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Channel: Diario de un artista desencajado
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Verano: los libros llevados, la pereza triunfante, la duermevela constante...

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Fabio Hurtado

Lecturas de verano, ¿literatura de playa, de montaña, de trópico, boreal, de sabana, exótica, de páramo, erótica, neurótica, votiva...?


El otro día nuestro hijo nos espetaba, a mi conjunta y a mí: "¿pero qué es exactamente para vosotros una persona lectora?", en el transcurso de una de esas conversaciones "de verano" típica de las sobremesas. Sin el unísono, pero al alimón, no dudamos en responderle que era aquella que "siempre" tenía una lectura entre manos, sin descanso, pero sin agobios, una manera tan natural de leer como el propio respirar. Torció el gesto, claro, a pesar de que poco a poco va acercándose a la definición, si bien, a diferencia de ella, él deja pasar días enteros sin pasearse por la lectura en marcha. Peca de cinéfilo, por otro lado, lo cual, si no lo disculpa, tampoco agrava su condición de lector semiempedernido. Más allá de esa anécdota, lo que a mí me dio que pensar fue la asociación casi natural entre el verano y la lectura y entre las "lecturas de verano" y unas condiciones para "implementarlas" (irritemos a los cursis...) que convierten dicha actividad en misión imposible y, en cualquier caso, insatisfactoria, si por medio anda una humedad que te empapa las páginas, unos mosquitos dispuestos a darte su zarpazo atigrado, un ruido ambiental ensordecedor y pertinaz o el intento de sumarte a unas conversaciones intrascendentes, perezosas y maledicentes, por norma general, que el verano casa lo suyo con la difamación y el vilipendio. ¿Cuál es, exactamente -sigamos las exigencias filiales- la "literatura de verano"?: ¿la novela policíaca?, ¿la novela histórica?, ¿el ensayo político?, ¿la novela rosa?, ¿los tebeos?, ¿los clásicos?, ¿la divulgación científica? Está tan arraigada en la industria editorial esa lectura de "temporada", que hasta los suplementos literarios o los de "Sociedad" de los raquíticos diarios de tirada nacional recogen con fruición noticias sobre "lo que leen los famosos" o "las lecturas recomendadas para este verano", de modo que en esas industrias aculturales empleados habrá que lean con ojos lectores veraniegos o navideños o dialibrescos, para intentar satisfacer demandas que, ¡vaya por Hermes...!, nunca acaban ajustándose a la oferta miserable que producen, llena de títulos cuya nómina sonroja al más lerdo de los lectores no estragados. Desde hace muchos, muchos años, tantos, acaso, como 30, decidí que el "descanso veraniego" -¡una ficción inenarrable, como bien saben, sobre todo, quienes tienen hijos en edad de ser "divertidos" y frente a los que es imposible pasar inadvertido para refugiarse en la lectura...!- era un tiempo de clásicos grecolatinos, y gracias a esa determinación, he de reconocer que he cubierto innúmeras lagunas propias de quienes han hecho del diletantismo casi una razón de ser y de leer. Sentado bajo la sombrilla, frente al Mar Menor -hoy, lamentablemente, en estado sumo de degradación medioambiental...- mis ojos se abismaban en la lectura de Sófocles, de Esquilo, de Eurípides, de Menandro, de Homero, de Virgilio... con un agradecimiento infinito, porque, tan cerca, aun a escala, del Mediterráneo, me parecía que ese parvo oleaje de mar tan doméstico como el Menor, me ponía en comunicación directa con obras mayores de la literatura de hoy y de siempre. Sigo fiel a la costumbre y este año he optado por Ovidio, el pobre exiliado a quien mató el dolor de hallarse entre bárbaros sin poder oír la delicadeza de su lengua latina para poder mantener una conversación digna de tan hermoso nombre: conversar, que vale tanto como conservar la razón y la dignidad humanas. Muchas veces había consultado sus Metamorfosis, pero nunca había hecho una lectura "de corrido" -y algo tienen de narcocorridos esas ambrosiadas aventuras extremadas, y no pocas veces "de frontera", de los moradores del Olimpo- hasta que me he puesto a la tarea. Sí que leí la Filosofía Secreta, de Juan Pérez de Moya, durante la carrera de Filología, porque, antes que la obra de Ovidio, fue en ella en la que se fijaron los escritores del XVI y el XVII para desarrollar sus composiciones poéticas en las que aparecían los mitos grecolatinos, porque, además, había una lectura "a lo divino", anagógica, de dichos mitos. He de reconocer, sin necesidad de hacerlo en nota a pie de página, que cada verano sumo a mi biografía lectora una obra de Simenon, lectura que aún, por razones de dolorosa índole que no vienen al caso, no he hecho.  No estoy muy convencido de que el verano sea una estación que invite particularmente a la lectura, salvo que se sea lector asiduo, como antes he dicho, porque mi experiencia lectoplayera era, distraído brevemente de las tragedias griegas o las comedias de Plauto, la de ver dormitar como troncos talados en sillas o toallas a cuantos tenían ante sí un libraco abierto, usualmente de un grosor que parecía invitar más a utilizarlo como almohada que a leerlo, ideal, en cualquier caso, para usarlo como escabel desde el que llegar al estante superior del armario de la cocina donde habita la vajilla su sueño de domesticado cristal. No sé si tiene más de pose de quiero y no puedo o de pose de corrección política, pero es el caso que uno o dos libros en la maleta no pueden faltar, al parecer, en el equipaje de las vacaciones, tanto que me extraña mucho que aún no se haya publicado una breve antología de "los libros que Vd. siempre quiso leer en las vacaciones sin nunca conseguirlo", con su correspondiente resumen argumental, una crítica superficial pero suficiente para dar el pego correcto de haberlo al menos hojeado y algunas referencias a la obra total de los autores por aquello del contexto indispensable de un texto impensable. Cuesta creer que con temperaturas que rondan los 40º alguien se ensimisme en lo que merece el alto nombre de literatura; y nada comprobar el poco poso lector que deja el sopor que convierte en sopa de letras cualquier página de los bodrios que, como sus dueños, salen a tomar el sol que más calienta, casi casi el de Fahrenheit 451.

El club selecto de los escritores que no escriben.

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No escribir no significa no crear.

No es infrecuente la figura del escritor que no escribe. Algunos de ellos no han escrito nunca. Otros, por el contrario, escribieron hasta que un día (si fasto o nefasto quizás sea circunstancia aún por decidir) dejaron de hacerlo. Otros nunca han dejado de hacerlo, escribir, y, sin embargo, son ultraconscientes de que escriben literalmente la nada, la sombra espesa y pringosa del chapapote de lo que podría ser entendido como escritura. A veces los afectados  pasan de uno a otro estado de esa trinidad en la que ni siempre se está de buen grado ni tampoco desencajado. Hay una cierta comodidad en la ausencia de la escritura y, sobre todo, una indomeñable vanidad de la obra perfecta que jamás será igualada. Nunca, hasta que se deja de escribir, las frases habrán fluido con mayor naturalidad y más expresivo acierto. Por complejas que sean las historias que se nos pasan por la mente, somos capaces de retener no solo la estructura, la voz narrativa y el tono, ¡ah, el tono!, sino también las diferentes biografías de los personajes con un detallismo tal  que nos obliga a lamentar el hecho de no poder dedicarles a cada uno de ellos una novela en la que sean los protagonistas indiscutibles. Ser un escritor que no escribe puede ser doloroso o gozoso, y la naturaleza de esa inacción solo se deriva del autodominio del escriba. Cuando, leyendo a quienes escriben, el autor que no lo hace siente un alivio eterno por no tener que cometer tantas equivocaciones, caer en tan dañinos desniveles, usar un léxico tan simple y esuchimizado, endeble y frágil como la binza seca de la cebolla o detenerse en tediosas transiciones ofrecidas ad maiorem gloriam de la pereza intelectiva de los lectores, se da cuenta del estadio superior artístico al que ha accedido, algo así como pasar de la mitad de la ascensión en la montaña del Olimpo, que no otra cosa, etimológicamente, es la mediocritas… por más que Horacio quisiera revestirla de un color dorado más propio de la purpurina que del ocaso. Parte sustancial de su descanso tiene que ver con la arraigada convicción de la inmarcesibilidad de su obra perfecta, y, sin embargo, sujeta incluso a feroz crítica. No hay que confundirse: no escribir, ser un escritor que no escribe, no implica no ser un creador. Lo creado no es escritura, como no puede ser de otro modo, pero no deja de ser creación. Quienes hayan vista la película La grande belleza y hayan seguido la peripecia melodramática de Jep Gambardella, pueden hacerse mejor a la idea de lo que intento expresar.  Los escritores que no escriben se han convertido en codiciadas presas de caza de aquellos escritores que, sin dejar de pecar contumazmente, envidian esa condición que parece afearles su conducta, que les revelan su insignificancia, la de sus éxitos editoriales, aunque sean minoritarios, como los de Vila-Matas, pongamos por caso conocido. Cuando se ha dado ese paso mucho más decisivo que el propio de dedicarse a escribir, de afanarse en intentar ordenar en la página en blanco el caos tumultuario -sic, sí, que también los hay calmos, como se encargó de describirlos magistralmente Nanni Moretti- del que se supone que ha de emerger, ¡vanidad de vanidades!, una consoladora comprensión de lo real, el escritor que no escribe siente una relajación infinita, una compenetración total con su nirvana y una potencia creadora como jamás la había conocido con anterioridad, con la salvedad, además, del poco o nulo esfuerzo que le supone llegar a la culminación de su arte. No, no son pompas de jabón ni figuraciones ni quimeras ni intrincados sueños, sino realidades de tomo y lomo sobre las que el escritor que no escribe puede extenderse con un grado de precisión y de vaguedad que deja asombrados a sus interlocutores, que lo siguen no solo boquiabiertos, sino anhelantes, porque, cuando habla, el escritor que no escribe acaba teniendo algo de oráculo, de Tiresias y de Casandra, y no poco de Celestina y de Medea, y no se sabe a qué atender con preferencia, si a la exactitud, a las sugerencias o a los presagios. No es fácil el trato con los escritores que no escriben, porque la marca indeleble de su superioridad artística provoca la vulnerabilidad de quienes los escuchan, con resultados que se acercan más a los estragos que a las neutras consecuencias. No, no se sale indemne de la frecuentación de los escritores que no escriben y que son capaces, casi por arte de birlibirloque, de tanta belleza, tanta gracia, tanta perfección en sus creaciones. Cuantos escribimos, en uno u otro momento nos hemos identificado con ellos, y hemos visto salir del horno donde se cuecen las decoradas vasijas de nuestro arte, piezas tan perfectas que nos han asustado con su vagarosa presencia, porque, aun a pesar de su perfección, nos ha costado Hermes y ayuda intuir la dirección de su desarrollo, el estallido del brillo de sus metales oxidados al contacto con el aire tras salir de la oscuridad de las cenizas… No son compañía recomendable en periodo de formación, eso es obvio; pero tampoco en época de madurez, de plenitud, o lo que creemos entender por tal. Ahora bien, cuando nos acercamos por nuestras obras contadas a la decrepitud creativa, entonces la compañía de los escritores que no escriben es capaz, ¡muy capaz!, de redimirnos de la insolencia de nuestro orgullo y sugerirnos que aún nos cabe desear contarnos en ese selecto grupo de creadores. Pero no es fácil. El maldito hábito de la escritura, la infección profunda del alma que supone, no puede ser vencida tan fácilmente, y menos aún cuando el ejemplo vivo de Cervantes nos ha convencido a tantos de que la vejez solo puede depararnos la mejor de nuestras creaciones… De esa perogrullada vanidosa, ¡cuántos monstruos literarios no se nutren! ¡Qué ejemplo de dignitasincomparable, sin embargo, la altivez de quienes han renunciado a la escritura! Insisto, no es fácil entrar en ese selecto club en cuya frontispicio brilla con luces y sombras propias la única frase que le da sentido: Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate.

La autobiografía y sus títulos.

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Salvando las distancias.
Titular una autobiografía no es tarea fácil, y, una vez el libro impreso, pocos habrán sido los autores que no hayan quedado decepcionados al ver el abismo inabarcable que se tendía entre esas pocas palabras que ni resumían ni constreñían ni sugerían ni definían ni captaban ni atesoraban la vida que bajo ellas se había querido mostrar con todas las trampas retóricas habidas y por haber. Terreno resbaladizo donde los haya. No me extraña que, junto al nombre del autor, tantas obras haya habido que se hayan limitado a titular Autobiografíao Memorias, como un paraguas genérico que a nada comprometía salvo a especificar los términos exactos del contrato suscrito con el lector: lo que de aquí en adelante se contare se te quiere hacer llegar en calidad de verdad verdadera…, como la del oro que cago el moro y la de la plata que cagó la gata, añadiríamos nosotros, con su buen quilo de sabiduría intelectora, frente al gramo de locura de la primera parte contratante. Y, sin embargo, hay una tentación difícil de resistir en los autores de autobiografías; titular las suyas de tal modo que en esas pocas palabras no solo seamos capaces de identificarlos inequívocamente, sino también de captar el principal rasgo de su personalidad. Así, en Vivir para contarla, de Márquez, que, amparada en la expresión coloquial, destaca su carácter de testigo de su siglo; Habla, memoria, de Nabokov, con esa soberbia del dios de las Letras que concede la voz como insufló dios en el barro el alma del hombre; El mundo de ayer, de Stefan Zweig, es decir, de quien fijó la frontera no entre el ayer y el hoy, sino entre el ayer y el suicidio que siguió a su despedida de lo que vivió prácticamente como “la consumación de los tiempos”, creyendo que la barbarie nazi acabaría dominando el planeta;Memorias. El peso de la paja, de Terenci Moix, en la que, más allá de sí mismo, y de la ambigüedad erótica del título, destaca el espacio donde vino al mundo (y murió, por cierto a no menos de 500 metros de él, al comienzo de la calle Muntaner, a menos de 50 de donde yo moro); Automoribundia, de Ramón Gómez de la Serna, de tan fuerte raigambre neológica en quien hizo del neologismo no solo un modo de estar en el mundo, sino una manera de ser; Desde la última vuelta del camino, de Pío Baroja, en la que, con eco tan cervantino, ese camino que iba  recorrer don Miguel “puesta ya el pie en el estribo”, se vuelve don Pío, tan aventurero, y venturoso literariamente, para desandar por sus pasos contados la historia de su vida. La edad nos acerca al ejercicio de la memoria, sin duda, de ahí que nada tan ridículo como cuando, con otro nombre y en otra época, tuve que hacer la crítica en un diario de las memorias que un don nadie de menos de treinta años había escrito ¡de sus primeros doce años de vida!, donde ya recogía, a su decir, una fuerte tendencia europeísta… La parodia sirve como contraste para percatarnos de esa pulsión memorística que nos depara la edad y que nos invita, aunque poco tengamos que contar, a buscar el deleite de la evocación, de la narración, de la descripción y, sobre todo, del contexto, pero no porque la época que se haya vivido sea única, incomparable o “histórica” -es obvio que todas lo son-, sino porque ha sido la nuestra. Suele haber, con todo, difusa conciencia de que haber vivido unas épocas u otras añaden no se sabe qué pedigrí a las existencias, como si lo que nos rodeaba hubiera dependido de nosotros o hubiera dejado en nosotros un pósito de incalculable valor. De eso nos cura, ya digo, el que, independientemente del atractivo sobrevenido a través de la narración de la Historia, todas las épocas son históricas y en todas ellas solo los espectadores privilegiados, por memoria, por entendimiento y por voluntad -que es, por cierto, el título de las memorias de Camilo José Cela: Memorias, entendimientos y voluntades, las tres viejas potencias del alma- son capaces de exprimir significados que nos esclarecen el curso sinuoso de los acontecimientos que no cesan. Paradigma de la Historia que se desarrolla, por así decirlo, a espaldas de quienes la viven es el magnífico libro de Sebastian Haffner, Historia de un alemán, quien no tiene empacho en reconocer que no vio venir la historia de terror universal que acabó significando la subida al poder de Adolf Hitler, un hecho político cuya terrorífica dimensión, a posteriori, fue para él una auténtica sorpresa, inimaginable mientras la estaba viviendo día tras día en esos fatídicos años de la ascensión y dominio del partido nazi. Todas la biografías son susceptibles de ser contadas con interés, y, de igual modo, no todas las autobiografías nos llegan siempre de la mano capaz de apasionarnos por lo que nos cuentan. Es cierto que hay muchos “negros”, una expresión que procede del francés, cuando la necesidad de los escritores de folletines les llevó a contratar escritores para satisfacer la amplia demanda popular del género, como fue el caso de Dumas, y de ahí se empezó a llamar négrier -negrero- al autor y nègre -negro- a quien trabajaba para él de forma anónima. Los ingleses, aunque no menos esclavistas que el resto de europeos, prefieren la expresión ghostwriter, escritor fantasma; que hay muchos negros, decía, que se prestan a transcribir las memorias de famosos que luego aparecen como autores de sus autobiografías. No es el caso, desde luego, de los escritores, intelectuales, políticos y artistas que se precian de reunirse a solas consigo mismos para poner en claro parte de su vida o su vida entera, en una suerte de controlado ejercicio de sinceridad sobre sí mismos y, sobre todo, sobre su época. La autobiografía, así pues, es un género que, como el diario personal, debería de tener muchos más practicantes de los que tiene, porque hay algo de higiene mental y de purga anímica que es conveniente hacer cuando advertimos que la edad ha iniciado ya el camino descendente del dardo que se lanzó hacia el futuro y la conquista de un blanco cuando nacimos. Cada cual sabe, o debería de saberlo, cuándo es el momento adecuado para iniciarse en el menester. Hoy, aquí, y al margen de que sigo atareado en aquella Juventud en Pozen la que voy entrando y de la que voy saliendo con un ritmo algo desconcertante, casi en stacatto, quiero dejar escrita mi propuesta de lo que ha de ser el único título, mío o de cualquier otro heterónimo mío, de las memorias definitivas de mis personas: Salvando las distancias. Al mismo tiempo, se me ha ocurrido, aunque antes se me ocurrió como narración que no llegué a escribir jamás, porque entre la potencia y el acto hay siempre un entreacto en el que me distraigo excesivamente con el entremés que me aparta de lo que era mi objetivo, dejar constancia de un método que tiene mucho que ver con una práctica mía que solo descubrí como tal cuando me percaté de que guardo, desde los catorce años, todas las agendas de direcciones y teléfonos que he tenido en mi vida. El método era sencillo, dada la clasificación alfabética, salvo irrupciones de otras letras para aprovechar los huecos en letras que no tocaba: seguir la aparición de cada una de las referencias para establecer algo así como la hitadura (admítaseme el neologismo para “colocar los hitos”) del camino de mi vida. Desde esa perspectiva, es evidente que, al hilo de esas agendas, habría de retorcer las circunvoluciones cerebrales al máximo para poder extraer, de la manera más nítida posible, mi relación con nombres que, de entrada, tienen el poder de paralizarme, como si ni siquiera hubiera sido mi mano quien en esas agendas los escribiera: Margaret Burke; Percy y Sita Aswani;  Agustín Beloki; Daniel Garathoni; Luis Miguel Canalejo; Fernando Meijide Pérez; Carlos López Sanz; José María Puente Pérez;Miguel Ángel Pérez Eguibar; María Francisca Pérez Horna;  José Vinuesa Tentor; Academia Nobel, en Montera, 13… No menos de ocho agendas en las que aparecen nombres borrosos como sombras y sombras nítidas con nombre bien identificables… Que conste que en estos tiempos de móviles, Ipads y otros artilugios, sigo llevando en el bolsillo de la camisa mi agenda de direcciones y teléfonos, junto a la bolsita de plástico con el paño para limpiar las gafas y los bolígrafos y lápices correspondientes, como una suerte de equipaje mínimo sin el cual no sé salir de casa. Releer una por una esas agendas y tratar de descubrir qué haya sido mi vida en aquellos años en que fui llevándolas, una tras otra, en un proceso en el que iban desapareciendo nombres que era un contento y añadiéndose muy pocos nuevos, que eso parece lo propio de las relaciones sociales, constituir una pirámide invertida, es posible que me acerque más a la ficción que a la realidad, aunque, por esos golpes del azar, uno de esos nombres, Vicente Marín Morte, ahora escultor conquense con quien coincidí, cuando yo tenía 16 años y él 18, en la Residencia Blume de Madrid, él como atrabiliario lanzador de jabalina; yo  como tontucio nadador infatuado; y de quien recibí una hermosa lección zen que no olvidaré mientras viva. Cualquier vida puede ser contada tomando cualquier motivo como método narrativo, pero he de confesar que este de las agendas tiene la virtud secreta de trazar caminos existenciales con apariencia de telas de araña que hubieran consumido LSD, y cuya visión tanto me impresionó en su momento. No hay orden posible, y todo es expresión del caos, del azar y de la necesidad. Es probable, por otro lado, que la última agenda no se distinga del poema definitivo de Mallarmé: la página en blanco, que la compre y no la macule con nombre, dirección o teléfono alguno, muestra verídica del triunfo de la muerte y su gélido rescoldo, la humilde ceniza.

“El amigo manual (Mi primer libro de aforismos)”, un inédito de Juan Poz

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Preámbulo a un paseo por un enrevesado reto de epifanías: El amigo manual (Mi primer libro de aforismos) o la aforística presentada a los jóvenes.



                         INSTRUCCIONES DE USO

0.  Los libros de aforismos no suelen ser lecturas habituales, y menos entre los jóvenes, a pesar del gran éxito que el género del aforismo ha tenido a lo largo de la historia, pues desde muy temprano el saber práctico y el teórico de los pueblos se ha transmitido a través de este tipo de sentencias condensadas, brillantes, sugerentes y a menudo herméticas. Desde las primeras civilizaciones, la transmisión de la sabiduría a través de aforismos ha sido una constante. Tanto los egipcios como los judíos, los griegos, los romanos o los árabes han compilado libros de proverbios, máximas o aforismos. En la propia literatura española, libros de aforismos como el Boniumo Bocados de oro, inspirado en el Libro de las Sentencias de Abulwafá Mobaxir ben Fatic y las Flores de Filosofía, el Libro de dichos de sabios e philósofos traducido por Jacob Çadique de Uclés o las Glosas de Sabiduría de Sem Tob de Carrión, indican bien a las claras la ascendencia del género desde los primeros vagidos del idioma como lengua de cultura. El aforismo es, quizás, en sus variantes del refrán popular y del vaticinio oracular, el género literario más antiguo, por eso hay siempre algo de palabra sagrada en él, de sabiduría de la especie que aspira tanto a la utilidad como al deslumbramiento. Muchos y variados son los nombres con que se le conoce: adagio, proverbio, dicho, máxima, sentencia, lema y refrán, pero resulta casi imposible establecer entre ellos diferencias precisas y convincentes que vayan más allá de la autoría, reconocida o anónima, y del carácter ingenioso del aforismo frente al  admonitorio de la máxima y la sentencia o la mezcla de saberes prácticos y morales del refrán. Nunca he visto nada menos definible que un aforismo, ha escrito el encumbrado semiólogo Umberto Eco, y eso nos invita al resto de los mortales a no pretender imposibles ni meternos en camisas definitorias de once varas. Dejando de lado, pues, los a menudo baldíos terrenos de las precisiones terminológicas, y quedándonos con la sola idea de que un aforismo ha de ser, como mínimo, la expresión de la agudeza del pensamiento de su autor -y esa mezcla de sabiduría y retórica se advierte incluso en los aforismos de carácter tradicional: Dum spiro, spero(mientras hay vida hay esperanza) o Ludere, non laedere (bromear, no ofender)-  convendría desarrollar lo anunciado en el título de este preámbulo: las instrucciones para leer un libro de aforismos.
1. El libro de aforismos ha de ser una volumen manejable que se tenga siempre a mano, pues su lectura está indicada para los momentos más insospechados. La famosa tríada de los tiempos muertos, las horas sueltas y los ratos perdidos tienen, en El amigo manual, su remedio natural, el específico capaz de resucitar,  reconocer y atar buena parte de la propia vida, tan propensa a perderse en esos agujeros negros del tedio o la desorientación. El manual de Epícteto se llama Enquiridion precisamente porque enkheiridionsignifica, en griego, lo que se puede sujetar con la mano.
 2. Un libro de aforismos no tiene comienzo ni final, por lo que nunca ha de ser leído desde la primera hasta la última página, al modo, por ejemplo, de las novelas o las obras de teatro. Por su forma se asemeja más a los libros de poesía, aunque en estos a veces los poemas están de tal suerte dispuestos que el lector ha de respetar su orden preciso si quiere recibir, sin modificarlo, el mensaje del poeta. Lectura espigada podríamos denominar al método que consiste en abrir el volumen al azar y leer aquellos aforismos que nos salgan al paso deparándonos el placer estético de lo insólito e invitándonos a la reflexión que siempre exigen de nosotros, porque un aforismo es siempre un pie, nada forzado, para el diálogo cordial y el monólogo esclarecedor.
3.  Lo propio de los libros de aforismos, si no hay un orden lineal que se haya de seguir en su lectura, es que tampoco se nos ofrezcan ordenados por temas, por útil que, para otros menesteres intelectuales, sea el índice temático que suele incorporarse al final del libro y que, a menudo, suele pecar de un excesivo intervencionismo por parte del compilador, siempre dispuesto a escoger interpretaciones que, a la postre, redundan en el menoscabo de la libertad de elección y asignación de los propios lectores, de ahí que este libro no lo incorpore, aunque sí unos Pespuntes biobibliográficos que pretenden servir de discretísima introducción a los autores escogidos.
4.  Buena parte de los aforismos que se han recogido en El amigo manual se presentan a los lectores como un desafío, y como tal hay que tomarlo, si bien con la serenidad de ánimo propia de los retos en los que nos jugamos la propia estimación. Hay aforismos transparentes, ingeniosos, poéticos, trascendentales, anecdóticos, admonitorios, chispeantes, profundos,  enigmáticos, herméticos y cualesquiera otras calificaciones que se les quiera aplicar; pero los lectores han de lidiar con cada uno de ellos y han de establecer una relación personal que les permita hacer suyo el libro, aceptar que les está interpelando individualmente. Nadie debe rendirse ante ningún aforismo, porque ninguno es literalmente incomprensible. Pueden sernos más lejanos o más cercanos, pero todos ellos han sido escritos para llegar a la imaginación, al entendimiento o a los sentimientos de los lectores.
5. Un volumen de aforismos es, por definición, una obra incompleta, parcial, eventual e incluso precaria. El subtítulo del actual, Mi primer libro de aforismos, indica claramente la provisionalidad del propio volumen, pues cada lector, cada lectora, son los responsables últimos de la compilación de su verdadero y definitivo libro de aforismos. Este  Amigo manual no es en el fondo sino una invitación a la creación del libro de aforismos que cada cual, a lo largo de su vida lectora -que deseo tan larga y fecunda como placentera- ha de ir formando poco a poco, libro a libro. Recoger aforismos en nuestras lecturas ha de ser una actividad tan natural como consultar en el diccionario el significado de las palabras que desconocemos.
6.   Los libros de aforismos  han sido considerados muy a menudo como un vademécum, un compendio de máximas que nos preparan para la vida, un conjunto de recetas que, supuestamente, nos permiten enfrentarnos a la realidad con la quintaesenciada experiencia de la acreditada sabiduría de quienes nos precedieron. Pero vade mecumsignifica literalmente "camina conmigo", va conmigo, y esa función de acompañante tiene, a veces, más valor que la de pretencioso maestro de la vida, pues raramente se escarmienta en cabeza ajena. A un libro de aforismos no se ha de ir, así pues, buscando soluciones, sino epifanías que quizás sean simplemente el pórtico para nuevas preguntas, inquietudes y tal vez fecundos desasosiegos
7.   A un libro de aforismos no deben acercarse los lectores buscando la cita de relumbrón que acredite una cultura que, en todo caso, de muy otras maneras ha de saber manifestarse, pues como sugiere Zabaleta hay que saber saber. Intercalar oportuna y elegantemente, en un texto, en un discurso o en una conversación una cita no es arte al alcance de cualquiera, y con  frecuencia naufragan en el vasto y proceloso mar del ridículo muchos de quienes lo intentan. Que la cita surja con naturalidad, sin que su brillo ciegue, sino que ilumine, habría de ser la noble aspiración de los lectores de aforismos.
8.  De igual modo que hay libros específicos de aforismos y una historia del género en la que sobresalen estos o aquellos autores, de todas las latitudes y nacionalidades, no es menos cierto que los aforismos esmaltan la prosa o el verso de todos los demás. En el segundo caso, los aforismos nunca han de permitirnos prejuzgar  a sus autores, a quienes se ha de conocer por sus obras completas. Por otro lado, y como cura contra la falsa solemnidad con que se pueden presentar las compilaciones de aforismos, Jean-Jacques Barrère y Christian Roche publicaron  El estupidiario de los filósofos, cuyo título ahorra explicaciones al buen entendedor.
9.  El amigo manual tiene la finalidad de acercar el mundo del aforismo a los lectores jóvenes para despertar en ellos la afición a la reflexión y al cultivo de la expresión justa, de ahí que la gran mayoría de aforismos estén relacionados con lo que podríamos llamar aspectos generales de la existencia. Esta selección excluye una vena aforística a la que este compilador es aficionado: el aforismo humorístico, basado en el ingenio, la agudeza y el juego de los conceptos. Así, autores como Ramón Gómez de la Serna y sus famosas Greguerías han quedado forzosamente fuera, si bien lo indico aquí para que quien quiera descubrirlo, a él y a otros tantos como él, se lleve una grata sorpresa. Con todo, hay suficientes dosis de humor irónico en la selección como para colmar con creces la necesidad risueña que Chamfort nos exige en su conocidísimo aforismo: De todas las jornadas, la más desaprovechada es aquella en que no hemos reído.
10.  De los libros de aforismos jamás podemos decir que hayamos acabado de leerlos, como ocurre, en realidad, con las obras literarias clásicas, aquellas que siempre admiten una relectura. Con todo, la frecuentación de los aforismos lleva aparejado un efecto perverso del que, para acabar, conviene advertir en estas instrucciones de uso: la tentación de devenir, después de leer tanta quintaesencia de la sabiduría y la agudeza, consejeros de consejos no pedidos. Saber abstenerse de darlos cuesta a veces tanto como escoger el adecuado, por eso, y con un dicho del traductor Çadique de Uclés, quisiera este compilador, a modo de corolario, recordar a sus lectores que "dize sant Gregorio que ninguno te es más fiel en te dar buen consejo commo el que no cobdiçia lo tuyo, mas ama tu persona". Ese amor ha sido el inspirador de estas instrucciones y del volumen todo.
Vale.

[P.S. Será  bienvenida, como es innecesario señalar, cualquier propuesta de edición.]

La invitación del pórtico a deambular...

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                              LA ESPAÑA VULGAR
                       (Libelo libelular)

El estado reflexivo es contrario al natural. El hombre que medita es un animal depravado.
                                                           J.J. Rosseau

 1. Introducción depravada
  
No desde los ojos del exquisito que no soy, sino desde los del hastiado al que se le ha vuelto imposible soportarla, por puro hartazgo, por empacho estomagante, emprendo esta invectiva contra la vulgaridad que causa devastadores estragos en un país de tan triste historia como es la de España, si no erraba el vate arrabolero, y de tan ambiguo presente macroeconómico, como no yerran los indicadores estadísticos de los conspicuos mamones, es decir, de los secuaces de Mamón, los despreciables chulos engominados de la liquidez y los futuros a quienes las miserias de la microeconomía les parecen un justificado efecto colateral inevitable de su explotación del mundo. En el babilónico lenguaje contable, ¡y constatable!, del debe y del haber, las crisis siempre las padecen los mismos, porque también son los mismos, pero otros, los que sacan tajada de ellas, cíclicamente. ¿Hay espacio real o ficticio, desde la educación hasta la política, pasando por el mundo del espectáculo, el de las sectas religiosas, con la católica a la cabeza, las ufanías literarias, los eméticos jardines del botellón, las paradas-consulta del mercado o los programas de televisión, entre otros..., donde la vulgaridad no se haya convertido en dueña y señora chillona y marimandona, desgarrada y pandémica? Tampoco pretendo hacer sociología de baratillo o antropología inocente, y mucho menos levantar estampas costumbristas desde las corrosivas y pedagógicas luces de la sátira moralizante. No. Quiero desahogarme. Así de claro. ¡Y de necesario! Porque es de justicia que, al menos, ponga el grito en el cielo de celulosa reciclada el hijo de vecino que sufre tan en silencio la inhumana agresión ética y estética de la vulgaridad rampante, desacomplejada, jaleada, mimada, espoleada, bendecida y votada.  La corrección política y el mercado insaciable y omnipotente han creado una sociedad monstruosa cuyos miembros, permanentemente adulados para obtener de ellos el valioso voto y sus magros ingresos mensuales, se han convertido en dictadores del  gusto aberrante que abarca todos los aspectos de la vida. La masa se ha Petronizado y cualquier hijo o hija de vecina se cree el árbitro de la elegancia. Así pues, apenas nada ni nadie puede escapar de esa viscosa vulgaridad que, como la publicidad, se cuela de matute en nuestra vida y nos la hace imposible, insufrible, insoportable, invivible. Interactiva es la primera palabra tótem del nuevo siglo. Interactuar es dictar en el teclado del móvil desde quién hace el ridículo en concursos televisivos casposos, hasta quién se va o se queda de aquí o de allá de las múltiples jaulas donde inverosímiles miembros y miembras de la especie se ofrecen a la empatía inversora al por mayor de ciertos congéneres con quienes congenian en grado de representatividad casi tautológica. De aquí a nada hasta el pronóstico meteorológico se elaborará por interactuación con el espectador. “Si quiere que el anticiclón se instale en la península, envíe Quieto parao, al 777; si quiere que se aleje la borrasca, envíe Fus  Fus  Fus al 333”, y, con suerte, hasta le puede tocar al agraciado participante un precioso y decorativo juego de isobaras de regalo, ¡sólo por participar!, ¿a qué espera?, ¡llame ya! Recuerde:  Quieto parao al 777 ; Fus, Fus, Fus al 333. Cualquier desahogo como mandan las cánones es paradójicamente contrario al orden y al método; de ahí que la diatriba vaya recalando, al buen tuntún del horror, el hastío y el asco, en terrenos de muy diferente morfología, clima, flora y fauna. No hay orden posible en la vulgaridad, ni jerarquías caben en su seno de matalotaje. Ubicua y omnipotente, la vulgaridad se extiende como los mares de nubes bajo la cima cónica de los altos volcanes: todo lo cubre con densa niebla impenetrable; nada se ve a través de ella y ella, sin embargo, todo lo recubre con la pegajosa humedad que atrae las miradas. La vulgaridad tiene vocación amalgamadora, batiburrillera, y de ese pandemónium caótico y bullanguero iré yo aislando –y alisando con el firme tundidor de la defensiva indignación–, casi con doble vocación de entomólogo y escarmentador, un limitado repertorio representativo de las infinitas variedades de la vulgaridad nacional cuyos rasgos ontogénicos en modo alguno desmienten la filogénesis de la chocarrería que cubre nuestra geografía peninsular como el diseño radial de las vías que nacen del abdomen de la gran araña, siempre presta a engordar con las presas que caigan en cualquier rincón de la tela que, como velo de Maya, disfraza la historia y la vida comunes, ¡y a menudo tan descomunales!  Los argumentos ad hominem suelen estar prohibidos en cualquier reflexión argumentativa que se precie de tal, pero la condición de desahogo de estas líneas permite -¡y aun exige!- que comparezcan algunos personajes soeces, ¡y preclaros indigentes intelectuales!, cuya actuación pública es la muestra elocuente de la tesis que defiendo: la existencia de una España vulgar omnipotente que se ha ido imponiendo a esas otras Españas ilustradas que tratan de sobrevivir al turbión de chabacanería y estulticia que amenaza con convertirlas en desarraigados fantasmas del sueño de la razón, tristes vilanos estériles, incomprendidos y despreciados estilitas del yermo... No se me escapa, por paradójico efecto contrario, que bien pudieran los especímenes humanos que yo traiga al primer plano desde el fondo amorfo  -¡y solidísimo!- de esa vulgaridad  acabar teniendo una mayor presencia pública y causar aún más estragos de los que pretendo combatir. Pienso ahora en la infame dimensión hortero-comercial de una apuesta estética como la de la ultrapublicitada  Yo soy La Juani de Juan José Bigas Luna, entronizador de un modelo canónico de la zafiedad cuya validez suprema consiste en su mera existencia, modelo que, al otrora impecable director de Bilbao, Caniche o  Jamón, jamón y deleznable de tantas otras como Huevos de oro o La camarera del Titanic, le parece el protocolmo de la creatividad.Como en las patéticas conjuras propiléicas del peplum, cualquier adalid de la vulgaridad en este país de todos los demonios no está solo. Siempre halla la complicidad de corifeos y corifeas –juguemos a la corrección y a la polisemia- que le jalean, se lo creen, lo comparten y lo difunden. En este país las necedades nacen con carruaje de altavoces tirado por caballos blancos, como bien sabe cualquier aficionado al cine que haya sufrido el éxito comercial de engendros como la saga de los Torrentes y un sinfín de ordinarieces de parecido jaez, algunas de ellas con pretensiones de cine de autor, que han logrado financiación en el revuelto río de los pesebres oficiales, estatales y comunitarios, amén de los autonómicos, sedientos todos ellos de una etiqueta que cuajara en el archivo de clichés de los espectadores: ¡El nuevo cine extremeño!, ¡El nuevo cine balear!, ¡El novísimo cine catalán!, ¡El nuevo cine ceutí!, etc. Pero ya habrá tiempo de volver la mirada cinegética hacia ese paradigma de la vulgaridad cinética que es buena parte del cine patrio.

Víctor Erice defiende el copyright de la persona.

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Excusatio non petita… Una polémica con aristas entre un artista y una aspirante a serlo.

