cintia, el poeta, no obstante, se atiene a un principio de realidad que, sin desmentir la pasión extraordinaria, la mienta sujeta a cauces ordinarios, de reacción: No sentirás tú dolor alguno, excepto la primera noche:/Todos los males en el amor, si los superas, son livianos. Con todo, Propercio fija un tipo de relación amorosa en el que, para mal de nuestra época, que ha hecho de las relaciones individuales entre enamorados una cuestión social de planes quinquenales e inversiones, hay una violencia expresa que, para nuestro mal, ya digo, se identifica con la verdadera llama de la pasión, tal y como se expresa en el poema titulado Riñas de amor, que hoy sería no solo visto con recelo, sino seguramente sometido al lecho de Procusto de la corrección política: Dulce me resultó la bronca de ayer a la luz de los candiles,/y las maldiciones sin cuento de tu boca furiosa,/cuando, enloquecido por el vino, empujaste la mesa y contra mi/arrojaste copas repletas con manos furiosas./¡Pero, venga, atrévete a tirarme de los pelos/y a marcar mi cara con tus lindas uñas;/amenázame con quemarme los ojos con el fuego de una antorcha/y desnuda mi pecho rasgándome la túnica!/
Son síntomas evidentes de una pasión sincera:/pues ninguna mujer sufre si no es por un amor profundo./(…)/No es verdadera la fidelidad que no experimente riñas:/¡a mis enemigos toque una amada insensible!/(…)/ En el amor quiero sufrir o sentirte sufrir,/ver mis propias lágrimas o las tuyas./(…)/Detesto los sueños que nunca arrancan suspiros:/quisiera estar siempre pálido cuando ella está airada./ Ya  he dejado escrito que incluso al final de su obra poética y de su vida, porque Propercio murió joven, en la treintena, como muchísimos poetas, como el propio Catulo, como Byron, como Espronceda, como Larra, como Garcilaso, como Jorge Manrique…, aún la presencia de Cintia tiene un poder sobre su obra y sobre él que lo marcan, definitivamente, como uno de los grandes amadores, al estilo de Abelardo o del inmortal, también por ficticio, Romeo. Pero para acabar esta presentación algo apresurada y un si es no es esquemática de la obra de Propercio, quiero transcribir un poema lleno de inspiración y delicadeza, Quejas de la puerta de Cintia, que me ha parecido delicioso, de invención y de elocución. A su manera, el poema sigue uno de los rasgos de la terapia Gestalt a la hora de hacer un análisis de los sueños, el que, acaso, sea el más original de los inventados por Fritz Perls a lo largo de su vida errante en pos del reconocimiento para su terapia y su propia persona, lo que solo le fue dado muy cerca ya de su propia muerte. Perls les pedía a los participantes en las terapias que, a la hora de describir sus sueños, no los “contaran”, sino que los “vivieran”, esto es, que se convirtieran en todos y cada uno de los elementos aparecidos en ellos, que asumieran su identidad con ellos y que hablaran desde su condición de camino, cuchillo, palangana, armario, carretera, esposa, ola, bombilla…, ¡todo, en definitiva, con lo que fuera que se hubiera soñado! Algo así, aunque no relacionado con un sueño, es lo que hace Propercio, adoptar la personalidad de la puerta de Cintia y quejarse, en un discurso entrañable que, a buen seguro, dejará tan buen sabor de boca a los intelectores de este Diario, que ya me imagino a las librerías desbordadas por las peticiones de las elegías de Propercio, ¡ojalá!:

16. Quejas de la puerta de Cintia.
Yo, que antaño fui abierta para grandes triunfos,
Puerta conocida por el pudor de Tarpeya,
Y cuyos umbrales, humedecidos por las lágrimas de los prisioneros
Suplicantes, adornaron con frecuencia carros de oro,
Ahora, herida por las peleas nocturnas de borrachos,
Me quejo de ser a menudo golpeada por manos indignas;
Nunca me faltan vergonzosas guirnaldas que cuelgan sobre mí
Ni ver antorchas tiradas, señales de enamorados excluidos.
Y no puedo alejar de mí las noches infamantes de mi dueña,
Yo, noble ultrajada con poesías obscenas;
Ella tampoco se preocupa de mirar por su buen nombre, pues vive con másdesvergüenza que la que permite el desenfreno de la época.
Entre estas cuitas se me obliga a llorar con graves lamentos,
Muy triste a causa de las largas guardias del enamorado                                                                                                     [suplicante. 
Este nunca consiente que mis jambas descansen,
Entonando versos con melodiosos requiebros:
‘Puerta, más cruel incluso que tu misma dueña,
¿por qué, atrancada, callas con hojas que me son tan esquivas?
¿Por qué, cerrada, no admites nunca mi amor,
sin saber, conmovida, responder a mis súplicas furtivas?
¿Es que no se concederá fin a mi dolor
y dormiré vergonzosamente en tu indiferente umbral?
De mí la media noche de mí, aquí tirado, las estrellas que llenan el
Cielo, y la fría Aurora con el hielo de la mañana de mí se                                                                                                     [compadecen:
Tú eres la única que nunca sientes compasión del sufrimiento 
humano y respondes por tu parte con tus goznes callados.
¡Ojalá mi débil voz, a través del hueco de una rendija
Pueda llegar a herir los oídos de mi amada!
Y, aunque ella aguante más que la roca de Sicilia
Y sea más dura que el hierro de los cálibes,
Sin embargo, no podrá contener el llanto
Y entre sus lágrimas se le escapará sin querer un suspiro.
Ahora duerme reclinada en los brazos afortunados de otro,
Y mis palabras se pierden en el Céfiro de la noche.
Pero tu sola, tú eres, puerta, la causa mayor de mis penas,
Jamás doblegada por mis regalos.
A ti no te he ofendido con ningún insulto salido de mi lengua,
Como los que suele bebida lanar contra lugares ingratos,
Por tolerar que yo, ronco por tan prolongados lamentos,
Pase en vela angustiosas esperas en las esquinas.
‘Por el contrario, en tu honor he elaborado a menudo poesías
Inéditas y estampé besos, apoyándome en tus gradas.
¡Cuántas veces, pérfida, me volví a tus jambas
y ofrendé votos obligados, ocultando mis manos!’
Esto dice el suplicante y lo que bien sabéis los desgraciados
Enamorados, de todo lo cual hace eco el canto de los gallos.
Así yo ahora, por los vicios de mi dueña y los llantos del eterno
Enamorado, me veo condenada a perpetuo desprecio.


