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Channel: Diario de un artista desencajado
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“Aventuras del bachiller Trapaza. Quintaesencia de embusteros y maestro de embelecadores”. Alonso de Castillo Solórzano.

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Una obra picaresca menor, las Aventuras del bachiller Trapaza, para un interés lector mayor: Incluso en los clásicos segundones hay placeres primeros.

De vez en cuando conviene adentrarse en obras que, sin ser las de relumbrón en ciertas épocas, sino centón de ellas, permiten tener una visión de conjunto de un periodo literario o de un género, en este caso el de la picaresca, al que pertenece las Aventuras del bachiller Trapaza, obra de un autor acaso poco leído hoy en día, pero por el que conviene pasear por un doble motivo: para mejor apreciar las obras cumbre del género, desde el Guzmán hasta El Buscón, y para deleitarnos en un uso del lenguaje que dista años luz de la grisura del que se nos endilga como lenguaje “transparente”, “económico”, “sobrio” o “eficaz” en las obras de literatos recientes, donde diríase que un destello léxico noventayochista, por no retroceder mucho, casi podría arruinar una reputación. Tengo por costumbre no dejar pasar el año sin leer, como mínimo, alguno de estos clásicos que permiten forjar un juicio más ajustado de una época. Se hace figura quien se singulariza, escribe Solórzano; y parece haberme esclarecido la intención, porque, aunque solo sea para acabar revelándolo en este Diario, es un placer añadido el de frecuentar obras, como la presente, que apenas tiene lectores; obras recónditas, como ese portal Nuruega, tanta era su oscuridad, que describe Solórzano. No tengo plan lector ninguno, y me guía el azar y el capricho en la elección de mis lecturas, pero, de siempre, me he impuesto dos obligaciones anuales: leer un clásico español y otro greco-latino. A partir de ahí tanto pueden acabar siendo seis como esa una obligatoria. Nunca lo sé.
 Las aventuras del bachiller Trapaza, sus bachillerías del embuste y el embeleco, constituyen un repertorio de lugares comunes del género que Solórzano consigue hacer legible a condición de que le perdonemos lo insustancial de la trama, la escasa singularidad de los personajes y algunas obras intercaladas más a beneficio de inventario que propiamente porque vengan “de molde” al desarrollo de los acontecimientos, si bien el entremés de la castañera tiene su gracia y el de la suplantación de la Monja Alférez, por ver a la cual piden pagar la entrada, también. Desde los orígenes hasta un presente aciago, pasando por todos los padecimientos imaginables, la vida de Trapaza es un sinfín de tretas, de ardides, para intentar hacer fortuna y obtener una sólida posición social. Casi todo el espectro social desfila por las páginas del libro y a cada momento hay pretexto para trazar una radiografía satírica y jocosa de la sociedad de la época. Como se trata de una obra de aluvión, esto es, en la que se van sumando escenas que tienen por protagonista a Hernando (o Fernando) Trapaza, cómico hijo de sus cómicos padres: Pedro de la Trampa y de Olalla Tramoya, nada que no sea lo que ocurre en el momento tiene la más mínima importancia. Casi podría hablarse de ella como de una novela “gestáltica”, centrada en el “aquí y ahora”. Nada ocurre que tenga, como trasfondo, un plan, un proyecto vital, una aspiración, un programa de vida, una cadena de actos ordenados a un fin: el presente continuo, el momento impostergable, domina la acción y, por ello mismo, la lastra. ¿Cómo concitar el interés del lector hacia el futuro, esa prolepsis inevitable de quien lee? Sustituyéndola por una realización de los episodios como unidades discretas cuya eficacia radica en su propia individualidad, nunca en la acumulación de las mismas. No se trata de un conjunto de cuentos, pero casi. Todos los autores señalan la inspiración bocacciana de Solórzano, más evidente en el conjunto de relatos Los alivios de Casandra. Eso lleva a que la desigualdad entre unos y otros episodios convierta la lectura en una suerte de sorpresa permanente, en un “a ver qué viene ahora” y “a ver cómo sale de esta” que no siempre satisface de igual manera al lector.
El hecho de estar narrada en tercera persona, a diferencia de la primera, típica de la picaresca, introduce una perspectiva, la del narrador omnisciente, que hace más llevadera la lectura, porque, fácilmente identificable con el autor, el relato se nos presenta trufado de juicios, reflexiones morales y estéticas que permiten, hasta cierto punto, una identificación del lector con esa voz, como cuando advierte: El juego ha sido siempre destruición de la juventud y polilla de las haciendas. Gracias a ese narrador se introduce en la narración una distancia que acentúa el carácter casi guiñolesco de Trapaza, porque se trata, en última instancia, de un ser desprovisto de interioridad, de profundidad psicológica y emocional, solo atento a las necesidades básicas, entre las que buscar trapaceramente su bienestar es la primera. Poco a poco, a medida que avanza la obra, el tono crítico-festivo impuesto por el narrador le permite al lector la obtención de ciertas recompensas lectoras, entre las que no son las menores el uso de un lenguaje con el mejor sabor de la época, como enseguida veremos. La obra no tuvo un éxito arrollador, porque se editó pocas veces, en comparación con otras; pero tuvo la continuación que se promete en la obra: La garduña de Sevilla, hija de Trapaza y Estefanía, lo que permite hablar de la saga Trapaza, del mismo modo que en las novelas de caballerías se continuaban las aventuras de los hijos de los protagonistas, como las famosas Sergas de Esplandián, que continuaban las de su padre Amadís de Gaula.
Desde el punto de vista del lector contemporáneo no filólogo resulta peliagudo establecer una lista de valores del libro que inciten a una lectura entregada, porque es muy posible que la distancia con el asunto y con el estilo sea tanta que no halle asidero al que agarrarse para mantenerse en la lectura. Voy a intentar, en lo sucesivo, traer a colación algunas citas del texto que nos permitan vislumbrar, a través de ellas, la riqueza lingüística y estilística que anime a hacer esta lectura, cuya recompensa en modo alguno puede compararse con la que depara la de obras como el Guzmán de Alfarache o el mismísimo Lazarillo, pero sí con otras obras, si menores, de notable interés, sin embargo, como La segunda celestina de Feliciano de Silva, cuya lectura encarezco incluso con antelación a la presente.
La visión moralista y la estupenda pluma de Solórzano para el retrato costumbrista satisfarán, creo yo, al lector más exigente, como se puede apreciar cuando, como parodia de otras obras, y con no poca sorna, las introduce: ¡Oh, cudicia, lo que haces! ¡Oh miseria, a qué de bajezas te pones! Ninguno ha tenido las dos, que con la primera no se haya visto en muchas afrentas y con la segunda no haya gastado más que hiciera un generoso. Baste de sermoncito y volvamos a Trapaza. Una habilidad que no cede ante verdaderos detalles de perspicacia social y psicológica, como en aquella aguda reflexión: aquella era la hora en que más se conoce la que es perfecta hermosura o fingida, que es acabada una mujer de levantarse de la cama. La creación de un personaje como el hidalgo don Tomé, arruinado caballero trazado sobre la plantilla del escudero del Lazarillo, no deja de tener su gracia al haber añadido la dimensión poética que permite cierto juego metaliterario, pues el tal Tomé es horrísono poeta culterano: Gémina luz viviente/presta ocasos purpúreos zafiros,/no ya visibles, algente/sí, en cóncavos retiros,/por quien delio esplendor anima giros. La descripción del tal Tomé, venía este caballero con vestido negro de gorguerán, acuchillado sobre tafetán pajizo. Traía muy largas guedejas, bigotes muy levantados, gracias al hierro y a la bigotera que habrían andado por allí; un sombrero muy grande, levantadas las dos faldas a la copa, con unos alamares pajizos y negros, toquilla de cintas de Italia destos dos colores y por roseta un guante, que debía de ser de alguna ninfa; al cuello, una banda de las mismas cintas, con gran rosa atrás, cosas para calificar por figura profesa al tal sujeto, se completa enseguida con la delicadeza poética con que acoge a Trapaza como secretario: ninguna cosa me satisface más que vos que me hayáis hablado a mi modo, porque yo soy exquisito en el dialecto, y así gusto que quien más me comunicare tome el modo de hablar que yo tengo. Por el libro desfilan otros tópicos como el del viejo enamorado que paga con creces esa dificultad que señala el autor: Cuando el amor se apodera de canas es dificultoso el poderse echar dellas. Así, Estefanía, quien sigue su carrera delictivoimpostora de forma paralela a Trapaza, que está enamorado de ella, y de quien acabará teniendo una hija, fuerza la caída en sus redes de un incauto, de un viejo que trocando los frenos a las edades, con la hermosura de Estefanía al lado, olvidóse de las muchas navidades que tenía, y sacando esfuerzos de su flaqueza, quiso mostrarse más alentado que pedían sus años, y así dentro de seis meses, dio consigo en la sepultura.

Finalmente, que tampoco quiero extenderme más allá de a lo que una leve cata obliga,  cualquier aficionado a la lengua no dejará de hallar en el libro un repertorio de voces que le compensará del posible tedio que le provoque el encadenado de episodios. Así, voces como Gomia, ese nombre damos al que come mucho y desordenadamente, aplicados a un personaje, como a la mujer del médico, metafóricamente, nos deleita con un hallazgo retórico más que notable: la esposa del médico era gomia de Navidades,porque parecía insaciable en consumir años a causa de su mucha edad. Traerse de runfla un escribano y dos corchetes, esto es, en hilera. El uso de un cultismo inesperado: Os ha sucedido la desgracia porque vuestro estado anda en lites, de lis, lites: pleito judicial. Una metáfora afortunada: Mil veces esta calle me pespunta…, esto es, la pasea. O la evocadora descripción de una celestina: Esta señora era algebrista de voluntades o zurcidora de amores. Las insólitas caravanas que no son sino las diligencias que uno hace para lograr alguna pretensión. O, y ya termino, el insólito darse un verde de tal cosa, que vale hartarse, atracarse de ello.

La lectura perversa (y polimorfa).

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Pierre-Auguste Renoir. Retrato de Edmond Maitre. El lector (1871

Divagación sobre el lector extraviado.


La lectura no parece concitar sino elogios unánimes. Y la unanimidad es, con frecuencia, el indicio inequívoco de la aberración. Que la cultura no es salvaguarda moral de nada, se ha dicho y repetido hasta la saciedad. Que un sano analfabetismo tiene, a menudo, un vigor espiritual extraordinario, no se le escapa a nadie. Hay quienes consideran que de la literatura española, siendo lo que es, un tesoro de incalculable valor, una suerte de patrón oro de la literariedad, nada hay tan excelso como el Romancero viejo, obra popular por excelencia, fruto de mil retoques, supresiones, añadidos y variantes, por más que en el origen de cada romance, en su irrecuperable forma original, haya habido un nombre y dos apellidos. Hay, sin embargo, una lectura alienadora, despersonalizadora, de la que no suele hablarse. No me refiero, es obvio, a la lectura de todos aquellos libros que poco o nada tienen en sí de buenos y sí todo de execrable, sino a la actitud del lector, a esa extraña disposición ante la obra, habitualmente literaria, pero no necesariamente, porque dicha actitud se extiende al campo amplísimo de las Humanidades, en el que cabe, ¡y cómo no!, la divulgación científica; esa disposición, digo, que lleva al lector poco menos que a la negación de lo leído, aunque, mejor pensado, no es tanto la “negatividad” la propiedad básica de esa curiosa acción lectora, y nada intelectora, cuanto la indiferencia, la distancia, la incredulidad o propiamente el olvido inmediato. ¡Cuánto habré leído que propiamente no he leído! Debo de ser el ignorante con más horas de lectura del mundo… Viene de lejos, claro está, de cuando leer sin comprender o haciéndolo a medias, como las medias verdades de las confidencias equívocas, no garantizaba sino poco más que una imagen políticamente correcta e intelectualmente perversa. El lector perverso, polidisciplinariamente perverso, podríamos decir, es algo así como una especie de senderista poco sensible a la naturaleza y con escasas dotes de orientación: camina, es cierto, pero se pierde lo mejor del camino, aunque probablemente a lo largo de su vida haya recorrido cientos o miles de ellos, y su memoria no guarda ningún recuerdo sustantivo que le permita evocar lo que, en su vida, ha sido un factor decisivo para definirlo: caminar, leer. Ya sea en periodos creativos, ya en los áridos de la sequedad espiritual, cuando Citano está más cerca del canto del cisne que Perengano de liarse con la lengua para alumbrar algún fruto borde, leer con una pasión feroz que no excluye la ceguera ni la desidia, ¿cómo ha de entenderse, sino como una perversión enfermiza? Dejo de lado esa fértil divagación en que solemos caer los lectores, bien porque alguna línea o palabra nos ha dado pie, bien porque, por benemérito arte de birlibirloque, nos exiliamos en la abigarrada Babia para contemplar a nuestras anchas minúsculos acontecimientos de nuestras confusas vidas, bien porque, desde que hemos abierto el libro, íbamos ya predispuestos a engolfarnos en ciertas digresiones  -que no, ¡ay!, transgresiones…- por las que necesitábamos andar con pie confiado y ligero; la orillo, digo, y me atengo a lo sustancial: a la desustanciación de lo leído, a la ininteligibilidad súbita que nubla el entendimiento del lector de excelente vista, quien reconoce todas las palabras de todas las frases, pero se ve incapaz de arrancarle a esa sólida y trabada arquitectura sintáctica la más mínima pizca de significado. Las hojas del libro se convierten, entonces, en binzas cebolludas y amenazan con desmoronársenos entre los dedos, como en un cuento de terror ciertos cadáveres súbitamente expuestos a la luz. Nadie suele reconocer que incurre con cierta periodicidad en la lectura fementida, pongámonos quijanescos, y menos aún que buena parte de las que constituyen su formación lectora han sido de esa raigambre modorra, porque no es reconocimiento que evite la vergüenza o la descalificación, cuando no la befa y el escarnio. Me adelanto a las censuras, pues, y sin arrogancia ninguna, me reconozco veterano frecuentador de esa perversión. Ninguna exculpación es posible. Me he ido muy lejos siempre de donde más cerca de la vida estaba. ¿Por miedo? ¿Por precaución? ¿Por vergüenza? ¿Por incompetencia? Lo ignoro. Y ni siquiera sé si me gustaría saberlo. Es un hecho. Ha sido un hecho. Convivo con él. De esa torpe variante de la acedía, o de la desolación, ha salido de todo, ungüentos mágicos de botica y bostezos insólitos tras los regüeldos blanquecinos de esa imposible digestión del vacío estéril. La lectura perversa es lectura, ojo, no se ponga en duda, porque se malentendería cuanto de paradoja e incluso de oxímoron hay en esa perseverante actitud de quienes aguantamos horas, repito, horas, con el libro en las manos y volvemos, de tanto en tanto, a tropezar con esta o aquella frase más o menos, en ese contexto de desdén, absurda, para inmediatamente regresar a nuestro extravío, extrañados por la dificultad expresiva de aquellos a quienes mecemos en las manos con una ternura solo comparable a la que nosotros les suscitaríamos a ellos. ¡Cuántos libros no son sino espejos infranqueables! Algo de torpe mosca perdida en su olvidada transparencia somos los lectores perversos, en efecto.

La investigación y la creación o la amenaza de la doble hélice del extravío.

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La sed de datos convierte la imaginación en un hontanar de arena: el caso de X.



Tener amigos escritores es una maldición como cualquier otra. No son especialmente gente sociable y cuesta lo que no está escrito, ni por ellos ni por mí ni por nadie, salvo la presente entrada, soportar sus delirios, sus manías, sus impertinencias, sus efusivas confidencias y sus proyectos disparatados, caso de que nos hagan, ¡oh privilegio de privilegios!, partícipes de ellos. Llamemos X a quien, por su nombre, tampoco le diría nada a los amables intelectores que tienen tiempo para perderlo en estas entradas que no llevan a ninguna parte. El tal X, de genio desabrido, raro humor, escasa elegancia, parva creatividad y extravagante estilo, vertido en tres libros sin lectores, lleva quince años metido en una investigación de la que, según me ha confesado, con algo más que fiero dolor de muela podrida, ni sabe cómo salir ni sabe, siquiera, si quiere hacerlo, dada la esterilidad creativa a la que lo ha llevado dicha investigación, que deja más que pequeña la mía propia para una tesis sobre la aforística que avanza tan lentamente como mi pereza lo consiente. X, no. Él es trabajador infatigable -alguna virtud había de tener…- y a medida que va almacenando datos como un poseso, más va descubriendo para añadirlos a la pirámide donde me imagino que, finalmente, habrá de ser sepultado el aborto de su novela. Se ha convertido en un virtuoso del dato, y ello le lleva a la convicción de que si no sabe “exactamente” que el día de compras de Navidad se llama en Berlín “Domingo de plata”; que fue en la encíclica Casta connubi donde se fijó el rechazo católico a los métodos de control de la natalidad que no fueran los “naturales”; que un dólar valía en la hiperinflación alemana del año 23 la escalofriante cifra de 2.500.000.000 marcos; que fue Jack Weinberg el creador del famoso lema: “No te fíes de nadie que pase de los 30 años”; que Katherine Hepburn fue la primera en usar slacks, pantalones de franela de corte masculino; que Eric Gill diseñó el tipo de imprenta Times Roman; que le ha sido necesario adquirir en un coleccionista un CD de Paul O’Montis para conocer de primer oído la voz de uno de los grandes del cabaret berlinés; que fue el insoportable Eddie Cantor el primero en popularizar Yes, we have no bananas, éxito popular que fue prohibido por los nazis o que Schl.m.m. era una abreviatura mediante la que se proponía, discretamente, a alguien hacer el amor: Schlaf mit mir…; que si no sabe todo eso y miles de c osas más que va recogiendo con paciencia de erudito digno de mejores causas y temas, le será imposible escribir ni un solo capítulo de esa novela que muy probablemente no acabe viendo la luz jamás. A X, cuando recurre a la enumeratiohay que apearlo enseguida de ella, porque, de lo contrario, le dan a uno las tantas con un recitativo del que apenas, dada la heterogeneidad de los datos, puede retener nada. Los ejemplos anteriores se los he pedido por correo electrónico. X no lee a sus contemporáneos, como es práctica habitual entre los innúmeros genios sin lectores que son planta común en la península ibérica, de ahí que pueda escribir esta entrada con total tranquilidad respecto de su reacción. Todo lo más que pudiera ocurrir es tener el descansado privilegio de que me sea retirada su amistad y confianza… Pero los X que en el mundo son necesitan audiencia, y yo estoy especializado en esa rara virtud que consiste en ejercer el arte de escuchar, ergo… X suele, muy contrariado, arrepentirse de su descabellada actividad y suele prometer tan solemne como enfáticamente que renunciará a ella para “ubicarse” (sic, X es así…) en el primer borrador de una obra ya clásica sin haber sido escrita, aunque concebida infinidad de veces. Por suerte me está vetado el acceso a las vanidosas circunvoluciones cerebrales de X -nunca teñidas por el rojo vivo de las emociones cordiales- y no he tenido la suerte de comprobar en qué estado de ideación se halla la novela más y mejor datada (de big data, no de fechar) de la historia del género; pero no andará muy lejos de las clásicas “mantillas”. La obsesión por el dato es un mal esterilizador en el que conviene no caer. El realismo, a pesar de lo que propone Ortega en sus Ideas sobre la novela, no necesariamente pasa por una imposible mímesis de lo real conseguida mediante la acumulación de esas minucias que, sí, le dan un “aire de verdad objetiva” a lo narrado, pero que poco contribuyen a la construcción de la realidad si los lectores no se enfrentan a una expresión viva, por peregrina que sea, de las emociones, de las ideas y de los hechos. No necesariamente una “puesta en escena” realista nos acerca mejor a la realidad, algo que no ignoran los escenógrafos de la ópera, como en la reciente versión de La flauta mágica ideada por Barrie Kosky, quien se ha inspirado, para crearla, en el cine mudo, con un brillante resultado. A X no hay manera de convencerlo de que no por poder describir casi fotográficamente un espacio en una época determinada la historia que narre tendrá mayor poder de persuasión…; tiene tan contumaz voluntad de notario que no hay quien lo disuada de que ha de respetar, y no invertir, la jerarquía narrativa: que los personajes y sus peripecias vitales siempre son más importantes que el decorado en el que se mueven y aquellas se suceden… ¡En balde es! Luego se queja de la sequedad espiritual que dice que lo habita, y de que “no se le ocurre nada” que sea capaz de arrastrarlo a la redacción “febril” de lo que, según él, tiene “perfectamente claro” en su imaginación…, algo de lo que me permito dudar con no escaso fundamento, a juzgar por lo poco que X suele contar de la trama. Hay escritores que nunca hablan con nadie de lo que escriben; X es distinto: habla de ello y no hay quien lo pare: está convencido de que al recontar una y mil veces lo que escribe logra decantarlo, quintaesenciarlo, descubrir lo esencial y desprenderse de las limaduras…, por eso, dado su pertinaz silencio al respecto, me caben pocas dudas, por no decir ninguna, respecto de que hayan pasado de las musas al papel sus borrosas pretensiones narrativas. Es cierto que una novela biográfica sobre alguien célebre exige un plus de verosimilitud y de fidelidad, por eso a mí jamás se me ocurriría emprender un proyecto de esa naturaleza y me he decantado por una autobiografía tradicional, Juventud en Poz, que va saliendo casi con fórceps, a fuerza de plantearme problemas narrativos y éticos casi irresolubles. Le he aconsejado a X que queme todas sus fichas y que escriba la novela de por qué no pudo escribir la novela… El desprecio, la arrogancia, la conmiseración y la compasión se han esculpido en su rostro, ellos sí, con absoluta propiedad mimética… “No sabes lo que dices…, ni lo que escribes”, ha apostillado con esa perfidia genuina de quienes se sienten superiores y te restriegan la suela de sus coturnos por la incipiente calva… Allá él. Advertido lo dejé. Divertido me alejé.

Examen crítico de las evaluaciones académicas de Secundaria.

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Concurso de cates/mates o cómo evaluar rompiendo el aro de la cordura…
         [La publicación en el blog Profesor en Secundaria de una semblanza de las sesiones de evaluación, Tras una tarde de evaluaciones, me ha empujado a dar a la luz pública este examen crítico de ellas que hice en su momento, cuando estaba en activo. Nada quiero conseguir con esta publicación que no sea abundar en ese toque de atención a las autoridades académicas sobre el deterioro de una herramienta pedagógica llamada a servir para fines muy distintos de los que, para mi desazón, aún siguen teniendo nefasta vigencia. Quede aquí como un paréntesis en modo alguno nostálgico, sino reivindicativo, aunque sea nula mi capacidad de influencia para la corrección de una práctica tan deturpada.]

Me veo en la obligación moral de hacer de abogado del diablo para hablar sobre una práctica del ejercicio docente sobre la que siempre me he sentido insatisfecho, si bien sobre mí y los colegas con  quienes he formado las diferentes  juntas de evaluación a las que  he asistido durante toda mi carrera profesional ha de recaer toda la responsabilidad por las posibles negligencias cometidas. Acabamos de dejar atrás unas sesiones maratonianas de evaluación que, a mi parecer, si todas se parecen a las que yo he vivido, dejan tanto que desear, que no es de extrañar la decepción profesional que originan. Me gustaría repasar brevemente esta práctica que tan importante habría de ser en nuestra actividad profesional  y que, sin embargo, se ha convertido en una actividad mecánica carente de contenidos y de objetivos, y, por consiguiente, de la mínima eficacia que debería tener.
Lo primero que se ha de criticar es el absurdo evidente de programar las sesiones de evaluación al final de la jornada escolar, de por sí ya suficientemente densa y tensa. Como se han de hacer fuera del horario escolar, el tiempo asignado a cada evaluación no suele pasar de la hora, por lo que las posibilidades reales de convertir la sesión en una herramienta de análisis pedagógico individual de cada uno de los alumnos se esfuma apenas el tutor ha consumido el primer cuarto de hora, de los cuatro disponibles, y no hemos pasado de las tópicas consideraciones globales o, como mucho, estamos a la altura del número tres de una lista de treinta alumnos.
Así que se entra en la dinámica del “vamos caso por caso”, todo va a depender, ¡ay!, de la capacidad de organizar una reunión de trabajo que tengan los tutores correspondientes y de la flexibilidad con que están dispuestos a oír las mismas nimiedades  repetidas ad nauseam. Sobre lo primero es obvio que no vivimos en un país en el que las reuniones de trabajo se ajusten a normas que las hagan productivas, porque, al menos en el sector de la enseñanza, antes parecen una invitación a la relación social que una jornada de trabajo con unos objetivos bien definidos. Lo habitual, lo que resulta insufrible, es que, disponiendo de 60 minutos para 30 alumnos, cualquiera de ellos nos ocupe 15 sin que a la junta de evaluación le preocupe lo más mínimo qué haya de ser de los restantes. Cualquier sugerencia en ese sentido: “¿No nos estamos demorando demasiado?”, supone un acelerón de tal naturaleza que quienes tengan la mala fortuna de seguir en la lista a aquél “tapón”, apenas concitarán de los apremiados  tres o cuatro expresiones de rigor: “necesita trabajar un poco más”, “no es preocupante”, “los hay peores”, y poco más; excepto que alguien se descuelgue con “a mí no me ha presentado los deberes del tal, el tal, el tal  y el cual de octubre, y claro…” 
Más allá, con todo, de la dinámica de la sesión, que reproduce esquemas organizativos y productivos propios del siglo XVII, quisiera llamar la atención sobre el nivel del análisis que efectuamos en esas sesiones, porque tengo el convencimiento de que la incompetencia y esterilidad del mismo bien aconsejaría renovarlas de arriba abajo, eliminarlas y convertirlas en el viejísimo “cantar las notas”, “ponerlas en las actillas” o algo equivalente.  A nadie que haya padecido sesiones de evaluación puede serle ajeno el rubor psicológico y pedagógico que levanta, en cualquiera mínimamente sensible a los juicios bien fundados, los sedicentes con que solemos despachar una evaluación tras otra, con la vista puesta en el momento de liberarnos de semejante condena y poder acogernos cuanto antes al sagrado de nuestros hogares, ínsulas de excepción en el mar de  vulgaridad que nos rodea, que nos acosa y que nos intimida (otro día me preocuparé de otro mal que se deriva de ese acoso marítimo: la infame necedad que, como una marea exclusivamente creciente, se va apoderando de nosotros tras tantísimos años de contacto con la ignorancia y el primitivismo emocional, a los que se suma  la incompetencia absoluta de nuestras autoridades educativas); ínsulas donde el bálsamo de fierabrás, la fórmula del de cada cual sólo cada cual la sabe, es capaz de repararnos para permitirnos afrontar la siguiente jornada.
“Se ha dejado ir”, “se está estrellando”, “falta mucho”, “no hace nada”, “no me presenta las cosas”, “va viniendo, va haciendo”, “sería recuperable”, “muy juguetón”, “es muy justo” –éste es la estrella analítica, sin duda alguna, merecedora de hacernos acreedores a todos sus usuarios del  anillo freudiano (muy otro, evidentemente, del de la NBA), y quien esté libre de pecado, que esconda el dedo…–, “se organiza mal”, “no tiene hábitos”, “tiende a rebotarse”, “¿qué padres tiene esta criatura?”, “de buena gana lo enderezaba yo con un par de ****** bien dadas”, “es impresentable”, “no se entera de nada”, “¿qué ha hecho en Primaria?” “tonto no es, desde luego”, “el día que quiera ponerse”, “pues a mí fulanita me ha dado un cambio bestial, parece otra”, “no me trae el chándal”, “es que está en un grupo que se las trae”, “esta es una ****** de mucho cuidado, y tiene una mala baba que se la pisa”, “yo lo tuve en mi tutoría el año pasado y lo entendí todo cuando me vi con el padre…”, “repite y va para UAC”, “lo pillaron fumando un porro en los lavabos”, “las lenguas no son lo suyo”, “necesitaría un refuerzo, un profesor particular”, “conmigo no aprobará jamás”, “suspende como todos, ¡y estamos haciendo divisiones! ¡En primero de ESO!”, “aquí está perdiendo el tiempo, eso está claro”, “no se deja enseñar”, etc.
¿Quién no ha usado en alguna ocasión cualquiera de estos tópicos desgastados, a fuer de repetidos, que no construyen discurso ni análisis, sino justo todo lo contrario: lo ahogan? Del mismo modo que hay alumnos-tapones que impiden progresar en la evaluación, hay juicios taxativos que, paradójicamente, permiten dinamizarla, al cortar de raíz cualquier posibilidad dialéctica: “Es lo que hay”, llega a oírse como justificación, si alguien cree –con incombustible fe pedagógico-carbonera– que merecería la pena “escuchar otras opiniones” de los junteros para saber a qué atenernos con el discente en cuestión.