Leo, no sin cierta estupefacción, un artículo de Víctor Erice acerca de la novela que una escritora, de quien no he leído nada, ha publicado tomando como anécdota argumental un hecho patético de la vida de Adelaida García Morales, quien hubo de recurrir a los servicios sociales para pedir una ayuda de 50€ con los que viajar a Madrid para ver a su hijo menor. La novela, sin embargo, como se encarga de recordar Erice en su autoexculpatorio artículo, no se presenta como una obra biográfica sino que, según él, se trata de una suerte de falso documental en clave de ficción. Una obra de ficción, pues, que toma como pretexto la vida y obra de una autora que disfrutó de cierta fama relativamente efímera, quizás al socaire de haber dirigido Erice, su marido entonces, una película ciertamente “mágica”, El sur, basada en uno de sus relatos; una autora a la que, sin pecar de parcialidad crítica, bien podríamos considerar hoy como una escritora menor y olvidada. La queja, porque todo el artículo es una queja de propietario estafado a quien parecen haberle arrebatado un bien propio, se centra en reprocharle a la autora con qué autoridad moral e intelectual se apropiaba del nombre y los apellidos de la escritora fallecida, lo cual denota una suerte de convicción jurídica de que el nombre y los apellidos constituyen una especie de copyrightinviolable, y que no pueden ser usados sin consentimiento de la afectada o, en su defecto, en caso de muerte, de sus herederos. La preocupación bíblica de Erice, me preocupaba que el libro de Navarro incurriera en un uso vano de nuestros nombres refuerza ese argumento de la propiedad que ha sido saqueada. La controversia se centra, así pues, en si una figura pública, en tanto que autora que forma parte de la historia literaria de nuestro país, en el escalafón que cada cual quiera adjudicarle, por supuesto, puede ser tomada como pretexto o no para una ficción literaria. A mí me parece que sí, y que, desde un punto de vista artístico, dicha obra, la de Elvira Navarro, tiene todo el derecho a ser escrita y, si tiene suerte, publicada y, si tiene más suerte aún, vendida. Es curioso que Erice descalifique a la autora calificándola bien de ingenua, bien de cínica, pues duda con qué calificativo se queda, a raíz de su incapacidad para construir una obra artística que no juegue con la disyuntiva verdadero-falso, como si tal cosa necesariamente implicara la incapacidad creadora de quien inserta en su obra dicha ambigüedad, ignorando el director el modo como Cervantes se atareó en hacer dudar al lector sobre la veracidad de la verídica historia arábiga de Cide Hamete Benengeli. Está claro, como dice Erice, que las ficciones narrativas no se caracterizan por inspirarse necesariamente en lo real, sino por comunicar por sí mismas un fondo de veracidad. La pregunta es si la inspiración de Lorca, para Bodas de sangre. en un hecho real dañó irremediablemente la veracidad de la obra del autor granadino, y a mí me parece que no; del mismo modo que el hecho de que Elvira Navarro haya tomado como pretexto narrativo la figura real de Adelaida García Morales tampoco “necesariamente” ha de ir en detrimento de su obra. No la he leído, tampoco creo que la lea, pero supongo que la crítica literaria de la obra no se atendrá, necesariamente, al hecho de que el personaje de Navarro y el histórico de García Morales compartan el nombre y algunos datos aislados de su biografía, sino a si como obra artística es capaz de levantar una historia que apasione al lector o lo distraiga o lo cautive, con las legítimas armas del discurso literario. Cándida o cínica, dice Erice, pero también podría haber añadido inteligente, porque ha conseguido que alguien de su categoría artística haya contribuido, ¡y de forma gratuita!, al lanzamiento publicitario de la novela a través de un espacio privilegiado en uno de los suplementos literarios más leídos del país, olvidando aquello del no hay mejor desprecio… Ignoro la capacidad de persuasión que puedan tener las partes de crítica literaria que contiene el autodesagravio de Erice, al no haber leído la novela, pero que él considere los personajes de cartón piedra, meras abstracciones al servicio de las obsesiones de la autora,pudiera tener, sin duda, algún fundamento; del mismo modo que un juicio tan general y tópico como que la ficción que el libro contiene hace aguas por todas partes mostrándose incapaz de alcanzar el auténtico valor de la literatura, su cualidad desveladora, su capacidad de despertar las ideas y las emociones del lector y ello debido a la raquítica escritura de Elvira Navarro, necesitaría un contraste con la lectura de la obra que pudiera rebatirlo o confirmarlo. Si hablo del autodesagravio es porque, sin pecar de psicólogo aficionado, hay una suerte de excusatio non petita en esa reivindicación que hace Erice de su propia persona, pues debe de entender el hombre que acaso no quede bien parada su reputación tras la anécdota que cuenta la autora que dio pie a la narración, la de la petición de esa ayuda social por valor de 50€. Después de reivindicar el carácter marginal de la autora y su honrosa inadaptación a la sociedad que le tocó vivir, Erice se reivindica: me mantuve siempre próximo a ella. Ello le sirve para contraponer esa imagen a la deformación temeraria que hace Navarro de la persona de su exmujer, banalizando su memoria como escritora y, lo que es peor, su identidad como ser humano, aun a pesar de la insistencia de la autora en disociar la biografía “oficial” de la autora de su ficción narrativa. Patético puede considerarse que Erice aduzca en su defensa del copyright de su exmujer el chantaje emocional del daño que la utilización fraudulenta de la personalidad de la autora puede ocasionar a sus familiares, concretamente a su hijo, con quien el autor convive. Hay un punto de la queja del autor en el que todo apunta a darle la razón, y no es otro que el de la utilización mediática de la figura de la escritora a partir de la novela de Navarro, por más que esta sea  reconocida ficción con apenas un leve sustento en la realidad biográfica de la autora. La distorsión que denuncia Erice, De vender miles de ejemplares a pedir dinero para el autobús, según El Confidencial, lleva al autor a denunciar la imagen que se desprende del libro de Navarro, la de una indigente, hambrienta y desahuciada (…) y poseída por grotescos delirios góticos, es decir, la versión estrafalaria y esperpéntica de la mujer con la que él convivió y a la que, como señala dos párrafos más arriba, ayudó en la medida de lo posible. Me parece de todo punto legítima la queja de Erice; pero insostenible desde el punto de vista artístico. Se erige, Erice, en algo así como el guardián de un bien sacrosanto al que solo puede alguien acercarse con su consentimiento, que solo concederá cuando la visión que se dé de Adelaida coincida con la que él haya establecido como veraz y, por lo leído, políticamente correcta. Pocas veces me ha sido dado leer, después de la muerte de Franco, una defensa tan férrea de la censura artística como en el caso del artículo de Erice, en el que parece reeditarse el viejo derecho que se exhibe en los bares: Reservado el derecho de admisión. Tengo para mí que Erice ha perdido una excelente oportunidad para usar la elegancia y la inteligencia, en vez del despecho y la descalificación difícil de aceptar basándonos exclusivamente en un hipotético argumento de autoridad: pues era “mi” mujer, yo sé quién fue, cómo fue y qué puede decirse o dejar de decirse de ella; ítem más, parece deducirse de esa autoridad:  nadie más capacitado que yo para juzgar si el propósito supuestamente artístico de la obra en cuestión cae o no en la zafiedad estilística, intelectual o poética. Hace ya algunos años, Arcadi Espada tuvo una hermosa polémica con Javier Cercas sobre Soldados de Salamina y los límites entre la ficción y la realidad, entre la novela y la Historia y la dificultad de mezclar ambos en una obra eminentemente de ficción sin confundir al lector hasta tal punto que este se perdiera entre ambos y acabara ya tomando por Historia verdadera lo novelístico ya adjudicando naturaleza ficticia a probados hechos históricos, con la consiguiente estafa al lector que tal indeterminación produciría. En esa contienda me parece que Cercas llevó las de ganar, porque el estatuto de la ficción viene a ser algo así como la definición que usó Cela en el prólogo a Mrs Caldwell habla con su hijo: novela es todo aquello que, editado en forma de libro, admite debajo del título, y entre paréntesis, la palabra, novela.La ficción de Elvira Navarro cumple, sin duda, con los términos de esa definición que no admite refutación. Otra cosa, vuelvo a insistir en ello, es que Erice tenga razón en la dimensión morbosa del tratamiento de la figura de la escritora que puede derivarse exclusivamente del relato de esa anécdota, en parte verídica, de la que parte la narración, por más que, después los derroteros por los que sigue se aparten de lo que podría considerarse algo así como una biografía canónica de Adelaida García Morales.

“Las metamorfosis”, de Publio Ovidio Nasón, una biblioteca de la Literatura.

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Marcantonio Franceschini: Nacimiento de Adonis.

Elogio de la libre invención y el más depurado estilo: Las metamorfosis, de Ovidio.

Aunque haya editores que se empeñen en privar a la novela de Kafka de su título tradicional, La metamorfosis, y ofrecernos el de La transformación, al parecer más ajustado a la literalidad del original, en nada se altera, después de haber leído de principio a fin, Las metamorfosis, de Ovidio, la sustancia del hecho que Kafka describe, al decir de él, como un suceso humorístico, destinado a hacer reír a los lectores, quienes, al menos desde que se publicó la obra, han optado, en extraño consenso, contrario a la intención del autor, por hacer de ella una angustiada interpretación metafísica. Las metamorfosis pertenece a ese tipo de obras que, habiendo permeado la civilización a la que pertenecemos, no forma parte de las lecturas habituales ni siquiera de los lectores asiduos, como ha sido mi propio caso. Aun siendo filólogo de formación, leí en su momento con sumo gusto, en vez del original de Ovidio, la Philosofía Secreta, de Juan Pérez de Moya, escrito como resumen de Las metamorfosis, porque en ella se incluía una lectura anagógica de los mitos profanos, una suerte de cristianización de la mitología greco-latina que tuvo especial influencia en nuestros clásicos de los siglos XVI y XVII. A Ovidio, sin embargo, la dimensión religiosa de los mitos le traía sin cuidado. No fue esa la causa de que Augusto lo enviara al exilio de por vida, a la inhóspita Tomis, a orillas del Mar Negro, sino, acaso, puesto que es cuestión disputada, por haber sido el más licencioso de los escritores romanos, un puesto, sin embargo, que le pueden disputar autores como Catulo con mayor propiedad. Ovidio veía en los mitos greco-latinos, tan gastados ya en su época, una excelente materia narrativa en la que meter la pluma para demostrar sus cualidades literarias y, sobre todo, su conocimiento enciclopédico de las pasiones humanas, y de las divinas. La primera falsa imagen que pudiérase alguien hacer de Las metamorfosis, y que ha de disiparse cuanto antes, es la de que este libro es algo así como un “manual” de mitología, o un “diccionario” de lo mismo. Si algo caracteriza inequívocamente a Las metamorfosis es su condición de prodigio narrativo y la libertad imaginativa de su autor, quien no ha tenido empacho alguno no tan solo en inventarse lo que le ha dado la gana, sino también en transformar todo aquello que la tradición le había legado desde Hesíodo. La libertad creativa de Ovidio, así pues, es lo primero que le llega al lector apasionado de su libro. Es más, esa libertad lo induce a organizar su materia según un esquema muy básico, desde la cosmogonía inicial hasta el presente del autor, en tiempos de Augusto, al hilo de unas historias entretejidas que recuerdan la técnica de Sherezade  en Las mil y una noches, entre otras técnicas compositivas usadas por el autor. A través de historias que contienen otras que a su vez contienen otras, casi siempre en términos de relaciones familiares que se alargan a través del árbol genealógico, Ovidio entra en el acervo mitológico y hace y deshace a su gusto, priorizando mitos de los que nadie ha oído prácticamente hablar y despachando otros famosísimos en escasas líneas. ¿Qué guía el interés de Ovidio a la hora de plantearse qué privilegiar? Me atrevería a decir que las posibilidades narrativas de la situación, sobre todo si, a partir de ciertas relaciones humanas, Ovidio podía utilizar uno de sus mejores recursos: el monólogo dramático. Hay muchos a lo largo de la obra, y todos ellos de intensa emoción y alta calidad expresiva. La retórica ovidiana no se complica la vida, no es. Dicho con un anacronismo, un barroco petulante, sino una suerte de raro romántico no enfático que busca la claridad de la emoción a través de una armonía de la dicción que, sin excluir el ingenio ni toda suerte de recursos retóricos habituales en la mejor tradición clásica, sí que pone el acento en el sentimiento. A ese respecto, aunque me vaya al final del libro, de buenas a primeras, ¡qué abismo. el que hay entre su recreación del mito de Polifemo, Galatea y Acis y la que hizo el incomparable y peregrino ingenio de D. Luis de Góngora y Argote!:
Oh, Galatea, más blanca que las hojas de la nívea aleña, más florida que los prados, más esbelta que el alto quejigo, más brillante que el cristal, más juguetona que un tierno cabritillo, más pulida que las conchas desgastadas continuamente por el mar, más agradable que los soles del invierno, que la sombra del verano, más noble que las manzanas, más visible que el elevado plátano, más resplandeciente que el hielo, más dulce que la uva madura y más suave que las plumas del cisne y que la leche prensada y, si no me esquivaras, más hermosa que un huerto regado; la misma Galatea más cruel que los indómitos novillos, más dura que la añosa encina, más engañosa que las olas, más escurridiza que las ramas del sauce y más tenaz que las blancas vides, más inmóvil que estos escollos, más violenta que la corriente, más orgullosa que el alabado pavo real, más cruel que el fuego, más áspera que los abrojos, más temible que una osa preñada, más sorda que los mares, más dañina que una serpiente pisada y, lo que sobre todo querría poder quitarte, no solo más esquiva que un ciervo acosado por sonoros ladridos, sino también que los vientos y la alada brisa (…) A ti sola he sucumbido y yo, que desprecio a Júpiter y al cielo y el rayo penetrante, a ti, nereida, te rindo culto: tu cólera es más violenta que el rayo. Y yo soportaría mejor este desprecio si esquivaras a todos; ¿pero por qué, rechazando al Cíclope, amas a Acis y prefieres a Acis a mis abrazos? (…) Pues me abraso, y el fuego avivado hierve más violentamente y me parece llevar en mi pecho el Etna, que a él se ha trasladado con todas sus fuerzas: ¡Y tú, Galatea, no te conmueves!
La arbitrariedad narrativa de Ovidio, su total libertad para hacer con los mitos lo que le venga en gana, sin respetar jerarquías ni aceptar la tradición legada recuerda mucho la libertad creadora de autores tan nuestros como Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita o Alfonso Martínez de Toledo, el Arcipreste de Talavera, autor de esa joya tan desconocida para el gran público que es El Corbacho, una de las mejores muestras de la lengua viva castellana del siglo XV, un auténtico festival filológico para quien amante del castellano, no solo usuario más o menos competente,  se conmueva con la historia de su lengua y cómo fue convirtiéndose en admirable herramienta de creación. Ovidio es un escritor que domina su oficio como nadie, y Las metamorfosis es, además, en ese sentido sí, un manual muy vivo de recursos retóricos, porque la variedad de ellos que se exhiben en las narraciones, cuyo uso asegura además la variedad estilística indispensable para no repetirse, sirve para deparar al lector la más amena de las lecturas y uno de los mayores placeres literarios que imaginarse pueda. Es difícil que sus descripciones, sus metáforas, el uso del adjetivo, de la frase sentenciosa, no sorprenda constantemente y colme las expectativas de quien se deje llevar por sus mitos con la docilidad de quien no ha de esforzarse para obtener un placer tan intenso. ¡Pero si hasta el recurso de la enumeratio infatigable adquiere en él una dimensión espectacular!, como podemos apreciar en la de los perros que persiguen a Acteón, ya metamorfoseado en ciervo:
Melampo e Icnóbates, de fino olfato, Icnóbats gnosio, melampo de raza espartana; Pánfago, Dorceo y Oríbado, todos arcadios, y el valiente Nebrófono y el fiero Terón junto con Lélape y Ptérelas eficaz por sus patas y Agre por su olfato y el impetuoso HIleo, y el sicionio Ladón, portador de recogidos ijares…
Hay ahí una complacencia en la sonoridad de los nombres, en este caso de perros, en otro de guerreros, por ejemplo, o de personajes mitológicos, que atravesará la historia de la literatura y llegará, sin ir más lejos, a la mismísima Mazurca para dos muertos, de Cela, por poner un ejemplo próximo o a esos hermosos nombres latinos que usan como máscaras los jovencísimos miembros del comando terrorista de Gramática parda, de García Hortelano, en cuya lectura me afano estos días. Sí, más allá de las pasiones humanas que tan vívidamente sabe recrear Ovidio con su potente y variado estilo, un compendio del arte retórico de su tiempo, y de todos los tiempos, no deja indiferente al intelector. Hay en Las metamorfosis una vertiente alegórica, propia de Ovidio, extraña a la tradición mitógrafa, y que tanta influencia tendrá en el devenir de nuestra literatura medieval y renacentista española, que me parece uno de los aspectos más logrados del libro; no solo porque en esas descripciones es donde con más vistosidad se despliega su estilo, sino porque se intuye la poderosa impronta de su compleja personalidad, si atendemos a esa suerte de lado oscuro que tanto contrasta con sus obras festivas. Ese tono sombrío de Las metamorfosis se manifiesta en las privilegiadas historias de los amores incestuosos, por ejemplo, o en las descripciones, con fuertes toques de auténtico gore, de los efectos de ciertas luchas o en la propia de las mismas metamorfosis, tan dolorosas a veces. Pongamos dos ejemplos cimeros, Envidia en su palacio sucio de negra sangre y Hambre. O no, mejor tres: incluyamos a Sueño y su palacio, ante cuyas puertas florecen fecundas adormideras. Transcribir, como haré a continuación, los fragmentos de Ovidio que ofrezco emocionado a mis intelectores me ha hecho pensar en que quizás en vez de esta tediosa introducción admirativa a la obra del sulmonense hubiera sido mucho más acertado titular esta entrada Crestomatía metamórfica u ovidiana, y dejar a los intelectores a solas con lo esencial, los textos de Ovidio. No he sabido abstenerme y he cedido a la vanidad de quien se precia de la elección, como quien se ufana del arte que compra y cuelga en las paredes de su casa, salvando la abismal distancia crematística entre una y otra vanidad, por supuesto. En cualquier caso, lo importante son esas alegorías prometidas. Aquí va la primera:
En el acto se dirige al palacio sucio de negra sangre de la Envidia. Está oculta en las profundidades de un valle su casa privada de sol, no accesible a ningún viento, triste y repleta de un frío entumecedor y que siempre está vacía de fuego y siempre llena de bruma. Cuando llegó allí, la varonil doncella que ha de ser temida en la guerra se detuvo ante la casa, pues no tiene derecho a penetrar en la mansión, y golpeó los postigos con la punta de su lanza; se abrieron las golpeadas puertas, ve dentro a la Envidia comiendo carne de víbora, alimento de sus venenos, y al verla aparta los ojos. Pero aquella se levanta perezosa del suelo y deja los cuerpos de las serpientes a medio comer y anda con paso desmadejado y, cuando vio a la diosa engalanada con su hermosura y con sus armas, lanzó un gemido y atrajo el rostro de la diosa a sus suspiros. La palidez se asienta en su rostro, la escualidez en todo su cuerpo, nunca es recta su mirada, los dientes están lívidos por el moho, sus pechos están verdes de hiel, la lengua empapada de veneno. Le falta la risa a no ser que la provoque la contemplación del dolor y no disfruta con el sueño, desvelada por las vigilantes preocupaciones, sino que ve, y se pone enferma al verlos, los éxitos de los hombres, que en nada le resultan agradables, y devora y se devora a la vez y es su propio suplicio. Ordenada por Minerva, ha de “infectar con su ponzoña” a una de las hijas de Cécrope, a Aglauro. “Ella [la Envidia], contemplando con torva mirada a la diosa que huía, emitió pequeños murmullos y se lamentó del éxito que iba a conseguir Minerva y coge su bastón, al que en su totalidad rodeaban cadenas de espino y, cubriéndose de negras nubes, por doquiera que camina, arrasa los labrantíos en flor y agosta las hierbas y arranca la flor de la adormidera y con su soplo contamina a los habitantes, las ciudades y sus casas, y finalmente contempla la ciudadela de la Tritonia, que florecía en ingenios, riquezas y festiva paz, y apenas retiene sus lágrimas, puesto que no ve nada digno de ser llorado. Pero, tras haber entrado en la habitación de la hija de Cécrope, cumple las órdenes y toca con su mano teñida de herrumbre su pecho y llena sus entrañas de zarzas como garfios y le insufla una dañina ponzoña y distribuye a través de sus huesos y esparce en medio de su pulmón un veneno negro como la pez y, para que las causas del mal no anden errantes a través de un espacio más amplio, le pone ante los ojos a su hermana y el afortunado matrimonio de su hermana y al dios con una bella apariencia y le agranda todas las cosas…

Aquí la segunda:

Hay un lugar en los remotos confines de la glacial Escitia, horrible territorio, una tierra estéril, sin frutos, sin árboles; allí habitan el Frío inerte, la Palidez, el Temblor y la famélica Hambre; ordena que ella se oculte en las criminales entrañas del sacrílego y que no la venza la abundancia de alimentos y que en la lucha supere mis fuerzas; y, para que no te dé miedo la longitud del camino, recibe mi carro, recibe mis dragones, a los que en lo alto reprimirás con los frenos, y se los dio. Ella, transportada por los aires con el carro que le había sido dado, llegó a Escitia y en la cima de un endurecido monte (lo llaman el Cáucaso) aligeró los cuellos de las serpientes y vio en un campo de piedras al Hambre, a la que buscaba, que arrancaba con uñas y dientes las escasas hierbas. Su cabello estaba erizado, los ojos hundidos, la palidez en su cara, los labios blanquecinos de mugre, la garganta áspera de moho, la piel endurecida, a través de la cual se podrían ver las entrañas; bajo los curvos ijares sobresalían los resecos huesos, por vientre tenía el sitio del vientre, podrías pensar que el pecho le colgaba y que solamente estaba sostenido por el armazón de la espina dorsal. La escualidez le había aumentado las articulaciones y estaba hinchado el globo de las rodillas y los tobillos sobresalían inflamados fuera de lo normal. (…) penetra en el dormitorio del sacrílego, y al que estaba relajado en un profundo sueño (pues era de noche) lo estrecha entre sus dos brazos y se inocula dentro del hombre y sopla en su garganta, pecho y cara y rocía de ayuno sus venas vacías y, tras haber cumplido sus órdenes, abandona el mundo fértil y vuelve a su casa estéril, a su acostumbrada cueva. Todavía el suave sueño ablandaba a Erisicton con sus plácidas alas. Él pide comida en las apariciones de su sueño y mueve en vano su boca y fatiga su diente contra su diente y ejercita su garganta engañada por un vano alimento y en lugar de manjares devora inútilmente ligeras brisas. [Come de todo y no se sacia, hasta que, al final]: él mismo comenzó a arrancar sus propios miembros con desgarradores mordiscos y, desgraciado, haciendo disminuir su cuerpo lo alimentaba.


Y aquí la tercera, Sueño, donde se conoce su variada progenie, para sorpresa de tantos como la ignorábamos, más allá de la única noticia de su hijo Morfeo, todo ello en relación con el mito de la fidelidad conyugal representado por Céix y Alcíone:

Estancia del perezoso sueño, adonde nunca puede dirigirse con sus rayos Febo ni al nacer ni al mediodía ni en el ocaso; nieblas mezcladas con tinieblas y crepúsculos de luz dudosa salen del suelo. (…) El silencioso Descanso se aloja allí. Sin embargo, sale de la profunda roca el riachuelo de la Lete, y, al deslizarse por él, el agua con su murmullo llama al sueño a las bulliciosas piedrecitas. Ante las puertas del antro florecen fecundas adormideras e innumerables hierbas de cuyo jugo extrae la noche el sopor y empapada lo extiende a través de la tierra oscurecida; y la puerta no produce ruido al girar los goznes: no hay ninguna en toda la casa, ningún guardián en el umbral; hay en el centro un lecho elevado sobre negro ébano, con plumas, de un solo color, guarnecido de una oscura cubierta en donde el dios se acuesta con sus miembros relajados por la languidez. A su alrededor por doquier yacen tantos sueños vacuos imitando distintas formas cuantas espigas produce la mies, ramas el bosque y arenas diseminadas la playa. Tan pronto como penetró allí y apartó la doncella con sus manos a los sueños que le cerraban el paso, relució con el resplandor de su vestido la sagrada morada y el dios, alzando con dificultas sus ojos que estaban abatidos por la lenta pesadez, volviendo a desvanecerse una y otra vez y golpeando lo alto del pecho con su vacilante barbilla, finalmente se sacudió a sí mismo y, alzándose sobre el codo, pregunta (pues la conoció) a qué viene; ella [Iris] por su parte responde: “Sueño, descanso de las cosas, el más plácido de los dioses, Sueño, paz del alma, de quien huye la preocupación, que suavizas los cuerpos cansados por las duras ocupaciones y das fuerza para el trabajo, ordena que los ensueños, que al imitarlas igualan las figuras verdaderas, se presenten a Alcíone en la hercúlea Traquis bajo la apariencia del rey y representen la escena del naufragio. Ordena esto Juno.” (…) Y el padre llama de entre la muchedumbre de sus mil hijos a Morfeo, el artífice y simulador de la figura; ningún otro más hábil que él imita la manera de andar y el rostro y el timbre de voz; añade también vestidos y las palabras más usuales de cada uno, pero él imita sólo a los hombres; otro, en cambio, se convierte en fiera, se hace pájaro, se hace serpiente de largo cuerpo. A este los dioses lo llamaron Ícelon, el vulgo mortal Fobétor; hay además un tercero, Fántaso, de una artimaña diferente: él engañosamente convierte todas las cosas en tierra, roca, agua, madera y todo lo que carece de soplo vital.; este suele mostrar de noche su rostro a los reyes y a los caudillos, otros visitan en su vagabundeo a los ciudadanos y a la plebe. [Así pues, Céix, nimado por Morfeo, se presenta ante su esposa Alcíone y le dice que no se engañe, que ha muerto y que le haga el duelo:]“¿Reconoces a Céix, desgraciadísima esposa mía?  ¿O mi aspecto ha sido transformado por la muerte? Mírame: Conocerás y encontrarás en lugar de tu esposo la sombra de tu esposo. Ninguna ayuda, Alcíone, me proporcionaron tus deseos: ¡He muerto! No quieras que te haga falsas promesas. El Austro cargado de lluvia se apoderó de la nave en el mar Egeo y destrozó a la que era zarandeada por un enorme soplo y llenaron mi boca, que en vano gritaba tu nombre, las olas. No te revela estas cosas un testigo dudoso, estas cosas no llegan a tus oídos procedentes de vagos rumores: yo mismo en tu presencia te cuento, náufrago, mi final. Levántate, ea, derrama lágrimas y vístete con tu atuendo de luto y no me envíes al vacío Tártaro sin haberme llorado. Morfeo añade a esto una voz que ella puede considerar que es la de su esposo; también parecía que derramaba auténtico llanto y tenía los ademanes de las manos de Céix. Alcíone lanza un gemido; deja fluir sus lágrimas y mueve sus brazos en medio del sueño y buscando un cuerpo abraza el aire, y exclama: “¡Quédate! ¿Adónde te arrastras? Iremos juntos.” Alterada por su propia voz y por la visión de su marido, sacude el sopor y en primer lugar mira alrededor por si está allí el que hace poco había sido visto; pues, asustados por sus gritos, los servidores habían traído una luz. (…) “Ahora muero lejos de ti, también lejos de ti soy zarandeada por las olas y sin mí me posee el mar. Más crueles que el propio piélago serían mis sentimientos si me esforzara en alargar mi vida y luchara por sobrevivir a tan gran dolor; pero ni he de luchar ni he de abandonarte a ti, desgraciado, y al menos ahora iré como compañera tuya y en el sepulcro, si no urna, al menos nos unirá una inscripción, si no he de tocar tus huesos con mis huesos, al menos tu nombre con mi nombre”. El dolor le impide decir más cosas y el llanto interrumpe cualquier palabra y de su turbado corazón son arrancados los gemidos. [Luego llega el cadáver de Céix al puerto, al malecón, y ella, convertida en Martín pescador, le dio en vano fríos besos con su duro pico, y  Céix también es convertido en ave:] Sometido a los mismos hados, también entonces permaneció el amor y el pacto conyugal no se disolvió en aquellas aves: se unen y se hacen padres y durante siete tranquilos días en la época invernal incuba Alcíone en nidos que quedan suspendidos en la llanura marina. Entonces es seguro el camino del mar: Eolo mantiene retenidos a los vientos y les impide la salida y proporciona a sus nietos el mar en llano.
         
Ya lo dije, pero es conveniente repetirlo: a Ovidio no lo guía ningún afán didáctico, tampoco compilatorio, y ni siquiera moral. De esa actitud suya se deriva lo que podríamos considerar como una sustancial irreverencia hacia una materia a medio camino entre religión de estado y literatura de entretenimiento. Los dioses, con su repertorio de bajezas y actos sublimes totalmente arbitrarios, estaban a disposición de los creadores para que estos hicieran lo que les viniera en gana con ellos. Es evidente que Ovidio respeta en lo fundamental lo que podríamos denominar el núcleo duro de los mitos que conforman las historias más conocidas y repetidas de nuestra tradición cultural, pero no es infrecuente que, frente a otras mucho menos conocidas, y en las que invierte una capacidad fabuladora tan asombrosa como intensa en el nivel de expresión, quiera nuestro autor ya pasar de largo, ya cumplir con la cortesía de recogerlas en su Summa pero con cierto desdén, como si el extenso conocimiento de las mismas las invalidara para vehicular a través de ella la pasión que expresa en esas otras menos conocidas. No se engañe, pues, el intelector que tome la excelente decisión de sumergirse en Las metamorfosis. Tanto en un caso como en el otro, quien lee entregado a la guía del omnipresente narrador que es trasunto del poeta, sea el que sea, aun disfrazado de los más variopintos narradores incrustados en los relatos, disfrutará de lo lindo con esa complicidad que Ovidio establece con sus lectores para el reconocimiento de su arte y para buscar ¡nada menos que la fama eterna!, que ya habría conseguido con cualquiera de sus otras obras, uy especialmente con el Ars Amandi, aunque Heroidas y Tristes tengan mucha más enjundia y den satisfacciones más profundas, literaria y humanamente, que la primera. Recordemos el famoso epílogo que cierra la obra con su reivindicación plenamente lograda:
Y ya he completado la obra, que ni la cólera de Júpiter ni el fuego ni el hierro ni el voraz tiempo podrá destruir. Que cuando quiera aquel día, que no tiene ningún derecho a no ser sobre este cuerpo, ponga fin al transcurso de mi insegura vida: sin embargo, en la mejor parte de mí seré llevado eterno por encima de los elevados astros, y mi nombre será imborrable y, por donde se extiende el poderío romano sobre las domeñadas tierras, seré leído por la boca del pueblo, y a lo largo de todos los siglos, gracias a la fama, si algo de verdad tienen los vaticinios de los poetas, VIVIRÉ.

La estructura de la obra, desde la cosmogonía hasta el presente del gobierno de Augusto, parece querer recorrer algo así como la historia de la humanidad a través de las aventuras de los dioses que nos han creado y nos han permitido llegar al mayor grado de civilización conocido, el imperio de Augusto, de quien Ovidio siempre esperó el perdón y el permiso para regresar a Roma, que nunca obtuvo. Es cierto que Virgilio fue para Augusto el gran poeta de su obra imperial y La Eneida el poema que lo glorificaba, pero Ovidio compone su obra mitográfica al margen de la posible influencia virgiliana, y no necesariamente como un empeño artístico que aspire o a emular o a superar al gran poeta mantuano. El esquema general de la obra, que atiende a la recreación de historias conocidísimas no incorpora una teleología, y mucho menos una imposible teología. Insisto, Ovidio, en un supremo acto de libertad creativa y organizativa, y estando en plena posesión de sus mejores recursos expresivos, se dio el gustazo de sumergirse en ese mar de historias en el que las islas más hermosas que describe no siempre coinciden con las más renombradas. Con todo, Ovidio nunca desdeña la oportunidad de añadir algunas pinceladas propias a la narración canónica de los mitos conocidos, bien sea añadiendo algo de su invención, bien destacando algún elemento que, en su narración adquiere un relieve distinto como el plomo de la flecha que recibe Dafne frente a la de oro que recibe Apolo, mito en el que se aprecia cuanto vengo diciendo de ese peculiar estilo ovidiano que tanto colma las expectativas del intelector: Sigue con paso apresurado sus huellas. Como cuando un perro de la Galia ha visto una liebre en un desierto labrantío y este con sus patas busca la presa, aquélla su salvación; así el dios y la doncella; este es rápido por la esperanza, ella por el temor.  Cualquiera de ellos, por indesmayable que sea su pasión por la buena literatura, corre el riesgo de sentirse abrumado por las infinitas referencias que en las ramificaciones familiares de cada mito cita Ovidio. Pierda su temor. Ahí está la benemérita labor de las editoras, Consuelo Álvarez y Rosa Mª Iglesias, para, mediante las oportunísimas notas a pie de página, orientar con un infinito caudal de erudición al perdido y consolar al afligido, porque en Las metamorfosises corriente que aparezcan personajes de escaso relieve en el conocimiento popular del mundo mitológico, pero de mucho interés para Ovidio y, por ende, para quien lo lee. Pienso ahora en Nictímene, que ultrajó el lecho paterno y quien huye de la vista y de la luz y oculta en las tinieblas su vergüenza y es repelida por todos en el cielo entero, pero que acaba convertida en el ave favorita de Palas Atenea, como emblema de la sabiduría en permanente vigilia. Y no me corto a la hora de posarme en otra rama y recordar, aunque no venga al caso, los dos Darío que Salinas en su magnífico estudio (¡de imprescindible lectura, si se quiere entender “definitivamente” el valor de su poesía en la historia de la literatura en lengua castellana!) sobre el poeta nicaragüense identifica con el cisne y con el búho. Las metamorfosis, como buena obra ecléctica e innovadora estructuralmente, por más que sobre una materia ultratradicional y fijada por la autoridad de sus predecesores, desde Hesíodo hasta Virgilio, contiene lo que hemos forzosamente de considerar como pequeñas novelitas independientes que se alargan bastante más de lo que el común de los mitos ocupa en el libro. Ese es el caso, sin duda, de la historia de Píramo y Tisbe, cuya aventura salpica Ovidio con intervenciones del narrador, al estilo de como lo hace en otros mitos, introduciendo ese dominio omnipresente de quien es dueño y señor  de cuanto narra, como cuando llama la atención del lector: La pared común a una y otra casa estaba hendida por una pequeña rendija; este defecto no evidente para nadie a lo largo de los siglos (¿de qué no se da cuenta el amor?) lo visteis por primera vez vosotros enamorados y lo convertisteis en camino de la voz; por él solían transitar seguras vuestras lisonjeras palabras en un murmullo apenas audible. ¡Una rendija convertida en camino de la voz! ¡Ovidio en estado puro! En el ámbito de la predilección por esa faceta sombría que complace al poeta hemos de colocar su magnífica y estremecedora descripción del Hades, confirmando que en Ovidio el arte de la descripción riñe en noble lid con el de la narración para alzarse con el pláceme del lector, si bien la descripción, al menos a mi entender, acaba llevándose el trofeo de la victoria. De hecho, como cuando narra el contenido de los tapices de las ninfas, la écfrasis, o descripción de un cuadro o un tapiz, es uno de los recursos más socorridos de Las metamorfosis. Entrar en el Hades de la mano de Juno: Hay un camino inclinado, obscurecido por fúnebres tejos: conduce a las moradas infernales a través de callados silencios; la inactiva Estige exhala nieblas, y por allí bajan las sombras recientes y las imágenes de los que han recibido sepultura; la palidez y el frío ocupan extensamente los espinosos lugares y los nuevos manes ignoran dónde está el camino, por dónde se llega a la ciudad estigia, dónde está el cruel palacio del negro Dite. [“El rico”, dios de los lugares infernales, traducción del griego Plutón. ¿No deberíamos decir, así pues, *Ditécrata, como decimos Plutócrata?]  para pedir que una de las Furias, Tisífone, lleve desde el Tártaro la destrucción a Atamante y su nueva esposa, Ino, un mito muy menor, como ya se advierte, permite seguir admirando esa obra maléfica que recorre el libro con un énfasis que nos sitúa en la órbita del género de terror, cuya versión serializada en la televisión tantos adeptos tiene (y no estoy sugiriendo una serie sobre el libro, pero tampoco estaría de más…):
Tras haber dicho Juno así estas cosas, Tisífone, según estaba con sus blancos cabellos en desorden, los agitó y apartó de su boca las culebras que se la tapaban. Y sin tardanza la cruel Tisífone coge una antorcha humedecida en sangre y se viste una túnica enrojecida por la sangre que chorrea y se ciñe con una serpiente enroscada y sale de casa. Acompañan a esta en su marcha el Luto y el Pavor y el Terror y la Locura de rostro agitado. (…)  A continuación arranca de en medio de sus cabellos dos serpientes y con mano portadora de muerte lanza las arrancadas; y ellas, por su parte, recorren el regazo de Ino y Atamante y les inoculan nauseabundos alientos; y no sufren ninguna herida en sus miembros, es su mente la que es sensible a los crueles embates. Consigo había llevado también líquidos de prodigioso veneno, espumas de la boca de Cérbero y ponzoña de Equidna y vagos delirios y olvidos de la ciega razón y crimen y lágrimas y furia y deseo de matanza, todas trituradas en conjunto; y estas cosas, mezcladas con sangre reciente, las había cocido en un cóncavo caldero de bronce removidas con verde cicuta; y mientras aquellos se espantan, vierte el enfurecedor veneno en el pecho de ambos y remueve lo más profundo de sus entrañas.

La referencia infernal sirve de preludio a la historia del amor entre Plutón y Prosérpina (aprovecho para decir que sigo, como está claro, las acentuaciones de la edición, algunas de las cuales chocan con las habituales en nuestra tradición oral), para complacencia de su padre, Júpiter, e irritación desesperada de Ceres, su madre. Una historia que involucra, a su vez, alguna metamorfosis, como la de Ascálafo, cuya transformación en búho por obra de Prosérpina es invención propia de Ovidio. Después de que Aretusa confiese a Ceres que ha visto a su hija en el Hades: Mientras me deslizo bajo tierra por el abismo estigio, fue vista allí por mis ojos tu Prosérpina: ella, ciertamente triste y no desprovista todavía de miedo en su rostro, pero en todo caso reina, pero la más importante del mundo sin luz, pero en todo caso poderosa consorte del soberano infernal. Ceres se planta resolutiva ante Júpiter y le espeta:Ea, mi hija buscada por mí durante largo tiempo, ha sido encontrada, si puedes llamar encontrar al haber perdido con más certeza o si puedes llamar encontrar a saber dónde está. ¡Soportaré que haya sido rapatada con tal que la devuelva! Pues no es digna de un marido salteador tu hija, si ya no es mi hija.
Y Júpiter le responde:

Mi hija es una prenda y carga común contigo; pero, si parece bien sólo añadir nombres verdaderos a la realidad, este hecho no es un deshonor, sino amor verdadero, y no será para mí motivo de vergüenza ese yerno, diosa, con tal que tú lo quieras. ¡Que falten las demás cosas, cuán importante es ser hermano de Júpiter! ¡Y puesto que a las demás cosas no faltan, en nada es inferior a mí a no ser por el sorteo! Pero si tan gran deseo tienes de una separación, volverá Prosérpina al cielo, aunque con una condición determinada, si no ha tocado allí con su boca alimento alguno; pues así ha sido dispuesto por la ley de las Parcas”. Había hablado y Ceres, por su parte, había decidido sacar de allí a su hija. No lo permiten los hados así, puesto que la doncella había roto el ayuno y, mientras vagabundeaba sin malicia en los cultivados huertos, había cogido de un curvado árbol una granada y, arrancando de la amarillenta corteza siete granos, los había exprimido en su boca; el único de todos que vio esto fue Ascálafo, al que en otro tiempo se dice que Orfne, muy conocida entre las ninfas del Averno, dio a luz concebido de su Aqueronte en las negras selvas; y lo vio y, cruel, con su delación impidió el regreso. Gimió la reina del Érebo y convirtió al delator en una siniestra ave y su cabeza, rociada con el agua del Flegetonte, la convirtió en pico y plumas y grandes ojos. Él, arrebatado de sí mismo, se envuelve en rojizas alas y crece en su cabeza y encorva sus largas uñas y apenas mueve las plumas nacidas a lo largo de sus brazos sin fuerzas y se convierte en un repugnante pájaro mensajero de inminente dolor, el perezoso búho, siniestro presagio para los mortales. [Es proverbial la concepción del búho como ave de mal agüero en su calidad de oscen, es decir, animal augural por su canto, en tanto que como ales, augural por su vuelo, es favorable, pero apenas tenido en cuenta, nos dicen las oportunas notas a pie de página.]      