“Guía y avisos de forasteros que vienen a la corte”, o el protocostumbrismo de Antonio Liñán y Verdugo.

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En la estela de Timoneda y su Patrañuelo, la Guía… de Liñán y Verdugo acota el territorio de la escena costumbrista con una excelente prosa barroca.

Habremos de comenzar por hacer caso a la crítica especializada y someternos a ciertas evidencias que aconsejan otorgar la autoría de esta obra a Fray Alonso Remón, quien escogió un pseudónimo que se aviene a la perfección con el propósito moral, ejemplificador, de sus historias:  Liñán y Verdugo, aliña sus consejos con unas narraciones ad hocy pone en la picota, como es lo propio del verdugo, los vicios de la que él bautiza como  Babilona madrileña. Las pruebas no son concluyentes, pero todo indica, análisis estilístico incluido,  que la autoría pertenece al fray socarrón que se lo pasó estupendamente hilvanando Avisosy novelas y escarmientos para el recién llegado al que alecciona un Don Antonio que, como se suele decir, es gato viejo y se las sabe todas, que no son otras que las narraciones ejemplares con que acompaña los avisos que le brinda al joven recién llegado al proceloso mar de la Corte. Desde casi un siglo antes, el Menosprecio de corte y elogio de aldea, de Antonio de Guevara, prevenía ya a los lectores de los peligros sin par de la Corte y la brújula de navegar que habían de llevar quienes se engolfaran en aguas tan peligrosas. Mala prensa tuvo siempre la Corte y pábulo de mil fábulas fueron las pretensiones de los medradores y oportunistas que en ella buscaron alivio a sus muchas necesidades u ocasión propicia para que prosperara su fortuna. Ese es el fundamento del libro de Remón, autor teatral que compartió cierto renombre con el mismísimo Lope de Vega, y que recibió elogios del propio Lope -a quien a su vez él elogia en la Guía-, de Cervantes y aun de Quevedo. Sería, sin duda, su condición de eclesiástico la que lo indujera a utilizar el pseudónimo, como tantos religiosos han hecho a lo largo de nuestra historia literaria. Fue compañero de orden de Tirso de Molina, aunque, ¡váyase a saber por qué rivalidad o celos o lo que fuese!, no se conservan noticias de una estrecha relación entre ellos, que ambos se perdieron, está visto. Destacó como orador sagrado, una actividad que trasladó a obras doctrinales como La espada sagrada y arte para nuevos predicadores (1616) o La casa de la razón y el desengaño (1625), dos volúmenes cuyos títulos me incitan a leerlos, si los encuentro, cuanto antes  pueda, una vez que satisfaga una deuda onerosa que contraje con los votantes de Gorjeolandia y que me lleva a iniciar mañana, tras mi operación de menisco, la lectura de los Episodios nacionales de Galdós, de todos. Ya me imagino que, por los títulos, no deben de andar muy lejos de aquellos infolios que satirizaba Isla en su Fray Gerundio de Campazas, una larga novela para la que no creo que existan ya lectores, a pesar de sus virtudes y de su excelente humor. El catedrático Ángel Romera, fija bien la paternidad de Remón: Como autor dramático el tema más persistente a través de sus obras es la llegada a la corte de un extranjero, los peligros que corre, los malos compañeros, y los engaños que le ocasionan. Encuéntrase en las obras de casi todas las épocas del teatro remoniano: en el auto El hijo pródigo(1599), Santa Catalina (1599), el segundo acto de la obra ¿De cuándo acá nos vino? (1610-1615) [obra escrita, por cierto, en colaboración con Lope de Vega], aunque un poco alterado, y Las tres mujeres en una (1609-1610). Tampoco falta en casi todos los cuentos de la Guía y avisos de forasteros, sirviendo además de tema central y estructural para todo el libro. Una similitud temática que abona la justa adscripción de la obra de Liñán a Remón. Por si hicieran falta más pruebas, la primera noticia sobre esta obra aparece en un libro publicado un año antes por Remón:  Vida ejemplar y muerte del Caballero de Gracia, Madrid, 1619, por lo que es posible que, aun publicada con posterioridad a la biografía de Caballero de Gracia, estuviera ya escrita un año antes de su publicación. Con todo, y dado el carácter ejemplarizante que tiene la obra, dentro de la total ortodoxia católica de la época, Remón sostiene en la Guía una opinión muy crítica respecto del teatro: ¿Sabéis lo que siento de las comedias?, lo que de los coches, que si fueran menos, fueran menos dañosos. (…) De obscenas a escenas pocas letras hay… La obra consta de ocho avisos y catorce novelas y escarmientos en los que, en un desarrollo narrativo se ejemplifica el aviso que se le da al joven don Diego, recién llegado a la Corte. Resumamos los avisos, pues ellos nos darán una idea de cuál es la temática de las “novelas”: Aviso I: el peligro que coge en tomar posada; aviso II: qué amigos elige; aviso tercero: que mire por qué calles pasea; aviso cuarto: que mire en qué manos da y en qué manera de hombres pone la solicitud de sus negocios; aviso quinto: que huya el forastero de los entretenimientos vanos; aviso sexto: que el forastero se guarde y huya de otra manera y suerte de hombres;  aviso séptimo: A donde se le enseña al forastero, si fuere mozo y quisiera tomar estado en la Corte, cómo se haber en ella; aviso octavo: cómo ha de repartir el tiempo y acudir a sus ocupaciones cristianamente. Para lo último, ya que estamos al lado, cierra Remón su libro con una prolija enumeratio de todos los templos de Madrid donde el joven recién llegado puede cumplir con la obligación piadosa de oír misa diariamente. De igual manera, el objetivo del aviso nos permite ver en todo su esplendor el método compositivo de Remón/Liñán, porque como las buenas polianteas de la época, la Guía es, por el mismo precio, un compendio de los mejores aforismos y apotegmas legados por la tradición y que, sin duda,  Remón fijó en sus estudios en Salamanca. La Guía actúa, por lo tanto, una suerte de prontuario ético abastecido por una tradición de apotegmas y aforismos que corrieron entre los creadores desde la Edad Media, del mismo modo que los compilaciones de latinismos, como el que usaba Lope, por ejemplo. Sigamos en el final para advertir el modo como se introducen en la narración:  También quiero avisar -dijo el Maestro- a nuestro forastero, que sea cortés en