La insatisfacción es el resultado de semejante acto jurídico, porque sentenciamos con una alegría que asusta al más atrevido. Y siempre salgo de esos tribunales inapelables con la conciencia culpable de no haber sabido estar a la altura de lo que se espera de nosotros como profesionales de la enseñanza. Derivamos  hacia el pseudoanálisis psicológico con una facilidad que sólo está a la altura de nuestra incompetencia en la materia –salvo quien la tenga, aunque en estos casos, los juicios aún son más deplorables…(En la impresionante película de Joaquim Jordà, El otro lado del espejo, acabada unos meses antes de morir, y de obligada visión, se relata cómo el psicopedagogo de un centro escolar se refiere a una afectada de agnosia como “el residuo de la sociedad”…)– y renunciamos a lo que debería ser competencia nuestra exclusiva: el proceso de aprendizaje: llegar a saber por qué –al margen de los ponderables tradicionales de la falta de trabajo, etc.– los alumnos son incapaces de progresar en tal o cual asignatura, y tratar de ponerle remedio. Es evidente que las viejas recetas siguen teniendo validez, que son los alumnos los que han de aprehender el conocimiento, no éste instalarse en ellos casi feéricamente, con la consiguiente varita mágica, pero no es menos cierto que no podemos despreocuparnos de ese campo del conocimiento que tanto podría ayudarnos a establecer diagnósticos pedagógicos certeros que nos permitieran ayudar al mayor número posible de nuestros alumnos, siempre y cuando la administración educativa entendiese que una sesión de evaluación no es un trámite relegable extramuros de la jornada educativa, sino un pilar básico de nuestra actividad profesional. ¡Cuántos daños irreparables provoca el fetichismo de la “hora de clase” intocable!  

La cultura en el quiosco: “Las cartas filosóficas” y las “Memorias” de Voltaire al alcance de todos los bolsillos y lectores.

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      Seguimos siendo destinatarios gozosos de Las cartas filosóficas, y nos sorprenden las Memorias de uno de los forjadores del librepensamiento europeo y de la tolerancia como práctica individual y social: Voltaire.

 Voltaire es un autor al que siempre se ha de regresar, sea a sus textos, sea a los de quienes, como Savater, hacen de él el eje alrededor del cual articulan propuestas tan atractivas como su novela El jardín de las dudas, en su momento un incomprensible finalista del Premio Planeta de novela, por más que fuera concebida como una suerte de compilación de citas del escritor francés, con un benemérito afán divulgador. Como es tema común y manido el de que la cultura esté al alcance de las masas, he provechado la publicación semanal de los volúmenes filosóficos de Gredos que llegan a los quioscos de prensa -dentro de poco de todo menos de prensa propiamente dicha- para completar lecturas que, por esos azares intelectores de la vida, fueron quedando orilladas a lo largo del camino. Me refiero a dos textos de muy diferente naturaleza, Las cartasfilosóficas, publicadas inicialmente en Basilea como Lettres ecrites de Londres sur les anglois et autres sujets. Par M.D. V***, y las Memorias, que abarcan dos décadas de su vida y fueron publicadas tras su muerte, aunque se contiene en ellas su “aventura” alemana en la corte de Federico “El Grande”, de donde hubo de salir por piernas, tal como él mismo dejó escrito: Un día, después de la lectura, La Mettrie, que decía al rey todo lo que se le pasaba por la cabeza, le dijo que había muchos celos de mi favor y fortuna. “Dejad hacer, le dijo el rey, se exprime la naranja y se la tira cuando se ha tragado el zumo”. La Mettrie no dejó de comunicarme este bello apotegma digno de Dionisio de Siracusa. Decidí desde entonces poner a buen recaudo la mondadura de la naranja.  En un breve volumen, Voltaire describe su estancia en la corte alemana de Federico II El Grande, y narra la particular historia del enfrentamiento entre el rey déspota Federico Guillermo I y su hijo, con unas escenas de auténtica crueldad insoportable. Voltaire se convirtió en algo así como el confidente literario de Federico II: Me trataba de hombre divino; yo le trataba de Salomón, y, sin su aprobación, el rey nada daba por bueno de su creación.
La “mondadura” de la naranja en cuestión tuvo una vida bien asendereada, por el afán impenitente de enfrentarse a la intolerancia, la superstición, la ignorancia y cualesquiera injusticias que reclamaran su afán de protagonismo social, que no fue poco, y casi tanto como su afán de acumular riquezas, en lo que tuvo gran éxito. Junto a ese afán llamémosle revolucionario, Voltaire cultivó desde muy joven la  literatura y el panfleto, lo que le acarreó no pocos sinsabores, como ser recluido en La Bastilla tras haber escrito una sátira contra Duque de Orleáns y su hija, la duquesa de Berry, de donde salió siendo el mismo con otro nombre, Voltaire, único que desde entonces usaría como emblema y como bandera. Tras un malogrado intento de llevar a un rival noble al campo de armas para dirimir en duelo cierto asunto de rencillas amorosas, Voltaire volvió a La Bastilla y, pocos meses después, fue desterrado a Inglaterra, y allí es donde se gestaron las Cartas filosóficas que se leen con tanto placer como curiosidad, porque no deja de llamar la atención del lector moderno la insistencia de Voltaire en contraponer poco menos que el paraíso intelectual de las islas británicas con el yermo espiritual y artístico de la Francia de su época. El retrato indirecto de Francia, a partir de los elogios de la vida cultural, política y religiosa de Inglaterra, no puede ser menos amargo y patético. Recuerda, en parte, la visión que los ilustrados franceses tenían de la España tradicional e inquisitorial. De algún modo, aquel atraso francés respecto de la liberal Inglaterra es lo que denunciaba en sus Memorias: Aristóteles fue muy sabio al retirarse a Calcis cuando el fanatismo dominaba en Atenas. Por otra parte, el estado del hombre de letras en París es inmediatamente superior al de un titiritero. Voltaire no fue un ateo, porque bien claro dejó escrito cómo le gustaría ser recordado tras su muerte: Muero adorando a Dios, amando a mis amigos, sin odiar a mis enemigos y detestando la superstición, pero en esa misma declaración deja patente su inquina feroz contra la superstición religiosa que erigía la religión en dogma y sus preceptos en leyes para regir la sociedad, y su defensa de la libertad de religión, incluida la ausencia de ella, y de la libertad en general:  Siempre he preferido la libertad a todo lo demás. Pocos hombres de letras hacen un uso semejante de ella. La mayoría son pobres; la pobreza debilita el valor; y todo filósofo en la corte se hace tan esclavo como el primer oficial de la Corona.  El volumen, entretenidísimo, lleva una extensa y clarividente introducción de Martí Domínguez, lo que hace de este libro, que incluye una selección afortunada del Diccionario filosófico portátil, una obra que saciará la sed de cultura de cualquiera que se queje de que la verdadera cultura no está al alcance del pueblo: 13 euros por 353 páginas que contribuirán muy positivamente a la formación de algo que parece muy ajeno al espíritu tradicional español: la tolerancia. Las cartas inglesas empiezan, precisamente por una defensa de la rica vida religiosa inglesa, destacando su liberad frente a la intransigencia del resto de Europa: Este es el país de las sectas. Un inglés, como hombre libre, va al cielo por el camino que más le acomoda, lo que le lleva a una conclusión que aún, en según qué países, pongamos por caso Irlanda o Polonia, no dejaría de ser un desafío social de primera magnitud: Si no hubiese en Inglaterra más que una religión, sería de temer el despotismo; si hubiese dos, se cortarían mutuamente el cuello; pero como hay treinta, viven en paz y felices. A partir de entonces, Voltaire nos describe la creación de la secta de los cuáqueros en unas páginas que se leen con delectación, por la riqueza de los detalles y, sobre todo, por la fina ironía, para con sus compatriotas, con que destaca sus muchos avances, sobre todo sociales: Por ese tiempo [hacia 1675] apareció el ilustre Guillermo Penn, que estableció el poder de los cuáqueros en América, y que les hubiera hecho respetables en Europa, si los hombres pudiesen respetar la virtud bajo apariencias ridículas. Después de recibir unas tierras en el Nuevo Mundo, como pago de una deuda que la casa real tenía contraída con su familia, [Penn] Partió para sus nuevos estados con dos barcos cargados de cuáqueros que le siguieron. Se llama desde entonces al país Pennsilvania, por el nombre de Penn. Allí fundó la ciudad de Filadelfia. (…) Fue también el legislador de Pennsilvania; dio leyes muy sabias, ninguna de las cuales ha sido modificada desde entonces. (…) Era un espectáculo completamente nuevo, ese soberano al que todo el mundo tuteaba, y a quien se hablaba sin descubrirse uno, un gobierno sin sacerdotes, un pueblo sin armas, ciudadanos completamente iguales, semejantes a la Magistratura, y vecinos sin envidias. A lo largo de las cartas, Voltaire, que fue, sobre todo, un fino observador de lo real, pasa revista al estado del pensamiento y de la ciencia en la Inglaterra que Cromwell legó a la posteridad, con sus luces y sus sombras. Recuérdese que frente a la libertad de culto se podía perseguir a los católicos, por ejemplo. Al mismo tiempo, sin embargo, Inglaterra disfrutó de una vida parlamentaria que podía considerarse lo más cercano a una democracia tal y como ahora la concebimos, lo que choca con las monarquías absolutas del resto de Europa y especialmente la francesa: La nación inglesa (…) ha establecido finalmente ese gobierno, sensato, en el que el Príncipe, todopoderoso para hacer el bien, tiene las manos atadas para hacer el mal; en el que los señores son grandes sin insolencia y sin vasallos y en el que el pueblo comparte el gobierno sin confusión. Lo que le llama la atención, no obstante, es que lo verdaderamente importante de la cultura, lo que ha determinado, en cierta manera la evolución del pensamiento y de la ciencia en Occidente tenga un mínimo eco popular: ¿No es una cosa divertida que Lutero, Calvino, Zwinglio, todos ellos escritores ilegibles, hayan fundado sectas que se reparten Europa, que el ignorante Mahoma haya dado una religión a Asia y África, y que los señores Newton, Clarke, Locke, Le Clerc, etc., los mayores filósofos y las mejores plumas de su tiempo, hayan podido apenas establecer un pequeño rebaño que incluso disminuye todos los días? Ser consciente de pertenecer a una élite no le priva de intentar hacer llegar el mensaje de los verdaderos valores y logros intelectuales y artísticos a la mayoría de la gente, de ahí el cultivo del teatro y de la novela, por más que sean “de ideas”, como Cándido o el Optimismo o la tragedia El fanatismo o Mahoma, que fue prohibida en 1742, poco después de ser representada en París, del mismo modo que fue quemado el ejemplar de Las cartas inglesas en el parlamento de París, lo que forzó al autor a refugiarse en el castillo de la marquesa de Chatêlet, con quien compartió 16 años de estudio  y pasión. El elogio de la vida inglesa lo es, principalmente, del carácter emprendedor de sus gentes, que Voltaire asocia a la conquista de las libertades democráticas:  El comercio, que ha enriquecido a los ciudadanos de Inglaterra, ha contribuido a hacerles libres, y esta libertad ha extendido a su vez el comercio; así se ha formado la grandeza del Estado. (…) No sé, empero, quién es más sutil a un Estado, un señor bien empolvado que sabe precisamente a qué hora el rey se levanta, a qué hora se acuesta, y que se da aires de grandeza haciendo el papel de esclavo en la antecámara de un ministro, o un negociante que enriquece a su país, da desde su despacho órdenes a Surate y al Cairo, y contribuye a la felicidad del mundo. (…)  Una nación comerciante está siempre muy alerta a sus intereses y no desdeña ninguno de los conocimientos que pueden ser útiles en su negocio. A título de curiosidad más que notable puede leerse el contenido de la carta undécima, en la que el autor nos habla de la vacunación contra la viruela conocida gracias a la expansión inglesa por todo el globo. El tema de la inoculación variólica interesó bastante a Voltaire, quien, por haber padecido la enfermedad, conocía bien sus estragos y la necesidad de combatirla. La iniciadora fue la señora de Wortley-Montagu [al comienzo del reinado de Jorge I] quien, estando su marido de embajador en Constantinopla, le dio la viruela a un hijo suyo recién nacido, siguiendo el modelo persa bien conocido en Oriente Medio, aunque dicha práctica halló una fuerte oposición en Inglaterra, donde las autoridades eclesiásticas consideraron la técnica de la inoculación una herejía musulmana, y, por consiguiente, fue prohibida su práctica. Lady MOntagu describió su estancia en Turquía en unas cartas tituladas Turkish Embassy Letters, dignas de elogio. Las cartas siguen repasando la vida inglesa y destacan, sobre todas las cosas, las figuras de Newton y de Locke. La teoría de la gravedad fue el gran descubrimiento científico y Locke el filósofo empirista que hace del materialismo casi casi una profesión de fe…: La filosofía consiste en detenerse cuando la antorcha de la física nos falta,  podríamos tirar de paradoja. De la literatura británica, Voltaire se acerca a la tendencia satírica en la que tan cómodo se siente y elogia a un autor como Samuel Butler, pero no el conocidísimo de Erewhon o El destino de la carne, sino otro Samuel Butler, el de la Restauración (1612-168), contemporáneo de John Milton, que escribió un poema satírico que Voltaire compara con el carácger transgresor de Rabelais. Butler ridiculizó en su sátira el puritanismo y fue un alma gemela de Voltaire en la defensa de la tolerancia: Hay sobre todo un poema inglés que desespero de haceros conocer; se llama Hudibrás. Su tema es la guerra civil y la secta de los puritanos ridiculizados. Es Don Quijote, en nuestra Sátira Menipea fundidos juntos; es, de todos los libros que he leído jamás, el que he encontrado más lleno de ingenio; pero es también el más intraducible. ¿Quién iba a creer que un libro que capta todas las ridiculeces del género humano, y que tiene más pensamientos que palabras, no puede soportar la traducción? (…) Todo comentador de frases ingeniosas es un tonto.
         Con todo lo que las cartas son, de acercamiento a otra cultura y de visión objetiva de lo ajeno, lo que más me ha interesado de ellas ha sido el fisking implacable que Voltaire le dedica a los Pensamientos de Blaise Pascal. He ahí un duelo de ingenios que a lo largo de la última carta y dos apéndices hará las delicias de cualquier intelector, porque Voltaire, poco amigo de empingorotamientos, se acerca a la intolerante pasión, y casi demencia, pascaliana con una actitud, sobre todo, muy puntillosa, dispuesto a no dejar pasar ni una sola afirmación sin el correspondiente varapalo, mofa, escarnio o refutación. Sorprende que use una técnica que ahora tenemos como “el no va más” de la modernidad, como Arcadi Espada supo usarla con gracia insuperable en su antológico fisking al nuevo Estatuto de Cataluña, que no era demanda popular y que fue aprobado con un escaso 30% del censo electoral total. Como dice al inicio de sus apostillas: Yo me atrevo a tomar el partido de la humanidad contra ese misántropo sublime. Y desde ese compromiso va a ir rebatiendo ciertas afirmaciones pascalianas casi indefendibles. Me acuerdo aún de la obra de teatro El encuentro de Descartes con Pascal joven, escrita por Jean-Claude Brisville y dirigida e interpretada, en el papel de Descartes, por Josep Maria Flotats. Aunque la representación cojeó por el oponente que le daba la réplica, muy por debajo de la excelencia de Flotats, la obra mostraba a la perfección ese choque entre la razón y la pasión que reproduce, a su manera, Voltaire en el final de las Cartas filosóficas. Lo peor del fisking, y es que también a Voltaire le pasaba lo que decía de Homero Horacio: quandoque bonus domitat Homerus…, es el hecho de limitarse a contradecir al apasionado fanático, como cuando Pascal dice: ¡Qué tonto proyecto ese de pintarse que tuvo Montaigne! Y eso no de pasada y contra sus máximas como le termina por pasar a todo el mundo, sino por sus propias máximas y por su designio primero y principal, pues decir tonterías por azar o debilidad es un mal ordinario, pero decirlas a propósito, eso ya no es soportable. Y  Voltaire se limita a oponerse sin más: ¡Qué encantador proyecto tuvo Montaigne de pintarse ingenuamente, tal como hizo!, pues así pintó la naturaleza humana; ¡y qué pobre proyecto el de Nicole de Malebranche o de Pascal, de censurar a Montaigne! En otras partes, sin embargo, la viveza de las afirmaciones y las réplicas: Pascal: El puerto orienta a los que están en un barco; ¿pero dónde encontraremos ese punto en la moral?Voltaire: En esta única máxima, aceptada por todas las naciones: “no hagas a otro lo que no quisieras que te hicieran a ti mismo. Son frecuentes los sarcasmos y las incongruencias señaladas por ambos autores, como cuando Pascal se ríe del olvido, por parte de los hombres, de las leyes de Dios y se atienen a las humanas: Pascal: Es una cosa divertida de considerar el que haya gentes en el mundo que, habiendo renunciado a todas las leyes de Dios y de la naturaleza, se han hecho otras ellos mismos, a las que obedecen exactamente, como por ejemplo, los ladrones, etc. ParaVoltaire, por el contrario: Eso es algo más útil que divertido de considerar; pues eso prueba que ninguna sociedad de hombres puede subsistir un solo día sin reglas.  Llama la atención la radical oposición entre ambos pensadores por lo que hace a una aspiración a la que hoy acaso denominaríamos justicia social: Pascal: Sin duda la igualdad de bienes es justa. Voltaire: La igualdad de bienes no es justa. No es justo que cando se hagan las partes, los extranjeros mercenarios que vienen a ayudarme a hacer mi cosecha recojan tanto como yo. Ya vimos cómo elogiaba en cartas anteriores la laboriosidad, el comercio y la acumulación de riquezas como signo de progreso. De mayor enjundia, y voy acabando, queridos intelectores, es la visión del ser humano que expone Pascal con una intensidad emocional a la que la retórica no le quita acuidad alguna, y ante la que el racionalista Voltaire no puede reaccionar sino con la descalificación ad hóminem.  ¡Qué quimera es el hombre! -exclama Pascal- ¡Qué novedad! ¡Qué caos! ¡Qué tema de contradicción! Juez de todas las cosas, imbécil, gusano, depositario de lo verdadero, amasijo de incertidumbre, gloria y escoria del universo. Si se alaba, le rebajo, si se rebaja, le alabo, y le contradigo siempre, hasta que comprenda que es un monstruo incomprensible. Un discurso que a los intelectores asiduos a los clásicos españoles enseguida nos trae a las mientes el inmortal  monólogo de Pleberio ante el cadáver de su hija Melibea en La Ceslestina, una de las cumbres de la literatura universal. Voltaire, sin embargo, sobrepasado por semejante pathos, solo acierta a salirse por la tangente de esa descalificación a la que aludíamos: Verdadero discurso de enfermo. A pesar de la oposición, y por más que Voltaire ejerza el triste papel de comentario puntilloso que no deja pasar una, no es menos cierto que se trasluce en su fisking al apasionado pensador una admiración irreprimible, como cuando Pascal se queja del empingorotamiento del saber erudito frente al popular: No hay que empingorotar el espíritu.; las maneras tensas y penosas le llenan de una tonta presunción por una elevación extraña y por una hinchazón vana y ridícula, en lugar de una alimentación sólida y vigorosa; y una de las razones principales que más alejan a los que entran en estos conocimientos del verdadero camino que deben seguir es la imaginación, que toma la delantera, pretendiendo que las cosas buenas son inaccesibles, dándoles el nombre de grandes, elevadas y sublimes. Eso lo echa todo a perder. Quisiera llamarles bajas, comunes, familiares, esos nombres les convienen mejor; odio las palabras hinchadas. Frente a lo que Voltaire apenas ofrece una salida de vuelo gallináceo: Es la cosa lo que odiáis, pues en lo tocante a la palabra, hace falta una que exprese lo que os disgusta. Se trata, como se advierte,  de una actitud impertinente que, desgraciadamente, no está a la altura de la ocasión, tomando el famoso rábano  por las hojas. Algo parecido, si viene en la vertiente falsamente erudita es su respuesta a la cita de Pascal:  “Fero gens nullan ese vitam sine armis putat”. Prefieren la muerte a la paz; los otros prefieren la muerte a la guerra. Toda opinión puede ser preferida a la vida, cuyo amor parece tan fuerte  y  natural. Según Voltaire: Es de los catalanes de quien Tácito ha dicho esto; pero no hay de quien se haya dicho o se pueda decir: “Prefiere la muerte a la guerra”, pero, en realidad, fue Tito Livio quien, hablando de los hispanos, no de los catalanes, escribió: Ferox gens nullam vitam rati sine armis ese, a propósito de quienes se mataban a sí mismos antes que caer en manos del enemigo. Muchas otras afirmaciones sustanciales de Pascal quedan apenas sin respuesta, acaso porque íntimamente Voltaire coincidiera con su paisano:
A medida que se tiene más ingenio, se encuentra que hay más hombres originales. Las gentes vulgares no encuentran diferencia entre los hombres.
         ¡Vanidad de la pintura, que atrae la admiración por el parecido de las cosas cuyos originales no se admiran!
         Y a menudo, a pesar del retintín corrector, no puede Voltaire dejar de expresar su admiración por el apasionado clermontois: Todo lo que vemos del mundo no es más que un rasgo imperceptible en el amplio seno de la naturaleza. Ninguna idea se aproxima a la extensión de sus espacios. Por mucho que hinchemos nuestras concepciones no damos a luz más que átomos en lugar de la realidad de las cosas. Es una esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. Voltaire precisa la fuente de donde toma Pascal el pensamiento, del Timeo de Locres,. Del alma del mundo y de la naturaleza, el diálogo de Platón, y, a continuación, desliza el respeto hacia su compatriota: Pascal era digno de inventarla, pero hay que darle a cada cual lo suyo. En oportuna nota, Fernando Savater, traductor de estas cartas y anotador de las mismas, nos informa de que la misma idea también figura en De docta ignorancia, de Nicolás de Cusa, otra vereda abierta por donde quién sabe cuándo llegaré a transitar antes de poner el pie en el estribo…

"Proceso Personal": El extraño caso del escritor José Suárez Carreño, ganador del Adonáis, del Nadal y del Lope de Vega.

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Proceso personal, de José Suárez Carreño, una excelente reflexión moral y social sobre unos personajes y una sociedad en tiempo de silencio…