Con algo más que inusitado interés he leído el auténtico cuento de terror que la historia de Tereo, Filomela y Procne, la cual, en forma de romance truculento, el Romance de la infanticida, me estremeció una y mil veces oído en la voz juglaresca de Joaquín Díaz cuando estudiaba literatura medieval en la universidad bajo la entonces sabihonda e inexperta batuta pedagógica de un Carlos Alvar que se estrenaba en la profesión. La historia, en resumen, es la siguiente, Tereo se encapricha de su cuñada Filomela, hermana de su mujer, Procne. Tereo la secuestra y abusa de ella, tras lo cual le corta la lengua para impedir que lo delate…, pero lo justo es cederle la palabra a quien sabe, con esa situación, construir un relato que justifica el epifonema que lo abre: ¡Ay, dioses, qué gran cantidad de noche ciega tienen los pechos de los mortales!, un tipo de reflexión casi imposible de hallar en la chata literatura moderna, o lo que benévolamente podríamos aceptar como su equivalente. Las metamorfosis es un obra llena de expresiones de este jaez, de ahí su condición de auténtica escuela de cuantos en nuestra historia literaria supieron aprender en él fondo y forma, las más afortunadas reflexiones existenciales expresadas con el más depurado de los estilos. Así cuenta Ovidio esa terrible historia:

“¡Oh, bárbaro de crueles acciones, oh inhumano, no te han conmovido los encargos de mi padre y sus lágrimas llenas de cariño, ni las cuitas de mi hermana ni mi virginidad ni las leyes del matrimonio! ¡Todo lo has trastocado: yo me he convertido en rival de mi hermana, tú en doble esposo! Soy merecedora del castigo propio de un enemigo. ¿Por qué no me arrebatas, pérfido, esta vida, para que no te falte ultraje alguno? ¡Y ojalá lo hubieras hecho antes de la sacrílega unión! Hubiese tenido una sombra libre de culpa (…) Filomela ofrecía su cuello y, al ver la espada, había concebido la esperanza de su muerte; él, sujetando con una tenaza la lengua que estaba llena de indignación, que gritaba sin cesar el nombre de su padre y que luchaba por hablar, se la cortó con cruel espada; la profunda raíz de su lengua palpita, ella misma está en el suelo y temblando balbucea sobre la negra tierra y, como suele saltar la cola de una culebra mutilada, se agita y al morir busca las huellas de su dueña. Incluso tras este crimen (apenas me atrevo a creerlo), se dice que a menudo se sirvió del cuerpo lacerado para su lujuria. [Tereo le dice a Procne que su hermana ha muerto. Esta le rinde honras fúnebres.]“¿Qué puede hacer Filomela? Un guardia le cierra la huida, las murallas del establo se alzan levantadas en sólida roca, la boca muda no tiene medios de denunciar el hecho. Es grande la inspiración del dolor y la habilidad acude en las situaciones desgraciadas. Astuta, cuelga de un telar bárbaro una urdimbre y tejió unas marcas de purpura entre hilos blancos delación del crimen, y un vez acabada la entrega a una y le ruega por señas que la lleve a su señora; aquella a la que se lo había pedido la llevó ante Procne; no sabe qué entrega en ello. Desenrolla el tejido la esposa del cruel tirano y lee el desgraciado romance de su suerte y (es admirable que pudiera) guarda silencio: el dolor reprimió su boca y faltaron palabras suficientemente indignadas a su lengua aunque las buscara, y no hay tiempo para llorar, sino que se precipita a confundir lo justo y lo injusto y se vuelca toda ella en la imaginación del castigo. (…) Llega por fin al inaccesible establo, da alaridos y grita el evohé y fuerza las puertas y arrastra consigo a su hermana, y viste con las insignias de Baco a la que ha arrastrado y esconde su rostro con hojas de hiedra y tirando de ella, que está asustada, la conduce dentro de su propio palacio. (…) Arde Procne y ella misma no domina su propia cólera y, echándole en cara el llanto a su hermana, dice: “No hay que tratar esto con lágrimas, sino con hierro, a no ser que tengas algo que pueda vencer al hierro. Yo, hermana, me he preparado para cualquier impiedad: o yo quemaré con teas el palacio real, arrojaré a Tereo, el artífice, en medio de las llamas, o le arrancaré con la espada la lengua o los ojos y los miembros que te arrancaron tu honra, o, mediante mil heridas, le sacaré su alma culpable. Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa por grande que sea; qué sea ello, lo dudo todavía” (…) Y, sin decir nada más, dispone un siniestro crimen y se abrasa en callada cólera. [Se le acerca su hijo Itis, a quien ve parecidísimo a su padre, Tereo](…) Sin tardanza, arrastró a Itis como una tigresa del Ganges a una cría de teta de una cierva a través de los oscuros bosques, y cuando alcanzaron la parte más alejada de lo profundo de la casa, al que tendía sus manos y veía ya su destino y gritaba “madre, madre” y buscaba su cuello, Procne lo hiere con la espada donde el pecho se une al costado, y no vuelve su rostro; por más que una sola herida le bastaba para su muerte, Filomela le abrió la garganta con el hierro; y despedazaron los miembros, todavía vivos y que conservaban algo de aliento: de ellos una parte salta en los profundos calderos de bronce, otra parte chisporrotea en los asadores; las estancias chorrean de sangre. A estos manjares invita la esposa a Tereo que nada sabe y, fingiendo un sacrificio según la costumbre de sus antepasados al que solo se permite asistir al marido, alejó a acompañantes y siervos. El propio Tereo, sentándose en elevado sitial de sus antepasados, come y amontona en su vientre sus propias entrañas y, tan grande es la noche de su alma, “llamad aquí a Itis”, dijo. No es capaz Procne de disimular la alegría de su crueldad y, deseando ya erigirse en la mensajera de su matanza, “dentro tienes al que reclamas”, dice. Mira él en torno suyo y pregunta dónde está; y, mientras buscaba y lo llamaba de nuevo, según estaba con los cabellos despeinados por la terrible matanza, dio un salto Filomela y arrojó a la cara del padre la ensangrentada cabeza de Itis y en ningún otro momento había preferido poder hablar y atestiguar su goce con palabras dignas de la ocasión. El tracio alejó la mesa de sí con un enorme grito y hace venir a las viperinas hermanas del valle estigio, y unas veces intenta sacar de allí, si pudiera, con su pecho abierto el cruel festín y las sumergidas entrañas, otras llora y se llama miserable sepulcro de su hijo; ahora persigue con la espada desenvainada a las hijas de Pandíon. Pensarías que los cuerpos de las Cecrópides están colgados provistos de alas: colgaban provistos de alas. Una de ellas se dirige a los bosques, la otra se encarama a los tejados; y todavía no se han ido de su pecho las marcas de la matanza y la pluma está marcada con sangre. Él, raudo por su dolor y por el ansia de castigar, se convierte en un ave que tiene un penacho en la punta de su cabeza, un pico se prolonga exageradamente en lugar de la larga lanza, el nombre del pájaro es abubilla, parece una figura armada. [Las hermanas se convierten en golondrina, Procne, y en ruiseñor Filomela.]

De igual modo, la cervantina historia de Céfalo y Procris parece transcurrir en una floresta medieval de Chrétien de Troyes, aunque se reencarnara dieciséis siglos después en esa joya sucinta que es El curioso impertinente. El mito tuvo su descendencia curiosa en forma de primera ópera española cuya partitura y libreto han llegado hasta nosotros, basado, el segundo, en la obra teatral de Calderón Celos aun del alma matan. Puede que me pase, al ofrecer la transcripción casi íntegra del mito, pero quienes no tengan tiempo o ganas para ir al original a buen seguro que me lo agradecerán:

Permítaseme contar la verdad con el permiso de la diosa: por más que ella sea admirable por su cara de rosa, por más que ella ocupe los confines del día y ocupe los de la noche, por más que ella se alimente de agua de néctar, yo amaba a Procris, Procris estaba en mi corazón, Procris siempre en mi boca. [Recordemos que La Aurora (Eos) había raptado a Céfalo y lo mantuvo secuestrado ocho años] (…) Se conmovió la diosa y dijo: “¡Deja tus lamentos, ingrato, ten a Procris! Pero si mi mente ve el porvenir, querrás no haberla tenido.” Y encolerizada me devolvió a ella. Mientras vuelvo y doy vueltas en mi interior a las amonestaciones de la diosa, empecé a tener el miedo de que mi esposa no hubiese guardado bien las leyes del matrimonio; su figura y su edad me ordenaban creer en el adulterio, su carácter me impedía creerlo; pero, con todo, yo había estado ausente, pero también ésta, de donde yo volvía, era un modelo de culpa, pero todo lo tememos de los amantes. Decido, cosa lamentable, investigar y probar con regalos su casta fidelidad. La Aurora favorece este temor mío y cambia mi aspecto (me pareció percibirlo). [Entra sin ser reconocido y llega hasta donde está su esposa] “Cuando la vi me quedé atónito y casi abandoné la premeditada prueba de su fidelidad; malamente me contuve para no confesarle la verdad, malamente para no darle besos como era debido. Estaba triste (sin embargo, ninguna podía ser más hermosa que ella en su tristeza) y estaba afligida por la nostalgia del esposo que había sido raptado. Piensa tú, Foco [hijo de Éaco y de la nereida Psámate, aquí interlocutor de Céfalo, claro, quien lo induce a que cuente su historia], cuál sería la belleza en aquella a la que el propio dolor embellecía así. ¿Por qué voy a contarte cuantas veces su pureza de carácter rechazó mis intentos, cuántas veces me dijo: “Yo me reservo para uno solo; dondequiera que esté, reservo mis goces para uno solo” ¿Para quién en su sano juicio no hubiera sido suficiente esta prueba de fidelidad? No me doy por contento y hurgo en mis propias heridas; una vez que hablándole de entregarle una fortuna por una noche y al aumentar los obsequios finalmente la obligué a dudar, exclamo, mal fingidor: “¡Tienes delante un mal fingido adúltero, era tu verdadero marido; estás atrapada, desleal, siendo yo el testigo!” Ella nada dice; vencida solamente por silenciosa vergüenza, huye de su traidor hogar a la vez que de su malvado esposo y odiando, ofendida por mí, todo el linaje de los hombres, vagaba por los montes dedicándose a las aficiones de Diana. Entonces a mí, abandonado, una pasión muy violenta me llegó hasta los huesos; suplicaba su perdón y confesaba que había pecado y que habría podido sucumbir yo también a semejante culpa con los regalos ofrecidos, si se me ofrecieran tan grandes regalos. Vuelve a mí, que había confesado esto, habiendo vengado con anterioridad su pudor herido, y pasa dulces años armoniosamente conmigo. Me hace, además, como si ella se hubiese entregado como un pequeño don, el obsequio de un perro, del que, cuando a ella se lo entregó su Cintia, había dicho: “Vencerá a todos en la carrera”. También me regala a la vez la jabalina que tengo en mis manos. ¿Preguntas cuál fue la suerte del otro regalo? Escucha algo que ha de asombrarte: te sorprenderá por lo inaudito del hecho. [Envian una calamidad en forma de fiera, la zorra Teumesis, que asuela Tebas] Se me pide por gran consenso mi Lélaps [el perro que le regala Procris], este era el nombre del regalo; ya hace tiempo lucha por librarse él de sus lazos y tensa los que retienen su cuello. Apenas había sido lanzado y ya no podíamos saber dónde estaba; el polvo caliente tenía las huellas de sus patas, el mismo había desaparecido de nuestra vista: no sale más rápida que él una lanza ni las balas liberadas de la retorcida honda ni la ligera caña del arco de Gortina “Brisa, ven”, solía cantar, “alíviame y penetra en mi regazo, tú la más agradable, y, como sabes hacerlo, desea apaciguar los fuegos con los que me abraso” Quizás añadiría (así me arrastraba mi destino) más lisonjas y acostumbraría a decir, “tú, mi gran placer, tú me das fuerzas y me cuidas, tu haces que ame las selvas, que ame los lugares solitarios y que este aliento tuyo siempre sea captado por mi boca” No sé quién prestó oídos engañados por las palabras de doble sentido y, pensando que el nombre de la brisa tan a menudo invocado era el de una ninfa, cree que yo estoy enamorado de una ninfa. Al punto, temerario delator de una culpa inventada, se presenta ante Procris y repite con su lengua los susurros que ha oído. Crédula cosa es el amor: desvaneciéndose por el repentino dolor, según se me cuenta cayó y, tras haberse repuesto después de un largo tiempo, se llamó desgraciada, se llamó de adverso destino y se quejó de la infidelidad e, impulsada por una culpa irreal, temió lo que no es nada, temió un nombre sin cuerpo y se duele, desgraciada, como si se tratara de una auténtica rival. [Se va al bosque, entona la canción de la brisa, oye un ruido…]”al hacer las hojas que caían un pequeño ruido de nuevo, pensé que era una fiera y lancé mi veloz dardo; era Procris y, sujetando su herida en medio del pecho, grita: “¡Ay de mí!” Cuando reconocí la voz de mi fiel esposa, corrí a su voz precipitándome y fuera de mí; la encuentro moribunda y manchada con sus vestidos llenos de sangre y tratando de arrancarse de la herida su propio regalo (¡desgraciado de mí!) y su cuerpo, más querido que el mío para mí, lo levanto con suaves brazos y vendo las crueles heridas con mi ropa desgarrada desde el pecho e intento detener la sangre y le pido que no me abandone a mí, convertido en criminal por su muerte. Ella, sin energías y ya a punto de expirar, se fuerza a decir estas pocas palabras: “Por las alianzas de nuestro lecho y por los dioses del cielo y los míos, por si en algo he sido un bien para ti, y por el amor, motivo para mí de muerte, que incluso ahora cuando muero permanece, te ruego suplicante que no permitas que Brisa sea tu esposa en nuestro tálamo”.
         De lo que dan de sí las aventuras de Hércules, ¿cómo sorprenderse de que Ovidio haya escogido el episodio del manto de Deyanira, tan plástico, tan atroz, te alcanzaré con una herida, no con los pies:
[Habla Deyanira, dirigiéndose a Neso, un centauro, hijo de Ixión:] “Si nada te conmueve el respeto hacia mí, por lo menos la rueda de tu padre te debía hacer capaz de alejarte de uniones prohibidas. Sin embargo, no escaparás, aunque confíes en tus recursos de caballo; te alcanzaré con una herida, no con los pies.” La acción da valor a sus últimas palabras y una flecha disparada atraviesa el lomo que huye: el curvo hierro sobresalía de su pecho. Tan pronto como se lo arrancó, brotó por los dos agujeros sangre mezclada con la ponzoña del veneno de Lerna. Neso la recoge; “así pues no moriré sin vengarme”, habla consigo mismo, y entrega a la raptada como obsequio una tela empapada por la caliente sangre como si fuera un estímulo para el amor.  Cuando se le adelantó hasta tus oídos, Deyanira, la parlanchina fama, que se goza en añadir falsedades a la verdad y mediante sus mentiras crece desde lo más pequeño, diciendo que el Anfitrioníada estaba preso de amor por Íole. Su enamorada lo cree y, aterrada por la fama del nuevo amor, en primer lugar se entregó a las lágrimas y llorando desgraciada dio rienda suelta a su dolor, e inmediatamente después dice: “¿Pero por qué lloro? Mi rival se alegrará de estas lágrimas. Y, puesto que ella va a venir, hay que apresurarse y preparar algo nuevo, mientras está permitido y todavía no ocupa otra mi tálamo. ¿Me lamentaré o guardaré silencio? ¿Voy a volver a Calidón o a quedarme aquí? ¿Saldré de esta casa o, si no hay nada más, me resistiré? ¿Y si acordándome, Meleagro, de que soy su hermana, preparo una valerosa hazaña y dos testimonios, tras haber degollado a mi rival, de cuánto puede la injuria y el dolor de una mujer? (…) [Deyanira le envía la túnica teñida con la sangre de Neso para celebrar un sacrificio adecuadamente vestido. Hércules la coge y reviste sus hombros con el veneno de la víbora de Lerna. De pronto, comienza a surtir efecto el veneno:]“Mientras pudo, reprimió el gemido con su acostumbrado valor; después de que su capacidad de soportar fue vencida por el dolor, empujó el altar y llenó el boscoso Eta con sus gritos. Y sin tardana, intenta romper la túnica portadora de la muerte; por donde la arranca, arranca ella la piel y, cosa horrible de relatar, o al intentar en vano desprenderla se adhiere a su carne o descubre los desgarrados miembros y sus enormes huesos. La propia sangre, como en algún momento una lámina candente sumergida en helada agua, rechina y se cuece en el ardiente veneno. Y no hay limitación, las voraces llamas le sorben las entrañas y resuenan los tendones abrasados, y con la médula derretida por la oculta ponzoña, levantando las manos al cielo, grita: “¡Saturnia, aliméntate con mi desgracia! Aliméntate y contempla, cruel desde lo alto, esta calamidad y sacia tu fiero corazón. Ahora bien, si soy digno de compasión incluso para un enemigo, esto es, si lo soy para ti, arrebátame esta vida debilitada por crueles suplicios y odiosa y que nació para los trabajos. [Enumera sus trabajos]“Así dijo y herido camina por lo alto del Eta, no de otro modo que si un toro llevase clavado en su cuerpo un venablo y hubiese huido el autor de la acción. Se le habría podido ver muy a menudo volviendo a intentar desgarrar por completo su ropa y abatiendo troncos y enfurecido contra los montes o tendiendo sus brazos al cielo de su padre. [Coge a Licas, que le había entregado la túnica]“y, tras haberle dado tres o cuatro vueltas, lo envía con más fuerza que una catapulta a las olas de Eubea. Él, mientras cuelga en las brisas celestinales, se quedó duro y, como dicen que las lluvias se condensan por los helados vientos y después se convierten en nieve y que la nieve girando en una mole se aprieta y se hace un cuerpo aglomerado en espeso granizo, así de aquel que, lanzado al vacío con poderosos brazos y muerto de miedo y sin nada de líquido, han transmitido las épocas pretéritas que se convirtió en endurecido pedernal. Todavía ahora un pequeño peñasco sobresale en el profundo mar de Eubea y conserva huellas de figura humana y a éste, como si fuera a sentirlo, temen pisarlo los marineros y lo llaman Licas. “En lo que a ti respecta, famoso vástago de Júpiter, tras haber cortado árboles que el elevado Eta había producido y tras haberlos amontonado en una pira, ordenas que el hijo de Peante, con suyo servicio fue puesta la llama debajo, lleve tu arco y tu espaciosa aljaba y tus flechas que habrían de ver de nuevo los reinos troyanos, y, mientras se prende el montón por ávido fuego, cubres el alto amontone de madera con la piel de Nemea y te recuestas con el cuello apoyado en la clava, no con otro rostro que si estuvieras echado como comensal cubierto de guirnaldas entre vasos llenos de vino. [Se produce, a continuación, la Apoteosis de Hércules, que es llevado al Olimpo por su padre, Júpiter, en un carro de 4 caballos]“Entretanto, lo que había de llama devastadora lo había arrebatado Múlciber y no permaneció una figura de Hércules que fuese reconocible y no tiene nada proveniente de la figura de su madre, solamente conserva huellas de Júpiter; y, como una serpiente nueva tras haberse despojado de la vejez junto con la piel suele rebosar de vigor y brillar con la escama recién nacida, así, cuando el Tirintio se despojó de sus mortales miembros, florece en la mejor parte de sí y comienza a aparecer más grande y a ser temible por su augusta gravedad. Y el padre omnipotente, tras haberlo arrebatado entre huecas nubes en un carro de cuatro caballos, lo trasladó a los resplandecientes astros.
Seré parcial, sin duda, pero de esa especialidad ovidiana que es el monólogo dramático, me parece que el incestuoso de Biblis por su hermano Cauno y, sobre todo, el no menos incestuoso de Mirra por su padre, Cíniras, ambos poco conocidos fuera del ámbito de los especialistas, son dos ejemplos que dejarán al intelector boquiabierto y deseoso de afanarse en la lectura del volumen íntegro, porque hallazgos narrativos como los presentes son la columna vertebral de Las metamorfosis. Del segundo monólogo, el propio Ovidio advierte: Voy a cantar cosas terribles: alejaos de aquí, hijas, alejaos, padres, o, si mi canto relaja dulcemente vuestros corazones, que desaparezca la credibilidad hacia mí en esta parte, y no deis crédito a lo que ha ocurrido; o, si le dais crédito, dad crédito también al testigo de la acción. Pero vayamos, primero, a esa perfecta representación de la pasión prohibida que siente Biblis y que no la deja vivir:

“¡Ay, desgraciada de mí! ¿Qué pretende la imagen de la noche callada? ¡Cómo quisiera que no fuese verdad! ¿Por qué he visto yo estos sueños? [“le pareció también que unía su cuerpo al de su hermano y enrojeció, aunque yacía dormida”]Él ciertamente es hermoso para los ojos, aunque sean hostiles, y me place amarlo. (…) Con tal de que despierta no intente hacer nada de tal tipo, que me esté permitido que a menudo vuelva un sueño con una visión semejante: no hay testigos en los sueños y no les falta una apariencia de placer… ¡Por Venus y el alado Cupido a la vez que su madre, de cuántos goces he disfrutado! ¡Qué evidente pasión me ha tocado! ¡De qué modo yací derretida hasta los tuétanos! (…) ¿Pero qué importancia tienen los sueños? ¿Acaso tienen importancia los sueños? ¡Mejor los dioses! En verdad los dioses tuvieron a sus hermanas como suyas. (…) ¿Por qué intento costumbres humanas para los dioses del cielo y pactos distintos? ¡O el ardor prohibido se escapa de mi corazón o, si no puedo, pido morir antes y, una vez muerta, ser preparada en el lecho y que mi hermano dé besos a la allí colocada! (…) Con todo, si él mismo hubiera sido cautivado primero por un amor hacia mí, quizás yo podría ser indulgente con su loca pasión. ¿Así pues lo buscaré yo misma, que no habría de rechazar a quien me buscase? ¿Podrás hablar acaso? ¿Podrás confesarlo? Me obligará el amor, podré; o si el pudor refrena mi boca, una carta secreta confesará mis ocultos fuegos. (…) Lo verá: voy a confesar mi insensato amor. ¡Ay de mí! ¿Adónde me dejo llevar? ¿Qué fuego alberga mi mente?” Comienza y duda; escribe y desecha las tablillas; y marca y borra; cambia y condena y aprueba, y alternativamente deja la que ha cogido y vuelve a coger las que ha dejado. No sabe qué quiere; lo que parece que está a punto de hacer le desagrada; en su rostro está mezclada la osadía y la vergüenza. (…) “Te envía a ti esta salud, que no habrá de tener si tú no se las das, una enamorada; le avergüenza, ¡ay!, le avergüenza divulgar el nombre. (…) En verdad podría ser para ti un indicio de un pecho herido el color y la delgadez, y el rostro y mis ojos muy a menudo húmedos, y mis suspiros provocados por una causa no evidente, y mis frecuentes abrazos y los besos que, si por casualidad lo notaste, no podrían ser percibidos como de una hermana; sin embargo, yo misma, aunque tenía una cruel herida en mi corazón, aunque en mi interior había un enloquecido ardor, he hecho todo (los dioses son mis testigos) para estar por fin en mi sano juicio, y luché durante largo tiempo por esquivar, desgraciada, las enfurecidas armas de Cupido y yo, endurecida, soporté más de lo que pensarías que puede soportar una joven. (…) Compadécete de la que te confiesa su amor y que no lo confesaría si no la obligase un ardor al límite, y no seas merecedor de ser inscrito en mi sepulcro como su causante.” [Finalmente, se decide a enviar la carta, pero la envía con su sello personal, por lo que se delata ante su hermano, quien la rechaza.]“¿Por qué, temeraria, he dado muestras de esta herida? ¿Por qué tan rápidamente he confiado unas palabras que debieron ser ocultadas a unas apresuradas tablillas? Antes hubiera debido yo explorar con palabras ambiguas el parecer de su corazón. Para que no deje de favorecerme en mi avance, debí comprobar con una parte de la vela de qué calidad era la brisa y discurrir por un mar seguro yo, que ahora he desplegado las velas a unos vientos no sondeados antes. Por tanto, soy arrastrada contra unos escollos y, después de volcar, me sumerjo en la totalidad del océano y mis velas no tienen posibilidad de regreso. (…) Si me estuviera permitido rehacer lo ya hecho, lo primero era no haber comenzado, lo segundo es obtener por la fuerza lo emprendido. (…) Lo que falta es mucho para mis deseos, poco para un crimen.

Del segundo mito, esa obsesión enfermiza de Mirra por su padre, y de las argucias de que se vale aquella para yacer con este, la narración de Ovidio, después de haber hecho aquella advertencia que antes recogí, nos dice:

La cautela de los hombres ha promulgado leyes mezquinas, y lo que permite la naturaleza lo niega la jurisprudencia celosa. (…) ¿Por qué das vueltas a estas cosas? ¡Alejaos, prohibidas esperanzas! Aquél es digno de ser amado, pero como un padre. Por consiguiente, si yo no fuese la hija del gran Cíniras, podría acostarme con Cíniras; ahora, dado que ya es mío, no es mío, y la misma proximidad es para mí motivo de daño: como extraña tendría más posibilidades. Me agradaría irme lejos de aquí y abandonar los confines de mi patria con tal de poder escapar a mi crimen. Un maligno ardor retiene a la enamorada para contemplar en persona a Cíniras y tocarle y hablarle y darle besos, si no se concede nada más; pero, impía y doncella, ¿puedes esperar algo más allá y no te das cuenta de cuántas leyes y nombres confundes? ¿Acaso vas a ser rival de tu madre y concubina de tu padre? ¿Acaso recibirás el nombre de hermana de tu hijo y madre de tui hermano? ¿Y no temes a las hermanas empenachadas de negras serpientes, a las que contemplan los culpables corazones buscando los ojos y las bocas con crueles antorchas?(…) Era medianoche y el sueño había relajado las preocupaciones y los cuerpos; pero la joven hija de Cíniras, insomne, es apresada por un fuego que no puede dominarse y da vueltas a sus enloquecidos deseos y unas veces desespera, otras quiere intentarlo, y se avergüenza y siente deseos y no encuentra qué pueda hacer y, como se duda de dónde va a caer un enorme tronco herido por una segur cuando queda el ultimísimo golpe y se teme desde todas partes, así su ánimo, sacudido por muchas heridas, vacila sin peso de aquí para allá y toma impulso en ambas direcciones. Y no se encuentra limite y reposo del amor a no ser la muerte. Le agrada la muerte. Se levanta y decide anudar su garganta con un lazo y, habiendo atado su cinturón de lo alto de un poste, dijo: “Adiós, querido Cíniras, y comprende la causa de mi muerte” y estaba sujetando la atadura al cuello que se ponía lívido. Dicen que los murmullos de sus palabras llegaron a los fieles oídos de la nodriza, que guardaba el umbral de su pupila; se levanta la anciana y abre las puertas y, al ver los instrumentos de la muerte ya decidida, en un mismo momento grita y a la vez se hiere y se rasga las vestiduras y destroza las ataduras arrancadas del cuello. Entonces por fin quedó libre para llorar, entonces para abrazarla y preguntar el motivo del lazo. Enmudecida guarda silencio la doncella e inmóvil contempla el suelo y lamenta que haya sido sorprendido el intento de una muerte tardía; la apremia la anciana y, desnudando sus blancos cabellos y sus pechos vacíos, le suplica por la cuna y por sus primeros alimentos que le confíe lo que le produce dolor: aquella gime de espaldas a la que le pregunta; la nodriza está segura de que va a enterarse y de que no le prometerá solo lealtad. “Háblame”, le dice, “y permite que yo te proporcione ayuda; mi vejez no es inútil: si es locura, tengo a la que puede curarla con sortilegios y hierbas; si alguien te ha hecho daño, serás purificada con un rito mágico; si es la cólera de los dioses, la cólera puede ser aplacada con sacrificios. ¿Qué más puedo pensar? Ciertamente la fortuna y la casa están a salvo y siguen su curso: vive tu madre y también tu padre”. Mirra, al oír “padre”, emitió un suspiro de lo profundo de su corazón y la nodriza todavía no capta nada impío en su pensamiento y, sin embargo, presiente algún amor y, constante en su propósito, pide que le indique a ella misma cualquier cosa que sea y acoge en su regazo de anciana a la que llora y, abrazando así sus miembros con sus débiles brazos, dice: “Me he dado cuenta, ¡estás enamorada! Y en esto (aleja tu miedo) mi diligencia será adecuada para ti y tu padre no se enterará nunca de esto.” Saltó de su regazo presa de furor y, oprimiendo el lecho con su cara, dice: “Aléjate, te lo ruego, y ten consideración hacia mi desgraciado pudor”; a la que la apremia le dijo: “Aléjate o deja de preguntar por qué me lamento: lo que te afanas en saber es un crimen”. Se horroriza la anciana y le tiende unas manos temblorosas por los años y por el miedo y cae suplicante a los pies de su pupila y unas veces la acaricia, otras veces la asusta y la amenaza con la delación del lazo y del intento de suicidio, si no la hace cómplice, y le promete ayuda para el amor, una vez se lo confíe. Levantó ella su cabeza y con las lágrimas vertidas llenó el pecho de la nodriza y muchas veces intentó confesar, muchas veces retiene su voz y cubrió su avergonzado rostro con el vestido y dijo: “¡Oh madre, feliz con tu esposo!” Tan solo esto, y lanzó un gemido. Un temblor penetra en los miembros y huesos de la nodriza helándolos (pues se dio cuenta), y en toda su coronilla su blanca canicie se eriza enhiesta de rígidos cabellos, y añadió muchas cosas para que echara fuera, si podía, los crueles amores; y la doncella sabe que ella recibe consejos sinceros, aunque está segura de morir si no consigue el objeto de su amor. “Vive”, dice esta, “disfrutarás de tu…” y, no atreviéndose a decir “padre”, guardó silencio y confirma su promesa jurando por la divinidad. Las piadosas madres celebran las fiestas anuales en honor de Ceres, esas en las que, cubriendo sus cuerpos con níveos vestidos, ofrecen como primicias de sus cosechas guirnaldas de espigas y durante nueve noches consideran prohibida a Venus y el contacto con los hombres. Entre aquella multitud está Cencreide, la esposa del rey, y asiste a los secretos oficios. Por consiguiente, mientras el lecho está vacío de la esposa legítima, la nodriza, en mala hora diligente, encontrando a Cíniras embotado por el vino, con un nombre inventado le expone unos amores verdaderos y alaba la belleza; al preguntársele los años de la doncella, dice: “Es igual a Mirra”. Después de que recibió la orden de conducírsela y tras haber vuelto a casa, dijo: “¡Alégrate, pupila mía, hemos vencido!” La desgraciada doncella no siente alegría en todo su corazón y se entristece su pecho que presiente, pero con todo también se alegra; tan grande es el desvarío de su mente. Era la hora en que todas las cosas guardan silencio (…); ella se dirige a su fechoría. Huye del cielo la dorada luna, negras nubes cubren los astros que se esconden. (…) Por tres veces se volvió atrás por la señal del pie que había tropezado, por tres veces un funesto búho emitió su augurio con su canto de muerte; no obstante, avanza; y las tinieblas y la negra noche amenguan su vergüenza y con su mano izquierda sostiene la mano de la nodriza, la otra explora el oscuro camino con su tanteo. Ya toca el umbral de la alcoba, ya abre las puertas, ya se mete dentro; pero le temblaron las piernas al doblarse las rodillas, y huyen el color y también la sangre, y en su avance la abandona el ánimo; y cuanto más cerca está de su crimen, más se espanta; y se arrepiente de la osadía y quisiera poder darse la vuelta sin haber sido reconocida. La anciana conduce con su mano a la que duda y, al entregar a la conducida al alto lecho, dijo: “Recíbela, Cíniras, ésta es tuya” y unió los cuerpos malditos. El padre recibe sus propias entrañas en impuro lecho y alivia el miedo de la doncella y da consejos a la temerosa. Quizás también con el pretexto de la edad, dijo “hija”, y ella también dijo “padre”, para que no falten nombres al crimen. Llena de su padre abandona el tálamo y lleva en el funesto vientre impías semillas y transporta lo criminalmente concebido. La siguiente noche repite la fechoría, y no hay límite en ella; finalmente, cuando Cíniras, deseoso de conocer a su amante después de tantas uniones, vio, tras haber traído una luz, el crimen y también a su hija, con palabras retenidas por el dolor sacó su brillante espada de la vaina que colgaba; Mirra huye y es substraída a la muerte por las tinieblas y por regalo de la ciega noche y, tras haber vagado por los anchos campos, abandonó la Arabia productora de palmeras y los territorios panqueos y anduvo errante durante nueve cuernos de la luna que vuelve, hasta que finamente descansó agotada en la tierra de Saba; y con dificultad transportaba el peso de su vientre. Entonces, sin saber su deseo y entre el miedo a la muerte y el hastío de la vida, enhebró las siguientes súplicas: “Oh divinidades, si algunas sois accesibles a los que reconocen su culpa, he merecido y no rechazo el triste suplicio. Pero, para no ultrajar viviendo a los vivos y muerta a los muertos, expulsadme de ambos reinos y negadme, una vez transformada, tanto la vida como la muerte”.

Acto seguido Mirra es convertida en el árbol de su nombre. Embarazada como está de su hijo, se completa la metamorfosis, pero Lucina, diosa de los partos, sin embargo, se apiada de la criatura, la saca del árbol y ahí aparece en el escenario mitológico nada menos que Adonis… Llamándose mi hija Marcela, por mor de la pastora cervantina, ¡cómo había de dejarme indiferente el episodio tan celebrado de Atalanta e Hipómenes!, porque de la furiosa independencia antimarital de Atalanta es trasunto la de la Marcela que no acepta responsabilidad alguna en la muerte por amor de Grisóstomo. Precisamente, en esa técnica de narraciones encadenadas, es Venus quien, teniendo a Adonis recostado en su regazo le cuenta la historia de Atalanta, de la que, porque ya abuso en exceso de la paciencia de quienes por aquí se pierdan, recojo estas pinceladas:

“No te es necesario un marido. Atalanta. Huye del trato con esposo, sin embargo, no escaparás y viva estarás privada de ti misma” Aterrada por el oráculo del dios, vive soltera en medio de oscuros bosques y se libra con violencia de la muchedumbre de pretendientes que la apremian mediante una condición: “No seré poseída”, dice, “si no soy vencida antes en la carrera”. (…) Y aunque al joven aonio [Hipómenes]le pareció que ella no avanzaba menos veloz que una flecha de Escitia, sin embargo, él admira más su belleza, y aquella carrera proporciona belleza. La brisa lleva hacia atrás las sandalias arrebatadas a las rápidas plantas, y sus cabellos se desparraman por su espalda de marfil y se deslizan las rodilleras de bordada franja que estaban junto a las corvas, y entre la blancura propia de doncella de su cuerpo había adquirido rubor, no de otro modo que cuando sobre un atrio blanco un toldo de púrpura mancha las sombras que ha creado. [Ante el reto de Hipomenes, Atalanta se dice:]“¿Qué dios malvado para los hermosos quiere perder a este y le ordena buscar este matrimonio con peligro de su vida? Yo no soy de tan gran valor, según mi juicio. Y no me impresiona su hermosura (sin embargo, podía impresionarme también por ella), sino el hecho de que todavía es un niño; no me conmueve él mismo sino su edad. ¿Qué, del hecho de que hay en él valor y una mente no aterrada por la muerte? ¿Qué, del hecho de que se enumera el cuarto a partir de su origen marino? ¿Qué, del hecho de que me ama y considera de tal valor mi matrimonio que perecerá, si la cruel fortuna a él me niega? ¡Mientras está permitido, extranjero, aléjate y abandona un ensangrentado tálamo! Mi matrimonio es cruel. No habrá ninguna que no quiera casarse contigo, y puedes ser deseado por una muchacha inteligente. ¿Pero por qué tengo yo preocupación por ti habiendo muerto ya tantos con anterioridad? ¡Que él se cuide! Que muera, puesto que no ha sido advertido por la matanza de tantos pretendientes y es empujado al hastío de la vida. Así pues, ¿morirá éste porque ha querido vivir conmigo y soportará como premio de su amor una muerte que no merece? Mi victoria será propia de un odio que no ha de ser soportado. Pero no es mi culpa. ¡Ojalá quisieras renunciar! O, puesto que estás enloquecido, ¡ojalá seas más veloz! ¡Ay, qué virginal expresión hay en su rostro de niño! ¡Ay, desgraciado Hipómenes, querría no haber sido vista por ti! Eras digno de vivir; pues, si yo fuese más feliz y los hados desfavorables no me negarán el matrimonio, serías el único con el que querría compartir mi lecho.”

De mucho menor interés, aun no siendo nada despreciable, es el tramo final del libro en el que Ovidio se convierte en una suerte de divulgador sin pretensiones de la vida y doctrina de Pitágoras, como si la teoría de la transmigración de las almas fuera el fundamento filosófico de las transformaciones divinas que ha ido describiendo a lo largo de sus justas páginas; una obra, por cierto, en la que lo más frecuente es la acción arbitraria y resentida de los dioses, sujetos, sin excepción alguna, a las más bajas pasiones humanas, lo que hace de ellos algo así como un vecino frente al que cumple precaverse para no verse arrastrado a un mal encuentro con funestas consecuencias. O, como confiesa Semele: Deseo que sea Júpiter, pero tengo miedo de todo: muchos, bajo el nombre de dioses, se han introducido en castos lechos. Finalmente, y aunque es demasiado extensa como para trasladarla a esta entrada interminable, capaz, sin duda, de acabar con la paciencia jobiana de cuantos intelectores tengan a bien distraer sus ocios en este Diario, no quiero dejar de recomendar vivamente la ordalía dialéctica entre Áyax y Ulises acerca de a quién han de pertenecer las armas de Aquiles, quién ha hecho más méritos para quedarse, honrado, con ellas. Se trata de un festín discursivo en el que, como se defiende el bravo Áyax, es más seguro competir con palabras inventadas que luchar con las manos. Y ahora sí que acabo con ese capitulillo inexcusable de los arrabales del saber, esos barrios de las ediciones críticas por los que incluso he llegado a viajar sin visitar el texto al que acompañaban, cuando me guiaba el cotilleo anecdótico o las altas exigencias de la Filología… Por ese lado siempre atractivo de los saberes inútiles, esos que se encarnan en notas a pie de página y caen de lleno en el capítulo de curiosidades y pasatiempos, la edición de Álvarez e Iglesias aporta lo suyo a las alforjas del archivo correspondiente, más allá, está claro, de lo que el propio Ovidio con su inusitada atención a los mitos “menores”, podríamos decir, nos suministra. Así, deliciosa me parece la doble versión del anagrama patriótico de Ovidio: SMPE: Sulmo mihi patria est que en Sulmona, al menos en su catedral, consagrada a san Pánfilo, leen de otra forma: Salus mea Pamphylus est. Lírico, muy lírico, por otro lado, es el origen de la Vía Láctea como la leche derramada del pecho de Juno al amamantar a Hércules. Que Nébride signifique “piel de corzo”, con la que se cubre Baco; que los peines se hacen de madera de boj, arbusto abundante en la Capadocia; que los romanos tuvieran la creencia, ¡tan lorquiana!, de que podían hacer bajar la luna golpeando bronces; que tuvieran la romántica costumbre de rodear los troncos de los árboles con cintas o guirnaldas como muestra de deseos cumplidos; que la consideración del ciprés como árbol de luto sea de origen romano, mientras que en Grecia constituía una ofrenda vital a los dioses del cielo; que Múlciber, de tan dulce nombre, aun a fuer de luciferino, sea otro nombre de Vulcano….; todos esos datos que no constituyen saber específico ninguno, ¡de qué modo alegran las horas de lectura ya de por sí, en el caso de Las metamorfosis, gozosas hasta el éxtasis intelector!

Los aforismos ociosos (escoliásticos) de Gómez Dávila o la Sabiduría de siempre que habitó entre nosotros: “Escolios a un texto implícito.”

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  La fiesta de la inteligencia, el rigor intelectual, la libertad, la sed intelectora y el don de la expresión lacedemónica: Escolios a un texto implícito, de Nicolás Gómez Dávila, un reaccionario ejemplar.