las palabras y bien criado en sus acciones, de modesta presencia y de mirar humilde; no intente sus cosas con soberbia, que es vicio aborrecido en todas partes y en nadie parece peor que en el negociante y en el pobre. “Ignorancia sobrada es -dijo Sófocles- venir a rogar y entrar mandando”. (…) [Sin pasarse de precavido, claro, porque] al hombre vergonzoso el diablo lo trajo a palacio. (…) Y Séneca dijo en sus Proverbios: “el que ruega con temor enseña a negar al que ruega”. El libro se abre con un denuesto de los pleitos, muy del estilo de la época: Terribles cosas son pleitos -dijo don Antonio-: consumen las vidas, gastan las haciendas, desasosiegan los ánimos, perturban el entendimiento, quitan el sueño, resucitan bandos olvidados y engendran pasiones no imaginadas, que supera con mucho el estilo cuatrimembre de la obra de Antonio de Guevara, tan peculiar. Por eso inmediatamente añade el recuerdo de los dos preceptos de Delfos que, siendo también de Chilón, tan olvidados andan respecto del famosísimo Conócete a ti mismo, estos son: no codicies la hacienda ajena y Huye los pleitos. La Guía es, a los efectos de la construcción del carácter, una suerte de libro de “Educación y mundología”, como el que recuerdo haber leído ya a mis 13 años, ¡el único que leí hasta los quince, y no completo!, que va desgranando consejos de todo tipo relativos al comportamiento en la ciudad, a la dieta, al cumplimiento de los deberes religiosos, al vestido, a la bebida y a la comida en compañía, a la cortesía debida a tirios y troyanos, etc. Junto a mensajes propios de los aforismos de Hipócrates, quien dio nombre al género aforístico: El manjar moderado y la bebida templada conservan la vida con buena salud, enseguida aparecen los inevitables argumentos de autoridad: Séneca: Más se ja de mirar con quién se come y bebe, que no lo que se bebe y come. O Inocencio [Tratado de la vileza y miseria de la condición humana]: ¡Cuántos daños hizo la gula desde que cerró el Paraíso Terrenal!  Pero a este intelector le complacen mucho las noticias costumbristas, aquellas propias de las sociedades de una época determinada, como la de que en la universidad de Alcalá de Henares bachiller de estómago se llamara  a los que no sabían expresar vocalmente el concepto mental. El carácter de poliantea del libro de Remón lo convierte en una lectura entretenida en la que no solo se queda uno con una imagen muy fidedigna de la España del XVII, sino que, por el mismo precio, va acumulando esos saberes inútiles que tanto ayudan a mejorar la cultura general que resulta imprescindible para ser tenido por una persona de amena conversación, uno de los requisitos del caballero o la dama discretos e ingeniosos. Noticias al estilo de la muy famosa referencia a la frase quevediana: la necesidad tiene cara de hereje, una deformación espontánea o deliberada del latinismo jurídico necessitas caret lege, que en realidad quiere decir “la necesidad carece de ley”. Recurre incluso a la cita espúria si ello le permite cerrar brillantemente una anécdota o una escena: No faltó quien atribuyese al Rey don Alonso el Sabio aquel parecer y sentencia, de que las cosas no se habían de labrar fijas sino sobre un timón o quicio, como los navíos, para que si saliese malo un vecino se pudiesen mudas las puertas y ventanas a mejor aire, y a mejor vecindad, ¡de tantísima actualidad en estos tiempos okupados! Y no puede faltar, dada la época, una referencia a las obras de saberes oscuros, a esos sucesos naturales sin explicación científica que acaban cayendo en el oscurantismo de la superstición: A propósito de un dicho común: Podríamos decir de estas calles al revés, lo que de la albahaca, que ella cuanto más pisada huele más bien y ellas más mal. No tarde un contertulio en introducir ese mundo de lo extraordinario, a medio camino entre la teratología y lo fabuloso: De la albahaca he oído decir (y aun pienso que lo he leído) una cosa notable, que el olerla a menudo hace tanto daño al cerebro, que muchas veces ha causado espantosas enfermedades. Como que a un aficionado a olerla mucho, le creciera en el cerebro un sapo, por ejemplo. Referencia que leyó en Jerónimo Cardano, en su libro De Varietate rerum.  Teniendo en cuenta la condición de religioso del autor, nadie espere una posición exesivamente liberal sobre la mujer, porque, al respecto, Remón se ciñe a una misoginia de larga tradición en las letras españolas; con todo, no es menos cierto que destellos hay, de ese liberalismo, que contrarrestan algunas afirmaciones respecto de la mujer que pueden y deben considerar, por más que sean hijas de su época, injuriosas: Así, del mismo modo que describe a las criadas -mal sempiterno de las casas, por quienes entra el mal a robar la virtud de sus habitantes-: Las criadas eran estas gitanas españolas maestras de la jerigonza, que les habían enseñado sus dueños y, debajo de su retórico fregonil, a lo mesurado y zonzo, se atrevieran a vender a Ulises en buen mercado, juzga un atraso penoso el analfabetismo femenino:  Este no saber leer las mujeres, que quiera que digan maldicientes, es grande falta o que siga instaurada la cruel ley del casamiento forzoso en el que…, pero Remón lo dice mejor: En este al mundo que alcanzamos, no se casan las doncellas por hermosas, sino por bien hacendadas, y ya primero se preguntan la dote que por la calidad y virtud. Desde la casa que ha de tomar, hasta las personas con que ha de tratar o las mozas susceptibles de serles propuesto matrimonio y las prevenciones con que ha de entablar contacto con los demás, la Guía puede entenderse también como un estandarte del Desengaño contra los crédulos que, de siempre, han invadido la ciudad confundiéndola con el Reino de Jauja. En ese camino, como ya hemos indicado, los argumento de autoridad de los filósofos grecolatinas y aun de los Padres de la Iglesia van a levantar un edificio de consejos que conviene tomar al pie de la letra. Dejo para el final la transcripción de una breve descripción llena de sabor barroco de un mozo entre estudiantón y valentón y su osada amiga. Me ciño ahora a esas lecciones intemporales para el ser humano que se prodigan en la Guía sin que en ningún momento el intelector se considere abrumado o sentado en el escaño de un aula magna, porque Remón no solo las introduce