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Channel: Diario de un artista desencajado
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Novena, y última, noticia de la “Obras Completas” de Platón: “Las Leyes o de la legislación”.

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Del “nomos” al “ethos”: la fundamentación metafísica de la política o el viejo sueño de la ciudad ideal, esto es, la sociedad del conocimiento o la frustrada aspiración legisladora de Platón.



La última obra de Platón, sobre la que los especialistas coinciden en que se trata de un borrador avanzado, no de una obra definitiva, enlaza con las tesis defendidas por Platón en su libro La república, del que el presente podría considerarse no tanto una continuación cuanto una concreción normativa, sin que ello implique que nos hallemos exclusivamente ante un código civil, porque, por ejemplo, dedica los cinco primeros libros a una discusión sobre la naturaleza de las leyes, su origen, etc., y porque, como dice hacia el final de la obra: el verdadero deber del legislador es no limitarse a escribir leyes, sino, además de las leyes, dar por escrito, entremezclándola con el tejido mismo que forman las leyes, su opinión sobre todo lo que él estima honesto o deshonesto; y esas opiniones o consejos deben atar al perfecto ciudadano tan estrictamente como las sanciones con que las leyes refuerzan sus prescripciones; y de ahí el propósito ético y cívico de este libro de Leyes que tiene más de tratado utópico que, propiamente, de corpus jurídico.  Como Francisco Samaranch nos avisa oportunamente en el prólogo, a propósito del carácter utópico del ideal republicano de Platón, la Edad de orono es para Platón la edad perfecta: es edad de una inocencia natural, sin mérito alguno; solo la aspiración a la sabiduría y el ejercicio de la filosofía pueden elevar a esta sociedad por encima de su nativa simplicidad, un tanto necia, y ese será el objetivo tanto de La república, como de Las leyes, aspirar al logro de la polis perfecta, o lo más perfecta posible, porque tampoco Platón era tan ingenuo como para creer que su plan de ciudad ideal pudiera instaurarse con suma facilidad. De hecho, el concepto “nomos” no puede traducirse directamente por “ley”, tal y como nosotros la entendemos, desde el Derecho romano para acá, sino que ese concepto tiene una amplitud que abarca lo que nosotros conocemos como derecho consuetudinario, esto es, los usos y costumbres aceptados por la sociedad. Eso se advierte fácilmente hacia el final de la obra, cuando Platón se embarca en una casuística legal sobre, por ejemplo, los derechos testamentarios o las penas que merecen los actos de violencia intrafamiliar, una lectura que sorprenderá a cuantos piensen que decir Platón es poco menos que decir abstracción, porque la mejor recompensa de este libro, Las leyes, es que se trata de lo que podríamos considerar como  un tratado sociológico, si nos atenemos a la crítica social que permea todo el texto y también como una suerte de estudio constitucional comparado, porque constantemente se oponen diferentes maneras de entender la constitución y las leyes en Esparta, cuya constitución fue establecida por Licurgo;  en Creta, cuya constitución fue establecida por Minos, inspirado directamente por Zeus, y en Atenas, cuya constitución vigente, en tiempos de Platón, era la que había sido dictada por Solón. Se trata, pues, de una obra ambiciosa que trasciende, como suele ser habitual en los Diálogos, el tema central para desparramarse dialécticamente en digresiones que atienden a esa manera de progresar en espiral que tienen los diálogos platónicos: vamos allegando noticias y saberes que aparentemente tienen poco que ver con el tema central  pero que luego acaban siendo sustanciales para poder persuadirnos de la bondad del razonamiento seguido por, habitualmente, Sócrates o, como en este caso, un ateniense anónimo que parece hablar en representación de la ciudad. La primera objeción del ateniense a las otras constituciones es que parecen haber sido dictadas teniendo la guerra y el valor como inspiradores primeros de las normas (según la tesis que vosotros defendéis, el buen legislador debe ordenar todas las disposiciones en relación con la guerra; yo, en cambio, sostenía todo lo contrario, a saber: que esto era pedir se legislara en función de una sola de las cuatro virtudes, siendo así que hay que tenerlas presentes todas, y principal y primeramente aquella que domina el conjunto total de la virtud, es decir, la sabiduría, la inteligencia, la opinión, con sus secuencias de pasión y deseo. (…) Cuando el alma se opone al saber, a la opinión, a la razón, que son naturalmente los elementos que la deben gobernar, llamo a este estado inconsciencia. (…) La más bella y la mayor de las armonías será con justicia la mayor sabiduría de la que participa el hombre que vive de acuerdo con la razón); la guerra, pues, como una realidad que determina la vida en su conjunto para hacer frente a esa pavorosa amenaza; mientras que la república platónica emana sus normas de la paz, de la convivencia, porque, a su parecer, el mayor bien no se halla ni en la guerra ni en la revolución (hay que rechazar de nuestros deseos la necesidad de recurrir a ello); está a la vez en la paz y en la mutua benevolencia. Incluso diré que, para una ciudad, el hecho de vencerse a sí misma no es, a mi modo de ver, un ideal, sino una necesidad. Enseguida reconoce los méritos de unas leyes como las espartanas caracterizadas por su austeridad y por su predisposición a la educación en la adversidad para saber estar a la altura de las circunstancias en tiempos de crisis, penalidades y enfrentamiento; pero advierte también que si uno se fortalece en la entrega a los padecimientos, igual debería poder fortalecerse contra los placeres entregándose a ellos: vosotros sois los únicos, entre los griegos y entre los bárbaros que conocemos, a quienes vuestro legislador ha mandado abstenerse de los placeres y los juegos más atractivos, así como no gustarlos. Mientras que, en lo que se refiere a los sufrimientos y los temores de que hablábamos hace bien poco, ha juzgado que huirlos o esquivarlos por completo sería exponerse a que, una vez delante de las penalidades, los temores y los sufrimientos inevitables, los ciudadanos huyeran de aquellos que se hubieran ejercitado en ellos y vinieran a ser los esclavos de esas gentes. Esta misma idea, creo yo, debería habérsele ocurrido al legislador también acerca de los placeres; debería haberse dicho que si nuestros conciudadanos se habitúan desde su juventud a la ignorancia de los mayores placeres, si no se ejercitan en resistir a los placeres con que se topen y a no hacer nada vergonzoso pese a ello, como consecuencia de la inclinación que los lleva al deleite, experimentarán la misma suerte que los que se dejan dominar por el miedo: serán esclavos de una manera distinta, pero aún más vergonzosa, de los que son capaces de mantenerse fuertes en medio de los deleites y que son maestros en el arte de hacer uso de ellos, hombres en muchos casos perversos; su alma será libre en un aspecto, pero esclava en otro, y no podrán ser llamados sin reserva hombres valerosos y libres. Pensad si en lo que acabo de decir hay algo de razonable. Todo ello viene a cuento, por cierto, de la discrepancia entre el ateniense y sus interlocutores, el cretense Clinias y el lacedemonio Megilo, respecto de su posición ante el vino, un placer nefasto, para ambos, y un placer inigualable para el ateniense, quien lo defiende como un elemento capital del simposio, una institución de carácter más educativo que festivo, al entender de Platón. No es extraño, pues, que la discusión entre los tres griegos derive enseguida a uno de los temas centrales de la filosofía platónica, la paideia, la educación, porque del mismo modo que no hay polis sin leyes, tampoco hay sociedad sin educación. En ese aspecto fundamental de cualquier república se entra con la aceptación humilde de un prudente reconocimiento: Mucho me parece, extranjeros, que las constituciones difícilmente pueden ser en la práctica tan indiscutibles como en teoría. Partimos, pues, de un terreno perfectamente roturado y sembrado a lo largo de los Diálogos: la importancia decisiva de la formación desde la más temprana edad (No es conveniente, en efecto mucho sueño, y ello por ley de la Naturaleza. (…) Apenas vuelva la luz del día, es necesario que los niños vayan a la escuela. Pues ni las ovejas ni otra clase alguna de ganado pueden vivir sin pastor; tampoco es posible que lo hagan los niños sin pedagogo ni los esclavos sin dueño. (…) En las letras deben esforzarse lo suficiente como para ser capaces de escribir y leer; en cambio, el conseguir, durante este número fijo de años, una rapidez o una elegancia perfectas, en niños cuya naturaleza no siempre será precoz, es un cuidado que hay que dejar de lado), y ello, porque como ya estableció Platón en La república, la vida de los moradores de la polis está en no poco grado al servicio de la misma:  obligaremos a que se haga instruir todo el mundo y en la medida de lo posible, porque pertenecen a la ciudad más aún que a sus padres. De hecho, incluso hasta el matrimonio debe considerarse en función de las necesidades de la poli más que del propio gusto. El espartano Megilo, a quien esa “posesión” estatal sobre el individuo le suena a gloria celestial, entiende a la perfección la objeción de Sócrates a estructurar toda la vida social en torno al hecho de la preparación para la guerra: Me parece que lo que afirmas es que no hay que pedir insistentemente que todo se haga conforme a nuestros deseos, sin que además nuestros deseos se acomoden a nuestra recta razón; y lo que una ciudad y cada uno de nosotros ha de implorar en sus plegarias es esto: ser razonable. Esa racionalidad es el quid de la cuestión, la médula del hueso del esqueleto que sostiene la encarnación de la teoría social platónica, la virtud por excelencia, ese Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos… que ha de irse ampliando a todos los ciudadanos, a través de la educación rigurosa, para conseguir la ciudad ideal. Destaca, en ese plano educativo, además, la necesidad de la enseñanza de las matemáticas, porque tanto para la vida familiar como para la vida pública y todas las actividades, ninguna rama de la educación ofrece tantas ventajas para los niños como la ciencia de los números; y la principal de esas ventajas es la capacidad que tiene de despertar al que está dormido en su ignorancia y su falta de curiosidad y de darle capacidad de asimilación, memoria, agudeza mental, y lo hace progresar hasta superarse a sí mismo, gracias a esta arte divina.  De hecho, como repite en lo que podemos considerar el pórtico de la obra, el Libro I:  todo aquel que algún día quiera sobresalir en algo, sea lo que sea, debe ejercitarse en ello desde su niñez, hallando a la vez su entretenimiento y su ocupación seria en todo aquello que se relaciona con su objeto. (…) Lo esencial de la educación consiste en la formación regular que por medio del juego ha de llevar al alma del niño a amar o más posible aquello en lo que le será necesario, una vez sea hombre, haber conseguido la perfección propia de la materia correspondiente. En el repaso que Platón hace de las constituciones y las formas de gobierno idóneas amparadas por ellas se advierte la contradicción máxima de su pensamiento y la síntesis casi imposible a la que aspirada en aquel tiempo: Entre las constituciones hay algo así como dos madres de las que se puede decir con razón que han nacido todas las demás, y con justicia podemos dar a una el nombre de monarquía y a la otra el de democracia (…) y todas las demás son variedades de estas. Ahora bien: es necesario que esos dos elementos vengan representados en todas ellas, si se quiere que haya libertad y unión junto con la sabiduría; esto es lo que nuestra argumentación pretende reivindicar, cuando afirma que, de no tener parte en ambos elementos, ninguna ciudad podrá estar bien gobernada. Estaría orgulloso, en nuestros días, de que esa suma de formas de gobierno sea la actual de muchísimas democracias, por más que las virtudes de la monarquía hayan sido reducidas a lo simbólico y se haya potenciado la democracia, acaso hasta límites que su pensamiento hubiera rechazado, porque la aristocracia platónica es siempre la de la virtud y la sabiduría, no la de la herencia. Se trata, en definitiva, de educar al hombre sabio y justo que puede, desde la templanza y la ecuanimidad “gobernar” la ciudad, sea con los esquemas que trazó en su República, sea con los de una forma de gobierno más ajustada a la realidad de sus días: la justicia no se da sin la templanza. Y tampoco existe son la templanza ese hombre sabio del que antes hicimos nuestro ideal, aquel cuyos placeres y cuyos dolores se armonizan y conforman con los razonamientos justos. Detrás de sus formulaciones políticas anida siempre la filosofía de las ideas, del alma todopoderosa que ha creado el universo y de la que somos un pálido reflejo en el que el ansia de conocimiento, la aspiración a la sabiduría y el ejercicio de la dialéctica nos permitirán aspirar a reencontrarnos con esa alma-motor que todo lo puede y a cuyo seno hemos de reintegrarnos tras la desaparición de la encarnación humana. Las leyes, con todo, no dejan de tener presente, constantemente, la realidad histórica, y la formulación que hace Platón de “su” ciudad es ajena incluso a los valores dominantes en la Atenas de su tiempo. Así, guiado por ese espíritu tan dieciochesco del justo medio, Platón propone una ciudad ajena a los reputados vicios de la flaqueza humana: ahora bien, cuando una sociedad no conoce en absoluto ni la riqueza ni la pobreza, está en la situación más favorable para el desarrollo de las buenas costumbres: en ella no brotan la violencia ni la injusticia, como tampoco los celos ni las envidias. Consecuente con esa posición, cercana a la educación lacedemónica, propone que nadie, pues, se aficione a las riquezas a causa de sus hijos, con el fin de dejarlos lo más ricos posible: eso no es lo mejor ni para ellos ni para la ciudad. (…) Lo que hay que legar a los niños no es oro, sino un gran respeto para si mismos. (…) Lo que más importa en la educación de las gentes jóvenes, tanto como en la nuestra, no está en dar avisos y normas, sino en que todas las advertencias que se dan a los demás sean evidentemente también la norma de nuestra propia vida.  Por todo ello, Platón no deja de alabar la celebrada frase de Hesíodo: la mitad vale muchas veces más que el todo. Las leyes de Platón son, como no puede ser de otro modo, dado su interés por las relaciones humanas en el seno de la sociedad, un compendio de normas sometidas no solo a la ley, sino a los intérpretes de ellas, los únicos con autoridad política y moral para interpretarlas y aplicarlas, incluidos los castigos y las recompensas pertinentes. En Las leyes, especialmente en los últimos libros, Platón cede a la tentación de la casuística y establecerá un intento de código civil que contiene auténticas joyas para los lectores actuales de su obra. Se recuerda a menudo la función fiscalizadora de los tribunales y los magistrados que los forman, y avisa Platón de la tendencia hacia la anarquía en la interpretación y, en este caso, no observancia de las leyes, poniendo como ejemplo lo que ha sucedido en la valoración de los concursos teatrales y os certámenes poéticos: en el dominio de la música nació la opinión de que todo el mundo entendía de todo y podía juzgar de la ley, con lo que vino la libertad. Comenzaron a perder el temor a la ley al creerse competentes, y la seguridad en sí mismo dio lugar a la desvergüenza; pues dejar de temer la opinión del que es mejor por insolencia supone verdaderamente una desvergüenza viciosa, nacida de una libertad enardecida. (…) Como consecuencia de esta libertad viene la que se niega a obedecer a las autoridades; luego se huye de la servidumbre y no se hace caso a las advertencias del padre, de la madre y de las personas de edad; ya casi al final de esta carrera, se busca la manera de no obedecer las leyes, y al término mismo de ella, deja uno de preocuparse de los juramentos, los compromisos y promesas, y en general de los dioses. Tomando como bandera un juicio como este: yo creo que para nosotros la política es precisamente esto: la justicia en sí, Platón se adentra en un ejercicio de prescripción normativa que puede dejar patidifuso al intelector actual, no tanto por la aparente extravagancia de muchas de sus normas, cuanto por esa intuición poética fabulosa y, sobre todo, por la minuciosidad con que se enfrenta a ciertos hechos corrientes y molientes de la vida minúscula -y a veces mayúscula-  de la urbe. Quizás por esa actitud detallista, no olvida Platón que, junto al Dios, son la fortuna y la oportunidad, quienes gobiernan todos los asuntos humanos sin excepción. El propósito de enmendarle la plana a ambas es lo que parece guiar el pulso prescriptivo del filósofo. Así, junto a la recomendación -¡modernisima!- de que el feto escuche música durante el embarazo y de que los bebés recién nacidos sean mecidos para mejorar su sentido del ritmo, Platón proscribe la mendicidad de la ciudad con una saña inmisericorde, tratando de “animales” a quienes la ejercen: que nadie practique la mendicidad en nuestra ciudad, y si alguien se atreve a hacer esto y va allegando recursos para su vida con súplicas sin fin, los agoránomos lo echarán de la plaza publica; el cuerpo de astinomos de la ciudad lo echará de esta y los agrónomos lo echaran fuera de las fronteras del país, para que todo el territorio quede absolutamente limpio de animales de esta clase; junto a la prohibición de la caza -que la astuta pasión de la caza de aves, pasión tan poco digna de un hombre libre, entre en ninguno de nuestros jóvenes-, hallamos, también algo tan inusual como que  la prohibición de un enriquecimiento exagerado es una ayuda nada mediocre para la templanza; la educación en su conjunto se inspira en sabias leyes que conducen al mismo fin. En la medida en que lo que se busca, a través de la legislación de la ciudad, es la armonía, el bien sagrado que permitirá el normal desarrollo de la vida sana y equilibrada de los miembros de la polis, Platón afee y prohíba la costumbre del cruce de insultos -¡un mal muy de nuestro tiempo, y más en esas redes sociales que amparan, bajo pseudónimo, la más desagradable liberación de los peores instintos!-: desahogarse con imprecaciones unos contra otros y el cubrirse mutuamente de insultos ofensivos y difamantes, aunque parezca que no son más que palabras, cosas que vuelan, de hecho da lugar a los odios y a las enemistades más profundos. (…) También es corriente que todos, en tales discusiones, pasen a pronunciar palabras de mofa y ridículo contra su adversario; nunca nadie se ha habituado a ello sin renunciar para siempre a la seriedad de su carácter, o por lo menos sin perder mucho de su dignidad personal. Por eso no se permitirá a nadie ninguna palabra de este tipo en un lugar sagrado, ni en un sacrificio público, ni en los juegos, ni en el ágora, ni en el tribunal, ni en cualquier lugar de reuniones. En estos tiempos de intensas y dramáticas migraciones, no está de más recoger la posición de Platón respecto de los extranjeros: quien así lo quiera podrá residir como extranjero en la ciudad, ateniéndose a las condiciones siguientes: será lícito a todo extranjero habitar y residir en ella, con tal que tenga un oficio y no permanezca allí más de veinte años desde el año que se inscriba, sin que tenga que pagar ningún impuesto por residir en ella, como no sea el de su buena conducta, y sin que tenga que pagar tampoco el mínimo impuesto en concepto de compras o ventas. Pero una vez que concluya su tiempo, se marchará llevándose todos sus bienes. No obstante, si durante todos estos años se ha distinguido por algún beneficio importante hecho a la ciudad de su parte, y espera él poder persuadir al Consejo y a la Asamblea, bien de que le conceda, bajo su petición, una prórroga de residencia, bien de que se le prorrogue de por vida esa residencia, que se presente, y si consigue convencer a la ciudad, recibirá plenas garantías de lo que ella le hubiera concedido. Me abstengo de traer a este “fin de fiesta” algunos casos harto curiosos sobre los delitos contra la integridad física o las cuestiones hereditarias, sobre las que se extiende hasta el infinito, con curiosidades fantásticas, pero les recomiendo vivamente a los escasos intelectores que han tenido la santa paciencia de leer estas recensiones de las Obras completas de Platón -¡si es que siquiera hay uno!-, que se adentren en los libros del noveno al duodécimo para asistir a un despliegue de casuística legal que les reconciliará con el lado humano de Platón, porque parece mentira que el poeta de las ideas haya descendido a niveles de concreción tan graciosos como el del querellante que exige realizar una búsqueda en casa ajena en busca de una propiedad que le ha desaparecido: Todo el que quiera hacer un registro en casa de otro entrará en ella desnudo o vestido solamente de una túnica sin faja, y jurará previamente por los dioses establecidos, que realiza este registro porque espera encontrar allí un bien que es suyo; o que refleje de manera harto acrítica la marginación de los suicidas, tan católica, andando el tiempo: a los que mueren de esta manera han de ser inhumados en lugar aislado, sin que tengan en su vecindad ninguna tumba, y demás de esto, deben estar ellas situadas en los lugares desiertos u que no tienen nombre, en los extremos de los doce distritos: serán sepultados allí sin ningún honor, sin estelas ni nombres que designen sus tumbas; o que nos recuerde una situación de violencia conyugal que en modo alguno nos es ajena: si ambos cónyuges se hieren, serán desterrados a perpetuidad y los hijos se veran obligados a alimentar a los desterrados. En resumen, los hombres han de establecer necesariamente leyes y han de vivir de acuerdo con ellas, so pena de no diferenciarse absolutamente en nada de los animales salvajes, porque, a su juicio, ninguna naturaleza humana nace suficientemente dotada para saber lo que es más provechoso para un régimen político humano y para, al mismo tiempo, sabiéndolo, poder y querer hacer siempre lo que es mejor. Por todo ello, y con ello concluyo, quizás para Platón no hay mayor crimen que el de querer acabar con el orden constitucional -algo muy pero que muy actual en España, por cierto-: luego de los crímenes contra los dioses hay que considerar los que van encaminados a disolver el régimen constitucional. Todo aquel que esclaviza las leyes, sometiéndolas a la autoridad de los hombres, somete a la ciudad a las órdenes de una camarilla, empleando para todo ello la violencia, y, menospreciando la legalidad, suscita la guerra civil, debe ser considerado como el enemigo más declarado de la ciudad entera. En consecuencia, todo hombre que valga algo, por poco que ello sea, tiene el deber de denunciar a las autoridades a todo aquel que trame un cambio violento e ilegal en las constituciones. Y aquí concluyo este apasionante viaje dialéctico por las obras completas de Platón, al menos las tenidas por tales por la crítica solvente, porque ya se sabe que las ediciones críticas de textos tan antiguos y tan sujetos a deturpaciones de todo tipo no es precisamente un mester fácil. No pretendo ahora, para sobrecargar a los heroicos intelectores que hayan perdido el tiempo en este Diario durante estas nueve entregas, entregarme, a mi vez, a resúmenes, síntesis, o corolarios, y menos aún a la emisión de apostillas para las que me siento plenamente incapacitado. De lo único de lo que quiero dejar constancia, después de esta travesía afortunada, es del amor al conocimiento riguroso, a la sabiduría y al razonamiento consciente de sí mismo, de su poder y de sus limitaciones que Platón ha exhibido con una persuasión a la que es imposible sustraerse. No salgo más sabio, de esta travesía, eso está claro, sobre todo para quienes se hayan tragado estas nueve entregas, pero sí muy aleccionado e infinitamente agradecido al espíritu crítico, incordiante y jocoso de ese daimón juguetón con quien tan buenas migas he hecho. Entro ahora en un compromiso que adquirí “a sabiendas”, la recensión de los Episodios Nacionales de Galdós, que leo en su totalidad ininterrumpidamente. Espero que el benéfico daimón socrático me acompañe en mi empeño, aunque ya avanzo el magno placer que me están deparando las aventuras de Araceli, distinto e idéntico de y al que me ha deparado las aventuras de Sócrates, voz de su discípulo que hablaba a través de él.