A Gregorio Luri y David Ruiz, que me precedieron en la admiración.
El más sutil disfraz de la estupidez es la brevedad epigramática. Cave…(Nicolás Gómez Dávila)

¿Qué poder de seducción no tendrá la inteligencia en estado puro cuando es capaz de atraer como poderoso imán incluso a lectores que están en la antípoda ideológica de quien nos interpela desde la exhibición magistral y ejemplar de la misma? La obra de Nicolás Gómez Dávila es ya la de un clásico que admite parangón con otros aforistas y escritores tan reconocidos como quienes fueron sus maestros, Montaigne, Nietzsche, Rivarol, Valéry, Lichtenberg, Pascal, Donoso Cortés, Chamfort, La Bruyère, Karl Kraus, Tocqueville, Schopenhauer, los griegos y los latinos sin excepciones y con comprensible predilección por Platón y Tucídides, o, más próximo a él en el tiempo, Cioran, con quien tanto comparte; y como tal clásico que es, habrá de ser estudiado en esos centros académicos por donde él no pasó, lo que no sólo no fue obstáculo para escribir una obra tan impresionante, auténtica síntesis de lo mejor del saber de la civilización occidental, tan puesta en entredicho en estos tiempos de desorientación cultural y egoísmo político, sino, acaso, lo que posibilitó que la llegara a escribir, ¡de cuántos nobles esfuerzos intelectuales no disuade la mediocre, endogámica, banal y prosopopéyica vida académica! La figura de Gómez Dávila me trae a la memoria la del también “eremita” Cristóbal Serra, autor de una notable obra aforística y crítica. Efigies, 2002, publicada por Tusquets, fue un libro que Serra publicó como homenaje a sus autores predilectos y en la nómina de esa obra antológica pueden hallarse buena parte de los autores a los que ha leído con fruición y provecho Gómez Dávila. Dudo que Serra y Dávila llegaran a conocerse, pero ¡qué hermoso y fecundo diálogo de silencios expresivos hubiera dado de sí semejante encuentro! La vena de ficción que me da la vida y me quita el sosiego comienza a alborotarse con la imaginación de una narración en la que se describiera, no sé, un largo cruce epistolar entre ambos o una temporada en un monasterio benedictino, en celdas contiguas, esa orden de la que Gómez Dávila advierte en uno de sus escolios que Salvo la regla benedictina, todos los estatutos de las colectividades humanas son grotescos y toscos. No se olvide, para entender el contexto de semejante afirmación, que, de niño, en Francis, Gómez Dávila estudió en un colegio de dicha orden. Gabriel García Márquez, que asistió a alguna de sus tertulias, donde, por cierto, no era Gómez Dávila quien llevaba la voz cantante, sino el oído alerta, confesó que, “si no hubiera sido de izquierdas hubiera pensado exactamente igual que él”, lo que en realidad era una aceptación implícita del poder de su pensamiento, en modo alguno encasillable políticamente, aunque es evidente que de su obra emerge un pensamiento más próximo a lo que tradicionalmente, y con no pocas limitaciones conceptuales, conocemos como “derecha”, una opción política, la conservadora, que le parecía ridícula a Gómez Dávila, y tan deleznable como el indisimulado afán totalitario del comunismo. Gómez Dávila jamás tuvo actividad política expresa e incluso rechazó algún ofrecimiento en ese sentido. Su único compromiso era con su pasión, la lectura, y con su atrevimiento, la escritura, en forma de escolios de lo leído. Aunque se vende la imagen de un ser recluido en su biblioteca -y parte de esa leyenda áurea es que instalaran su cama hospitalaria de enfermo terminal en la biblioteca, para estar cerca de lo que había sido el alfa y el omega de su vida, el aleph desde donde había explorado la realidad toda-, lo cierto es que Gómez Dávila, acaudalado miembro de la sociedad patricia de Bogotá, tuvo una vida social que no excluía la asistencia a tertulias o actos sociales típicos de la alta sociedad, y menos aún la visita de fin de semana a la hacienda familiar, donde practicaba la equitación y donde, al parecer, tuvo el accidente que lo dejó con una notoria cojera de por vida. Alguna leyenda que añade un toque superficial a la vida del escritor dice que el accidente se produjo jugando al polo, pero era su hermano el aficionado a ese deporte. En cualquier caso, es evidente que desde los 23 años Nicolás Gómez Dávila organizó su vida en torno a la lectura y la escritura como actividad fundamental, a resultas de la cual creó una biblioteca, “su” biblioteca, es decir, su álter ego, cuyos fondos varían según las diferentes versiones que me ha sido dado consultar: desde los 40.000 hasta los 23.000 volúmenes, en todo caso, lo importante es que se trata de una biblioteca leída, no simplemente almacenada. Puede decirse que en ella no entraban más libros que aquellos que D. Nicolás quería leer o consultar. La casa estilo Tudor donde la formó es ahora, ¡ay!, sede de una empresa aeronáutica, en vez de lo que debería ser, una biblioteca con su nombre donde los investigadores pudieran, en contacto con sus fuentes, esclarecer su obra, porque, al contrario de muchos autores, Gómez Dávila no tenía la costumbre de hacer anotaciones en los libros, ni subrayados ni cualesquiera otros comentarios. No es mi caso, ciertamente, y doy fe de que mi edición de Atalanta de sus más de 9000 aforismos está absolutamente subrayada y anotada, porque es muy difícil resistirse al comentario admirativo, jocoso o airado frente al desafío de sus escolios. Hay quien quiere ver en la palabra, escolio, que viene de escholé, ‘ocio’, la raíz de la actividad intelectual y vital de Gómez Dávila: cultivador del ocio del que ha salido una obra capaz de acompañar, como libro de cabecera, la vida de cualquier aficionado al pensamiento. Gómez Dávila vendría a ser algo así como el reverso de la decadencia imaginada por Gil de Biedma en De vita beata: No leer, no sufrir, no escribir, no pagar cuentas, y vivir como un noble arruinado entre las ruinas de mi inteligencia. Gómez Dávila era un noble (sin título), rico, que leía, escribía y vivía entre la naturaleza feraz de su inteligencia deslumbrante. Gómez Dávila, que vivió parte de su infancia en Francia, donde recibió una educación exquisita, aunque paralela a la oficial, pues la enfermedad lo retuvo dos años en el lecho, se forjo en los ideales de la nobleza y del cristianismo, cuyos valores convirtió en norte y guía de su existencia, lo cual no implica que no los someta a crítica descarnada. Él mismo, en una de sus primeras obras, entre las que hemos de consignar Textos y Notas, dos recopilaciones de textos fragmentarios que anticipan las sucesivas ediciones de Escolios, no solo se declara reaccionario, sino, como reza el título del libro, El reaccionario auténtico, para dejar claro que su “reacción” nada tiene que ver con el conservadurismo ni con las “derechas” tradicionalmente entendidas por tales. Él define “reaccionario” comoaquel que está en contra de todo porque no existe nada que merezca ser conservado. Su crítica de la democracia formal, así como de las ideologías de derecha y de izquierda, tiene la virtud de situarnos ante una visión crítica que desnuda las incoherencias de esas ideologías, sus contradicciones y el sinsentido de muchos de sus postulados, y todo ello lo hace con una inteligencia incisiva ante la que cualquier lector sin anteojeras ha de claudicar y reconocer su poder de persuasión. Más partidario de los deberes que de los derechos, de un ideal aristocrático en el que se reconozca la superioridad de la inteligencia frente a la estulticia, a Gómez Dávila se le descubrió en Europa gracias a una antología de sus escolios que se le presentó al lector, de forma excesivamente equívoca, bajo el título de Les Horreurs de la Démocratie, lo cual ha contribuido, sin duda, a encasillarlo en ese oscuro mundo del pensamiento reaccionario en el que él, sin embargo, no solo se siente la mar de a gusto, sino orgulloso de estar. Dos escolios suyos son suficientemente explícitos respecto de esta contienda: Solo un talento evidente hace que le perdonen sus ideas al reaccionario, mientras que las ideas del izquierdista hacen que le perdonen su falta de talento. Y Del libro del reaccionario el lector sale menos indignado de lo que entra. Del segundo soy la prueba viviente, aunque reconozco que no entré indignado, sino entusiasmado por el conocimiento previo que tenía del autor, en el que destacaban, como dos faros, los aforismos que acabo de transcribir. ¡Son tantas las creencias e ideas que me separan de Gómez Dávila que no sé cómo explicar que ese fenómeno sea compatible con el de las otras tantas, y más, que nos acercan! Frecuentarlo supone un ejercicio dialéctico del que no puede haber intelector que no salga enriquecido, porque su capacidad de penetración intelectual es de tal magnitud que a la fuerza se ha de reconocer que tiene a la razón como asistente, como edecán constante. Sus escolios, aumentados en sucesivas ediciones, y publicados de forma casi clandestina, puede decirse que han seguido una vía insólita para llegar al conocimiento del gran público, porque, dada su profunda herencia europea, fue descubierto primero en Europa, quizá fue la publicación de una selección de los Escolios al cuidado de Franco Volpi hecha por la editorial Adelphi en Milán (2001), la ruta por donde el escritor habría de ganar un reconocimiento más profundo en Europa, y, a partir del predicamento que fue obteniendo entre los intelectuales europeos, Botho Straus,  Dietrich Von Hildebrand  y Martin Mosebach, entre otros,  ha acabado convirtiéndose en el escritor universal que hoy puede considerarse que es, porque su obra, ¡afortunadamente!, nada tiene de “nacional”, en el sentido en que si bien puede hablarse, aunque con no pocos reparos, de la novela “colombiana”, en modo alguno sería lógico hablar, de su obra, en términos de “pensamiento colombiano”. Él se despacha a gusto contra esa visión reduccionista del arte nacional, por supuesto: Las actuales literaturas nacionales parecen imitaciones provincianas de una literatura central que no existe. Como dice Alfredo Abad en su estudio Pensar lo implícito sobre la obra de Gómez Dávila: Encasillar a Gómez Dávila dentro de la lista de autores colombianos es una singular aberración de taxonomía literaria, él sencillamente no pertenece a ninguna de las tradiciones que influyeron dentro de la literatura y el pensamiento colombianos. Hubo, incluso, quien desde la universidad se atrevió a descalificarlo con esa prepotencia de quienes administran totémicamente el saber, sin construirlo. Gómez Dávila, no obstante, siempre fue indiferente a ese tipo de críticas, tenía demasiado que leer, que escribir y que estudiar como para dedicar algo de su tiempo a esas cominerías. Los Escolios a un texto implícito no son solo una biografía intelectual, sino también una biografía vital, porque en la vida de Gómez Dávila, su dedicación polígrafa es algo así como el eje fundamental de su existencia, en torno al cual giraban los demás acontecimientos. Su infinita curiosidad, además, se extendía a cualesquiera campos de la realidad, desde la organización política, a la historia, pasando por la literatura, la filosofía, la música, la sexualidad o cualquier materia, disciplina o fenómeno sobre el que cayera su aguda percepción. Desde esta perspectiva, bien podemos considerar que hay en la escritura constante de Gómez Dávila algo de la actividad propia del dietario, por más que jamás entren en esos apuntes, en esos escolios, acontecimientos de su vida cotidiana, excepción hecha de sus copiosas lecturas, claro está, las cuales, sin embargo, bien podrían considerarse como excepción de su vida cotidiana, dada su tendencia a encerrarse en la biblioteca y a frecuentarla por la noche, “estando la casa sosegada”… Gómez Dávila reflexionó, obviamente, sobre su propia condición de escoliasta y se autorretrato en no pocos escolios o en sus primerizas notas, como en esta: Yo carezco de opiniones, sólo tengo breves ideas, transitorias y fugaces, más parecidas a las posadas destartaladas donde descansamos una noche que a las mansiones espléndidas, donde no sabemos bien si moramos, o si somos prisioneros de su misma magnificencia. No es extraño que escogiera en el prefacio a las Noches áticas, de Aulo Gelio, algo así como la divisa de su actitud curiosa, de su entrega a la indagación intelectual y la estampara como epígrafe de sus Notaspara efectivo aviso de navegantes con plena vigencia. A su manera, le cabe a estos Escolios de un texto implícito, el título de la famosa obra de Pedro Soto de Rojas, Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos, y  esa actividad suya escoliástica, siempre pendiente de escribir notas o escolios, lucubratiúnculaslas llamó Aulo Gelio, la convertirá en requisito sine qua non para que los intelectores puedan disfrutar de ellas, marcando quiénes caben en esa calificación:  Será, sin embargo, muy bueno -escribe AuloGelio- que quienes nunca se han dado al placer de la lectura, de la escritura, del comentario, ni pasaron noches en vela en estos menesteres, ni se instruyeron con discusiones y contraste de pareceres entre los émulos de la misma musa, sino que están metidos de lleno en sus negocios y desarreglos, esos, digo, que se alejen de mis Noches y busquen otra clase de diversiones [En traducción de Santiago López Moreda]. Dávila, acaso por ahorrar la redundancia, no transcribe el final de la cita: Que es viejo el adagio que dice: “El grajo nada tiene que ver con la lira,/ni el cerdo con la mejorana”. ¿No es curioso que, en su primer libro, el autor lo primero que haga sea ahuyentar a curiosos a quienes nada, dice, se les ha perdido en él? Desde luego es una muestra del talante de Gómez Dávila, de ese aristocratismo que profesó siempre como una divisa de su archipeculiar manera de concebir el mundo: Noble no es el que cree tener inferiores, sino el que sabe tener superiores. Y por ese camino, el de la búsqueda de lo mejor y lo bello, se va forjando la personalidad a contracorriente de Nicolás Gómez Dávila, capaz de escandalizar a tirios, a troyanos y aun hasta al propio narrador de sus querellas. Gómez Dávila es un desafío constante, un revulsivo extraordinario del aburguesamiento de las convicciones o, como él dice, llevándolo al terreno de la moral: Todo vicio se aburguesa fácilmente. Quiero entender, siguiendo a alguno de sus estudiosos, que había no poco de pose amedrentadora en esa declaración de Dávila como "católico, reaccionario y retardatario", un poco al estilo  del Bradominiano Feo, católico y sentimental, porque era una manera de ahuyentar al papanatismo de la juventud deseosa de admirar que llamaba a su puerta y a quienes, llegado el caso de la condescendía hospitalaria fugaz, no mostraba más que sus odios furibundos, y ninguna de sus discretas admiraciones, un poco al estilo del Borges que asumía con ironía proverbial su condición de autor de “derechas” a quien, por ello mismo, le sería eternamente negado un premio, el Nobel, que, premiándolo a él, acaso se hubiera redimido de sus muchas decisiones insólitas y ridículas. No practicaba él, ciertamente, aquello de lo que abominó: El cemento social es el incienso recíproco.  En esa primera aparición en forma de publicación, en edición hecha por iniciativa de su hermano Ignacio, quien, prácticamente, se lo arrancó de las manos al autor, siempre reacio a publicar, a pasar a la esfera pública, algo que contemplaba como un gesto de osadía intelectual que en modo alguno compartía; se trataba, con todo, de una edición limitada, dirigida a contadísimos lectores, lo cual no empecía, sin embargo, para que Gómez Dávila, como ya hemos visto por el epígrafe, se “explicase” -literalmente, abrir la plica muda que hasta ese momento había sido su actividad intelectual-: Estas notas no aspiran a enseñar nada a nadie, sino a mantener mi vida en cierto estado de tensión. (…) Las proclamo de nula importancia, y, por eso, notas, glosas, escolios; es decir, la expresión verbal más discreta y más vecina del silencio. (…) La nota breve no abusa de la paciencia del lector, y simultáneamente permite que lo que deseamos escribir se halle concluido antes que la conciencia de su mediocridad nos impida continuarlo. (…) No veo en estos cuadernos el repositorio de raras revelaciones; me contento con arrancar a mi estéril inteligencia unas pocas centellas fugitivas. (…) Anhelo que estas notas, pruebas tangibles de mi desistimiento, de mi dimisión, salven de mi naufragio mi última razón de vivir. A título anecdótico, quiero recordar que “centellas” fue también el referente metafórico que uso el aforista barcelonés Joaquín Setantí y Alcina, muy poco conocido fuera de los especialistas, para bautizar sus aforismos: Centellas de varios conceptos. Gómez Dávila, poco ecuánime en este aspecto, habla de su “estéril inteligencia”, acaso porque su respeto hacia la inteligencia adquiere dimensiones de culto totémico, un poco al estilo de lo que el pueblo judío hizo con la Sabiduría, a la que incluso en alguna estela se la representa en compañía de Yahvé, como diosa madre con igual dignidad jerárquica: La inteligencia es una patria. (…) La inteligencia no se manifiesta con un gesto de acogimiento y de cariño. La inteligencia es aleve y traicionera, recelosa y desconfiada, siempre comienza por repeler y refutar, siempre rechaza y siempre protesta. La inteligencia, pues, ocupa un amplio capítulo en la obra de Gómez Dávila, y ello hasta tal punto que, para el autor, se convierte en algo así como la medid de todas las cosas, de ahí que incluso hasta sus arrebatos los prefiera a cualesquiera otras templanzas desabridas: Confío menos en los argumentos de la razón que en las antipatías de la inteligencia. Tanto, que incluso está por encima de sus propios defectos inexcusables: Sin anfractuosidades y vacíos una inteligencia tiene la rotundidad insípida de canto rodado. Por todo ello, está claro cuál es la guía vital de Gómez Dávila: En la vida, como en las artes, la inteligencia que asume y ordena rescata de cualquier naufragio. Pero…, y él hubiera dicho que es “el único pero que valga”, Gómez Dávila solo reconoce un tótem por encima de la inteligencia, y eso no es otro que la fe cristiana que profesó con esperanza de náufrago, porque, como él la definió, la fe es abstersión de la inteligencia. Y ya es curioso que para esa definición obligara a quien quisiera entenderla a pasar por el diccionario para conocer que “absterger”, un término de la ciencia médica, lo define la RAE como “limpiar y purificar de materias viscosas o pútridas las superficies orgánicas”. Contemplar, pues, la inteligencia como algo orgánico, dice bien a las claras la estrechísima relación biológica que establece Gómez Dávila entre su vida y su obra, una simbiosis que se aprecia claramente en la totalidad de sus escolios, construidos como una hipóstasis perfecta, muy difícil de distinguir del maestro universal que ha devenido el escritor colombiano. Con todo, hay algo que Gómez Dávila, como si fuera un presocrático, y en paralelo a la fe religiosa, pone por encima de la inteligencia: La inteligencia se apresura a resolver problemas que la vida aún no le plantea. La sabiduría es el arte de impedírselo. Suponemos que su propia vida, ordenada y fecunda, debió de ser reflejo de esa preeminencia de la sabiduría incluso sobre la inteligencia. Quede claro que la tentación de añadir una ristra inacabable de aforismos de Gómez Dávila a esta breve semblanza que estoy trazando es muy fuerte y es posible que haya de ejercer sobre mí mismo no poca violencia para contener ese afán expansivo que la lectura de los mismos provoca y del que han sido sufridos partícipes mis allegados más próximos, quienes,  durante  casi un mes, no han oído de mí más que requerimientos de este jaez: “escucha este, por favor”; “mira lo que dice Gómez Dávila”, “¿te puedo leer una joya de Gómez Dávila?”, “fíjate lo que se le ha ocurrido a este hombre…”, “no te lo vas a querer creer, escucha esto…”, et sic de caeteris. Mi único corolario a esos requerimientos ha sido siempre el mismo: “¿no es maravilloso?”, porque la inteligencia en acción, como en el caso de los escolios de Gómez Dávila, y acaso por su propia rareza y extrañeza etimológicas, es siempre, “el” espectáculo, el único digno de tal nombre el mirífico (que comparte raíz con maravilloso, por cierto). La crítica de la democracia que lleva a cabo Gómez Dávila puede parecerle chocante a quien busca en las ideas más la complacencia y la tranquilidad de ánimo que la batalla a muerte que, al estilo de Unamuno, han de librar en el campo de batalla del individuo si quieren hacerse acreedoras al nombre de idea, o, como dejó escrito Oscar Wilde:  Una idea que no sea peligrosa es completamente indigna de ser llamada idea. El repertorio de críticas fundadas que hace Gómez Dávila de las incoherencias e inconsistencias del sistema democrático son solo parangonables con las descalificaciones de la actividad política, de sus móviles, de sus miserias, de sus parvos logros, etc.:  mientras más graves sean los problemas, mayor es el número de ineptos que la democracia llama a resolverlos.  El malévolo título de traducción francesa de sus escolios, Los horrores de la democracia no llama a engaño, ciertamente, pero esconde los soberbios fundamentos de esa crítica que todos los demócratas hemos de hacer continuamente, si queremos mejorar “el menos malo de todos los sistemas políticos posibles”:  La democracia es el régimen político donde el ciudadano confía los intereses públicos a quienes no confiaría jamás sus intereses privados, nos dice; pero también añade esa visión crítica del estudioso que se ha dejado las cejas en la lectura: La democracia ateniense no entusiasma sino a quienes ignoran a los historiadores griegos. Gómez Dávila predica con el ejemplo, sin duda, porque su crítica feroz de la institución eclesiástica y de quienes usan el nombre de cristiano en vano alcanza niveles que casi puede decirse que la política sale bien librada. De hecho, desde su altiva soledad reflexiva sabe perfectamente que la fe -cualquier fe- se pierde frecuentando correligionarios, pero no ignora, y es confesión estremecedora, por la honda verdad que en ella palita, que no viviría ni una fracción de segundo si dejara de sentir el amparo de la existencia de Dios. A lo largo -¡a lo larguísimo… y sin embargo breve!- de estos escolios, 1400 páginas de aforismos…, el lector hallará desde la diatriba hasta el apunte lírico pasando por la paradoja, las filias y las fobias a palo seco, el desprecio olímpico, la piedad cristiana, la reivindicación del silencio, el retiro y el estudio o el acercamiento a los grandes problemas del pensamiento occidental, del que él exprime escolios que a veces son introducción a esos temas, a veces ingeniosos corolarios, a veces apóstrofes retóricos y en muchas ocasiones confidencias a media voz. Gómez Dávila es algo más que un aforista ingenioso o lúcido, algo más que un surtido de aforismos brillantes que pueden servir de citas de campanillas; los Escolios a un texto implícito es una obra fundamental del pensamiento moderno en su vertiente no solo divulgativa, sino también sintetizadora. Gómez Dávila no solo es un crítico acerbo de la modernidad, sino un ariete potentísimo contra la impostura, la falacia y la demagogia. Leer sus escolios constituye un reto intelectual de primer orden, porque constantemente está reenviando al lector hacia este o aquel autor, hacia esta o aquella obra, hacia este o aquel siglo, como cuando, a propósito de la mala literatura, nos dice que cuando los escritores de un siglo no pueden escribir sino cosas aburridas, los lectores cambiamos de siglo. Su estricta visión religiosa de la existencia no convierte a Dávila en un ser tridentino, o poco menos, pero no es menos cierto que algunas aversiones suyas son tan chocantes como, al menos para mí, repelentes, como hacia la sexualidad, según se advierte en este escolio desdichado que me provoca un rechazo visceral:El amor puede tener primavera erótica, pero su otoño debe ser casto. Pocas suposiciones más desagradables que las de cópula de cincuentón con cuarentona. Desde la sesentena recién estrenada, me entran ganas de contestarle con un aforismo reciente de mi propia cosecha: me parece imprescindible que en todo erotismo hay una fuerte dosis de erostratismo… En otras ocasiones es su defensa de la jerarquía aristocrática lo que llega a incomodarme tanto que me siento realmente violento ante la sola lectura de algunas afirmaciones que, aun a pesar de su carácter provocador -Gómez Dávila es, con su talante reaccionario el gran provocador de nuestros mediocres tiempos socializantes y tan torpe como neciamente igualitarios-, no dejan de escocer por atrabiliarias y por injustas: El pueblo solo es civilizado mientras perdura la huella de una clase alta, látigo en mano. O esta otra que repugna tanto al recto entendimiento como a los antirracistas blancos norteamericanos la simple audición de la palabra nigger: Libertad real no existe sino donde una pluralidad de amos permite trasladarse de uno a otro fácilmente. Otras, más atenuadas, aunque hirientes, no dejan de esconder parte de la verdad oculta en la demagogia rampante que domina el discurso social, como cuando sostiene que “pueblo” es la suma de los defectos del pueblo. Lo demás es elocuencia electoral, o que la gente nace cada día más apta a encajar perfectamente en estadísticas.
         Si tuviera que levantar un retrato de Gómez Dávila a partir de sus escolios, necesitaría, en realidad, comentarlos uno por uno para ver las complejas implicaciones que se desprenden de su lectura y de la comprensión de los mismos, hasta donde sea posible dicha comprensión, que no está claro que siempre lo sea. La enorme variedad de temas, acorde con el modelo escogido, Las noches áticas, de Aulo Gelio, ese cajón de sastre del saber profundo, pero también del saber anecdótico, hace de la lectura de los Escolios a un texto implícito una lectura amena que yo he hecho de forma continuada por amor a la inteligencia magnífica y esplendente de Gómez Dávila, pero lo suyo, sin duda, es colocar este libro encima de su padre putativo, los Ensayos, de Montaigne, que no pueden faltar en ninguna mesita de noche, e ir poco a poco degustando, como gotas de ambrosía, su saber milenario. Por no decepcionar a los intelectores que acaso lo esperen de mi manera de actuar, cada vez que he hablado de un aforista, añadiré, a modo de provocación, una brevísima selección de aforismos que no vayan más allá, en cualquier caso, del derecho de cita, porque, hágaseme caso, concédaseme esa gracia, este libro de la editorial Atalanta ha de figurar forzosamente en la librería de cualquier intelector que se precie de serlo. He aquí, pues, esa selección un tanto aleatoria, y tan parcial como es el gusto particular de quien esto escribe:
Las perfecciones de quien amamos no son ficciones del amor. Amar es, al contrario, el privilegio de advertir una perfección invisible a otros ojos.
El interlocutor incoherente irrita más que el interlocutor hostil.
Las ideas confusas y los estanques turbios parecen profundos.
Nada cuesta tanto al escritor como resignarse a sus cualidades.
Si la circunspección crea pedantes, el entusiasmo crea imbéciles.
Una verdad confusa vale menos que un error lúcido.
Ciertas virtudes son las astucias de un vicio.
La verdad es la suma de las contradicciones en que incurren los hombres inteligentes.
Desconfiemos de quienes primordialmente anhelan expresarse.
Solo es católico cabal el que edifica la catedral de su alma sobre criptas paganas.
La sabiduría, en este siglo, consiste ante todo en saber soportar la vulgaridad sin irritarse.
En todo reaccionario Platón resucita.
La nada es la sombra de Dios.
Aun entre igualitarios fanáticos el más breve encuentro restablece las desigualdades.
Nadie se aferra tanto a sus pareceres como el que es sólo eco de su época.
La idea del “libre desarrollo de la personalidad” parece admirable mientras no se tropieza con individuos cuya personalidad se desarrolló libremente.
No hay que esperar nada de nadie, ni desdeñar nada de nadie.
Seamos livresques, es decir: sepamos preferir a nuestra limitada experiencia individual la experiencia acumulada en una tradición milenaria.
Las opiniones no son todas respetables sino muertas. Es sólo como cadáveres que las estupideces no hieden.
Hombre culto es aquel para quien nada carece de interés y casi todo de importancia.
La vulgaridad nace cuando la autenticidad se pierde. La autenticidad se pierde cuando la buscamos.
Escribir es muchas veces ineludible; publicar es casi siempre impúdico.
Las palabras nacen en el pueblo, florecen entre escritores, mueren en boca de la clase media.
Evidentemente yo no sé bien lo que sé; pero, por lo menos, ignoro totalmente lo que ignoro.


La independencia intelectual se ha conquistado cuando no son tales o cuales opiniones lo que nos deslumbra sino la sola inteligencia.

P.S. En su generoso comentario, David alude, con "Viva mi dueño" a la entrada "Gira la rueda de Fortuna...", que ahora vinculo para intelectores noveles en este Diario, a raíz de la cual se cimentó nuestra amistad actual, de la que me honro.

El duende de los dóndes de la lectura y la escritura.

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La inexistente determinación del espacio en dos actividades menos comunes de lo que podríamos imaginar: leer y escribir.


¿Dónde leemos? ¿Dónde escribimos? ¿Determina el espacio la calidad de nuestras lecturas o nuestros escritos? ¿Los favorece, los perjudica, es indiferente? ¿Suelen, quienes leen o escriben, tener comunes o extravagantes fijaciones espaciales al respecto? ¿Leemos o escribimos unas u otras cosas en función del lugar donde estemos en esos momentos? Estas y otras preguntas similares suelen dar pie a artículos de revistas literarias o suplementos dominicales ilustrados oportunamente con esas fotos-fetiche de los grandes escritores en sus lugares de creación, para pasmo y admiración de legiones de jóvenes noveles que construirán su espacio creativo, en parte, acaso, guiados por esa imaginería algo monótona, porque lo propio de los escritores es llevar adelante su tarea sobre una mesa, rodeado de libros y con una fuente de luz natural, a ser posible. Sin embargo, y a pesar de que pueda parecer una cuestión banal, anodina, trivial…, no es menos cierto que los demiurgos literarios que nos ayudan a ser lo hacen desde un estar muy concreto y que, más allá de telurismos y fetichismos, tenemos no poco de árboles-hombres que crecen con mayor vitalidad en función del suelo donde arraigan nuestras raíces, aunque, finalmente, como en el poema de Juan Ramón Jiménez, seamos ese “árbol distinto” de los árboles iguales, ese árbol “pasante”.
Sabemos que los espacios de la lectura son mucho más variados que los de la escritura, aunque, más allá de la “guarida” predilecta, el verdadero escritor escribe, como quien dice, en cualquier parte. Amigo tengo que reconoce haber escrito un libro, con guantes, y helado de frío, en la grada invernal del estadio donde su hijo se iniciaba en los secretos rudimentarios del balompié. Yo mismo tengo a bien deleitarme en escribir en los lugares más anodinos del mundo, como las cafeterías de las estaciones, en su día la de la estación de Sants, en Barcelona, por ejemplo, la mesa desnuda de un hotel provinciano, la consulta del podólogo, la cama del hospital en un postoperatorio, en el banco de una plaza pública o en las largas esperas de las salas de consulta médicas. Quien escribe, cuando lo hace, sufre un proceso de adelgazamiento existencial que lo lleva a existir en un mínimo espacio delimitado por las fronteras de la hoja o la pantalla del portátil, en el supuesto de que no haya alguien, ¿acaso Javier Marías?, que aún siga aporreando las rígidas teclas de las frecuentes Hispano-Olivetti, con el eco en los oídos de la marca mítica, Underwood, en los oídos. Todo desaparece del entorno, de la contigüidad de lo que lo rodea, y tiene la impresión sensual de haberse desvanecido, de ser algo así, como una mano que ejecuta una monótona danza sobre la hoja o unos dedos que picotean sobre las teclas dando el alimento al papel, en vez de recibirlo. Leer, ya lo hemos dicho, es actividad mucho más variada que la de la escritura, y, propiamente, no hay lugar en el mundo en el que alguien no haya leído alguna vez, puesto que ya se han inventado los libros acuáticos que incluso permiten la lectura sumergidos. Que no haya bibliotecas en los retretes, privados o públicos, siempre me ha parecido incomprensible, una especie de pudor o de respeto mal entendido, porque es privilegiado sitial para lecturas de todo tipo. En mi caso, por ejemplo, ya llevo leídas en él 800 páginas de las 1100 del primer volumen del Libro de los pasajes, de Benjamín, y no padezco de colitis, que conste. Tan habitual o más que esas lecturas *retretadas son las efectuadas en los transportes públicos, por más que algunas circunstancias del tráfico puedan acabar convirtiendo el tranquilo paseo ocular por las páginas en una scilocaribdeña travesía tempestuosa. Leer en las cafeterías forma parte del paisaje habitual, y no son pocas las que han redescubierto la decoración con libros de su espacio acogedor para atraer a jóvenes lectores que, sin embargo, ¡ay!, prefieren abrir la tapa de su portátil y leer en sus pantallas luminosas; algo parecido a lo que ocurre en las bibliotecas, lugares que ya no aceptan donaciones de libros y cuyas mesas de lectura cada vez tienen más ordenadores y menos libros. Leer en los comercios, cuando voy de escort consumista de mi conjunta, sí que suele llamar la atención, no lo niego, y no es actividad bien recibida por los vendedores, quienes la reciben casi como una afrente personal, hipostasiándose con la propiedad ajena de un modo servil que, a su vez, me llama a mí poderosamente la atención. Lo que cada vez se hace menos es la lectura *deambulante (voz cuya inexistencia en nuestra lengua me sorprende tanto como la desaparición de la propia modalidad lectora) sea in itínere o *medineante (Juan Goytisolo debería “exigir” a la RAE que incluyera su hermoso *medinear, y derivados, en el DRAE; él, que influencia supongo que habrá de tener…), aunque, a tenor de la peligrosa costumbre de caminar *enredomado (más injusticias léxicas…por pate de la RAE) en la pantallita del móvil, quizás hasta sea bueno que esa modalidad lectora desaparezca o se restrinja a lugares donde ha sido tradicional, como los claustros de los conventos o las alamedas de ciudades pequeñas. Leer en la bañera, si los libros no son sumergibles, tiene serios inconvenientes, sobre todo cuando el adormecimiento producido por la alta temperatura del agua y la relajación muscular ad hoc causan un estropicio harto desagradable e irreparable, como bien lo puede atestiguar algún volumen de mi biblioteca con hojas más arrugadas que los campesinos de Vela Zanetti. No hay sitio, pues, desde un campanario azotado por el viento, hasta una cueva bien iluminada, donde no se haya abierto un libro y un intelector sediento haya abrevado su sed; o un aula de universidad, como hice durante un año deliberadamente cuando, en estafa singular, se me dio, como Literatura española del siglo XX, La muralla de Calvo-Sotelo, entre otras joyas, lo que implicó que saliera de una Filología hispánica sin haber “visto” ni la Generación del 98, ni la del 14 ni la del 27 ni, por descontado, la del 36 y la del 50…; o las veces pedidas de todos los turnos habidos y por haber en quien no sabe hacer cola sin abrir el libro de turno para los mismos, para donde sean: la charcutería, la panadería o la pescadería… No se trata de llamar la atención, sino de leer con ella, una habilidad que la práctica de la intelectura en paisajes tan variados desarrolla notablemente, para pasmo de quienes suelen distraerse con el vuelo de la mosca veraniega, el ruido de la cañería invernal o la crepitación de los troncos en la chimenea. De hecho, el grado de experto intelector se adquiere cuando ni siquiera las propias moscas volantes del fatigado lector crónico o el desprendimiento del vítreo, ese apergaminado disco pendular, son capaces de distraerlo. Los espacios de la invención no son producto de lo inventado ni de ellos nace, necesariamente, la invención que nos deslumbra. Puede que, desde fuera, nos impresione tal o cual disposición, tal o cual caos u orden, pero me atrevería a decir que el espacio es totalmente adjetivo en la labor del escritor, que la concentración plena en la labor funciona como la absorción en la intelectura. De mí sé decir que nunca me he sentido más escritor que cuando he desaparecido físicamente, convirtiéndome en el caótico relieve fluyente de las líneas sobre el papel, ese tiempo mágico en el que ni siquiera la pausa forzada entre las tiradas de escritura permitía la reencarnación: pura voz que fluye deletreada, recortada contra el horizonte de lo insignificante. Es verdad que cualquier espacio es un reflejo de nuestra personalidad, y no hay más que entrar en los coches de nuestras amistades para advertirlo, pero no es menos cierto que atreverse a establecer un nexo causal entre la escenografía y lo creado excede con mucho de las precauciones con que toda hermenéutica procede. Es cierto que un aislamiento parece indispensable, pero cuando se ha conseguido escribir en una sala de profesores en una hora libre, no deja uno de ver ese requisito como una exquisitez, casi como un postureo hiperafectado. Si don Quijote fue gestado en la cárcel, donde lo fuera también Guzmán de Alfarache, y si el Cántico Espiritual de Juan de la Cruz fue escrito en la memoria del santo en las condiciones infrahumanas de su celda de castigo (Por cierto, ¿a quién le fue dado el privilegio sin par en la historia de la escritura de ir tomando nota precisa y preciosa de las estrofas que Juan de la Cruz iba desgranando como los corales de la granada de la que los amantes bebieron el mosto?), parece evidente, pues,  que, por más que nos atraigan lugares como la torre panóptica de Montaigne
donde instaló su biblioteca y su escritorio, nunca nos van a revelar el secreto de la excelencia de sus moradores, aunque sean gratos de visitar, indudablemente.







Sobre el canon prohibido y sobre la vida venal de los artistas

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En El jardí dels set Crepuscles, una hiperficción esplendente de Miquel de Palol, un premio Nobel catalán le da pie al autor para la siguiente y oportuna reflexión:


Dejo aquí una reflexión sobre la vida venal del artista que leí hace mucho tiempo en una magnífica novela que, al transcribir estas líneas, veo que no ha perdido ningún interés. De hecho, más que la defensa de la propiedad intelectual, que es el motivo por el cual la traigo a este Diario, se lee ahí una concepción del artista enfrentado a la alienación político-lingüística catalana que a buen seguro indignará a cuantos fundamentalistas campan a sus anchas en nuestros días. Por otro lado, la extremada ficción de un Nobel catalán, y que, además, sea ese enfrentado al patriotismo cínico de los antecesores de los secesionistas de nuestros días, no deja de ser una especie de venablo arrojado, certeramente, al corazón de la quimera. En cualquier caso, recomiendo la lectura de una auténtica "novela de novelas", un ejercicio de creación total que, a mi entender, bien puede ser considerada como la mejor novela catalana de la segunda mitad del siglo XX, de la que hay traducción al castellano, pero el catalán de Palol es muy accesible al experimentado lector en castellano, porque está lejos de la tendencia arcaizante propia de quienes hacen de la lengua más una frontera que un canal de comunicación y entendimiento.


-Tot això forma part de la tradicional hipocresia de la societat capitalista -va dir Simon, i les dones el varen mirar amb commiseració; Simon va prosseguir-: La societat obliga a l'artista a vendre's ell mateix com a producte etiquetat, i que el contingut respongui a l'etiqueta. Només els grans (vull dir els molt grans, els de debò) se n'escapen. Als comerciants els sembla molt bé lluitar per l'èxit i el benestar econòmic; per ells és una qualitat personal imprescindible, però quan ho fa un artista, ho troben sospitós d'impuresa; l'artista els convé materialmente desinteressat, i, a menys que les idees que sosté no els siguin favorables, com més penjat vagi per la vida, millor.
-Has recitat el programa electoral d'una associació d'escriptors aficionats; l'únic que jo pretenia era remarcar una situació que afectava en Zacaries, i el seu cas no va ser l'únic de la història. D'altrabanda, la teva idea l'ha sostingut l'esquerra intel·lectual més de dos-cent anys. Per cert -va afegir la Gertrudis-, en Morguer, quan li van donar el premi Nobel, a les primeres declaracions a la premsa es va despenjar amb una actitud molt semblant -la Camila va dir que no les coneixia, i la Gertrudis s'hi va estendre (i per l'entonació no hi havia dubte que aprovava l'actitud del personatge)-: En Llorenç González Morguer (que sempre va signar Llorenç Morguer) havia estat toda la vida considerat escriptor de segona fila. Els que es proclamaven patriotes recelaven d'ell perquè mai no s'havia estat de dir que no escrivia per fer un servei a la llengua, sinó perquè li agradava, i comparava el cinisme i la fleuma dels qui deien el contrari amb el dels polítics que diuen sacrificar-se pel país; però la mentida dels literats, deia Morguer, és menys perillosa. Als seus textos s'obstinava a anar contra la moda, i des de les classes a la Universitat blasmava els estudiosos que dictaven els gustos. Si vols treure'n profit, llegeix amb humilitat, amb fe i senzillesa de cor, i mai no ambicionis fama de lletrat, acostumava a dir. Els crítics el trobaven estrany i allunyat de la tradició, però a París i Mèxic van traduir-lo, i a poc a poc es va conèixer a fora. Els americans van fer un parell de pel·lícules basades en novel·les seves, i quan els de Barcelona se'n van voler adonar, per reeditar-lo havien de pagar drets d'autor a l'estranger. el Nobel li va caure (com en el noranta per cent dels casos) quan ja era massa vell per disfrutar-lo. Li van demanar una entrevista per la televisió, i ell es va fer pagar un dineral. (...) Tothom va escandalitzar-se; jo crec que ell va fer molt bé. Anys enrera hauria pagat per sortir a la televisió, per tant aleshores hagués estat un imbècil de no aprofitar-se'n. (...) En Morguer va dir que s'havia basat en la llei de l'oferta i la demanda, igual que als seus negocis els comerciants que el criticaven. Va dir: "¿Com és que un trust elabora un producte, es gasta fortunes fent propaganda i després el ven deu vegades més car, i un tribunal popular no li para els peus? ¿Com és que un cantant cobra una milionada per suar renills i brams d'ase, sense que hi hagi un tumult d'indignació? En canvi, al que no parla en neci per donar gust al públic, la societat li imposa el vot de pobresa. ¿És que se li ha encomanat l'expiació d'algun pecat original? Raá incrèdula i perversa! Fin quan hauré d'estar-me amb vosaltres i us hauré de suportar?"
-Sí que va dir això -va corroborar la Gertrudis-; potser al final no sigui més que una qüestió de tòpics. (...) Pel que fa a la ridícula imatge del poeta com d'un pàmfil badoc, sense cap sentit pràctic de la vida, tan fràgil que desperta condescendència, ingènuament antiquat i fàcil d'estafar, en fi, un perfecte inútil, té l'origen en una venjança (que, tot s'ha de reconèixer, la justifica més d'un lamentable versificador) de la resta de la societat davant dels que, com més bons poetes són, inconveniències més lúcides i pertorbadores els diuen. Dintre de tot, en Morguer va ser un afortunat. Encara que tard, la revenja li va arribar. Recordo que li varen donar una medalla d'or  de no sé què, la condecoració més alta del país, i la va refusar. Va dir allò que tots sabien però feia temps que ningú no deia: que es negava a ser el bufó de la premsa i els polítics, i no estava disposat que l'endemà els diaris s'encapçalessin com sempre: "El President de la Generalitat va assistir ahir al vespre a un acte literari." Als escriptors, va dir, se'ls nega no tan sols ser beneficiaris de la seva obra, sinó fins i tot els protagonistes del seu èxit.

Un género injustamente ínfimo con gran éxito de público y escaso reconocimiento crítico: las definiciones del crucigrama.

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Primer cucrigrama publicado en España,  ABC en 22 de marzo de 1925
Palabras horizontales
1. Vivienda humilde. 7. Río norteamericano. 14. Arregla. 15. Ácido. 16. Nota. 17. Amanecer. 19. De un arco. 20. Lengua. 22. Vino. 25. Exclamación piadosa. 28. Abunda cerca del mar. 29. Poco le falta. 31. Fuentes de riqueza. 33. Frecuente en invierno. 34. Para recibir. 35. Toma cariño. 37. Habrá de oler. 39. Nunca sola. 40. Poema. 42. Late. 44. Acomete. 47. Recurro. 49. Paciente. 51. No oye. 53. Columpia. 54. Para botones. 56. Alabanza. 57. Guardián. 59. Vayan. 61. En las iglesias. 62. Legumbre. 64. Conocida palabra latina. 65. Todos los hombres han... 67. Del Tasso. 69. Pato joven. 70. Atrevimientos.
Palabras verticales
1. Pueblo malagueño. 2. Torero. 3. Nota. 4. Singular. 5. Fervor. 6. Perora. 8. Voluminosa. 9. Diapasón. 10. Silencio. 11. Pronombre. 12. La mitad de lo que se fuma. 13. Vil. 18. Arteria. 19. Tonto (en Argentina). 21. Comida nocturna. 23. Culpable. 24. Fondeadero. 26. Nota. 27. Lugar de la Costa Azul. 29. De familia pobre, pero honrada. 30. Para parar una bestia. 32. Timbre. 34. Suaves. 36. Combustible. 38. Personaje bíblico. 41. Pequeña italiana. 42. Mota. 43. ¡Quiera Dios! 44. Rinoceronte hembra. 45. Redondos. 46. Intervalos en la marcha. 48. Letra. 50. Juego de salón. 52. Nota. 54. Tirano. 55. Las lleva todo el mundo. 57. Renuncié. 58. Suena bien. 60. Entregan. 61. Héroe español. 63. Escuchad. 64. Amarra. 66. ¡Oh, no! 68. Conjunción.