         En mi extensa Clónica del año 2. publicada íntegramente en el blog Clónica del año 2. Un año en el país de El País, recogí el obituario que le dedicó El País a José Suárez Carreño, y ese día me hice el firme propósito de leer Proceso personal, obra a la que se le negó el Premio de la Crítica cuando era vox pópuli que se trataba de la mejor novela publicada ese año, 1955, en el que, sin embargo, se lo concedieron a Camilo José Cela por una novela de encargo, La Catira, que no pasaba del pastiche. Allí escribí lo siguiente:  José Suárez Carreño ha muerto. Clonista ha leído sus títulos de crédito, escritor y luchador por la democracia, y ha seguido leyendo hasta descubrir lo que quizás sea una más entre sus muchas lagunas formativas. En 1955, su novela Proceso personal perdió el reconocido Premio de la Crítica ante La Catira, de Cela, aunque en la época se valoraba más la novela de Carreño. Clonista acaba de comprometer una lectura inmediata, si es capaz de encontrar la novela, claro, porque en las librerías de nuestros días, como en los museos que denuncia Millás, no hay fondo, esto es, nada se retiene más allá de los pocos meses que duran las viejísimas novedades sobre los estantes privilegiados.
Ignoro si esa cacicada de la época tuvo algo que ver o no con la decisión del autor de retirarse de la práctica de la literatura para dedicarse en cuerpo y alma al activismo político, pero lo cierto es que después de haber ganado sucesivamente el Premio Adonáis de poesía, en su primera convocatoria, con un libro de sonetos en la línea de los de Blas de Otero, Edad del hombre,  como miembro de lo que entonces se llamó la corriente “garcilasista”; el Lope de Vega de teatro con Condenados, llevada al cine por Manuel Mur-Oti en una excelente película cuya crítica hice en mi blog El ojo cosmológico, y  el Premio Nadal, con Las últimas horas, que fue un claro exponente, junto con La noria, de Luis Romero y La colmena, de Cela, de la asimilación de las nuevas técnicas novelísticas extranjeras que encarnaban autores como Joyce o Dos Passos; después de conseguir esos galardones de tanta altura, digo, José Suárez Carreño apenas se limitó, artísticamente, a otra actividad que no fuera la de guionista y sí por entero a una dedicación política en compañía de Dionisio Ridruejo con quien fundó el Partido de Acción Democrática, junto con Joaquín Ruiz Giménez, en lo que se presentó como un intento de crear una fuerza política de centro a medio camino ideológico entre la Democracia cristiana y el socialismo, lo que impicaba una curiosa evolución política en una persona que había sido miembro del PCE y activista en la clandestinidad. Es destacable el juicio humano que Ridruejo formula de Suárez Carreño en carta a Justino de Azcárate, el 19 de junio de 1964: Suárez Carreño -hombre raro de gran lucidez- me ha ayudado mucho.  ¡Qué magnífico retrato: Hombre raro de gran lucidez! En tan breves palabras se condensa una biografía: rareza y lucidez… José Suárez Carreño, que fue detenido la misma noche de la concesión del Nadal, pasó la frontera clandestinamente, con Ridruejo y el editor Fernando Baeza, para asistir a lo que el régimen de Franco llamó el “Contubernio de Múnich”, esto es, el intento de superar las diferencias de los opositores al Régimen para ofrecer una posibilidad de futuro democrático a la sociedad española. Al regreso de Múnich, tras pasar dos años en París, becado para elaborar un informe sobre la sociedad española del momento, José Suarez Carreño participó en la creación y gestión, con Ridruejo de la Sociedad Española de Escritores, de la que sale, mal, en 1965. Reaparece después como encargado del servicio de documentación del diario de los sindicatos verticales Pueblo. Y, como cuenta el memorialista Trapiello en su diario Apenas sensitivo, Suárez Carreño, que vivía en un barrio burgués, solvente y con empaque, murió solo y soltero en la extrema pobreza, sin decírselo a nadie. En 1950 quedó finalista de la primera convocatoria del Premio Calderón de la Barca de teatro, que fue ganado por un joven José Luis Sampedro con La paloma de cartón, una farsa pacifista.
Se trata, así pues,  de una renuncia a la creación más que notable, máxime en un autor tan bien galardonado y con una proyección tan magnífica. ¿Se dejó absorber por la misión política que el imperativo de sufrir una dictadura como la franquista le imponía, a quien, durante su juventud, en la República, había sido dirigente estudiantil, presidente del sindicato estudiante del PSOE y de la FUE (Federación Universitaria Española)? Como recoge Santos Sanz Villanueva: José Suárez Carreño había sido jefe de la FUE antes de la contienda, militó en el Partido Comunista en el decenio posterior a la victoria franquista y fue detenido por la policía numerosas veces en esos años. Aquella militancia era vox populi en el Café Gijón, según recuerdan los muchos cronistas ocasionales de la famosa tertulia madrileña. Todo el mundo que había de saberlo, pues, estaba al corriente de la actividad política comprometida de Suárez Carreño, de ahí que a un autor tan dedicado a la “conquista” de su propia obra como Miguel Delibes, le sorprendiera tantísimo que un autor tan dotado como Suárez Carreño apareciera y se eclipsara en el panorama literario español casi como un fulgurante cometa en un viaje sin sentido desde la plenitud hacia la nada: Carreño llegó a la chiticalla y, en 1949, ganó el Nadal con su novela Las últimas horas, no muy divertida pero construida sabiamente. (…) Todos pensábamos que, con un ser tan generosamente dotado por la providencia, disponíamos del literato del siglo, un literato en prosa y verso que todo lo podía. Y ¿qué pasó? Esto es lo divertido. No pasó absolutamente nada. Carreño se dio por satisfecho con los tres premios conseguidos, enfundó su pluma, se puso el sombrero y no escribió ni una letra más. ¿Dónde se metió Carreño? Ni se sabe: Carreño seguía viviendo una vida misteriosa, se supone que en algún lugar de España, pero sin ninguna seguridad. Él había cumplido lo que se había propuesto pero ni se jactó del triplo ni volvió a humillar a todos los colegas que, aunque de lejos, le hacíamos la competencia. Se trata de una visión curiosa, la de quien parece haberse empeñado en demostrar algo y, cumplida tal demostración, no siente necesidad alguna de mejorar lo logrado. Me cuesta creer esa visión. No dispongo de ninguna hipótesis que explique el silencio literario de Suárez Carreño, más allá del compromiso ético con la lucha contra la dictadura franquista, pero ese tipo de compromisos rara vez han disuadido a los autores que realmente lo son de seguir, aunque sea a trancas y barrancas, desarrollando su obra. El desengaño por no recibir el reconocimiento de la Crítica no deja de ser, también, una razón muy endeble. Intuir que había alcanzado el súmmum de su capacidad literaria con Proceso personal, y que, por consiguiente, ya no podría escribir nada que mejorase lo ofrecido en esa novela, bien pudiera ser tenido en cuenta, pero, aun a pesar de su enorme calidad y atractivo, me parece evidente que Suárez Carreño podría haber escrito alguna novela superior a la última que escribió. Sea como fuere, el caso es que se trata de un caso prácticamente único en nuestra literatura, de ahí el interés redoblado con que he leído Proceso personal. En ella hay no pocas relfexiones sobre la realidad y la literatura ue permiten intuir el proceso de reflexión que debió llevar al esritor a tomar una decisión tan radical como la de abandonar la literatura de ficción y dedicarse al activismo político, en el que nunca acabó de pasar de comparsa, a diferencia del brillante porvenir que le abría su dedicación literaria. A título de anécdota, bien merece recordarse que el  finalista del premio Nadal que Suçarez Carreño ganó fue su compañero de partido Luis Benito Landínez, con Los hijos de Máximo Judas. Choca, que dos comunistas se disputasen dicho premio literario en unos años de concienzuda represión política…y moral, porque Landínez era homosexual, algo que uno puede sospechar que era Suárez Carreño, lo que abriría otra vía de indagación que nos acercara a su “sublime decisión”, pero todo ello no deja de ser una especulación sin fundamento. La sostengo porque de su novela y por la identificación del autor con uno de los personajes, de quien otro está arrebatadamente enamorado, puede intuirse esa orientación, pero no es menos cierto que hay un retrato indirecto del autor en varios personajes de su novela, a juzgar por las diferentes reflexiones que de ellos se transcribe y que se acercan mucho a lo que debió de ser el propio pensamiento del autor, a juzgar por el nivel de veracidad y convicción con que son formuladas. Pongamos por caso, la reflexión de un personaje clave en la trama que quiere escribir una novela para ganar el Nadal: “La novela es una toma de contacto ficticia, falsa. Urdir una trama y sacarme de la manga unos tipos hubiera sido tanto como haber perdido la intuición directa, el saber de las cosas, el tomarlas en toda su pureza La novela es falsedad intelectual porque consiste, ya a priori, en una fórmula. Sé que todavía no he caído tan bajo. Puedo ser un metafísico”, y sonreía como si él hubiera escrito “Ser y tiempo”, de Heidegger o “El ser y la nada” de Sartre. Pero ahora era diferente. Ahora eran cosas de verdad, no palabras. Hay que ser valiente o cobarde. Y no cabía tampoco que declarase pomposamente que era un cobarde. Porque el miedo no admite explicación, sino que da sudor y retira la sangre hasta que se queda el sujeto blanco como la pared y, sobre todo, no deja ser, eso era lo que Ricardo con ahínco buscaba. ¿Qué vida haría si resultaba que tenía miedo? ¿Dónde se metería? ¿Qué tono de voz tendría? (…) ¿Cómo le miraría entonces? Esa novela que quiere escribir y que le “arranca” a la mujer separada del protagonista es la propia historia de Proceso personal. Hay, por lo tanto, buena parte de juego metaliterario en la novela que, sin embargo, no oculta las nítidas líneas de la trama, que prevalece sobre las disquisiciones literarias y el retrato de los jóvenes existencialistas a quienes la Guerra Civil ya les suena más a Historia que a realidad y que se debaten en un mundo vacuo de referencias culturales, muy bien descrito por el autor. Una generación en la que Juan, lleno de resentimiento, y su pizca de dignidad histórica, quiere centrar en la persona de Tomás Ozores, el protagonista, una suerte de juicio criminal a los vencedores de la Guerra Civil, acusándolo de haberse enriquecido fraudulentamente a través del estraperlo, lo cual es del todo cierto; pero él lleva más allá su venganza, pues decide matar a quien ha hecho sufrir a la mujer a quien corte, Maruja, la esposa de Tomás, de quien se ha separado, pero no, como es lógico en aquella época, divorciado: “Hay que evitarlo. Estos muchachos están sedientos de que ocurran cosas y no saben lo terrible que es cuando ocurren” (…) Es una generación muy curiosa. Sólo han oído hablar de cosas enormes. Primero la guerra nuestra. ¿Usted supone lo que habrá sido la guerra en los niños pequeños, oyendo, temiendo, haciendo de todo eso sus juegos en cierta manera? ¿Y luego la guerra del mundo, leída en los periódicos, oída en la radio, vista en los cinematógrafos? No tienen experiencia. Tienen imágenes vacías, espectros. Lo sé muy bien. ¿No ve que me he refugiado entre ellos? ¿Sabe por qué? Porque yo soy fallido. Una vida fallida… Un hombre fallido. A su lado lo noto menos. Ellos están empezando; dicen que van a ser más grandes que Baroja y que Ortega; echan pestes de Benavente. Se beben los libros que están de moda en París como el “Coyote” los horteras. Y yo estoy también empezando. Hago lo que ellos. Acostarme a la mañana, hacer ostentación de la pobreza. Pero no puedo pensar como ellos porque he cumplido los cuarenta. No estoy con mi edad. No tengo casa, ni mujer, ni hijos. Ni una posición. ¿Comprende? Así que tengo que juntarme a ellos. No se puede ser solo, andar solo. Hasta los animales saben eso. Y yo…; pero bueno, eso es otra cuestión. La mía -dijo con desaliento.
La novela de Suárez Carreño es un auténtico ejemplo de maestría narrativa, no solo por el modo como va dosificando el conocimiento de los personajes que forman parte de la trama, sino, sobre todo, por la excepcional manera que tiene de dibujar psicológicamente a los personajes y mostrárnoslos como personajes redondos. Destaca, con todo, que Proceso personal sea lo más parecido a un thriller, por la estructura policiaca de la novela: se le anuncia al personaje su próxima ejecución y, a partir de ahí, se va desarrollando una trama a través de la cual se va conociendo a fondo la vida de Tomas, cómo consiguió hacerse millonario y cuál es su verdadera catadura moral. Lo bueno de la novela es que está exenta totalmente de maniqueísmo, que no cae, dada la época en que fue escrita, en hacer una “apología de los vencidos”, sino que aspira a plantearnos el retrato lo más fidedigno posible de unas vidas absolutamente verosímiles en aquellos años. A medida que van apareciendo personajes y los vamos conociendo, la complejidad humana va gananando en densidad, e incluso con la aparición, muy al final, de un personaje como Manuel Molero, por el que parece respirar el autor, esa complejidad humana gana muchos enteros y consigue mantener la admiración del lector hasta el final de la novela. No quiero extenderme mucho sobre la trama, porque en la medida en que se trata de un caso policiaco, tampoco quiero reventar la sorpresa de lo que se va descubriendo a medida que la novela avanza. Sí que quiero destacar, sobre todo, el ajustado retrato que hace el autor de los jóvenes existencialistas, próximos a la generación beat ya, ellos con melenas, ellas con el pelo corto, afectando todos una desinhibición algo forzada, y con algunos diálogos francamente muy bien llevados. Que el autor se tome la libertad de hablar de un bar de ambiente masculino y que trate abiertamente de las relaciones sexuales, con notable franqueza, no deja de sorprender a quien ha vivido la pacatería mojigata de la censura franquista. Tomemos como ejemplo el diálogo del ayudante de Tomás en las faenas del estraperlo, Julián, con esa generación de jóvenes contestatarios incipientes:
-¿De qué habláis? -preguntó Oti a uno de los chicos, como si en realidad no le interesase saberlo.
            -De basura -contestó el chico con voz torva-, de García Lorca.
            -Federico no es basura -dijo otro de los de la mesa.
            -Bah -volvió a decir el chico-; tenía unas preocupaciones artísticas idiotas. Creía en lo popular y lo bello.
            -Todo el que no se aburre es un idiota.
            -Oye -le atajó Julián-. Yo he sacado a muchos hombres a bofetadas por menos.
            [Aclarado el malentendido, sigue Julián:] -Pero yo no me aburro. No me gusta. A mí dame un poquito de barullo, y gente que sepa beber sin que le haga daño, y que sea su poquito ocurrente y chistosa.
            -Pero eso es burgués -se atrevió a decir la de las trenzas (que le aclaró lo del aburrimiento).
            -Mira, muñeca -dijo Julián riéndose y mirando con descaro a la de las trenzas-; tú eres muy bonita; y yo con las mujeres bonitas no discuto. Si puedo, las beso. (…) Y en lo de burgueses, te equivocas. No hay nadie que haya tenido más mujeres que yo en Madrid, sin sacar la cartera, que es como hay que tenerlas. Y tengo horas de baile como para cobrar el retiro por ello.
            -Eso es existir -dijo el del feroz silencio-. Sartre en una de sus novelas presenta…
            - Déjate de novelas. Eso son tonterías. [Julián]
            - Ya lo sé -dijo el otro-. La literatura es un mal necesario. Es una falsedad…
            -Es perder el tiempo… dijo Julián.
            (…)
            -El tiempo es la idea de nuestro tiempo -dijo el chico muy solemne.
            -Del tiempo se habla cuando no se sabe de qué, hombre -le dijo Julián riéndose. (…) ¿Sabes cuándo me daba yo cuenta del tiempo? En la guerra.
            -¿Hiciste la guerra?
            -¡A ver, qué remedio!
            -Entonces has tenido angustia.
            -Lo que tuve fue miedo, pero poco, porque estaba en Intendencia. Me pasé una guerra estupenda. Si no hubiera sido por las ratas y los piojos, como en casita.
            -Nosotros ahora hacemos otra clase de guerra -dijo el del silencio-. Una guerra incesante que consiste en existir. (…) No hay tiros, desde luego -reconoció con amargura el chico-. Pero yo estoy destruyendo ese absurdo que es mi existencia.
            -¿Y te dedicas?
            - Coches. Cuando no hay coches hago estraperlo. Y cuando no hago nada, viene una mujer y me trae dinero. ¿Comprendes?
            -Yo soy escritor -dijo el chico modestamente-. Es decir, soy hombre que se desespera.
Con idéntica pericia, Suárez Carreño traza la biografía de un ganador de la guerra que busca hacerse millonario a toda costa y  halla en el estraperlo la vía directa para arrancar en el mundo de los negocios, aunque, más tarde, “blanquea” su pasado para meterse en negocios, como el de las inmobiliarias donde continuar haciendo fortuna. Se trata de un proceso corrupto que coincide a la perfección con lo que estos días salta a la prensa en titulares cuya trastienda se reconoce en este modus operandi del protagonista cuando trae oro de Portugal de estraperlo:  El oro fue examinado y pesado por quien compraba. Y luego Tomás contó los billetes. Todos, como es natural, de mil pesetas. Los metió en el maletín. Ya eran suyas seiscientas mil pesetas.[ Engaña a Julián, su compinche, diciéndole que solo traía la mitad de oro de lo previsto, para estafarlo en su último negocio, ideado por él. Así se lo justifica]: Quería empezar una vida decente. La que empezó, con voluntad, con paciencia. El dinero le daba calma y la calma le permitía emplear la inteligencia. (…) Tomás vio claro. El asunto de ellos no era hacer casas, sino sacar ganancias de ellas. Ya no le interesaron para nada las casas construyéndose.
El retrato de la sociedad, aun siendo magnífico, no puede competir con la finura psicológica con que el autor ha diseñado a sus principales personajes, sobre todo a Tomas y a su mujer, de quien se nos narra una emotiva historia de amor y de malentendidos sobre cuyo final nada quiero tampoco decir. Lo que está claro es la honestidad y la valentía con que Suárez Carreño aborda el problema matrimonial, y la madurez con que aborda la necesidad de independencia de la mujer ya en aquellos tiempos. Maruja, que se separa de su marido, fracasa en un negocio de modas y ha de montar una pensión para poder mantenerse, puesto que, a pesar de que su marido sea millonario, no quiere recurrir a él. En parte, por ello comienza a gestarse la venganza contra él a través de Juan, para que Maruja pueda conseguir lo que es suyo, lo que, legalmente, le pertenece como cónyuge de Tomás. Resulta francamente llamativo el pequeño cuento intercalado del modo como Juan, de noche en la pensión, se levanta y se acerca a la puerta de la habitación de Maruja y comienza a susurrarle obscenidades con el afán de seducirla. Se trata de una situación que la censura dejó pasar incomprensiblemente, como se puede apreciar en el modo como recibe, tal asedio, Maruja: “Y al tiempo que se horrorizaba, escuchaba incrédula, como si se tratase de lo contrario, de un milagro, De la aparición del Demonio a través de una voz. Tembló de vergüenza, se sintió tocada por algo viscoso. Sabía que era verdad aquella voz, pero al mismo tiempo creyó que se había vuelto loca. Las palabras aquellas la infamaban, la mancillaban de tal forma que parecía que el solo oírlas ya producía la deshonra, Pero no dejaba de oírlas y estaba entera en sus oídos, sufriendo allí su alma y hasta su cuerpo, como el que recibe la tortura se traslada en todo lo que es al sitio del dolor. (…) Cada noche era como una repetición de lujurias idénticas. Maruja, con todo, reacciona como lo había hecho siempre desde que se separó del hombre “que la hizo mujer”:  Todos los hombres que la habían intentado seducir (y ¡cuántas variantes hay en los procedimientos que los hombres emplean en la necia creencia de que la mujer es lo pasivo y apropiable en la relación de los dos sexos!) fueron rechazados porque eran como Tomás, pero sin su significación, sin su amor vivido y descubierto. De ahí que por Juan se limitara a sentir, cuando se le reveló que era él el autor de las insinuaciones a través de la puerta, un amor maternal: Juan era como una herida que es sucia y sangrantemente espantosa y hasta puede dar hedor, pero inspira compasión, no miedo.
Suárez Carreño no es un estilista, al modo como si lo era Carmen Laforet, por ejemplo, pero lo que se pierde en condensación estilística se gana en complejidad psicológica y en verdad humana, porque el interés de los conflictos suscitados en la novela de Suárez Carreño nos ofrece una obra muy madura que en nada desmerece de otros narradores fundamentales de aquel periodo. De hecho, ya hemos recogido una admirada semblanza hecha por Miguel Delibes en la que se le reconocía esa condición de modelo que guiaba a otros autores como el propio Delibes, quien tanto ha sido y es en las Letras españolas. Son muchos los detalles de sabiduría narrativa que prodiga el autor a lo largo de la novela. Casi tantos como los apuntes reflexivos, de certera profundidad que nos incitan, constantemente, a hacer la lectura con el lápiz en la mano: Había que tener cuidado con los engaños que producen las ganas de tranquilidad; a veces no se podía quitar importancia a las cosas desagradables. O el excelente retrato del contable de Tomás, Roca: No desperdiciaba palabras, como no desperdiciaba papel cuando escribía, con aquella letra que parecía hecha con piojos quietos, letra pequeña y mezquina, de hombre avaro. (…) No perdía la calma. No insistía en sus razonamientos cuando Tomás se los combatía, pero tampoco rectificaba. No los retiraba; los dejaba en ese silencio, en el que se escondía como en el escondrijo la rata, como si supiese que eran invulnerables. Por no hablar del monólogo en el que desgrana sus sensaciones cuando va a Valladolid a comunicarle a la madrina de guerra de un compañero suyo de batallón que ha muerto pero que, de haber vivido, se hubiera casado con ella, que es lo que acabará haciendo Tomás: Claro que se divertiría. Y armaría algún escándalo. Pero para un joven oficial no es eso incompatible con aquello hermoso de llevar a una muchacha, guapa, muy guapa, en las fotografías, el sueño o el deseo o la fallida promesa de un muerto. ¿Qué era novelesco? También era novelesco pensar cómo un chico que hace solo un año que ha terminado la carrera de Derecho y empieza a preparar las oposiciones de abogado del Estado, un chico de veinte años, hijo de familia (porque así ocurre con las familias burguesas), un día sea teniente de infantería y haga la guerra. ¿Y qué no es novelesco cuando hay que encontrar bella la muerte? ¿Qué no es novelesco cuando hoy se ríe y mañana una bala perdida…? Bueno; Tomás estaba contento, sentimentalmente, de hacer aquello.

Es curiosa la insistencia en calificar de “novelesca” la trama que contiene tantos narradores: Juan, que quiere escribir la novela del marido de Maruja y un tal Manuel Palomero que escribe un cuento sobre la aventura de Juan… Sí, decididamente, estamos ante una obra mayor de la literatura de posguerra, y me parece que Suárez Carreño anda necesitado de una revisión crítica que lo ponga en ese lugar de honor que lo rescate del actual olvido en el que yace sepultado. Desde aquí animo a los intelectores que suelen entrar por reiterada equivocación en este Diario a leer la novela. Se llevarán una más que grata sorpresa.

Los marcos: la historiada frontera del arte pictórico.

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Pere Borrell del Caso: Huyendo de la crítica


La oculta  belleza compleja de los límites de la pintura: los marcos: la seducción de la invisibilidad ya ostentosa ya discreta. 


Puede, no lo niego, que haya algo de rebuscado y de salmónido en este tomar el rábano por las hojas y por mor de la sorpresa, ir a una exposición notable, como la de la Colección Phillips y fijarme a conciencia en los marcos de las pinturas que se exhiben antes de investigar brevemente sobre la historia del mismo y recolectar algunas opiniones que puedan ilustrarnos sobre la importancia de su necesaria existencia para la historia del arte pictórico. En cierto modo, la necesidad de ponerle límites a la representación plástica se inició ya en los propios frescos dele prerrenacimiento, en los que no era inusual recorrer a un marco, a veces profusamente ornamentado, que encuadrara el motivo pictórico, al modo como los marcos de las ventanas encuadran cuanto a través de ellas se ve o las puertas el interior de las viviendas o las habitaciones, aunque sea en breve porción y no significativa, lo que en esos interiores suceda.
Puede establecerse una correlación entre el marco de los cuadros y la edición de una obra literaria, tanto si consideramos las cubiertas como las propias páginas, en cuyo interior podemos hallar el arte minucioso y espectacular de los miniadores.  Si los escritores, sobre todo los desencajados, no consideramos que nuestras obras lo sean realmente hasta no ver alcanzada la edición en papel que les da la carta de naturaleza de tales -no es lo mismo la edición digital, tan fría y lejana, como he tenido ocasión de comprobar por experiencia propia- , bien puede decirse también que, como sugería Van Gogh, las obras pictóricas no estén acabadas hasta que sus autores, como él sostenía, las veían enmarcadas. A partir de esos límites que encierran el mundo de la representación, y sin los que, como escribió Ortega, Un cuadro (…) tiene el aire de un hombre expoliado y desnudo.., cuyo contenido parece derramarse por los cuatro lados del lienzo y deshacerse en la atmosfera, enseguida aparece un problema de no poca enjundia: ¿qué marco le conviene a cada obra?, ¿quién los escoge?, y, finalmente, ¿forma parte indisoluble de la obra pictórica el marco con que ha sido enmarcada? No fueron pocos los pintores que extendieron su faceta creativa a la selección o elaboración de los marcos con que “sujetar” su afán expresivo. Pintores como Paul Gauguin, Pisarro, Seurat y Sorolla entre  otros. Henri Matisse dijo que  Una pintura ha de verse rodeada por un bello marco dorado; pero no hay cuidado, si la pintura es buena sobrepasará el marco, lo que, implícitamente, reconoce las bondades estéticas de los marcos, señalando una de sus condiciones: ser dorado, una práctica común que duró mucho tiempo desde que la escuela veneciana  de Jacopo Sansovino (1486-1570), escultor y eminente arquitecto con obras como la Biblioteca de San Marcos, la BibliotecaMarciana -escenario frecuente en no pocas películas- se consolidó como la primera artesanía del enmarcado  en Europa.

La importancia de ese autor, para el arte que nos ocupa, es de tal magnitud que, por vez primera, hasta donde he podido saber, sus obras fueron objeto de una singular exposición que bien podría haber llegado hasta nuestros lares: la National Gallery de Londres presentó  Frames in Focus: Sansovino Frames , en la que se atendía a la inequívoca condición de obra de arte de los marcos, aunque los marcos expuestos, curiosamente, no fueran del propio Sansovino, sino de la escuela de ornamentación que él creó. El visitante de dicha exposición, así pues, y salvo dos pinturas que figuraron para valorar la adecuación entre marco y obra, aspecto también importante, contemplaba ventanas vacías, como la que capté en esta tienda de marcos.
A medio camino entre la pintura, la arquitectura y la escultura, amén de la artesanía del mueble, los marcos rara vez, salvo esta, han sido objeto de la atención preferente del consumidor de arte, que es lo que yo he hecho en la exposición de la Colección Phillips, en la que las telas se convirtieron en objeto secundario de mi atención. Llevaba tiempo desviando mi interés hacia los cuadros, pero siempre acababa dominándome la pintura, hasta que tomé la decisión, en esta de Phillips, de no dejarme enredar por las representaciones y atenerme a mi marcada decisión geométrica.
La amplia variedad de marcos que pude observar resumirían, como en cualquier exposición, las diferentes etapas que el arte de la enmarcación, no ajeno a los movimientos artísticos propios de la pintura y otras artes, ha seguido:  
Renacimiento; Manierismo; el marco de Ebanista, de madera pulida; el marco barroco, el Paladino y Rococó; el marco romano 'Salvator Rosa'; marcos de estilo neoclásico; y los académicos o los marcos artísticos de los siglos XIX y XX… Aunque en estrecho espacio, salvo algunos marcos tipo estuche, como la cassetta italiana,
que permitían un desarrollo mayor de los motivos, no deja de ser curiosa la amplísima gama de motivos ornamentales que se han apoderado de los marcos, sobresaliendo, por encima de todos los vegetales, y los de orden geométrico, un abigarramiento que fue in crescendo hasta llegar a un momento de saciedad que hizo derivar el arte de la enmarcación hacia un minimalismo decorativo, hacia una sencillez desnuda
que permitiera lo que cualquier pintor desea, que los fronteras no distraigan al espectador de la contemplación de su obra.
Que los adornos de los marcos se hagan en yeso y después se pinten no obsta para que su valor, en algunas épocas, haya sido igual o superior al de las pinturas que enmarcaban; ni que decir tiene que un marco de madera tallada encarece el precio del objeto y ofrece ciertas limitaciones al vuelo imaginativo de los marquistas. Habitualmente no estamos acostumbrados a valorar la relación entre el marco y la obra pictórica, en la medida en que (y espero que hasta la lectura de esta defensa del marquismo como obra de arte…), aunque no nos pasen desapercibidos, tampoco nos obligan a detenernos demasiado en su contemplación, urgidos, claro está, por los nombres olímpicos de los creadores de talla mundial que suelen congregar a tantos visitantes: Zurbarán; Goya, Picasso, Bacon, Rotko, Juan Gris, Sorolla, Dalí… Desde esa entrada animo a los amantes del arte a realizar una doble observación en la próxima exposición que visiten: las obras y sus marcos. Surge entre ellas una dialéctica muy curiosa, porque no es infrecuente que ciertas obras modernas y transgresoras estén enmarcadas con un estilo manierista o que obras archiclásicas, como las propias Meninas, hayan sido enmarcadas en nuestra época y con un marco austero que tiende casi a la invisibilidad. En la trastienda del Prado, por ejemplo, se constata la existencia de miles de marcos que esperan ser adjudicados a otras tantas pinturas. Es sabida la tendencia a emparejar obras con marcos de la misma época, algo que presenta serias dificultades, y que obliga a un curioso y lucrativo mercado de marcos antiguos. No son pocas las voces que animan a los gestores de la pinacoteca madrileña para que, a imitación de la National Gallery, se decida a montar una muestra de ese arte tan preterido cual es el de la creación de marcos y molduras. Estoy convencido de que redundaría en un mejor aprovechamiento de las visitas a los museos, porque, hasta la fecha, parece que el marco sea una suerte de soporte imprescindible, pero totalmente accesorio y de escaso interés. De lo que estoy convencido es de que, como a mí me ha pasado con la exposición de la Colección Phillips, saldrá con otra visión, enriquecida, del arte.
Cualquiera que acceda a un tutorial en YouTube sobre la creación de un marco, sabrá apreciar en todo su valor las sublimes obras de arte que, en forma de marcos, historiados o sencillos, nos ha legado la tradición artística. He de agradecer, finalmente, que en CaixaFórum tuvieran la delicadeza de permitirme fotografiar los detalles de los marcos que aparecen en esta entrada, que es lo que me ha impulsado, finalmente, a elaborarla y compartirla con quienes, anteriormente, no recibieron con desagrado mi particular manera de afrontar las exposiciones en
El arte de dejarse seducir

Los “Mimiambos” de Herodes, Herodas o Herondas.

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Una inmersión en la vida cotidiana griega del siglo III a. de C.: los Mimiambos de Herodas de Cos.