"Telón de boca", de Juan Goytisolo: Las penúltimas palabras antes del mutis definitivo:

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Entre la autoficción sin máscara y la autobiografía sin pulso, Goytisolo se planta tembloroso ante el umbral del no ser con un texto emocionado que nada añade a su obra: Telón de boca o la última identificación heterodoxa del huyente: Tolstoi, y su muerte en fuga.

Incitado por un amigo y por la lectura de una crítica elogiosa de Senabre, quise honrar la memoria de Juan Goytisolo con la lectura de una obra, Telón de boca, que, sin añadir nada a su obra, ni a la de ficción ni a la autobiográfica, supone sin embargo, una reflexión del escritor ante su deterioro personal y ante la inminencia de su final que recoge algunos de los temas principales de su obra, con el añadido de su relación con Monique Lange, levemente radiografiada en estas páginas como un retrato trazado en imágenes por Eric Rohmer. Se trata de una despedida escrita desde el desengaño y sabiéndose ya, como se define en el propio libro -un texto breve, casi un esbozo de lo que una despedida así hubiera podido dar de si escrita en mejores condiciones físicas y mentales-, un ser sin existencia, una ficción, una sombra. La visión apocalíptica de nuestro mundo, de todos los mundos que hay en este, va de la mano de la asunción del deterioro físico propio y de la renuncia a seguir contribuyendo a la edificación del absurdo, de la nada, del horror. Telón de boca es el libro del pasmo, de la admiración ante el misterio profundo al que esta dispuesto a llegar inmediatamente el autor. Leído el libro tras haber leído el artículo de El País sobre las penurias de sus postrimerías se entiende mejor esa pulsación suicida que habita en sus páginas, ese querer emular al Tolstói que buscando un idealizado Cáucaso, pereció en una solitaria estación de tren; del mismo modo que él sueña con perderse en el alto Atlas, solo, inerme, desnudo, indefenso, entregado: abandonado a una naturaleza de la que su dedicación intelectual lo apartó. Esa herida late en el libro desde el epígrafe, de Tolstói, con el que lo abre: El cardo magullado que vi en medio del campo me trajo a la memoria esta muerte. El recuerdo de sus lecturas, de su convivencia familiar, de su matrimonio con Monique y de su separación... lo llevan a una evocación que se pierde en el desengaño radical ante el rumbo torcido del universo mundo: "Convéncete de una vez: no hay persona, familia, linaje, nación, doctrina ni Estado que no funden sus pretensiones de legitimidad en una flagrante impostura. Quienes incendian bibliotecas a fin de borrar huellas molestas ignoran que los manuscritos quemados eran también espurios. El mayor enemigo de la mentira no es la verdad: es otra mentira". Por ello, sin duda, es por lo que se lanza a ese diálogo puro de postrimerías que mantiene con el Supremo Hacedor, un recurso habitual en este tipo de textos en los que quien escribe ve dibujarse en el aire la caída de la flecha de la vida que se dispara, al decir de Heráclito, cuando nacemos, merced a aquella deliberada confusión etimológica del de Éfeso entre el arco y la vida. Recuerdo, sin ir más lejos, un texto estremecido de Eugene Ionesco, Dios mío, haz que crea en ti, que bien podemos poner en relación con este ejercicio último de ficción funambulesca de Goytisolo. Pero de la misma manera podríamos referirnos a El Cristo de Velázquez de Unamuno, por ejemplo, o a Ángel fieramente humano, de Blas de Otero. Sorprende en un autor hipercrítico, heterodoxo y de tanto pretendido vuelo conceptual que aparezca el Gran Demiurgo manejando tópicos y poniendo del revés una imagen superada de lo divino sin apenas un ápice del reconocido espíritu transgresor, del que ha hecho más gala que obra, aunque algunas de las suyas lo alcanzan en grado sumo, como la Reivindicación del conde don Julián y, sobre el resto de su obra, y con diferencia, en sus dos volúmenes de memorias: Coto vedado y En los reinos de Taifa. Como es habitual en la mayoría de su obra, y dejando al lado su incapacidad para la ironía crítica al estilo barroco, apenas hay ni un rastro de humor ni cordialidad en esta presencia ante la ausencia, en esta comparecencia ante el telón de boca que, abierto, lo absorberá en una obra, la del más allá, en la que parece que haya de entrar con ciertos resortes de la maquinaria barroca de los autos sacramentales, a juzgar por el diálogo con el Ser de Seres. Como son varias las evocaciones de su vida que acoge en este librito, desde la ausencia de la madre hasta su responsabilidad como padre adoptivo, pasando por su matrimonio o su labor como debelador de la injusticia, la explotación y la marginación, cada cual se quedará con la parte que más de cerca le toque, me imagino. En mi caso he seguido con notable interés la descripción de su unión con Monique Lange y de su distanciamiento, hasta la separación final; porque su vida de pareja se asemeja, en sus hábitos, en sus costumbres, en sus aficiones, a la de cuantos hemos hecho de la dedicación intelectora un pilar de nuestras vidas. Juan Goytisolo no es un autor por quien se sienta ni admiración ni empatía, antes bien lo contrario, aunque reconozco su fecundo magisterio en mis años de formación, y él ha dado muestras sobradas a lo largo del tiempo de jugar siempre a la contra, sin importarle que alguna vez se le pudieran volver en su contra las diatribas con que nos ha relegado desde la privilegiada tribuna de Opinión de El País, por ejemplo. Desde esa perspectiva es desde la que me pregunto: ¿qué sentido tiene este librito compuesto de retales?, ¿qué añade a su obra, para convertirlo en una lectura imprescindible?, ¿qué nos descubre, al margen de su fragilidad, su convicción de la desaparición inmediata y su desengaño sin paliativo alguno?, ¿qué añade estilísticamente a su consolidado estilo? "Nada" es la respuesta que cuadra a cada una de las preguntas, a esas y a otras que nos podríamos legítimamente formular, como lectores habituales de su obra. Y, sin embargo, tras haber leído el libro dos veces consecutivas, confieso que hay en él un pálpito de vida estremecida, una "debilidad", como quizás nunca antes haya manifestado Goytisolo en sus obras, perdido como ha estado en la conceptualización del deseo, del cuerpo, de la marginación, de esa microfísica del poder que él analizó con tanto detalle; hay, ya digo, una "flaqueza", un cierto "temor", que lo humaniza en lo que de común tiene con todos los mortales: el respeto al momento de franquear el umbral de lo desconocido, la pérdida de confianza en el propio cuerpo y lo que el corazón, con sus sobresaltos de madrugada, nos permita vivir. Al final, emerge la persona frente al personaje -¡ese maldito tan pacientemente elaborado, con tanto mimo!-, y, como dice en el medio del camino de su agonía: Su escritura no sembraba pistas sino que borraba huellas: él no era la suma de sus libros sino la resta de ellos. Faltaba únicamente el finiquito y no tardaría en llegar. Larache, Genet, Goytisolo. Estación término.

Primera serie de "Los episodios nacionales", de Benito Pérez Galdós.

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Volver a Galdós, volver a casa… o el compromiso en vías de gozoso cumplimiento.