Entre el ingenio, el aforismo, la greguería, la adivinanza, el enigma, el acertijo, la retórica, la pista policial y la deconstrucción verbal: una aproximación a la definición de los crucigramas en dos celebérrimos autores: Mambrino (José Luis Herencia Robles) (El País) y Fortuny (Jordi Fortuny Boladeras)(La Vanguardia).

La solución de crucigramas es un pasatiempo que se les recomienda a las personas mayores para fortalecer la vida cerebral y evitar, en la medida de lo posible, afecciones como el alzhéimer o la demencia senil. Está comprobado que una actividad intelectual intensa alarga la vida y mejora las condiciones físicas de ese alargamiento. En mi vida profesional era una actividad que recomendaba enfervorizadamente a mis alumnos para que se acostumbraran al lenguaje figurado, amén de para hacerse, de forma amena, con conocimientos de carácter enciclopédico que les ayudarían mucho a formar un acervo de saberes al que nunca se sabe cuándo, la vida corriente y moliente, nos obliga a recurrir; no me detenía ahí, sino que, como la definición forma parte del corpus de conocimientos lingüísticos que habían de adquirir, los empujaba a la confección de un crucigrama para que identificaran los diferentes recursos definidores de que nos valemos habitualmente y que se usan en el Diccionario de la RAE, un amigo al que habían de perderle el miedo con el contacto asiduo. Es evidente que las definiciones del crucigrama van más allá, como indico en el título, de esos recursos gramaticales, y caen de lleno en un terreno lúdico que más tiene que ver con la creación literaria que con otra disciplina. Es evidente que la repetición de esos recursos, típicos de cada crucigramista, nos permiten orientarnos en la resolución correcta del reto que nos plantean, pero ha de agradecérseles, a Mambrino y a Fortuny, que renueven constantemente ese conjunto de recursos para que nos tiremos de los pelos, nos desesperemos y después nos llamemos de todo menos bonito al percatarnos de la obviedad de lo que se nos pedía. Mi afición a los crucigramas me llevó incluso a intentar una narración en la que dos personajes Ella y Él vivían una aventura a partir de la resolución de un crucigrama blanco. Cada definición encontrada suponía, como es lógico, un cambio de escenario, de realidad y casi de trama, al margen de la de encontrarse, tras haber salido, cada uno en busca del otro, desde los extremos de una diagonal del cuadrado. Por ahí anda, languideciendo e inacabada, nunca se sabe hasta cuándo. Pero vayamos a lo sustancial, que es, en este caso, esas definiciones sorprendentes que nos dejan aturdidos y chocados hasta que caemos en la cuenta del “truco limpio” que se ha utilizado contra nosotros y del que hemos sido víctimas incapaces de ver cómo esos magos de las definiciones con trampa sacaban el tópico conejo de la chistera o nos mostraban la carta que habíamos escogido sin que ellos la vieran. Me he entretenido durante varios días en ir seleccionando las definiciones más “sembradas” y que más me han hecho retorcerme las meninges sin que, ¡oh bendito Hermes Trismegisto!, haya tenido que claudicar, que darme deshonrosamente por vencido. Como el espíritu lúdico forma parte, como bien saben quienes entran de vez en cuando en él, de este Diario, acaso porque sea el dietarista devoto de aquel Homo ludensde Huizinga, que con tanta pasión leyó en su primera juventud, voy a hurtar la respuesta, de una parte del corpus de definiciones que voy a usar, para que quienes estén dispuestos a ello se sometan al *caletreo al que yo me he sometido en estos días, en el bien entendido de que no tardaré sino unos días en dar escuetamente el resultado de tales definiciones. Es evidente que en el proceso de resolver un crucigrama la solución a algunos problemas sirve de clave para la solución de otros, al cruzarse, ¡benditas sean!, algunas vocales o consonantes de otras definiciones que nos ayudan a que se nos ilumine el camino de la duda en que hozamos sin fruto alguno. De todos modos, el primer enfrentamiento es siempre este, a cuadrados vacíos que nos someten a un interrogatorio de tercer grado, del que muy pocas veces salimos con bien. En su momento ya realicé este homenaje a Peko, el crucigramista a quien sustituyó Mambrino y cuyas excelentes maneras de hacer ha heredado Herencia, como era de esperar; una persona, Peko, que se me reveló personaje en cuanto investigué muy superficialmente acerca de su persona, tan discreta que ni siquiera pude hallar una fotografía con la que ilustrar el homenaje, discreción que comparte con su sustituto, José Luis Herencia, de quien tampoco he logrado encontrar una fotografía en la red para acompañar a la de Fortuny. El oficio de crucigramista no es sencillo, y se requiere un ingenio notable para poder desempeñarlo sin que la resolución nos aburra por la escasa entidad del desafío. En fin, aquí van esos retos sin jerarquía alguna, al “buen tuntún” que, necesariamente, siempre está exento de la confección de los crucigramas (por más que a veces se cuelen en ellos los vocablos forzados más insólitos, situación en la que se recorre, sin más, a la definición de la RAE, como debe ser):
La tela que duerme, ideal para pijamas: 4 L
Hablar en voz baja con la esperanza de llegar muy lejos: 4 L
Si además brilla, nos tapa el sol: 3 L
Y sin embargo le gusta pasarlo divinamente: 4 L󠄀
El agua la deja muerta: 3 L󠄀
Acabó confuso con la madera: 5 L󠄀
Mujer que tenemos en la punta de la lengua: 5 L󠄀
Resulta muy adecuada para darla con queso: 8 L󠄀
Palo que se usa mucho en flamenco: 5 L󠄀
Abandonan el planeta para conseguir dinero: 2 L󠄀
Trabaja en cueros: 6 L󠄀
Banquete del gremio de las tragaperras: 5 L󠄀
Habla y no poco: 5 L󠄀
Sus abrazos no suelen ser amistosos: 3 L󠄀
Depredador de rapaces: 4 L󠄀
Suspiro que no es agradable escuchar: 6 L󠄀
Actor que no vocaliza: 3 L󠄀
Si se montara en la máquina del tiempo pondría la marcha atrás: 10 L󠄀
Necesita un verso para dar la cara: 2 L󠄀
Teclear torpemente, si bien se mira, puede ser signo de talento: 7 L󠄀
Se la da: 3 L󠄀
Camastros no para estrellas de Hollywood: 3 L󠄀
No apartarse de la materia de que se trata, no mondar: 8 L󠄀
Hace que el cuento resulte sangriento: 1 L󠄀
Útil para contraer matrimonio: 2 L
Valor que no cotiza en bolsa: 6 L󠄀
Cuanto más sólidos son, más líquido pueden proporcionar: 6 L 󠄀󠄀󠄀󠄀󠄀󠄀󠄀
La vuelta a él (pero bien vuelto): 4 L󠄀
¿Te fijaste en el traje que lleva?: 5 L󠄀
¿Lleva cosmética un hombre?: 5 L󠄀
Lo que ganó el cabalista, además del corcel: 1 L󠄀
La primera en irse: 1 L󠄀
La parte más concurrida del barco: 3 L 󠄀
Soporífera balada: 4 L󠄀
N a la sombra: 1 L󠄀
Montas un cirio para acabar con las tropelías: 4 L󠄀
Defecto de espaldas: 4 L󠄀
Mariquita quita quita: 4 L󠄀
As de la canasta: 3 L󠄀
Palíndromo hecho a base de galletas: 7 L󠄀
Tiene aspecto de pecera camuflada: 6 L󠄀
A menudo se da como muestra de inversión: 5 L󠄀
Carece de primeros, pero tiene muchos segundos: 4 L󠄀
Evita situaciones embarazosas: 3 L󠄀
Enchufe de bajo voltaje (dos palabras): 8 L󠄀
Os aventuráis en el oasis revolucionario: 5 L󠄀
Juega un gran papel en el negocio particular: 3 L󠄀
Si pilla la curda vacilona, no es traro que pida mucha sangría: 7 L󠄀
Palabra cruzada: 4 L󠄀
Seises: 6 L󠄀
Está fuera de quicio al este de Inglaterra: 4 L󠄀
Dan a algunos sudamericanos la oportunidad de vivir por todo lo alto: 5 L󠄀
Se escribe después, se publica antes y no se lee ni antes ni después: 7 L󠄀
Manual de instrucciones personalizado: 3 L󠄀

Fortuny
[ P.S. Lamento, como  ya he dicho, no haber encontrado ninguna fotografía en la red de Mambrino.]

Las definiciones resueltas de Mambrino y Fortuny

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Bueno, pues aquí van las soluciones a los retos que suelen plantearnos cada día Fortuny y Mambrino en esos espacios moteados donde el ingenio ha de esforzarse por no ser derrotado, en el cuadrilátero de nuestra esgrima, nuestros titubeos y nuestros temores a quedar en ridículo. Una vez resuelto el desafío, sin embargo, he de reconocer, esa es al menos mi experiencia, que se te queda cara de tonto, de bien tonto, y te execras con fundado y merecido animus injuriandipor no haber “caído” mucho antes de lo que la improbable autoestima aconseja. Siempre me digo que no volverá a ocurrir, pero esos dos demonios de la caza con liga me acaban atrapando en la rama y me balanceo pensativo en ella como el pardillo en que día tras día suelen convertirme con su magnífico arte definitorio al que tanto cuesta renunciar, una vez que la afición al siempre fértil cruce de palabras te ha atrapado…

La tela que duerme, ideal para pijamas: SEDA
Hablar en voz baja con la esperanza de llegar muy lejos: ORAR
Si además brilla, nos tapa el sol: SOM
Y sin embargo le gusta pasarlo divinamente: ATEO
El agua la deja muerta: CAL
Acabó confuso con la madera: CAOBA
Mujer que tenemos en la punta de la lengua: ADELA
Resulta muy adecuada para darla con queso: RATONERA
Palo que se usa mucho en flamenco: COPAS
Abandonan el planeta para conseguir dinero: NE
Trabaja en cueros: ODRERO
Banquete del gremio de las tragaperras: ÁGAPE
Habla y no poco: LARGA
Sus abrazos no suelen ser amistosos: BOA
Depredador de rapaces: OGRO
Suspiro que no es agradable escuchar: ÚLTIMO
Actor que no vocaliza: CTR
Si se montara en la máquina del tiempo pondría la marcha atrás: NOSTÁLGICO
Necesita un verso para dar la cara: AN
Teclear torpemente, si bien se mira, puede ser signo de talento: CALETRE
Se la da: CAE
Camastros no para estrellas de Hollywood: CAM
No apartarse de la materia de que se trata, no mondar: NÍSPEROS
Hace que el cuento resulte sangriento: R
Útil para contraer matrimonio: SÍ
Valor que no cotiza en bolsa: ARROJO
Cuanto más sólidos son, más líquido pueden proporcionar: AVALES󠄀
La vuelta a él (pero bien vuelto): BOTE
¿Te fijaste en el traje que lleva?: VISTE
¿Lleva cosmética un hombre?: COSME
Lo que ganó el cabalista, además del corcel:  L󠄀
La primera en irse: I
La parte más concurrida del barco: BAR 󠄀
Soporífera balada: NANA
N a la sombra: Ñ
Montas un cirio para acabar con las tropelías: LÍAS
Defecto de espaldas: ARAT
Mariquita quita quita: MARI
As de la canasta: AAA
Palíndromo hecho a base de galletas: SOPAPOS
Tiene aspecto de pecera camuflada: PARECE
A menudo se da como muestra de inversión: NOTOB
Carece de primeros, pero tiene muchos segundos: HORA
Evita situaciones embarazosas: DIU
Enchufe de bajo voltaje (dos palabras): SOPABOBA
Os aventuráis en el oasis revolucionario: OASIS
Juega un gran papel en el negocio particular: EGO
Si pilla la curda vacilona, no es traro que pida mucha sangría: DRÁCULA
Palabra cruzada: INRI
Seises: EEEEEE
Está fuera de quicio al este de Inglaterra: EAST
Dan a algunos sudamericanos la oportunidad de vivir por todo lo alto: ANDES
Se escribe después, se publica antes y no se lee ni antes ni después: PRÓLOGO

Manual de instrucciones personalizado: ADN

La visita norcoreana a Usamérica de Carmen Laforet: “Paralelo 35” o “Mi primer viaje a USA”

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Notas de un elíptico cuaderno de viaje: Paralelo 35*o un antilibro de viajes de Carmen Laforet en tiempos de tribulación íntima y crisis creativa. 
   [*Reeditado en 1985 como Mi primer viaje a USA]


Carmen Laforet fue invitada por el Departamento de Estado usamericano, en cuya política de dar a conocer la realidad de los Estados Unidos a personas de renombre, para que después ofrecieran una visión pegada al terreno de lo que es su realidad, se enmarca su viaje a medio camino entre el turismo y la inspección, y cuyo desarrollo se ajusta perfectamente al título de la, en su momento, famosa película Si hoy es martes, esto es Bélgica, con la que la escritora debió de sentirse muy identificada, si es que llegó a verla. Simone de Beauvoir hizo una visita idéntica 20 años antes, pero en muy otras condiciones de liberación personal, muy distintas de las ataduras familiares con las que lo hizo Laforet, quien aún se hallaba a cinco años vista de la separación de su marido. Con anterioridad a la experiencia de Laforet, Miguel Delibes fue invitado al mismo programa y recogió en un libro, USA y yo (1966), las crónicas que sobre ese viaje publicó en El Norte de Castilla. De hecho, Carmen Laforet se enteró del programa por haber asistido a una conferencia de Delibes y en conversación posterior con él y con su esposa. La diferencia, sin embargo, entre una y otra perspectiva es más que notable.  Laforet no dominaba el inglés, por lo que el Departamento de Estado le asignó una intérprete con la que no acabó de entenderse: Miss P.B. traducía bien, pero me di cuenta de que, además, interpretaba mis palabras a su manera y aquellos malos entendidos nuestros seguían nublando el ambiente. Había equívocos, no por mala voluntad de nadie, sino por la deformación de ciertos matices, ello provocó que hubiera de ser sustituida por otra con quien sí congenió para el resto de un viaje perimetral por todo el país que duró dos meses. Laforet sostiene que el rosario de malentendidos se inició tras haberse molestado la intérprete por unas palabras en polaco con que la saludó Laforet tras identificar como polaco su apellido. Digamos que le saldría a P.B. la indignación de la usamericana de tomo y lomo que reniega de sus raíces, al parecer, como lo haría un xarnego agradecido de los de Súmate al baile de disfraces de la secesión. La tensa situación con P.B. las forzó, amablemente, a tener que viajar en cabinas de tren individuales para ir desde Boston a Chicago. Para la siguiente etapa, tras Chicago, la de Springfield, la escritora se reunió con la sustituta de P.B., Eliana Romecín, de origen sudamericano, para alivio de ambas, de P.B. y de la propia Laforet. Con Eliana se entendió a la perfección y se desarrolló entre ellas la necesaria complicidad indispensable para este tipo de visitas tan guiadas, o dirigidas. En la despedida de la primera traductora, Laforet nos dice que mientras ella tomaba un café, P.B. tomó un líquido rojo a base de ginebra con tomate y que se llama “despedida sangrienta” -cosa que miss P.B. me hizo notar con expresión grave. Si es un bloody mary, que tal parece, ¿de dónde sale eso de “despedida sangrienta”? ¿O fue un chiste de sano humor negro de la intérprete?  En fin, sería admiradora del Capra de Arsenic and Old lace, “Arsénico por compasión”. En una breve introducción al libro, Carmen Laforet nos revela que el título fue obra del patrón de Planeta, el todopoderoso José Manuel Lara, quien sostenía que la palabra paralelo en un título lo convertía en superventas. Así mismo, nos resume la actitud con que emprende tan largo viaje y cuál ha de ser su método de trabajo:  No hay juicio personal. Solo puro relato. (…)He tratado de relatar lo que mis ojos vieron con la sorpresa del turista. (…) Para mí, el viaje ha sido una aventura vivida con curiosidad y sin prejuicios. Y eso es lo que quiere transmitir al lector: Si se han sentido divertidos e interesados como yo me sentí al vivir mi relato, mi ambición de cronista quedaría más que satisfecha. Cuesta trabajo, sin embargo, percibir el divertimento y el interés consiguiente por la lectura de una obra que ha sido escrita, digámoslo así, a redropelo. Tardó dos años en darle a este Paralelo 35, el aspecto de un libro de viajes, y la verdad es que. a juzgar por los serios defectos de composición que muestra, debió de pasarlo mal escribiéndolo, porque en ningún momento, salvo en, a lo sumo, diez o quince páginas, se detecta el más mínimo entusiasmo en una prosa plomiza, contrahecha y lejos, ¡lejísimos!, del singular y potentísimo estilo metafórico de Nada. Su biógrafa, Anna Caballé, nos revela la verdadera razón de esa suerte de apatía, de anhedonia, de la autora, que le revela a la profesora Marion Ament: Cuando me conociste en USA yo estaba en un momento malísimo, a punto de una destrucción de mi propia personalidad. Siempre estaré agradecida a tu país y a vosotros, los amigos, porque aquel viaje al que fui tan sumamente atontada y perdida significó un principio de fuerzas morales para mí. Tras publicar el libro, tardó tres años en separarse definitivamente de su marido. Así pues, ya sabe el lector que el viaje de Laforet a Usamérica fue más una huida que un deseo; más un ámbito de distracción del severo aturdimiento en que vivía, que la pasión de la aventura y del viaje. Y todo ello se desprende de cada una de las etapas de su viaje, y donde más se aprecia es, precisamente, en la manera extraña como rehúye los contactos con los críticos y profesores y con los escritores a quienes, sin embargo, tanto anhela conocer y con quienes, como pasó con Guillén, parece que no tenga nada de lo que hablar. Es extraña su situación. El intelector atento puede sospechar legítimamente que la Carmen Laforet que ha escrito Paralelo 35fue una usurpadora de la auténtica y de ahí su timidez, sus recelos al contacto con la intelectualidad del exilio, ¡nada menos que Guillén, Américo Castro, Montesinos, Ayala, Carratalà, Josep Carner, Sender…!  ¿Cómo se ha de entender, si no, que el encuentro con Jorge Guillén, por ejemplo, ¡nada menos que con Jorge Guillén!, se limite a la siguiente anotación?: En Harvard almorcé con nuestro poeta Jorge Gillén y otros catedráticos y escritores españoles y sudamericanos. Recorrí las calles de la Universidad y me asomé a algunos edificios, tanto del núcleo antiguo como de los modernos, firmados por los mejores arquitectos actuales. El único edificio que hizo Le Corbusier en Estados Unidos está en Harvard. Cuesta creerlo, la verdad. De igual modo que cuesta creer que se acogiera como excusa a la gripe que sufrió al llegar a Nueva York para anular su intervención en el programa radiofónico La Voz de América junto a Francisco Ayala.   El intelector tiene la exacta sensación del miedo de la autora a ser “descubierta” como una “impostora”, a que se detecten sus carencias y sus limitaciones, su “insignificancia”, a pesar del éxito tremendo que tuvo su primera novela. La inseguridad, en resumen, es el signo distintivo de su estancia en Usamérica, de ahí que ella la disfrace con la excusa de haber ido allí a conocer un país, no a dar explicaciones sobre la realidad sociopolítica o la literatura española: va de oyente, no de declarante, de ahí ese segundo plano que, cinematográficamente, es casi un salirse del plano. De hecho, la falta de entendimiento entre la primera traductora y ella vino de ahí, del abismo que descubrió la traductora entre la autora de Nada, novela que había leído con pasión y admiración,  y la mujer frágil, insegura y casi anodina a quien tenía que irle traduciendo cuanto las autoridades habían puesto a su disposición para que acabara teniendo una imagen lo más positiva posible del país. De ahí, así mismo, el título que le he puesto a esta crítica, porque el Departamento de Estado, aunque supongo que respetó algunos de los deseos de Laforet, como el encuentro con Sender o con la familia con la que convivió el año anterior su hija en  Kansas City, le “cuadró” una agenda de visitas que parecen más apropiadas para un sociólogo o un político que para una escritora. Con todo, ha de reconocerse que, a pesar de su apatía, Laforet es una invitada aplicada y agradecida y toma buena nota de cuanto la llevan a ver, y eso es lo que nos ofrece en su libro, la unión más o menos ortopédica de esas notas que fue tomando con dudoso rigor, como se desprende de las numerosas erratas que ni siquiera los correctores de la editorial se tomaron la molestia de corregir, como iremos viendo.  Hay una suerte de frigidez emocional desde la que parece escribir la autora, quien en muy rara ocasión se apasiona con aquello que narra. Tiene más de actitud notarial que de genuina sorpresa ante una realidad muy distinta de la de su país de procedencia. Es innegable que a lo largo del libro va emergiendo una visión de Usamérica que, al margen de lo que podríamos considerar propagandístico, escuelas, hospitales, fábricas, explotaciones ganaderas modernísimas, etc., nos acerca a la realidad conflictiva de aquella época marcada, sobre todo, por la guerra del Vietnam, por el conflicto racial y por el choque generacional que impondrá modas, maneras y estilos de vivir que irán extendiéndose a lo largo del mundo occidental durante lo que se conoció como la década prodigiosa, aunque como Laforet se limita simplemente a consignarlo, sin más, sin añadir ninguna reflexión ni ahondar en las causas, los orígenes o las consecuencias de esos conflictos o de esas tendencias socioculturales y políticas, del intelector se va apoderando una decepción que casi le invita a orillar la lectura y dedicar el tiempo a alguna otra más provechosa. Yo le invito, caso de que este libro llegue a sus manos a no hacerlo, porque, sin ser una colección de noticias raras o curiosas, no es menos cierto que hay algunas realidades desconocidas para el común de los lectores que pueden aportarle aquello que, en principio, es consustancial a un libro de viajes: informar de realidades poco o mal conocidas. No es Carmen Laforet una reportera intrépida al uso, como su tocaya Carmen Sarmiento en tiempos recientes, pongamos por caso, pero sí estaba en una situación de receptividad, propiamente literaria, frente a la realidad usamericana que nos permite acercarnos a situaciones, personas y lugares en los que ella supo ver lo singular. Es cierto que la deslumbra no poco el confort de las clases pudientes, y que en contadísimas ocasiones se acerca al drama de la miseria real, tan propio de Usamérica, pero sabe escuchar y ver y tomar las notas precisas para que los intelectores no acabemos de sentirnos defraudados totalmente, aunque la decepción, ya digo, es notable.  Es evidente que es un libro “menor” en su obra, y que fue escrito en una situación intima difícil, pero también es verdad que todo ello no exime de esos mínimos de corrección que cualquier autor debe exigirse y que una editorial de prestigio está obligada a mantener:  Lo sexual, en la conversación de gentes educadas, en Norteamérica, está curiosamente velado. Se emplean otras palabras para enmascarar un delito de esa clase que juzgan shoking, así escrito,con ese descuido de corrección del original que afecta a todo el libro. Como cuando traducen Library por librería, en vez de por biblioteca, hablando de la hipermagnífica del Congreso, que, según la autora,  es también un centro cultural donde se hace teatro de ensayo y dan conferencias las personas más ilustres del mundo, por más que nos sea imposible saber a qué se refiere Laforet con ese concepto “teatro de ensayo”, que se parece lejanamente al de cine de arte y ensayo que, sin embargo, aparece en España algo más tarde que su viaje a Usamérica. La escritora recuerda que en esa biblioteca hay un archivo sonoro en el que pudo oír, en la voz de Nicolás Guillén, sus poemas antiyanquis, en una demostración de tolerancia cultural difícil de igualar. Personas de raza de color, escribe Laforet, sin siquiera considerar que haya de cambiar semejante expresión ortopédica y cacofónica, además de impropia por falsa corrección política. O cuando la bailarina negra Ruth Beckford se convierte en Oaklan Ruth, quizás por una confusión con el lugar de nacimiento de la bailarina, Oakland. Por no hablar de ese curioso disparate que es la aparición, ¡Hermes santo!, del cimbel cinegético en relación con la aventura espacial:  El lanzamiento se realiza electrónicamente a distancia más allá de los 125 cimbeles de sonido que pueden dañar el oído… Son pequeños detalles que muestran, a su manera, un cierto desinterés de la autora por un compromiso que había de cumplir, aunque las crónicas contratadas, que no he leído, que publicó en la revista La Actualidad Española fueron un éxito al parecer y le abrieron a Laforet las páginas de la misma como articulista de opinión, ingresos a los que no les podía hacer ascos, desde luego.  La verdad es que el  itinerario: Washington, Filadelfia, Boston, Chicago, Springfield, Kansas City, San Francisco, Los Ángeles, el Cañón del Colorado, Santa Fe, Houston, Nueva Orleáns, Cabo Kennedy, San Agustín y Nueva York, da de sí para extraer una visión de Usamérica más que completita, por más que la mayoría de las actividades estén tan pautadas como lo estarán las de los pocos turistas que son admitidos en Corea del Norte. Que Carmen Laforet padecía de pánico escénico está fuera de toda duda, y se desenvolvía mucho mejor en ambientes con muy reducido número de personas y, a ser posible, que no tuvieran nada que ver con el mundo literario si ella había de ser la protagonista. Es graciosa la anécdota que relata sobre una sesión con alumnos de español en la universidad que estuvieron más atentos a la explicación de la salida profesional de la intérprete que a las literarias de la autora, y así lo reconoce, yo diría que hasta con la satisfacción de quien ve en ello una actitud lógica y sana, si nos atenemos a la dificultad de la autora para pergeñar un discurso supuestamente “de autoridad” por parte de quien no se reconocía ninguna. A lo largo de recorrido es patente, acaso por ser ella quien era, la intención de los programadores de ponerla en contacto con la presencia española en Usamérica, como la comunidad de pescadores canarios en Delacroix, que hablaban en español, con acento canario, y en inglés, y nunca habían visto las islas canarias. O la comunidad vasca de Boise, capital de Idaho, donde vivían entonces unos 11.000 vascos, muchos de los cuales solo hablaban vasco e inglés, algo que a ciertos secesionistas de nuestros días les debe de parecer algo así como un ideal: ¡nada menos que “esquivar” el castellano en su formación! Recoge la autora, como anécdota, que los bailes vascos ganaron un premio en Nueva York y otro en Washington y que son muchos los jóvenes que se desplazan a Boise para apacentar los rebaños temporalmente, arte en el que sobresalió la comunidad vasca en Usamérica. Las raíces españolas en California y en Florida o la presencia de los menorquines, que llegaron al sur de Usamérica acompañanado a los ingleses, cuando la isla de Menorca estaba bajo soberanía británica, forman parte de ese cúmulo de referencias que los usamericanos cultivan con verdadera devoción, porque son algo así como el capítulo fundacional de su Historia. De hecho, en las páginas del libro hallamos una noticia llamativa: el primer hombre blanco que pisó el escenario monumental del Gran Cañón del y dejo su nombre allí grabado fue el español don Lope de Cárdenas en 1540. Que la autora disfrutara en Disneyland, el único sitio de Usamérica que quería visitar Krushev, por cierto, o que guarde tan magnífico recuerdo del encuentro con el tenista Santana, que iba camino de Australia, de quien valora su sonrisa, su espontaneidad y su simpatía, nos hablan de una viajera necesitada de cariño y de alejarse de complicaciones íntimas e intelectuales para lo que el viaje, a pesar de su suerte de aturdimiento, le vino de perlas. Confiesa, por ejemplo, no enterarse de nada de la visita a IBM, pero se asombra ante las magnitudes de los proyectos de la NASA en Cabo Kennedy, antiguamente Cabo Cañaveral por el nombre que le puso Ponce de León cuando descubrió Florida y vio que el lugar estaba plagado de cañaverales de bambúes. Resulta curiosa, finalmente, la horrorizada descripción que hace Laforet de lo que ella entiende por un centro de depravación, Cocoa Beach, después de haber visitada una Nueva Orleáns devastada por el huracán Betsy, unos daños perfectamente descritos por la autora, por cierto: La población se ha formado al calor de la gente que trabaja en Cabo Kennedy y es un lugar turbulento, de aluvión, de vicio y despilfarro. Uno de los lugares más corrompidos de Norteamérica. (…) el divorcio es quizá la único barato en el Estado de Florida. En realidad, casi cuesta más instalar un teléfono -para lo que hay que hacer un depósito de cien dólares- que obtener la separación matrimonial. (…) No existe ni un museo, ni un buen teatro… Solo se valora el lujo de lo que se compra, y las bebidas y las drogas corren sin medida. Esto es un pueblo de locos ricos alrededor de una obra fantástica. Es un lugar de suicidios y también un sitio en el que, al mismo tiempo de pagarse los sueldos más elevados de Estados Unidos, se cometen estafas al por mayor y circulan cheques falsos. (…) Cocoa, la ciudad en formación y en turbulencia que da fama a Florida de ser uno de los Estados más disolutos del país. Llama la atención, igualmente, que Laforet descubriera en Nueva Orleáns el fuerte antisemitismo usamericano que hasta ese momento desconocía, pero que al que sí le prestó atención Elia Kazan en La barrera invisible: - Desde luego que no se admitían negros. Tampoco gentes desconocidas ni judíos, por ricos y conocidos que fuesen. - ¿Los judíos no? Esto era nuevo para mí. Al parecer los judíos, por el hecho de serlo, constituían una clase social aparte. – Muchos de nosotros tenemos amigos judíos, personas que apreciamos y tratamos, pero ellos disponen de medios sobrados para construir sus propios clubs. Aquí no se admiten. Nuestros hijos, nuestros nietos pueden estar seguros de la gente que encuentran. En fin, a lo largo de sus trescientas páginas, Pla necesitó más de doscientas para seis días solo en Nueva York,  Weekend (d'estiu) a Nova York (1959),  Carmen Laforet cree cumplir con el compromiso adquirido, pero el intelector que lea con atención y cariño descubrirá esa tormenta existencial que estaba devastando a la autora y amenazando con descomponer su presente y su vida toda. Es una lástima, que la autora se dejara llevar, pero incluso a pesar de su falta de confianza y de su pánico escénico, el libro, por ser de ella, tiene una dimensión que va más allá del habitual libro de viajes, género en el que la presente obra ocuparía una más que discreta posición.

La escuela peripatética del olvido.

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Fulgor pálido del desaprendizaje o un mecido viaje a la semilla.
Envejecer abre una insólita puerta que da al ancho paisaje del olvido. Se franquea el umbral y, desde la mecedora de mimbre que aparece en la veranda insospechada, se pierde uno, con dificultad -tardes distintas de las monótonas estaciones-, en la contemplación de una realidad fugitiva cuyos pecios secos, que fueron en su día de tomo y lomo, bailan, como los átomos becquerianos, una silenciosa danza a nuestro alrededor, ahí al lado, más allá, acullá, y donde ya ni siquiera los sentidos alcanzan a percibir fragmentos significantes de lo que ha sido la propia vida. Sobra luz, pero falta agudeza visual. Sobra espacio, pero falta agilidad. Sobran impresiones, para depresiones tan profundas de la atención. Sé, no hay duda al respecto, que en ese bosque que a veces avanza hacia nosotros, con las páginas abiertas, formando un frente de blancos escudos moteados, hay vidas de las que apenas guardo ya la consistencia de un recuerdo sólido y la emoción aneja. Sé vagamente que Mauricia la dura era una mujer de armas tomar, del mismo modo que no hay manera de apresar en una imagen nítida, o incluso cuarteada, a Molloy, y apenas tengo presente la mano temblorosa y digna de la mujer del zorrito que, venciendo heroicamente la vergüenza de verse obligada a hacerlo, pide limosna; del mismo modo sé, es decir, intuyo, que ciertas vidas y hechos se desfiguran unos a otros y acaban creando un magma inextricable de personas que “me suenan” y hechos que acaso fueran como me los represento con tanta torpeza y ausencia de detalles. Y no son solo personas, hechos o cosas los que se recortan contra la tiniebla del olvido como destellos luminosos de existencias que han sido mi propia existencia durante toda mi vida, sino ideas de toda clase y condición, desde el lugar del hombre en el cosmos hasta los malabarismos conceptuales del eterno y grácil bucle de Hofstadter, entretejidos en las circunvoluciones grises de un cerebro a medio camino entre la caja de Pandora y la chistera de un creacionista. Son aliteraciones, metáforas, versos como verme morir entre memorias tristes, o los únicos míos que recuerdo: Viva volveré para ti en los ciclos/tenaces del tiempo,/cuando la sombra del buitre /se perfile fugaz contra los riscos /o hacia sus propias raíces se inclinen/azotados por el viento los arbustos. En ese  paisaje de amalgama, de aluvión, de laberinto, extraño como la torre invertida de los siete jorobados, hay pasajes estremecidos de óperas vividas cuyas arias emergen con poder taumatúrgico para herir el alma cansada, la dama japonesa que renuncia a su hijo, la digna prostituta tísica que se sacrifica o el pintor al que se le va la hora y aquel desgarro de Brunilda que me rompió el corazón hasta recibir el don de las lágrimas que anhelaba Teresa, tan dura como apasionada, tan de los pies sobre la tierra como de alma por el empíreo, y de lengua escrita tan al uso de quienes la usan sin más. Turba, saber que desaprendes la memoria, que te educas en el impío arte del olvido, y que todo ello ocurre sin dolor que ennoblezca, sin drama que te acece con el imperio torrencial de la sangre alborotada, y con total conformidad del mecido en el breve recorrido del altibajo de las patas curvas del asiento desde donde todo los ves perderse como si siguiera una senda ora sinuosa ora recta que apareciera y desapareciera a capricho de Hermes, el dios de los caminos, quien quisiera así castigarte por mecerte en vez de recorrerla. Escrutas, o eso te imaginas, los lejos de la edad, y a veces es el resol, otras la niebla y tantas veces los insólitos cojones del grillo…, pero siempre se te despintan los mensajes de los que parecen despedirse tus sentidos, a tenor de tanta proyección como tú ubicas en ese espacio que se sitúa ante ti como el mirífico que existe entre quien ve Las meninas y el propio cuadro, allí donde el calvo filósofo de cuero y cruising te dijo que se cruzaba la tuya con la del pintor. En ese paisaje abierto a los más dispares caprichos geográficos hay muchas salas de muy distintas arquitecturas y un solo ojo luminoso que te ha llevado desde los bosques de Rashomon hasta la casa austera en cuyo exterior el viento briza las mieses y en cuyo interior una niña será resucitada por un Juan nórdico henchido de silencios místicos y una sola palabra, la de la vida. ¡Con qué aplicación te afanas en confundir las voces y los ecos, en ignorar hasta tu propio nombre; con qué determinación de apasionado alumno ganivetiano de los de la real gana vas reduciéndote, adelgazándote, hasta la casi nada corpórea de un quebradizo repertorio de puntos de vista que tejen una red de araña drogada! En la escuela del olvido tú eres paradójico maestro de ti mismo, porque nada te enseñas y, ¡ay!, nada aprehendes…; no hay fórmulas irrefutables en el encerado que se curva para abrazarte desde la pantalla donde se llevan a un hombre en una cabina encerrado…, y frente al rasgado sonido de la seda de la tiza tú fijas la mirada en el parvo y minúsculo polvillo que nieva la tarima y tus zapatos de suelas gastadas. Sí, te vas a doctorar sin alabanza y sin reproche en el fatal aprendizaje, porque la vida es breve y la memoria está hecha de la sombra del eclipse y de la materia de la elisión…; fragmentos raros son los recuerdos en el páramo desabrido, partes de zeugmas cuyos desaparecidos elementos no podrás descubrir jamás. Sigues meciéndote y te vas quedando dormido, con la convicción de que es otro quien te sueña en esa larga cadena de soñadores que es el olvido.

Gozosa relectura de “Gramática parda” y decepcionante de “Los vaqueros en el pozo”, de Juan García Hortelano.

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De los apólogos a los milesios, salen ganando los segundos, en la obra de García Hortelano: Gramática parda, una obra maestra del humor; Los vaqueros en el pozo, un empacho de pretenciosidad.
  