en el momento adecuado y ceñidas a la narración que ilustre el aviso pertinente, sino que, aunque así no fuera, el interés objetivo de las mismas hace imposible que el lector recibiera las hipotéticas digresiones como un estorbo. Pongamos por caso el “tiempo”: Es el tiempo una joya preciosísima, es el caudal que nos dieron para que nos supiésemos aprovechar de la ganancia de él; y es cosa muy lastimosa y digna de llorar en lo poco que estimamos su pérdida, con qué facilidad le gastamos vana y viciosamente y le dejamos pasar, como si el tiempo pasado y perdido una vez, estuviese en nuestra mano el volverle a nuestro poder para emplearlo mejor. Establecida la tesis general, pasamos a los argumentos de autoridad pertinentes y de obligada comparecencia: De todo son avaros los hombres (dijo Séneca en un tratado que intituló De la brevedad de la vida); el oro dan de mala gana, las joyas, las pensiones y otras cosas de menor estimación; y llegado a tratar del empleo del tiempo, con facilidad y con prodigalidad grande lo dan a quien lo quiere de balde, al juego, a la chacota, a la murmuración y a otros vanos entretenimientos, y aun viciosos y culpables, que es lo peor. Y de ahí sale una convicción tan profunda, que por fuera ha de repetirla en la conclusión del libro, como no podía ser de otra manera:  Me parece que habremos cumplido si le enseñaos a repartir el tiempo, que es un arte y facultad de tanta importancia, que dijo Anaxágoras, que quisiera más saber repartir el tiempo de su vida, que saber toda la filosofía natural perfectamente. Y Simonedes, según refiere Estobeo, en el sermón 95, dijo que todo el tiempo de la vida era corto para saber acomodar el tiempo a la vida, de manera que fuese fructuoso para la vida el tiempo. ¿Qué diremos de los juicios que, en vez de al tiempo, se le dedican a la persona? Esos seres de los que lo más halagüeño que se pregunta es: ¿Hay, por ventura, cosa más difícil de conocer que el corazón de un hombre? La respuesta la busca nada menos que en Jeremías, un viejo conocido de los lletraferits…: Malo es el corazón del hombre, y dificultoso de vadear el fondo y profundidad del mar de los secretos que en él se encuentran. La Guía, por lo tanto, se ofrece como un libro “defensivo” que permita instalarse en la Corte sin sufrir sus asechanzas ni sus daños, porque, como recuerda con Plauto: de los muchos hombres que parecen a propósito para ser amigos de un hombre, pocos suelen salir buenos y ciertos y con Hesíodo: Los amigos no han de ser muchos ni pocos, de la que deduce con discreción y advertencia que es muy de nuestra condición humana mirar lo que es en nuestro favor con anteojos, que de hormigas hacen gigantes, y si es en disfavor nuestro, al revés. Recordemos que, desde el comienzo de la obra, quedó fijada la tesis de partida: No os puedo negar que deja de haber apariencias engañosas, y más en los miserables tiempos que ahora corren, a donde la ruin costumbre  y mal uso ha querido hacer al suyo algunas virtudes aparentes, y algunas bondades fingidas; virtudes enmascaradas y santidades trasnochadas, con los primeros crespúsculos de la mañana, aun antes de llegar la luz del día, a un volver de ojos se deshacen esas mentiras, como las nieblas con los rayos del sol. A la Guía, en consecuencia, bien le cuadraría el subtítulo de su libro de sermones, La casa de la razón y los desengaños, pues no tiene otra finalidad. A lo largo de la obra, en la que, como en las polianteas, cabe de todo, ya lo he mencionado, no puede no tener cabida la preceptiva burla del culteranismo: Era menester un perro perdiguero, para que sacara por el olfato el principio de la oración….  e incluso una pequeña parodia estilística del mismo: Los veinte que me pidió reales no tengo, si bien mi deseo con vuesa merced grande de servirle, los posibles pasa límites de gratisfacerle, la más que conocido ha mostrado voluntad en todas las ocasiones de me honrar y favorecer con sus extremadas en todo visitas, sutil, que es ingeniosa conversación, en que mejore y aumente el que puede, que es Dios, y pudo dársela. El que le guarde, Dios, amén. Si bien luego el autor acaba usando algún latinismo crudo, fuera de ese contexto paródico, hasta las fundulas que eran las calles sin salida. Fundulus es un latinismo crudo, diminutivo de fundus, que da en catalán Fondalada, “trozo de terreno entre otros más elevados , pero nada en castellano, quien sí tiene, de fundus, “hondonada”.  Dentro de ese batiburrillo de anécdotas, noticias curiosas y juicios singulares, a muchos les llamará la atención este juicio de Remón sobre nuestras tradiciones: España, tan indomable en observar sus antigüedades, como se ve en el correr toros, una cosa, que (como dijo el otro caballero) cuando no hubiera otros inconvenientes en correrlos, no se habían de permitir, siquiera por no enseñar a huir a los hombres, de que se había de correr la Nación española tan poco enseñada a criar hijos que volviesen las espaldas a enemigos, cuanto y más a una bestia, compatible, sin embargo, con una delicadeza romántica como la de considerar que la fineza del amor consiste, no en esperar  a que se pida lo que se apetece, sino en adivinar lo que se desea y madrugar a darlo antes que se imagine lo que se quiere pedir. Un estilo “elevado”, podríamos decir, que contrasta con narraciones como la de la relación prematrimonial de dos personas ya entradas en años que someten su convivencia a prueba a lo largo de un tiempo prudencial para saber si deben casarse o no. La narración es de las más divertidas del volumen, porque uno y otro, haciéndose eco del proverbio “cada maestrillo su librillo”, sacan sus libros respectivos para leer cada uno de ellos en sus Fueros particulares el récipe que el otro ha de oír hasta que le toque a él devolverlo, al estilo de lo que ahora se lee:
-También tengo yo libros -dijo Casquillas.
Y sacándole leyó así: La mujer casada ociosa, o dará en liviana o en golosa, y la andariega y galana en perdida o vana. Lo que habéis de hacer es trabajar, que yo también trabajaré.
-Vos sois el que tiene la obligación; por eso se llama el matrimonio carga, porque la carga de uno solo es llevada.
-Antiguamente las cargas del matrimonio se llamaban carga, y ahora, como han crecido tanto, se llaman carretada, y a la carretada dos son a llevarla.