Galdós -¡qué poca justicia le hace, en catalán, su segundo apellido, primero en el conocimiento popular de su persona!- nunca fue un autor, otro, del programa de la carrera de Filología Hispánica que cursé, ni tampoco un autor más de esa larga nómina de ellos en cuyas páginas he construido buena parte de mi propia autobiografía; no, Galdós ocupa un lugar aparte y está tan unido a mi vida que, si tuviera que recrearla, quizás ocupara uno de los más extensos capítulos. Galdós no es un escritor, Galdós es una literatura. Y algo de eso debió de intuir Valle- Inclán, otro hermoso capítulo de mi propia vida, cuando quiso denigrarlo con aquel mote, garbancero, que, en realidad, lo honraba, en la medida en que el garbanzo (recordemos, de paso, que Cicerón procede de cicer, “garbanzo”) viene a ser algo así como el epítome de lo popular, de la raíz fundacional del pueblo llano. De eso tratan los Episodios nacionales: del ser íntimo de un pueblo a través de una historia compleja y desconcertante. Quien lleva Misericordia, y sobre todo a Benina, en el corazón, sabe de lo que hablo cuando digo que quizás ningún otro escritor español haya sabido crear vida tan mágica y persuasivamente como lo hizo Benito Pérez Galdós. Si alguien cree que exagero, váyase, a paso ligero, al ensayo que le dedicó María Zambrano, La España de Galdós, y saldrá de toda duda. Si los incrédulos no tienen bastante, vayan, entonces a Montesinos o a Gullón, quienes lo ilustrarán con el catálogo de las virtudes cervantinas de ese incomparable demiurgo de seres mucho más vivos que los que nos rodean en nuestras anodinas vidas cotidianas. No voy a cometer la descortesía de elaborar una nómina de los personajes galdosianos, desde Isidora Rufete hasta Mauricia la dura, pasando por Nazarín o el cesante Villaamil de Miau, escogidos al azar de los nombres que se imponen sin hacer esfuerzo alguno de memoria. Todos los intelectores tenemos autores en los que nos instalamos como quien lo hace en su propia casa. Para mí, Galdós es el primero, Recientemente, de unos años acá, he descubierto una casa muy diferente, pero en la que me encuentro muy cómodo: Georges Simenon, de quien jamás hubiera imaginado que tuviera tan extraordinaria y amena hospitalidad. Durante mi ajetreada vida laboral y creadora, siempre tuve claro que Los episodios nacionales no podían ser leídos a salto de mata, sino, como acaso a su autor le hubiera gustado que se hiciera: de un tirón. Y en esas estoy ahora que no tengo “más tiempo”, pero sí idéntica determinación a aquella que me empujaba ir de La de Bringas -la primera novela cinética de nuestra literatura- a La desheredada o de El amigo Manso a Fortunata y Jacinta -¡una obra que justifica una vida de escritor!- con una pasión que ahora rememoro y renuevo en la lectura de este monumento incomparable de nuestras letras que son Los episodios nacionales. Lo mejor que puedo decir de ellos es que son ejemplar e inequívocamente galdosianos, en el bien entendido de que, enseguida, ya, me explayo sobre la tautología, que solo lo es en apariencia, porque Galdós da nombre a un modo de novelar que, aun teniendo fuerte ascendencia sobre escritores posteriores, es inequívocamente singular y de difícil imitación, salvo las chapuceras y, por ello mismo, insignificantes. Todo lo que me enamoró del arte narrativo galdosiano, con lo que disfruté novela tras novela, con sus muchísimas virtudes y sus candorosos defectos, lo he vuelto a encontrar en estos Episodios nacionales cuya Primeraserie acabo de concluir, henchido del mismo gozo que hace cuarenta y treinta años atrás, y sobrecogido por la admiración espontánea con que contemplo la creación de una obra de naturaleza titánica. Si novelas como La desheradadao Fortunata y Jacinta bastan para consagrar a un autor y permitirle vivir de las rentas creativas de tales monumentos, ¿qué habremos de decir, entonces, de estas series de novelas cuyo simple esfuerzo físico de escritura se me antoja propio de naturalezas de otro mundo? Galdós, sin embargo, no trabajaba exnihilo, sino a partir de datos contrastados, fehacientes, que le permiten, en este caso, añadir rigor histórico a su imaginación feraz. Sí, hay mucho de periodismo de investigación en esta obra, y ello, además, hecho cuando las dificultades para encontrar la información disuadía al más valiente entre los valientes de pasar interminables hora en bibliotecas y hemerotecas a la apasionante búsqueda de esos datos rigurosos e irrefutables. Quienes estamos habituados al prodigio de Internet, quienes hasta hemos sido capaces de hacer un edición crítica, como la mía de La carta de Paracuellos, sin pisar otra biblioteca que la digitalizada por Google, nos hacemos cargo de aquella sobrehumana carga que debió de suponerle al autor semejante investigación, muy apreciable a lo largo de todas las novelas de esta Primera serie, empezando por la precisa descripción de la batalla de Trafalgar y acabando por la no menos minuciosa de la batalla de los Arapiles, al ladito de Salamanca. En esta Primeraserie hay dos episodios, Zaragoza y Gerona, sobre todo este último, en el que hasta he hallado ecos anacrónicos de La peste, de Camus, dos episodios que nadie debería dejar de leer, aunque reconozco que quizás una lectura aislada les prive de un contexto que refuerza su sentido hasta lograr la excelencia de la que ambos participan. El fragmento, por ejemplo, de la lucha de los famélicos personajes por atrapar una rata gigantesca, a la que bautizan Napoleón, porque parecía dirigir el ejército de ellas que disputaban a los habitantes de la ciudad los escasísimos víveres que quedan tras los repetidos sitios de los invasores franceses, logra estremecer como si se tratara de una novela de terror propiamente dicha, y algo de ese terror hay en las pasiones desatadas por el hombre, en sus dementes alucinaciones, en el egoísmo primario de a quienes azuza -¡poderoso resorte!- la tiranía insaciable del hambre. Ese recorrido histórico lo va a hacer el intelector, en esta Primera serie, de la mano del viejo Gabriel Araceli, de 82 años, quien recuerda, con admirable exactitud, su peripecia vital desde los 14 años hasta su boda con Inés, hija de una aristócrata y de un plebeyo, cuya historia folletinesca es el meollo narrativo de este serie. Los lances de las vidas cruzadas de ambos enamorados, Inés y Gabriel, es mantenida por Galdós con exultante oficio a lo largo de la serie. El componente militar o bélico, porque las partidas de guerrilleros difícilmente se ajustan al concepto de milicia regular, no solo ocupa el lugar de honor que le toca, sino que, por lo general, toda la galería de “tipos” y personalidades que van apareciendo, le sirve a Galdós para trazar esa radiografía del país que se nos muestra como el verdadero retrato de España y de los españoles, ajenos, aquella y estos, a los nacionalismos terruñeros que florecerán a partir de la Gloriosa, al socaire del republicanismo federal de Pi i Margall. No es fácil verse reflejado en el espejo que Galdós ha puesto a lo largo del camino que recorre buena parte de la geografía patria, y menos aún hurtar el bulto para creer que nada tiene que ver con nosotros. La técnica de estas novelas es la del folletín, un género que tiene su origen en el francés Sue, con posterioridad a la Revolución francesa, y que conoció un éxito continental sin precedentes; un género que, para bien o para mal, condicionó la relación de los escritores con su público. Y en esa relación hemos de ver la profunda naturaleza dialéctica del género popular por excelencia, porque el narrador establecerá una ligazón casi sentimental con los públicos a los que se dirige. Son numerosos los diálogos que establece con sus lectores, no solo cumpliendo el sagrado requisito de la ley fática de la comunicación, sino, muy a menudo, pidiendo disculpas por esta o aquella decisión narrativa, por suspender el relato y ocuparse de otros asuntos, para evidenciar la profunda verdad de cuanto narra, usando muy a menudo el recurso a la apelación a su propia vivencia personal para negar que lo ocurrido, a veces muy novelesco, sea obra de ficción y no autobiografía verídica por los cuatro cotados… Ese arte de la relación del narrador con su público lo cultiva Galdós con una espontaneidad a la que ni siquiera desmiente una prosa algo lastrada por la retórica lógica de quien va buscando “volver a novelar” desde los presupuestos estéticos del realismo como algo verdaderamente “nuevo” en el panorama literario español. Galdós no es el padre de nuestro realismo, pero sí el autor en el que realidad y vida se han entrelazado en más feliz maridaje. ¡Cómo voy a pretender, a estas alturas filológicas, descubrir las infinitas virtudes del gran patriarca de la novelística española! Del mismo modo, tampoco tiene sentido que me ponga a enumerar los defectos, sobre todo estilísticos, de aquel genio creador. Me limitaré a corroborar lo que es historia emocionada de este intelector galdosiano: en ningún otro autor de nuestra novelística se experimenta, incluso por los caminos torcidos de su peculiar estilo, una sensación de vida auténtica tan intensa como en presencia de esos personajes que parecen vivir de forma independiente de su autor: esa es la gran lección cervantina que Galdós, aplicadísimo discípulo, aprendió de coro. En los Episodios hay personajes ficticios y reales, pero tanto unos como otros compiten en igualdad de condiciones por imponer a los intelectores la sensación de que no están leyendo, sino formando parte de la escena, porque, digámoslo ya, Galdós fue el inventor de esas gafas de la realidad virtual que permiten a quien se las coloca sentirse parte viva de lo que contempla. Así son los Episodios de esta Primera serie. Y así son sus personajes, de todo tipo y condición. Lo de “fresco histórico” se queda chico, menguado, parvo, refiriéndonos a los Episodiosnacionales, y habríamos de inventar u otra expresión, como la sobada del “viaje en la máquina del tiempo” o inventar un nuevo género que tuviera como hitos fundacionales a Heródoto y a Homero o a Tácito y Apuleyo. Dejo para quien tenga crédito, saberes y experiencia, la explotación de la veta cinematográfica innegable en la que, también anacrónicamente, parece haberse alimentado don Benito, porque, ahora que tan de moda están las series episódicas televisivas, ¿quién podría dudar de que no la hay mejor que estos Episodios nacionales? Sin haber visto más que fragmentos inconexos, pero disuasorios hasta el hastío, ¡cómo puede nadie concebir que Juego de tronos sea capaz de competir con esta obra! Solo de pensar que en la novelística usamericana hubiera una obra como esta, me entran gozos inenarrables de simplemente imaginar lo que los cineastas de aquel país hubieran sido capaces de hacer con ella. Dicho de otro modo, mientras se le presta atención y dineros a una pueril e insulsa ordinariez como El ministerio del tiempo, ahí están, con sus tesoros intactos, estos Episodios nacionales que, bien llevados a la pequeña pantalla, se convertirían en un éxito de audiencia que ríanse los mediocres y estereotipados Alcántara del incomprensible suyo. Y ahí lo dejo. Hay, como no podía ser de otro modo, una lectura política de los Episodios que debe hacerse, como la expone Araceli, con la prudencia y la perplejidad de quien se ve superado por esas circunstancias y advierte que la irracionalidad y “lo que se ha de hacer” van muy a menudo de la mano. En esta serie prácticamente todo se centra en la lucha “contra el francés” y en defensa de la patria, pero Galdós discrimina con finas maneras cuanta barbarie hubo en tan loable gesta y cuanta racionalidad, acaso equivocadamente aplicada, hubo entre los afrancesados y sus no menos loables intentos de modernizar el viejo país estamental que se sumiría, con la vuelta, ¡nada menos que de “el deseado”!, en la década ominosa que fue uno de los más terribles e insufribles periodos negros de nuestra Historia. Galdós, con sano criterio narrativo, e imbuido de su misión superior de “ilustrar” -perfundet omnia luce- a los españoles de su época turbulenta sobre las exactas raíces de ese presente, reparte mucho juego entre todas las naturalezas humanas y sus expresiones ideológicas, religiosas y políticas, de modo que muy difícilmente pierde en ningún momento el narrador, Araceli, a pesar de ser parte interesada, su magna condición de cronista pretendidamente imparcial. En buena medida ello se debe a la meritoria capacidad galdosiana de empatizar con sus criaturas, de insuflarles, a través de sus dichos y sus hechos, una vida que, como ya he dicho anteriormente, pero no me canso de repetirlo, es más intensa vida que la propia de quien la lee. Ha de sorprender, dada cierta tendencia galdosiana a los modos retóricos propios de su siglo, un estilo “campanudo” y casi postbarroco, afectado, y más henchido de palabras que de emociones auténticas; ha de sorprender, digo, teniendo en cuenta esos antecedentes,  una de las principales virtudes literarias de Galdós: su finísimo oído para las expresiones y modulaciones del registro coloquial, de cuyas expresiones él tomaba buena nota en los “apuntes del natural” que solía tomar de allá de donde lo necesitase para ser fiel al tesoro vivo de la lengua hablada, con sus tiernos disparates y deturpaciones y, sobre todo, con sus maravillosos hallazgos de todo tipo: líricos, cómicos, emocionales, conceptuales y aun hasta metafísicos… Esa expresión popular, fidedignamente captada, es, bien lo saben todos los hispanófilos del mundo, uno de los principales, si no “el” principal rasgo de identidad de nuestra literatura. Desde las Coplas de la Panadera y el Corbacho, pasando por la picaresca o la tradición liricomágica del sainete (Quintero, Arniches, Muñoz Seca…) hasta El Jarama, de Ferlosio, el registro coloquial del castellano ha construido una manera de ser de nuestra literatura que, guste o no, nos ha acabado definiendo, ese architípico “realismo” -nada que ver, por suerte, con el “realismo socialista”!-, del que se quiere establecer como prototipo el Don Quijote de Cervantes, pero cuyos antecedentes, ahí está La Celestina, de Rojas, lo impiden. Galdós viene de ahí, de ese mundo de las clases populares que han creado nuestra lengua, que, como es obvio, para cualquier lengua, la siguen creando, y él es el registrador de la propiedad léxica y sintáctica más exigente que podemos concebir, un fedatario que da fe de sus buenas obras a lo largo de los cinco volúmenes de esta Primera serieque he leído casi en un suspiro, atento a tantos planos narrativos, históricos, sociológicos, psicológicos, lingüísticos, etc., que mis gozos se multiplicaban al ritmo infernal de los subrayados con que he ido ensuciando la bellísima edición ilustrada de Espasa que permite disponer de una información complementaria, rigurosa y amena a partes iguales, para acabar de conocer perfectamente el periodo histórico del que nos hablan los diferentes episodios. En su momento, me propuse ir coleccionando los cuarenta y seis volúmenes de la edición de Alianza Editorial para, llegado el momento actual, leerlos; pero habiéndome quedado a más de medio camino para completar la colección, decidí comprar en el quiosco -¡literatura popular y folletinesca!- esta magna edición insuperable de los Episodios, publicada en 2008, y uno de los desembolsos bibliográficos que más gustosamente he hecho en mi vida, y, ahora, después de nueve años, ¡cómo agradezco el tamaño de la letra, la comodidad de la encuadernación, la calidad del papel y, sobre todo, el diseño de la edición con esa bendita información complementaria, además de la riqueza fantástica de las ilustraciones que sorprenden al intelector a cada paso de su aventura. No quiero abrumar a los escasísimos y sufridos aventureros de textos ajenos que a veces extravían sus pasos por este Diario, porque no tendría perdón ni de Galdós ni de Simenon, y prometo enmendarme para las series sucesivas. Ahora bien, cuando tras tanto tiempo uno vuelve a casa, a su casa, a su hogar, le gusta recorrer morosamente esos espacios que le devuelven poliédricas imágenes de sí mismo, ni todas reconocibles  ni todas aceptables, pero todas ellas verdaderas como la ley de la gravedad y fieles y exactas crónicas de la más intensa de las felicidades intelectoras.
P.S. Dejo para de aquí a pocos días la elaboración de un muestrario con los ejemplos extraídos de la lectura de esta Primera serie que justifican mi felicidad intelectora.

Primera serie de los Episodios Nacionales, de Benito Pérez Galdós (y II)

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Un estilo, un pensamiento un mester: Galdós (y España) en sus textos.