Vaya por delante que desde que conozco el título del libro y he querido leerlo, conocimiento y deseo separados por 37 años, jamás de los jamases se me había ocurrido en todo este tiempo que “vaqueros” se refiriera, en la novela de Juan García Hortelano Los vaqueros en el pozo,  a la prenda de vestir. Ese hecho, tan decepcionante, aunque perfectamente inserto en la narración, ninguna duda al respecto, no ha sido el único responsable del desencanto que he sufrido al leer esta novelita “al perfume de su época”, esto es, a la experimentación narrativa consistente en someter al lector, mediante un final inesperado, a una relectura de cuanto había leído para completar él, desde su función lectora, el posible verdadero significado de la obra. La ambigüedad, así pues, está en la base de la historia y solo desde ella se construye la historia, a medio camino entre una jornada del Decamerón y una comedia de alta sociedad, es decir, la más pavorosa de la indeterminación que acaba siendo suplida por la afectación y la impostura en la que conviven desequilibrios expresivos marcadísimos, desde descripciones excelentes, muy propias del mejor Hortelano, hasta diálogos inverosímiles, pedantones y apolillados que es imposible siquiera concebir que hayan sido alguna vez enunciados fuera del ámbito de la parodia. Y a través de la parodia enlazan estos vaqueros malentendidos con el excelente sabor de intelectura que me dejó Gramaticaparda y que ahora, con levísimos reparos, sobre todo por la extensión y por la deliberada confusión, que acaba derrotando al ingenuo lector que se quiera tomar en serio la trama disparatada, he revalidado con éxito e incluso con mayor placer, si cabe, porque no recuerdo que en su momento supiera calibrar el ejercicio tan depurado de cuento milesio que supuso esta novela, que fue justamente galardonada con el Premio de la Crítica. Milesio en clasificación del autor, está claro, cuando escribió sus Apólogos y milesios, es decir, su lado formal y su lado irreverente, la realidad desde una aproximación racional y su reverso, la narración que desnuda, con su irracionalismo transgresor e hiperagresivo, esos sólidos supuestos de la razón gobernante y no poco castradora. Los vaqueros en el pozo tiene más de cuento largo que de novela corta, y su estructura es típica de una narración breve, con giro sorpresivo final incluido que fuerza al lector, como antes señalé, a replantearse si la reunión de amigos en torno a una vieja prostituta que se enriqueció durante el franquismo y con quienes los invitados a su finca mantienen evidentes relaciones de dependencia económica y en parte moral. A medio camino entre la narración psicológica, la herencia de la novela social, un torpe realismo de chata denuncia de la doble moral, y las nuevas técnicas objetivistas, la acción de Los vaqueros en el pozo transcurre toda ella en una finca donde aparecen los amigos de la dueña, con quienes se irán relacionando en grupo e individualmente en una suerte de ceremonia de la traición y de ajuste de cuentas que nos muestra un supuesto modo “moderno” de encarar las relaciones interindividuales en los diferentes planos de la amistad, el sexo, el amor, las relaciones de poder, la fragilidad psicológica, la soledad, e incluso el delirio y la ficción, porque la aparición de elementos de corte fantasmagórico en la narración,  Darío: esta tarde la hoja del calendario correspondía al mes en que estamos, del año 1928, genera esa ambigüedad fundamental que atraviesa todo el relato: ¿es real o imaginado lo que ocurre?, ¿se recuerda o se desea?:  ¿Has observado, Niso, que en esta casa jamás hemos encontrado ninguna huella de nadie? Ni un sombrero olvidado, ni unas gafas, ni un frasco de depilatorio vacío, ni una fotografía. Si ocurriese una calamidad, también nosotros desapareceríamos sin dejar rastro.  En cualquier caso, hay en esta novela de Hortelano una retórica totalmente trasnochada que ha hecho envejecer notablemente a la obra, muy de su tiempo, pero incapaz de superar esa circunstancia temporal, porque la retórica de la situación, que no es otra que la de sus protagonistas, resulta algo indigerible para el paladar educado en la llaneza que predicaba Cervantes. Piénsese, por ejemplo, en el acartonamiento, de cartón piedra, de un diálogo en el que hay intervenciones de este tenor:
-Por consiguiente, ¿no hay un barranco allí?
O esta interpelación de Marcela a su amante bandido…, puesto que no aspira a más que a desvalijar a la anfitriona, reventando su caja fuerte:
-Renuncia a ese lenguaje de cómoda enunciación, principito, que tengo derecho a terminar en paz este condenado incidente.
         Con todo, y a pesar de los muchos tópicos que se vierten en la construcción de los personajes, un poco al estilo de esos relatos pretenciosos de deslumbrante modernidad de la Década Prodigiosa, García Hortelano es capaz de ir enhebrando una narración con suficientes motivos simbólicos y metafóricos como para entretener a sus lectores en la resolución del jeroglífico narrativo que ha construido. Que ni siquiera falte un personaje a quien ¡nada menos que Prudencia! llama Viernes, redondea ese cierto aire de fábula que acaba teniendo el relato; como si ellas dos, aparte de la criada, ¡nada más que Dionisia!, fueran las únicas habitantes de una isla alejada de la sociedad, del medio, porque  Prudencia vive “retirada” en su mansión, sin apenas otro contacto con las gentes del pueblo que el que mantiene con Dionisia, quien la sirve y con quien tiene ensoñaciones eróticas, y Viernes, que representa la cultura y la distinción. Prudencia hablaba con ella, tomando un té, como si, desde que se había lanzado a hablar, estuviera tratando de convencerla no de que ella era más feliz acompañada que solitaria, sino de que ellos existían. (…) Prudencia se encontró extraviada, inerme, una lastimosa mujer sosteniendo una taza de té y na sonrisa torpe. (…) La inquietud de Prudencia se transformó en una odiosa sospecha: Viernes. Bajo un cortés recelo, la suponía loca, había venido a comprobar que seguía viviendo sola y ahora ya ni siquiera creía que ellos tuviesen existencia real. La capacidad descriptiva de Hortelano es magnífica, y su retrato de la “vieja dama” lasciva y acaudalada en cuya mente se mezclan la realidad y el deseo, el pasado y el presente, es espléndido, aunque resulten tópicos muchos extremos de su biografía y no pocas de sus evocaciones, como la de su poder de seducción: -A mí me vino con los años [la irritación, el desasosiego, la impaciencia y el malestar]. Claro que tú eres una persona y yo a tu edad era un animal. Un hermoso animal solo útil para el placer. Un animal hermosísimo.(…) Tendrías que haberme visto… Me ponía un vestido, y qué vestido…, sobre la carne, me echaba a la calle y, te lo juro, la calle hervía, hervían las calles. Yo empecé allá, en el sur. (…) Cuando salí de mi ciudad, ya había perdido el acento del sur. Ahora ni sabría imitar cómo hablaba yo mientras viví en la mierda. La presencia el pozo en el jardín de la casa tiene un fuerte contenido simbólico, como se lo describe en la novela: Dionisia lo mantiene abierto permanentemente por la superstición de que atrae a las alimañas y en él perecen ahogadas. (…) El pozo encubre una pantalla protectora. En los primeros tiempos, hasta que la convencí para que usara la piscina, Dionisia bajaba a bañarse en sus aguas profundas. Si no hubiese sido por el peligro que representa, le habría seguido permitiendo la aventura. En él es en el que cuelgan los invitados un pantalón vaquero para que se moje, se suavice y se encoja, el mismo que mucho tiempo después, al final de la narración, con la ayuda de un vagabundo, Dionisia logra extraer del pozo como un amasijo enorme de tela, cieno y menudos animales de diferentes especies cuyos ojos brillan en el crepúsculo en que se consiguió la hazaña de extraer. La reacción de Prudencia, rociarlo el amasijo con petróleo y prenderle fuego viene a ser como una suerte de ceremonia inquisitorial en la que se someten los recuerdos a la purificación del fuego para liberarse de ellos, o quizás del maleficio de tener que evocarlos regularmente como parte de la propia rutina vital.  A pesar de que pudieran intuirse ciertos elementos narrativos capaces de dar mucho juego, las actitudes afectadas de los personajes y sus ortopédicas maneras de expresarse de las que, alguna vez, rara, pero haylas, se contagia el autor (Conforme la voy conociendo, conforme, ¿por qué ocultarlo?, alguna beneficiosa influencia ejerzo sobre Teresa, creo, por el contrario, que es ella la perjudicada.), pronto acaban disuadiendo al lector, a pesar del interés con que, por el solo hecho de ser una obra de García Hortelano, la ha cogido, de que poca gratificación va a encontrar en esas páginas a las que les sobra falsa “modernidad” y les falta vida sin adjetivos ni coartadas ni pretensiones.  
Justo lo contrario de lo que le ocurrirá si se adentra en esa narración megamilésica que es Gramática parda, un disparate continuo con un excelente sentido del humor en el que destaca, por cierto, el uso paródico de las maneras de expresarse que, con patética voluntad de estilo, hallamos en Los vaqueros en el pozo. La novela surge, en realidad, de un cuento publicado en el volumen Apólogos y milesios, titulado El día que Castellet descubrió a los novísimos o las Postrimerías, en el que se narra la investigación abierta en el seno de un grupo de amigos para poder ayudar a Duvet, la hija de cuatro años de edad de Georges y Paulette Dupont, a resolver un problema literario: cuál fue el día en que Castellet descubrió a los novísimos. De ahí, con una trama ad hoc para la ocasión, la compra de armas a un viejo anarquista español para llevar adelante acciones violentas que siembren el caos en París, por parte de un grupo terrorista de escolares denominado La Horda, a Gramática pardaapenas hay un trecho que se acerca a las 352 páginas, a lo largo de las cuales, Juan García Hortelano construye una de las novelas más divertidas que se hayan escrito en el último tercio del pasado siglo. Divertida y abrumadora, la verdad, porque la capacidad del autor para sumar historias, personajes y disparates es tan acusada que es posible que a más de algún lector se le acabe indigestando tal volumen de datos, de personajes, de conflictos y de derroche imaginativo. Desde el punto de vista estilístico, sin embargo, la novela es un continuo goce, y más aún desde el de la metaliteratura, que es la base de la obra. Duvet, una niña que quiere ser Flaubert, y a quien su madre secuestra en su propia casa para prohibírselo, se erige en la verdadera protagonista de esta historia llena de situaciones y personajes propios de un delirio montipythoniano o ansí… Desde el principio, el tono se afianza en la narración, una novela parisina en la que, sin embargo, hay un eco perfectamente distinguible del mejor humor de Enrique Jardiel Poncela y de Miguel Mihura, por ponerle nombre a algunos de los referentes que parecen haber inspirado la pluma del autor. Desde que advertimos el propósito de convertirse en autor literario de Duvet, de serlo, de hecho, como veremos a lo largo del relato, a través de las conversaciones entre Duvet y su niñera, Venus Carolina Paula (española, como dios manda en París…), llenas de parodia literaria como lo está toda la novela, iremos disfrutando de una situación ante la que no cabe más actitud que la de dejarse llevar, como lo haríamos, por ejemplo, en una screwball comedy como La fiera de mi niña, por ejemplo: Saber (y Duvet no lo sabe) que el baúl mundo sobre el que se sienta encierra alguno de los nefandos secretos de Paulette no habría detenido la aguja del aborrecimiento ni la aguja de la impotencia que, al coincidir, señalan la hora de la desesperación. La Pequeña se lanza contra la puerta y, golpeándola con sus puñitos comienza a vociferar. Luego a gemir. (…) Porque en aquella hora mañanera y carcelaria, la vida no ofrecía a Duvet otra alternativa a la aflicción que haber volado escaleras abajo, que correr al boudoir donde Paulette telefonea y narcisea, arrojarse a sus pies, admitir su error, suplicar perdón y jurar terminantemente que nunca, mamá, queridísima mamá, mamita de mi corazón, de ahora en adelante no me encierres más y nunca, te lo prometo, nunca jamás querré ser de mayor Gustave Flaubert. Adviértase, por ejemplo, ese rasgo de estilo apotegmático, no habría detenido la aguja del aborrecimiento ni la aguja de la impotencia que, al coincidir, señalan la hora de la desesperación, que constituirá uno de los recursos favoritos de Hortelano, como si, en el fondo, la peripecia milesia quisiera encubrir un fondo apologético como el expresado en ese estilo sentencioso del que pueden hallarse innumerables ejemplos de este estilo: Toda persona razonable desconfía de la fortuna cuando esta se pone redundante, o de este, cuando Duvet, finalmente, se escapa de casa y ha de realizar ciertos trabajos de pane lucrando en una imprenta: La más provechosa consecuencia que Duvet sacaba de sus oficios de subsistencia era el cálculo exacto de la cantidad de tedio y de humillación que un escritor puede soportar a cambio de seguir siéndolo sin morir de hambre. La inspiración humorística de Hortelano, que se centra, como ya creo haber dicho, en el carácter metaliterario del libro, se vierte también en el uso del diálogo, lleno de ingenio, de réplicas certeras y de un registro coloquial excelente, cuando no es vehículo, además, de un anecdotario de muchos quilates, como este:
Venus Carolina Paula: Pues si solo va a servir para ponerte mustia, ¿sabes lo que te digo?, que no escribas.
Duvet: Y yo te contesto lo que, paseando por los jardines de Montpelier le decía Gide a Valéry, que si a él le impidiesen escribir se mataría.
Venus Carolina Paula: Y ¿qué le contestaba el señor Valéry, eh, qué le contestaba a ese trepa de Gide, que era un trepa del Parnaso? Pues le contestaba que precisamente él se mataría si le obligasen a escribir.
El humor es género difícil donde los haya y lo que hace reír a cada cual, por más que haya una homogeneidad de formación y sensibilidad con otras personas allegadas, puede marcar una distancia enorme con esos prójimos. Con todo, la ironía, fina y gruesa, que de todo hay, del autor, cuya novela fue escrita mucho antes de que la corrección política erigiera muros difíciles de escalar y salvar, es capaz, a mi juicio, de vencer hasta las más exquisitas reticencias. No sé si hoy en día, ya digo, se le admitiría una comparación como esta: El embajador se reconcilió con cada una de nosotras dos y cada una de nosotras dos le propusimos que nos llevase a cenar a un restaurante de esos, donde él con las reverencias de los camareros disfruta más que un bebé fascista con un chupete judío…; o el inciso parentético de esta otra frase: El descargo de la violencia que arrebató a El Incógnito (si la violencia contra una mujer voluptuosa merece alguna justificación), habría que recordar que en los últimos días no era aquella la primera agente que se le rebelaba. Que esa capacidad irónica se vierta sobre todo en el ámbito cultural, como sucedía en origen en el cuento sobre Castellet del que salió esta Gramática parda, permite fijar un territorio común a sus muchos lectores, quienes apreciarán, me imagino, esos estoconazos retóricos que salpican el texto casi a cada página, como cuando la niña Duvet, llega a la conclusión de que si vuelve a saber que aquella ciudad por la que vagabundeaba se llamaba París, fue que por todas partes oía hablar en argentino. La trama, en términos generales, tiene algo, lejano, de El hombre que fue Jueves, de Chesterton, dado el carácter político de la misma, si bien la banalización del terror, aunque sea a través de esos escolares que se bautizan con nombres latinos y que se convierten en niñas, en una feminización cuyo hallazgo literario hubiera recibido los plácemes de los cupaires y podemitas, por ejemplo, no deje de suscitar cierto reparo en lectores a quienes puede parecerles que haya un exceso en ello, y más en una sociedad como la nuestra, tan golpeada por él:  ¿De qué medios dispone esta conspiración? ¿Ha sido autorizada por ese supremo secretísimo, que nos dirige, del que nadie habla o en el que nadie cree? O ¿conspiran con una autorización del supremo falsificada? ¿Quién, en medio del caos, se aprovecha de la nada? Buena parte de la narración se basa en esa trama político, confusísima, en la que cuesta un trabajo ímprobo saber a qué atenerse, máxime cuando algunos personajes como los padres de Duvet se desdoblan en otros que actúan al margen e incluso en sentido contrario de los titulares, un juego de dobles que, a mi parecer, es un rizo rizado que, salvo algunas situaciones curiosas, no aporta a la trama nada de lo que no hubiera podido prescindirse. No ocurre así con las Ideas burocráticas que un personaje le envía al padre de Duvet,  un tal Maurice L’Encre (algo así como no dejarse nada en el tintero…) que intercambia confidencias de cariz filosófico y biográfico con Georges, el padre de Duvet, y en cuyos textos no es raro que se desahogue la profunda y excelente vena lirica de Hortelano: Pero ¿qué sueños recuerdas, si duermes tan descuidadamente que en los espejos de la mañana solo escudriñas el mapa de tu barba y la sima de tus bostezos?  La novela algo debe, aunque parece que no se note, a las Historias de Cronopios y Famas, de Cortázar; del mismo modo que, a su manera, se anticipa, en el uso de la narración jocosa de tipo arcaizante, a las novelas del detective de Eduardo Mendoza, algo que no se ha recordado estos días en que incluso tuvimos la oportunidad de leer la crítica de bienvenida al olimpo de la literatura que escribió Hortelano para la novela de Mendoza La verdad sobre el caso Savolta. Quizás algún día Mendoza pueda reconocer, si es que la hubo, esa influencia, que a mí me parece evidente, de García Hortelano en sus novelas del detective sin nombre. La parodia cultural que anima Gramáticaparda constantemente se manifiesta, a menudo, en hallazgos como el entierro de Vallejo descrito en un divertidísimo capítulo de la novela, todos ellos lo suficientemente breves como para dotar a la novel de una agilidad lectora que no siempre se compadece con la que debería tener el desarrollo de la espesa trama delictiva, aunque está claro que eso es lo que menos le importaba a Hortelano a la hora de escribir la novela, como lo prueba, por ejemplo, ese capítulo en el que Duvet despierta con el recuerdo de un sueño que soñará la noche siguiente… para asistir al entierro de César Vallejo, quien, en justa correspondencia con el sueño de Duvet, había escrito:  Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo.  El cortejo fúnebre lo encabeza Aragon  como miembro del Partido comunista, pero en él que también van Barral, Larrea, Valverde, Sarrión, etc. Le extraña, sin embargo, la ausencia de Otero, de Darío, de Éluard, de Celso Emilio y de tantos otros…   Este tipo de alteraciones temporales, también las hay espaciales, le otorgan a la narración ese aire de travesura narrativa sin igual, algo a lo que colaboran especialmente, los títulos de los capítulos y los nombres de los personajes de la Horda terrorista: Virtus Deserta; Fabulae Centum; Bonus Eventus; Miseria Honorata; Laetitia Rubicunda; Ignorantia Destra; Utrumque Tempus… Y en cuanto a los títulos de los capítulos: Función del azar en las condicionales irreales; La posición de los agentes o astucias de la pasiva; Objeto directo y objetivo infecto; El fonador fonea y la mónada monea; La literatura en el bodoir; o el inequívocamente cortazariano Reglas de apertura de una carta ajena, que parece inspirado en las celebérrimas Instrucciones para subir una escalera. En la Horda, por ejemplo, se ha de prestar juramento de adhesión a la misma, en estos términos: ¿Juras, Ignorantia Destra, destruir, incendiar, socavar, conculcar, mentir, calumniar, corromper, pervertir, sin retroceder ante ningún medio criminoso y colaborando en cualquier empresa infame, hasta el triunfo final?Finalmente, aceptado, el juramento, se le marcaba en la nalga el lema de la Horda: Si duo faciunt ídem non est ídem, una distorsion de la sentencia de Terencio: Duo cum faciunt idem, non est ídem. Y así, poco a poco, va transcurriendo esa Gramática parda hasta llegar al momento en que la protagonista, que no escribe, por supuesto, decide, meterle mano a su obra maestra, justo antes de que haya de dejarlo porque le hacen las pruebas para el uniforme del internado donde comenzará sus estudios: Emma, con un incesante movimiento de labios, se repetía la definición de gramática: -Gramática es el arte de convertir correctamente el ir muriendo en un ir viviendo, con arreglo a las normas dictadas por la experiencia de la falsedad y en concordancia con los recuerdos de lo inexistente. Gramática es el arte… Cuando Emma oyó que era llamada, tembló. Como un torbellino de ideas blancas….
Gramática parda es uno de esos libros que, leído 35 años después de su aparición, como yo me he atrevido a hacer, no solo no “se cae de las manos”, sino que entra mucho mejor por la vista de quien descubre en la relectura un magisterio narrativo que aún sorprende más que en la primera lectura, e incluso me atrevería a decir que menos aún que en la tercera, dentro de otros veinte años... ¿La convierte eso, acaso, en un clásico? Pues no me extrañaría nada. En cualquier caso, Gramática parda, respecto de las últimas producciones de la literatura española en este siglo XXI, está a algo más que años luz, ¡a años de ingenio, estilo y sabiduría narrativa! A su manera, por inspiración, contraste y estilo, entre Los vaqueros en el pozo y Gramática parda hay, para entendernos, la misma distancia que entre El Jarama e Industrias y andanzas de Alfanhuí, hecha la salvedad de que los Vaqueros…sea del todo incomparable con El Jarama.



Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate…: “Historia de los muertos 3. Final”, de Javier García de Castro.

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Historia de los muertos 3. Final o de cómo una trilogía fantástica nos ofrece la visión más realista de la compleja naturaleza humana.



Acaba de aparecer, en Amazon, como las dos anteriores, la tercera parte, Final, de la trilogía que ha escrito Javier García de Castro,  Historia de los muertos, de cuyos dos volúmenes anteriores, Infección y Mutación, ya hice las críticas pertinentes, a las cuales remito a los lectores de ésta para tener una visión clara de qué sea esta trilogía de un género que el escritor trasciende hacia una visión de la naturaleza humana que tiene mucho que ver con lo que podemos observar cada día en este inicio de siglo en el que tantas transformaciones sociales se producirán, como desastrosa y hasta casi maléficamente lo anuncia la propia elección de Trump como presidente de Usamérica.  Remito a ellas porque allí encontrará un análisis que no tiene sentido repetir aquí y que es perfectamente válido para esta nueva entrega. Bien, pues después de dos volúmenes que habían creado una realidad apocalíptica en la que ciertos supervivientes se afanaban en descubrir algún lugar donde tratar de “establecerse” casi como avanzada de la futura repoblación del planeta desde el seguro de la inmunidad frente al posible contagio de la extraña infección que ha convertido el planeta en un espacio de zombies torpes y hambrientos, llega este Final que en modo alguno desmerece de los dos volúmenes anteriores y que acentúa, por así decirlo, la profunda vena al tiempo nihilista y esperanzada que habíamos leído en ellos. El don de Javier García de Castro para hacer partícipe al lector de las venturas y desventuras de los jóvenes e intrépidos protagonistas de esta narración tan emparentada con la literatura del absurdo y con la desazón existencialista de un libro como La peste, como ya dijimos, tiene en Final su culminación. Como lector que acaba cogiéndoles cariño, a los protagonistas con quienes ha convivido tantas páginas, he de decir que me ha costado aceptar ciertas transformaciones de los personajes, sobre todo la muy marcada de Bea, que acentúa, por así decirlo, su lado más oscuro, una tendencia que sin llegar al sadismo tampoco le anda muy lejos, por más que tenga todas las coartadas morales habidas y por haber, por supuesto, de ahí que, por ejemplo, no acabe de entender, como seres vivos que son, algunas de sus reacciones, como, pongo por caso, la inquina prejuicial contra el diputado que se transforma en sed de exterminación casi de manera gratuita. En conjunto, sin embargo, parece que se impone la lógica de la ausencia de lógica y la prevalencia del misterio y del Fatum, como exigiría la excelente literatura del absurdo, con la que tan emparentada está, ya digo, esta obra. La narración arranca en el País Vasco, pero pronto se desplaza a Valladolid, donde se inició y donde uno cree que se cerrará el ciclo de la aventura. La compañía de los dos soldados que se unieron a su grupo tras la salida de la base gubernamental introduce en la narración una tensión constante que solo se resolverá cuando la acción se traslade a Madrid, al Cuartel General de la Armada, en unas secuencias narrativas poderosísimas, escritas con un sentido del ritmo, del suspense, de la tensión electrizante profundamente cinematográficos, porque la capacidad de visualización de aquello que se lee es inmediata y ello empuja al lector a la lectura desde una entrega total. ¡Qué ganas tenía de llegar al final!, del que ni siquiera había intuido cómo podría ser, para evitar, después, comparaciones injustas. Me he dejado llevar por la narración y, de vez en cuando, eso sí, como cualquier lector, miraba el número de página y pensaba, pues si ha de volver a Valladolid-donde quedó Sara, embarazada, esperando la vuelta de Toni, el padre de la futura criatura, y Bea- no sé yo, si a este ritmo, le van a quedar páginas suficientes..., aunque tampoco me pareció, sumido como estaba en ese humano, demasiado humano, torbellino de venganzas en el que la intuición del posible final trágico de la pareja protagonista primordial nos acongoja y nos sorprende a partes iguales, que fuera decisivo que la acción hubiera de regresar, para concluirlo todo, a Valladolid, y ahí lo dejo…, que no se trata de aguar la fiesta a los lectores. A grandes rasgos, la estructura, el estilo, y el carácter de la aventura de los supervivientes guarda una rigurosa homogeneidad con los dos volúmenes anteriores, pero hay en este, ya digo, una decantación hacia terrenos sórdidos de la psique humana que bien pueden aparecer por mera acumulación de las traumáticas experiencias vividas, sin más. Lo que está claro es que el autor conoce perfectamente el valor narrativo que tienen ciertas situaciones, como el recorrido de Madrid por el metro inundado o la fantasmagórica del Cuartel General de la Armada y se recrea en ellas con una minuciosidad descriptiva que el lector agradece, porque se siente parte activa de la comprometida aventura y es capaz de vivirla, como en mi caso, consumiendo voraz y casi febrilmente las semillas tostadas de girasol con que solía acompañar en la infancia la inducida emoción del fútbol, por ejemplo. A la hora del resumen final,  toda la novela casi podría entenderse como una versión del cuento de Pérez Ayala, El hechizado, la historia del indio que se empeña en querer encontrarse con el PODER que rige el Imperio y acaba encontrándose ante la miseria humana del ser más miserable del mundo, el propio Emperador, algo así como la pura nada, el vacío. A su manera, eso le ocurre a Bea cuando sigue el rastro de las órdenes que recibe, desde Madrid, el soldado con quien ha establecido una tirante relación que no se resolverá hasta llegar a la capital. El giro sombrío del personaje me parece acertado, porque no solo demuestra que es, a su manera, víctima de la epidemia, sino porque hace impredecible su comportamiento, lo aleja del sentimentalismo en que podía degenerar la situación, cuando recogen a los escolares y permite ese final apoteósico del gore en la lucha final, un poco al estilo de la de la teniente Ripley y el monstruo en Alien, entre ella y quien, progresivamente a lo largo del último volumen, se erige en algo así como el antagonista por excelencia, el soldado López. Y ya puestos a buscar referentes literarios o cinematográficos, he de reconocer que me ha sorprendido lo suyo esa especie de versión de El monte de las ánimas de Bécquer en el Madrid de los Austrias, una escena llena de sabor romántico. Lo cierto es que el título del volumen, Final, me deja poco margen de crítica sin chafar a los lectores aspectos que deben ser preservados de su conocimiento. No puedo, ni debo, así pues, avanzar contenidos que me gustaría comentar desde el punto de vista de la estructura de esta especie de road movie literaria que toma como pretexto narrativo una infección perfectamente verosímil, e incluso tópica, a juzgar por alguna serie televisiva de éxito, con el decidido y juicioso propósito de que el lector no se interrogue por el fenómeno en sí de la epidemia y, libre de esas minucias “técnicas”, atienda a la vivencia límite de los protagonistas, sometidos a un estrés existencial muy difícil de soportar, de ahí su condición admirable de héroes anónimos y cotidianos, que tanto facilita nuestra identificación con ellos; pero no quiero dejar de decir que el autor usa un recurso que puede verse estos días en la película de Denis Villeneuve, Lallegada, y que es tan válido como cualquier otro para darle un sentido estructural a la obra.  A mi entender, dada la implicación afectiva que he experimentado respeto de los protagonistas de la historia, creo que la novela de Javier García de Castro cumple escrupulosamente el dictum de Forster, en Aspectos de la novela,  sobre el test que permite comprobar la calidad de cualquier novela: La prueba firme de una novela será el cariño que nos inspire. Me parece una experiencia notable que Javier García de Castro haya conseguido, a través de un género que ni frecuento ni mucho menos escribo, despertar en mí, en tanto que intelector, un cariño sincero por el destino de unos personajes a través de los cuales se nos ofrece una sombría pero también esperanzada visión de la especie humana. ¡Qué bien viene, de vez en cuando, un final, de lo que sea, que no defraude! Y este Final es buena prueba de ello.

La protogestalt: “Yo, hambre y agresión”, de Fritz Perls y Lore Posner.

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Otto Dix: El doctor Fritz Perls


Reflexiones desde detrás del diván: Yo, hambre y agresión, de Fritz Perls, o la rebelión contra el padre del psicoanálisis.


Durante el periodo 1941-1945, Fritz Perls se alistó en el ejército sudafricano y fue destinado al hospital de Potchefstroom, un destino que le permitía disponer de un precioso tiempo libre que empleó en darle forma definitiva al libro que recogía las notas que había ido escribiendo desde que decidió dedicarse de forma profesional al psicoanálisis. Como volvía a casa cada fin de semana, Perls pudo disponer de la incondicional ayuda del amigo íntimo de ambos, de Lore y suyo, Hugo Posthumus, un políglota holandés, originario de Frisia, en el noroeste de Holanda -una tierra de la que no dejaba de hablar maravillas- y muy buen conocedor de la doctrina freudiana, sin cuya ayuda lingüística no hubiera podido acabar dándole forma y entidad de libro a las reflexiones que en torpe inglés el doctor Perls, más metido que nunca en su papel de psicoanalista, iba desgranando en un ímprobo esfuerzo, porque, en efecto, la organización sistemática del pensamiento no era lo suyo. La brillantez, sí. El laconismo nietzscheano, también. Pero someterse al duro trabajo de “ordenar” sus pensamientos para construir un “corpus” de pensamiento que pudiera competir con el del “padre Sigmund” o, al menos, ponerle los puntos sobre las íes en ciertos aspectos, eso ya era otro cantar y otro actuar, para el que le faltaba paciencia y le sobraba orgullo.
Fritz Perls tituló el libro de forma descriptiva, acentuando los ejes del contenido: Yo, porque el libro contenía una teoría del yo (del self) no como una entidad incluso material, como la concebía Federn, sino como un símbolo de identificación; para él, el ego no es un instinto ni tiene instintos, sino que es una función del organismo, y el organismo responde siempre a una situación concreta, de ahí que Perls dedujera que era poco provechoso someter al paciente a una análisis del inconsciente reprimido, es decir, justo de aquello cuya revelación tanto turba al paciente y sobre lo que no está dispuesto a aceptar ninguna interpretación, y aconsejara centrarse en el análisis del ego a través de la descripción de su vivencia del presente;  hambre, porque el instinto de hambre le parecía a Perls, y sobre todo a Lore, a cargo de quien corrió la redacción de algunos capítulos fundamentales del libro, como el de las resistencias orales, el complejo de maniquí y el relativo al insomnio, un elemento fundamental para la autoconservación del organismo como tal, el cual, además, se autorregula, al modo como lo entendía Goldstein, con quien Fritz trabajó en Frankfurt y con quien estudió Lore; y agresión, sobre todo la agresión dental que nos sirve para transformar el alimento en algo digerible, en vez de introyectarlo sin descomponerlo previamente. La agresividad es una descarga esencial del organismo y equivaldría, más o menos, a lo que Freud llamaba catexis, un “ir hacia”. Perls recuerda que para Adler, Reich y Horney, la ansiedad se origina en la represión de la agresividad, y de ahí la necesidad de “encauzarla” adecuadamente, y, para ello, nada mejor que relacionarla con ese “instinto de hambre” alrededor del cual articula Perls una doctrina que tendrá su culminación en la concepción de las resistencias orales frente a las resistencias anales tradicionales: cuanto más nos permitamos emplear la crueldad y el ansia de destrucción en el lugar biológicamente correcto -es decir, los dientes- , menor peligro habrá de que la agresión encuentre su salida como un rasgo de carácter. No lo inventa Perls, que fue más un terapeuta imaginativo que un teórico brillante, sino que oyó hablar de las resistencias orales al psicoanalista holandés que viajó con ellos a Sudáfrica, Johan Ophuijsen, quien hubo de exiliarse porque los psicoanalistas holandeses se le echaron encima cuando defendió a los psicoanalistas alemanes, exiliados a causa del nazismo, alegando que podrían contribuir a mejorar su formación. Esa ascensión a la boca de la resistencia, la pone Perls en relación con dos mitos, que adjudica, a su vez, a las dos corrientes fundamentales del psicoanálisis, Epimeteo (Freud), relacionado con el pasado, con lo que se excreta analmente (Freud: el neurótico sufre de recuerdos), y Prometeo (Adler) que se relaciona con el futuro; el excremento es lo que dejamos atrás, el hambre tiene que ver con el futuro, con lo que vendrá, si bien más adelante se nos aclara que “planear” debe ser una guía hacia la acción, no una sublimación o un sustituto de ella.
Es evidente que, en cuanto que libro de toda una vida de estudio de la psicología humana, el libro de Fritz Perls es algo así como una especie de autobiografía psicoanalítica en la que el autor va desgranando los conceptos que hasta aquel año de edición del volumen, 1942, constituyeron el fundamento teórico y en buena medida práctico de su aplicación del psicoanálisis. El libro es tan denso en sugerencias como en alusiones y muestra bien a las claras que Perls, a pesar del rechazo que personificó después a la teorización con sus triple división escatológica: chickenshit, bullshit y elephantshit, estuvo siempre muy atento a todo aquello que podía ofrecerle material con el que construir el andamiaje de su nuevo enfoque gestáltico, primeramente llamado terapia de concentración, porque una percepción básica de entendimiento de la persona, según la Gestalt, es la de concebirla en el aquí y ahora, en la percepción sin filtros de sí misma, en la identificación con sus deseos y en la asunción de su responsabilidad para convertirlos en realidad o para asumir la imposibilidad de su realización. Podría parecer que el enfoque organísmico de Perls, basado en la asunción del principio de la indiferencia creativa, tomado de a quien consideró su primer gurú, el dadaísta Solomon Friedlaender, cuando ambos frecuentaban el café Romanische o el estudio del pintor  Grosz, donde se reunían no pocos artistas a quien trató Perls en aquellos años, como el pintor Otto Dix, que acabaría haciéndole un retrato muy en la línea de quien otro pintor a quien conoció y trató, Hanns  Katz, hizo del revolucionario Landauer, un anarcosocialista antimarxista, salvajamente asesinado tras la Revolución de Baviera en 1918, de quien Perls recordaba siempre  con admiración su obra Incitación al socialismo. Friedlaender, de quien Perls desarrolla en parte la teoría de la indiferencia creativa fue un seguidor de Heráclito y admirador de Nietzsche y de Kant. Del presocrático tomará Perls el panta rei, todo fluye, pero también, y en eso se repara menos, la conciencia de que el camino hacia abajo y hacia arriba es uno y el mismo -Perls aduce el ejemplo latino de altus, que vale tanto como “extensión en el plano vertical”, siendo el contexto el que determina si es hacia arriba o hacia abajo-, en el que se basa ese cero indiferenciado que, de alguna manera, asume en sí los dos extremos y, finalmente, la armonía de los contrarios que se resuelve en ese punto cero de la indiferencia que, por ello mismo, será creativa, no un mero vacío. Más adelante, Perls hablará del vacío fértil en relación con ese punto de indiferenciación entre los extremos. Este primer libro de Perls tiene mucho de observación del natural, de estudio de campo de la naturaleza humana y de observación atenta de la sociedad moderna en su deriva neurótica, que incluye, como es lógico, la dificultad extrema de las relaciones interpersonales. A nadie se le escapa que la concepción holística de Perls, con la noción de campo tomado de la psicología Gestalt como piedra angular de su innovadora terapia, tiene su origen en la atención con que Perls leyó el libro precursor de Jan Smuts, a quien le pidió un prólogo para este libro que, por diferentes razones, no pudo llegar a escribir. La noción de campo, por tanto, que destruye la de la ciencia tradicional, que ha contemplado la realidad como un conglomerado de partes aisladas, permitirá el análisis de la personalidad en relación con el medio en el que se desarrolla y del que forma parte inextricable. Esa totalidad es lo que permite explicar la conducta individual y permitirá el desarrollo de conceptos como el de aproximación, retirada, confluencia, contacto, etc., tan importantes en la terapia Gestalt. Perls sigue muy de cerca los descubrimientos de Köhler y Wertheimer en el campo de la psicología gestáltica, en la que gestalt ha de entenderse como una totalidad cuyo comportamiento no está determinado por sus elementos individuales  y en la que los procesos parciales están determinados por la naturaleza de la totalidad.  Perls utiliza, para explicarlo, la comparación con el ajedrez: en la caja, las fichas de ajedrez representan la visión aislacionista; en el campo de juego, ordenadas y sometidas a las reglas del juego, la concepción holística. De hecho, la concepción de Perls que más lo distancia del tradicional psicoanálisis freudiano es la de la superación de lo que él llama la  caza del pato salvaje, es decir, la indagación arqueológica del psicoanálisis en busca de las fuentes del Nilo de la neurosis del individuo, es decir, la niñez. Mientras que, por ello mismo, el psicoanálisis se sabe cuándo comienza y jamás cuándo acaba, Perls se propuso crear una terapia que fuera capaz de permitir al paciente no solo salir de su padecimiento, sino, básicamente, reconstruirse como una persona capaz de, como diría más adelante, en la época californiana, escribir el guion de su propia vida. Para todo ello, el paciente ha de reconciliarse consigo mismo en el presente, y no ha de indagar tanto en el porqué de lo que le ocurre, sino en el cómo siente lo que le está ocurriendo en el momento presente de la atención terapéutica. El terapeuta, por consiguiente, no será ya el inquietante bulto silencioso que no se manifiesta para no generar la cadena de transferencias que pueden interferir en el proceso curativo, e incluso arruinarlo, sino parte activa de un proceso que ha de llevar al paciente a ser res-ponsable de sí mismo, a ser capaz de asumir sus propias decisiones, por acción o por omisión, sabiendo que nada ocurre sin que uno sea parte de lo que ocurre. En Yo, hambre y agresión se desarrolla una visión del individuo como un todo psicofísico, algo que permitirá una indagación analítica a partir del propio cuerpo en sus gestos, reacciones, hábitos, tensiones, etc., que serán indicio básico de las complicaciones psicológicas que presente el paciente. Perls recoge, al respecto, la atinada observación de Stekel: una persona neurótica experimenta sensaciones en vez de emociones: ardor en la cara en vez de vergüenza, por ejemplo. Siguiendo las teorías de Goldstein, Perls reconoce que existe una autorregulación organísmica según la cual el organismo tiende a cubrir sus necesidades para lograr el equilibrio que permite su supervivencia, si bien ningún organismo es autosuficiente, sino que depende del medio para satisfacer sus necesidades, y en esas relaciones es donde se gestan las diferentes neurosis, usualmente en forma de resistencias, inhibiciones, confluencias, etc. Los mecanismos de defensa del yo, que estudiara Anna Freud y de los que Perls hizo un uso muy pertinente, constituyen un conjunto de recursos mediante los que se evade el sujeto de la confrontación con la raíz de su neurosis particular: el escotoma, o apagamiento de las percepciones, o punto ciego, también llamado enfermedad de Korsakov, que consiste en llenar un vacío de la memoria con sucesos imaginarios; la inhibición de la expresión de las emociones; el escapismo, como podría ser considerado el propio psicoanálisis freudiano tradicional; el intelectualismo, una actitud destinada a evitar conmoverse profundamente; y, sobre todo, la evitación, que es un factor presente en todo mecanismo neurótico.  Fritz, por experiencia propia, sabe bien, como dice en el libro, que el paciente hace muchas cosas con el propósito de ocultar cosas esenciales  (…) En el psicoanálisis, el paciente acaba adquiriendo una técnica para verbalizar el material turbador de una forma no comprometida o para endurecerse y amortiguar sus emociones. De esta forma llega a ser desvergonzado, pero no se libera de la vergüenza, por ejemplo.
¿Cuál fue el momento decisivo en la evolución psicoanalítica de Perls en su camino desde el freudianismo al gestaltismo? Lo dice él muy gráficamente al hablar de que se quitó las gafas “libidinales” y comenzó a experimentar uno de los periodos más estimulantes de su vida. Creo que es también en este libro donde recoge la anécdota de su entrevista con la princesa Bonaparte, a la sazón también en Sudáfrica, quien llega a decirle que si el no “creía” en la teoría de la libido, no podía formar parte de la Asociación Psicoanalítica Internacional, a la que, desde ese momento, no podía seguir representando en Sudáfrica. Hay en la tercera parte del libro, la que podríamos denominar “parte práctica”, en la que Perls se plantea una suerte de autoaplicación de ciertas recetas terapéuticas que pueden contribuir a mejorar la vida de los lectores que las sigan, sean o no pacientes con alguna neurosis dignosticada, que cubre ese amplio campo de perturbaciones que se relacionarían con lo que muy genéricamente podríamos denominar la psicopatología de la vida cotidiana, cuyo interés está fuera de toda duda. De esa última parte del libro me ha interesado, porque es un conflicto de dolorosa actualidad, la difícil relación con la comida que afecta a tanta gente, joven y mayor, en forma de dos afecciones que pueden llegar a convertirse en algo dramático: la anorexia y la bulimia  nerviosas.   El capítulo tercero de la tercera parte me parece de obligada lectura para cuantos padecen una relación difícil con la comida. Según Perls, aprender a comer es aprender a usar la inteligencia adecuadamente, porque para él existe un paralelismo muy claro entre la masticación y asimilación de la comida y la masticación y asimilación mentales, o, como dice al final del capítulo: Una frase bien masticada y asimilado tiene más valor que todo un libro simplemente introyectado. Si usted quiere mejorar su mentalidad, dedíquese al estudio de la semántica, el mejor antídoto contra la frigidez del paladar mental. En esa cita aparece un término, introyectado, que resulta capital en el sistema de Perls, porque esa introyección la equipara a cuantas ideas pueden pasar integras a nuestra mente sin  haber sido descompuestas, masticadas y asimiladas al modo como sucede con la comida, que requiere ser minuciosamente desgarrada y masticada para poder ser asimilada y cumplir su función vital en el organismo. La “basura” no digerida que traemos del pasado y todas las situaciones no completadas o los problemas no resueltos son introyecciones que determinan la formación de un ego patológico, pues se trata de identificaciones sustanciales, ajenas a uno mismo y que determinan, sin embargo, las acciones y sentimientos de la personalidad. Junto al fenómenos de la introyección, Perls analiza otros dos que componen, con el anterior, la triada básica que explica la mayoría de las conductas neuróticas humanas: la proyección y la retroflexión. Como describe él, también muy gráficamente: la persona que está inclinada a proyectar se parece al que está sentado en una casa con espejos en todas las paredes. Dondequiera que mira piensa que ve el mundo a través del cristal mientras que en realidad solo ve reflejos de las partes no aceptadas de su propia personalidad. La retroflexión, por su parte, significa que una función originalmente dirigida desde el individuo hacia el mundo, cambia de dirección y se tuerce hacia atrás en dirección a su originador: el narcisismo, por ejemplo. Una retroflexión genuina se basa siempre en una escisión de la personalidad. El libro de Perls, muy distinto del que escribiera años más tarde con Goodman y Hefferline, La terapia Gestalt, donde Paul Goodman revistió con galas intelectuales de primer nivel las intuiciones primerizas que vertió Perls en Yo, hambre y agresión, es una obra, sin embargo, que tiene todo el encanto de ser fruto de la experiencia individual de Perls, quien se enfrenta a ciertas teorías reconocidas, como la de la libido, por ejemplo, desde una confrontación constante con los pacientes y una reflexión que lo lleva hacia la detección de una cierta religiosidad en la concepción de la libido y de otras aspectos básicos de la teoría freudiana. En una multitud de comentarios al hilo de lo que va tratando, el intelector atento será capaz de descubrir el talante tan particular de Fritz Perls, esa suma de individualismo feroz, compasión genuina, autoritarismo despótico, ironía y permanente ansiedad jamás tratada y solo muy tardíamente reconocida en su más que disparatada e imperfecta autobiografía: Dentro y fuera del cubo de la basura. El problema de la ansiedad, esa brecha entre el presente y el futuro, se manifiesta en el conflicto agudo que se produce, según Perls, entre el impulso de respirar (para superar el sentimiento de ahogarse) y el autocontrol que se opone al mismo. El propio Perls lo experimentó en varias ocasiones, como refiere en el libro, y, de hecho, a lo largo de su vida profesional, la sufrió permanentemente al no ver materializado el éxito social de su innovadora escuela Gestalt frente a otras terapias que concitaban un mayor reconocimiento social y/o mediático. Karen Horney, la primera psicoanalista de Perls, con quien siempre mantuvo una excelente relación, y quien favoreció que Perls emigrara de Sudáfrica a Usamérica, solía decir que el neurótico vive permanentemente ávido de afecto, pero que su avidez no se ve nunca satisfecha porque una de sus características es que no asimila el afecto que se le ofrece y vive, por consiguiente, en la insatisfacción permanente.
         Yo, hambre y agresiónno se agota en una lectura y a buen seguro que un libro que tanto les gustó a poderosos intelectuales como Erich Fromm, Aldous Huxley o Alan Watts, atraerá la atención de los intelectores cuya curiosidad por el peculiar mundo de las terapias psicoanalíticas -o la psicooralítica de Perls, podríamos bromear…- se paseará por este libro lleno de recompensas, curiosidades y referencias con agrado y con suficiente interés como para descubrir en él nuevas sendas de varia lección.