Se aprecia, espero, ese fino costumbrismo que, andando el tiempo, acabará pasando de los entremeses a los sainetes, una vena del humor teatral español que tuve la oportunidad de recordar hace unas semanas en la crítica de El Clamor, de Muñoz Seca y Azorín. Bien, como siempre peco de prolijo, y ya veo que me cuesta enmendarse, dejo aquí la presentación de esta obrita con un texto lleno de gracia, picaresca y dominio estilístico que es posible sea bastante a convocar a los intelectores a la lectura completa de estas obras de nuestra tradición que conviene ir rescatando como lo que son, lecturas populares, entretenidas y divertidas. Antes de dejarles con el texto, dos palabras sobre la edición, preciosa, del texto en la colección longitudinal El Parnasillo, de Simancas Ediciones, de Dueñas (Palencia) Tienen un fondo excelente, y de aquí a no sé cuándo volveré a este Diario con Enrique de Villena y con las Epístolas familiares de Guevara, y espero que con alguna que otra más. Lo lamentable es que la editorial esté en liquidación concursal, lo cual es ejemplo doloroso del destino de ciertas iniciativas auténticamente culturales en nuestro país. De momento, me atengo al compromiso de los Episodios Nacionales. Y, sin mas dilación, he aquí ese texto que sirve como botón de muestra de las riquezas estilísticas que cualquier intelector disfrutará en esta obra de Antonio Liñán y Verdugo, pseudónimo de Alonso Remón: [Novela y escarmiento séptimo]  Enviudó en Sevilla una mozuela criolla, que había venido casada de los reinos del Perú con un soldado, y como moza y libre y no de demasiadas buenas inclinaciones, apenas acabó el luto cuando dio en el lodo, arrimándose a un gentilhombre mancebo, de buen talle, entre estudiante y valiente, de los que comienzan en Sevilla a ganar nombre de hombres de bien. Habíase ya acuchillado una o dos veces, y aunque no mató ni hirió, no huyó, que son principios de la jerigonza valentónica: con todo eso, aunque por los padres o padrastros de la facultad matante fue aprobado y se gastaron en el día de su examen espadachil algunos tragos, roscas y ostiones crudos y e le dio la borla, con todo eso no se inclinaba tanto Aguado (que este era su nombre) a esto de lo valiente, cuanto a lo de ingenio y agudeza, y así luego fue descubriendo más inclinaciones a sastre que a herrero, quiero decir que cortaba sin seda y paño lo que era bueno, y trazaba mejor un embuste y embeleco, que Juanelo una casa o castillo. Era entre galán y lindo, calzaba puntos menos, cubría con el cabello las orejas a lo inglés, hablaba en falsete, gastaba goma para los bigotes y alzacuellos para el colodrillo; al fin, para decirlo de una vez, ya que no era ninfa, tenía mucho de ninfo: picole a la criolla este tapador de espejo flamenco; son etas mujeres de allá, entre pardillas y españolas, viciosas y vivas: encontráronse Sancho con su rocín, andaban a hazme la barba y harete el copete: despolvoreoles la flor no sé qué alguacil del alcalde de la justicia y ciertas primerizas estafas que se les probaron que habían hecho, ella a lo mulato y él a lo socarrón, con que salieron desterrados a letra vista, y a no haber buenos terceros y buen por qué, se vieran en mayores peligros, traspasándolos del mar Océano al Mediterráneo, sin ser jugadores de pelota de viento, a jugar palas de manos: tomaron por buen partido el destierro, y recogiendo no sé qué dinerillos, que no eran pocos, y un ajuar de más ruido que sustancia dieron consigo en Córdoba, aunque no había menester Aguado pasar por el potro para ser padre de caballos voladores.

Un vanguardista ordenado: Salomo Friedlaender, un “raro” canónico.

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Un escritor casi anónimo, Mynona fue el pseudónimo que él hizo célebre, respetado por Benjamin, venerado por los dadaístas y gurú ideológico de Fritz Perls, creador de la terapia Gestalt.








Leyendo estos días un breve librito de Walter Benjamin, Juguetes, una mera recopilación de artículos dedicados al análisis sociológico de esa doble realidad, el juego como artesanía y el juego como aspecto antropológico de primerísimo orden en la configuración de la persona y del grupo social, encontré, destacada, esta cita de Mynona: Si los niños han de ser hombres cabales algún día, no debemos ocultarles nada de lo humano. Su inocencia se encarga de crear las necesarias barreras, y más tarde, cuando estas vayan cediendo poco a poco, lo nuevo penetrará en almas ya preparadas. Los pequeños se ríen de todo, aun de los lados sombríos de la vida; precisamente, esa hermosa extensión de la alegría hace que su luz alcance zonas por lo general privadas de ella y que solo por eso resultan tan tristes. Logrados atentados terroristas en miniatura, contra príncipes que se parten en dos, pero pueden curarse; grandes tiendas que sufren incendios, robos y hurtos, muñecos-víctimas que pueden sufrir las muertes más diversas, y sus correspondientes muñecos-verdugos, con todos los instrumentos especiales--- Mis hijos nunca querrán prescindir de sus guillotinas y horas. De Friedlaender  solo tenía referencias indirectas y una directa en forma de narraciones, traducidas al inglés, Goethe speaks into the phonograph y The abduction, dos “cachondadas” muy del gusto del humor absurdo y transgresor de los dadaístas. La primera, propiamente de ciencia-ficción, nos habla de un inventor que ha sido capaz de recuperar la voz de Goethe, y declaraciones que ni siquiera recogió Eckermann; el segundo narra el secuestro de los nobles llevados a cabo por un grupo rebelde que los fuera a tener hijos con jóvenes de la clase obrera para tratar de equilibrar la carga genética y huir del determinismo social que hace imposible el progreso de los pobres. Como se advierte, no estamos lejos de la inquietud social, y más cerca aún del burlesque y del grotesque, géneros colindantes con las creaciones vanguardistas del dadaísmo y de otros ismos que dominaron el panorama literario de entreguerras. Pero Mynona (palíndromo de Anonym) va más allá de la creación estrictamente literaria, porque su preocupación fundamental es la filosofía y destacan, sobre todo, sus estudios sobre Kant y Nietzsche. Su familia quería que estudiase medicina, y así lo hizo, acabando los estudios y especializándose en odontología, pero luego se trasladó de su Posen natal a Berlín para estudiar filosofía, frente a la oposición de su padre, quien lo deshereda por ello. lo dejó por la escritura y vivía de sus colaboraciones en revistas y de la publicación de sus libros, de escasa tirada y reducidas compras. Su prestigio intelectual, en el Berlín de entreguerras, fue, sin embargo, inmenso, como lo demuestra nada menos que la cita elogiosa de Benjamin con que hemos abierto esta noticia sobre su persona. Fritz Perls lo reconoció como su primer gurí, el único ser al que se rindió intelectualmente de forma incondicional y cuyas sentencias bebía con fervor en los salones del Café des Westens, más conocido por Café Grössenwhan (Café de la megalomanía), por los artistas e intelectuales que allí se daban cita. Ha sido la edición de una pequeña antología de sus escritos en Mandala Ediciones lo que me permitió acceder, siquiera sea de forma fragmentaria a una obra que merecería la publicación completa de algunos de sus textos fundamentales, porque se trata de un autor cuya lectura perfilaría con bastante nitidez un pilar importante del movimiento cultural tan apasionante que se vivió en Berlín desde 1920 hasta 1933, en que el nazismo forzó la dispersión de tanto genio como se había concentrado en aquella “Babilonia” que la ebriedad asesina de los nazis acabó reduciendo a escombros. Se trata de un autor cuyo aspecto hierático y cuyas morigeradas costumbres, una disciplina espartana de descanso y trabajo que cumplía con escrupulosidad kantiana, aunque en la zona diurna del día, porque lo suyo era la vida nocturna, como buen amante de la bohemia, y que contrastaban con esos “rasgos de humor absurdo” como el que se describe en el segundo capítulo del libro: Myonona saca su reloj de bolsillo, lo desliza lentamente, colgado de la cadena, en el vaso de agua de seltz que tiene ante él y anuncia tranquilamente: “¡Ah, cómo refresca esto!”