Hay lecturas a las que me siento empujado por una pasión extraña y hasta cierto punto incómoda, no se crea: “¿Qué lees?” “Los mimiambos, de Herodes” “¿Es que también era escritor, el de los Santos Inocentes?”  “No, que yo sepa; pero Herodes hubo más de uno, además del padre de Salomé.” “¿No me digas?” “Ya te lo he dicho.” “¡Quién lo hubiera dicho!” “Pues sí.” Y ahí, en el mejor de los casos se acaba el intercambio coloquial y yo suelo quedarme con las ganas de siquiera resumir brevemente, como ahora lo hago aquí, en tres pinceladas tecleantes, la rareza humanística del mimógrafo de Cos, continuador de la obra de Sofrón y contemporáneo de otros dos cultivadores del género, Teócrito y Calímaco.
Bastaría, sin embargo, leer la dedicatoria del autor de la edición crítica, Carles Miralles, a su maestro, Josep Alsina, para comulgar con él y aceptar, desde el lúcido asentimiento a tan sombrías palabras, que solo lecturas recónditas como la presente, le dan su verdadero sentido al interés por la literatura sin adjetivo: En un any difícil -escribe Miralles- per als estudis clàssics, i en un temps estrany a qualsevol humanisme, dedico aquest llibre al meu mestre i amic Josep Alsina. Amb l’esperit que ell m’ha ensenyat i amb un vers de Cernuda que podría explicar-lo: La renuncia a la luz más que la muerte es dura.
El mimiambo se define más por el uso del verso yámbico que por la condición de pequeño cuadro popular en que se representan de una manera realista, a menudo procaz, estampas de la vida cotidiana. Son pequeños cuadros breves en los que aparecen pocos personajes, algo así como un entremés, pero con menor desarrollo dramático, porque el mimiambo no pasa de ser un cuadro de costumbres en el que se individualizan ciertos personajes como el alcahuete, el maestro, el zapatero, captados en un fugaz momento común y corriente de su vida diaria. Sorprenden muchas cosas de este escritor que renunció a expresarse en la koiné griega de su época y escogió un dialecto, el jonio, que es el usado por los yambógrafos, lo cual significa que cultiva una koiné con tradición literaria, aunque sea la propia de la isla de Cos donde nació y vivió. Más allá de su obra, descubierta a finales del siglo XIX, como nos informa Carles Miralles en su magnífica edición en catalán en la Fundació Bernat Metge, gracias a la compra de un papiro que hizo el British Museum en 1889, si bien hasta 1922 no se ha “fijado” el texto con el máximo de garantías filológicas. Se trata, pues, de un autor descubierto hace poca más de un siglo, pero cuyo interés es mayor para los especialistas que para el lector común, poco habituado al género, que debía de incluir, sin duda, algún tipo de representación corporal y acaso algún complemento musical. En todo caso, no deja de ser interesante acercarse a un género que nos muestra la vida cotidiana del siglo II antes de Cristo en Grecia, porque a medida que vamos leyendo esos breves cuadros clásicos, advertimos lo mucho que en ellos hay de los modos de comportarnos y de ser actuales, porque, aunque el progreso moral de las sociedades parece indiscutible en algunos aspectos, como lo ejemplifica la lucha contra la pena de muerte, por ejemplo, la reivindicación de la igualdad de sexos o la tolerancia social de la homosexualidad, ciertas idiosincrasias y ciertas costumbres no “datan”, sino que son “eternas”. Nada se sabe del autor más allá del nombre que algunos traducen como Herodas, otros como Herondas y otros como Herodes, salvo algunas referencias meramente nominales de otros autores. En cualquier caso, lo importante para un lector curioso como yo lo soy es sumergirse en aquel lejano mundo y observar con curiosidad infinita cómo se desenvolvían aquellas gentes en su vida diaria tal y como Herodes lo captó. Domina en la obra un tono coloquial en el que no faltan los refranes, los proverbios, las interjecciones impropias y algunos chascarrillos y comentarios jocosos propios de la vida vecinal popular, no de las élites, a las que, sin duda, perteneció Herodes, como lo prueba el uso, según Miralles, de no pocos cultismos, impropios de los personajes. Al margen, pues, del desarrollo argumental de esos cuadros, apenas inexistente, le queda al lector interesado una colección de expresiones y referencias que engrosan el caudal de datos que nos ofrecen las lecturas desde las perspectivas sociológica y antropológica, con algún breve destello de la psicológica. Así, llama la atención el referente de Egipto como El Dorado, al que se le conoce como la casa de Afrodita: I és que allò és la casa d’Afrodita: tot l’existent i el possible hi és, a Egipte: diners, jocs, poder, cel blau, fama, espectacles, savis, or, nois joves, el temple dels déus germans, un rei esplèndid, el Museu, vi i tots els béns que puguis arribar a imaginar: dones, en nombre, per la dona d’Ares, que com estrelles es vana el cel de tenir, i belles com les dees que altre temps se sotmeteren al judici de Paris -ai, que no m’hagin sentit!.. Son constantes las expresiones que delatan unos usos coloquiales no muy alejados de los nuestros: I jo estic forta com una osca: la vellesa m’empeny i l’ombra és aquí al cantó.   Gíl·lide, els cabells blancs t’afebleixen l’enteniment.  El mercat, ja ho diuen, no vol paraules, sinó diners. T’ho prego, pels teus genolls... Tú no tens llengua, sinó filtre de plaers. Rient més fort que una egua. [egua, por cierto, es la solución culta que suele ignorarse frente a la metátesis popular euga, habitual en el catalán contemporáneo; pero las ediciones Bernat Metge tienden siempre hacia los cutismos y arcaísmos, así en el léxico como en las estrcuturas sintácticas]. Coneix els dies 7 i 20 de cada més millor que els atrònoms... [Ambas fechas eran días de fiesta en la escuela: el 7 consagrado a Apolo y el 20 a Dioniso]. ¿O penses esperar fins que el sol t’entri pel cul i t’escalfi? A veces, sin embargo, no es infrecuente la aparición de algunas reflexiones de alcance filosófico o moral, como esta: Quan hauràs girat els seixanta anys, oh Gril·los, Gril·los, tant de bo moris i esdevinguis cendra; des d’aquest punt, és cec el girant de la vida i ja s’apaivaga la llum que la manté o esta otra: Perquè no és fàcil de trobar una famíla que no conegui la desgràcia. Qui en té menys que es consideri mes sortós que un altre. Pero, sin duda, uno de los mimiambos más llamativos es el de la conversación de las amigas en torno a la excelencia de unos suaves y fuertes consoladoresde piel: A mi, en veure’ls, em saltaren els ulls; entre nosaltres, els homes mai aconsegueixen una tal rigidesa, i això no és l’únic: a més, el temps de plaer és un somni i, pel tacte, més que de cuir sembla de llana. No trobaries per més que el cerquessis, un més hàbil artesà per al servei d’una dona.
No me cuesta reconocer, como ya dejé escrito en otra entrada de este Diario, Los arrabales del saber, que uno de los grandes placeres de la lectura de estas obras ajenas al necio carrusel de las novedades de relumbrón, escasas luces y parvo interés es la recopilación de conocimientos curiosos y anécdotas con que, quienes realizan ediciones críticas tan excelente como la que he manejado, ilustran a los nescientes que a ellas nos acercamos. Así, me ha llamado la atención la reacción de Sócrates cuando se le facilitó la obra de Heráclito: Preguntado por su opinión acerca de ella, Sócrates dijo que le parecía excelente lo que había podido comprender, pero que “para llegar al fondo se necesitaba un buzo de Delos”. De la misma manera, y dado el viciado debate pedagógico actual sobre la felicidad a toda costa de los discentes, no está de más recordar, a propósito de un mimiambo en que una madre le exige al maestro que no se corte a la hora de hacerle entrar con sangre el conocimiento en el cuerpo a su hijo, que  Horacio recordaba, de sus días de escolar, que había aprendido la poesía de Livio gracias a un maestro, Orbili, amigo de emplear métodos tan expeditivos como los del Lamprisco del mimiambo de Herodes. En ese mismo contexto es donde aprendemos que los griegos solían decir “llorar lágrimas de Nánaco” por las del rey frigio que, sabedor de la inminencia del diluvio universal, reunió a los ciudadanos en el templo y se hartó de llorar y de suplicar inútilmente, una expresión que la madre que le implora al maestro que castigue severamente a su hijo usa para aparentar la instrucción que no tiene.

En los libros de antaño, no hay lectores hogaño: San Jorge, socórrenos…

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Fotografía de Juan Poz

El día del libro, el libro de un día: San Jorge entre rosa y celulosa.
 Lo que seguirá, después de esta breve introducción, es lo que escribí en tal fecha como la del encabezamiento, seis años después de haber iniciado este Diario de un artista desencajado también en vísperas de otra festividad del libro anodina, boba y rutinaria como lo son todas, en 2005. Como digo ut infra, es el día, realmente, de quienes no leen, aunque compren uno o dos al año. Los datos estadísticos -¡y qué tendrá que ver la estadística con la literatura, por ejemplo!- con los que las autoridades secesionistas catalanas han querido satisfacer a los del grupo koiné, y que nos hablan de ese gueto lector en catalán, apenas un 26% del total de lectores del Principado, forman parte de lo peor de este tipo de celebraciones: el uso político indeseable y siempre provocador de una lengua para dividir en vez de para potenciar su valor primordial: la comunicación. Me da exactamente igual. Ni entro ni salgo de debates con muchos bates, y vates vueltos orates; en este Diario se habla de literatura, no del insulso merchandising de “lo” paraliterario, de ese contexto sociológico que lo tiene todo de socioirracional. Me permito el desparpajo de la burla amena con inocente afán socarrón, pero quien es nadie en la República de las Letras puede pasearse tranquilamente por los zócalos de la sociedad literaria sin miedo a las escobas ni a los zapatazos ni a perderse en el zoco de las vanidades que convierte el día del libro en el libro de un día, aunque a veces se apague la luz de la mesita de noche sin haberlo abierto. Mañana será otro día.

                                                  viernes, 20 de abril de 2012

El contador de visitas no deja de sorprenderme. Hay sombras que entran y se alejan casi continuamente. Soy blog de paso. Está bien. Nada se le pide al forastero y se le ofrece el albergue de las palabras desencajadas. Nichos, es la expresión sociológica, al parecer, para hablar de dominios, de clasificaciones, de actividades, de espacios reservados, de hornacinas, en definitiva. Es lúgubre, pero tiene un sí sé qué de amable nocturnidad que me la vuelve acogedora. Urna cineraria, podría considerar que es, esta bitácora, y rumor levantisco el de las cenizas, el escaldado pósito de la existencia.                                
Nos acercamos a la gran feria de la casposa vanidad, la del San Jorge matadracenas, porque en festividad de origen tan machista, a ellas la flor, a ellos la cultura, no creo que San Jorge, aunque sea homófobo, casi como cualquier santo, matara dragones. Horrorizados por el contacto con sus lectores reales, los firmantes exitosos pensarán si no se han equivocado de oficio o de registro. La gran fiesta del día de los aléxicos (nada que ver, para los ignaros, con hipocorísticos de Alejandro) es el día del gran sainete de la mesopseudocultura. Felices y felizas desfilarán las hordas rituales con su cuarto, medio, tres cuartos o la resma entera de palabras con que entretener sus horas, las que nunca encontrarán para abrir la cubierta del libro y adentrarse en la lectura. San Jorge es el día en que los lectores que leen y compran libros los restantes 364 días del año se refugian en casa con un clásico y aguardan a que pasen las hordas de figurantes.                                 
Un artista desencajado nunca está al tanto de las novedades ni frecuenta las revistas literarias ni los suplemientos literarios -donde hay más de erario público malgastado que de letras interesantes-, llenos de hiperbólicas excelencias de los genios que crecen como senderuelos. El artista desencajado se mueve en los terrenos exquisitos de lo desconocido, de lo postergado, de lo que algunos bufones de lo metaliterario como Vila-Matas, cultivan como maldita flor de estercolero. Pongamos por caso, uno de excelencia: Robert Walser y su tan espléndida como desconocida Los hermanos Tanner. Que el autor transcurriera los últimos años de su vida en una casa de enajenados aumenta la reputación del autor lo suficiente como para compararlo a Nietzsche y Holderlin, eminentes enajenados. Si el autor, además, fue leído y admirado por Kafka, estamos en presencia ya de una "cumbre" de la narrativa europea o, más propiamente mittleeuropea, para que los exquisitos puedan orientarse con propiedad.
En la próxima entrega ofreceré una receta para escribir una perfecta novela mittleeuropea que pueda ser rechazada por cualquier adocenada editorial, que leerá con horror un original que se ajuste a lo que aquí se ofrezca, siguiendo el modelo de los hermanos Tanner, tan alabada en su momento por ciertos seres singulares como ignorada por la masa sanjorgista.

De Walser aguardo a poder ahorrar los casi 30 euros que cuestan sus Microgramas para poder confirmarme como lector de afines, esto es, de quienes lo hacían sin objetivo y con el único norte de la devoción a lo literario, que no siempre coincide, como bien se sabe con la Literatura. Simon, el protagonista de los hermanos Tanner es un trasunto biográfico del autor que nos guiará en la próxima entrega.

Una retirada, parcial, a tiempo...

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Una pausa y un arriesgado mester autobiográfico.


Cuando llegué, ignoraba quién no llegaría a ser, y Barcelona tenía la textura arisca de una ciudad desconocida. Es difícil vivir habitado por voces, versos, proyecciones, una soledad pegajosa y un mundo baqueteado del que solo salían recuerdos como solo ellos se suelen hacer presentes: indicándote que mientras te llenas de ellos te vacías de ti mismo. Es el sino de los solitarios: la memoria opaca el entendimiento y paraliza la voluntad, pero se abre un espacio con vocación de territorio sagrado donde se eternizan los fracasos inmodificables e intangibles: el único ti mismo posible, reconocible, indeseable.
Enmarcado por un aviador franquista, García Morato, por el entonces desconocido para mí Conde del Asalto, el ignoto Francisco González de Bassecourt, el viejo muro de las Atarazanas y el final ominoso de las Ramblas, no dejaba de ser una presencia extraña en un ámbito familiar de prestado: un recinto desvencijado donde se cumplía el rito sin sentido de un drama lleno de personajes sin autor, sin texto propio y rebosantes de incongruencia. Los padres siempre son viejos, por definición. Yo no tenía más edad que la muy incierta de los deseos, la acreditada de la ignorancia supina y la soberbia de las quimeras: haber hecho constar poeta como profesión, ¡a los quince años!, en el primer carnet de identidad, ante la rechifla inmisericorde y comprensible de los funcionarios policiales. No ser otra cosa que las palabras del ser, escandidas con la torpeza del necio sordo a los ritmos del existir y del estar: torpe dibujo abstracto ajeno a los detalles del pacto con el diablo, donde se oculta la perdición de quien firma con ligereza.


Venía de tres años de agua constante, de húmedo autismo en el que fingí absurdas aspiraciones olímpicas: una lucha infatigable contra las propias limitaciones: escuela de sufrimiento y ascesis de una incógnita que mi presente no resolvía: Madrid, Murcia, Bañolas y Gerona no eran hitos de itinerario, sino presentes solidificados como un buen cálculo en el hígado o en el riñón. Yo no era el yo que había sido en cada uno de ellos, y menos aún su suma heterogénea. Barcelona tenía el relieve de un punto y aparte. Y yo era una planicie perversa, un desierto estéril...
Así comienza Juventud en Poz, y para poder acabar esa exploración íntima, acudo a este Diario a  solicitar la venia generosa de los intelectores; ellos entenderán que, por esa fuerza mayor de los textos que arrastran a quien los crea, haya de atenuar el extenuante ritmo de publicaciones que he seguido en mi Diario en este primer año de júbilo y dolor mezclados. No anuncio una retirada al silencio fértil de la introspección y la creación, pero casi. Como el vicio de leer tiene raíces descomunales, está claro que seguiré elaborando, más pausadamente, esos breves estudios de los libros que me acompañan cada día, y sí, de vez en cuando, alguno aparecerá en el Diario para evitar que se le considere difunto en vez de medio hibernado. Como un buen amigo me dijo, "basta con lo que ya has escrito para acreditarte como autor", incluso a pesar de no haber podido "encajarme" en editorial alguna, algo a lo que ahora, con más tiempo, es posible que le dedique mi atención, centrada, hasta el momento, en el pretencioso "alumbrado público" que ha guiado mis pasos críticos; pero la vanidad de los noveles es, también por definición, infinita, de ahí que no desista de conseguir, al menos, la publicación de La manzana de Poz, mi única novela hasta el presente. Un libro de memorias mayor dificultad tendrá, sobre todo si lo son de un don nadie, para poder "encajar", pero cada cual escribe no tanto al dictado propio cuanto al del que la inspiración -pongámonos becquerianos- le dicta. Ignoro cuánto tiempo andaré entretenido en estos menesteres, pero, sobre todo por amor a mis intelectores, ya digo que me comprometo, con dilatada periodicidad, a seguir colgando entradas de las que ellos puedan colgarse con el provecho del doble placer del entendimiento y  de la lectura. La verdad es que hay suficiente material en este Diario como para entretenerse hasta mi vuelta, doy fe de ello, y hasta consideré, como en las viejas lecciones de los maestros de preingreso, darle otra vuelta al libro y comenzar a publicar las entradas de nuevo... Prefiero ir añadiendo lecturas diferentes, porque no son pocas las lecturas que se me van acumulando, y no quiero prometer, que me comprometo y me conozco..., pero por ahí andan La ética protestante y el espíritu del capitalismo de Weber, más interesante de lo que me había pensado y, a la vuelta de verano, otra lectura de Don Quijote, sin mencionar que ando estos días transcribiendo las citas de los Discursos de Lisias, bastante más flojos que los de Isócrates, pero de los que siempre algo se saca en claro, y tantas otras obras entre las que ni me atrevo a añadir algunas insoportables lagunas lectoras que sonrojan al más pintado o leído, y que, en todo caso, poco a poco se irán revelando, si por aquí aparecen.
En fin, poco me resta por añadir si no es el agradecimiento a quienes puedan haber hecho, de entrar en este Diario, un hábito. Lo rompo, y me avergüenzo de ser el causante. Me engolfo en un mí que no soy yo y lo hago sin saber si podré llegar a saber quién era y qué de él hay en el yo del que tanto ignoro. Gracias. Vale.
[Olvidaba añadir que iré vigilando de tanto en tanto la aparición de comentarios a las diferentes entradas para responder como exige tamaña demostración de gentileza.]

La falacia del fácil aprendizaje del uso de la lengua

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 Antiguas reflexiones sobre el aprendizaje de la(s) lengua(s), que no han perdido vigencia.
               
Los lectores, a veces, me descubren textos cuya existencia ignoraba. Me tomo la libertad de "saquear" a Juan Pérez, afanado (que no afamado...) observador de la cotidianidad para traer a este espacio una reflexión más propia de este lugar, entre  académico y salvaje, y lleno de sofocante vanidad,  que de la llaneza de su observatorio a pie de calle.

Si, como profesor secundario, que eso es lo que somos los de Secundaria para el consejero Maragall, he de juzgar por el nivel de competencia lingüistica con que llegan los alumnos de Primaria debería decir que la incompetencia profesional sobreabunda en ese tramo educativo. Prefiero, no obstante, plantear el asunto como una cuestión de más amplio radio. Ni los padres ni los hijos, ni probablemente muchos maestros o secundarios tenemos la competencia lingüistica mínima exigida para la transmisión de nuestra lengua materna, cubrir las necesidades del sistema educativo y, por supuesto, para enseñar a los alumnos lo que han de aprender para participar con satisfacción en la vida comunitaria. Llevo dándole vueltas durante muchos meses a lo que se acabará convirtiendo, en una convicción: el dominio mínimo de  la lengua propia, la lengua cooficial y otra lengua extranjera sólo está al alcance de una minoría tan exigua que, hasta no aceptar una realidad tan evidente, nada bueno podrá salir de ningún plan de estudios ni de ningún proceso de evaluación. Se pone mucho el acento en los beneficios de la evaluación, pero tengo la sensación de que se ha disociado radicalmente tal proceso evaluador del otro proceso, el esencial de la escuela -sin negar otros complementarios de no poca importancia-:  la transmisión del conocimiento. No hay más que oír al consejero Maragall para darse cuenta de cómo un adulto relativamente instruido es incapaz de tener una competencia lingüística adecuada, y dejo al margen, por supuesto, la capacidad de razonamiento, pues la mentalidad "consignataria"–o  esloganesca- del sujeto deja poco lugar a dudas. Llevo batallando con la expresión desde los 15 años y aún me queda un largo camino por recorrer, y mi dominio del catalán y del inglés está muy por debajo de lo que me gustaría. Mi conclusión, contra toda teoría pedagógica, es que la capacidad de expresión lingüística integral (comprensión, razonamiento, competencia normativa e incluso cierto estilo personal) es un don. Lo reconocemos para la música, para el dibujo y para la habilidad manual -léase el encaje de bolillos como la fontanería o la albañilería-, pero nos negamos a aceptarlo para el uso del lenguaje sólo por el hecho de que es una herramienta de uso cotidiano. ¡Cuánto cuesta ver lo obvio. Y, para acabar, como argumento de autoridad, unas palabritas de Andre Gide, que algo sabía de esto del uso de la lengua:
Escribir con pureza en francés, o en cualquier otra lengua, es, a juicio de la gente sabia, una ilusión. No comparto del todo ese punto de vista. La ilusión consistiría en pensar que hay una pureza esencial  y concreta del lenguaje…, definida por unos determinados rasgos, sensibles e incuestionables para todo el mundo. Ahora bien, un lenguaje supone una creación estadística y constante. Cada cual pone en él algo de sí mismo, lo desfigura, lo enriquece, lo capta y lo comunica a su manera, no sin que medien ciertos miramientos… La necesidad de una muta comprensión es la única normativa que atenúa y retarda su alteración, y ésta tan sólo es posible en virtud de la naturaleza arbitraria de las correspondencias de signos y de sentido que lo constituyen. A cada instante, cabe asimilar un lenguaje a un sistema de convenciones inconscientes en su mayoría, pero de las que se corrobora algunas veces la forma de institución, como sucede siempre que aprendemos una palabra nueva.
Hasta aquí, nada de pureza; sólo fenómenos asaz desordenados, regidos únicamente, o restringidos en sus desvíos, por la necesidad del intercambio, el automatismo de los individuos y la proclividad de éstos a la imitación.
Sin embargo, puede existir, y efectivamente existe, una pureza  convencional, que no por convencional se halla privada de alguna virtud. Esta pureza implica, en primer lugar, la corrección, la cual se define como la conformidad respecto a las convenciones escritas (cuyo uso y conocimiento precisan las personas cultivadas). Más sutiles son los demás requisitos de este lenguaje puro y deliberado al cual no todo el mundo es sensible: no voy a enumerarlos. Trátase de abstenciones cuyos motivos no es fácil discernir, de ciertos "efectos" a los que no recurrimos, de cierta coherencia exquisita que debe alcanzarse en la expresión, así como de un constante afán por articular nítidamente los miembros de una frase y las frases de un párrafo recíprocamente.
Ahora bien, existen seres humanos cuyo oído, por sano que esté, no distingue los sonidos de los ruidos.
…Escribir con pureza en francés supone un cuidado y un divertimento que en cierto modo compensa el tedio de escribir. 
La sintaxis es una facultad del alma.

Ivan Illich contra el institucionalismo conservador y a favor del librepensamiento: “Celebration of Awareness”

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Una cala en el pensamiento antisistema: Ivan Illich: Celebration of Awareness. A call for intitutional revolution.
  
Ya tenía ganas de echarme al coleto un libro completo de Ivan Illich de quien, hasta el presente, solo había leído a través de terceros. Muy superficialmente conocía su figura e incluso ignoraba que había sido sacerdote de la iglesia católica, lo cual, visto en perspectiva, permite entender que cuadren mejor los números de su disidencia y su cercanía programática a los nuevos movimientos alternativos y antisistema que están a punto de encaramarse al poder, al menos en España, que es algo así como el flanco débil ante la gripe demagógica de cariz totalitario, acaso por nuestro secular atraso en la formación y el cultivo del conocimiento. No cabe duda, sin embargo, de las buenas intenciones de Illich y de la claridad conceptual con que enjuicia el modo como el sistema tiende a reproducirse en perjuicio de la gran masa de desahuciados que muy poco a poco podrán ir beneficiándose de los avances sociales. El caso paradigmático es el de la educación y la trampa que supone que países en proceso de desarrollo inviertan en unos carísimos sistemas educativos que solo beneficiarán a una mínima casta de personas que acabarán integrándose en el sistema, defendiéndolo y beneficiándose del esfuerzo “conjunto” de toda la sociedad para crearlo. La tesis es irrefutable: no todo el conocimiento está en la escuela, pero el sistema se organiza de modo que solo se benefician aquellos a quienes el sistema sanciona como poseedores del saber oficial. El interés de Illich se extiende a otras realidades sociales y en el libro que acabo de leer, Celebration of Awareness. A call for intitutional revolution, hallamos no pocos análisis cuya actualidad está fuera de toda duda, e incluso su talante progresista se colocaría, como en el asunto de la educación, a la izquierda de la izquierda dogmática de este país nuestro de todos los demonios. Illich trabajó, desde Sudamerica, en pro de la integración de las clases desfavorecidas en las sociedades democráticas de su tiempo, y al principio lo hizo desde la perspectiva de la Iglesia como una reacción contra la extensión del “poder rojo”, capaz de acabar con la presencia de la Iglesia en Hispanoamérica o entre las comunidades hispánicas de Usamérica: In 1960 Pope John XXIII enjoined all United States and Canadian religious superiors to send, within ten years, 10 per cent of their effective strength in priests and nuns to Latin America. (…) Nobody dared state clearly why, though the first published propaganda included several references to the “Red danger” in four pages of text. La realidad de la emigración puertorriqueña a Nueva York, por ejemplo, que fue in crescendo, desde los 35.000 que había en N.Y. en 1943, hasta el 1.750.000 que llegó a haber en 1970,  es analizada por Illich desde el punto de vista de quien aspira a que echen raíces en una sociedad en la que los conflictos raciales han configurado su historia de una manera determinante, sin perder los valores que les son propios de sus comunidades, en una suerte de equilibrio difícil de conseguir. De ayer es la noticia que el próximo alcalde de Londres será un pakistaní, musulmán a quien su religión no le impide haber votado a favor del matrimonio homosexual, por ejemplo, en un claro ejemplo de aceptación de una realidad diametralmente opuesta a la de sus orígenes. Con todo, desde un punto de vista igualitario, Illich tiene una visión derrotista de la sociedad dominante: The demonic nature of present system which force man to consent to his own deepening self-destruction, porque la extensión del modelo social capitalista norteamericano supone, a su parecer, una suerte de dominio moral insoportable: It is not the American way of life lived by a handful of millions tat sickens the billions, but rather the growing awareness that those who live the American way will not tire until the superiority of their quasi-religious persuasion is accepted by the underdogs.
         El libro está lleno de percepciones penetrantes de la conformación de los roles y modelos sociales que afectan a instituciones como la propia Iglesia, movimientos como los relativos al control de natalidad, instituciones como el Sistema educativo, etc. De hecho, su peculiar visión de las instituciones es algo así como la petición de principio que se ha de aceptar para poder seguir leyendo el volumen: Institutions create certainties, and taken seriously, certainties deaden the heart and shackle the imagination. De ahí la lucha permanente contra esa institucionalización del “todo” y de los afanes totalitarios que son parte consustancial de las sociedades democráticas occidentales: We have embodied our world view into our institutions and are now their prisoners. De hecho, el movimiento “liberador” que guía al autor, porque Illich casi podría acogerse por derecho a la teología de la liberación que caracterizó a ciertos segmentos de la Iglesia hispanoamericana en la segunda mitad del siglo pasado, queda perfectamente claro en su afirmación de que  we stand at the end of a century-long struggle to free man from the constraint of ideologies, persuasions, and religions as guiding forces in his life. Por eso tiene sentido la afirmación de Erich Fromm en el prólogo a la recapitulación de estos breves pero iluminadores ensayos:  To begin with this approach can be characterized by the motto: de omnibus dubitandum; everything must be doubted, particularly the ideological concepts which are virtually shared by everybody and have consequently assumed the role of indubitable commonsensical axioms.
         Illich denuncia, básicamente, la mitificación que han hecho las sociedades en vías de desarrollo del Sistema educativo como “patrón” de progreso, cuando, en realidad, puede entenderse al contrario: We have come to identify our need for further learning with the demand for ever longer confinement to classrooms. In other words, we have packaged education with custodial care, certification for jobs, and the right to vote, and wrapped them all together with indoctrination in the Christian, liberal, or communist virtues. Ahora bien, siguiendo la pedagogía social de Paulo Freire, que pone en relación la alfabetización de los adultos con los problemas políticos en los que están inmersos, Illich ve perfectamente que  only he who discovers the help of written words in order to face his fears and make them fade, and the power of words to seize his feelings and give them form, will want to dig deeper into other people’s writing. Y ese es el valor formativo e individual de sus propuestas, o, dicho en palabras de Fromm: Radical doubt is a process; a process of liberation from idolatrous thinking; a widening of awareness, of imaginative, creative vision of our possibilities and options , y concluye: Illich’s thoughts make the reader more alive because they open the door that leads out of the prison of routinized, sterile, preconceived notions. Por ello es tan interesante acercarse al pensamiento de este “rebelde” del siglo XX cuyo mensaje va más allá de la demagogia pseudoizquierdista actual, porque, y él trabajo hombro con hombro con la inmigración puertorriqueña en N.Y., la estrategia de relación social de Illich no es la del adoctrinamiento, sino la de la empatía, como se aprecia cuando, hablando del aprendizaje de una lengua extranjera, algo a lo que, como eclesiástico y propagandista de la fe, estaba obligado, nos sugiere, líricamente que: the learning of a language is more the learning of its silences than of its sounds, porque, como es bien sabido, por cualquiera que tenga cierta sensibilidad para las lenguas y la comunicación: A language of which I know only the words and not the pauses is a continuous offense. It is as the caricature of a photographic negative. (…) Silence has its pauses and hesitations, its rhythms and expressions and inflections; its durations and pitches, and times to be and not to be. Cuando existe la verdadera comunicación, sobra la verborrea: The man who show us that he knows the rhythm of our silence is much closer to us than one who thinks that he knows how to speak.