Esas historias tumorales...

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¿Generosidad o locura? El observador aséptico.



No hay escritor sin una historia, demasiado cruel y lancinante, que le haya resultado imposible llevar al papel, aun habiéndola desarrollado mentalmente hasta una perfección argumental que bien podría decirse que lo más fácil hubiera sido escribirla, casi como si de una actividad mecánica se tratase, casi como si de escribir, propiamente, al dictado habláramos. Usualmente se trata de historias que aparecen compactas ante el escritor, un bloque granítico, perfectamente esculpido, al que poco o nada puede añadírsele salvo minúsculas cuestiones de estilo. Los personajes están perfectamente delineados. Las situaciones están marcadas. El progreso, establecido. El tono, inconfundible. Y los diálogos, de haberlos, tan naturales como los fenómenos atmosféricos, o atmosfeéricos, podríamos decir en este caso, porque, en esa novela mía terrible que nunca escribiré, epítome del sufrimiento, del dolor demasiado humano, hay mucho de hada, es decir, de fatalidad. El corazón de las personas es un caja fuerte de secretos que, expuestos a la luz, pierden todo su valor, se deshacen como se desmoronan los vampiros alcanzados por los rayos del sol. No hay decisiones sin motivos ni motivos sin arbitrariedad. Y nuestros actos, que suelen ajustarse a expectativas milenarias, plantillas sobre las que nos ajustamos recortando de aquí y de allá la extravagancia y la sinrazón, nos definen con la seguridad de los calendarios, los resortes del poder y los ritos de paso. Lo peor, sin embargo, no es no haber escrito esa novelita, acaso un cuento largo, sino no haber podido librarme de ella desde que me advino como tal: rotunda, agresiva, malencarada e inexplicable, hiriente como el torno que se equívoca en el nervio despierto de una muela rota… Como está tan asociada a la plaza triangular tan próxima a mi domicilio, lugar de la terrible inacción, no hay ni un solo maldito día de mi vida que pase por ella sin que deje de ver allí a ese personaje en mala hora inventado y cuya realidad ficticia se me solapa como el plomo derretido se ajusta a un cuerpo castigado por invención tan satánica como gratuita y no poco disparatada… Confieso paladinamente que soy ajeno por completo a la ideación que se apoderó de mí y en tres patadas, al hígado, al bazo y al esternón, me dejó a los pies de una fiera que ha logrado despedazarme y hacerme sufrir como el famoso cuervo a Prometeo, por más que ese ser greñudo, sucio, irreconocible, miserable, no avanzara futuro alguno, sino un permanente presente de la observación recóndita y sufriente, pero lúcida, no figuración demencial del alcohol ignorado. Al lado de su carro de supermercado abarrotado de cachivaches conseguidos en la exploración de las basuras de las manzanas aledañas a la plaza, ese ser oculto física y mentalmente, destruido y en construcción, al margen de la acción, que se prohíbe, ha consagrado su vida a la observación. La figuración de un pacífico y amante padre de familia que un buen día desaparece de la vida de su mujer y sus dos hijos, sin dejar rastro, una más de esas desapariciones sin rastros de violencia, sin señales de venganza, sin signos de secuestro, un simple y dramático “no estar” más, y que, al cabo de dos o tres años, regresa a las cercanías familiares de su antigua vida y, ocioso en la indigencia, superviviente baqueteado en los cajeros, amigo de plazas y objeto de limosnas, se instala en un banco desde el que controla las entradas y salidas de sus familiares, a quienes sigue visualmente con una intensidad rayana en el deseo nunca albergado de acercarse. Los muertos solo se manifiestan inequívocamente en la oscuridad de los sueños. La calidad de la observación va creciendo con el tiempo, de modo que un golpe de vista le permite intuir estados de ánimo que explican rictus, rictus que explican sentimientos y miradas, hacia él, de paso, tropezadas fugazmente, que albergan cierta compasión, unas veces, indiferencia, otras e invisibilidad las más. Como hasta por la calle entre madres e hijos la tirantez puede acabar estallando, el hombre observa esa tensión y desea que la mujer imponga su autoridad sobre el zagal crecido y desafiante. No puede moverse. No pertenece a esas vidas. Salió de ellas. Ahora las observa. Las ve ir evolucionando a medida que pasan los años, y, desde su mirador privilegiado, no le sorprende que Emilia rehaga su vida, tampoco que a su hija le florezcan los romeos de medio pelo o que a su hijo el acné furioso lo lleve por la calle de la amargura. ¡Cuánto hace que salió de sus vidas! El mayor, Adriano, debe de andar ya por los 18, lo que significa que han pasado 15 años de discreta desaparición y diaria observación, y a lo largo de todos esos días, días ha habido en que Emilia se ha quedado mirando hacia él, mientras estaba espatarrado en la silla, abierto al sol del invierno, por ejemplo, y ha creído que iba a acercarse a preguntarle algo, o a saludarlo.  Más de una vez ha recibido limosna de ella, por supuesto, pero ha farfullado las gracias atropelladamente, y solo una vez, y a la pequeña no le gustó, se permitió besar en la mano a su hija cuando esta, por indicación de la madre, le dio las monedas con que contribuir a aliviar la necesidad de nuestros semejantes, o poco menos, que diría. ¡Cómo se la restregaba la muy condenada contra la falda, como si la acabara de tocar el diablo! ¡Bendita Minerva, qué chiquilla tan graciosa! Sí, no hay día que no pase por la esa plaza triangular y no me meta en la piel de ese observador que hizo de la desaparición y la cercanía distante una vida de entrega al interés por los únicos tres seres por los que hubiera dado la vida, y por quienes de hecho la dio, renunciando a que su presencia condicionara, para bien o para mal, esas vidas que, ahora, no le deben nada, que se han construido sin su interferencia, sin su ascendencia, sin su irrelevancia, sin sus prejuicios, sin…, sí, también sin su amor, por más que este no haya manera de hacerlo desaparecer, aunque no se manifieste, pero, de algún modo, en infinitos pequeños detalles, a lo largo de estos quince años, ha podido ir transmitiéndolo, respetuosamente, sin pretender lo que es imposible. Él ha construido su vida sobre la renuncia, y no se arrepiente. La felicidad de Emilia, de Adriano y de Minerva es la de los vivos que hace tiempo que han olvidado, si alguna vez lo han recordado, al desaparecido, al huido, al posiblemente muerto… Y de vez en cuando, pero no con frecuencia, se imagina que Emilia hable de él con su nuevo amante o con su hermana Lucrecia o con su cuñado Jorge y especulen si puede estar vivo en Sudamérica o en Tarragona o en Écija, ¡váyase a saber!, llevando una nueva vida, bígamo, y acaso con otros hijos, que no sería el primer caso ni el último… La especulación se cerraría con una sonrisa desconsolada, una tristeza fugaz y un ¡así es la vida! que tanto tiene, se imagina el hombre, de El muerto al hoyo… Digo que jamás he sido capaz, a pesar de que ya se advierta que la historia está prácticamente escrita, de ponerme a escribirla como ahora hago con esta recreación de la misma, un esbozo que me sirve, en realidad, para hablar de lo inefable que todo escritor, por alguna u otra razón, preserva en el sancta sanctórum de sus imaginaciones, porque me meto tanto en la piel de ese ser estrafalario que la sola imaginación de haberme perdido la vida con mi Conjunta y con mis hijos, de haber querido perdérmela, me llena de un desconsuelo tan atroz que lloraría con avenidas de realismo mágico que durarían hasta que el fuego de la incineración mortuoria las detuviera en seco. ¡Día tras día, año tras año, viéndolos pasar a mi lado como si fuera yo el pez en la pecera de la plaza! ¡Imposible resistirlo! Ninguna otra imagen más convincente y poderosa, de la muerte en vida, que la de ese personaje que observa el hueco de sí mismo junto a quienes renunció a que fueran los suyos. De verdad que no puedo, y nunca podré. Jamás escribiré la historia más triste de mi vida. No me reprocho haberla imaginado; pero también es cierto que, cuando la ciencia consiga borrar imaginaciones y recuerdos, seré el primero de la tanda que dé la vez al segundo.

Nobleza, deporte y poética: las “Odas” de Píndaro.

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Celebración de la vida noble: la competición atlética, la meditación y la poesía en las Odas de Píndaro, la expresión barroca de una visión clásica de la existencia humana.

He de reconocer que, llevado por el prejuicio descomunal de mi acreditada ignorancia, jamás sentí la tentación de adentrarme en las Odasde Píndaro, una suerte de hagiógrafo deportivo de la Antigüedad. Jamás he dejado de hacer deporte en toda mi vida, (estuve becado en la Residencia Blume y formé parte de la Selección Nacional Juvenil de natación). Nunca he perdido ni un minuto en leer prensa deportiva. Píndaro, a pesar de la elegancia de su nombre y de ser el autor de uno de los aforismos de mayor éxito (y encontrármelo al hilo de la lectura atenta me ha deparado una inmensa alegría: ¡Seres de un día! ¿Qué es uno? ¿Qué no es? ¡Sueño de una sombra es el hombre!, usualmente transcrito, sin embargo, sin el preámbulo constativo-interrogativo y sin la coda que lo acompaña en el poema:  Pero si llega a la gloria, regalo de los dioses, hay luz brillante entre los hombres y amable existencia), jamás me atrajo lo suficiente como para siquiera hojearlo, a pesar de que la traducción de la Olímpica I que hiciera Fray Luis de León sea muestra inequívoca de la maravilla que hubiera sido su traducción de toda la obra pindárica. Menesterosa es la labor de los traductores, Alfonso Ortega y Fernando García Romero que han renunciado a una traducción estrictamente literaria, como la propuesta por Fray Luis, pero en el resultado de esa labor se pierde, a mi indocto entender, la exaltación poética que supone la obra de Píndaro, su atrevimiento formal y conceptual que se vislumbra, sin embargo, en el uso retorcido del hipérbaton, en las atrevidas y metafóricas referencias a los dioses, en la compleja arquitectura de las composiciones y en el fulgor apodíctico de sus muchas sentencias esparcidas en sus odas: Engañoso pende/ el tiempo sobre el hombre,/ revuelta haciendo la senda de la vida. Píndaro es un defensor de la aristocracia y su concepción de la virtud como prueba inequívoca de lo noble, lo digno, lo bello y lo conveniente aparece constantemente en sus odas: Acrece la virtud -igual que cuando nutrido del rocío fresco un árbol puja- en las sabias y justas sentencias de varones (poetas), alzada al húmedo cielo, recomienda con fervor el poeta a lo que considera su ideal humano. Bien claro lo deja en su constante apelación a la exigencia de hacer nuestro ese valor superior:
Pues si uno ha logrado lo noble, no sin larga fatiga,
Así aparece a la gente, como sabio entre necios
Para poner yelmo a su vida con artes de rectos consejos.
Pero esto no se cimenta en los hombres. Un dios lo concede,
Unas veces a este, otras a aquel a lo alto alzando, y a esotro
Hace bajar so la medida de sus manos (fuerzas).
Las odas de Píndaro no solo son un viaje a través de los mitos mediante los que ensalza a los vencedores de las pruebas atléticas, sino que, además, constituyen una reivindicación de su labor profesional como poeta y, de paso, un compendio de la moral de su tiempo formulada en sentencias que, como la clásica antes reseñada, aparecen a lo largo de todas sus composiciones, casi siempre con un fondo de verdad vivida, practicada, que las arranca del mausoleo de los viejos sentenciarios y las convierte en exultante profesión de vida. Desde el punto de vista de la poesía tal y como la concebimos hoy, básicamente un arte para ser leído en silencio y en la intimidad, las odas de Píndaro tienen una dimensión espectacular, social, que las alejan de nuestro modo actual de acercarnos a la poesía. Es evidente que hay en las palabras de Píndaro una resonancia, una melodía, una dimensión oral, sea ante un público numeroso o ante uno reducido y selecto, que obliga a paladear de forma muy diferente sus versos, reforzados por los instrumentos musicales y entonados por voces profesionales del canto o la recitación. Si a eso le añadimos una coreografía más o menos compleja, es evidente que una lectura “moderna” como la que yo he hecho, me deja a años luz de lo que estas odas pindáricas debieron de haber sido en su momento y por las que el poeta ganó tan sólida reputación, y tanta estimación popular como crítica culta. ¿Qué puede hallar de interés un lector actual en la poesía de Píndaro? ¿Por qué podríamos considerar “necesario” acercarnos a sus odas? ¿Qué es capaz de transmitirnos desde aquel mundo tan sujeto a los dioses como orgulloso de la libertad individual? En primer lugar, una concepción del poeta como actor privilegiado en cuyas palabras, como quería Heidegger, habla la esencia de la tribu; el poeta como un ser singular y consciente del poder que ejerce sobre su materia y sus herramientas, las palabras. La visión de sí mismo como un arquitecto que “edifica” el poema o como un labrador que siembra en la página en blanco, es frecuente en las odas. Recordemos que poético, viene del verbo griego poieo, que significa “hacer”, pero un hacer manual, concretamente:
Áureas columnas erigiendo bajo el bien amurallado pórtico
De una sala, como cuando se alza un admirado palacio,
Vamos a construir: a una obra que empieza
Es preciso poner fachada que a lo lejos resplandezca.
Píndaro cifra en la consecución de la felicidad el objetivo de la vida, ¡No te turbes el gozo de la vida! ¡Lo mejor para el hombre es una vida alegre!, y quienes más cerca están de ella son, es el tema básico de sus odas, los vencedores de las pruebas atléticas, celebrados por sus conciudadanos y exaltados por los poetas, cuyas palabras han de ser tan elogiosas como mesuradas, porque, como bien revela Píndaro, hasta la miel cansa:
Para espléndidas hazañas el camino válido de las palabras
Empieza desde la propia casa. Mas dulce es
El descanso en toda obra. Hastío
Causa hasta la miel y las gozosas flores de Afrodita.
Por naturaleza diferimos cada uno, al obtener la vida por destino:
El uno esta, aquella otros, Imposible es que uno solo
Retenga para sí felicidad completa. No sé
Decir a quién la Moira concedió esta meta
Inconmovible. Mas a ti, Tearión, medida conveniente de ventura
Te sigue dando ella y, al par que ganas audacia hacia lo bello,
No daña ella la cordura de tu espíritu.
Hay en las odas de Píndaro una filosofía de la vida que descansa, además de en la celebración de la nobleza, en la exigencia de ordenarla en torno a la virtud. Son innumerables los consejos “áureos” con que Píndaro esmalta sus odas e inequívoco el carácter edificante que adquieren muchos de sus versos, siempre dispuestos a “bajar los humos” a la ύβρις (hybris), al orgullo, para constreñir al ser humano en los límites de su humilde grandeza. A pesar del culto a los dioses, usados regularmente como argumento de autoridad para justificar ciertas acciones o reacciones, Píndaro asume una creencia al respecto que bien puede ser considerada como “atrevida” para su época:
Una misma es la raza de los hombres, una misma la de los dioses,
Y de una misma madre (nacidos)
alentamos unos y otros. Pero nos separa un poder
todo diverso, por modo que nada es la una, mientras el cielo
broncíneo permanece siempre en asiento
seguro. Pero en algo, con todo, nos acercamos -sea en nuestro gran
espíritu, sea por naturaleza- a los Inmortales,
aunque ni durante el día ni en la noche sabemos
nosotros hacia qué meta
nos prescribió correr el Destino.
Leer a Píndaro, pues, es sumergirse no solo en el mundo referencial de la mitología, sino, sobre todo, en el de la fecunda filosofía que permitió a los griegos darle un sentido a sus vidas y ajustarlas a patrones de comportamiento que aun hoy siguen teniendo validez, excepción hecha de ciertas concepciones anacrónicas, como la defensa del esclavismo o la superioridad del hombre frente a la mujer. Píndaro, con todo, fue un poeta que aprendió a componer su poesía en contacto con la poetisa Corina, de quien queda como anécdota célebre que le recomendara no sembrar con el saco, sino con las manos, esto es, que no embutiera en sus poemas las referencias mitológicas al por mayor, sino con la moderación de quien controla con la mano el reparto de las semillas en los bancales. Corina, por otro lado, ganó a Píndaro hasta en siete ocasiones en certámenes públicos a los que ambos concurrieron. Desgraciadamente, solo quedan fragmentos de la obra de Corina, del mismo modo que tampoco quedan muchas composiciones completas de Baquílides, contemporáneo y rival de Píndaro, aunque de menor éxito. Decía que Píndaro fue un sagaz observador de su propia vida y de la vida de los hombres, de tal manera que muchas de las sentencias que conforman su lección de vida a los espectadores y, posteriormente, a los lectores, son hoy una fuente de exquisito placer para cualquier intelector que se acerque a estas odas de las que, en mi ignorancia contumaz, tan alejado me he mantenido siempre. No hay oda, parangón mitológico al margen, en la que no nos salte al entendimiento un buen número de pensamientos que fueron de ayer, son de hoy y lo serán de siempre, porque constituyen una certera meditación sobre la naturaleza humana:
A las almas de los hombres
Se cuelgan innúmeros errores, y es imposible hallar esto:
Lo que ahora y al fin toque en suerte mejor a un hombre,

Los tumultos del alma
Aun al sabio extravían.


A veces, por cierto, llega del olvido una nube, sin que nadie lo advierta,
Y aparta el recto camino de las acciones
Lejos del pensamiento.

Cuando lo múltiple oscila mucho
En la balanza, es brega difícil decidir con espíritu justo
Y no contra medida.

Nadie jamás de nosotros terrenales
Halló, venida de los dioses, señal segura acerca de suceso futuro;
Y cegados están los cuerdos saberes de lo que ha de venir.

Brega inútil resulta ocultar el innato carácter.

En toda cosa conviene
Medida, y es lo mejor conocer el momento oportuno.

Si a sazón anuncias lo preciso, los términos de muchas cosas
Con brevedad tensando, menor será el reproche
De la gente. Porque el exceso interminable embota
Las raudas esperanzas,
Y de los ciudadanos apesadumbra el ánimo en secreto
Lo que se oye en demasía sobre dichas ajenas.

No pretendas la vida inmortal, alma mía,
Y esfuérzate en la acción a ti posible.
Junto a un bien reparten dos penas a la gente mortal
Los Inmortales. No pueden, por cierto,
Sufrir esto con decoro los necios,
Mas sí los nobles, que lo bueno afuera manifiestan.
Los intelectores que se hayan educado en la lectura de nuestros clásicos navegarán con comodidad por las odas de Píndaro, porque en ellas, además de ese hipérbaton gongorino habitual y las oportunas referencias a los mitos que ornan los linajes de los héroes deportivos a los que canta el poeta con auténtica devoción, encontrarán a un poeta consciente de su obra, de la trascendencia de la misma y de la misión que le está reservada; se trata, en el fondo, de un reto no muy diferente de los que esos atletas han tenido que superar. Píndaro es consciente de que solo la palabra unida a la gesta es capaz de preservar esta en la memoria, siendo, al tiempo, aquella la única realidad eterna, la que certificará la gloria inmarcesible del poeta:
¡Ojalá pueda ser yo un “inventapalabras”
Capaz de avanzar en el carro de las Musas!
¡Osadía y abarcante talento
Me acompañen!

La excelencia en magníficos cantos
Se hace en el tiempo duradera. Pero a pocos es fácil conseguirlo.

Inmortal prosigue resonando algo,
Cuando lo dice uno bellamente. Y por la tierra
De frutos abundante y por la mar camina
El rayo de las hermosas obras, por siempre inextinguible.


Al hombre no elocuente, sí, mas de valiente corazón, lo cubre
El olvido en altercado triste de palabras; el sumo honor, en cambio,
Se ofrece a la mentira abigarrada.
Pues con secretos votos fueron serviles los Dánaos a Ulises
Y, de las áureas armas despojado, se debatió en la muerte Áyax.
En esa referencia al triste destino de Áyax, noble ejemplo de lealtad guerrera y valor, cifra Píndaro la diferencia entre su ideal humano y el que encarnaría la astucia y verborrea de Ulises, con quien contendió Áyax para quedarse con las armas del noble guerrero por excelencia, Aquiles; un debate acalorado que pudimos leer hace poco, en Las Metamorfosis, de Ovidio. Píndaro no esconde jamás su admiración por la aristocracia, por más que haya un profundo sentido democrático en su concepción del ser humano, como ya hemos visto anteriormente en aquel reconocimiento de idéntico origen para dioses y humanos, y constantemente loa ese catálogo de virtudes que define a los seres conscientes de su superioridad moral, de la que la deportiva no es sino su éxtimo reflejo. Hay, en toda la obra de Píndaro, una admiración sin límites hacia la determinación de la voluntad, hacia la gracia del esfuerzo y hacia el valor irrestricto. Incluso celebra con inequívoco entusiasmo la vocación ardorosa de la mujer guerrero, como en el retrato de Cirene:
Y él mismo -Peneo- a la de brazos hermosos,
A su hija Cirene crió. Pero ella no amó de las ruecas
Los caminos que vienen y van,
Ni los goces de banquetes con sus amigas de casa.
Sino que con jabalinas de bronce
Tu cuchillo, luchando, degollaba salvajes
Fieras, por cierto mucha y tranquila
Paz procurando a los bueyes paternos,
Mas gastando poco al dulce compañero
Del lecho, al sueño que sus párpados
Bajaba hacia el alba.

De esta lectura de Píndaro salgo con la satisfacción de haberme reconciliado con una obra que, más allá de la celebración de las gestas deportivas, constituye la expresión de un modo de decir barroco, lo que vale tanto como ingenioso, en el que se manifiesta un preciso y meditado discurso sobre la existencia humana del que podemos aprovecharnos a muchos siglos vista, y de cuya modernidad nos habla bien a las claras la desconfianza del autor en la desmesurada fe de las personas en sus propias capacidades, ese orgullo al que los dioses solían planchar la cresta con no poca complacencia.

La tesis indefensa, un capítulo...

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Caravaggio

Poz propuso y Hermes dispuso...  

A cualquier vida le sobran momentos dolorosos, y tener que abandonar una tesis relativamente avanzada es uno de ellos, pero los caminos ásperos de la existencia nos llevan a veces por sendas tenebrosas en las que se ha de atender a la supervivencia antes que a la complacencia en el estudio, la reflexión y la innovación, relativa, que supone defender una idea atrevida como la de esta tesis postergada: que la aforística es la cuarta pata de la silla que forman los géneros de la Literatura: narrativa, lírica, dramática y aforística. Ignoro cuándo las circunstancias de mi vida me permitirán regresar a ella, y mucho me temo que ni siquiera merezca la pena porfiar en su culminación, por eso dejo aquí, esta muestra, no tanto buscando la aprobación cuanto, acaso, la confirmación de que la vida es sabia y de que Hermes ha hecho lo que debía, vanidades del baqueteado sujeto aparte, por supuesto. En cualquier caso, espero, antes de llegar al buñuelesco último suspiro, reconciliarme con mi maltrecha tenacidad y tener el arrojo  (y la temeridad) necesarios para poder ponerle el latinajo final: finis coronat opus.
He aquí lo engendrado en el desvelado amor:

3.4. Metaforismos y Teoría del aforismo: exploración definitoria.

La siguiente parada en nuestro camino de aproximación al mundo complejo del aforismo es la que nos permite recalar en el  terreno feraz de la teoría y las definiciones sobre el concepto que estudiamos. Si uno ambos pasos es porque en la mayoría de los casos o bien las definiciones son producto de una teoría previa, que es lo suyo, o bien éstas, aun desarrolladas extensamente, se ofrecen como la única definición posible, violentando uno de los constituyentes básicos del concepto, la concisión. Es posible que esta tesis sea un monumento a la incongruencia, hablar tan extensamente del aforismo, pero los estudiosos han de tratar de abarcar cuanto puedan para esclarecer del modo más persuasivo la naturaleza del objeto que estudian.
Son muchos los frentes desde los que iniciar el movimiento hacia ese centro inexpugnable de la definición definitiva, valga la redundancia que altera el orden cronológico: “definición” entra en nuestra lengua en 1438 y “definitivo” en 1380, según Corominas (1976). Es decir, antes de establecer definiciones ya teníamos conciencia lingüística de lo definitivo, de lo irreversible, de lo perenne, o sea, de esa suerte de fatalismo que tanto ha entorpecido el desarrollo del pensamiento en nuestro país. Ceguemos el desvío/desvarío y atengámonos a la teoría y/o definición de nuestro objeto: el aforismo.
Ya dijimos que del mismo modo que existe la polionomasia como uno de los rasgos característicos del genero aforístico –casi todos los aforistas tienden a marcar el territorio para establecer una individualidad que acentúe la distancia respecto de los demás practicantes del genero, sean los pecios de Ferlosio, sean los aflorismos de Castilla del Pino, sean las quintaesencias de Bernard Shaw o los aerolitos de De Ory– también existe el metaforismo, como subgénero esencial de la práctica aforista. Si Cervantes inició con D.Quijote  el fértil camino novelístico de la metanovela, y ello al punto de convertirla casi en un rasgo definitorio del género (no se puede escribir una novela sin incluir dentro de ella una teoría acerca de la misma); los aforistas siempre han reflexionado sobre el género con la esperanza no sólo de describirlo, sino de definirlo e incluso de asignarle incluso una función, individual o social. Así pues, bien podríamos iniciar este capítulo recopilando algunas muestras de esos metaforismos a partir de los cuales acercarnos al gran secreto: si existe o no una definición de aforismo universalmente aceptable, aunque todo parece indicar que no será así y que nos habremos de conformar con la mirada poliédrica que formen todas esas aproximaciones más o menos felices a la naturaleza, límites y función del aforismo.
Los aforistas no suelen confesarlo, porque la afectación de humildad es en ellos hábito, costumbre arraigada, pero el aforismo busca, ante todo, ser memorable. Nace, pues, con un propósito bien firme: convertirse en hito, solidificarse, mineralizarse, erigirse en señal que marca el territorio, en linde inequívoca de un espacio complejo, abarrotado de mensajes que pueden, incluso, llegar a confundirse con él, como el eslogan, sea publicitario, sea político, sea religioso, sea terapéutico, sea, incluso, filosófico.
 Ya mencionamos con anterioridad el fenómeno helénico de los proverbios dejados en los hitos de los caminos, los famosos Montes de Mercurio. En nuestros días, lo que se pretende es sustituir esos montones de piedras por ambuestas de aforismos –puesto que se trata de volúmenes de reducidas dimensiones que ocupan con propiedad el hueco de ambas manos juntas– que se ofrecen, no siempre de buena fe, al caminante que recorre la efímera existencia, bien sea para consolarlo, bien  para iluminarlo o bien para perderlo, en el doble sentido geográfico y moral del verbo.
¿Cuál es el peligro evidente  que ha de sortear ese afán de permanencia, de ser el aforismo, como quería Horacio y repitió Unamuno: monumento más duradero que el bronce? El principal de todos ellos, que varios hay, como lo exige el formidable rival del discurso sistemático que es el aforismo, la superproducción, la sobreabundancia. Desde sus inicios, como ya hemos visto en la introducción, podríamos decir del aforismo, el proverbio, la sentencia o la máxima que lo suyo propio es aparecer en antologías, en florilegios, en compilaciones, con una considerable extensión, lo que reblandece el criterio de selección.
La medida exacta de esa sobreabundancia nos la muestra el número de resultados que nos ofrece el buscador por excelencia, Google, cuando inscribimos en su ventana mágica una petición de búsqueda como esta: “Los aforismos”. Resultado: 1.880.000  páginas dedicadas al aforismo. ¡Cuantísimas de ellas tienen poco o nada que ver con el género del que aquí estamos hablando! Pero ahí están con su ubérrima presencia dispuestas a anonadarnos, a convencernos de que se trata de un género menor, propio de almanaques, de calendarios, de amantes de la miscelánea, de lo anecdótico o, y esto es muy importante, de la cita, porque la presión social sobre el aforismo acaba desnaturalizándolo y convirtiéndolo exclusivamente en cita y,  si es posible,  en cita de relumbrón que asegure el éxito o la relevancia social. Esta sobreabundancia corre pareja con un peligro evidente: el hartazgo, esa suerte de “efecto pepino” que se deriva de su consumo excesivo, porque es impepinablelo desagradable del regüeldo aforístico que nos “vuelve” el ripio del lugar común que no ha sido superado.
 Amontonados indiscriminadamente, o seleccionados por materias mediante una selección hecha un poco al buen tuntún, las interminables columnas de aforismos se le ofrecen al lector con un espíritu de listín telefónico en el que resulta poco menos que imposible identificar las voces y distinguir los ecos. Y de ahí procede su segundo peligro: las  extendidísimas semejanzas, que a veces incurren incluso en el plagio, como lo detecto Canetti (2011), para quien

La muerte de los aforismos es su similitud, su forma intercambiable. Marchitos ya antes del primer aliento. Lo opuesto: la exhalación de Joubert.

La estructura abierta de los libros de aforismos, exige una lectura aleatoria, nunca lineal, en la medida en que cada aforismo es una obra acabada, completa, que no necesita para nada el resto de los que le acompañan en el volumen. O como dije en el prólogo a El amigo manual (Mi primer libro de aforismos) aún inédito:Un libro de aforismos no tiene comienzo ni final, por lo que nunca ha de ser leído desde la primera hasta la última página, al modo, por ejemplo, de las novelas o las obras de teatro. Por su forma se asemeja más a los libros de poesía, aunque en estos a veces los poemas están de tal suerte dispuestos que el lector ha de respetar su orden preciso si quiere recibir, sin modificarlo, el mensaje del poeta.
        Lectura espigada podríamos denominar al método que consiste en abrir el volumen al azar y leer aquellos aforismos que nos salgan al paso deparándonos el placer estético de lo insólito e invitándonos a la reflexión que siempre exigen de nosotros, porque un aforismo es siempre un pie, nada forzado, para el diálogo cordial y el monólogo esclarecedor.
Para entrar en materia en este apartado del capítulo en que pretendo lo que podríamos llamar, sin pretensión ninguna, “teoría” del aforismo a partir de la variante metaforística del género, he llevado a cabo una suerte de análisis estadístico de los conceptos que aparecen en lo que podríamos denominar mi particular “Base de datos de las definiciones de aforismo o de la aforística, entendida como práctica del aforismo o como género”. En el desarrollo de este punto irán apareciendo algunos de los autores y las citas correspondientes de esta base de datos, porque mi intención no es la de sustituir por procedimientos estadísticos, supuestamente conclusivos, ¡casi apodícticos!, la serena y provechosa reflexión sobre los rasgos definitorios de un concepto y un género cuya definición de validez universal se antoja una quimera, a juzgar por la disparidad de puntos de vista desde los que se contempla el género y por el número astrofísico de las definiciones que cualquier estudioso, incluso más oblomoviano que yo, puede encontrar, a la que dedique dos tardes a reunirlas, ya expurgando la bibliografía de su biblioteca propia, ya adentrándose en la nueva biblioteca de Alejandría que  Google pone a su alcance.
Es obvio que los conceptos enumerados en el siguiente cuadro responden exclusivamente a la paternidad de sus numerosos autores. Mi intervención se ha reducido a agrupar aquellos conceptos que guardan una similitud entre sí para establecer, después, una clasificación de los más repetidos en esas definiciones. Que se repitan más en modo alguno quiere decir que tengan un valor determinante en el intento de definición del aforismo, porque bien puedo yo haber distorsionado la clasificación al establecer semejanzas que en realidad no son tales, bien se me pueden haber pasado por alto pertenencias a este o aquel campo semántico que redundarían en cambios de posición en la ordenación definitiva.
Si nos atenemos a la clasificación final a la que he llegado, no creo que me haya excedido a la hora de establecer analogías o contigüidades, porque los primeros puestos se corresponden con  rasgos definitorios del aforismo ampliamente aceptados por la crítica, a pesar de las posibles matizaciones que aceptan todos los teóricos de la aforística.
Sin embargo, he de dejar constancia de la paradoja notable que se produce al registrar extramuros de la clasificación, cuyos 30 elementos contienen un total de 324 rasgos definitorios, la importancia de algunos de los cuales me parece insoslayable a la hora de establecer la teoría del aforismo, como, por ejemplo, su condición citable, la levedad y la estructura binaria de la mayoría de los aforismos, que tanto los hermana con la máxima y el refrán, por ejemplo.
Es evidente que mi tabla estadística no agota el campo de las definiciones y que puede haber, y de hecho habrá, teorías del aforismo sustentadas en concepciones que ni siquiera aparecen en esta base de datos. Repito que no me ha movida el afán de exhaustividad, propio, por otro lado, de este tipo de trabajos académicos, sino el afán categorizador: establecer, de manera fundada, la existencia de un nuevo género en igualdad de condiciones con la tríada clásica y proponer un primer canon del mismo, con sus carencias y sus aciertos, por supuesto.
Quiero avanzar que a la hora de establecer los elementos que me permitirán ir medineando por las diferentes “teorías” del aforismo me he visto obligado a escoger conceptos a los que podríamos considerar como hiperónimos de unos hipónimos cuya capacidad de sugerencia o persuasión es, por lo general, mucho más intensa y esclarecedora, porque todos esos hipónimos que aparecen en la tabla son, de hecho, por su formulación en esos exactos términos, la teoría-en-si.
Considerar los aforismos como una brújula, la humildadpétrea, la durezadiamantina, pensamientonómada o  como una mónada exige una interpretación a  partir de tales expresiones, no el hiperónimo en el que yo las he incluido. Se trata, en consecuencia, de una clasificación de tipo instrumental que nos permitirá caminar con algo más de seguridad por ese terreno tan lleno de trampas como es la teoría del aforismo.
Finalmente, me parece oportuno señalar que esta tabla en modo alguno pretende tener un carácter definitivo, que se trata, antes bien, de una tabla dinámica, cambiante, en la que pueden aparecer nuevos elementos a medida que el estudioso descubra nuevas fuentes que le permitan modificarla. Hecha la tabla, por ejemplo, para que se entienda el inequívoco carácter provisional de este ejercicio estadístico mío, descubrí un artículo de Andrés Ortiz-Osés en la revista Criaturas Saturnianas donde añade, a la expresada en sus propios metaforismos, una nueva teoría el aforismo basada en lo que él denomina la hermenéutica cervantina, sobre la que más tarde hablaremos. Este ejemplo nos sirve para ilustrar las enormes dificultades que presenta un exhaustivo intento de investigación sobre la Aforística, porque, por lo general, o bien son textos teóricos que se hallan en revistas de limitada circulación o bien se trata de publicaciones, los libros de aforismo, de mínima tirada y con escasa presencia en el mercado editorial o bien son ediciones de autor cuyo radio de difusión se reduce, a menudo, a círculos cercanos al propio autor.

Brillantez
Concisión didáctica
Agilidad crítica   
Tendencia ilustrada    
Forma filosófica
Juego de palabras
Arte poético
Expresión rotunda
Breve
Autónomo
Sentido que rebosa
Impropiedad de la ironía
Rutilante arco iris
Nihilismo
Dogmatismo
Sabe (Con énfasis)
Dionisiaco
Vital
Contención
Ascesis verbal
Pensamiento figurativo
Monolito poético
Humilde (pedrusco)
Dureza diamantina
Literatura salteada
Certero
Compacto
Aristocrático
Afirma
Pensamiento
Inconmensurable
Afirma
Proclama
Completo
Llave (del laberinto)
Brújula (en la noche)
Binario
Absoluto
Antitrivial
Acidez (corrosiva)
Mirada singular
Desnuda las cosas
Deshace los nudos
Observación
Sintético
Memorable
Permanente
Deducción gustosa
Deducción sensual
Deducción caprichosa
La palabra-Dios
Fuego sin llama
Giro de palabras
Breve
Reflexión
Observación
Experiencia
Ironizar
Elegancia escrita
Ambigüedad
Densidad conceptual
Densidad poética
Brevedad
Significado profundo
Significante conciso
Conciliador.
Filosófico-poético
Densidad
Ironía
Inteligencia
Ambigüedad
Marginalidad
Paradojas
Enfático
Dictaminador
Envoltorio elegante
Lucidez
Divertir
Mínimo
Trocea vivencias
Desfascinador de las vivencias
Sedimento vital
Exonerador del alma
Transitoriedad
Complicidad de materia y forma
Conciso
Resplandor (en la tinieblas)
Risa
Alegría
Incendiario
Chispazo de lucidez
Asombro
Reflexivo
Regla
Ironía
Parodia
Frustrante (las  expectativas del lector
Imprevisto
Sorpresivo
Novedoso
Conocimiento
Sensibilidad
Eticidad
Toma posición ante lo dado
Seductor
Invitación a indagar por cuenta propia
Interpretable
Fragmentario
Desorden
Azar
Punto de fuga de una reflexión autónoma
Ficcionalista
Suceso puntual
Microcosmos
Nómada
Pensamiento libre
Pensamiento aventurero
Pensamiento nómada
Propensión dogmática
Carácter utilitario
Indeterminado
Abierto
Intuición sin explotar
Revelación en cierne
Introspectivo
Desdecidor de lo que dice
Ansia de saber
Desencanto  del conocimiento
Contundencia
Aspirante al silencio
Muestra las contradicciones íntimas del lenguaje
Muestra las contradicciones del conocimiento
Levísimo
Antiguo
Licor
Brevedad
Contundencia
Sorpresa
Seducción
Paradójico
Renuncia que vigoriza
Perplejidad que ilumina
Erosionador
(tonalidad) Intelectual
Subversivo de las tradiciones
Sabiduría
Ingenio
Humor
Desparpajo
Equívoco
Locura poética
Espanto
Humor
Sorpresa
Mutismo elocuente
Balbuceo
Nómada o trashumante
Fluido, líquido
Revelación
Descubrimiento
Conciso
Aislamiento (autonomía textual)
Pointe
Sorpresa estética
Sorpresa gnoseológica
Monadológico
Sutil
Sugerente
Vibración estética
Insólito
Subitáneo
Placentero (estéticamente)
Elaborado (lingüísticamente)
Polifacético
Connotativo
Metafórico
Antitético
Paradójico
Quiasmático
Ingenioso
Sabio
Verdadero
Corto
Ingenioso
Autónomo textualmente
Denso
Compacto
Concisión
Tajante
Persuasivo
Indirecto (lenguaje)
Enfático
Incendiario
Satírico
Elíptico
Cosmovisionario
Denuncia la impostura
Oracular
Autosuficiente
Intermitente (pensar)
Concisión
Gnómico
Humorismo
Agudeza
Elíptico
Sorprendente
Discrepante
Moralista
Poético
Perfecto
Cápsula filosófica
Adición retórica
Cita
Autónomo
Similares (el corpus)
Seriedad
Gracia
Profundidad
De libación lenta
Procrustes
Silencio derretido
Golondrinas de la dialéctica
Gaviotas invernales
Precepto
Autosuficiente
Especulativo
Impresiones
Citables
Haikú del pensamiento
Ironía
Sentenciosidad
Luz del lenguaje (Quintiliano)
Personal
Temporal
Observación poética
Analógico
Visuales
Atomizado
Fluctuante
Abierto
Saber provisional
Iluminación
Inspiración
Visión súbita
Autosuficiente
Coherente
Autonomía gramatical
Autonomía referencial
Audaz
Paradójico
Ocultamiento
Desvelamiento
Fórmula cerrada, sintácticamente
Clausura que es apertura
Inmodificable
Mecanismo semiótico
Condensación verbal
Apertura semántica
Metafórico
Analógico
Breve
Compact
Levedad (aparente)
Erosionador de certezas recibidas
Sintético
Poético
Crítico
Ilustrado
Paradójico
Audaz (expresión)
Luminoso
Relámpago
Frase Feliz
Verdad irónica
Filosofía cristalizada
Flecha certera
Inteligencia
Humor refinado
Brevedad
Ético
Ligereza gramatical
Cínico
Lúcido
Elegancia (sintáctica)
Decir arcaico
Decir moderno
Burla sublime
Ingenio científico
Agudeza memorable
Paradoja inquietante
Autobiografía de una línea
Sabiduría lapidaria
Erotismo de la inteligencia
Incertidumbre
Pensar poético
Afirmativo
Creador de duda
Temblor
Indolente (como la del paseante)
Punta
Filosofía a traición
Limadura
Musgo
Volatería
Moral
Ejemplarizante
Robusto (tono)
Sentencioso
Conciso
Tajante
Divinanzas
Revelación impensada
Epifánico
Chispazo
Distancia patricia
Ficción
Retórica
Metonímico
Materialidad (del pensamiento)
Lenguaje límite
Cadencia anímica
Iceberg (La punta)

Sugeridor
Interrogaciones (a pesar de su forma apodíctica)
Unidad mínima del pensamiento
Relámpago
Caos (de ideas claras)
Suspiro (del pensamiento)
Brizna (de poesía)
Zumbido de avispas
Agudeza (ferocidad de la inteligencia)
Pista en el bosque de uno mismo
Frívolo (dosis de)
Arte de la desaparición

Género imposible


Vaciado de la tabla:
Asociación de rasgos comunes en la definición de aforismo:
1. Retórico                                                          55
2. Conocimiento                                                39
3. Ironía + Humorístico                                     36
4. Concisión                                                      22
5. Autonomía                                                     21
6. Originalidad                                                   20
7. Reflexivo                                                       16
8. Brillante                                                          13
9. Corrosivo                                                       12
10. Ético                                                             12
11. Asertivo                                                       11
12. Experiencia vital                                          10
13.  Certero                                                          9
14. Seductor                                                        8
15. Ambiguo                                                        6
16. Memorable                                                    6
 Por debajo de las 6 coincidencias hallamos los siguientes rasgos:
17.Tendencia ilustrada. 18. Fragmentario. 19. Aristocrático. 20.Incomensurable. 21.Binario. 22.Desordenado. 23. Ficción. 24. Nómada. 25. Humilde. 26. Observador. 27. Permanente. 28.Librepensador. 29. Leve.
Es indudable que la  subjetividad del criterio mediante el cual he agrupado los rasgos que figuran en la tabla bajo uno u otro de los conceptos de la lista anterior debería arrojar un +/– muchísimo tanto por ciento de error, más aún si consideramos la escasa amplitud de la base de datos sobre la que levanto el frágil edificio de mis conclusiones.
Por otro lado, cualquier estudioso que  haga la misma operación que yo he realizado podría, con idéntica base documental, llegar a una conclusión  diferente de la mía, pero quiero pensar que no tan alejada como para que nos encontráramos ante dos posibles géneros distintos.
De una u otra manera, se ponga el énfasis en este o aquel rasgo, los ejes básicos que definen la aforística han de salir del listado anterior, tanto de entre los más repetidos en las definiciones más corrientes, como de entre los singulares, pero muy penetrantes, como el carácter de ficción de los aforismos o su naturaleza de pensamiento nómada, por ejemplo.
Antes de comenzar el desarrollo de lo precedente, y aun a riesgo de resultar paradójico, quiero iniciar esta exploración con dos definiciones del aforismo que recogen no pocas de las características que hemos aislado del acervo metaforístico, de manera que, al ir contemplando los diferentes acercamientos a la teoría del género, podamos regresar para validar o refutar lo que me parece, en ambos casos, un brillante acercamiento a lo esencial del género. La primera definición pertenece a Ramón Eder (2012) y se incluye en el epílogo a El cuaderno francés, de donde lo toma José Ramón González (2012) para su antología:

El aforismo, cuando es bueno, es una frase feliz, es una verdad irónica, es filosofía cristalizada, es una flecha que da en el blanco, es la inteligencia buscando una salida y encontrándola, es humor refinado, es una enorme minucia, es la gracia de la brevedad, es ética sutil, es la ligereza de la gramática, es cinismo superior, es un versos irrefutable, es un fragmento lúcido, es la elegancia de la sintaxis, es una manera de decir arcaica y moderna a la vez, es lo contrario a un mamotreto, es una burla sublime, es un cuento sintético, es ingenio científico, es una agudeza memorable, es un juego de palabras revelador, es una paradoja inquietante, es una autobiografía de una línea, es una definición inolvidable, es sabiduría lapidaria, es alegría instantánea, es un espectáculo subversivo, es la nostalgia del latín, el aforismo, cuando es bueno, es el erotismo de la inteligencia.