. Mynona es una figura muy relevante de aquella animación cultural que responde al nombre de dadaísmo berlinés, pero, junto a esa dimensión trasgresora y revolucionaria del movimiento vanguardista, Mynona cultiva una faceta intelectual clásica que lo lleva a escribir, no solo sus conocidos libros sobre Kant y Nietzsche, sino una obra que aún no ha sido traducida al español, a pesar de la importancia decisiva que tuvo en su momento tanto en Alemania como, a través de la difusión que de ella hizo Fritz Perls como referente para la creación de su terapia Gestalt: La indiferencia creativa, libro en el que trabajo durante muchos años y del que fue desgranando los principios básicos en la tertulia en la que ocupaba un puesto central indiscutible. Recordemos, y esa fue la experiencia de Perls, que todos los médicos eran bien recibidos en esa tertulia, tenían un plus de “credibilidad” científica que les permitía participar con pleno derecho en aquellas asambleas pacíficas de la Atenas del Spree, que es como se conocía en Berlín la zona de los museos, denominación que fácilmente se extendió a aquellas reuniones en las que, como es preceptivo, se sabía de todo y se arreglaba el mundo en dos patadas. Como tantos otros, la llegada del nazismo le obligo a exiliarse y recaló en París, desde donde intentó conseguir, a través de Thomas Mann, un visado para Usamérica, pero el autor de La montaña mágica se negó a mover un dedo en su favor. Mynona representaba para él la disolución de los valores burgueses que sustentaban su vida, algo así como un peligro que debía ser conjurado. A duras penas, sobrevivió, enfermo, a la invasión nazi de París y murió en la absoluta pobreza en 1946. Mynona fue un escritor cuyo magisterio oral quizás tuvo más influencia que sus escritos, aunque aquel se basara en estos. Aún hay manuscritos suyos inéditos que aguardan una edición que quizás no llegue nunca, tal y como soplan los aires de la Historia, poco o nada favorables al inalienable pensamiento individual e individualizador. Mynona siempre supo que el yo era el gran tema de su obra, y que a él dedicó todas sus reflexiones. El descubrimiento de la polaridad, eje de la teoría de la Indiferencia creativa, se lo representó como el hilo de Ariadna en el laberinto del mundo. El punto cero entre dos extremos, un par complementario a que todo puede ser reducida, es, parta Mynona, el lugar exacto de la creatividad. Sin embargo, ese centro, aquello que constituye a la persona verdadera, al auténtico in-dividuo realmente no dividido, al centro esencial creativo del si mismo, supera los principios de nuestra comprensión intelectual. No puede decirse de Friedlaender que el suyo sea un pensamiento nítido, perfectamente discernible. De hecho, como buen discípulo de Nietzsche optó por expresarse en términos enigmáticos con aforismos a medio camino entre la reflexión filosófica y la poesía de vanguardia: Yo surgí de mi propio sombrero de copa. Su demoledor espíritu crítico no conocía barreras y su insobornable libertad de juicio crítico le permitía defender posiciones que no siempre eran ni siquiera comprendidas por quienes más cercanos eran a su persona y a su obra. Hay, en él, a pesar de su apariencia burguesa, sus exquisitas maneras y su ordenada vida bohenia…, un espíritu transgresor de primer orden. No son pocos los aforismos que nos permiten tener un conocimiento más o menos riguroso de su personalidad y de sus planteamientos vitales y filosóficos, pero baste destacar  algunos de ellos a modo de aperitivo de lo que los intelectores pueden encontrar en el volumen de Mandala Ediciones: El ser humano es un parásito de su propia divinidad; el autodescubrimiento es una forma inicial de magia; la falta de egoísmo absoluto idiotiza; hay que ser divino para ser uno mismo realmente; todo sufrimiento no es  más que felicidad deformada y distorsionada; la superación perfecta de lo humano constituye la disciplina más difícil que existe: la liberación de uno mismo; la indiferencia es el suicidio de la muerte; el ser humano que no procede de su propio individuo no es más que un fantasma de sí mismo. Es curioso percatarse de lo cerca que estuvieron los vanguardistas berlineses del Partido Comunista y lo pronto que fueron “represaliados” por carecer de la “obediencia debida” a la ideologización del arte, que había de estar sometido a los prioritarios intereses del pueblo. Tan “degenerados” les acabaron parecieron los artistas berlineses de entreguerras a los nazis como a los comunistas, curiosamente. Está fuera de lugar ese cultivo del yo que se manifiesta en la frase de Friedlaender: El conocimiento de sí mismo es el más tardío de los conocimientos, pero la tradición de este arranca de Max Stirner, a pesar de ciertos rasgos antisemitas de este, y, sobre todo, de Nitzsche y su repudio del ser-masa, ayuno de individualidad y de criterio propio. Fritz Perls hizo un uso restringido de las teorías de Friedlaender, porque se centró casi con exclusividad en la teoría de las polaridades, que él convirtió en un fundamento de su terapia psicológica, pero leyendo al filósofo y conociendo algo de su vida, se advierte enseguida que ese rango de “gurú” que le adjudicó se permea en la vida y obra del propio Perls, muy amigo del uso del aforismo, de la tendencia zen a la paradoja y del afán de sorprender siempre al interlocutor con la salida más inesperada y descolocadora. Perls fue un experto en “sacar de contexto” en “desubicar” para permitir un enfoque renovado del problema que se tuviera que considerar o de la gestalt del paciente que se estuviera analizando. La vía de la sorpresa, es una vía fértil para salir de la visión gastada y de los tópicos, una vía que permite ver, con ojos nuevos, todo aquello que haya de ser analizado y que signifique la conquista de un bienestar para el paciente. En su caótica autobiografía, Dentro y fuera del cubo de la basura, Perls recuerda que durante la época de la inflación alemana, gracias a que a él le pagaban en dólares en Bremerhaven, tratando a unos comerciantes, se erigió en el garantizador del sustento de Salomo Friedlaender, a quien le pasaba cestos de comida que contribuyeron a aliviarle en una época muy difícil para muchos alemanes y que llevó a no pocos de ellos a la muerte, fuera por hambre, fuera por suicidio impulsado por la desesperación.  En fin, la vida y la obra de Friedlaender, la de un raro absoluto, bien merecería una atención editorial  cuya inversión en tan peregrino autor no ignoro que tendría difícil amortización, pero la cultura es una ganancia neta construida sobre pérdidas absolutas. Sí, también se le llama romanticismo, mecenazgo (ahora ya micromecenazgo…) y otras benéficas cualificaciones, pero ¿qué sería de nosotros sin ese generoso impulso culto?