         La palabra de Illich es palabra esencial en el tiempo, y no han pasado por sus reflexiones sino las meras formas externas de la alienación

El discurso forense: una tradición perdida en España. Los “Discursos” de Lisias.

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Los  Discursosde Lisias o la inmersión en la claridad del razonamiento persuasivo, felizmente contextualizada.


Hay lecturas, como la presente de Lisias, motivadas exclusivamente por el amor al mundo antiguo y por la necesidad de desplazarse en el tiempo y en el espacio, no tan tontunamente como esa desafortunada serie televisiva, para recuperar realidades desde las que contemplar nuestro presente con mayor propiedad analítica, con los fundamentos propios del origen de lo que entendemos por civilización europea.
Lisias fue un logógrafo, esto es, alguien dedicado a escribir discursos forenses que permitían, o así supongo que los vendería él, salir con bien de cualquier proceso judicial. Estamos, pues, ante el arte del razonamiento, de la persuasión, ante la lógica aplicada a la realidad concreta, no ante un texto de carácter literario o eminentemente retórico, en el que lo importante sea la belleza del estilo, antes que la veracidad de las pruebas, como él mismo escribió en el discurso XI , Segundo contra Teomnesto: Creo que es necesario especular no sobre las palabras, sino sobre los significados de las cosas. Leer aquellos alegatos de tan diferente naturaleza, la propia de la complejidad social de siempre: desde el adulterio hasta el asesinato, pasando por un lisiado que defrauda al estado o por la acusación contra Eratóstenes, bajo cuyo mandato en Atenas fue asesinado el hermano de Lisias, Polemarco,  y él hubo de verse forzado a exiliarse a Mégara, de donde regresó tras la instauración de la Democracia. Algunos moralistas puntillosos ponen reparos a que Lisias incluso pusiera su pluma al servicio de quienes defendieron la Oligarquía, como ocurre en el discurso XXV, donde se manifiesta de forma inequívoca al respecto: No es difícil darse cuenta, ¡oh, jueces!, de que no versan sobre la forma de gobierno las diferencias mutuas entre los hombres, sino sobre las conveniencias personales de cada uno. Lisias acabó desengañado de la política, y, desde esa perspectiva, podemos leerlo hoy como a un “adelantado” a su tiempo y a todos los tiempos, porque, desde la constatación del efecto reactivo como motor primordial de los cambios políticos: la democracia se origina a causa de los que llevan una política injusta en la oligarquía, del mismo modo que por culpa de los que se comportan como sicofantas en la democracia se estableció por dos veces la oligarquía, el lector advierte enseguida el poderoso caudal de simpatía con que leerá los discursos de Lisias, a quien no le ciega le aspiración de la verdad a todo trance, sino el hecho de que sus clientes salgan con bien del trance de verse denunciados ante los tribunales o de ser ellos los acusadores. De hecho, Lisias fue el primero en escribir una apología de Sócrates, que no se ha conservado, anterior a las de Jenofonte y Platón. Es necesario aclarar, antes de proseguir, para que se entienda cabalmente el juicio de Lisias, que los sicofantas eran acusadores profesionales, algo así como el Sindicato Manos Limpias, recientemente desarticulado por la policía, capaces de hundir para siempre la vida de aquellos que caían bajo sus acusaciones y se veían, como es el caso de algunos clientes de Lisias, en la necesidad de demostrar lo que debería caer del lado de la acusación. Tal es el caso del discurso X en el que se juzgaba la acusación de haber tirado las armas durante el combate, lo que aparejaba, tras las comprobaciones pertinentes, la pérdida de derechos políticos.
La vida misma de la Grecia clásica -el arco vital de Lisias se extiende entre 458 y 380 a. C.-, es lo que el lector puede hallar hoy en aquellos discursos cuyo contexto social y político nos ofrece una esmerada edición con generosas introducciones a cada discurso y felicísimas notas a pie de página a cargo de Luis Gil. Son discursos, no se olvide, palabra viva, pronunciada, no texto fijado para ser leído a solas o en silencio. Y esa cualidad intrínseca es lo que hace más amena la lectura y nos permite tener una visión certera de lo mucho que el discurso forense ha perdido, en nuestro país al menos, porque en la vida judicial usamericana, por el contrario, sigue más que vivo que nunca el espíritu fundador de una oratoria capaz de todo, de lo admirable y lo miserable. Que los discursos forenses constituyan todo un género cinematográfico que nos ha deparado películas inolvidables como Doce hombres sin piedad, Matar a un Ruiseñor, Testigo de cargo, Compulsión, La caja de música, etc., permite valorar la supervivencia de la tradición que encarna Lisias en una tradición como la usamericana, muy alejada de la española, donde la oratoria fue decayendo hasta prácticamente desaparecer. Quien haya seguido en parte -hasta que comprensiblemente se le agotara la paciencia- el juicio a los exduques de Palma, habrá constatado la planicie oratoria de los mil y un abogados presentes en la sala, amén de sus incorrecciones, anacolutos y vulgares y chocarreras salidas de tono, todo menos algo que ver con la tradición forense de la que Lisias fue un notable representante, aunque no pudiera competir con Isócrates, su contemporáneo, y quedara uy lejos de la brillantez del posterior Demóstenes. No sucede así, sin embargo, con los discursos forenses del neoclásico Meléndez Valdés, que son una auténtica joya aún por descubrir para un público mayoritario, discursos plenamente ilustrados y ajenos radicalmente a la ñoñería de su poesía neoclásica. Quizás esta entrada de hoy sea un impulso para releerlos y dedicarle la entrada que, de suyo, merecen.
Lisias, reivindicado por Cicerón, se convirtió en algo así como el principal ejemplo de la prosa ática contra el barroquismo del asianismo imperante en la época republicana: egregie subtilis scriptor atque elegans, quem iam prope audeas oratorem perfectum dicere, nos dice de él Cicerón en su elogio. Y es lo cierto que son escasos los artificios retóricos que podemos encontrar en la prosa de Lisias, la cual discurre ajustada al objetivo de proporcionar argumentos sólidos que permitan ganar el caso. Lo más atractivo de sus Discursos, al margen de la claridad lógica de los mismos, son esos momentos en que se mezclan los elementos históricos, el fino dibujo de las costumbres e incluso, aunque en pocas ocasiones, la contundencia de algún aforismo moral. Recordando, por ejemplo, la guerra contra los persas, Lisias nos ofrece un cuadro vivo del recurso inventivo de Jerjes y de la temible batalla naval contra los invasores: Con desprecio del orden de la naturaleza y de las obras divinas y de los designios humanos, hizo un camino a través del mar y abrió paso por fuerza a las naves a través de la tierra, uniendo las orillas del Helesponto y horadando el Atos sin que nadie se le opusiera. En la batalla, sin embargo, con las exhortaciones de unos y otros y el clamor de los moribundos, y ver que la mar estaba cubierta de cadáveres, y que zozobraban, trabadas mutuamente, muchas naves amigas y enemigas (…), por el temor que les poseía, creyeron ver muchas cosas que no veían y oír muchas cosas que no oían. Esos fragmentos que salpican los discursos deparan un placer inmenso en quien lee, porque, de pronto, al margen del caso puntual, emerge la historia con todo su esplendor como aval de tal o cual posición.
La vida cotidiana que se refleja en los Discursos de Lisias se basta y sobra para quitarle al autor la pátina amedrentadora de “clásico” al que cuesta acercarse, como si fuera un estigma que convirtiera a los recipiendarios de semejante marbete en autores “de otro nivel”, más allá de las escasas fuerzas de los lectores hoplitas. Como si hubiera, siguiendo el símil de aquella época de Lisias, lectores caballeros y lectores hoplitas. Por Aristófanes sabemos que el jinete significaba el poder militar de la nobleza, mientras que el hoplita-Sócrates participó como tal en la batalla de Maratón- suponía la pertenencia al pueblo llano. Desde esa llaneza popular de sus Discursos hemos de apreciar el discurso con el que se defiende uno de sus clientes cuando su enemigo lo violentó entrando en el gineceo cuando se encontraban dentro mi hermana y mis sobrinas, que siempre han vivido tan recatadamente como para avergonzarse de ser vistas incluso por sus parientes y además se permite acusarlo a él de haberlo agredido: La prueba más grande y más evidente de todas es que habiendo sido él ofendido y amenazado por mí, según pretende, no se ha atrevido a recurrir a vosotros hasta después de cuatro años; y mientras no hay nadie que, cuando está enamorado y se ve apartado de aquel a quien desea y es además golpeado, no intente, movido de cólera, tomar inmediata venganza, éste es el único que deja pasar largo tiempo. De ello, y en ese corolario se aprecia la calidad estética de la obra de Lisias, se sigue que no parece propio de la misma persona el estar enamorad y el ejercer la delación. Lo primero ocurre a los hombres más bien sencillos; lo segundo, a las gentes sumamente malvadas.
Está claro que hay discursos de más enjundia que otros, de expresión más feliz o de sentimiento más encendido, pero todos los críticos se ponen de acuerdo en señalar el discurso XII,  Contra Eratóstenes, , pronunciado por el propio Lisias, como uno de los más interesantes. Amigo de sorprender desde el principio a los jueces, Lisias se pregunta al principio del discurso no tanto por los motivos del acusador, sino por los del acusado: Aunque ordinariamente era preciso que fueran los acusadores quienes explicasen a qué se debía su hostilidad contra los acusados, en este caso lo que hace falta es preguntarles a estos qué móviles les guio en su enemistad contra la ciudad, como consecuencia de la cual osaron incurrir en tan graves faltas para con ella.  A partir de ahí irá desgranando los motivos por los que pedirá la pena de muerte contra él, más allá de los perjuicios personales que pudiera el tirano haberle deparado. Yo quiero hacerle subir aquí, ¡oh, jueces!, e interrogarle, pues mi criterio es el siguiente: cuando se trate de beneficiar a este, creo que es una impiedad incluso el hablar de él a otro, pero si es para hacerle daño, resulta santo y piadoso el hablar con él. Y alerta a los jueces para que no confundan la magnanimidad con la debilidad: Que vuestro agradecimiento ante lo que dicen que va a hacer no sea mayor que vuestra cólera por lo que ya han hecho: y, si perseguís a aquellos de los Treinta que están ausentes, no perdonéis a los que aquí se encuentran, ni os ayudéis a vosotros mismos menos eficazmente que la fortuna, que los puso en manos de la ciudad. Ceso ya de acusar. Habéis oído, habéis visto, habéis sufrido, le tenéis aquí: juzgadle.

Los discursos de Lisias, como no podía ser de otra manera, constituyen una exaltación de los valores helénicos que acreditaron a los griegos frente a los pueblos belicosos que los rodeaban. De hecho, Lisias fue también un defensor del panhelenismo que defendió Isócrates, y defendía con ahínco las virtudes que servían para definir la idiosincrasia de los únicos moradores que había tenido Grecia, una autoctonía, podríamos llamarla así, de la que se sentían más que orgullosos. En el discurso XXI, Defensa de un cargo de venalidad, Lisias expone claramente ese tipo de virtudes que definen mejor que cualquier otra descripción el espíritu ateniense: el más penoso servicio reside precisamente en ser en todo momento, hasta el final, un hombre comedido y juicioso, sin dejarse dominar por los placeres ni arrastrar por el afán de lucro, y mostrándose de una manera de ser tal que ningún ciudadano le pueda a uno reprochar nada ni atreverse a citarle en juicio. (…) Cuando era necesario desempeñar un servicio público, nunca me preocupó el dejar a mis hijos empobrecidos en la correspondiente cantidad, y sí el no cumplir con entusiasmo lo que me había mandado. ¡Ya se advierte, al menos aquí en España, lo lejos que estamos, en el siglo XXI, de acercarnos a semejante ideal!

Dos lecturas de Rousseau: de la misantropía última a la utopía contractual.

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Rousseau íntimo: Ensoñaciones de un paseante solitario y Rousseau éxtimo: El contrato social.


Rousseau es uno de esos autores controvertidos que despierta tantas fobias como filias, y ello tanto en sus días como en los siglos posteriores a su muerte, poco después de haber acabado el volumen autobiográfico que hoy me convoca en este Diario, y no es de extrañar, porque, al margen de su psicología de resistente existencial, con una vida sumamente compleja, llena de complejas decisiones, sus teorías han alimentado polémicas inagotables que aún hoy tienen cierta actualidad. Salvo fragmentos y citas de críticos y apologetas, nunca había leído nada completo de él, aunque siempre supe que un título tan poderoso como Ensoñaciones de un paseante solitario me acabaría incitando a la lectura. Creo que lo hago en un momento adecuado, porque coincide con mi propia dedicación autobiográfica, lo cual permite un grado de reflexión que nace directamente de mi implicación emocional en ese género tan poliédrico. Vale decir que tanto estas Ensoñaciones como Lasconfesiones… fueron publicadas póstumamente, las primeras en 1781, tres años después de su muerte y las segundas en 1788, diez años después de su muerte. De hecho, las Ensoñaciones podrían considerarse como una suerte de apostilla final de LasConfesiones, aunque tienen entidad propia y se redactan en un momento en que en Rousseau se acentúa la paranoia que desarrolló al final de su vida: La conclusión que puedo sacar de todas estas reflexiones es que nunca he sido realmente idóneo para la sociedad civil donde todo es malestar, obligación, deber, y que mi natural independiente me volvió siempre incapaz de las servidumbres necesarias para quien quiere vivir con los hombres, escribe. Y de ahí que se le imponga como una necesidad el refugio en su propio criterio exclusivo: En la situación en que me hallo no tengo otra regla de conducta salvo la de seguir en todo mi inclinación sin cortapisas, a pesar de que ello lo reduzca a una soledad, a un aislamiento de cuya necesidad él sabrá hacer virtud, obviamente, como es propio de los espíritus fuertes, y aun sentimentales: Me he vuelto solitario o, como ellos dicen, insociable y misántropo, porque la soledad más salvaje me parece preferible a una sociedad de malvados que solo se nutre de traiciones y odio. El defensor de las emociones, del sentimiento, el precursor del Romanticismo,  nos ha legado con sus Ensoñacionesun modelo de escrito autobiográfico que se opone, a su propio juicio, al “amañado” de Montaigne, al que le reprocha una complacencia excesiva, una suerte de intento de no “hurgar en la herida” propia; un talante, pues,  muy distinto del suyo, que no duda en exhibir la gangrena moral que lo devora, al tiempo que no disimula su aversión a cuantos enemigos, ¡por suerte!, ya no pueden hacer mella en él con sus malas artes. La sinceridad “a calzón quitado” de Jean-Jacques contrasta con la autoprotección de D Miguel de la Montaña, que traducía Quevedo: Pongo a Montaigne a la cabeza de estos falsos sinceros que quieren engañar diciendo la verdad. Se muestra con defectos, pero solo se atribuye los amables; no hay ningún hombre que no tenga algo de odioso. Montaigne se describe con cierta semejanza, pero de perfil. Quién sabe si algún rasgo del lado que nos ha ocultado no cambiaría totalmente su fisonomía.
         Harto de ser perseguido por sus detractores, que lo ignoran todo de él y dan pábulo a juicios que se repiten sin tener en cuenta ninguna circunstancia ni explicación, Rousseau se mete en la libérrima composición de sus Ensoñaciones como una reafirmación de su individualidad y un rechazo frontal de los férreos códigos de la vida social. Las Ensoñaciones, así pues, son una suerte de canto a la individualidad radical y un elogio sincero de quien, como él hizo, es capaz de sustraerse a las impías exigencias de esa vida social y sabe construirse una vida que, como es su caso, tuvo en el cultivo de la botánica el aliado perfecto para resistir los embates de incluso quienes fueron, en otro tiempo, sinceros amigos, porque Rousseau acabó enemistado con todos los ilustrados, y Voltaire mismo acabará convencido de que su paranoia  lo ha trastornado definitivamente. Es curioso que el campeón de la bondad natural de la persona acabe sus días sumido en una suerte de misantropía que solo halla consuelo en la elaboración de sus álbumes de botánica y en la divagación libérrima sobre lo divino y lo humano, principalmente lo último.
         Ningún libro, sin embargo, más humano, espontáneo, sincero y directo que este: Heme aquí, pues, solo sobre la tierra. Con esta declaración se abre el libro, cuyos ecos nos recuerdan el salmo quevediano: Vive sólo para ti si pudieres, pues sólo para ti si mueres, mueres. Para sí solo escribe Rousseau y se congratula de ello repetidamente a lo largo del libro. Estamos ante una obra confesional pura y dura, en la que el autor detalla con total sinceridad su manera de vivir, de hacer, de pensar, de escribir, de relacionarse…, aunque, como demuestran los manuscritos, llenos de tachaduras, de  rectificaciones, de vacilaciones, se trate de una sinceridad que le cuesta expresar, por más que el tono general de las Ensoñaciones sea el complaciente de quien, ¡por fin!, hace exclusivamente lo que le viene en gana y no paga ninguna deuda social ni se somete a ninguna exigencia que condicione su libertad. Ello no quiere decir, no obstante, que Rousseau eluda incluso hacer frente a decisiones vitales suyas tan polémicas como la entrega a la inclusa de sus cinco hijos. Como él dice: Entre mis contemporáneos hay pocos hombres cuyo nombre sea más conocido en Europa y cuyo individuo sea más ignorado. Las Ensoñaciones, pues, lo que pretenden es dar a conocer al individuo, el mismo que se defiende con estas razones de la acusación de padre sin entrañas: Comprendo que el reproche de haber llevado a mis hijos al hospicio haya degenerado fácilmente, con un pequeño sesgo, en el de ser un padre desnaturalizado y odiar a los niños. Sin embargo, es muy cierto que fue el temor a un destino mil veces peor para ellos y casi inevitable por cualquier otra vía lo que me determinó a hacerlo así. Si hubiera sido más indiferente hacia lo que sería de ellos y, al estar fuera de cuestión educarlos yo mismo, en mi situación tendría que haberlos dejado educar por su madre, que los habría echado a perder, y por su familia, que los habría convertido en unos monstruos. Todavía tiemblo al pensar en ello. La referencia al terror que le producía que sus hijos hubieran sido educados por su mujer estará en consonancia con la concepción de la mujer que Rousseau detalla en el libro V de su Emilio o De la educación a través, paradójicamente, del modelo encarnado en Sofía contra el que luchó  Mary Wollstonecraft en una apasionante obra que, azar de azares, estoy leyendo estos días (noches de insomnio incluidas): Vindicación de los derechos de la mujer, y sobre la que traeré noticia  este Diarioen su momento.
         Las Ensoñaciones constituyen una radiografía apasionante en la que no sé qué apreciar más, si los detalles o el conjunto, porque como obra compacta, sin llegar a las Confesionesde San Agustín, ni tampoco a sus propias Confesiones, de las que dicen que son algo tediosas, y que, en consecuencia, no me atraen como sí me han atraído las Ensoñaciones, constituye un sólido ejemplo de obra autobiográfica, pero en sus muchos detalles se nos revelan apreciaciones de muy alto valor psicológico y emocional. Sí, probablemente sea absurdo distinguir entre el todo y las partes, pero a veces no todas las partes suman un todo que nos convenza, como ocurre, por ejemplo, en el cine: una excelente fotografía, una buena banda sonora o unas interpretaciones sólidas no son garantía alguna de que veamos una excelente película, si sucede que tanga un guion deleznable o errático, o una puesta en escena chata, anodina. Lo que si convencerá a los lectores de que nos hallamos ante una obra extraordinaria es el argumentum ad passiones que desarrolla el autor a lo largo de toda la obra: La difamación, el abatimiento, el escarnio, el oprobio con los que me han cubierto ya no son susceptibles de seguir aumentando o mermando; hemos quedado igualmente al margen: ni ellos pueden agravarlos ni yo sustraerme a ello. Estaban tan urgidos por colmar la medida de mi miseria que todo el poder humano auxiliado por todos los ardides del infierno no sabría añadir nada más. El propio dolor físico, en lugar de incrementar mis penas, las distraería. Al hacerme gritar quizá me ahorrase gemidos y los desgarros de mi cuerpo suspenderían los de mi corazón. Estamos ante el sello personal de la obra de Rousseau esa suerte de siento, luego existo, que lo caracteriza frente a quienes endiosaron la razón. Las Ensoñacionesestá teñida de una melancolía propia del alma apaciguada, del alma que ya no se deja arrastrar ni al conflicto embrutecedor ni a la polémica estéril, es una obra de postrimerías en la que el autor, sin lamentar el paso del tiempo o su veloz huida, no deja de reflexionar sobre cierta ironía última de sus enseñanzas: La juventud es el tiempo de estudiar la sabiduría; la vejez es el tiempo de practicarla. La experiencia siempre instruye, lo confieso; pero solo resulta provechosa para el espacio que uno tiene por delante. ¿Acaso el momento en que hay que morir es el de aprender cómo se habría debido vivir? ¿De qué me sirven unas luces tan tardías como dolorosamente adquiridas acerca de mi destino y de las pasiones ajenas que lo han fraguado? Solo he aprendido a conocer mejor a los hombres para sentir con una mayor intensidad la miseria en que han sumido, sin que ese conocimiento al descubrirme todas sus trampas me haya podido hacer evitar ninguna. Con todo, y por no desmentir el dicho de Solón de que no hay edad en la que no se pueda aprender algo, Rousseau se recuerda que la paciencia, la benignidad, la resignación, la integridad, la justicia imparcial son un bien que uno se lleva consigo y del que puede enriquecerse sin cesar, sin temer que la propia muerte nos haga perder su valor. Este es el único y útil estudio al que consagro el resto de mi vejez. Dichoso si merced a mis progresos sobre mí mismo aprendo a salir de la vida, no mejor, porque esto es imposible, pero sí más virtuoso de lo que vine a ella.
         Las Ensoñacionesabundan en reflexiones de orden moral e intelectual que recogen, como aforismos al final del camino de la vida, una sabiduría destilada gota a gota de sufrimientos e incomprensiones que siempre jalonaron la peripecia vital de Rousseau, huérfano de madre desde inmediatamente después de ser alumbrado e imposible cuidador de su propia prole: entregada al hospicio para garantizarles la supervivencia. Jamás he creído que la libertad del hombre consista en hacer lo que quiere, sino más bien en no hacer nunca lo que no quiere, y esta es la libertad que yo siempre he reclamado, a menudo conservado, y por la que he sido el mayor escándalo para mis contemporáneos: esta afirmación de la individualidad del autor es una de las constantes a lo largo de las páginas del libro: Mi temperamento ha influido mucho sobre mis máximas, o más bien sobre mis hábitos; porque casi no he actuado conforme a reglas o casi no he seguido otra regla en cualquier asunto que los impulsos de mi natural. No empero, nos confiesa que Plutarco fue siempre una de sus lecturas favoritas; un autor que, como confiesa en su correspondencia, cayó en sus manos a los seis años y a los ocho se lo sabía de memoria: Plutarco es quien más me atrae y más provechoso me resulta. Fue la primera lectura de mi infancia y será la última de mi vejez; casi es el único autor al que nunca he leído sin sacar algún provecho.  Pero llama mucho la atención, tratándose de él, el hincapié que hace en el esfuerzo que siempre le ha supuesto la labor reflexiva: A veces he pensado con bastante profundidad, pero raramente con placer, casi siempre a regañadientes y como a la fuerza; la ensoñación me relaja y me divierte, la reflexión me fatiga y me entristece; pensar siempre supuso para mí una ocupación penosa y sin encanto. De ahí, sin duda, su peculiar modo de escritura: en papeles sueltos y en interminables paseos: La marcha tiene algo que anima y aviva mis ideas: cuando estoy quieto apenas puedo pensar. Y lanzo mis pensamientos esparcidos y sin continuidad sobre trozos de papel, a continuación coso todo eso mal que bien y así es como hago un libro. Algo que, como veremos más adelante, se manifiesta de lleno en la creación de uno de sus libros más famosos, El contrato social, cuya lectura nos ilumina, desde aquella época de apasionado racionalismo y  profunda sentimentalidad, buena parte de las retorcidas raíces de nuestro desconcertante presente político. En este de las Ensoñaciones, sin embargo, dicho método casa perfectamente con el género, porque Rousseau se entrega a ellas fiado en la absoluta libertad con que puede hablar de cualquier cosa, sea la pasión última que sintió por la botánica, sea la necesidad de concluir que no los tiempos felices son los que se prefiere recordar: a través de las vicisitudes de una larga vida, he observado que las épocas de gozos más dulces y placeres más vivos no son, sin embargo, aquellas cuyo recuerdo me atrae y me afecta más. El desengaño está muy presente en sus últimos años, porque la sabiduría, ciertamente, no le ha acercado a la vida plena con que sueña cualquier idealista como él: no hay nada sólido a lo que pueda aferrarse el corazón. Aquí abajo solo impera el placer efímero; dudo que sea conocida la felicidad duradera. ¿Cómo puede llamarse felicidad a un estado fugitivo que además nos deja el corazón inquieto y vacío, que nos hace añorar alguna cosa antes o desear aún alguna cosa después? Es, desde esa convicción, desde la que evoca una anécdota que recorre el cuerpo con un escalofrío de horror:  Espartano dice que Similos, cortesano de Trajano, tras abandonar sin disgusto personal alguno la corte y todos sus empleos para ir a vivir apaciblemente al campo, hizo poner sobre su tumba estas palabras: ‘He morado setenta y seis años sobre la tierra, pero he vivido siete’. Algo parecido puedo decir de mí, aun cuando mi sacrificio haya sido menor. Yo no he comenzado a vivir sino el 9 de abril de 1756. Sin embargo, las Ensoñaciones actúan, en su microcosmos como un reducto de libertad absoluta donde poder conquistar, por fin, esa suerte de ataraxia que, en su caso, adopta el nombre de indiferencia: no es poca cosa, sobre todo a mi edad, haber aprendido a ver la vida y la muerte, la enfermedad y la salud, la riqueza y la miseria, la gloria y la difamación con idéntica indiferencia. Todos los demás ancianos se inquietan por todo; yo no me inquieto por nada. Esa es su última y definitiva victoria.