Galdós es él en su tinta y en unos modos narrativos que crean adicción. En eso es extremadamente cervantino, aunque sin complicarse tanto la vida con los narradores, pero sí haciendo mil protestas sobre el carácter verídico de la narración de su personaje, Gabriel Araceli: Mi relato no será tan bello como debiera, pero haré todo lo posible para que sea verdadero. Como son muchas las intervenciones del narrador en la historia, me he permitido escoger una de ellas que resume a la perfección  ese juego de verosimilitudes que pretende establecer Galdós a lo largo del relato. Hela aquí: [Gabriel le habla a su enamorada, Inés] Tú eres muy buena; pero es preciso confesar que tienes pocos alcances. Al fin eres mujer, y las mujeres… como no sea hacer calceta, y de poner el puchero a la lumbre, de nada entienden una higa. Inmediatamente después, como si le hubiera sobrevenido un arrepentimiento súbito, vuelve a dirigirse a los lectores: Lector: cuando leas esto te suplico que te despojes de toda benevolencia para conmigo. Sé justiciera e implacable, y ya que no me tienes, por ventaja mía, al alcance de tus honradas manos, descarga en el libro tu ira, arrójalo lejos de ti, pisotéalo, escúpelo… ¡ay!, pero no: él es inocente, déjalo, no lo maltrates, él no tiene la culpa de nada: su único crimen es haber recibido en sus irresponsables hojas lo que yo he querido poner en él, lo bueno y lo malo, lo plausible y lo irrisorio, lo patético y lo tonto que al escribir esta historia he ido sacando, escarbador infatigable, de los escombros de la vida. Si algo encuentras que me desfavorezca, tan mío es como lo que te parezca laudable. Ya habrás conocido que no quiero ser héroe de novela:  si hubiera querido idealizarme, fácil me habría sido conseguirlo, cuidando de encerrar con cien llaves todas mis flaquezas y necedades, para que solo quedasen a la vista del públic0 los hechos lisonjeros, adicionados con lindísimas invenciones, que en caso de apuro no me habrían de faltar. (…) Como prueba de mi modestia, no he vacilado en copiar el diálogo con Inés, que me favorece tan poco, atreviéndome a esperar que si el lector no me adorase romántico, podrá apreciarme sincero. Hagamos, pues, las paces y continuaré la narración en el mismo punto en que la dejé. ¿Funciona o no funciona, el método? ¡Impecable!, y más en aquellos albores del realismo novelística en España. Como los problemas dinásticos entre Fernando VII y sus padres, Carlos IV y María Luisa, son una de las principales causas tanto de la necesidad surgida del pueblo de luchar contra el supuesto “aliado” francés, devenido enseguida “invasor” -algo que desde el pueblo llano se vio con preclara lucidez, como la de Pacorro Chinitas: creo que somos unos archipámpanos si nos fiamos de Napoleón. Este hombre que ha conquistado la Europa como quien no dice nada, ¿no tendrá ganitas de echarle la zarpa a la mejor tierra del mundo, que es España, cuando vea que los Reyes y los príncipes que la gobiernan andan a la greña como mozas del partido? Él dirá, y con razón: “Pues a esta gente me la como yo con tres regimientos”. Ya ha metido en España más de veinte mil hombres. Ya verás, ya verás, Gabrielillo, lo que te digo. Aquí vamos a ver cosas gordas y es preciso que estemos preparados, porque de nuestros Reyes nada se debe esperar y todo lo hemos de hacer nosotros-, como, por otro lado, redactar una Constitución que hiciera algo tan revolucionario como decretar que la soberanía nacional reside en el pueblo y no en la monarquía, es evidente que las alusiones a la realidad política de aquellos años convulsos son constantes a lo largo de la novela. A este respecto, quiero recordar la existencia de un libro muy estimable del escritor francés de origen español, Michel de Catilla, Las lobas del Escorial, en el que los intelectores encontrarán una historia pormenorizada y con rasgos novelísticos, pero no una novela histórica, que conste, que les satisfará enormemente, me imagino. [Sobre ella escribí una breve semblanza aquí] Así, no es infrecuente encontrar quejas incluso de la aristocracia, crítica con el libertinaje de la reina y Godoy:  Parece que por su linda cara le han hecho primer ministro. Así andan las cosas de España: luego, hambre y más hambre… todo tan caro… la fiebre amarilla asolando a Andalucía. Está esto bonito, sí señor… ; pero un sencillo marinero saca esta desoladora conclusión de la aventura de Trafalgar: no quiero más batallas en la mar. El Rey paga mal, y después, si queda uno cojo o baldado, le dan las buenas noches, y si te he visto no me acuerdo. Parece mentira que el Rey trate tan mal a los que le sirven.  El hecho de que el narrador evoque su “salida” al mundo a los catorce años permite, no solo que hable de sí mismo como “un filósofo de catorce años”, sino que, desde su vejez, destaque, sobre todo, algo así como los momentos “fundacionales” de su personalidad, como cuando, antes de la batalla naval, se dice: en el momento que precedió al combate, comprendí todo lo que aquella divina palabra [Patria] significaba, y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu, iluminándolo y descubriendo infinitas maravillas, como el sol que disipa la noche, y saca de la obscuridad un hermoso paisaje. Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; o como cuando, enterado de la existencia de un rival con quien quieren desposar a su “amita” y compañera de juegos, se descubre: la parte perversa de mi individuo me dominó un instante; en un instante también supe acallarla, acorralándola en el fondo de mi ser. ¿Podrán todos decir lo mismo?  Lo que le permite “encajar” la boda inevitable con un estoicismo impropio de la edad:  La resignación, renunciando a toda esperanza, es un consuelo parecido a la muerte, y por eso es un gran consuelo. Cada volumen tiene sus centros de interés que suponen un aliciente para diferentes clases de lectores. Después de Trafalgar, me encantó encontrarme con el mundo del teatro, o mejor deberíamos decir, con las miserias del teatro ( Llevar por las tardes una olla con restos de puchero. Mendrugos de pan y otros despojos de comida a don Luciano Francisco Comella, autor de comedias muy celebradas, el cual se moría de hambre en una cada de la calle de la Berenjena, en compañía de su hija, que era jorobada y le ayudaba en los trabajos dramáticos), aunque también se hable de actores y actrices de éxito, como la pareja que, adelantándose a no pocas películas, representa en escena el Otelo con la insana intención de acabar con la adúltera en la vida real, por ejemplo. Cuando por su gracia y luces naturales Gabriel va relacionándose con los grandes del mundo y se le encomia que él puede llegar muy lejos, a pesar de ser de tan baja cuna, se deja llevar por los delirios de grandeza y no duda en proclamar: lo primero que voy a disponer es que no haya pobres, que España no vuelva a unirse con Francia, y que en todas las plazuelas de España se fije el precio de los comestibles, para que los pobres compren todo muy barato; un “endiosamiento” transitorio y hasta cómico que deriva en una reflexión muy oportuna, entonces y ahora: ya habrá  observado el lector que, al suponerme amado por una mujer poderosa, mis primeras ideas versaron sobre mi engrandecimiento personal, y el ansia de adquirir honores y destinos. En esto he reconocido después la sangre española. Siempre hemos sido los mismos. Lo que remacha, más adelante con otro juicio inapelable: cuantos llevamos la generosa sangre española en nuestras venas somos propensos a la fatuidad. Como prueba inequívoca de esa labor de rastreo documental, no quiero dejar de reflejar este fragmento del libro en el que se nos habla de las labores literarias de Fernando VII, de las que ni tenía noticia: - Quizás el pobre Fernandito no piensa más que en traducir sus libros… - Parece que el que tradujo hace poco no gustó a los papás, porque hablaba de no sé que revoluciones, y ahora está con otro: como no sea alguna endiablada tramoya para pescar el trono… Se refieren a la Historia de las Revoluciones de la República Romana, del abad René de Vertot que tradujo del francés el futuro Fernando VII. A lo largo de los episodios va dejando caer Galdós ciertas convicciones que conviene destacar, porque se refieren a hechos, como los motines, que se sabe cómo empiezan pero no los lodos que traen consigo: Un motín no es ni más ni menos que salirse todos a la calle gritando viva esto o muera lo otro, y romper alguna vidriera y hasta si se ofrece golpear a algún desgraciado. (…) La turba siempre es valiente en presencia de estos ídolos indefensos, para quienes ha sonado la hora de la caída[Godoy]. (…) Sintiendo el auxilio de la ingratitud, la turba se envalentona, se cree omnipotente e inspirada por un astro divino, y después se atribuye orgullosamente la victoria. La verdad es que todas las caídas repentinas, así como las elevaciones de la misma clase, tienen un manubrio interior, manejado por manos más expertas que las del vulgo. (…) Era la primera vez que veía al pueblo haciendo justicia por sí mismo, y desde entonces le aborrezco como juez. Del lado de lo anecdótico, sin embargo, caen datos como el que Araceli asistiera a una tertulia en el café Pombo, donde tendría su sede la tertulia plutónica de Ramón o la existencia de una calle, Tentenecios -en plural en el texto, en singular en la realidad- donde ubica una de las primeras logias masónicas que se crearon en España En realidad, la calle Tentenecio, en singular, cuenta la tradición que  debe su nombre a un milagro de Juan de Sahagún, quien con la expresion “¡Tente, necio!”, paró en seco a un toro que se había escapado…. Nada, pues, de nombre alusivo a la posible condición de los frecuentadores de la logia, como podría pensarse, dado el uso frecuente que hace Galdós de los nombres simbólicos. Muchos ejemplos, tras esta primera serie podrían aducirse del arte narrativo de don Benito, pero he escogido este en el que la sátira se prodiga con ese arte suyo tan especial para construirla. Se centra en la casa de los familiares de Inés, los Requejo, dos tenderos que la acogen para sacar un beneficio cuando la devuelvan a la aristócrata de quien ya saben ellos que es hija, y son representados como lo que son: el emblema de la avaricia: Allí no había perros ni gatos, ni animal alguno, si se exceptúan los ratones, para cuya persecución don Mauro tenía un gato de hierro, es decir, una ratonera. Los infelices que caían en ella eran tan flacos, que bien se conocía estaban alimentados con perfumes. Un perro hubiera comido mucho: un jilguero habría necesitado más rentas que un obispo: una codorniz hubiera echado la casa por la ventana: las flores cuestan caras, y además el agua… La fauna y la flora fueron por estas razones proscritas, y para admirar las obras del Ser Supremo, los Requejos se recreaban en sí mismos. Tampoco faltan en esta Primera serie los “excéntricos”, cuando no perturbados mentales, en diferente grado. En este caso, sin salir del negocio de los Requejo, su empleado cubre a satisfacción esa cuota galdosiana que nos ha dado personajes tan entrañables como Mauricia la dura o Ido del Sagrario, por ejemplo:  Juan de Dios era sin género de duda un excéntrico, pues también en aquella época había excéntricos. Un hombre que no habla, que ignora lo que es risa, que no da un paso más de los necesarios para trasladarse al punto donde están la pieza de tela que ha de vender, la vara con que la ha de medir, y la hortera en que ha de guardar el dinero; un hombre que en todas las ocasiones de la vida parece una máquina cubierta con  la humana piel para remedar mejor nuestra libre, móvil e impresionable naturaleza, ha de llevar dentro de sí algo ignorado y excepcional. Este Juan de Dios se enamora locamente de Inés y se convertirá en rival de Gabriel, por más que acabe siendo una rivalidad con algo más de cómica que de dramática. Son pocas las erratas que se han deslizado en el texto, aunque haylas. Dos de ellas quiero traerlas a colación, para desayunarnos tan ricamente dos preciosos gazapos: El Vierzo, tal cual, por El Bierzo y una expresión: “traje ligero y abigamado”, con una palabra que no logré encontrar en diccionario alguno de los muchos que atesoro, hasta que descubrí que se trataba de una errata, abigamado por ‘abigarrado’, cuyo uso escrupuloso me recordó un significado de abigarrado que había olvidado: “de varios colores y especialmente si están mal combinados”. Una errata corregida es una ignorancia vencida. El texto Galdosiano está lleno de usos lingüísticos cuya novedad sorprenderá a los intelectores en cuanto estos indaguen sobre su significado o su contexto. Tal es el caso del uso de tunantes en este contexto: al llegar al pueblo, la mayor parte de los prisioneros fueron distribuidos en varias casas. Los considerados tunantes que era preciso exterminar, fuimos conducidos a la parte alta de la casa del Ayuntamiento y encerrados separadamente. Si uno ve la definición de tunante en la RAE se queda a dos velas, pero si sigue el rastro de la etimología y  se va a tunar: “andar vagando en vida libre”, comienza a atar cabos del uso. Esos tunantes era a los que los franceses llamaron brigands, “bandoleros”, que luego volveríamos a adoptar, ‘brigante’, un concepto muy usado en el sainete, por ejemplo. De todo el volumen dedicado a las guerrillas, que daban para algo más que para aquella famosísima serie de bandoleros, en su tiempo, Curro Jiménez, un auténtico microcosmos en el que hasta por rencillas personales algunos cabecillas iluminados eran capaces de pasarse al enemigo, recojo este lúcido análisis que hace Galdós de aquel fenómeno: tres tipos ofrece el caudillaje en España, que son: el guerrillero, el contrabandista, el ladrón de caminos.(…) La guerra de la Independencia fue la gran academia del desorden. Nadie le quita su gloria, no señor: es posible que sin los guerrilleros la dinastía intrusa se hubiera afianzado en España, por lo menos hasta la Restauración. A ellos se debe la permanencia nacional, el respeto que todavía infunde a los extraños el nombre de España, y esta seguridad vanagloriosa , pero justa que durante medio siglo hemos tenido de que nadie se atreverá a meterse con nosotros. (…) Los guerrilleros constituyen nuestra esencia nacional. Ellos son nuestro cuerpo y nuestra alma, son el espíritu, el genio, la historia de España; ellos son todo, grandeza y miseria, un conjunto informe de cualidades contrarias, la dignidad dispuesta al heroísmo, la crueldad inclinada al pillaje. Al mismo tiempo que daban en tierra con el poder de Napoleón, y nos dejaron esta lepra del caudillaje que nos devora todavía. Pero donde Galdós se muestra más él mismo es en la sorprendente facilidad que exhibe para la creación de personajes de variadísimos caracteres y con sorprendes existencias. Así, la creación de un personaje como Lord Gray, del que tan excelente partido narrativo saca a través de la ambigüedad, nos deja el retrato de un inglés a través de quien creemos oír al propio Galdos, retratándose a sí mismo por vía de extrañamiento en otro ‘insular’ como él mismo lo es por nacimiento:  -No es lo mismo -dijo el inglés-. Yo conceptúo más compatriota mío a cualquier español, italiano, griego o francés que muestre aficiones iguales a las mías, sepa interpretar mis sentimientos y corresponder a ellos, que a un inglés áspero, seco y con un alma sorda a todo rumor que no sea el son del oro contra la plata, y de la plata contra el cobre. ¿Qué me importa que ese hombre hable mi lengua, si por más que charlemos él y yo no podemos comprendernos? ¿Qué me importa que hayamos nacido en un mismo suelo, quizás en una misma calle, si entre los dos hay distancias más enormes que las que separan un polo de otro?Un personaje vitalista, aventurero y racionalista de quien llaman la atención estas dos afirmaciones: La materia vivificada por el amor es sin duda lo mejor que existe después del espíritu, que es una suerte de romanticismo materialista, y  ¡Viva lo imposible! El placer de acometerlo es el único placer real, que parece un eslogan del Mayo del 68 del siglo pasado. Cerremos, en todo caso, esta recopilación de highlights de esta Primera serie con un elogio de la que parece haber querido destacar con su escritura don Benito: Lo que no ha pasado ni pasará es la idea de nacionalidad que España defendía contra el derecho de conquista y la usurpación. Cuando otros pueblos sucumbían, ella mantiene su derecho, lo defiende, y sacrificando su propia sangre y vida, lo consagra, como consagraban los mártires en el circo la idea cristiana (…) Hombres de poco seso, o sin ninguno en ocasiones, los españoles darán mil caídas hoy como siempre, tropezando y levantándose, en la lucha de sus vicios ingénitos, de las cualidades eminentes que aún conservan, y de las que adquieren lentamente con las ideas que les envía la Europa central. Grandes subidas y bajadas, grandes asombros y sorpresas, aparentes muertes y resurrecciones prodigiosas, reserva la Providencia a esta gente, porque su destino es poder vivir en la agitación como la salamandra en el fuego; pero su permanencia nacional está y estará siempre asegurada. Con todo, la guerra contra el francés no fue sino el preludio de una guerra civil que se libraría entre absolutistas y liberales, que ya se anunciaba incluso en el lema de El Semanario Patriótico: La opinión pública es mucho más fuerte que la autoridad malquista y los ejércitos armados.

“Representación ante Fernando VII en defensa de las Cortes”, Álvaro Flórez Estrada.

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Álvaro Flórez Estrada, un economista liberal y militante activo por las libertades, cuando defenderlas costaba la vida o el destierro, interpela a Fernando VII y le reprocha su traición a la soberanía nacional.


Mientras sigo inmerso en la intelectura reconfortante de Los episodios nacionales, no he podido por menos de desviarme levemente  hacia otros textos, haciendo caso de las sugerencias que hallo en dicha absorbente y gratísima tarea, tanto en el texto de Galdós como en la información complementaria de la edición, todo lo cual me va descubriendo hechos, personas y acontecimientos sobre los que conviene ampliar algo el menguado conocimiento que solemos tener los españoles de nuestra propia Historia; dicho así, en plural, para camuflar mi propia incuria individual… Es el caso de este texto que he leído en edición digitalizada, Presentación ante Fernando VII en defensa de las Cortes, escrito por quien ha resultado ser uno de nuestros primeros economistas e introductor en España del liberalismo inglés clásico: Álvaro  Flórez Estrada, un constitucionalista convencido, redactor, en parte, de la Constitución de 1812, activista en pro de la monarquía constitucional, liberal exiliado en Londres y estudioso e introductor de la economía liberal inglesa. Estamos ante una figura eminente de la reacción liberal contra el absolutismo fernandino, movimiento cargado de razones democráticas que brilló efímeramente con la revolución de 1820 y que se extinguiría tres años después, para desgracia de España y del propio continente europeo. El libelo antiabsolutista que Flórez dirige a Fernando VII, hablando con meridiana claridad del daño que su reinado retrógrado le está haciendo al país me parece un ejemplo perfecto de una línea de pensamiento que no ha podido plasmarse y sobrevivir en nuestro país prácticamente hasta la Constitución de 1978, un logro histórico que algunos quieren rebajar y despreciar hablando del “Régimen del 78”, como los partidarios de Fernando VII denigraban a los demoniacos liberales doceañistas, ni más ni menos. El folleto de Flórez, que cualquiera, con ese título, puede encontrar digitalizado en la red, tiene como eje central de su argumentación un hecho muy sencillo: el rechazo de Fernando VII a la Constitución de 1812 es una traición a la soberanía nacional, porque en ese folleto demuestra con meridiana claridad que, después de la cesión de los derechos dinásticos que hicieron padre e hijo, Fernando VII y Carlos IV, a Napoleón, la única soberanía nacional legítima era la expresada en el articulado de la Constitución de la que Flórez es valedor. El texto del catedrático, sin embargo, es una suerte de lección de teoría política que repasa los principales fundamentos de la acción política y deja bien claros conceptos que, a menudo, incluso en nuestros días u olvidamos o tergiversamos a nuestro antojo. El principio de la libertad a toda costa y para todo es una guía que no admite refutación alguna, una guía segura para persuadirnos de las poderosas razones que defiende Flórez frente a la obra de demolición que suponía el manifiesto de los Persas -toma su nombre del comienzo de su declaración de fe en el absolutismo:  Era costumbre en los antiguos Persas pasar cinco días en anarquía después del fallecimiento de su Rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos, robos y otras desgracias les obligase a ser más fieles a su sucesor-, los diputados de las Cortes de Cádiz, que desertaron de su obra y reconocieron la soberanía del rey frente a la soberanía del pueblo español expresamente fijada en la Constitución, de la cual emana la aceptación de Fernando VII como soberano constitucional de la nación española. Ahora todo esto nos parece tan obvio que podríamos estar tentados de pasar por alto el valor que hubo de tener en su momento Flórez para posicionarse frente al partido absolutista del rey y desenmascarar su radical ilegitimidad. Estamos muy acostumbrados a tener como referente de nuestros dramas nacionales la Guerra Civil del 36, pero quienes se han tomado la molestia y el horror de bucear en lo que significaron los enfrentamientos civiles entre liberales y absolutistas, primero, y entre cristinos y carlistas, después, se darán cuenta de que los grados de fiereza, crueldad,  horror y  tragedia que se vivió a lo largo del XIX es difícilmente comparable con esa suerte de acto final que fue la Guerra Civil, a pesar de los pesares. Pensemos que hablamos de una época en la que aún funciona la Inquisición y las torturas son algo así como un medio habitual de lucha política, como lo son las ejecuciones sumarias, por ejemplo. La línea “libertaria” de Florez es evidente a través de todo el folleto. Desde la consideración que le merecen los reyes:  Por desgracia los Reyes no son más que hombres: es decir, como estos, sujetos a sus errores, y a sus pasiones; a iguales inexperiencias, y a iguales necesidades intelectuales y físicas, hasta la apología del derecho soberano de los pueblos a gobernarse por sí mismos, que él hizo extensible a las colonias americanas, cuya independencia vio con buenos ojos y mejores razones: Convengo en que todos los pueblos tienen un derecho para establecer su libertad del modo que les acomode, y aun para separarse del resto de la comunidad siempre que su reunión sea incompatible con su libertad o con los medios de prosperar. Con todo, Flórez está convencido de que ese autogobierno de los pueblos no es fácil de alcanzar con la responsabilidad que lleva implícita:  La idea, dice un filósofo, de obedecer y mandar a un mismo tiempo, de ser súbdito y soberano a la vez exige demasiadas luces y combinaciones para que pueda ser ni bien manejada ni bien percibida sin una previa y larga educación de los pueblos. Las virtudes mismas tienen necesidad de medida, y deben temer el exceso de su práctica. Flórez se afana en demostrar que la renuncia al trono de Fernando VII y de su padre, Carlos IV, deslegitimaron al monarca para ocupar el trono, tras la expulsión de los franceses por obra y gracia de un pueblo que, en ausencia del soberano, hubo de organizarse espontáneamente para echar al invasor, el mismo que se reúne en Cádiz y proclama la Constitución de 1812 contra la que Fernando VII, con ayuda de sus leales, muchos de ellos al servicio de la dinastía francesa que intentó ocupar el trono de España, libra feroz batalla con trágicos resultados para los liberales perdedores. Solo después del nefasto ejercicio de antipoder de su camarilla, creció el descontento lo suficiente para dar pie a la rebelión de Riego y de tantos otros que lograron hacer claudicar al rey y obligarle a decir aquello célebre del Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional... Recordemos que los “cargos” básicos que alientan la represión fernandina son los siguientes: 1. Haberse reunido en Cortes. 2. Haber declarado que la soberanía residía en la nación. 3. Haber tratado de disminuir la autoridad del monarca. El segundo punto, como puede apreciarse, es el eje fundamental del contencioso entre liberales y absolutistas, y a él dedica Flórez hermosas páginas llenas de lucidez y de reflexiones absolutamente de actualidad, en esta época de trilerismos conceptuales con la nación de naciones, la plurinacionalidad, los sentimientos nacionales, y los intentos de golpe de estado secesionista por parte de la oligarquía política nacionalista en Cataluña. Pongamos, por ejemplo, un hermoso punto de teoría política, que Pedro Sánchez ha puesto tan de actualidad: Estoy persuadido que, si uno por uno, se preguntase a todos vuestros consejeros la idea que expresa la palabra Soberano o soberanía, no acordarían de ellos en enunciarla de un mismo modo; a pesar de eso no escrupulizan en declarar por crimen de lesa majestad el que se diga que la soberanía reside en la nación, o que esta es el verdadero soberano. (…) Cuando por la mala inteligencia de una palabra, por su inexacta aplicación o por la dificultad de explicar con ella una idea compleja, no se expresa ni entiende su verdadera significación, el resultado viene a ser el mismo que si careciese de ella. ¿Sensato o no? Pues de ese tenor son la mayoría de los juicios contenidos en este folleto. Flórez no esconde los orígenes de su pensamiento, de ahí que, para un tema tan candente como el de las múltiples soberanías que quiere introducir Podemos en el ámbito político español, se deje aconsejar por Locke, por ejemplo: Aunque en toda sociedad, dice Locke, bien ordenado, esto es, que obra para la preservación de la comunidad, no puede haber más que un supremo poder, que es el legislativo, al cual todo los demás es forzoso que estén subordinados; sin embargo, no siendo el mismo poder legislativo más que un poder únicamente fiduciario por obrar a ciertos y determinados fine, permanece aún en el pueblo un poder soberano para remover o alterar el legislativo, siempre que vea que este obra en contra de la confianza de que se le hizo depositario (…). La comunidad siempre retiene un poder soberano de salvarse a sí misma de las empresas y proyectos de cualquier persona o cuerpo, aunque sea el de sus legisladores, siempre que estos sean tan estúpidos, locos o malos, que atenten contra las propiedades o libertad del individuo (…) El soberano poder siempre reside en el pueblo. Sin embargo, y para distanciarse de las interesadas lecturas podemitas o secesionistas, Flórez hace suyo el pensamiento de Fenelon: ¡Desgraciado el pueblo que no tenga leyes escritas, constantes y consagradas por toda la nación, que sean superiores a todo; de las que los reyes reciban toda su autoridad: por las que se les conceda hacer todo el bien posible, y no se les autorice para hacer ningún mal; y contra las cuales nada puedan. La primacía de la ley es, para Flórez, la única garantía posible del virtuoso ejercicio de la soberanía. Se trata, pues, como queda reflejado en esta aproximación a vuelapluma, de una figura eminente del liberalismo político y económico que supongo enmarcada en el cuadro de honor de los orígenes de los nuevos liberalismos que se van abriendo camino en la sociedad española, como una deuda histórica que teníamos con aquellos prohombres de la libertad, y muy destacadamente de la libertad de expresión, o, como la denomina Flórez, la “opinión”: La opinión  es la reina del mundo, cuyo único imperio es indestructible, Saber crearla supone un gran genio, para dirigir su marcha basta tener prudencia y poder; despreciarla supone depravación de costumbres, mas empeñarse en resistir su torrente demuestra el cumulo de la insensatez o de la desesperación.