Octava noticia de las “Obras completas” de Platón: “Filebo o del placer”.

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No hay mayor placer que el del conocimiento ni bien más preciado que la sabiduría:  un diálogo anímico y en parte antihedonista: Filebo o el saber como virtud máxima.


Diálogo de madurez, como Las leyes o de la legislación, el Filebo es un maravilloso ejemplo del método dialéctico de Platón, y aun me atrevería a decir que el mejor en donde hallar con meridiana claridad los excelentes recursos que hemos podido observar a lo largo de las 1500 páginas biblia que contiene un pensamiento, si no siempre sistematizado, como nos hubiera gustado a los perezosos, sí poderoso en sus intuiciones, en sus demostraciones y en las garantías de un método que alimentará toda la filosofía posterior a Platón, así como en las visiones y las imágenes que han quedado en el acervo del saber occidental como momentos prodigiosos de la imaginación y la reflexión. Platón va bastante más allá de la Filosofía, y las preocupaciones de todo tipo que han aparecido en sus diálogos: éticas, religiosas, económicas, legislativas, etc. nos deparan un conocimiento bastante más rico que el de la estricta filosofía, aún necesitada de una labor de sistematización que Aristóteles se encargaría de realizar. Hay, en efecto, tanta literatura, y de la buena, como filosofía en la obra de Platón, y de eso se beneficia tanto el lector curioso como el insensato -mi menda leyenda- que se ha embarcado en una travesía que ahora llega a su fin. No sé que tiene el calor que, desde hace muchos años, me ha incitado a leer clásicos grecolatinos, acaso por el contacto con el mar mediterráneo -a cuyas orillas me lleva forzado, como a los galeotes, la paz conyugal…-, ayer cuna del saber y hoy tumba de las necesidades materiales. La reflexión de Platón sobre el placer  parte de un antagonismo entre él y Filebo, si bien, como se empeña en recalcar enseguida por boca de Sócrates: La  meta, en efecto, de nuestra disputa no es, sin duda, que la tesis que yo sostengo se lleve la victoria, o que se la lleve la tuya: ambos a dos hemos de militar y estar al servicio de la verdad absoluta. Ese método es el que permite iniciar el diálogo con la dicotomía de la que parten: Filebo afirma, pues, que para todo aquello que vive es bueno el goce, el placer, el agrado y todas las afecciones análogas, que entran dentro de este mismo género. Nosotros defendemos, por el contrario, que esto no es así, y que la sabiduría, el entendimiento, la memoria y todo lo que está relacionado con esto, la recta opinión y los razonamientos verdaderos, son de más categoría y valor que el placer para todos aquellos seres que son capaces de participar de ello y que, para todo aquel que sea capaz de verse afectado por estas cosas, son, en el momento actual, tanto como en el futuro, todo lo más ventajoso que existe. Así puestas las cosas, habremos de esperar al final del diálogo para poder leer el anatema del placer que va implícito en la postura de Sócrates, y aparece allí, al final, casi como corolario de una postura que ha ido reduciendo el placer al ámbito humano, con todas las limitaciones que la naturaleza implica: El placer es lo más jactancioso y falso que hay, y según suele decirse, en los placeres del amor, que al parecer son los mayores, incluso el perjurio está seguro de obtener el perdón de los dioses, cosa esta que demuestra que los placeres son como niños y no tiene ni la menor sombra de razón. El entendimiento, por el contrario, o bien es idéntico a la verdad, o bien es lo que más se le asemeja y lo que la contiene en mayor grado. Con todo, Sócrates le reconoce a Protarco, su interlocutor, que, aun a pesar de la preeminencia del conocimiento sobre el placer, lo propio es una actitud que sepa mezclar ambos, el placer y el conocimiento, para poder obtener el bien que está, asociado a la virtud, por encima de ellos: Según decía Filebo, el placer es el fin normal de todo lo que vive y es aquello a lo que todos deben aspirar; de esta manera, él es el bien universal, y estas dos expresiones, bueno, agradable, no se aplican con rectitud sino a una sola y misma realidad. Sócrates, por el contrario, niega esta unidad y pretende que, lo mismo que tienen dos nombres, el bien y el placer, tienen así mismo dos naturalezas diferentes, y que la sabiduría tiene más parte en el bien que no el placer. (…) Nosotros estamos ahí como escanciadores delante de las fuentes: la del placer podría compararse a una fuente de miel, y la de la sabiduría, sobria y sin huella alguna de vino, a una fuente de agua pura y sana; y nos es preciso intentar mezclar esas dos fuentes lo mejor posible. Como era previsible, Sócrates no tarda en remontarse al mundo ideal que ha de convertirse en objeto de nuestro deseo, marginando los propios de la naturaleza humana, afanada en la consecución de placeres que se agotan en sí mismos y que, en vez de conocimiento, solo deparan melancolía. Protarco se lo sintetiza admirablemente, en el curso del vivo diálogo:  Si es verdad que es bello que el sabio lo conozca todo, quizá también haya en él una segunda belleza, la de no desconocerse a sí mismo. (…) Según tú, al parecer, el bien que con justicia hay que declarar preferible al placer es el entendimiento, la ciencia, el juicio, el arte y todos los dones de esta clase. Tras reafirmarse en su posición: Todos los sabios están de acuerdo en exaltarse en verdad a sí mismos, afirmando que el entendimiento es el rey de nuestro universo y de nuestra Tierra, Sócrates asocia el bien supremo a la ausencia de la necesidad y a la falta de determinación de lo ideal. Así pues, lo bello que él concibe, asociado al placer, dependerá del conocimiento de las ideas absolutas, no de la persona, tan limitada. O sea, si