El contrato social
         
Si el propio Rousseau, en confidencia postal a Jean Dussaulx, traductor de Juvenal y admirador suyo, ya defendía que en cuanto al Contrato social, los que se alaben de entenderlo por entero son más hábiles que yo. Es un libro a rehacer; pero yo no tengo ni fuerzas ni tiempo para ello, lo cual remacha en el pórtico del tercer libro de este singular tratado totalitario: Advierto al lector que este capítulo debe ser leído despacio, y que yo no conozco el arte de ser claro para quien no quiere prestar atención, pronto se echará de ver que nos hallamos ante una reflexión -sí, una de esas que le hacían poco menos que sudar sangre al sensible Jean-Jacques- de orden social que, por falta de suficiente y continuado esfuerzo intelectual se ha quedado a medio camino de la teoría política, de un proyecto de utopía e incluso del inicio de la nueva ciencia sociológica, que aún tardaría lo suyo en llegar. El propio Rousseau anunciaba que lo publicado era una parte de un proyecto mucho más ambicioso que llevaba por título Institutions politiques, del cual lo presente no es más que una selección que el autor ordenó y compuso en forma de libro para darlo a la imprenta, destruyendo el resto de material sobre el que no estaba dispuesto a seguir trabajando para cumplir el proyecto original.
         Así pues, buena parte de El contrato social no pasa de ser una colección de ideas sobre los fundamentos de las sociedades humanas y el mejor modo de organizarlas políticamente para ponerlas al servicio de lo que él denomina “el bien común”. Rousseau representa una concepción social diametralmente opuesta a la de Hobbes, y la sociedad fundada en el contrato social dista mucho del Leviatán del inglés. Frente a la intrínseca maldad del hombre que defiende Hobbes, Rousseau apela a la bondad natural propia del hombre que solo es corrompida por la sociedad. Se trataría, en consecuencia, a través del contrato social de recuperar lo mejor de la naturaleza y esquivar lo peor de la civilización corrupta creada por el hombre en su apartamiento de esa devoción natural. La teoría fundamental del Contratola expone Rousseau apenas iniciado el libro, porque, una vez sentado que la única agrupación “natural” humana es la familia, hace falta dar un salto contractual para fundamentar la “voluntad popular”, la “soberanía”: Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y recibimos en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo. En el mismo instante, en lugar de a persona particular de cada contratante este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea,  el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que se forma así por la unión de todas las demás, tomaba en otro tiempo el hombre de Ciudad, y toma ahora el de República o el de cuerpo político, al cual llaman sus miembros Estado cuando es pasivo, Soberano cuando es activo, Poder cuando lo comparan con otros de su misma especie. Por lo que se refiere a los asociados, toman colectivamente el nombre de Pueblo, y se llaman en particular Ciudadanos como participantes en la autoridad soberana, y Súbditos como sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos suelen confundirse y tomarse uno por otro; basta saber distinguirlos cuando son empleados en su sentido preciso. Adviértase la apostilla a su propia teoría: la radical indeterminación terminológica que alimenta este campo, motivo de enfrentamientos y posicionamientos políticos enconados que derivan, en un quítame allá esas pajas, en enfrentamiento civil. Lo que construye Rousseau es una antropomorfización de la voluntad popular, algo así como un Golem al que se le ha de rendir el tributo de la propia vida, porque el individuo, para firmar el contrato social que le permite la supervivencia, ha de someter vida y hacienda a ese soberano máximo que dispone de todo y de todos, porque el bien común, bien que sutilmente interpretado por el poder ejecutivo, se antepone a todo, la libertad individual incluida, por más que Rousseau cimente el poder de la voluntad popular en esa suerte de cesión de la libertad individual con que se construye la libertad general. Si no lo he entendido mal, dado que el autor sugiere que puede ser fácilmente malinterpretado, Rousseau establece en El Contrato social los fundamentos del totalitarismo político: Si el Estado o la ciudad no es más que una persona moral cuya vida consiste en la unión de sus miembros, y su cuidado más importante es el de su propia conservación, le es necesaria una fuerza universal y compulsiva para mover y disponer a cada parte de la manera más conveniente al todo. Así como la Naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos, y es este poder el que, dirigido por la voluntad general, lleva, como he dicho, el nombre de Soberanía. La defensa de la soberanía, que para Rousseau es “indivisible”, se pierde a veces en una cierta ambigüedad que le lleva a Rousseau a sospechar de la facilidad con que esa “voluntad general” puede ser traicionada: La voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no siempre es claro. Continuamente el autor oscila entre el polo de la libertad individual que incluso justificaría la posibilidad de “salir” pacíficamente, con todos los bienes propios, de ese “contrato y el poder omnímodo de la voluntad popular. En cualquier caso, y eso es importante dentro del sistema que propone el autor, cualquier organización social pasa necesariamente por el establecimiento de las leyes que la hacen posible, requisito imprescindible para que esa voluntad popular sea indiscutible y propia. La legitimación es imprescindible. Y de ahí el encumbramiento del poder legislativo como el verdadero poder popular, por encima, incluso, del ejecutivo o el judicial. De hecho, en un razonamiento que despertará la curiosidad, sin duda, de cuantos suelen enfrentar en nuestro país la idealizada segunda república a la actual monarquía constitucional, Rousseau se descuelga con este razonamiento singular:  Llamo república a todo Estado regido por leyes, cualquiera que sea su forma de administración; pues solo entonces gobierna el interés público y la cosa pública representa algo. Todo gobierno legítimo es republicano. No siempre entiendo por esta palabra una aristocracia o una democracia, sino en general todo gobierno guiado por la voluntad general, que es a ley. Para ser legítimo, no debe el gobierno confundirse con el soberano, sino ser el ministro del mismo; en este caso la monarquía misma es república. No somos pocos, creo, lo que hablamos, en el caso de España, de una monarquía federal, dado nuestro sistema autonómico, y aun no me importaría hablar de una monarquía republicana, siguiendo el razonamiento de Rousseau. Con todo, y damos, de nuevo, un volantazo hacia el totalitarismo que garantiza la supervivencia de la república: Para que el pacto social no sea un formulario vano, implica tácitamente el compromiso, único que puede dar fuerza a los otros, de que el que se niegue a obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo, algo que, teóricamente, hemos de entender que es congruente con su defensa de que la fuerza no hace el derecho, y que no estamos obligados a obedecer más que a los poderes legítimos. Hay implícita, en la fundamentación del contrato social, una teoría antropológica que enlaza con la famosa del “hombre nuevo” del marxismo soviético: El que se atreve a emprender la formación de un pueblo debe sentirse capaz de cambiar, por decirlo así, la naturaleza humana.; de transformar a cada individuo, que en sí mismo es un todo perfecto y solitario, en una parte de un todo mayor , del que este individuo recibe en cierto modo su vida y su ser; de alterar la constitución del hombre para mejorarla; de sustituir por una existencia parcial y moral la existencia física e independiente que todos hemos recibido de la Naturaleza. ¿Cuál otro es el propósito de los atávicos nacionalismos identitarios que bullen en nuestro Estado, sino el de crear un catalán, un vasco, un gallego, un canario o un asturiano prototípicos, encarnaciones de la emanación determinante del suelo patrio en el que se arraiga su concepción telúrica, puestos al servicio del gran tótem nacional de la tribu: Cataluña, Euskal Herría, Galicia, Canarias, Asturias…?
         El Contrato social explora también no solo formas de gobierno, sino que se adentra en un revisión histórica de los modelos griego y romano e incluso se arriesga a la elaboración de una sociología política rudimentaria cuyos postulados, con la perspectiva desde la que escribimos hoy, el siglo XXI, casi nos parecen auténticas supersticiones de aquellas contra las que luchaba el padre Feijoo. Me ha parecido interesante la crítica de la sobrerrepresentación política, porque es posible que en ella ancle sus raíces la tradición del secular centralismo francés: La administración resulta más difícil en las grandes distancias, como un peso resulta más pesado en el extremo de una palanca mayor. Resulta también más onerosa a medida que se multiplican los grados; pues cada ciudad tiene primero su propia administración, que paga el pueblo, cada distrito la suya, que también paga el pueblo; luego, cada provincia; después los grandes gobiernos, las satrapías, los virreinatos, que hay que pagar cada vez más caros a medida que se va ascendiendo y siempre a expensas del desdichado pueblo; por último viene la administración suprema, que lo aplasta todo. Tantas sobrecargas agotan continuamente a los súbditos; lejos de ser mejor gobernados por todos estos diferentes órdenes, lo son peor que si no hubiera nada más que uno por encima de ellos. Entre tanto, apenas quedan recursos para los casos extraordinarios, y cuando hay que recurrir a ellos, el Estado está siempre en vísperas de su ruina. Como dice más adelante, con harta clarividencia económica: El Estado civil no puede subsistir sino cuando el trabajo de los hombres produce un excedente sobre sus propias necesidades, de ahí, pues, que estamos endeudados hasta las cejas para “mantener” bastante por encima de nuestras posibilidades una superestructura política que no se corresponde con el grado de pobreza del país: Por poco que el pueblo dé, cuando ese poco no vuelve a él, dando siempre se agota pronto. El Estado no es nunca rico, y el pueblo es siempre mísero
         Para hacernos una idea del diletantismo sociológico de Rousseau, basta leer las siguientes líneas, llenas de un candor, de una ingenuidad, que raya en lo seráfico: aun cuando todo el Sur llegara a estar lleno de repúblicas y todo el Norte de estados despóticos, no por ello sería menos cierto que, por efecto del clima, el despotismo corresponde a los países cálidos, la barbarie a los países fríos y la buena política a las regiones intermedias. (…) Cuanto más cerca del ecuador, con menos viven los pueblos. (…) Las mismas sensibles diferencias vemos en Europa en cuanto al apetito entre los pueblos del Norte y los del sur. Un español vivirá ocho días con una sola comida de un alemán. En los países donde los hombres son más voraces, el lujo existe también en las cosas de comer. En Inglaterra se muestra en una mesa llena de manjares; en Italia, os obsequian con dulces y flores. Lo del español comiendo ocho días con una sola comida del alemán es, realmente, de antología… Se ve que Jean-Jacques no conoció los guisos patrios: el cocido, la fabada, la escudella…
         Coherente con su teoría del bien común y amante de la política grecolatina, sobre todo de la lacedemónica, por la que Rousseau sentía viva admiración, como compendio de las virtudes humanas en la administración del bien social, el filósofo del sentimiento opta por un sistema asambleario que permita un control individual estricto de la “ortodoxia” de la voluntad popular: además de las asambleas extraordinarias que ciertos casos imprevistos pueden exigir ha de haberlas fijas y periódicas sin que nada pueda abolirlas ni prorrogarlas, de tal modo que un día señalado sea el pueblo convocado por la ley sin que haga falta para ello ninguna otra convocatoria formal. Para Rousseau es evidente que desde el instante en que el servicio público deja de ser el principal interés de los ciudadanos y que prefieren servir con su bolsa antes que con su persona, el Estado se encuentra ya cerca de su ruina. (…) Desde el momento en que alguien dice de los negocios del Estado: ¿a mí qué me importa?, se debe saber que el Estado está perdido. Se trata, así pues, de un contrato de participación social, muy al estilo del de los traicionados círculos de Podemos, porque, alcanzada la representatividad y organizados como el resto de la casta, ¿qué diferencia hay entre los cerdos de Podemos y los humanos de la casta? Ya lo dice el propio Rousseau: como quiera que sea, desde el momento en que un pueblo nombra representantes, ya no es libre, ya no existe. Puede parecernos una “salida de tono” del ginebrino, pero todo El Contrato social está lleno de afirmaciones de esa naturaleza radical. Hay una proclamación casi deísta de la voluntad popular y Rousseau es su profeta, oscuro, como buen profeta, pero perfecto retratista de esa suerte de utopía que él construye a partir de las leyes y de la cesión gratuita de la libertad individual en aras del bien común. La lectura de El contrato social es estimulante, porque Rousseau es un hombre apasionado, y salpica su texto constantemente de reflexiones morales de mucho provecho y no poco ingenio, así como de anécdotas que me ha recordado mucho la infinita facilidad y felicidad en el arte de la cita oportuna del maestro indiscutible que es  Fernando Savater: Dicen que los charlatanes del Japón despedazan a un niño a la vista de los espectadores; luego, echando al aire todos sus miembros uno tras otro, vuelve a caer el niño vivo y entero. Tales son, aproximadamente, los juegos de manos de nuestros políticos; después de desembrar el cuerpo social con una prestidigitación digna de feria, vuelven a juntar las piezas no se sabe cómo. Lo que sucede igualmente en este apunte antropológico de inestimable valor y absoluta verdad: Una vez establecidas las costumbres y los prejuicios arraigados, es empresa peligrosa y vana querer reformarlos; el pueblo no puede siquiera tolerar que se toque a sus males para acabar con ellos, como esos enfermos estúpidos y sin valor que tiemblan al ver al médico. A pesar de sus extravíos doctrinales, desde el punto de vista de la praxis es evidente que a Rousseau no se le escapan ciertas realidades que siguen teniendo vigencia en nuestros días, como ha puesto de manifiesto Piketty en sus estudios sobre la desigualdad de las rentas: Si queréis, pues, dar al Estado consistencia, aproximad los grados extremos todo lo posible, no toleréis ni gentes opulentas ni pordioseros. Estos dos estados, naturalmente inseparables, son igualmente funestos al bien común. Prefiero acabar, con todo, con la interpretación aguda y paradójica del clásico por excelencia de la politología: Maquiavelo: Fingiendo dar lecciones a los reyes, las da muy grandes a los pueblos. El Príncipe, de Maquiavelo, es el libro de los republicanos.

Anna Laetitia Barbauld: activista y poeta romántica protofeminista del siglo XVIII

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El discurso de una mujer romántica en defensa del trabajo intelectual como realización vital: Anna Laetitia Barbauld: Against inconsistency in our expectations.

                 ¡Quién no teme las sugerencias de las notas a pie de página, esas invitaciones crueles a apartarse del sendero de la investigación en curso para descubrir territorios ignotos o autoras, como Barbauld en este caso, absolutamente desconocidas y tan atractivas! El sendero no es otro que el ya anunciado en la entrada sobre Rousseau acerca de Mary Wollstonecraft y su Vindicacion de los derechos de la mujer, un más que justificado clásico del feminismo y del pensamiento sin más. Mientras distraigo no pocas horas para acabar esa entrada, he hecho caso a la imperiosa nota a pie de página y me he ido a la caza y captura del breve ensayo que Wollstonecraft recomienda encarecidamente, porque, como he imaginado, he tenido la intuición de que podría estar en la línea del célebre cuento de Clarín El jornalero, al que ya le dediqué mi atención en su momento. Y así ha sido, me parece que el texto de Barbauld merece la pena ser rescatado y puesto a disposición de los intelectores que disfruten con el arte del razonamiento y el vuelo majestuoso de la inteligencia. No quiero extenderme en los pormenores de una vida más que movidita y llena de éxitos poéticos e intelectuales, una vida de activista cultural y política en parte arruinada por un matrimonio desafortunado del que solo con la muerte accidental del marido pudo librarse. Algo parecido le ocurrió a Wollstonecraft, como ya veremos, una suerte de desacuerdo entre su pensamiento y su vida afectiva que les pasó, a ambas, una onerosa factura existencial. En cualquier caso, mi interés, ahora, es poner a disposición de quien estime conveniente conocer a esta autora, un texto que no dejará indiferente a sus intelectores, espero:


 *AGAINST INCONSISTENCY IN OUR EXPECTATIONS.

“WHAT is more reasonable, than that they who take pains for any thing, should get most in that particular for which they take pains?  They have taken pains for power, you for right  principles; they for riches, you for a proper use of the appearances of things: see whether they have the advantage of you in that for  which you have taken pains, and which they  neglect : If they are in power, and you not,  why will not you speak the truth to yourself,  that you do nothing for the sake of power, but  that they do everything? No, but since I  take care to have right principles, it is more reasonable that I should have power. Yes, in respect to what you take care about, your principles. But give up to others the things in which they have taken more care than you. Else it is just as if, because you have right principles, you should think it fit that when  you shoot an arrow, you should hit the mark  better than an archer, or that you should forge better than a smith.”
Carter's Epictetus.

As most of the unhappiness in the world arises rather from disappointed desires, than from positive evil, it is of the utmost consequence to attain just notions of the laws and order of the universe, that we may not vex ourselves with fruitless wishes, or give way to groundless and unreasonable discontent. The laws of natural philosophy, indeed, are tolerably understood and attended to; and though we may suffer inconveniences, we are seldom disappointed in consequence of them. No man expects to preserve orange-trees in the open air through an English winter; or when he has planted an acorn, to see it become a large oak in a few months. The mind of man naturally yields to necessity; and our wishes soon subside when we see the impossibility of their being gratified.
Now, upon an accurate inspection, we shall find, in the moral government of the world, and the order of the intellectual system, laws as determinate fixed and invariable as any in Newton's Principia. The progress of vegetation is not more certain than the growth of habit; nor is the power of attraction more clearly proved than the force of affection or the influence of example. The man therefore who has well studied the operations of nature in mind as well as matter, will acquire a certain moderation and equity in his claims upon Providence. He never will be disappointed either in himself or others. He will act with precision; and expect that effect and that alone from his efforts, which they are naturally adapted to produce. For want of this, men of merit and integrity often censure the dispositions of Providence for suffering characters they despise to run away with advantages which, they yet know, are purchased by such means as a high and noble spirit could never submit to. If you refuse to pay the price, why expect the purchase? We should consider this world as a great mart of commerce, where fortune exposes to our view various commodities, riches, ease, tranquility, fame, integrity, knowledge. Everything is marked at a settled price. Our time, our labor, our ingenuity, is so much ready money which we are to lay out to the best advantage. Examine, compare, choose, reject; but stand to your own judgement; and do not, like children, when you have purchased one thing, repine that you do not possess another which you did not purchase. Such is the force of well-regulated industry, that a steady and vigorous exertion of our faculties, directed to one end, will generally insure success. Would you, for instance, be rich? Do you think that single point worth the sacrificing everything else to? You may then be rich. Thousands have become so from the lowest beginnings by toil, and patient diligence, and attention to the minutest articles of expense and profit. But you must give up the pleasures of leisure, of a vacant mind, of a free unsuspicious temper. If you preserve your integrity, it must be a coarse-spun and vulgar honesty. Those high and lofty notions of morals which you brought with you from the schools, must be considerably lowered, and mixed with the baser alloy of a jealous and worldly-minded prudence. You must learn to do hard, if not unjust things; and for the nice embarrassments of a delicate and ingenuous spirit, it is necessary for you to get rid of them as fast as possible. You must shut your heart against the Muses, and be content to feed your understanding with plain, household truths. In short, you must not attempt to enlarge your ideas, or polish your taste, or refine your sentiments; but must keep on in one beaten track, without turning aside either to the right hand or to the left. " But I cannot submit to drudgery like this—I feel a spirit above it." Tis well: be above it then; only do not repine that you are not rich. Is knowledge the pearl of price? That too may be purchased—by steady application, and long solitary hours of study and reflection. Bestow these, and you shall be wise. " But (says the man of letters) what a hardship is it that many an illiterate fellow who cannot construe the motto of the arms on his coach, shall raise a fortune and make a figure, while I have little more than the common conveniences of life." Et tibi magna satis!—Was it in order to raise a fortune that you consumed the sprightly hours of youth in study and retirement? Was it to be rich that you grew pale over the midnight lamp, and distilled the sweetness from the Greek and Roman spring? You have then mistaken your path, and ill employed your industry. " What reward have I then for all my labours?" What reward ! A large comprehensive soul, well purged from vulgar fears, and perturbations, and prejudices; able to comprehend and interpret the works of man—of God. A rich, flourishing, cultivated mind, pregnant with inexhaustible stores of entertainment and reflection. A perpetual spring of fresh ideas; and the conscious dignity of superior intelligence. Good heaven! and what reward can you ask besides? " But is it not some reproach upon the economy of Providence that such a one, who is a mean dirty fellow, should have amassed wealth enough to buy half a nation? " Not in the least. He made himself a mean dirty fellow for that very end. He has paid his health, his conscience, his liberty for it; and will you envy him his bargain? Will you hang your head and blush in his presence because he outshines you in equipage and show? Lift up your brow with a noble confidence, and say to yourself, I have not these things, it is true; but it is because I have not sought, because I have not desired them; it is because I possess something better. I have chosen my lot. I am content and satisfied. You are a modest man—You love quiet and independence, and have a delicacy and reserve in your temper which renders it impossible for you to elbow your way in the world, and be the herald of your own merits. Be content then with a modest retirement, with the esteem of your intimate friends, with the praises of a blameless heart, and a delicate ingenuous spirit; but resign the spleen did distinctions of the world to those who can better scramble for them. The man whose tender sensibility of conscience and strict regard to the rules of morality makes him scrupulous and fearful of offending, is often heard to complain of the disadvantages he lies under in every path of honour and profit. "Could I but get over some nice points, and conform to the practice and opinion of those about me, I might stand as fair a chance as others for dignities and preferment." And why can you not? What hinders you from discarding this troublesome scrupulosity of yours which stands so grievously in your way? If it be a small thing to enjoy a healthful mind, sound at the very core, that does not shrink from the keenest inspection; in ward freedom from remorse and perturbation; unsullied whiteness and simplicity of manners; a genuine integrity" Pure in the last recesses of the mind ; "if you think these advantages an inadequate recompense for what you resign, dismiss your scruples this instant, and be a slave-merchant, a parasite, or—what you please. " If these be motives weak, break of betimes;" and as you have not spirit to assert the dignity of virtue, be wise enough not to forgo the emoluments of vice. I much admire the spirit of the ancient philosophers, in that they never attempted, as our moralists often do, to lower the tone of philosophy, and make it consistent with all the indulgences of indolence and sensuality. They never thought of having the bulk of mankind for their disciples; but kept themselves as distinct as possible from a worldly life. They plainly told men what sacrifices were required, and what advantages they were which might be expected. "Si virtus hoc una potest dare, fortis omissis  Hoc age deliciis " If you would be a philosopher these are the terms. You must do thus and thus: there is no other way. If not, go and be one of the vulgar. There is no one quality gives so much dignity to a character as consistency of conduct. Even if a man's pursuits be wrong and unjustifiable, yet if they are prosecuted with steadiness and vigour, we cannot withhold our admiration. The most characteristic mark of a great mind is to choose some one important object, and pursue it through life. It was this made Caesar a great man. His object was ambition; he pursued it steadily, and was always ready to sacrifice to it every interfering passion or inclination. There is a pretty passage in one of Lucian's dialogues, where Jupiter complains to Cupid that though he has had so many intrigues, he was never sincerely beloved. In order to be loved, says Cupid, you must lay aside your aegis and your thunder-bolts, and you must curl and perfume your hair, and place a garland on your head, and walk with a soft step, and assume a winning obsequious deportment. But, replied Jupiter, I am not willing to resign so much of my dignity. Then, returns Cupid, leave off desiring to be loved—He wanted to be Jupiter and Adonis at the same time. It must be confessed, that men of genius are of all others most inclined to make these unreasonable claims. As their relish for enjoyment is strong, their views large and comprehensive, and they feel themselves lifted above the common bulk of mankind, they are apt to slight that natural reward of praise and admiration which is ever largely paid to distinguished abilities ; and to expect to be called forth to public notice and favour: without considering that their talents are commonly very unfit for active life; that their eccentricity and turn for speculation disqualifies them for the business of the world, which is best carried on by men of moderate genius; and that society is not obliged to reward anyone who is not useful to it. The poets have been a very unreasonable race, and have often complained loudly of the neglect of genius and the ingratitude of the age. The tender and pensive Cowley, and the elegant Shenstone, had their minds tinctured by this discontent; and even the sublime melancholy of Young was too much owing to the stings of disappointed ambition. The moderation we have been endeavouring to inculcate will likewise prevent much mortification and disgust in our commerce with mankind. As we ought not to wish in ourselves, so neither should we expect in our friends contrary qualifications. Young and sanguine, when we enter the world, and feel our affections drawn forth by any particular excellence in a character, we immediately give it credit for all others; and are beyond measure disgusted when we come to discover, as we soon must discover, the defects in the other side of the balance. But nature is much more frugal than to heap together all manner of shining qualities in one glaring mass. Like a judicious painter she endeavours to preserve a certain unity of style and colouring in her pieces. Models of absolute perfection are only to be met with in romance; where exquisite beauty, and brilliant wit, and profound judgement, and immaculate virtue, are all blended together to adorn some favourite character. As an anatomist knows that the racer cannot have the strength and muscles of the draught-horse; and that winged men, griffins, and mermaids must be mere creatures of the imagination; so the philosopher is sensible that there are combinations of moral qualities which never can take place but in idea. There is a different air and complexion in characters as well as in faces, though perhaps each equally beautiful; and the excellencies of one cannot be transferred to the other. Thus if one man possesses a stoical apathy of soul, acts independent of the opinion of the world, and fulfills every duty with mathematical exactness, you must not expect that man to be greatly influenced by the weakness of pity, or the partialities of friendship: you must not be offended that he does not fly to meet you after a short absence; or require from him the convivial spirit and honest effusions of a warm, open, susceptible heart. If another is remarkable for a lively active zeal, inflexible integrity, a strong indignation against vice, and freedom in reproving it, he will probably have some little bluntness in' his address not altogether suitable to polished life; he will want the winning arts of conversation; he will disgust by a kind of haughtiness and negligence in his manner, and often hurt the delicacy of his acquaintance with harsh and disagreeable truths. We usually say—that man is a genius, but he has some whims and oddities—such a one has a very general knowledge, but he is superficial;  &c. Now in all such cases we should speak more rationally did we substitute therefore for but. He is a genius, therefore he is whimsical; and the like. It is the fault of the present age, owing to the freer commerce that different ranks and professions now enjoy with each other, that characters are not marked with sufficient strength: the several classes run too much into one another. We have fewer pedants, it is true, but we have fewer striking originals. Everyone is expected to have such a tincture of general knowledge as is incompatible with going deep into any science; and such a conformity to fashionable manners as checks the free workings of the ruling passion, and gives an insipid sameness to the face of society, under the idea of polish and regularity. There is a cast of manners peculiar and becoming to each age, sex, and profession; one, therefore, should not throw out illiberal and common place censures against another. Each is perfect in its kind. A woman as a woman: a tradesman as a tradesman. We are often hurt by the brutality and sluggish conceptions of the vulgar; not considering that some there must be to be hewers of wood and drawers of water, and that cultivated genius, or even any great refinement and delicacy in their moral feelings, would be a real misfortune to them. Let us then study the philosophy of the human mind. The man who is master of this science, will know what to expect from every one. From this man, wise advice; from that, cordial sympathy; from another, casual entertainment. The passions and inclinations of others are his tools, which he can use with as much precision as he would the mechanical powers; and he can as readily make allowance for the workings of vanity, or the bias of self-interest in his friends, as for the power of friction, or the irregularities of the needle.