El rechazo incomprensible, la repugnancia insólita.

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La huida inconstante, la seguridad incierta...

Hay ocasiones en las que un creador se siente, de pronto, ajeno a su tarea, extraño a su mundo de ficciones y decide alejarse por rutas imposibles, por veredas escabrosas, por trochas desconcertantes, todas ellas trazadas, sobre la propia biografía, con la caligrafía arbitraria de la rosa de los vientos. No quiere escribir, le repugna iniciar cualquier narración, cualquier obra de teatro, cualquier poema, y, como mucho, se refugia en la monografía, la recensión o la efusión confidencial, como la presente, que ni siquiera admite ser catalogada como expresión autobiográfica. Si siempre crear fue un reto que aceptaba con un entusiasmo eternamente reverdecido, hay ocasiones en las que el creador se aparta de cualquier impulso que pudiera ponerle en el camino absurdo de meterse en vidas ajenas con la suya propia por delante. No es tanto cansancio, propiamente dicho, como una leve repugnancia al compromiso, al esfuerzo, a la perseverancia que exige cualquier acto creativo. Hay autores que nunca hablan de lo que escriben, por miedo  a la playa rocosa donde ha de varar la nave tras la travesía descrita con pelos y señales a quienes es imposible que se hagan cargo de la aventura total. Hay otros, sin embargo, que no paran de hablar de ello, y acaban gafando lo bueno por venir con la expansión mediocre de lo revelado. Son dos extremos. Y son pocos los autores que evitan el movimiento pendular entre ellos. Algo está claro, para todos: cuanto más se revela de un proyecto, menos impulso físico se experimenta para culminarlo, para plasmarlo, incluso tal y como se ha explicado, sobre el terrible folio en blanco. El valor incomparable de un proyecto se mide, también, por el valor sepulcral del silencio en que se gesta. Ahora mismo me pasa a mí. Soy capaz de reconocer la importancia del mismo, su novedad, su originalidad, e incluso su trascendencia, en estos tiempos de relatos insustanciales, y soy incapaz al tiempo de volcarme física y mentalmente en él. Tengo miedo. Sí, también se le puede tener miedo a un relato que va creciendo como un parásito en nuestro cuerpo y se va haciendo con su control. Muy a menudo ignoro quien hay detrás del yo con el que suelo contestar mecánicamente cuando se me pregunta quién soy, en el interfono, en el teléfono o en cualquier otra situación semejante. No vivir en uno mismo es señal de enajenación, indudablemente, pero no se me oculta que el lugar donde habito, El Lazareto, y decir el título no sé si es haberlo revelado todo, es la expresión de la máxima cordura cordial. Con todo, ni una sola palabra he escrito al respecto, aun viviendo en ese espacio exterior a mí persona e interior al sueño de la razón. Y más allá de lo revelado hoy, aquí, tampoco diré jamás ni una palabra. Tengo por tesoro incomparable la posesión de un proyecto así, independientemente de que sea capaz de darle forma y sentido. Otros hay de los que he hablado con los famosos pelos y señales únicamente para gafarlos definitivamente, por la imposibilidad de competir, desde la escritura, con la fogosa oralidad entusiasta con que, ante escogidos interlocutores, levanté un edificio narrativo completo. Sí, son extraños los temores a la escritura de los escritores, pero convivimos con ellos cada día y bien sabemos todos que vencerlos tiene una épica de difícil comunicación, porque se confunde con el ámbito del "capricho", del reino indolente de las "ganas", e incluso con el desierto hostil de la pereza. Es visceral, de lo que hablo. Hay un correlato físico que se manifiesta en ciertas náuseas, en retortijones de vientre, en espasmos, en dificultades respiratorias, en una leve taquicardia, en sudor frío y aun hasta en ciertos sofocos que se confunden con la alergia colinérgica... No creo que haya seres vivos que teman más a las palabras que los escritores.

“La vida como es”, de Juan Antonio de Zunzunegui o la picaresca rediviva y recidiva.

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Trágica, emotiva y documental… La vida como es, de Zunzunegui, o un tercio de siglo de la vida madrileña antes de la proclamación de la Segunda República. 

Por uno de esos despistes de memoria que solo son atribuibles a la edad, al exceso de bagaje informativo y al despiste propio de quien atiende a tantas solicitudes como a las que la rosa de los vientos de su curiosidad  le impele, confundí, en una librería de viejo, a Juan Antonio Zunzunegui con Juan Eduardo Zúñiga, de quien leí con sumo placer Flores de plomo, una medida novela sobre la muerte de Larra. Por la fecha de la edición,1954, bien podía haber sido suya, pues Zúñiga se inició en el género de la novela en 1951, y por la concepción retórica de la obra, una recreación contemporánea de nuestra impagable picaresca clásica,  ambientada en Madrid, pues también. Como la he leído durante las vacaciones, no he hecho ninguna consulta sobre ella. Al acabar el libro, leí, sin embargo, la lista de las obras del autor y ahí fue cuando se me reveló el equívoco. Leer una novela de 676 páginas creyendo que es de un autor y caérsete la autoría por los suelos en la lista de obras del mismo de la página 678, al descubrir la peculiar división que el autor hacía de su obra entre novelas de pequeño tonelaje y novelas de gran tonelaje, supone una suerte de varapalo corrector que te deja con la estimativa al aire, hasta que te reacomodas, indagas y entonces reconoces cómo Azar, de nuevo, como siempre, tiene la última palabra que te favorece, como casi siempre que sus dictados ocultos han guiado tus actos. Pronto hará un par de años del pase por televisión en Historia del cine español de la película maldita de Fernando Fernán Gómez, El mundo sigue (1963, estrenada en 1965), un dramón  rodado en clave neorrealista y costumbrista, rescatando lo mejor del cine de Edgar Neville, que, tras un “silenciado” estreno dos años después de acabarse, fue reestrenada con todos los honores de tal en algunos cines en 2015. Hay quien la considera “la” película de Fernán Gómez, pero eso le hace notoria injusticia a muchas otras que figuran entre lo mejorcito de nuestro cine como El extraño viaje (1964) o El viaje a ninguna parte (1986), entre otras, y por poner dos ejemplos alejados en el tiempo para señalar la permanente lección cinematográfica de un director fundamental en la historia de nuestro cine. Bien, a lo nuestro. ¿De quién es la novela que Fernán Gómez con exquisita sensibilidad trasladó a la pantalla? Pues de Zunzunegui. Leyendo declaraciones de aquel entonces me he encontrado, sin embargo, con una que me revela lo acertado de mi azarienta elección: la novela que quería llevar al cine Fernán Gómez no era El mundo sigue, ¡sino La vida como es!, la que acabo de leer. ¿Por qué no lo hizo? Por la complejidad de llevar al cine un mundo coral lleno de mil historias a cual más interesante y, supongo, por la apología -aunque solo sea retórica- del mundo del hampa de barrio que hubiera supuesto en aquellos años la negativa total de la censura a que se exhibiera, amén de lo indecoroso de la vida de ciertos personajes que chocaría frontalmente con el clima moral que pretendía imponer la dictadura. La predilección de Fernán Gómez por la picaesca, que es la base temática y formal de la obra de Zunzunegui se reveló tiempo después en la serie que hizo para TVE, Los picaros. Para Fernán Gómez, Zunzunegui era un escritor falangista de primera hora, de los de antes, durante y después de nuestra Guerra Civil, cuyos ideales revolucionarios distaron mucho de lo que supuso el régimen franquista y  que, sin embargo, ha de encuadrarse entre aquellos escritores de dicha ideología que no se cegaron ante la realidad de la posguerra y supieron llevar a sus obras la vida como era, algo insoportable para un régimen que había fundamentado su existencia en la negación de la libertad de expresión, entre otras muchas negaciones. La vida apartada de Zunzunegui, su “reclusión” en la creación, garantiza la imparcialidad con que se asoma a la realidad de su época. Ignoro si tuvo una actitud disidente como Ridruejo y una intervención política, pero está claro que la visión de la realidad que aparece en La vida como es y El mundo sigue, no nos permiten formarnos de él una imagen de falangista complaciente con el régimen fascista de Franco, ¡ese mediocre iletrado!, que más me temo hubo de soportar, y no del todo cómodamente, porque a los productores de la película y al propio Fernán Gómez de poco les valió que, al presentar el guion de El mundo sigue, indicaran, destacadamente, que el autor era miembro de la Real Academia de la Lengua Española: lo acribillaron a recortes igualmente. De Zunzunegui podemos decir, pues, que era un autor “incómodo” para el régimen, aunque, repito, no tengo noticias de una actividad política o social públicamente adversa contra ese régimen. La visión de la vida que se desprende de La vida como es está muy influida por sus dos referentes literarios: Galdós y Baroja. Del primero toma la necesidad de ofrecer una visión lo más realista posible de la sociedad de su tiempo, algo que en La vida como es es evidente. Del segundo toma su visión nihilista de la sociedad y del ser humano, una suerte de pesimismo lúcido que se suma, además, a la herencia retórica de su paisano vasco, porque La vida como es, no puede definirse como una “novela dialogada”, pero la proporción de segmentos narrativos en la novela es tan exigua que bien podríamos considerarla así, como novela dialogada. El hecho de retratar, de modo naturalista, la vida, obras y milagros de las clases populares, y entre ellas el muy específico sector de los delincuentes de medio pelo, herederos de los frecuentadores del patio de Monipodio cervantino, permite asistir a una recreación verbal impresionante, no solo del castellano popular madrileño, sino, sobre todo, de un argot de la delincuencia del que Zunzunegui hace una exhibición con ribetes de virtuosismo, y con la delicadeza de ir traduciendo el vocabulario de germanías con total naturalidad en el curso mismo de los diálogos. Sale un diccionario de argot del generoso uso de esa retórica de la delincuencia, del mismo modo que es notable el uso de expresiones coloquiales que conforman un registro de expresiones prácticamente ya en desuso, a fuer de olvidadas por las generaciones actuales, en un proceso de adelgazamiento expresivo que compromete muy seriamente la riqueza del género que nos legaron las generaciones anteriores. Discípulo de la generación del 98, hay en Zunzunegui una sensibilidad lingüística impagable, lo que constituye un aliciente de primera magnitud para los lectores amantes no solo de las buenas arquitecturas narrativas, sino del generoso caudal léxico de nuestra lengua. La novela, divida en tres partes generosas en extensión, se centra en algunos personajes destacados alrededor de los cuales se va tejiendo ese tapiz popular de la vida madrileña del primer tercio de siglo al que pone punto final la proclamación de la República en 1931 o, dicho con la última frase de la novela: La revolución se abría a las puertas de aquel 14 de abril madura como un fruto pulposo. Esa alusión política específica que cierra la novela contrasta con una vida en la que en ningún momento, ni siquiera de refilón, ha hecho, la política, acto de presencia, como si los personajes, la gran mayoría populares, vivieran en una suerte de presente intemporal que “padece”, más que protagoniza, los cambios políticos de la naturaleza que sean. Con todo, es irónica la defensa de la monarquía por parte de los delincuentes que, para sobrevivir, necesitan de la tranquilidad y el orden, o, según ellos: Esto se pone mal, pero que muy mal para los chorizos. Lo primero que necesitamos pa trabajar con cierto fruto es orden; donde no hay orden y tranquilidad no tenemos nada que hacer nosotros. (…) El dinero es mu cobarde, y en cuanto olfatea el más pequeño lío en la licha -calle- se esconde y no sale… y uno no puede esperar semanas y semanas… a ver qué pasa. Lo que remacha “Epa”, Epaminondas, un genial filósofo de taberna: una gran capital sin gallofa y gente del bronce es como la leche pasterizada. (…) Por eso es monárquico el verdadero mangante, porque la monarquía es el orden y la tranquilidad, en la que pueden vivir todos los que necesitamos el oxígeno del orden, al que debemos un teoría sobre la frustración española digna de figurar en todas las antologías del pensamiento español: el español, desde que tiene uso de razón, se pasa la vida deseado una serie de cosas con la cabeza llena de ambiciones, pero sin poner de verdad la carne en el asador por ninguna, y claro, cuando le llega la sesentena y ve que no ha hecho nada y que la vida se le va, empieza a llenarse de malos humores y a despotricar y malsinar de los pocos españoles que se han metido en su casa, se han apretado los calzones y han hecho algo… (…) España es el país de los frustrados. El frustrado, o sea el que no dio lo que prometía, brota en España con más abundancia que las cucarachas en las cocinas pobres. (…) La ocupación del frustrado, en cuanto se da cuento de que lo es, consiste en disminuir, achatar y ensuciar al que sobresale. En los años que le quedan de vida no tendrá otra ocupación. Para eso tiene un arma terrible, que es la confusión. Su consigna es mezclar, embadurnar, llamar bueno a lo malo, y malo a lo bueno, exaltar lo mediocre… que nadie se entere de quién es quién… Como los frustrados aumentan en progresión geométrica, porque el niño prodigio, que es la crisálida del frustrado, empieza a abundar en el país más que las pulgas, llegará un día en que la densísima nube de los frustrados (…)acabará ahogando a los dotados que tienen ganas de hacer algo… y el país, con la gran alegría de los frustrados, acabará hundiéndose en la vulgaridad más selezta. (…) El frustrado se da lo mismo en las alturas que entre los encargados de retretes públicos. A veces es ministro, o escritor potudo, o pocero, o vendedor del “Zaragozano” en la Puerta del Sol. Porque la frustración se dan en todas las capas del aire. El frustrado es vanidoso como un cohete y maligno como una chinche hambrienta. El elenco de personajes que puebla La vida como eses de tal diversidad  y se dan cita tantas psicologías y biografías particulares que el autor, con maestría galdosiana y balzaciana, compone un fresco social impagable para conocer la historia por de dentro, esto es, esa intrahistoria que reclamaba Unamuno como la única y verdadera historia de nuestro país y de cualquier país: la historia protagonizada por la gente en la vida de cada día. Zunzunegui no escribe autocensurándose, y no tiene reparos en ofrecernos una visión del hampa popular que no excluye lo peor del mismo, ni tampoco ciertas lacras sociales o ciertas inmoralidades que la realidad de su tiempo, la del nuevo régimen franquista, quizá le podría haber impelido a evitar plasmar en su obra. Hemos de estarle agradecido. Es cierto que el carácter popular de la obra y la tendencia al sainete (del más alto nivel, sin embargo, e incluso cercano en algunas ocasiones al esperpento valleinclanesco) que se acusa en muchas de sus escenas pueden darles a los intelectores actuales poco escrupulosos la impresión de hallarse ante una obra “antigua”, algo “ajada”, “trasnochada”, quizás, “avejentada”. En modo alguno. El afortunadísimo título pretende reflejar la teoría del espejo a lo largo del camino de Stendhal. Realismo puro y duro, pero altamente estilizado, para una vida en la que abundan las tragedias, los desengaños, el dolor, el hambre, la miseria y otras muchas corruptelas sociales e individuales a cuya plasmación dedica el autor intensas y apasionadas páginas. Coincidir con Fernán Gómez en la estimación de esta obra lo considero un aval suficiente, un argumento de “autoridad”, ante quienes, conmigo, compartan la altísima opinión que de su obra tengo. Hay, yendo ya de lleno a la novela, tal galería de personajes que resulta poco menos que imposible hablar de todos y de cada uno de ellos como sus malhadadas biografías acaso exijan y merezcan. Empezaré por decir que quienes hayan visto el comienzo de Nueve reinas sintonizarán plenamente con el desarrollo de buena parte de la acción del libro, porque el cursillo teórico-práctico de las modalidades de delincuencia de aquellos años tiene una vertiente documental que se acerca, por la imbricación con la peripecia vital de los personajes,a un género tan de nuestros días como la docuficción o el falso documental, porque la sensación de realidad que consigue Zunzunegui a través de esas vidas dialogadas, que viven por, de y para la palabra, es extraordinaria. El famoso tranche de viedel naturalismo sería de perfecta aplicación a esta novela en la que un bar se erige en centro de relaciones vitales que ancla a él no pocas de las vidas difíciles que vamos a conocer. La pareja Benito-Encarna, con las aspiraciones de todo tipo de una mujer desengañada de su matrimonio constituirán uno de los polos de la novela. La vida de “El Cotufas” o “Cotufitas”, un espadista -desvalijador de pisos- con un matrimonio en que se consuma la tragedia del suicidio de la esposa, que no puede “retener” a su marido en el mundo de acá de la ley, porque su naturaleza delincuente se le impone, será otro de los núcleos fundamentales de la trama, sobre todo porque, la novela asiste al relevo generacional de El Cotufas por su hijo, a quien apodan El Yemitas o, como se le describe en la novela, con una gracia de sainete de lujo: Y va y sale esa maravilla del, ese Cajal en comprimidos…, cuyo arte y cuya vida, como es lógico, se nos sintetizan en la novela: El verdadero espadista es el que deja cerradas las puertas; butacas, mesas y sillas en su sitio; las alfombras extendidas; armarios y cómodas cerradas sin violencias; fregados los platos y cubiertos si ha comido en la casa, y la cama hecha si se ha echado la siesta. El verdadero espadista jamás tira una colilla sobre las alfombras, lo único que cambia de sitio por donde pasa él son las joyas, el dinero y objetos de valor, que tanto recuerda a la actuación del personaje fantasmagórico de Hierro 3, del poeta cinematográfico Kim Ki-duk. Cotufitas es, como Encarna, como Margot o como el jifero final que parece surgido de la mejor corriente lírico-absurda de las obras de Mihura o Jardiel, personajes redondos, portadores de una vida que, sin embargo, solo Epaminondas, el filósofo de taberna, ocioso por convicción, y contradictorio e incongruente como un Hermes antiguo (La verdad es que yo no sé qué es el bien, ni qué es el mal; solo sé lo que es la riqueza y lo que es la pobreza, de cuya desigualdad se originan todos los males de la tierra… Lo demás son zarandajas… Por eso no hay más que la vocación y el amor que se ponga en el trabajo. Y esto lo sostengo yo Epaminondas Rodríguez, que soy el primer vago de Madrid)  explica, como hemos leído, con una lucidez que no ha perdido vigencia. Veamos ahora, sin embargo, lo que dice el propio Cotufitas de sí mismo: Ahora, habiéndome nacido así como nací tarado por todas las esquinas, hijo de una madre golfa y un aristócrata sensual, sin más consuelo que el cielo arriba y la tierra abajo, ¿qué culpa tengo yo de mi vida y mis hazañas? Es muy bonito echarle a uno a este mundo como me echaron a mí para decirle luego: “¡Ojo, pollo!, que existen los Registros de la Propiedad y que hay una serie de principios morales y de normas y leyes que se deben acatar.” Venirme a mí en serio con esas zarandajas, a mí que soy hijo de todas las contravenciones morales, a mí que he sido vejado y hollado por todas las humillaciones y deshonores; a mí que no he tenido de verdad una madre y que escapé niño de ella por no sufrir más y porque la quería… y… ¡Qué sarcasmo más brutal es para mí la vida! (…) Recuerda ahora como en cuanto empezó a tenerse sobre los pies le prohibió que le llamase madre… porque la hacía a ella vieja, y ¿qué iban a pensar los señorones y señoritos que la visitaban si sabían que tenía un hijo…? Cuando le encontraban en la casa solía disculparse con una indiferencia glacial: “Es un sobrino, hijo de una hermana.” La novela, ya se advierte, nos muestra un retazo de la vida desgarrada de tantos y tantos destinos frágiles como se agitan en los derrumbaderos de la Historia, esos que se atreven, como Roque, en el momento de su muerte, a desafiar a Dios con toda la razón de su parte: El que puede que tenga que arrepentirse de algo es Nuestro Señor Jesucristo, de la vida tan pobre, triste y desgraciada que me ha dado, porque si es verdad, señor cura, que es todopoderoso… ¿por qué me ha dado esta vida tan miserable pudiéndomela haber dado un poquito mejor?Esta “colmena” de la delincuencia de poca monta, coincide en el tiempo con la otra, la que encumbró a Cela, y aunque entre ambas hay considerable distancia, la imagen que emerge de la posguerra española es, curiosamente, muy parecida a la que emerge de los estertores del reinado de Alfonso XIII, quizás porque, sea cual sea la circunstancia histórica, los tristes destinos de las vidas de los pobres son siempre iguales. Cela ya tenía escrita su novela cuando apareció La vida como es, por supuesto, pero como no se publicó en España hasta 1963, Zunzunegui -a no ser que tuviera relación personal directa con Cela, cosa que ignoro- realizó un esfuerzo creador casi simultáneo del del autor gallego. Y es curioso que un gallego y un vasco hayan retratado/diseccionado con tantos primores de médicos forenses la sociedad madrileña en dos momentos distintos de su historia. Como Zunzunegui describe la rivalidad entre los sañeros-birladores de las carteras, sañas, por diversas artes, de Valladolid y Madrid, a cuento de la supremacía en ese arte entre lo que se conoce como la escuela vallisoletana y la madrileña, ello da pie para leer no pocas defensas de “lo madrileño” hechas por los vecinos de Lavapiés, el epicentro de la acción dramática, con no poco entusiasmo terruñero. Sí, La vida como es es también “la” novela de Madrid de su autor, por más que, para trazar ese retrato, y teniendo en cuenta el género al que se acoge para hacerlo, la picaresca, se haya servido, en no pocas ocasiones, de una suerte de manual al estilo de los “madrileños vistos por sí mismos”, es decir, que el autor no ha renunciado a ciertos clichés a los que, sin embargo, dota de vida auténtica hasta integrarlos en el mundo total de la novela con toda naturalidad y eficacia narrativa. Las peripecias de Cielíncon El Sabueso, por ejemplo, renguistas de primera -desvalijadores de compartimentos de tren, rengue- desde el tejado de los vagones aprovechando que las ventanas están bajadas por la noche mientras duermen e introduciendo una espanda-una suerte de caña de pescar con gancho que descolgaba las pertenencias de los durmientes con habilidades de pescador profesional, constituyen un documento sociológico de primer orden, y un magnifico tramo de la novela, porque el solo hecho de imaginarse al niño agarrado por los tobillos por el adulto, a los 90km/h de aquellos trenes de carbón, asomado al peligro del vacío, intentando “pescar” los bienes ajenos, deja casi en mantillas al propio Lazarillo. Hay, en esa galería, ya digo, decenas de vidas que merecerían un comentario, como la de Doña Rosita, un homosexual gumarrero, que se dedica al robo de gallinas o, como con refitolera gracia se dice en la novela: Doña Rosita, el gumarrero [de gumas, gallinas] más hábil de todo Madrid. No es que las robase, propiamente; es que las enamoraba y se iban con él. El mismo que, crecido el botín, se marchaba a Barcelona, Bilbao o Valencia para, vestido de mujer, darse el gusto de seducir a hombres, sin llegar nunca hasta el final del engaño. Había prometido, sin embargo, que trasladaría a los intelectores algunas de las reflexiones de Epaminondas, el filósofo de taberna y vago de profesión, que me parecen vienen que ni pintadas para entender la idiosincrasia de buena parte de la población española y que han de servir de complemento necesario a las ya transcritas: La verdad es que Madrid, aun los que somos sus hijos y que tanto le queremos, tenemos que reconocer es una entelequia inventada y puesta en pie por políticos y escritores. La verdad es que este pueblo nuestro se levantó donde menos se debía levantar. Ni está junto al mar como Lisboa, que es la que debió de ser la capital de España en su tiempo… Ni tiene una gran industria para que pudieran vivir sus gentes menesterosas con decoro. Ni la atraviesa un gran río que le dé una huerta que le permita comer… En fin, que no tiene naa; por eso sigo sosteniendo mi tesis de que este es un pueblo de pícaros y de mendigos. Aquí, el que no manga, pordiosea…; el ochenta por ciento de las gentes de la Corte son chorizos y gente que vive del cuento, o mendigos… (…) Por eso Madrid es un lugarón sin personalidad y sin historia. Su historia es la de España y la de la monarquía española, y su personalidad es un zurcido hecho con el paño de las otras cuarenta y nuevo provincias. Todos los picaros y mendigos de España, que son legión, han venido y vienen a la Corte a hacer carrera, ya que la Corte de los milagros siempre ha sido uno de los pocos pueblos del país donde se puede vivir sin trabajar, ora con las artes de la truhanería, ora con la del pedigüeño y la limosna, porque las ubres del Estado son de láctea pingüedinosidad… Atentos a los neologismos hermosos como el que cierra la teoría de Madrid, que son, realmente, marca de la casa, juntamente con el uso de ciertos vocablos de los que “ya no se tiene memoria” como  gusarapienta, Le dio un pasagonzalo en una mejilla entre amistoso y despectivo, una cara redonda y papujona, Andaloteros, ¿Pero tan atocinada estás por ese hombre?Después de pasar la lengua por la nema del sobre se dio con la mano un golpe en la frente…“Cielín”, hijo, que es tarde y tu padre se cae de carpantaConviene saber que “nema” es  el borde o sello del sobre. La palabra procede del latín y del griego nema, ‘hilo’, porque las cartas se cerraban con hilo antes de lacrarlas. Ni falta hace que traiga a esta crítica muestra alguna del argot que preside la novela con una generosidad propia de quien se ha documentado hasta extremos inverosímiles antes de embarcarse en la recreación de un mundo que tiene sus propias leyes dentro de las leyes generales de la sociedad, por más que, como ya hemos visto, la ley y el orden son imprescindibles para que los ladrones puedan sobrevivir, del mismo modo que un gracioso personaje -Agapito. el primer hombre-anuncio de Madrid, quien al anunciar la película Fabiola, salió vestido de romano y a quien unos graciosos desnudaron en plena calle, dejándole en bolas en la Gran vía; el mismo que abandonó los anuncios y se puso de  ciego de nacimiento, de ocho de la mañana a ocho de la noche , en la puerta de San Ginés , y a quien el tabernero le propuso: -¿Por qué no te decides a trabajar de verdad? -Amos, qué bromas más pesadas se te ocurren, recibió por respuesta.- se queja de esa misma República porque: Sí… No falta más que empiecen a asustar a las beatas y a cerrar iglesias, que es lo que suelen haces estos mamones de revolucionarios en estos casos… y a ver de qué vivimos los ciegos de nacimiento… -exclamó Agapito, convencido. Aunque la novela es fundamentalmente dialogada, lo que la provee de una evidente y necesaria agilidad, dada su extensión, aquí y allá el autor nos va regalando pinceladas maestras de un estilo lleno de lirismo que entronca con lo mejor del Esperpento y, en parte, dada la temática del libro, con un leve aire lorquiano que es de agradecer. El marido, que la sintió venir, se encogió como un erizo, y llenóse de una tristeza infinita. “Todo se ha consumado, pensó, y le ganó la sangre una desolación inmensao En la calle sórdida y ascosa, una luna menguante ponía su moribunda plata en unos mustios geranios rojos aprisionados por cuatro tables en un viejo balconcilloo Y ver quedarse la tarde empapelada de oros, malvas y cinabrios, fría como un sorbete, en la que se mezcla lo lírico y lo popular a partes desiguales. Hay pocas referencias literarias en la novela porque los personajes no dan de sí para traerlas a cuento, aunque, por la parte de las artes no escritas, es graciosísima la secuencia narrativa en la que Cotufitas es llevado por su mujer, cuando se ha “regenerado” y se ha hecho representante de un juguetero catalán, al museo del Escorial y no soporta la contemplación de tanta obra de arte que se le aparece como una tentación total para un “desvalijador” profesional como él, “temporalmente retirado de la circulación”. Una es de Voltaire, y las otras dos son, por un lado de Ramon Gómez de la Serna, a quien se refiere elípticamente el autor como “ha dicho alguien”, al incorporar a su texto la definición de “piropo”: “Un madrigal de urgencia”, greguería muy propia de Ramón; y la otra, bastante más rebuscada y traída algo más que por los pelos en una conversación en la que es difícil ponerla en labios del personaje en quien la pone, Margot, es de Josep Pla: ¿Quién fue el que dijo eso de. “Diversidad, sirena del mundo”? En la novela, obviamente, nadie le responder, pero la indagación pertinente revela que fue Josep Pla en “Lo que se lee. Novela de aventuras” que forma parte del volumen Notas sobre París. ¡Ah, Margot!, de repente le vienen a uno enormes ganas de ponerse a contar la tristísima historia de una madre rechazada por su hijo desde los dieciséis años con una determinación absoluta. La historia de Margot y de su final con el Jifero que, para compensar el daño deletéreo de su oficio, se ha vuelto un profesional de la “evasión”: ] La felicidad está en la evasión, convénzase; usted no ha sabido evadirse a tiempo y eso es lo que la pierde… Ha consentido que la realidad la coma y la invada, y ese es su mal y esa es su tragedia. No solo la de Margot, porque esa es la tragedia, prácticamente, de la totalidad de los personajes de la novela: están invadidos de realidad pura y dura. Y el intelector haría bien en empapuzarse en ella. No emergerá descontentadizo, espero.