Tiene todo el aire clásico de la definición del amor hecha por Lope de Vega en su inmortal soneto, pero Eder reúne en ella, aunque sea en enumeración caótica, los rasgos fundamentales del género.
La segunda es del mexicano Javier Perucho (2010) que la vierte en su artículo Un siglo de aforismos mexicanos, publicado en la revista Nexos (México, D.F.) y a diferencia de la anterior, está formulada desde una intención descriptiva y comprehensiva en cuyo resultado final se pierde no poco del profundo misterio de esa obra de arte, mínima y máxima al tiempo, que es el aforismo:

Un aforismo es un argumento controvertible aunque veleidoso, que soporta una experiencia empírica, un saber positivo expresado en una definición conceptual, un pensamiento educado por el libre albedrío. Jamás narra una historia, eventualmente fomenta una lección cívica o moral; por historia y tradición no profesa dogmas, aunque las creencias obtienen su rédito durante la concepción; sus dominios también circundan la estética de las artes, la biografía, los credos, además de ceñir las idiosincrasias y las tradiciones. La prosa es su soporte habitual, regla de oro que admite las excepciones contemporáneas. Nunca es epifánico, pero sí confesional. La experiencia y el dominio de un saber o una técnica, así como el empirismo subyacen en el género, por ello el escritor veter es quien más lo ha frecuentado, según los indicios y las evidencias documentales que sustentan este comentario; en consecuencia, es el género de la madurez literaria.

Desde el punto de vista de Massimo Cacciari (1994), sin embargo, expuesto desde el estudio de Nietzsche, el aforismo es algo así como un instrumento privilegiado que exhibe su capacidad  dialéctica de interpelar al saber establecido para afirmarse como una realidad singular:

Definir es recoger cada diferencia: tener el oído entrenado para la armonía contrastante del arco y la lira, rechazar la conciliatoria <>, descubrir la múltiple contradictoriedad del Dasein, el insuperable pólemos que en él acaece. La forma aforística debe, por consiguiente, articularse en su interior según esta perspectiva: poner al desnudo sus nervios, exaltar sus sonidos singulares, apreciar toda esfumatura, ya que en esto se da la intuición fundamental nietzscheana del devenir. El aforismo es nuance en este sentido particular. La definición aforística no pretende ninguna omnirepresentatividad, más bien quiere valer como crítica absoluta de tal pretensión. Lo que Mittner dice a propósito de la estructura <> del aforismo , en general, de la proposición (<>) revela justamente el status filosófico del aforismo: ser, no solamente mostrardiferencias. Establecer diferencias es el aforismo.

El aforismo se mueve, pues, entre la lírica y la filosofía, sufriendo la presión de ambas para atraerlo a su terreno, para convertirlo en la auténtica “niña bonita” de la disciplina, como ha acabado ocurriendo en autores como el propio Nietzsche o, más tarde, Wittgenstein. Ese carácter sustancial del aforismo, esa presencia contundente de su singularidad retórica y genérica es lo que lo caracteriza frente a discursos tan alejados como el de los dos saberes, el flosófico y el poético, que pretenden acapararlo, prohijarlo. Los aforismo no son discurso filosófico al uso, ni poema hiperbreve, sino otra realidad que, a menudo, choca contra esos discursos, obligándolos a mostrar sus debilidades. La fortaleza de sus proposiciones, eso sí, mide la singularidad de la aforística; pero también complica su definición, dada la labilidad química de su composición. Cacciari sostiene que la forma del aforismo es inescindible de la palabra viva y de su poder, sin embargo, no es tal palabra más que en la <> de la escritura. Hoy ya no podemos ver en el aforismo el residuo del poder del habla, de la palabra viva, porque si alguna vez tuvo tal poder, éste se ha perdido con el paso de la comunicación oral a la comunicación escrita. No hemos de olvidar que los aforismos sirvieron durante siglos para enseñar a leer a los niños en sus primeros años de escuela, y que los refranes son parte fundamental del saber popular transmitido oralmente.
A continuación trataré de reflexionar sobre algunos aspectos capitales de la naturaleza del aforismo para, a través de ellos, acercarnos al, aún no lo sé…, posible o imposible intento de su definición. Me refiero a la concepción retórica del mismo y a su naturaleza gnoseológica, que ocupan el primer y el segundo lugar de la lista de características con las que abordar la posible –la casi seguro que imposible…– definición del aforismo. Recuerdo que en epígrafes anteriores ya hemos elucidado algunas de las características que han de contribuir a la definición del aforismo, como la agudeza y arte de ingenio, la brevedad y la autoría, de ahí que en este epígrafe nos centremos en la vertiente teórica que se manifiesta en las diferentes concepciones del aforismo. Respecto del resto de las características reseñadas, es evidente que, en la mayoría de ellas, la reflexión se agota en la propia enunciación de su existencia, si bien es posible que aparezcan integradas en los motivos de reflexión a los que dedico mi atención. Algunos de esos rasgos ya han aparecido en la introducción y otros irán apareciendo a lo largo de los capítulos por venir.
Encabeza, así pues, la lista de coincidencias la condición retórica del aforismo, que es la que permite inscribir el género en el arte de la Literatura, hurtándoselo, podríamos decir, a la Filosofía o a su literaturizado subgénero que conocemos por el nombre de ensayo, a partir del título de la cumbre del género, obra de, como lo llamaba Quevedo, Miguel de la Montaña; un subgénero, el del ensayo, contiguo a la literatura, pero nunca tanto como para entender que esté dentro de ella –lo que sí es el caso del aforismo–, traspasando esa frontera que nadie ha trazado pero que todos los ensayistas respetan.
 Es el aforismo, pues, un prodigio de condensación expresiva para el que hace falta algo más que ideas brillantes o insólitas, con ser éstas, también, imprescindibles para la Aforística, puesto que sobre lo trivial, sobre lo banal, sobre lo manido es imposible edificar ningún aforismo que pueda ostentar tal nombre, a pesar de que Pitigrilli, como lo recoge Eco (2002), sostuviera que el aforismo expresa con brillantez un lugar común.
Fue Bergamín quien defendió que el aforismo es una dimensión figurativa del pensamiento, lo que lo acerca poderosamente al lenguaje poético. De hecho, Cristóbal Serra (2002) defiende que la condición de poeta es la condición sine qua non para que el aforismo se dé plenamente. Todos los aforistas, así pues, según esta concepción, han de ser, fundamentalmente, poetas, lo que incluye un uso retórico del lenguaje que nos es sobradamente conocido en el género poético, y que estamos obligados a reconocer, también,  como expresión propia de la aforística. No solo el uso constante del repertorio de la retórica tradicional, sea en el nivel del significante, sea en el del concepto, nos permite confirmar la enorme preocupación por el lenguaje de los aforistas, sino también el afán por sorprender, por aportar una novedad expresiva que pueda llegar a consolidarse como una marca individual reconocida, un estilo inconfundible, como el que consiguió Ramón con la greguería, o De Ory con sus aerolitos, muchos de ellos propiamente greguerías, y en los que, según Cristóbal Serra, se muestra habilísimo en el juego semánticoen aforismos como  errare divinum est, por ejemplo.
Estos procedimientos retóricos se han estudiado más en las máximas que propiamente en los aforismos, aunque podemos concluir que los paralelismos, quiasmos, falsas simetrías, paradojas y proposiciones rigurosas [que] revelan el funcionamiento esencialmente binario de la máxima, que sostiene Besa Camprubí (1997), por ejemplo, son procedimientos perfectamente trasplantables a la aforística, como cualquiera puede comprobar apenas ha abierto algún volumen de aforismos. Con todo, hay siempre en el aforismo una querencia hacia el mundo de las ideas que no invalida lo que dice Ortega y Gasset (1914) de la lírica, aplicable punto por punto a la aforística:

La lírica no es un idioma convencional al que puede traducirse lo ya dicho en idioma dramático o novelesco, sino a la vez una cierta cosa a decir y la manera única de decirlo plenamente.

 Se trata no ya de la unión de fondo y forma, sino de que la forma, como sostiene Ortega, emana del fondo, como, según recoge Ortega, decía Flaubert que el calor sale del fuego. Ortiz-Osés (2005) sostiene, en esta querella recurrente del fondo y la forma, que

No permanece culturalmente la mera materia como quiere Ronsard, ni permanecen las puras formas como quiere Gil-Albert: queda la complicidad de la materia y de la forma cuyo símbolo es el aforismo.

 Así pues, no se trata, en la aforística, de elaborar un pensamiento al que aplicar después unos patrones retóricos ya definidos en el amplio número de figuras retóricas admitidas por la preceptiva, sino de un acto de creación en el que el concepto se articula a través de la única forma posible que tiene de ser concebido. Este fenómeno se aprecia fácilmente cuando comparamos aforismos con un mismo tema y muy diferente expresión, como, por ejemplo, en los siguientes casos:
Nietzsche: Todo hábito hace nuestra mano más ingeniosa y nuestro genio más torpe.
Ovidio: Nada es más fuerte que el hábito.
Epicteto: Los hábitos contraídos no se corrigen sino con hábitos opuestos.
George Perros: El hábito es el animal que llevamos dentro.
Mientras que Ovidio y Epícteto escriben ligeras variaciones del mismo significado común del concepto, su fortaleza, desde una perspectiva enunciadora neutra, evidenciando lo obvio; Nietzsche y Perros optan por aproximaciones al hábito radicalmente diferentes, aunque se observe en ellas, muy al fondo, el mismo significado común que compartían Ovidio y Epícteto: el poder casi incontestable del hábito; si bien la agudeza antitética del primero y la metáfora desgarrada del segundo interpelan al lector con una fuerza que, ésta sí, excede notablemente la del  propio hábito…
Así pues, es más que objetable la teoría que presenta al aforista como un creador que busca inscribir su obra en el ámbito literario, como si ello dependiese de una supuesta “voluntad” o “deseo” de que así fuera y, para conseguirlo, tuviera a su alcance unos recursos retóricos que le permitieran conseguirlo. Que el aforismo adquiera una dimensión lírica, lo que no ocurre en la totalidad de los casos, en modo alguno puede considerarse siquiera un aval para otorgarle esa carta de naturaleza literaria. Gamoneda, en una declaración al suplemento de cultura Babeliade El País, el 22 de noviembre de 2008 sostiene, por ejemplo, que la poesía no es literatura, ficción, sino emanación directa de la vida, hechos existenciales y, por consiguiente, el concepto de literatura es incapaz, por inapropiado, para definirla. Una concepción hermana de la que tiene Ortega (1914) de la razón: ¡Como si la razón no fuera una función vital y espontánea del mismo linaje que el ver o el palpar!, lo cual nos llevaría a pensar que el aforismo, como la poesía, no debería ser considerado parte de la literatura, sino del género auto biográfico o, retorciendo la concepción de Gamoneda, de la biología…, como sostiene Ortega. En todo caso, su carácter de texto “revelado” o “descubierto” lo aproxima al asombro del que nace la filosofía. El mérito, en definitiva, de la aforística es ser la síntesis de ambas, poesía y filosofía, sin que predomine en ella, en demasía, ninguno de sus orígenes.
Sin embargo, Juan Varo Zafra (2011) defiende la pertenencia del aforismo al campo de la ficción, como un modo de inscribirlo en el paradigma literario:

También creo que sería posible desarrollar un nuevo tipo de aforismo que no tuviera como base la paradoja, sino la polifonía, con el fin de explorar la potencialidad centrífuga del género; esto es, y a modo de ejemplo, un libro de aforismos e donde fuera posible identificar entradas distintas e incompatibles que se negasen y entrasen en discusión, pero no como si el autor hubiese participado en cada una de ellas, o dudase de todas, sino como si se escindiese en personajes diferentes que hablan de manera aforística, distanciándose así de la obra y rompiendo el carácter indubitable que Unamuno le atribuyó al aforismo. Entones podría hablarse de aforismo de ficción, algo que en sí me parece profundamente irónico, en el sentido en el que Kierkegaard se refiere a la ironía en su conocido trabajo sobre esta cuestión.

Fernando Savater, en su artículo Diminuendo, publicado en el País el 16 de setiembre de 2008 defendía que para escribir lo que él llamaba “breverías y otras microcosas” hacía falta un no sé qué contrario a desparramar, por una parte y un saber empaquetar con elegancia la lucidez, por otra.
Dicho con esa agudeza y sorna tan propias del filósofo donostiarra, “empaquetar con elegancia” excluye la sequedad y sentenciosidad que tanto le horrorizaban a Ramón Gómez de la Serna como lo propio del aforismo, e incluye esa suerte de ángel,duende o daimon enunciador que, como en el ejemplo de Perros, nos clava el pasmo en la devoción lectora.
De hecho, los recursos retóricos bajo los que se presenta al lector una nueva visión de la realidad basan su fuerza, como señalan Munguía y Rocha (2003):

En frustrar las expectativas del lector, al comunicarle algo imprevisto, sorpresivo y novedoso, opuesto a lo esperado, y así generar nuevos sentidos y crear un nuevo horizonte de conocimiento, de sensibilidad.

Pensemos, por un momento, en un ejemplo tan cómico como el de Juan Ramón Jiménez (1990), que escojo para sorpresa de quienes no lo asocian con lo que también es: el paradigma de  uno de los más finos sentidos del humor de nuestra República literaria: Cuando me limpio los dientes me parece que estoy aseando ya mi muerte. Humor negro, además, de pura cepa goyesca y solanesca, por el lado de la pintura; quevediano y valleinclanesco, por el de la literatura, traídos todos a vuelapluma. Este efecto de sorpresa que desafía al lector es considerado por muchos tratadistas como un requisito sine qua non para la clasificación de los textos bajo el marbete de aforismos. José Ramón González (2008) recoge la definición de Werner Helmich (2006) que  ilustra a la perfección esa exigencia del aforismo:
Forma literaria en prosa, concisa, aislada de un contexto, privada de función narrativa y provista de ‘pointe’, esto es, de un efecto estilístico destinado a producir en el lector una sorpresa estética o gnoseológica.

Que el conocimiento es consustancial al aforismo lo prueba el hecho de que les resulta difícil a los bibliotecarios ubicar en el sistema decimal clasificatorio de las obras los libros de aforismos. Dudan entre colocarlos en Filosofía, subsección Ensayos, o en Literatura, subsección Prosa Gnómica o didáctica. Ambos epígrafes son auténticos “cajones desastres” –como ironizó Andrés Ortiz-Osés (2013) en su aforismo: La vida es un cajón de sastre: un cajón desastre– donde caben obras muy dispares, el análisis pormenorizado de las cuales daría pie, probablemente, a más divisiones genéricas.
La creación, por otro lado, de un subapartado, Miscelánea, adonde fuera a parar la Aforística, solo conseguiría desdibujar su condición genérica y rebajar la importancia filosófica y literaria de la misma. Si no fuera porque estoy convencido de que la Aforística ha de militar bajo el estandarte de la Literatura, por su inequívoca naturaleza ambigua, entreverada de filosofía, humor, poesía y ficción, propondría que la clasificación decimal bibliotecaria fuera oncenal para recuperar ese agujero negro del 4 y ocupar con la Aforística un espacio de tantas  resonancias cabalísticas y francmasónicas.
Y por esas connotaciones ocultistas (A la naturaleza le gusta ocultarse, dijo Heraclito), llegamos al meollo del asunto: ¿Cuál es el conocimiento de los aforismos? ¿Cómo se  produce ese conocimiento? ¿Tiene un método que pueda ser explicitado?
Lo único seguro que sabemos es cómo se expresa, esto es, a través de unos textos breves, de naturaleza híbrida, básicamente entreverados de filosofía y  poesía, modalidad irónica y formulación aguda y/o paradójica. Ya vimos, al  tratar sobre la condición genérica de la aforística,  por qué defendemos el establecimiento de la cuarta pata de la mesa de los géneros, que tanto tiene de mesa de los trucos cervantina, si nos atenemos a lo mucho que en ese campo de Agramante que es la genérica se combate sin cuartel, bien sea para mantenerse, bien para irrumpir, bien para  lograr una redefinición. Ahora lo que cumple es intentar definir o caracterizar ese singular conocimiento del que son vistoso y sorprendente vehículo los aforismos.
Es evidente que la aforística no vehicula el conocimiento científico, aunque el nombre genérico tenga su origen en los aforismos médico-higiénicos de Hipócrates. Así mismo, a nadie se le escapa que, en el campo de la filosofía, desde Bacon hasta Wittgenstein, pasando por Spinoza o Nietzsche, el aforismo ha estado al servicio de la reflexión filosófica con magníficos resultados. El objeto del conocer aforístico, no obstante, ha ido siempre bastante más allá de los tradicionales campos roturados por la filosofía, de manera que sus cosechas han solido dar, con total naturalidad, frutos excéntricos y poliédricos que se apartan tanto de las cuestiones filosóficas clásicas, que a nadie se le ocurriría abrir un capítulo filosófico donde incluirlos en igualdad de condiciones con los otros saberes ya establecidos.
 “Nada humano le es ajeno a la aforística” podría ser el lema desde el que iniciar el esclarecimiento de cuál sea el saber de ella. Desde este punto de partida, no creo equivocarme si hago mía la expresión de María Zambrano y, robándole la definición de su filosofía poética o de su poesía filosófica, digo de la aforística que su conocimiento es, o se dirige hacia, un saber del alma. Admito que la metafísica es solo una parte, extensa, pero parte al cabo, de la producción aforística y que, bajando de la máxima abstracción, puede este nuevo y potente género literario centrar su foco de atención en la Historia, la Política, el Derecho e incluso las artes manuales, los oficios, y hasta la urbanidad.
La amplitud tan extraordinaria, casi enciclopédica, de los posibles centros de interés de la aforística hacen de ella una herramienta de conocimiento que puede contribuir, que de hecho ya contribuye, a la formación integral de la persona y a su preparación para enfrentarse a la dureza del medio inhóspito en el que ha de desarrollarse su proyecto vital. Si bien es preciso recordar, como se dice jocosamente, que Salomón escribió los Proverbios, pero que ningún libro de proverbios ha conseguido crear nunca un Salomón, lo cual reduce a sus justos límites el alcance de esa función “educadora”, “formadora”, que le acabábamos de atribuir a la aforística. No significa, este reconocimiento de los límites de la aforística, rebajar su creciente importancia para las nuevas generaciones lectoras, tan amantes de piar cibernéticamente.
Si recordamos los primeros momentos del genero, sus orígenes, veremos que la aforística nació en forma de consejos que solía darle, por lo general, un padre a su hijo para que éste pudiera gobernarse en la vida, aunque en Hesíodo, donde primero aparece tal formulación, los consejos son de hermano a hermano. Esa función instrumental del conocimiento nacido de la experiencia es parte consustancial de la práctica del aforismo. No ha de ser modelo de nada ni de nadie el aforista, pero no es menos cierto que la coherencia entre el enunciador y el enunciado contribuye poderosamente a la pervivencia y difusión de las obras del género.
Parte consustancial del género aforístico lo constituye la expectativa que tiene el lector de adquirir un saber instrumental, un conocimiento que pueda aplicar a su propia vida de forma inmediata y con resultados reconocibles y evaluables. Por más que las últimas tendencias líricas del género rehúyan tal o cual expectativa, la presencia incluso ávida de ésta forma parte del concepto genérico predefinido con que acude el lector al encuentro con los aforismos.
El conocer de la aforística es, como no podía ser de otra manera, un modo fragmentario, como las teselas de un mosaico inacabable al que se van sumando sin que podamos siquiera intuir el dibujo final resultante. Y es, también un conocimiento total súbito, fulgurante, que se “revela”, una epifanía ante la que no cabe sino, en primer lugar, el asentimiento y, ya con la posterioridad del reposo y la asimilación, la interpretación y la crítica. No es infrecuente que el carácter polémico del conocimiento aforístico se manifieste en la oposición entre aforismos de distintos autores, e incluso a veces dentro de la obra de un mismo autor; lo cual, sin embargo, no implica que no puedan ser leídos de forma aislada y haya de buscarse siempre, para valorarlos ecuánimemente, el contraaforismo que nos permita alcanzar ese justo medio dialéctico del juicio entre partes enfrentadas. La fragmentariedad del conocer aforístico, en última instancia, responde íntimamente a la condición discontinua de la realidad, y se ofrece como el mejor reflejo de ella, el más fiel a su compleja naturaleza. De hecho, como con perspicacia ha observado P.E. Lewis (1977) al analizar la obra de La Rochefoucauld: Conclusion without introduction, the maxim is a short-circuit, the epitome of the pensé détachée, removed not only from any context but, in its inviolable literality from ordinary language itself. El aforismo, así pues, no solo se ofrece como vía de conocimiento en sí mismo, sino que lo hace desde ese aislamiento que se niega a reconocer un contexto más amplio en el que ser considerado. No todo es tan claro como parece, porque la aforística en tanto que género con notable antigüedad supone en sí misma un contexto que permite entender, hasta cierto punto, cualquier creación de este género, si bien no es menos cierto que el carácter transgresor del aforismo supone un poderoso inconveniente para la aceptación del contexto. Un aforismo no ha de decir la verdad, sino superarla. Con una sola frase ha de ir más allá de ella, escribió Karl Kraus (2003) y aun añadió: El aforismo nunca coincide con la verdad: o es media verdad o verdad y media. En cualquier caso, hay una impulso epifánico en el aforismo que va más allá del propio criterio de verdad, de ahí que se acerque tan apasionadamente a lo literario, incluso a lo poético, entendiendo poético como un modo, antes que como un género. Y en esa voluntad de revelación se elucida buena parte de su inclinación epistemológica, ajena a la dialéctica ortodoxamente filosófica y cercana a la sabiduría aforística, y enigmática,  de los presocráticos.
A Jorge Riechman (2003), por su parte, le resulta antipático el carácter pseudoepistemológico del aforismo, el hecho de que “quien lo enuncia sabe, o cree que sabe, y da a entender que sabe (la mayoría de las veces con exceso de énfasis)”. Tanto es así, que incluso reclama, como defensa contra el exceso de sabiduría, y para salvación de los aforistas, la “docta ignorancia”. W.H.Auden, citado por José Esteban (1981) en su prologo a la obra de Bergamín, reconoce ese carácter “aristocrático” del aforismo: El aforista no discute ni explica, afirma; e implícita en esta afirmación existe la convicción de que es más sabio o más inteligente que sus lectores .Savater siempre ha defendido, por su parte, en numerosos artículos, el humor, la ironía, como eficaz recurso contra la religiosidad del conocimiento y el totalitarismo de las nuevas tecnologías. José Bergamín (1981) en La cabeza a pájaros, defiende la naturaleza gnoseológica del aforismo, si bien le otorga un carácter definitorio que excluye el proceso dialéctico y lo acerca al mensaje poético invariable, inmodificable, casi apodíctico, en la línea de Auden: El aforismo es pensamiento: un pensamiento. Porque se piensa en pensamientos: se dice en pensamientos el pensar. Y si no se dice, no se piensa, o si no se piensa, no se dicen. Pero una vez dichos, ya no hay más que hablar, no hay más que decir. Ni una palabra más: aforismo perfecto. De ahí que, para redondear su tesis, Bergamín, en la misma obra, no le pida al aforismo la prueba de la verdad de lo que el aforismo defiende, porque no importa que el aforismo sea cierto o incierto: lo que importa es que sea certero. Esa concepción del aforismo se aproxima bastante a la descripción del Fragmento, como nuevo género, que nos ofrece Schlegel, según lo recoge James Geary (2005): A fragment, like a miniature work of art, has to be entirely isolated from surronding world an be complete in itself like a porcupine.
 Así pues, el carácter rotundo de verdad compacta, ajena a ambigüedades e interpretaciones, se impone sobre el valor propiamente literario del aforismo. Es indudable que la naturaleza retórica del aforismo puede limitar, en cierta manera, su dimensión gnoseológica, pero es obvio que no le priva de ella, a juzgar por la intención  “práctica” con que los lectores se aproximan al género, aun cuando se trate de variantes de él tan literarias como la greguería. El ingenio está muy bien valorado, la agudeza recibe el aplauso indiscutible, el humor nos parece condimento indispensable, según Deleuze (2005): Un aforismo es una materia pura hecha de risa y alegría. Si somos incapaces de encontrar en un aforismo algo que nos haga reír, esa distribución de humor e ironía y ese reparto de intensidades, entonces no hemos entendido nada); pero siempre exigimos que el aforismo nos descubra nuevas realidades del pensamiento, matices en los que no habíamos reparado, verdades que se nos habían ocultado como se nos oculta la realidad, según Heráclito, intuiciones sorprendentes que nos hacen contemplar con otros ojos la realidad de cada día. De todo ello son capaces los aforismos. Y de lo contrario, que conste, cuando nos las vemos con un torpe simulacro de los mismos.
Considerando ese talante antipático del aforismo, su rotundidez enunciadora, portadora de la irrefutabilidad, el siempre perspicaz y clarividente Rafael Sánchez Ferlosio (2005) tiene claro que esa tendencia apodíctica del aforismo, sustentada en la ambigüedad mistérica y el enigmismo de su enunciación, no le hace ningún bien al género, sino que, antes bien, lo desvirtúa; de ahí que, refiriéndose a sus pecios, su particular manera de bautizar los aforismos, nos prevenga con sano escepticismo frente al culto a la aforística como instrumento de revelaciones que, acaso, hayamos de buscar en otros saberes muy distintos:

Desconfíen siempre de un autor de pecios. Aun sin quererlo, le es fácil estafar, porque los textos de una sola frase son los que más se prestan a ese fraude de la “profundidad”, fetiche de los necios, siempre ávidos de asentir con reverencia a cualquier sentenciosa lapidariedad vacía de sentido pero habilidosamente elaborada con palabras de charol. Lo “profundo” lo inventa la necesidad de refugiarse en algo indiscutible, y nada hay tan indiscutible como el dicho enigmático, que se autoexime de tener que dar razón de sí. La indisentibilidad es como un carisma que sacraliza la palabra, canjeando por la magia de la literalidad toda posible capacidad significante.

Joubert –según Geary (2005)– concibe las máximas desde una perspectiva práctica que le lleva a compararlas, en su relación con la inteligencia, a las leyes en su relación con la acción:  They do not illuminate, but they guide, they control, they rescue blindly. They are the clue in the labyrinth, the ship’s compass in the night.
Está clara esa humilde dimensión práctica que responde al impulso que alumbró el género en la antigüedad: los aforismos eran, sobre todo, recursos útiles con los que saber enfrentarse a las variadas situaciones de la vida corriente y moliente para salir airoso de ellas. Elías Canetti (2011), excelente aforista él mismo, como lo ha demostrado a lo largo de su vida, nos describe, desde otra perspectiva, diferente de la de Geary, la importancia de Joubert dentro de un género en el que no siempre se han establecido las jerarquías con suficiente poder de persuasión:

Joubert tiene seriedad, gracia y profundidad. Estas tres cualidades participan proporcionadamente en su pensamiento, y por eso está más cerca de la Antigüedad que cualquier otro aforista. Un aliciente especial es su falta de peso. Su melancolía no lastra sus frases, sino que les da el condimento de una bondad participante. Es atacado, sin duda, pero él no ataca. Su pudor no le permite  morder; su sentido de la duración lo mantiene alejada de todo lo pequeño. Capta lo espiritual como si fuera un movimiento del aire. Siente las ideas y las palabras como aliento, o como un vuelo de aves que subieran y bajaran planeando.

No entraré ahora, y en este capítulo, a elaborar un intento de jerarquización de los aforistas que han marcado la historia del género, porque es tan grande la disparidad en la estimación de los autores del canon que se vería abocado al fracaso. Sin embargo, no quiero dejar pasar la oportunidad que me brinda esta cita de Canetti para recordar que, como sucede con los poetas, el aprecio de los aforistas tiene más que ver con la radical subjetividad del lector que con la imposible jerarquía de un canon universalmente aceptado, más allá de las figuras descollantes e incontestables.
Para la labor de elucidación de lo real que señala Geary, la máxima actúa, según Starobinski (1964), como una cuchilla afilada que divorcia ser y parecer por disociación analítica, buscando tras los fenómenos su máscara, los componentes simples y las fuerzas universales, sobre todo en aquellas que se construyen siguiendo lo que él denomina modo de identidad restrictiva o reductora: X no es más que Y. Se trata de un procedimiento que contribuye al propósito moral de la aforística, a su empeño en revelarnos el verdadero rostro de la realidad, oculto tras las convenciones, las mentiras y la demagogia. De ahí que, en esta supuesta teoría del conocimiento propia del género aforístico que ni de lejos estamos esbozando, Laura Hernández (2007) nos recuerde que lo propio del aforismo es, por un lado, su cualidad ética, que lo lleva a enfrentarse a lo establecido, con el inherente riesgo de marginación que ese tipo de posicionamientos éticos implica, y, por otro, que su verdad es enemiga de la certeza, y su fin no es moralizar, sino seducir. Exigimos del aforismo ser una vía de conocimiento, en efecto, pero, como acertadamente lo considera Armando González (2005):

El aforismo suele concebirse entones como una forma de escritura fragmentaria y versátil que remite a un conocimiento inconcluso, a una intuición sin explotar o a una revelación en cierne (…) Lo que llamamos aforismo, pues, se vuelve multifuncional y, sobre todo, se erige como uno de los géneros introspectivos de su propia materia, que usa y cuestiona el lenguaje, que transmite ideas pero las critica, que se desdice de lo que dice al decirlo. El aforismo es entones pensamiento y argumento, pero también sus contrarios: quiebra del concepto, desestabilización del significado, suspensión del juicio (…) Esa paradójica connivencia entre el ansia de saber y el desencanto del conocimiento, entre el afán de contundencia y la tentación del silencio, hace del aforismo unos de los géneros más emocionantes, pues vuelve patentes las contradicciones íntimas del lenguaje y del conocimiento que se revelan, a veces dramáticamente, en un individuo.

Es obvio que el afán de conocimiento propio y característico del aforismo tiene también no diremos sus detractores pero sí quienes advierten que ese afán tiene serias limitaciones propias de su naturaleza mixta: poesía y filosofía, como señala un ejemplar estudioso, y notable practicante, como Cristóbal Serra (2005): Para mí, el aforismo es un mutismo elocuente y la nota de una especie de balbuceo, que apenas dice lo que quiere decir. Luego el conocimiento del aforismo caería más del lado de la sugerencia, de la insinuación, que de la declaración tajante o apodítica, aunque también haya ejemplos de ello en aforismos que se confunden con tesis filosóficas como las de la Ética de Espinoza o los fragmentos de Wittgenstein.
Para José Ramón González (2008) esa cierta levedad gnoseológica del aforismo le lleva a asociarlo con lo que él denomina pensamiento fluido, líquido, no acumulativo, frente al suponemos que “estancado” de los sistemas filosóficos, siempre atentos al establecimiento de fundamentos sólidos desde los que expandir su construcción teórica. Para él el aforismo es el pensamiento que se esfuerza en pensar su propio proceso y, en consecuencia, su verdad radica en la epifanía de la revelación que trata de apresar con su palabra. Este cerrarse sobre sí mismo del aforismo nos acerca a la autosuficiencia de la mónada leibnitziana, como muy bien se ha percatado de ello Ana Bundgaard, tal y como lo recoge J. R. González en su estudio: El aforismo es pensamiento completo, una expresión monadológica, artísticamente configurada en unidad inseparable. Lo que añade Bundgaard, como nota distintiva de esa mónada es que el descubrimiento, la revelación llevada a cabo por el aforismo ha de ser el descubrimiento de algo insólito, que invita a la reflexión.
Como el carácter literario del aforismo añade una fuerte dosis de ambigüedad, propia de su condición de lenguaje indirecto, enfático, incendiario, satírico y elíptico, al decir de Jorge Lovisolo (2008), se inclina éste a leerlo más allá de lo que efectivamente dice, porque todo aforismo, según Lovisolo atesora retazos de una cosmovisión portátil. Ese carácter, llamémosle presencial, añade la contundencia de lo dado como un todo que impide el juego de las interpretaciones. Para Lovisolo, el aforismo es la cosa-en-sí, la revelación de su referente. Lovisolo cita un aforismo de Cioran muy expresivo: La ventaja de un aforismo es la de que no hay necesidad de dar pruebas. Se lanza un aforismo como se da una bofetada, y el daño contundente del golpe, como el golpe de Lázaro contra el toro de piedra del puente, adquiere naturaleza de oráculo, como sugería Blanchot(1980): Una frase aislada, aforística, no fragmentaria, tiende a resonar como un habla de oráculo que tuviera la autosuficiencia de una significación en sí misma. A su manera, paradójicamente, esa presencia material  del aforismo como una mónada que se autoexplica a sí misma equivaldría a la pasión materialista de Montaigne (2007): Yo quiero que las cosas sobresalgan y colmen a su manera la imaginación de quien escucha, que no haya ningún recuerdo de las palabras. (…) La elocuencia hace injusticia a las cosas.
Ignoramos, finalmente, si la naturaleza gnoseológica del aforismo puede aspirar a la objetividad y universalidad del conocimiento que vehicula, porque la radical subjetividad desde la que nace induce a pensar que se trata de un objetivo imposible, e incluso indeseable, puesto que si se cumplieran aquellas condiciones el aforismo no caería del lado de la literatura sino del de la ciencia o del de la filosofía tradicional. Así pues, es cierto que los aforismos aspiran a que sus enunciados sean válidos universalmente, pero no lo es menos que su íntima naturaleza es la de discrepar de sí mismos en el mismo acto de la enunciación, que, apenas han sido formulados, florece, como por arte de birlibirloque, su refutación, según hemos leído líneas arriba.
Louis Groarke (2007) sostiene que el conocimiento que se manifiesta en el aforismo constituye una categoría epistemológica básica o primitiva, esto es, la aprehensión inmediata o directa de algún tipo de conocimiento inexplicablemente revelado, lo que lo sitúa inmediatamente en la órbita genérica de lo poético y lo aleja de la del conocimiento tradicionalmente considerado como tal. Sin embargo, la definición del aforismo elaborada por Celia Fernández Prieto y Carlos Castilla del Pino(1994): Frases breves y compactas que, desde su aparente levedad, van erosionando y desmantelando los anclajes lógico-lingüísticos de nuestras certezas, lo que hace es convertir a los aforismos en auténticos dinamiteros de nuestro saber establecido, algo que, en el fondo, tampoco está tan lejos del propósito, nunca declarado, del discurso poético. El carácter iconoclasta del aforismo lo define a la perfección Fernando Aramburu cuando habla de los aforismos como “filosofía a traición”.
Esa concepción del aforismo como un conocimiento revelado, y dependiente, por tanto, de la inspiración, del tradicional “rapto poético”,  no puede hacernos olvidar  la marcada vertiente didáctica de la aforística, un género que nace, como ya sabemos, como un repertorio de consejos para ayudar a los demás a conducirse en la vida de cada día, haciendo frente con ello a situaciones de tipo práctico, alejadas de saberes abstractos. Quizás, de entre los conocimientos clasificados como tales, es el de la Ética, como ya hemos dejado establecido líneas arriba, al que más se acerca el conocimiento propio de la Aforística. O el Aviso, como sugiere Alfonso Lázaro Paniagua (1997):
        
Lejos del pensamiento como género y de la máxima oral; el aforismo no es un apunte que se entrega al discurrir; aspira, más bien, a imponerse como una iluminación súbita. Tampoco pretende adoctrinar. Más cerca del “aviso” en este punto, quiere provocar y afectar a la inteligencia para que se mantenga prevenida, pero lo quiere hacer por sorpresa, desbancando de un trazo todo supuesto dogmático –en efecto, el estilo aforístico es por definición antidogmático– y aún más, afirmando una verdad que despista al sentido común: <>, Bergamín apunta siempre desde un extremo para iluminar el aforismo, para revelarlo en un fogonazo. El aforismo basa su virtud en lo certero de su expresión. La pasión y la razón aunando esfuerzos se lanzan a la diana y ya todo depende del tino del que partió. En el aforismo cuenta el tino, lo certero de su disparo, por eso <>. A veces, el aforismo puede confundirse con la greguería, no en vano Bergamín –frecuentador de Pombo– consideró a Ramón Gómez de la Serna como su maestro.

De más está recordar la distancia ya mencionada a que sitúa Ramón la greguería del aforismo y el carácter envarado y dogmático que a este le atribuye para distanciarlo de la gracia, el lirismo y el humor de sus inolvidables greguerías. Ahora bien, el elogio de lo certero, esto es, del logro de la expresión poética acaba uniendo aforismo y greguería en una sola manifestación genérica.
Volvamos, para acabar, a aquella hermenéutica cervantina de la que escribe Ortiz-Osés (2006), y según la cual:

Los aforismos son quijoterías, gesticulación en el aire, atrapahuecos: proyección de un sentido trashumano en la realidad deshumana,, contrapunteado por la humana presencia sanchopancesca. Recuperamos así la hermenéutica cervantina, la cual trata de mediar entre lo real quijotesco y lo real sanchopancesco, buscando remediar los contrarios en una filosofía de la convivencia a través de la correlativización de los extremos.


De donde, casi por arte de birlibirloque, saldría el justo medio, tanto el aristotélico como el ilustrado, producto de la empatía de los contrarios, de la exploración de la alteridad y de la capacidad equilibradora de la misma. Como más tarde dice el propio Osés en uno de estos aforismos de la serie Aforística y quijotismo: La búsqueda del sentido: la brusquedad del sinsentido, es decir, solo a partir de la sinrazón podemos llegar, mejorados, acaso sublimados, a la razón vital que nos define como especie sobre la tierra.
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