[* Ofrezco la versión original por falta de tiempo para traducirlo, pero si algún gentil intelector se aplica a traducirlo y me la pasa, la traducción, la añadiría gustosamente a la entrada. Gracias]




“Vindicación de los derechos de la mujer”. Mary Wollstonecraft, contundente feminista persuasiva, e ilustrada europeísta de pro.

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Autor: John Opie (1797)
    

Entre las razones del corazón y el corazón valiente de las razones de ayer, de hoy y de mañana: Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft.
       
Por esos azares del destino, y como ya anuncié cuando colgué el texto de Barbauld, traigo a este Diarioun recensión del interesante, aunque algo repetitivo, libro de Mary Wollstonecraft -un apellido cuya traducción literal nos daría algo parecido a “el deseo hecho en piedra”- escrito en unas pocas semanas y con el subidón entusiasta de las primeras noticias que le llegaban de la Revolución Francesa. Se trata de una edición magnífica de Marta Lois Gonzalez para la editorial Istmo, con un prólogo muy documentado y unas notas a pie de página perfectamente dosificadas y con alto valor referencial. De hecho, lo acabó en Francia, adonde se desplazó, llevada por ese entusiasmo histórico, para vivir de primera mano acontecimientos que se revelaron tan trascendentales para la historia de Europa y del mundo. A su manera, actuó como quienes se presentaron en Berlín para contemplar la caída del muro, como el protagonista del libro de Ian McEwan, Los perros negros, por ejemplo. En estos días del Brexit, ya digo, no deja de llamar la atención que Wollstonecraft aúne la defensa de los derechos de la mujer con la visión europeísta de la extensión de los derechos humanos que supuso en su origen la Revolución Francesa. Estoy convencido de que le hubiera afeado a Cameron la estupidez política de convocar una bomba de relojería, que en eso se ha convertido el famoso Brexit. Ha estallado, finalmente, y aún no se atisba quién va a reparar los daños sociales provocados ni quién va a encargarse de limpiar el lugar de la explosión, lleno de escombros y destrucción. El libro no es propiamente un listado clásico de reivindicaciones, sino una suerte de ensayo más o menos compendioso de todas las ideas que Wollstonecraft defendió a lo largo de su vida, no solo intelectualmente, sino también en la práctica, como lo demuestra la creación de la escuela privada donde intentó traducir en la práctica sus adelantados ideales pedagógicos, muy parecidos a los de la Institución Libre de Enseñanza,  o su unión libre con Gilbert Imlay, un americano que luchó contra los ingleses por la independencia del nuevo país, con quien tuvo a su primera hija, a la que le puso el nombre de Fanny, el de su mejor amiga, con quien creó la escuela y que murió de parto en Lisboa, una muerte paralela a la suya, pues Mary murió al poco de haber tenido con el filósofo William Godwin a su hija Mary, la futura Mary Shelley, autora de Frankenstein o el moderno Prometeo. Antes de Imlay, Mary ya se había enamorado arrebatadamente del pintor Fuseli, a quien le había propuesto una insólita convivencia “a tres” que horrorizó a la mujer del pintor, razón por la cual Fuseli optó por su mujer y abandonó a Wollstonecraft. Al casarse con Godwin (los dos contrayentes estaban en contra de la institución matrimonial, curiosamente…) se supo que Wollstonecraft no había estado casada con Imlay, por lo que su situación irregular de mujer amancebada y con una hija pasó onerosa factura al nuevo matrimonio, que perdió no pocas amistades, conocidos y familiares; ello nos indica, si bien muy escuetamente, que la propia vida de la autora tiene unos ingredientes “novelescos” tales, que por sí misma es merecedora de atenta y apasionada lectura, porque esa “mujer fuerte” que fue Wollstonecraft hubo de serlo en una sociedad cuyo rechazo cayó sobre ella inmisericordemente. No solo estaba amancebada con Imlay, sino que cuando este la abandonó, porque ya no encontraba aliciente en una Wollstonecraft volcada en la crianza de su hija y en su trabajo intelectual, en vez de en la pasión que ambos habían compartido, intentó suicidarse, sin ocultar en ningún momento que lo suyo no había sido un “accidente”, sino un deliberado intento de suicidio. La tensión entre las ideas y la pasión forma parte de la vida de Wollstonecraft, si bien su labor intelectual fue prioritaria para ella, como lo prueba no solo el presente ensayo, piedra angular del movimiento feminista europeo, sino su obra narrativa y su obra histórica acerca de los orígenes de la Revolución Francesa. Si algo sorprende del presente libro, Vindicación…, es su total modernidad y la claridad conceptual irrebatible con que Wollstonecraft no solo defiende principios que a algunos conservadores de nuestro tiempo les cuesta admitir, sino que se anticipa a conquistas que tardarán mucho tiempo en realizarse socialmente, como la coeducación, por ejemplo. El libro no solo es una defensa de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres -Quiero al hombre como compañero; pero su cetro, real o usurpado, no se extiende hasta mí, salvo que la razón de un individuo demande mi homenaje; e incluso entonces la sumisión es a la razón y no al hombre-, sino que se ofrece a los lectores como una explicación del atraso de la mujer, sometida al mero papel de reproductora de la especie, un ser que ha de dedicarse prioritariamente a esa función y no tener otro objetivo en la vida que preocuparse de las cosas de la casa, de sí misma, desde la higiene hasta el aspecto, de conquistar a un hombre y de su familia. El libro no es solo, ya digo, un feroz y lúcido alegato contra la supremacía masculina que ha impedido que la mujer se desarrolle intelectualmente, sino una suerte de programa político de ordenación de la sociedad en el que también se incluyen aspectos de tanta importancia como el diseño de un sistema educativo que libere a hombres y mujeres, el derecho a voto de las mujeres, el establecimiento de derechos igualitarios en el contrato matrimonial y en las herencias, etc. Es decir, no hay ámbito social en el que Wollstonecraft no deje de recordar la injusticia que supone la organización social de su época, ese patriarcado en el que la mujer solo disfruta del poder indirecto que le confiere su relación individual con su esposo y su autoridad como madre de familia. Wollstonecraf escoge a Rousseau como adversario, y a fe que lo tiene fácil, porque el ginebrino dice tantas barbaridades acerca del papel de la mujer en la sociedad, condensadas todas ellas en el capítulo V de su Emilio o la educación, donde describe a la “pareja ideal” de Emilia, a la que bautiza, paradójicamente, con el nombre de Sofía, que resulta poco menos que imposible no vapulearlo con total garantía de éxito:  Rousseau expresa que una mujer jamás debería, ni por un momento, sentirse independiente, que debería moverse por el miedo a ejercitar su astucia natural, y que se trata de hacer de ella una esclava coqueta, con el fin de convertirse en un objeto de deseo más seductor, una compañía más dulce para el hombre, cuando quiera relajarse. Lleva sus argumentos todavía más lejos, pretendiendo extraerlos de los indicios de la naturaleza, e insinúa que verdad y fortaleza, las piedras angulares de toda virtud humana, deberían ser cultivadas con ciertas restricciones, porque, en relación al carácter femenino, la obediencia constituye la gran lección que debe inculcarse con vigor implacable, dice ella que dice Rousseau, pero cuando inserta en su estudio las citas textuales del ginebrino, entonces sí que las carnes se nos abren por completo: La investigación de verdades abstractas y especulativas, de principios y axiomas de las ciencias, en definitiva, de todo lo que tiende a generalizar nuestras ideas, no es la provincia adecuada de las mujeres; sus estudios todos deben remitirse a la práctica. (…) Todas las reflexiones de las mujeres deben dirigirse, en lo que se refiere de modo inmediato a sus deberes, al estudio de los hombres o a la consecución de aquellas habilidades agradables que tienen el gusto por objeto; porque las obras de genio están más allá de su capacidad; tampoco tienen suficiente precisión o capacidad de atención para triunfar en las ciencias exactas. (…) Debe estudiar a fondo la mente del hombre, no la mente de los hombres en general, de forma abstracta, sino la disposición de aquellos hombres de los que depende, bien por la ley de su país, bien por la fuerza de la opinión, (…) La mujer tiene más ingenio, el hombre más genio; la mujer observa, el hombre razona: de este concurso deriva la luz más clara y el conocimiento más perfecto que es capaz de adquirir por sí misma la mente humana. No obstante el celo reformador de Wollstonecraft, si algo hace atractivo su libro es esa suerte de escepticismo último sobre las menguadas posibilidades de ciertos cambios sociales y su escasa fe en el poder que ahora le atribuimos a algunas instituciones, como por ejemplo a la educación: No considero que la educación personal pueda hacer milagros, tal como le atribuyen algunos escritores optimistas. Los hombres y las mujeres deben educarse, en gran medida, a través de las opiniones y costumbres de la sociedad en la que viven. O la ecuanimidad de un juicio atento siempre a la ponderación y a la justeza: He tenido antes la ocasión de observar que un derecho siempre comprende un deber, y creo que puede inferirse igualmente que pierden el derecho aquellos que no cumplen el deber.   La suerte de precipitación con que fue escrito el libro le impidió a la autora eliminar las constantes repeticiones que se centran, sobre todo en una idea básica: la mujer ha de desarrollarse intelectualmente. Se trata de una especie de motivo recurrente que aparece en cada capítulo y en algunos varias veces, casi como una jaculatoria que, repetida ad náuseam, fuera capaz de hacer realidad el justo y perentorio deseo que incluye. A esa necesidad ha de sumársele la de la independencia económica, a través del ejercicio de una profesión, porque solo desde la independencia económica, como es sabido, pueden establecerse relaciones de igualdad. El libro, de hecho, es una severa crítica incluso a las mujeres que aceptan semejante estado de postración social e individual: La mujeres deben tratar de purificar su corazón, pero ¿pueden hacerlo cuando sus entendimientos sin cultivar las hacen dependientes por completo de sus sentidos para estar ocupadas y divertirse, cuando ninguna actividad noble las sitúa por encima de las pequeñas vanidades diarias o les permite refrenar las emociones salvajes que agitan la caña, sobre la que cualquier brisa pasajera tiene poder?Salir de esa suerte de falsa torre de marfil donde los hombres se empeñan en encerrarla es la obligación de todas y cada una de las mujeres, si es que quieren ser libres y desarrollar su pensamiento en igualdad de condiciones con los hombres, pues solo con los mimbres de la igualdad se construyen sociedades no opresivas ni represivas. Las mujeres han de rechazar, han de combatir el estereotipo que las convierte poco menos que en sacerdotisas de la belleza, en persecución de la cual han de emplear todos los días de su vida: Las mujeres se encuentran en todas partes en ese estado deplorable porque, con el fin de preservar su inocencia, como se denomina cortésmente a la ignorancia, se les oculta la verdad y se les hace asumir un carácter ficticio antes de que sus facultades hayan adquirido alguna fuerza. Como desde la infancia se les enseña que la belleza es el centro de la mujer, la mente se ajusta al cuerpo y, deambulando por su jaula dorada, solo busca adorar su prisión. Como se advierte, la modernidad de los planteamientos de Wollstonecraft es total. lo cual dice muy poco de nuestras sociedades, todo sea dicho de paso, y menos aún de esas en las que el papel de la mujer, como en las dominadas por el Islam, se acerca lamentablemente al de la subordinación absoluto a los dictados del hombre. La perspicacia de Wollstonecraft a la hora de descubrir la conformación del modelo social opresivo de la mujer se extiende a la relación implícita entre el maltrato animal y su extensión al maltrato en el seno de la familia, como algo casi “natural”: La humanidad para con los animales debería ser particularmente inculcada como parte de la educación nacional, pues no es en la actualidad una de nuestras virtudes nacionales. (…) Esta crueldad habitual se adquiere primero en la escuela, donde uno de los juegos raros de los niños es atormentar a los pobres animales que se encuentran en su camino. La transición, conforme crecen, de la barbaridad con las bestias a la tiranía doméstica sobre las esposas, niños y sirvientes, es muy fácil. La justicia, o incluso la benevolencia, no será una fuente poderosa de acción a menos que se extienda a la creación entera; más aún, creo que puede tomarse como axioma que aquellos que pueden presenciar el dolor sin conmoverse pronto aprenderán a infligirlo. La posición política de Wollstonecraft es bastante radical para su tiempo, porque se sitúa claramente contra un sistema político que a su juicio permite instituciones tan gravosas como inoperantes, comenzando por la propia monarquía, lo cual tampoco es extraño si se considera el fervor que despertó en ella la Revolución Francesa: Los impuestos sobre los elementos más necesarios de la vida permiten a una tribu interminable de príncipes y princesas ociosos pasar con estúpida pompa delante de una multitud boquiabierta, que casi venera el mismo desfile que tan caro le cuesta. Esto es mera grandeza bárbara, algo como las inútiles y salvajes procesiones de centinelas montados a caballo en Whitehall, lo que nunca pude contemplar sin una mezcla de desprecio e indignación. Pocos en la Gran Bretaña de hoy, ni siquiera entre los laboristas, se expresarían de manera tan contundente, me parece… En realidad, sorprende la reticencia con que Wollstonecraft sugiere que se hace inevitable no solo la participación “pasiva” de la mujer a través del voto, sino que ha de haber mujeres en el Parlamento: Puede que provoque la risa, al sugerir una idea que pretendo perseguir, en algún tiempo futuro, pues realmente pienso que las mujeres deberían tener representantes, en vez de ser arbitrariamente gobernadas sin que se les permita ninguna participación directa en las deliberaciones de gobierno. Estamos en 1792, lo recuerdo, por si a alguien se le había olvidado, y la primera parlamentaria elegida para la Cámara de los Comunes fue Constance Markiewicz en 1918, por el Sinn Féin, que no tomó posesión del escaño. Después de ella, por los Tories fue elegida Lady Astor, en 1919, que sí la tomó. ¡Qué menos podía esperarse de una mujer a la que le cumple realmente el calificativo de revolucionaria, porque muchas de sus ideas han alimentado desde entonces la necesaria rebelión contra estructuras sociales que han supuesto una seria limitación no solo de las libertades individuales, sino, sobre todo, de la inequívoca represión de los derechos de las mujeres! Esa rebelión se manifiesta claramente cuando llama a desprendernos de automatismos como la “obediencia debida”: El deber absurdo, inculcado muy a menudo, de obedecer a los padres solo en razón de su status como padre, encadena con grilletes a la mente y la prepara para una sumisión servil a todo poder menos la razón. (…) El padre que es obedecido ciegamente es obedecido por pura debilidad o por motivos que degradan el carácter humano.
 La condición de filósofa de Mary Wollstonecraft se manifiesta también en su Vindicación… cuando, entre los muchos aspectos de la realidad que trata en relación con la condición de la mujer, nos sorprende con el esbozo, de hondo carácter lírico, de una interesante gnoseología: Aquella rápida percepción de la verdad, que es tan intuitiva que desconcierta la investigación y nos impide determinar si es reminiscencia o raciocinio, al perderse su rastro en la celeridad con que irrumpe en la nube oscura. (…) Cuando la mente es un ave agrandada por los vuelos divagantes o la reflexión profunda, las materias primas se ordenarán a sí mismas en cierta medida. (…) ¡Qué poco poder poseemos sobre este sutil fluido eléctrico y qué poco poder puede obtener la razón sobre él! Estos delicados e intratables espíritus parecen ser la esencia del genio y, resplandeciendo en su ojo de águila, producen en el grado más eminente la energía feliz de asociar pensamientos que sorprenden, gratifican, deleitan e instruyen. Desde esa perspectiva, y a pesar de que ella misma sucumbió al romanticismo propio de su tiempo, Wollstonecraft defiende la primacía de la amistad sobre el amor: La amistad es un afecto serio, el más sublime de todos los afectos, porque se funda en los principios y se cimenta con el tiempo. Todo lo contrario debe decirse del amor. En gran medida, el amor y la amistad no pueden coexistir en el mismo seno; incluso cuando son inspirados por diferentes objetos, se debilitan o destruyen mutuamente, y por el mismo objeto sólo pueden sentirse en secuencia. De ahí que, para conseguir ese ideal, Wollstonecraft lo fíe todo al progreso del conocimiento, que equivale para ella al de la virtud: Sin conocimiento no puede haber moralidad. ¡La ignorancia es una frágil base para la virtud! Finalmente, a nivel estructural, aunque el libro tiene mucho de amalgama que esconde cierto desorden y no pocas repeticiones de la tesis fundamental, la mujer ha de formarse para adquirir independencia económica del hombre y situarse en un plano de igualdad con él, hay un capítulo, el 5º, en el que adelantándose aún más a su tiempo, la autora realiza un impecable fisking de las teorías de Rousseau, pero también de otros pedagogos y moralistas ingleses de su época. Las citas seguidas o precedidas de sus comentarios conforman un método de crítica similar al fisking que con tanto éxito practicó Arcadi Espada en España, por ejemplo, en su lúcida crítica al Estatuto de Cataluña pergeñado por el Tripartito, de infausto recuerdo, y entre cuyos delétereos efectos puede contarse el crecimiento del proyecto secesionista. Vindicación de los derechos de la mujer es un ensayo de tesis con el que resulta muy difícil discrepar, salvo cuando a la autora le ataca cierta vena puritana y se descuelga con juicios como que los matrimonios con descendencia han de renunciar a su vida sexual en la edad madura para hacerse cargo plenamente de la educación de los hijos como objetivo fundamental de sus vidas. La imagen de la armonía conyugal la cifra la autora en el indeleble recuerdo que ha de crear en la familia el acto de la lactancia contemplado por el esposo, por ejemplo, y no le falta razón, desde luego, y lo digo desde mi experiencia personal al respecto, pero de ahí a poco menos que tener que abrazar el celibato en aras de la formación de los infantes media un buen trecho… Mary Wollstonecraft tiene un estilo diáfano y eficaz, casi apodíctico. Suele intercalar algún que otro brillante aforismo, la verdad constituye un límite muy débil cuando se interpone en el camino de una hipótesis, acaso contagiada de su trato con el círculo de intelectuales al que tuvo acceso cuando accedió a trabajar para el editor liberal Joseph Johnson, en cuyas célebres tertulias participó, y es muy amiga de remachar la misma idea una y otra vez hasta conseguir que le quede bien claro, sobre todo a sus posibles lectoras, que no han de ceder al chantaje de disfrutar de un “poder femenino” basado en la explotación miserable de sus encantos sexuales, a cambio de continuar en el hoyo profundo de la ignorancia. Y este libro, que debería ser de cabecera de todas las jóvenes españolas y leído por todos los hombres, consigue plenamente su objetivo. 

Un artista universal en Llabià: Josep Coll.

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La mirada del Artista auténtico: Josep Coll, escultor, creador de formas y mundos.


LLabiá es un pequeño pueblo del Ampurdán, situado en un altozano desde el que se contempla la amplia extensión del antiguo estanque de Ullastret, localidad célebre por sus ruinas prehistóricas, un espacio de cultivo rodeado por la Sierra del Dauró y la sierra de Les Gavarres, como si fuera el cráter calmo y fértil de un volcán extinguido. Allí nos condujo la amistad y nos sedujo un paisaje que, como la Flecha a Fray Luis, nos acogió lejos del mundanal ruido y nos serenó incluso el más turbado o baqueteado de los ánimos. Son cuatro casas mal contadas, una iglesia modesta, una casa de turismo rural y unos alrededores por donde el olvido de sí y de los noes del determinismo social se daban amistosamente la mano. No es la primera vez que J. y A. nos invitan, pero sí ha sido la primera en que hemos tenido la ocasión de visitar el taller y museo de un artista discreto, casi escondido, apegado a la tierra y a la imaginación a partes iguales, Josep Coll, a quien poco a poco el tiempo, espero y deseo, irá poniendo en el lugar de honor que le corresponde. 

Quien tiene, como yo, El quadern gris de Josep Pla como una biblia territorial y antropológica catalana, en su creativa versión ampurdanesa, además de un texto fundacional del català antinoucentista (aquel intento diabólico de crear una lengua artificial de minorías selectas y estiradas,  definitely highbrow) entiende perfectamente la existencia de un personaje como Josep Coll, tan volcado en su arte y en los logros del mismo, como olvidado de sí y de la posible importancia que pueda tener su obra magnífica y de alto vuelo conceptual. De profunda raíz agraria, aunque electricista de profesión, Josep Coll es un hombre que recicla cuantos materiales tiene a su alcance en la magnífica masía del siglo XVI de Can Pau de Llabià, hoy establecimiento turístico rural donde “los que saben” escogen pasar unos días de desconexión total, porque Llabià es, realmente, un inexpugnable castillo sin lienzos de muralla, sin almenas, sin adarves…, de la paz más exquisita que se recoge en un paisaje que instala en el espíritu el olvidado ritmo de la madre naturaleza. 

Josep, que tiene en el jardín de su masía una suerte de museo al aire libre de sus piezas, también ha construido un espacio cerrado donde exponer buena parte de su colección, llena de piezas que no solo sorprenden por la forja en metal y la unión con elementos naturales como las piedras o la madera, sino por invenciones luminosas como sus móviles con varios centros de suspensión, al más puro estilo de los de Calder, aunque sin el aditamento del color.

Es una maravilla ver esos móviles en acción rotando en diferentes direcciones al tiempo. Josep experimenta también con los efectos lumínicos, con la sombra de las piezas y con la inversión de las perspectivas a partir de las bombillas rellenas de material que proyectan una visión espectacular del paisaje del antiguo estanque de Ullastret, como se aprecia en las magníficas fotografías de J., tomadas el día de nuestra visita. Impresiona la capacidad formal de Josep Coll y sorprende la aplicación artesanal de su arte mayor escultórico a unas lámparas que son perfecta aplicación práctica de un modo muy original de combinar la forja y los elementos naturales propios de la zona y de la masía. El taller del artista merece una visita tanto o más obligada que la de su pequeño pero espectacular museo, porque en el atelier es donde se conoce verdaderamente al artista, junto a su mundo referencial: herramientas, materiales, proyectos, obras a medio acabar, obras desdeñadas, diseños, esbozos, e incluso los sueños y las figuraciones de lo por venir. Josep, vecino de J., nos trató con esa sencillez sin adulteración posible del hombre arraigado en su hábitat y al tiempo soñador de mundos llenos de formas en las que habita la gracia de la inspiración alada, a juzgar por la querencia aérea de su obra, incluso la de la atada a las moles de piedra o al terreno. Le escuchábamos en silencio, aunque tampoco es artista de palabra torrencial, sino de entusiasmo profundo y sincera modestia. Nuestra sorpresa fue que, hasta el presente, solo haya hecho una exhibición de su obra en los baños árabes de Gerona, y hace ya tiempo. Mientras paseábamos por tal derroche de imaginación artística, me preguntaba cómo es posible que Josep Coll no haya sido descubierto como merece, como un escultor de primera magnitud en un formato medio del que es posible que, con el reconocimiento por medio, diera el salto a la obra de grandes dimensiones. Azarientos son los caminos complejos del reconocimiento artístico -¡y qué me van a decir a mí, Artista Desencajado!-, pero tengo para mí que no ha de pasar mucho tiempo antes de que, sea a través de un reportaje en el dominical de El País o con una gran exposición en una reconocida galería de arte, que la obra de Josep Coll, tan original y sorprendente llegue a conocimiento del gran público. ¿No se invierte en arte en época de crisis? Pues ningún momento mejor que éste para hacerlo con una obra que, en cuanto se conozca, no conocerá sino la revalorización permanente. 
Además, Josep une a su arte de forja, la afición notable de la fotografía, de ahí que busque con sus piezas una experimentación con efectos luminosos que no excluyen ni la fotografía ni la filmación. A ello se añade el placer del artista en fotografiar el paisaje cambiante que se advierte desde el altozano de LLabià teniendo sus propias obras como contraste y fuente de inspiración. Es probable que muy pronto a las piezas se haya de sumar, de forma complementaria, una exposición de sus excepcionales fotografías. Sí, el ojo del creador, la mirada del artista, es siempre la percepción insólita de lo existente, el descubrimiento de lo que a los ignaros y superficiales mortales nos suele pasar desapercibido, de ahí que en el taller y en el museo de Josep me sintiera como en casa y en la mejor de las compañías, la de a quien nada le pasa desapercibido ni por alto, quien se adentra en la materia y en la realidad hasta su tuétano sabroso y nutritivo. Supongo que solo pasando unos días en Can Pau de LLabià puede entenderse de qué hablo, qué admiro y ante quién me descubro con rendido agradecimiento. 










¡Qué suerte tener amigos como J. y A. que, además de su hospitalidad y su afecto, te regalan el conocimiento de un artista singular!





“La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, de Max Weber.

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La madre piadosa de la Ilustración: la ética protestante y el espíritu del capitalismo: Max weber levanta acta de la tensión entre la acumulación económica y la acumulación de gloria salvífica individual o el mundo virtuoso que alumbró el capitalismo moderno.