La creación a dos manos: “Los que aman, odian” de Silvina Ocampo y Bioy Casares

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 Ejercicio literario del maestro y la discípula aventajada: Los que aman, odian* o la novela policíaca de profundo aliento literario.

Se trata de un rareza bibliográfica, sin duda, porque la propia relación entre Silvina Ocampo y Bioy Casares sí que hubiera dado, sin duda, para una buena novela autográfica de fuste, y no en colaboración precisamente. Escribir a dos manos implica que, salvo información honesta procedente de ambos, nunca se sabe dónde acaba un ingenio y dónde comienza el otro, o, al revés, a quién han de atribuirse los fallos clamorosos de la historia, los tiempos muertos o la inconsistencia de lo narrado. Estamos, pues, sobre todo, ante un juego literario en un terreno, el de la novela policiaca, propenso a cierta experimentación. Antes de seguir con estos comentarios, permítanme que haga una tímida interpretación del título, porque esa coma aparentemente absurda entre el sujeto y el predicado acaso quiera indicar una elipsis del tipo “es evidente que también”, por ejemplo. La creación del protagonista principal, Humberto Huberman, enseguida nos transporta al mundo de las referencias literarias, porque remite al Humber Humbert de la Lolita de Nabokov. El exquisito Humberto es un médico y humanista, amante de alejarse del mundanal ruido, que quiere aislarse en un hotel de provincias, lejos de Buenos Aires, donde poder dedicarse con provecho y placer a un delicado encargo que, por su condición de guionista, le había hecho la Gaucho Film, Inc: adaptar el Satyricon de Petronio al cine. La novela es de 1946; Fellini llevó su versión al cine -un prodigio cinematográfico- en 1969. Desde el comienzo de la historia, el narrador, lo mejor del relato -humilde admisión del error garrafal en la determinacion lógica del culpable de asesinato incluida- nos pone sobreaviso de la necesidad de no dejarnos llevar por la ficción: ¿Cuándo renunciaremos a la novela policial, a la novela fantástica y a todo ese fecundo, variado y ambicioso campo de la literatura que se alimenta de irrealidades? ¿Cuándo volveremos nuestros pasos a la picaresca saludable y al ameno cuadro de costumbres? No es lo que hacen Ocampo y Casares, está claro, porque la novela se ciñe escrupulosamente a la novela policiaca -fue publicada, además, en una colección “clásica” del género, El séptimo círculo, dirigida por Borges y Casares-, pero es evidente que la situación que da pie al suceso criminal sí que puede incluirse, muy laxamente, en lo que el narrador denomina “cuadro de costumbres”. El protagonista, persona solitaria que busca la soledad de un remoto hotel perdido en una playa casi inaccesible, propiedad de unos parientes suyos, se instala en él y no renuncia a participar en esa vida mínima de los hoteles de pocas habitaciones en un lugar casi escondido, como si de la típica vida de pensión se tratara. La trama en sí, una trágica rivalidad entre dos hermanas, lo que hace derivar las sospechas enseguida hacia la que permanece viva, quien, posiblemente la haya envenenado con estricnina, no es, como suele suceder en tantas novelas del género lo que más capta la atención del lector, atento, en este caso de un protagonista tan exquisito a sus reacciones ante ese mundo reducido de los huéspedes en un espacio agreste, hostil cuya importancia se pone de manifiesto desde el comienzo, cuando una de las hermanas se mete mar adentro y no puede volver a la playa por las fuertes corrientes. El carácter urbano del personaje queda reafirmado enseguida, para que obre en la obra del lector la disonancia, el contraste: La vida en la ciudad nos debilita y nos enerva de tal modo que, en el shock del primer momento, los sencillos placeres del campo nos abruman como torturas. Ese mismo que reconoce, con enfática pedantería: ¡Con qué admirable docilidad reacciona un organismo no violado por la medicina alopática! , para indicar lo reconstituyente que es en el organismo un vaso de chocolate frío. La mirada del protagonista tiene que enfrentarse, a lo largo del relato al contacto con ciertas realidades artísticas que salen del ámbito de su competencia directa, evaluar unas pinturas y unas interpretaciones pianísticas, de lo que sale airoso porque todo lo cultural, cuando no sofoca la vida, es de mi incumbencia. Es evidente que en el ejercicio de penetración psicológica que supone una trama centrada en un asesinato, la colaboración entre ambos esposos debió de permitir intuir ciertas experiencias de sus propias vidas, trasmutadas aquí en reflexiones de cuya acertada propiedad no se puede dudar: Hay todavía un tratado por escribir sobre el llanto de las mujeres; lo que uno cree una expresión de ternura es a veces una expresión de odio, y las más sinceras lágrimas suelen ser derramadas por mujeres que solo se conmueven ante sí mismas. Dentro de ese análisis ni siquiera el propio personaje escapa a la contemplación del narrador, de quien se escinde con esa facilidad asombrosa de quien, narrador de lo que le rodea, se ve a sí mismo en esa situación costumbrista desde fuera: La experiencia me ha enseñado que personas sin ninguna cultura y normalmente incapaces de construir una frase, urgidas por el dolor dicen frases patéticas. Me pregunté cómo se desempeñaría Humberto Huberman, con toda su erudición, en circunstancias análogas. La reflexión, inevitable, entre la ficción y la literatura para concederle estatus de realidad a lo que se narra forma parte del juega metaliterario constante en la novela, y de ahí el fracaso estrepitoso del narrador cuando se trata de arriesgar una solución definitiva del misterioso crimen de una de las dos hermanas: En las novelas (para volver a la literatura) los funcionarios policiales son personas infaliblemente equivocadas. En la realidad son algo mucho peor, pero no suelen fracasar, porque el delito, como la locura, es fruto de la simplificación y de la deficiencia. Que quede claro, sin embargo, que la novela no rehúye su condición de libro de misterio en torno a un crimen en apariencia sencillo de resolver, y que las elucubraciones teóricas solo sirven para amenizar el relato, no para dar al lector el gato por liebre de una excursión abstracta en vez de un asesinato concreto. Que en ese relato, dada la condición del narrador, aparezcan joyas aforísticas no es algo que se le pueda reprochar: Nuestra adhesión a la vida se mide por la intensidad  de nuestras pasiones, máxime cuando Bioy Casares es un consumado creador de aforismos, como es bien sabido. La novela sabe, muy al estilo de los clásicos del género, jugar con unos personajes en un espacio aislado e ir diseminando los motivos hasta encontrar una solución que sorprende al lector, no tanto por lo inesperado de la resolución cuanto por cierto rebuscamiento en la selección del autor y del móvil del mismo. Estamos ante una obra menor, tratándose de Bioy Casares, sin duda, pero su levedad y el excelente pulso narrativo de la sincronizada pareja la hace lo suficientemente amena como para pasar un buen rato con su lectura.

*Recién acabo de poner el  título en Google para buscar la ilustración de la entrada  me entero de que el año pasado se estrenó una adaptación cinematográfica de la novela, dirigida por Alejandro Maci. Pues ya sé lo que me toca…

Segunda serie de "Los episodios nacionales", de Benito Pérez Galdós.