damos por sentado, como defiende Sócrates,que ni en la vida de placer hay sabiduría ni en la vida de sabiduría placer. Pues, si una de las dos es el bien, es necesario que ella no tenga necesidad de nada que la complemente, solo aquello que es absoluto, que no necesita ser complementado, podemos calificarlo como bien, y, por ese camino, solo se llega al conocimiento, a la sabiduría, no a los placeres ordinarios asociados a las “circunstancias” humanas. El único bien ha de ser el bien ideal, más allá de lo real, y otorgado por los dioses, los creadores de esa alma del mundo de la que los hombres participan. Platón defiende que el goce es siempre real, pero no, necesariamente, lo han de ser las cosas que lo deparan: Gozar es siempre real, de cualquier manera y en cualquier medida en que se goce, con fundamento o sin él, aun cuando a veces este hecho se centre en cosas que o son ni fueron reales y también, a menudo, lo más a menudo posiblemente, sobre cosas que jamás serán reales.  Existen, pues, los “placeres falsos”, porque, como defiende el filósofo: En la visión, el hecho de ver de cerca o de lejos suprime la verdadera apreciación de las dimensiones y falsea el juicio, ¿y no va a ocurrir lo mismo en la apreciación de los dolores o de los placeres? Sócrates defiende que es la memoria la que empuja hacia los objetos deseados, de donde se sigue queel apetito, el deseo, el principio motor de todo animal son cosa que pertenecen al alma. Por esa misma razón, y para mostrar la insuficiencia radical del placer como bien, Sócrates aduce:  ¿Y no crees tú que, mientras se conserva esta esperanza de la satisfacción, se siente el placer de pensar en ella o recordarla y que, al mismo tiempo, se sufre por sentirse uno vacío? Algo que Protarco concede de inmediato: Necesariamente. De esa mezcla no armónica de contrarios, experimentar el placer y el dolor al mismo tiempo, deduce Sócrates la “impureza” del placer, la escasa propiedad con que puede ser considera un bien absoluto e incluso el bien por antonomasia. El placer, así pues, para Sócrates puede ser considerado, y así lo hacen, de hecho, un estado vicioso del alma. A su parecer:  Los continentes o temperados tienen siempre como freno la máxima tradicional, esta prohibición de que “nada en demasía” debe hacerse a la que ellos obedecen. Por lo que respecta a los intemperantes y libertinos, la violencia del placer los posee hasta el punto de volverlos locos y hacerlos gritar como si fueran posesos. (…) Evidentemente, los mayores placeres, así como los mayores dolores, nacen en un cierto estado vicioso del alma y del cuerpo, y no en el estado de la virtud. ¿Cuáles son, entonces, los placeres absolutos, para Platón? Pues aquellos que no se asocian a la naturaleza humana, sino a las ideas a cuyo conocimiento ha de aspirar lo más humano que hay nosotros, el alma. Él mismo se atreve a enunciarlos:  Los que proceden de los colores que llamamos bellos, de las formas, de la mayoría de los perfumes o de los sonidos, de todos los goces cuya falta no es penosa ni sensible, mientras que su presencia nos procura plenitudes de sentimientos agradables, libres de todo dolor. (…) Lo que yo quiero decir no se entiende fácilmente a la primera. Lo que yo quiero expresar por la belleza de las formas no es lo que comprendería el vulgo, la belleza de los cuerpos vivos o de las pinturas; yo me refiero, y es en lo que se apoya el argumento, a líneas rectas y a líneas circulares, a las superficies o a los sólidos que proceden de ellas, hechos o bien con ayuda de tornos, de reglas o de escuadras, si me comprendes bien. Esas formas así, en efecto, afirmo yo que son bellas, no relativamente, como otras, sino que son bellas siempre, en sí mismas, por naturaleza, y que ellas tienen sus propios placeres, en manera alguna comparables a los de los pruritos o comezones; bellos son también los colores de ese tipo y fuentes de placer. No ha de extrañarnos, pues, que el placer del conocimiento está reservado a unos pocos, a aquellos que hacen de la elevación del alma a su origen esclarecido un destino en la vida:  Hemos de decir que esos placeres del conocimiento no van mezclados con ningún dolor y que, lejos de pertenecer a la masa de la humanidad, son la herencia de un pequeño número de personas. De hecho, un placer cualquiera, no importa cuál sea, incluso pequeño y raro, solo con la condición que esté puro de toda mezcla de dolor, será más agradable, más verdadero, más bello que otro placer mayor o repetido más veces.De lo que se trata, sí pues, es de acceder a ese conocimiento que suma la virtud, el bien, la belleza y el placer en un solo movimiento:  El conocimiento del ser, de la realidad verdadera y perpetuamente idéntica por naturaleza es, en efecto, la que, según mi opinión, todos los espíritus un poco cultivados estiman con mucho la más verdadera. ¿Cuál es la condición para poder acceder a ese “bien” que es el norte de una vida?: la medida, la proporción: Vemos, pues, que la potencia del bien ha buscado refugio en la naturaleza de lo bello, ya que la medida y la proporción realizan en todas partes la belleza y la virtud. (…) Si no podemos captar o alcanzar el bien bajo una sola característica, entendámoslo bajo tres caracteres: la belleza, la proporción y la verdad. Sí, es cierto, hay en la posición de Platón un cierto antihedonismo y una exaltación de la austeridad a que obliga la virtud y la búsqueda del conocimiento, pero no es menos cierto, también, que muchos y placenteros son los dones que se derivan de esa episteme platónica. Recordemos algo que recogimos antes: los placeres son como niños y no tiene ni la menor sombra de razón. Por ahí hemos de reconocer la puerilidad que se ha enseñoreado de la sociedad occidental.

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