Bien, pues ya he satisfecho una deuda que tenía contraída con mis infinitas lagunas intelectuales: leer La ética protestante y el espíritu del capitalismo del abnegado sociólogo Maximilian Carl Emil  Weber, quien se definió, vía académica, como jurista, historiador y economista antes de aceptar que su lugar académico en el mundo acabaría asociado con su condición de “padre” , junto con George Simmel, de la sociología europea como nueva disciplina moderna. La extensa y profunda investigación de Weber, de la que dan idea las 146 páginas de notas que tiene la lamentable edición mediocre de quiosco que he utilizado, sin siquiera referencia del traductor, el prologuista, etc., es un ejemplo no solo del rigor académico alemán, sino una muestra consumada de la prudencia intelectual con que ha de abordarse el estudio de cualquier fenómeno histórico, político o social: a los diletantes se les debe algo en la mayor parte de las ciencias, incluso, algunas veces, opiniones acertadas y valiosas. Pero el diletantismo, en cuanto a principio de la ciencia, sería su fracaso absoluto. Aquel que desee ver “cosas” que vaya al cine (…). Quien desee “sermones” vaya a los conventículos, nos dice el autor.  En conjunto, y al margen de lo específicamente económico, en lo que ya entraremos, este libro de Weber supone algo así como una bofetada espiritual a la manera tan distinta de entender la religión entre los católicos y los reformistas a nivel popular. Dejando de lado fenómenos como el de la mística católica carmelita o movimientos como el Iluminismo o el Quietismo de Molinos, e incluso el primer franciscanismo italiano, de cuya acendrada piedad y profundidad espiritual no puede dudarse, es indudable que la trascendencia de la vivencia individual de la salvación religiosa que se da entre los protestantes dista mucho de la vivencia colectiva y superficial del fenómeno religioso en los países contrarreformistas. Los fundamentos de ambos proyectos de vida difieren en algo esencial que explica el desarrollo del capitalismo moderno entre los reformistas y su negación en los contrarreformistas: la concepción del trabajo como vía de realización social para conseguir la salvación individual frente a la concepción del trabajo como una maldición social que “mancha” la hijodalguía de tantísimo “cristiano viejo” como ha nacido para no dar palo al agua, un fenómeno suficientemente recogido en nuestra literatura picaresca a partir del propio Lazarillo de Tormes como para que haya necesidad de explayarse respecto a algo tan conocido. Es evidente que el capitalismo no es un fenómeno que nazca en un siglo concreto, porque se trata de un conjunto de prácticas laborales y comerciales cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, en los cinco continentes, pero, a juicio de Weber: Solo el Occidente ha brindado a la vida económica un Derecho y una administración dotándolos de esta exactitud clásica técnico-jurídica. Escoge, como paradigma de los principios fundamentales del capitalismo los extractados de las obras de Benjamin Franklin, heredero usamericano de la gran aportación inglesa al mundo, al decir de Montesquieu en Esprit des lois (libro XX cap. 7), donde dice que los ingleses son quienes más han contribuido, entre la totalidad de los pueblos del mundo, con tres elementos de suma importancia: la piedad, el comercio y la libertad. Ese espíritu es el que bulle en el pensamiento de Franklin, sintetizado en los siguientes mandamientos “económicos” que conviene recordar, no solo  porque son básicos para entender el desarrollo teórico de Weber, sino para compararlos con nuestra montaraz versión española  del capitalismo: 1)Piensa que el tiempo es dinero. 2) Piensa que el cinterés es dinero. 3) Piensa que el dinero es fecundo y provechoso. El dinero puede engendrar dinero. 4) A más dinero invertido, mayor producto, de modo que el beneficio se multiplica con rapidez y sin cesar. 5) Piensa que, conforme al refrán, un buen pagador es amo de la bolsa de cualquiera. 6)Indistintamente de la prontitud y la sensatez, lo que más contribuye al progreso de un joven es la puntualidad y la rectitud en todas sus empresas. 7) Las acciones de menor importancia que pueden pesar en el cinterés de una persona deben ser consideradas por esta. 8)También debes manifestar en toda ocasión que no olvidas tu deuda, procurando mostrarte siempre como un varón diligente y honorable. De este modo se consolidará tu cinterés. 9) Cuídate bien de considerar como propio todo aquellos que posees y de vivir conforme a esa idea. 10) Anota , minuciosamente, tus gastos e ingresos. Si pones atención en esos pormenores, advertirás que los más insignificantes gastos se van convirtiendo en grandes sumas, y te convencerás de cuánto pudiste ahorrar y de lo que aún estás a tiempo de hacerlo en lo sucesivo. [Nota: *Cinterés, un concepto económico que no recoge el diccionario de la RAE, significa “préstamo con interés”.] Si uno hace un repaso de cada uno de los preceptos y los compara con las prácticas habituales de la economía española comienza a entender el porqué de las dificultades para tener una economía sana, seria, competente y en expansión. Es, y eso es lo fundamental del trabajo de Weber, producto de concepciones radicalmente diferentes del trabajo, de la salvación religiosa, de la profesión y de la riqueza. Dicho en términos de las enredosas redes sociales: Amancio Ortega es, para parte de nuestra izquierda de postureo y salón, un explotador esclavista lindante con el terrorismo, en palabras tuiteras de Pablo Iglesias: 25% de paro y Amancio Ortega tercero en el ranking mundial de los ricos. Democracia ¿Donde? (sic). Terrorista ¿Quien? (sic). Llama la atención, del análisis de Weber, el dato relativo a que no fueron las grandes fortunas las impulsoras del actual capitalismo, sino los emprendedores de clase media de ciudades de tipo medio con incipiente desarrollo industrial: En los principios de la nueva época, no fueron única ni siquiera preponderantemente los empresarios capitalistas del patriciado comercial, sino más bien las esferas más atrevidas de la clase media industrial las cuales representaban aquel criterio al que hemos llamado “espíritu del capitalismo” (…) los parvenus  de Manchester, de Renania y de Westfalia, surgidos de las esferas sociales más modestas. ¿Y bajo qué criterio amparaban su iniciativa? Fundamentalmente, nos dice Weber, el del “racionalismo”, por más que añada a continuación que el “racionalismo” es una idea histórica, que incluye un sinfín de contradicciones, y necesitamos investigar qué espíritu engendró aquella forma concreta del pensamiento y la vida “racional” de la cual procede la idea de “profesión” y la consagración tan abnegada (aparentemente tan irracional, desde el punto de vista del propio interés eudemonístico) a la actividad profesional, que era y sigue siendo uno de los elementos característicos de nuestra civilización capitalista. Y por ahí es por donde nos vamos a la vivencia religiosa protestante y a la preponderancia que tuvo, a partir de la atención preferente que se le dedicó al libro bíblico Eclesiástico, el concepto de profesión, tomado de dicho libro: 11, 20 y 21: 20. Hijo mío, cumple con tu deber, ocúpate de él, que la vejez te llegue haciendo tu tarea. 21 No admires las obras de los malos; confía en el Señor y espera su luz. Pues para él es cosa fácil hacer rico al pobre en un momento. Esa referencia bíblica es algo así como la piedra angular del edificio capitalista, hijo de la piedad espiritual, por más que en nuestros días la laicidad haya sustituido aquel movimiento que teñía de religiosidad la actividad económica, y ello con tanta fuera y poder como para oponerse a la manifiesta usura en que solían incurrir las sociedades de crédito. El banquero, en el capitalismo piadoso, era tan execrado como lo es ahora en la sociedad posindustrial: Se juzgó también con mucho rigor tanto la riqueza como la inclinación por instinto tras el lucro. Así vemos como, en 1574, en los Países Bajos, fue declarado por el sínodo subholandés, en respuesta a una pregunta, que los “prestamistas”, si bien ejercen de una manera legal su actividad, no deben ser admitidos a la comunión; y por el sínodo provincial de Deventer, en 1598, la prohibición abarcó a los empleados de los banqueros, en tanto que con el de Gorichem en 1606 se fijaron las severas y degradantes condiciones mediante las que podían ser admitidas las mujeres de los “usureros”. En 1644 y 1657 aún se debatía si era o no posible aceptar a los banqueros a la comunión. El concepto de “profesión” como “espinazo de una vida”, como la definiría Nietzsche, se remonta también a la cita bíblica del Eclesiástico. Según Weber, aunque con cierta exageración,“en el vocablo alemán “profesión” (Beruf), aun cuando tal vez con más claridad en el inglés calling, existe por lo menos una reminiscencia religiosa: la creencia de una misión impuesta por Dios. (…) Se advierte que aquellos pueblos en los que predomina el catolicismo carecen de una expresión coloreada con este matiz religioso para indicar eso que en alemán nombramos Beruf (con el significado de posición en la vida, de una clase concreta de trabajo.)” Digo con “exageración” porque nuestro concepto de “vocación” puede tomarse casi como traducción literal del callinginglés, aunque, por mi desconocimiento del alemán, ignoro si también de Beruf. Compatible con esa doble dimensión de salvación individual y amejoramiento de la colectividad en la que el capitalista desarrolla su actividad, Weber nos dice de esos capitalistas religiosos que el empresario moderno siente una determinada y vital satisfacción, con visos de indudable “idealismo”, por el gusto y la vanidad de “haber proporcionado trabajo” a muchas personas y de haber contribuido al “florecimiento” de la ciudad nativa, en el doble sentido censatario y comercial dado por el capitalismo. Se trata de una visión de la realidad que se aparta de la “justicia social estatal” propia de los movimientos socialistas europeos y que se acerca a la charity tal y como la conciben los anglosajones protestantes y que se manifiesta claramente en las donaciones privadas que contribuyen a la mejora social en países como Usamérica, por ejemplo, cuyas universidades privadas suelen honrar con creces la generosidad de sus mecenas, que han hecho de ellas los principales centros de saber del mundo. El análisis de Weber deja perfectamente claro que dentro del protestantismo hay dos vías muy diferentes, la del luteranismo y la del calvinismo: la vida religiosa y la manera de obrar en el mundo por parte de los calvinistas es de tipo fundamentalmente distinto a la de los católicos y luteranos, porque mientras la idea de profesión conservó en Lutero un sello tradicionalista (…) es una donación que la Providencia le ha otorgado, algo ante lo cual debe “allanarse”, y tal idea establece la razón del trabajo profesional como la misión impuesta por Dios al hombre, para los calvinistas no existe, por ejemplo,  el deseo de los bienes terrenales como valor ético, es decir, como una finalidad inherente. Así pues, la labor social del calvinista en el mundo solo se realiza in majorem Dei gloriam. En la ética profesional ocurre  exactamente lo mismo, puesto que sirve al conjunto global de los hombres a su paso por el mundo. Fueron muchas las interpretaciones de los religiosos calvinistas que se enfrentaron al reto de lo que suponía la dedicación profesional en relación con el único “negocio” en el que ha de emplear su vida el seguidor del puritanismo: la salvación individual. Richard Baxter fue uno de ellos, y de él nos quedamos con lo siguiente: conforme a la voluntad indudable de Dios, revelada por Él, aquello que es válido para acrecentar su gloria no es la ociosidad ni el placer, por el contrario, son las obras; en consecuencia, el primero y más importante de todos los pecados es el derroche del tiempo: la durabilidad de la existencia es demasiado breve y preciosa para “afianzar” nuestro sino. Perder el tiempo en la vida social, en “cotilleo”, en lujos, incluso entregándose al sueño por más tiempo del que requiere la salud corporal, esto es, de seis a ocho horas a la sumo, es del todo reprochable en cuanto a lo moral. Aún no se dice tal como Franklin lo dejó escrito: “el tiempo es dinero”; sin embargo, el principio adquiere ya validez desde el punto de vista espiritual. No extraña, así pues, que en ese estrecho cauce de socialización que deja libre semejante tarea metafísica, para Robert Barclay, el gran teórico de los cuáqueros, las recreations consideradas lícitas por el cuáquero son: visitar a los amigos, la lectura de obras históricas, experimentos matemáticos y físicos, jardinería, discusión de los hechos ocurridos en el mundo financiero, etc. No hemos de perder de vista que ese “negocio” está en la base del acendrado individualismo que conforma el origen del capitalismo de raíz puritana. Un individualismo que contempla el mundo como un peligroso lugar de “pecado”, ocasión propicia y continua para perder el único negocio en el que cumple andar avisado: la salvación de la propia alma. Como escribió Edward Dowden en Puritan and Anglican: The deepest community [con Dios] is found not in institutions or corporations or churches but in the secrets of a solitary heart. La crítica radical de la acumulación de riqueza fue algo común a todos los movimientos protestantes que antepusieron la conquista del cielo a la conquista de la tierra, pero la solución provino de un planteamiento ético irreprochable: la opulencia es únicamente condenable cuando induce a la pereza corrompida y al placer sensual de la vida, y el afán de enriquecerse tan solo es malo si lleva implícita la seguridad de una vida indiferente y confortable y el goce de todos los placeres. Sin embargo. En calidad de práctica del deber profesional, además de ser moralmente lícito, constituye un mandato prescrito. Eso es algo que contrasta radicalmente con la experiencia de la riqueza como exhibición social propia de la mentalidad de los países contrarreformistas, más atentos al brillo social que a la purificación del alma. Dicho en otras palabras: La pelea entablada contra el sensualismo y el apego a la riqueza no iba dirigida hacia el lucro racional; se trataba de dar el golpe al uso irracional de la riqueza. Se contarían por miles los ejemplos de ese uso irracional de la riqueza que aún pervive en los gastos suntuarios de los dineros públicos por parte de los partidos políticos, dispuesto a levantar aeródromos sin aviones, estaciones de AVE sin pasajeros y autopistas privadas sin coches…
 En consejos que parecen proverbios se han inculcado, a lo largo del tiempo, preciosos consejos que han moldeado una manera de entender la vida, la religión y la actividad económica: El padre de Franklin le inculcó esta máxima: “Si encuentras a un hombre solícito en su actividad, debe ser preferido a los reyes” (Prov. 22, 29);la expresión “honrado como un hugonote” era, en el s. XVII, tan común como referirse a la rectitud e los holandeses; según Th. Adams: In civil actions it is good to be as the many; in religious, to be as the best, esto es, en las acciones civiles es bueno ser como la mayoría; en tanto que en las religiosas, como los mejores”; para Th. Adanis:  the inconstant man is a stranger in his own house; o el famoso dictum austiniano:  Si non est predestinatus fact ut praedestineris, esto es, “si no estás predestinado, obra como para que lo estés”; o el terrible imperativo paulino que confirmaría, para cierta izquierda buenista, el carácter cavernario de la ética católica: “quien no trabaja, que no coma”… Finalmente, no quiero acabar sin recoger la idea alrededor de la cual se articula todo el edificio de la ética calvinista del capitalismo: la determinada forma a la cual se acogió el ascetismo profano de los bautizantes, en especial los cuáqueros, en el ejercicio de un sustancial fundamento de la ética capitalista, que responde a la frase: honesty is the best policy, usada por Franklin en su clásica expresión en el tratado al que nos referimos con anterioridad. Y parte esencial en esa honestidad la tiene, como recoge Weber el principio goethiano de que el individuo en acción es desleal; únicamente tiene conciencia el contemplativo. Es evidente que en estas pocas líneas no cabe, ni por asomo, un resumen clarificador de los importantes temas que debate Weber en su ensayo, que es un análisis pormenorizado, además, de los textos canónicos de los movimientos pietistas reformistas y de las principales corrientes surgidas en su seno: puritanos, metodistas, cuáqueros, etc., y que al lector formado en el seno de una tradición católica pueden resultarles muy alejados, pero siempre interesantes, porque del estudio de esas tradiciones se entiende la manera como unas y otras culturas se han enfrentado a la creación de la riqueza, a la responsabilidad individual, al reparto social de los bienes, a la vivencia de la religión, etc. Está claro que, al margen de una lectura completa de la obra, el libro de Weber es un libro de consulta, porque sobre ciertos capítulos hay que volver con mayor detenimiento cuando otras lecturas nos acaben empujando a ello, para poder entender cabalmente las implicaciones que esos movimientos religiosos protestantes tuvieron en la manera moderna de entender el capitalismo. De modo crudamente sintético, como lo expone Weber: El Dios del Nuevo Testamento fue siempre el que predominó en Lutero, puesto que a cada paso eludió la reflexión acerca de lo metafísico, considerándola infructuosa y arriesgada. Por lo que respecta a Calvino, la Divinidad trascendente triunfó en él, siendo mucho el poder que alcanzó sobre la vida. Pero esta idea no fue posible que se sostuviera en el desarrollo popular calvinista. En vez de ser el Padre celestial del Nuevo Testamento, fue el Jehová del Antiguo quien se situó en su lugar.

La minipolítica desde la lectura de un maxipensador.

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Opinión, demencia, sociedad: Th. W. Adorno reflexiona sobre el 'prusés'
[Me ha parecido oportuno, en estos tiempos de confusión política inducida, rescatar un artículo que mi heterónimo Juan Pérez publicó en Crónica Global, de modo que complete, a su manera, el acercamiento a Adorno y su magnífica Mínima Moralia  que hice en este Diario hace ya algún tiempo.]
Uno, que es un diletante de los perseverantes, tiene a veces humoradas lectoras como la de sumergirse en un librito de Theodor Wiesengrund Adorno simplemente porque por el título (¡Ah, el poder sugestivo de los títulos!), Filosofía y superstición, intuye que va a leer algo con fundamento acerca del presente, por más que la primera edición del libro sea de 1962. Y no tarda mucho en descubrir que, en efecto, así es. El libro en cuestión incide de lleno en la realidad de un pequeño territorio del nordeste español que con hervor -que no fervor- patriótico, porque tiene más de calentón que de otra cosa, pretende separarse del Estado español y crear uno 'ex nihilo' o en lengua catalana, 'nou de trinca', (y los malpensados han de desterrar la idea de que es nuevo para trincar, para robar, como ahora ya se hace, aun estando dentro de España como antiquísima parte constituyente de la misma, porque 'trincar' en catalán significa hacer chinchín con las copas al brindar). Es el caso que después de una primera parte titulada "Cómo leer a Hegel el oscuro", de la que salí con los ojos y el entendimiento llenos de chapapote -el real, el macizo, no los hilillos como de plastilina sobre los que patinó Rajoy-, desemboqué en la parte cuyo título he tomado prestado para encabezar estas líneas. ¡Qué sorpresa mayúscula! Con la claridad expositiva que no siempre le caracteriza, cuando de levantar la crítica de la modernidad se refiere, Adorno reflexiona sobre el concepto de opinión pública y su verdadero sentido para concluir que no sólo es por demás dudosa la suposición de que lo normal es de antemano verdadero y falso lo divergente, suposición que glorifica la mera opinión, a saber, la dominante, la que no es capaz de pensar lo verdadero de una manera distinta a como todos lo piensan. Sino que la opinión infectada, las deformaciones del prejuicio, de la superchería, del rumor, de la demencia colectiva, tal y como crecen a través de la historia, a través de todo de la de los movimientos de masas, no pueden ser en absoluto separadas del concepto de opinión. Se intuye en ese concepto de la opinión infectada, lo que Reich llamó la plaga, una suerte de epidemia emocional, definida por Reich como una biopatía crónica del organismo, en la que aparece un proceso mental que tiene mucho que ver con el enfoque critico de Adorno, porque para los aquejados por la plaga, o peste emocional, como también la denomina, la conclusión está siempre hecha antes del proceso pensante; el pensamiento no sirve, como en el dominio racional, para llegar a la conclusión correcta; por el contrario, sirve para confirmar una conclusión irracional preexistente, así como para racionalizarla. Esto se denomina por lo general prejuicio, se pasa por alto que este prejuicio tiene consecuencias sociales de considerable magnitud, que está ampliamente difundido y es prácticamente sinónimo de lo que llamamos “inercia y tradición”; es intolerante, es decir, no admite al pensamiento racional que podría eliminarlo, por tanto, el pensamiento de la plaga emocional es inaccesible a los argumentos; tiene su propia técnica dentro de su propio dominio, su propia lógica, por así decirlo; por este motivo, da la impresión de racionalidad sin ser en realidad racionalEs evidente, por lo tanto que esa communis opinio acaba convirtiéndose en verdad, sigue Adorno: Sobre lo que es verdad y lo que es mera opinión, a saber, arbitrariedad y azar, no decide, como la ideología quiere, la evidencia, sino el poder social que denuncia como mera arbitrariedad lo que no está de acuerdo con la suya, La frontera entre la opinión sana y la infectada no la traza 'in praxi' el conocimiento objetivo, sino la autoridad vigente. Que es exactamente lo que podemos apreciar de forma clara en la actual sociedad catalana, en la que el poder legalmente constituido ha traicionado la legalidad que lo sustenta para atacarla y, mediante un golpe de estado, autoerigirse en un nuevo estado con su propia legalidad, lo cual, a su vez, es prueba inequívoca de las tesis que Reich y Adorno sostienen. ¿Qué supone esa enfermedad opinante? Un refuerzo del narcisismo, contra el que es difícil combatir. Un narcisismo idéntico al del tío de Jean Paul Sartre, Armand, quien se creía que era algo simplemente porque aborrecía a los británicos. ¿Cuántos no tienen la experiencia incontrovertible de que el prusés se cree algo porque aborrece al resto de España? Adorno lo dice meridianamente claro: De aquello que no alcanza el conocimiento se enseñorea la opinión como su sucedáneo. De ahí que las consecuencias del dominio de las opiniones infundadas nos ofrezcan un retrato sociológico, y aun psicoanalítico, de la realidad catalana inequívocamente fiel: La fuerza y la resistencia de la mera opinión se aclara por su rendimiento psíquico. Por medio de las aclaraciones que ofrece puede ordenarse sin contradicciones la realidad más contradictoria. A lo cual se añade la complacencia narcisista, que la opinión patentizada otorga al corroborar a sus partidarios en que, habiendo sabido de ella desde siempre, pertenecen al círculo sapiente. La confianza en sí mismos de los que opinan sin vacilaciones se siente embrujada contra cualquier juicio divergente y contrario. Karl Manheim nos ha hecho cae en la cuenta de la genialidad con que la demencia racial complace una indigencia psicológica de las masas, al permitir a la mayoría sentirse élite y vengar en una minoría potencialmente inerme la sospecha de su propia impotencia e inferioridad. (…) Y para esto sirven las opiniones infectadas, que proceden irreteniblemente del prejuicio infantil y narcisista, según el cual lo propio es bueno y lo que es de otra manera malo y de escaso valor¿Cómo no llegar al único corolario posible: La figura característica de la actual opinión absurda es el nacionalismo? Parecía inevitable. Pero la precisión con que Adorno, a 52 años vista del presente momento, radiografía el actual Movimiento Nacional Catalán que persigue la creación de un estado propio es asombrosa: La fe en la nación es, más que cualquier otro prejuicio infectado, opinión en cuanto fatalidad; la hipóstasis de eso a lo que se pertenece, en donde se está, como lo bueno y superior por antonomasia. Infla, hasta hacer de ella una máxima moral, la repelente sabiduría de recurso, según la cual todos estamos en la misma barca. (…) La dinámica del sentimiento nacional supuestamente sano tiende a supravalorarse irreteniblemente, ya que la falsedad radica en la identificación de la persona con el complejo racional de naturaleza y sociedad en el que la persona se encuentra casualmenteYa se advierte, pues, que, por una vez, y sin que sirva de precedente…, la Escuela de Frankfurt, para cuya difusión tanto bregó Jesús Aguirre desde la editorial Taurus, se ha vuelto accesible para el lector normal, sensibilizado, sin duda, a la recepción de cualquier discurso que, desde la solidez filosófica, nos explique el tremendo delirio (y uno sospecha que también delírium trémens…) de los que trinquen, desoyendo el sabio consejo de no diguis blat…, por el advenimiento del nuevo estado de Catajauja.

Separatismos y separaciones...

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Distancia, separación  ¿y olvido?

Efectuar el mismo recorrido urbano diariamente, en este caso para ir al trabajo y regresar a casa, permite al observador atento percatarse de realidades que acaso para muchos otros pasan desapercibidas. Los horarios nos acercan a quienes los comparten con nosotros durante ciertos tramos de esos itinerarios, y aunque nos cruzamos y estamos harto de reconocernos, jamás damos el paso de saludarnos para conocernos, porque un afán comunicativo semejante quizás sería incluso mal interpretado. La sociabilidad expansiva se considera una agresión. Soy muy sensible a las separaciones, e interpreto con facilidad las señales del distanciamiento, del desencuentro, del rencor y de los más mínimos agravios que se fruncen en el entrecejo, acordillerándolo, o en los labios, apiñonándolos. Se ha establecido estadísticamente que el verano es mala época para las parejas, quizás porque han de convivir las 24 horas del día sin tener la costumbre, y porque han de hacerlo de manera abrupta de un día para otro, cuando se abre la veda de las vacaciones y ambos contendientes se encuentran frente a frente, dispuestos a compartirlo o sufrirlo todo. Ignoro, de las personas con quienes me cruzo, el origen de sus morros, de su frialdad y de su desamor, pero lo evidente me basta para tomar nota de los poderes de ese potente desamor, ¡tan poderoso o más que el propio amor! Al margen de las biografías “ in itínere”, a las que tan aficionado soy, porque me permiten escribir biografías imaginarias que nunca han de ser falsadas, por más que yo las falsee, en los tres últimos meses he sido testigo de no pocas separaciones, como si, curiosamente, se hubieran puesto de moda. La primera, la de la pareja que regenta el quiosco de prensa. Acostumbrado a ver al hombre en su garito, expuesto a  la intemperie –que en sí no tiene sentido negativo, aunque sí le hemos echado los hablantes esa adversa connotación– los 330 días del año, me quedé sorprendido al ver a su mujer a las 6 de la mañana del domingo (acompañada por su padre): “A partir de ahora lo llevaré yo sola”, fue toda la explicación, que me recordó el intento de usurpación de Alexander Haig: I’m in charge now, tras el atentado que sufrió Reagan. Ante parcas explicaciones huelgan las cuestiones. Tomé nota. “Que sea para bien”, fue todo lo que me atreví a decir, aparado en mi antigüedad clientelar. Durante años me he cruzado con una pareja mixta, él nativo, ella o cubana o dominicana, a simple vista y nula audición, que caminaban juntos y, a veces, ella colgada del brazo de él. Nunca hablaban. Es hora temprana, la de nuestro cruce, y poco amiga de la locuacidad. Comenzaron a separarse dos baldosas, aunque seguían caminando juntos. Es llamativa la expresión de reconcentración que exhiben dos seres que tienen muchas cosas que decirse, o que gritarse, y que se instalan en el mutismo absoluto que las bufandas del invierno permitían camuflar. Transmitían ese estado de “estar a punto de explotar” que tan nítidamente captan los no involucrados en la querella. Trabajan en dos cafeterías diferentes. Al separarse, al llegar al primer destino, ella seguía recta y él giraba a la izquierda, sin decirse nada, ni gestualmente. Este otoño la separación se ha consumado. Él sigue inalterable, como si hubiera echado el ancla en el proceso y no tuviera intención de modificar los hábitos de la indiferencia. Ella, sin embargo, ha cambiado y mejorado su aspecto, sonríe, se maquilla y hasta su manera de caminar se ha transformado: antes cruzaba los brazos  y se autoestrechaba casi en gesto de protección, de defensa; ahora, sin embargo, penden los brazos, los hombros se han alineado y los pechos han salido de la represora madriguera. A él he dejado de verlo. Habrá escogido otro camino u otro empleo u otra localidad. Con ella sigo cruzándome, pero ni se fija en el observador.
Las razones para divorciarse formarían un hermoso capítulo del libro nacional de los disparates, que en Inglaterra es todo un señor género literario, el nonsense, pero el carácter radicalmente individual de quienes las sostienen, aunque coincidan con otros, por un lado; y la complejidad infinita que involucra dos ¡o cuatro o cinco o seis biografías!, por otro, convierten las separaciones en un proceso casuístico ante el que las viejas polémicas sobre el sexo de los ángeles podrían considerarse geometría incontestable.  Una pareja allegada y otra del ámbito familiar han decidido seguir camino opuestos. Antes era común devenir oído de monólogos infinitos y redundantes hasta la saciedad. Ahora apena hay explicaciones: “Que se ha acabado, y ya está, y no hay más que hablar. Finito. Y punto!”, aunque a uno le extrañe una parte del desahogo, porque, llevado por la confusión, entiende que el “nada que hablar” era en el seno de la pareja, no con el negado confidente. Detecto cierta banalización en esto de las separaciones. No han de convertirse en una tragedia helénica, por supuesto, pero hay algo así como un “gatillo flojo” -nada que ver con el gatillazo!, que si es recurrente justifica cualquier separación…– en la toma de la decisión, una facilidad y rapidez que nos habla de cierta incapacidad para asumir la contrariedad, la divergencia, los errores, los malentendidos, los temperamentos, las adversidades. La instrumentalización del otro se ha convertido casi casi en ley. El “si no me sirve para…” o el aún  más hiriente: “si ni me sirve para…” forman parte de esas pseudorazones que el oyente escucha estremecido. En cualquier caso, se trata de un proceso, a pesar de la  banalización, que tiene dos momentos muy marcados: el del dolor inicial: “¡Cómo ha podido hacerme esto!” y el del alivio final: “¡Como he podido estar tan ciego/a!”. Entremedias, claro está, hay un rosario interminable de dimes y diretes que consume la paciencia del más devoto de los amigos. Ahora acabo de enterarme, uno no sabe si por efecto de esta ola de separaciones que nos invade que una de las Cataluñas reales quiere separarse no solo de la otra, sino también de todas las Españas reales e imaginarias. Estoy perplejo. No sé si la psicología de masas o el magnífico libro de Canetti: Masa y poder, me ayudarán a sacar algo en claro. Tengo observadas a las dos miembras –seamos políticamente correctos al Zapatero’s and Bibiana’s old style– de la pareja, pero, a pesar de haber visto la aburrida y cansina La vida de Adele, no sé si en las parejas homosexuales los patrones de conducta se asemejan a las heterosexuales o hay diferencias que pueden escapársele al no ejerciente. Cuando haya descubierto algo de relieve a partir del tribadismo de la tribu divorciante, traeré la reflexión a este blog. Del roce nace el cariño, dicen, y aun el placer, pero algo ha fallado en esta pareja centenaria. ¿Será la tan cacareada incompatibilidad de caracteres? ¿O habrá denuncia por medio de malos tratos físicos y psicológicos? Sigo atento.
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