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El magisterio de la intrahistoria: la Historia en carne y hueso, en idea y emoción, en aventura y condena. Desde el absolutismo de Fernando VII hasta las guerras carlistas: pasaron años que nos hicieron más ciegos y tristemente lúcidos…

Es difícil sustraerse a la vorágine de los tiempos políticos que marcan tanto la vida de los ciudadanos, sobre todo  cuando, como es mi caso, lo que intento es redactar una noticia informativa y explicativa sobre la Segunda serie de  Los episodios nacionales; dificultad que aumenta si lo que actualmente está en juego es algo tan profundamente español como un pronunciamiento, en versión civil, que atenta, desde el gobierno catalán, contra la Constitución de 1978, con la pretensión de declarar Cataluña un estado independiente. No se trata’ como es fácil adivinar, de un conflicto administrativo, sino de un intento de golpe de estado que, apelando a un nacionalismo identitario y de marcado carácter xenófobo y reaccionario, ha dividido a la sociedad catalana en dos grupos sociales muy marcados y de desigual extensión, porque, como ya se plasmó con motivo del referéndum secesionista del 9N del pasado año, donde las votaciones se alargaron 15 días y en las que votaron los menores de 16 años, el porcentaje de secesionistas raspa el 30% de la población de Cataluña, un cantidad a todas luces insuficiente para pretender arrogarse la representatividad de toda la ciudadanía catalana. En estos últimos días de conflicto, en que se ha querido hacer un nuevo referéndum, esta vez con la intención de, fuera legal o no y sin atender a porcentajes representativos de votación y mucho menos del número de votos afirmativos en función de la totalidad del censo, proclamar la República catalana, hemos asistido a una rebelión preparada con minuciosidad para oponerse a la prohibición legal que nos ha alertado de la naturaleza del disparate político que supone violar una orden del Tribunal Constitucional que ha declarado ilegal el referéndum, y haber realizado unas votaciones chapuceras que en modo alguno pueden ser consideradas, ni siquiera en un país bananero como ejemplo de democracia con garantías. A pesar de todo, el President nombrado a dedo por su predecesor -quien a su vez fue obligado a dimitir para mantener el apoyo minoritario de la CUP (un grupúsculo antisistema) al Gobierno en el Parlamento, y sin el cual nada de cuanto pretenden es viable parlamentariamente-; a pesar de todo ello, digo, el PresidentPuigdemont ha proclamado la independencia para suspenderla 8 segundos después de haberla proclamado, y en esas estamos. Y aquí es donde entrar en la Segunda serie de la magna obra de Galdós nos permite comprobar que no estoy leyendo la intrahistoria del pasado, sino la de un presente elástico que parece abarcar muy diferentes épocas, salvando los detalles circunstanciales de cada época. Galdós no solo se anticipó a Unamuno, con ese concepto de la intrahistoria al que acabo de aludir, sino también a Baroja, porque, sin convertirlo en personaje central de ningún libro de la Segunda serie, Aviraneta, el conspirador, sí que adquiere un relieve notable, y Galdós lamenta que fueran de tan corto alcance sus intrigas, porque veía en él a quien hubiera podido ser el gran diplomático europeo del siglo XIX. Lo primero que sorprende al lector de esta segunda serie es haber perdido la compañía, ya casi entrañable, de Gabriel Araceli, de quien hemos visto su evolución humana y política a lo largo de los ocho episodios anteriores, y encontrarnos, de hoz y coz, con un nuevo narrador cuyas inclinaciones absolutistas chocan de frente con el tibio liberalismo de Araceli y su honestidad a prueba de bombas, amén del valor y otras cualidades que ya glosaron con acierto Miss Fly y Amaranta. Después del primer volumen de la Segunda serie, en el que toma la palabra un narrador sin filiación alguna, emerge, en el segundo, Memorias de un cortesano de 1815, la figura de Juan Bragas Pipaón, un trepa que, al amparo de un protector noble, va escalando en la estructura endeble de la Administración desballestada de Fernando VII. De forma paralela, aparece el gran protagonista de esta segunda serie o, al menos, aquel a través de quien parece ver Galdós la realidad española de entonces: Salvador Monsalud , un joven enamorado que será rechazado por su novia, Genara, por su condición de afrancesado a las órdenes del rey nombrado por los invasores. Repárese en el simbolismo del nombre, porque es técnica que Galdós usará profusamente en toda su novelística: Salvador y Mi salud, porque sus diagnósticos sobre la realidad española son los propios del mismísimo  Galdós y los de cualquiera que tenga un mínimo de sentido común y amor por el prójimo. Hay, por tanto, una trama amorosa que arranca con un desengaño de su enamorada y una huida, la del propio Bonaparte, de España. Se narra la huida del Rey y el saqueo de las obras de arte que pretendieron llevar a cabo. Como dice el narrador: Aquella gente, hasta la historia nos quiso quitar. A través de los diferentes libros de esta Segunda serie asistiremos a la consolidación del absolutismo de Fernando VII, a la irrupción del trienio liberal y al aplastamiento del mismo por obra y gracia de la ayuda internacional, los famosos cien mil hijos de San Luis, y al intento de golpe ultraabsolutista del hermano de Fernando VII, don Carlos, quien reclama la corona al morir el rey sin heredero varón, por más que Fernando VII cede sus derechos a su hija Isabel II, de quien su madre, María Cristina, será la regente hasta la mayoría de edad de la reina. El chaqueterismo, expuesto maravillosamente en La segunda casaca, es una práctica españolísima a la que nuestra actual democracia ha bautizado como transfuguismo, por más que el sentido peyorativo del concepto lo encarna mucho mejor el concepto popular “chaqueterismo”. “Cambiar de casaca”, pues, es nadar a favor de la corriente. Para este episodio, el narrador aduce que ha llegado a su conocimiento un manuscrito con las memorias de Juan Bragas, quien, a través de los sucesivos cambios de nombre, Juan Bragas de Pipaón (su lugar de nacimiento) acabará dando el cambiazo y quedándose solo con Juan Pipaón, olvidando las bragas cacofónicas y cacosemánticas. El personaje, una auténtica creación de esas en las que se especializó Galdós como el novelista de genio que fue, nos ofrece un curso completo de adaptación al medio político a partir de la ausencia de principios y la carencia casi total de fundamentos éticos.  A través de él y de Monsalud -que evoluciona de afrancesado a sueldo del rey Bonapare a liberal encendido- nos paseamos, en El Gran Oriente, por una llamativa realidad de la época, la consolidación de la masonería en España, traída por los franceses, si bien el narrador anónimo que nos guía más parece describir a modo de burla una realidad llena de puerilidades y extravagancias que tocan, no poco, con el infantilismo propio de las personas que nunca parece abandonarnos del todo. Repasa sus reuniones, sus grados, sus ritos y, sobre todo, su lenguaje, del que hallamos aquí una excelente y divertida muestra. Aficionado a la técnica cervantina del manuscrito encontrado, Galdós se inventa no solo las memorias de Pipaón, sino, sobre todo las de Genera, la novia de Salvador, que luego se casó con su rival, el hijo del guerrillero Garrote, Carlos, hermanastro, sin saberlo casi hasta el final, de su rival Monsalud. Genara se convierte, por su empuje e inteligencia en algo así como en una Mata-Hari absolutista que se infiltra en cenáculos conspiradores de todo tipo, y que no pierde nunca de vista su objetivo: recuperar a Salvador, por más que él la haya desdeñado y acabe uniendo su destino al de Soledad, la hija del oidor con cuya mujer Salvador tuvo una aventura después de ser salvado por iniciativa de ella al ser derrotada la “corte” que acompañaba en su retirada de España al Rey José Bonaparte. A lo largo de la serie, lo más triste, desde la perspectiva actual, es la casquivana frivolidad del liberalismo fanfarrón de algarada y eslogan que sucumbió ante los arraigados valores tradicionales de un pueblo que aún hacía suyo el grito de ¡Vivan las caenas!con que se saludó el regreso de Fernando VII. En ese proceso de recuperación y pérdida del liberalismo de la Constitución de Cádiz de 1812 tiene desempeño importante, en la narración, los hechos y dichos de un maestro de escuela, Patricio Sarmiento, cuyo retrato, que me permito incorporar ahora mismo, sin más dilación, es una joya descriptiva de muchos quilates. Patricio Sarmiento, resistente en el absolutismo y activista en el trienio liberal, es un maestro de escuela, un dómine liberal y entusiasta, prefiguración del Instituto Libre de Enseñanza, y en cuyo retrato resuenan los ecos barrocos del famoso dómine cabra y otros: La escuela quedó en un instante vacía, y don Patricio Sarmiento salió a la puerta de la calle. Sesenta años muy cumplidos; alta y no muy gallarda estatura; ojos grandes y vivos; morena y arrugada tez, de color de puchero alcorconiano y con más dobleces que pellejo de fuelle; pelo blanco y fuerte, con rizados copetes en ambas sienes, uno de los cuales servía para sostener la pluma de escribir sobre la oreja izquierda; boca sonriente, hendida a lo Voltaire, con más pliegues que dientes y menos pliegues que palabras; barba rapada de semana en semana, monda o peluda, según que era lunes o sábado; quijada tan huesosa y cortante que habría servido para matar filisteos y que tenía por compañero y vecino a un corbatín negro, durísimo y rancia, donde se encajaba aquella como la flor en ele pedúnculo; un gorrete, de quien no se podía decir que fuera encarnado, si bien conservaba históricos vestigios de este color, la cual prenda no se separaba jamás de la cúspide capital del maestro; luenga casaca castaña, aunque algunos la creyeran nuez por lo descolorida y arrugada; chaleco de provocativo color amarillo, con ramos que convidaban a recrear la vista en él como un ameno jardín; pantalones ceñidos, en cuyo término comenzaba el imperio de las medias negras, que se perdían en la lontananza oscura de unos zapatos con más godos y promontorios que puntadas y más puntadas que lustre; manos velludas, nervudas y flacas, que ora empuñaban crueles disciplinas, ora la atildada pluma de finos gavilanes, honra de la escuela de Iturzaeta; que unas veces nadaban en el bolsillo del chaleco para encontrar la caja de tabaco, y otras buceaban en la faltriquera del pantalón para buscar dinero y no hallarlo… Tal era la personalidad física el buen Sarmiento. Siguiendo esa dialéctica básica galdosiana de mostrar los puntos de vista opuestos, como el buen periodismo, que fue su escuela, enseña, Sarmiento no puede dejar de tener un maestro rival, Naranjo, quien es un poco y un mucho servilón, hombre forrado en oscurantismo y encuadernado en intolerancia, amigo de los enemigos de la Constitución, indiferente en efigie, pero absolutista en esencia, con vislumbres de persa vergonzante y amagos de realista monacal. Es un resabio castizo español, que siempre se mueve en clave binaria, porque, instalada y consolidada la masonería, cuya importancia aún llega a los tiempos de la II República, no tardó en florecer una asociación secreta rival, Los comuneros, algo así como una versión “nacional” de la afrancesada masonería. Se trataba de una reacción desde el ámbito revolucionario y liberal pero con un acentuado nacionalismo español. Comunero fue Rafael del Ruego, por ejemplo, quien ocupó posición estelar en la gestación y consolidación del trienio liberal al que siguió, sin embargo, una feroz represión que dio con su propia vida en la horca, tras una retractación pública que pasa por ser uno de los grandes emblemas de la falsedad histórica, un documento, pues, a cuyo pie estampó su firma mediante la coacción y la tortura. Digamos que en ese trienio liberal, esperanza de los desposeídos, lo que sobró fue agitación ideológica y faltaron medidas paliadoras de la enorme miseria extendida entre las capas populares. En este periodo entre la Guerra de la independencia y la Primera guerra carlista, poco antes de caer derrotado el Trienio liberal, tiene lugar ese chusco episodio de la renuncia forzada de Fernando VII a la corona para poder ser trasladado, contra su voluntad, de Sevilla a Cádiz, lo que se pudo hacer por la fuerza,  porque las Cortes lo desposeyeron de la corona declarándolo loco y lo llevaron hasta Cádiz, donde se volvieron a reunir las Cortes para devolverle la salud mental perdida y restaurarlo en el trono de España. Las extravagancias españolas no acaban ahí, está claro, porque la rebelión de Los apostólicos, ultraconservadores a la derecha del propio monarca absoluto, lograron declarar una Regencia y tuvieron contactos internacionales con las cortes de Europa… ¡Ya quisieran los independentistas catalanes de hoy disponer de los contactos internacionales de que disponían aquellos bárbaros fanáticos del inminente carlismo que se iba a apoderar de media España, sumiéndola en una guerra fratricida de cuyas heridas aún, visto lo visto, aún no nos hemos recuperado. Es curioso, con todo, que de todos los volúmenes de esta serie, acaso el más flojo de todos con diferencia sea el dedicado a los “apostólicos”, centrado en Cataluña, territorio proclive al más acendrado conservadurismo social y político, por más que, un Monsalud de nombre cambiado, en funciones de correo de la conspiración permanente de los liberales, anime algo la acción final, en la que se describe un episodio, el del incendio de una iglesia con muchos de los habitantes del pueblo dentro, hombres, mujeres y niños, cuya resolución por parte de los “apostólicos” cae de lleno en la más salvaje de las crueldades. Los planteamientos del enfrentamiento entre reaccionarios y liberales está claro en la posición del padre de Monsalud, quien, detenido como guerrillero que era, no le revela a su hijo, de quien recibe la pistola caritativa para suicidarse antes de que los franceses lo maten deshonrándolo, que está ayudando a morir a su padre. Su posición marca los límites de una ideología de la de Temis nos ampare: Hay un mal grave, señores, un mal terrible, al cual es preciso combatir. (…) ¿Qué mal es este? Que los franceses han traído acá la idea de cambiar nuestras costumbres, de echar por tierra todas las prácticas del gobierno de estos reinos, de mudar nuestra vida, haciéndonos a todos franceses, descreídos, afeminados, badulaques, tontos de capirote y eunucos. (…) Pero todavía existe una canalla peor que la canalla afrancesada, pues estos al menos son malvados descubiertos y los otros hipócritas infames. ¿Sabéis a quién me refiero? pues os lo diré. Hablo de los que en Cádiz han hecho lo que llaman la Constitución y los que no se ocupan sino de nuevas leyes y nuevos principios y otras gansadas de que yo me reiría, si no viera que este torrente constitucional trae mucha agua turbia y hace espantoso ruido, por arrastrar en su seno piedras y cadáveres y fango. (…) Hoy voy a combatir contra los franceses y mañana contra los afrancesados que son peores, y después contra los llamados liberales que son pésimos. Aún podemos oír en esta Segunda serie un juicio de Araceli que está próximo a lo que su relevo narrativo, Monsalud, piensa: Cuanto puede denigrar a los hombres, la bajeza, la adulación, la falsedad, la doblez, la vil codicia, la envidia, la crueldad, todo lo acumuló aquel sexenio en su nefanda empolladura, que ni siquiera supo hacer el mal con talento. (…) Para buscarle pareja [a la monarquía del 14] hay que acudir a la atrocidades grotescas del Paraguay, allí donde las dictaduras han sido sainetes sangrientos y han aparecido en una misma pieza el tirano y el payaso. Aun a fuer de prolijo, no me voy a censurar traer a esta recensión que nadie leerá un breve resumen del pensamiento de Monsalud que transcribe, palabra por palabra el propio de Galdós y de cualquiera con un mínimo de sensatez: Yo he creído siempre lo mismo, y mucho me temo que, aun después del triunfo, sigan pareciéndome las cosas de mi país tan malas como antes. Esto es un conjunto tan horrible de ignorancia, de mala fe, de corrupción, de debilidad, que recelo que esté el mal demasiado hondo, para que lo puedan remediar los revolucionarios. (…) He observado este conjunto en que se revuelven, sin poderse unir, la grandeza de las ideas con la mezquindad de las ambiciones; (…) he concluido afirmando que los males que pueda traer la revolución no serán nunca tan grandes como los del absolutismo. Y si lo son -continuó desdeñosamente- bien merecidos los tienen. Si esto ha de seguir llevando el nombre de Nación, es preciso que en ella se vuelva lo de abajo arriba y lo de arriba abajo, que el sentido común ultrajado se vengue, arrastrando y despedazando tanto ídolo ridículo, tanta necedad y barbarie erigidas en instituciones vivas; es preciso que haya una renovación tal de la patria, que nada de lo antiguo subsista, y se hunda todo con estrépito, aplastando a los estúpidos que se obstinan en sostener sobre sus hombros una fábrica caduca. (…) La desgracia abre los ojos, y la desgracia en países que son una perpetua lección para el nuestro es la mejor maestra que se conoce. Y ojo a esta pieza antológica que parece escrita teniendo en cuenta el comportamiento de nuestras fuerzas políticas actuales: Nosotros somos muy torpes: confundimos deplorablemente la conspiración con la revolución; creemos que la connivencia de unos cuantos hombres de ideas es lo mismo que el levantamiento de un país, y que aquello puede producir esto. Vemos el instantáneo triunfo de la idea verdadera sobre la falsa en la esfera del pensamiento, y creemos que con igual rapidez puede triunfar la acción nueva sobre las costumbres. Las costumbres las hizo el tiempo con tanta paciencia y lentitud como ha hecho las montañas, y solo el tiempo, trabajando un día y otro, las puede destruir. No se derriban los montes a bayonetazos. (…) Aquí no hay más que absolutismo, absolutismo puro arriba y abajo y en todas partes, La mayoría de los liberales llevan la revolución en la cabeza y en los labios, pero en su corazón, sin saberlo se desborda el despotismo. ¿Adónde lleva un pensamiento semejante, tan arrebatadoramente lúcido? Pues al desclasamiento, no hay otra. Cuando el justo medio es el medio donde uno está solo, está claro que puede darse por muerto para la realidad y ha de refugiarse bien en la discreta vida familiar, bien en la vida de estudio, ¡y aun hasta en el claustro de un convento!: “Aquí no es, aquí no es, aquí no es”. En toda mi vida no oiré sino estas desesperantes palabras. “Aquí no es”, me dijo Genara. “Aquí no es”, me dijo el partido jurado. “Aquí no es”, me dijo la emigración. “Aquí no es”, me dijo la patria. “Aquí no es”, me dijeron las logias del año 19. “Aquí no es”, me han dicho los liberales de ahora. “Aquí no es”, me acaba de decir Andrea. NO es en ninguna parte, y yo moriré de cansancio y fastidio en medio del camino. ¡Maldita sea la hora en que nací! Hijo soy del crimen, y la expiación de él tomó carne y vida en mi persona miserable… ¿Por qué soy tan distinto de los demás, que en ninguna parte encajo? ¿Por qué ningún hueco social cuadra a mi forma? Mejor es desbaratarse y morir, ¡Dios mío! que estar siempre de más. De hecho, y ahora que transcribo la cita me ha venido a la memoria enterito el libro de Goytisolo, Telón de boca, en el que se manifiesta una sensibilidad exactamente como la reflejada en la atormentada vida de Salvador Monsalud. Sirva, para acabar lo que sería una exposición interminable de los jugosos juicios, narraciones y descripciones que contiene esta segunda serie, otro juicio apodíctico de Monsalud: Por desgracia nuestro país no es liberal ni sabe lo que es la libertad, ni tiene de los nuevos modos de gobernar más que ideas vagas. Puede asegurarse que la libertad no ha llegado todavía a él más que como un susurro. Es algo que ha hecho ligera impresión en sus oídos, pero que no ha penetrado en su entendimiento ni menos en su conciencia. No se tiene idea de lo que es el respeto mutuo, ni se comprende que para establecer la libertad fecunda es preciso que los pueblos se acostumbren a dos esclavitudes, a la de las leyes y a la del trabajo. A excepción de tres docenas de personas…, no pongo sino tres docenas…, los españoles que más gritan pidiendo libertad entienden que ésta consiste en hacer cada cual su santo gusto y en burlarse de la autoridad. En una palabra, cada español, al pedir libertad, reclama la suya, importándole poco la del prójimo… No acabo, sin embargo, sin señalar que aquí terminaba Galdós su impulso histórico y ponía fin a LosEpisodios nacionales, dejando la continuación de los mismos a quien se viera con fuera para hacerlo, y reservándose él el uso de ciertos personajes, hijos de su imaginación, para sus obras contemporáneas. Los malos tratos con los editores llevaron a Galdós, que había cerrado su proyecto narrativo con Esta Segunda serie a continuarla más adelante, adentrándose en ese horror fratricida que fueron las guerras carlistas. A título anecdótico, no está de más recordar cómo “cerraba” narrativamente Galdós un esfuerzo creativo que le agotó y que dio por acabado, ignorando, sin duda, que lo habría de continuar: Basta ya.
Aquí concluye el narrador su tarea, seguro de haberla desempeñado muy imperfectamente, pero también de haberla terminado en tiempo oportuno (váyase lo uno por lo otro) y cuando el continuarla habría sido causa de que las imperfecciones y faltas de la obra llegaran a ser imperdonables. Los años que siguen al 34 están demasiado cerca, nos tocan, nos codean. Se familiarizan con nosotros. Los hombres de ellos casi se confunden con nuestros hombres. Son años a quienes no se puede disecar, porque algo vive en ellos que duele y salta al ser tocado con escalpelo. Quédese, pues, aquí este largo trabajo sobre cuya última página (a la cual suplico que me sirva de Evangelio) hago juramento de no abusar de la bondad del público, añadiendo más cuartillas a las diez mil de que constan los Episodios Nacionales. Aquí concluyen definitivamente estos. Si algún bien intencionado no lo cree así y quiere continuarlos, hechos históricos y curiosidades políticas y sociales en gran número tiene a su disposición. Pero los personajes novelescos, que han quedado vivos en esta dilatadísima jornada, los guardo como legítima pertenencia mía, y los conservaré para casta de tipos contemporáneos, como verá el lector que no me abandone al abandonar yo para siempre y con entera resolución el llamado género histórico.

Galdós se niega a continuar con años tan próximos a su experiencia vital porque algo vive en ellos que duele y salta al ser tocado con escalpelo. Lo que ignoraba es que más de doscientos años después, toda esa materia viva recogida en su prodigiosa hazaña narrativa nos sigue doliendo a los españoles en este 2017 sobre el que me extendí al principio.

Moguer, Juan Ramón, el origen...

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Una visita a la cuna del horror de la perfección...

Entré en tu Moguer de calles largas, estrechos espejos de hiriente blancura, con el respeto de quien entra en la cueva donde se conjuró la caza de la imagen y la metáfora en noches de miedo y tormenta. No te buscaba en asno alguno, ni en niños harapientos ni en los destellos de sombra húmeda de un alma que fue mapa del desasosiego y bitácora de la melancolía, ni en el compás quebrado de un cante jondo que acompañe la fragua, el vareo de la oliva o los vinos de una venta de cabales. Estaba maravillado por el milagro de la ubicación, que tú, alma poética del mundo en lengua castellana, hubieras nacido en ese lugar andaluz y remoto de cuyo nombre siempre te acordaste porque tocaba la misteriosa cuerda musical del acorde áureo de la existencia, y del dolor, y de la distancia suspendida de los puentes vertiginosos que traza la poesía desde un humilde pueblo andaluz a todos los confines intelectores del mundo. Tuya ha sido siempre la poesía, tú la secuestraste y con ella convivías a duras penas y a recias voces de punta de diamante. Tú y ella. Ella y tú. Y Zenobia, hermosa y materna y fraternal, compañera del destierro eterno que es la poesía por esos mundos del dios deseante. A ese pueblo, a esa casa, a ese patio..., Juan Ramón, he ido como al santuario imposible del hombre ateo para rendirte el homenaje emocionado de quien abrió un día Eternidades y ya nunca salió de tu voz, de tu mirada, de tu corrosivo humor, de tu despiadada individualidad sin consuelo... Estuviste allí, en Moguer, de paso, sin raíces en nada que no fueran los versos y sus versiones eternas e imperfectas; ni rastro hallé de ti en los enseres -¡qué ironía, Juan Ramon, los "enseres"...!- tuyos que no tenían más que enojoso uso acumulado y el orden mortecino y formolesco de los museos. Había una guía eficaz y trabajadora, había sorprendidos visitantes de tus vicisitudes complejas, orgánicas y espirituales...; pero yo entré en tu casa flotando sobre el algodón sólido del calor de la devoción crítica y anduve errante por esas salas de tu infancia y adolescencia dejándome empapar de una vida antigua y un deseo siempre nuevo de inmensidad y lógica y sentimiento razonado y razonable entre buganvillas y jazmines, junto al brocal del pozo. Yo me reconozco hijo de tus versos, y siempre tu poesía ha sido fuente cordial de las voces que, al amparo de las tuyas, fui descubriendo desde que abrí "lo que no tiene fin" para embarcarme, enseguida, en ese otro Diario, el del poeta en tránsito perpetuo y el mar especular de la vastedad del espacio interior, el del poeta recién casado, donde se me clavó el verso más diabólico que jamás había leído ni nunca después he vuelto a leer: ¡Qué trabajo me cuesta llegar, contigo, a mí! Aún vuelvo a sentir la réplica del terremoto emocional que aquel verso lancinante que, solo muchos años más tardes, sabiéndolo todo de ti, y de Ella -mayúscula inicial del amor pro-nominal de la A a la Z-, comprendí del todo. Estaba allí, en tu casa, rodeado de tus cosas, de recuerdos, de objetos "personales" en los que no había ni rastro de tu persona, ese ser acezante e insatisfecho, cautivo en la mazmorra de la perfección imposible, ese manojo de nervios en conflicto consigo mismos y con el mundo hostil, agresivo, por el que tantísimo te costó transitar y en el que residías como una antigua e inexplicable maldición de los dioses. Recorrí tu pueblo, tu casa y los ecos de tu ser pasmado con la emoción creciente de quien se sabe en el centro del mundo, esa réplica poética del pesebre de Cristo de quien fuera dios de sí mismo sin elección posible, sino como poeta tocado por la locura poética capaz de revelar el exacto latido de la realidad toda y su significado. Nadie me comprende, Juan Ramón, cuando digo que me siento estrechamente unido a tu corrosivo sentido del humor, escudo y daga, y que, a mi entender, brotó en ti al contacto con la esencial paradoja de la realidad: estar construida con el único material de la ficción.  He tardado mucho en ir a visitarte, a Moguer, porque siempre he estado en el patio en el que se quedaron los pájaros cantando, y porque tu Leyenda ha sido mi Lectura por excelencia. Nunca quise ir a Collioure, a la tumba "del poeta", porque lo visitaba en la palabra viva de su poesía, pero un día lo hice, y como iba acompañando a alumnos, hasta me atreví a sacar unas cuartillas y rendir aquella otra obligada pleitesía a la cordialidad humilde del escéptico Juan de Mairena. Y acabé mi visita a Moguer junto a vuestra tumba, Juan Ramón, Zenobia, maciza lápida de piedra sin ornamento: materia esencial, vida radical. Me recogí ante ella como quien se acerca a la flor, al agua o se tumba en la tierra para contemplar el paso caprichoso de las nubes. Moguer os atesora. Yo osé perturbar vuestro sueño poblado de amor, de rencor, de egoísmo y de generosidad. Moguer no es la "cuna" de la poesia; pero allí se encarnó la poesía más exigente, la que nunca encuentra la forma perfecta ni la voz última ni la imagen definitiva..., porque la poesía es tortura expresiva y solo es patrimonio de seres fuertes que, como tú, Juan Ramón, extrae su poder genesíaco de su infinita debilidad. Me cuesta entender qué fui a hacer a Moguer, por qué fui a tu casa, pero cuando salí de ella estaba a punto de llorar, emocionado y embriagado por el eco deslumbrante de aquella epifanía que en mi vida fue el descubrimiento de tus versos. Entré sexagenario y salí con quince años recién cumplidos. 

Mientras, en la realidad prescindida, desde la televisión de una casa llegó hasta la calle asolada y desierta por la que nos desplazábamos hacia el cementerio, la noticia de un atentado terrorista en Barcelona...

Las *“Sátiras” de Aulo Persio Flaco en la Fundació Bernat Metge o “los catalanes hacen cosas”...

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La oportuna actualidad de un clásico que escribió desde el margen : Persio o la muerte prematura que truncó una obra prometedora.
                                                                     *Traducción y notas a cargo de Miquel Dolç

Para el intelector no catalán, la Fundació Bernat Metge puede sonarle a una sociedad dedicada al estudio y promoción de la obra del notario Bernat Metge, funcionario, humanista y autor de un hermoso libro titulado Lo Somni, un clásico de las letras catalanas. Bajo su nombre, sin embargo, se ampara una obra cultural de vastísimo calado auspiciada por el paisano de Lluís Llach, Francesc Cambó, nacido también en Verges, político, abogado y mecenas cultural a quien se debe este empeño cultural extraordinario, y en una época en la que, en efecto, Barcelona podía y debía ser considerada la única capital española de proyección europea. El deseo de crear una biblioteca de autores clásicos, griegos y latinos, ofreciéndolos en ediciones depuradas supuso, en 1922 una iniciativa capital para la vida cultural catalana, pero también para la española. Piénsese que hasta 1977 no se inaugura la Biblioteca Clásica de la Editorial Gredos, una imitación descarada del proyecto editorial de la Fundació Bernat Metge. Así pues, nos movemos en terreno de humanistas y filólogos, rigurosos estudiosos de los autores fundamentales de nuestra cultura europea, de quienes nos ofrecen sus obras en ediciones depuradísimas y, además, en edición bilingüe, con lo que ello tiene de ventajoso para quien quiera hacer ciertos cotejos o valorar ciertas traducciones. El primer título de la colección fue, en abril de 1923, el libro de Lucrecio, De rerum Natura,  De la naturaleza de las cosas, traducido por Joaquim Balcells. Los primeros directores fueron Joan Estelrich y Carles Riba, quienes se preocuparon, sobre todo, por fijar la lengua culta de las traducciones, señal de identidad de la colección, y crear una escuela de traductores que permitieran estar a la altura de las dos grandes colecciones europeas de clásicos, la francesa Budé y la alemana Teubner. Esta entrada de mi Diario me gustaría convertirla, siquiera sea parcialmente, en un homenaje a todos aquellos estudiosos que, en tiempos difíciles, lograron aislarse del contexto y seguir trabajando en una empresa cultural que llega ya a las 400 obras editadas y todas ellas con un nivel de calidad insuperable. No quiero dejar de mencionar, sin embargo,  que el modelo de lengua culta catalana, inmerso en aquella ideación del catalán y "lo" catalán que fue el Noucentisme, es, hoy en día, casi un catalán de museo, respecto del catalán vivo de nuestros días, el de autores modernos como Monzó o Pàmies, por ejemplo. Hay ahí, en ese contencioso entre los niveles cultos del catalán y los niveles estándar modernos un conflicto aún no resuelto que lastra, en cierta forma, el desarrollo, sobre todo, de la literatura catalana, siempre moviéndose entre el rechazo de los cultos y no llegando a tener la dimensión popular que se esperaría de un uso sin las tendencias arcaizantes del modelo noucentista. Pero eso sería tema de otra entrada en la que por nada del mundo me voy a meter. Ya se metieron Pericay y Toutain, El malentès del Noucentisme, y salieron más que escaldados…

Lo que a mí me toca es acercar a los intelectores la obra de un autor, Aulo Persio Flaco, de corta vida, murió a los 28 años, que se educó en una casa entre mujeres y que escribió unas Sátiras que encantaron a Quevedo, quien se sintió enormemente afín a aquel estudiante delicado y marginal que escribió más “de oídas” que "de vida", aunque con una perspicacia, una claridad mental y un rigor moral que se aprecian apenas uno abre su obra y se deja llevar por la estructura dialógica que la recorre toda y que la convierte en algo así como un ágora en la que las voces se mezclan y se quitan unas a otras la palabra para representar, con viveza y certeza, una sociedad en un momento dado, el primer siglo de la era cristiana, en un sitio concreto: el centro del mundo: Roma. Arranca, poderosamente, Persio sus Sátiras con una pieza metaliteraria en la que reflexiona sobre su obra , aún en sus comienzos, y defiende su “derecho” a burlarse de lo divino y de lo humano, en lo que a sus reputaciones y gustos literarios se refiere: Oh neguits humans! Que és buida la realitat del mon! “¿Qui llegirà això?” ¿És a mi que ho preguntes? Ningú, per Hèrcules! “¿Ningú?” Potser dues persones, potser ni una. “¡Quina vergonya i quina misèria!” (…) Què hi farem! Però tinc la melsa agressiva: em planto a riure.  Defiende Persio, sobre todo, su propia obra como algo singular, más allá de las complacencias propias de los reputados, como un intento de situarse a la altura del canon, consciente de la mordacidad de su planteamiento y de los ataques con que se abre paso, al nacer como escritor, en un mundillo literario lleno de patumsy también falsas o exageradas reputaciones. Tiene todo el empuje transgresor de un joven acomodado e insatisfecho que descubre en los filos de la sátira el poder tajante del verso que escuece: Oh costums! ¿Fins a tal punt no és res el teu saber, si un altre no sap que saps? “Però fa goig que t’assenyalin amb el dit i diguin: És ell! Haver estat un tema de dictat per a cent minyons rinxoladets, ¿et sembla que no és res?! [Nota: Se llamaba dictata a los pasajes prácticos escogidos que los maestros hacían leer y aprendérselos de memoria a los pequeños alumnos](…) ¿No és ara feliç la cendra il·lustre del poeta? ¿No pesa més lleugerament la llosa damunt dels seus ossos? (...) ¿Hi haurà ningú que es refusi a merèixer que el poble parli d’ell, i a deixar, en un estil digne de l'oli de cedre, uns poemes que no temen ni els verats ni l’encens?. La  sátira II comienza con un ataque a la doble moral, a la hipocresía de los sepulcros blanqueados. El culto a los dioses y la ebriedad inculta de quienes los burlan con sus actos. Es patente el desprecio con que habla Persio de sus conciudadanos, quienes poco a ningún respeto le merecen, dadas las bajas pasiones que los gobiernan: “Bon seny, reputació, lleialtat!: això amb veu clara i de manera que un foraster ho senti. Però vet aquí el que mormola cor endins i per sota la llengua: “Oh, si rebenta el meu oncle patern, quin enterrament tan esplèndid!”[A Hèrcules le eran atribuidos los casos de fortuna inesperada; Mercurio era, en cambio, el dios de las ganancias y del comercio]. Hay un evidente impulso moralista, un si es no es justiciero, que anuncia al joven Persio, henchido de virtud un tanto sobreactuada, todo se ha de decir, pero que se corresponde con su limitad experiencia vital. La sátira III  arranca contra la pereza de los jóvenes estudiantes a los que les dan las onceen la cama: “Doncs, ¿sempre així? Ja el matí entra per les finestres i la seva llum eixampla les estretes escletxes; encara ronquem, fins que n’hi hagi prou per a esbromar el falern indòmit, mentre l’ombra toca la línia per cinquena vegada..” Como en las dos sátiras anteriores, la técnica dialógica de Persio, sin especificación alguna que precise quién interviene ni dónde ni cuándo ni por qué, crea un espacio muy moderno de voces que tejen y destejen breves coloquios que saltan de una a otro tema y desde muy diferentes perspectivas, lo que enriquece el planteamiento del tema sujeto a controversia. El mundo de las comparaciones, construidas sobre lo cotidiano, como la de la jarra de arcilla, es uno de los principales requisitos del género satírico, porque se trata de un género deliberadamente popular. Poco sentido tiene una sátira exquisita, poco menos que en clave, accesible a un grupo reducido de lectores, como algunas de las que se pusieron de moda en el siglo XVIII. Del conjunto de las sátiras, dado su carácter deseadamente popular, emerge, como no podía ser de otra manera, un retrato vivo y colorista de la vida romana del siglo primero según la cronología cristiana. Como la evocación de la escuela u los ejercicios retóricos en los que se formó, con insólito provecho, el joven Persio; aunque él, según confiesa,  prefería juegos comunes como los dados, la peonza o llenar de nueces el cuello estrecho de una jarra, en vez de la aridez del estudio. Con todo, Persio no renuncia, a pesar de su juventud, a dar los consejos aleccionadores a esos jóvenes dormilones a quienes exige que se despierten y se encuentren a sí mismos a través del estudio, de la reflexión: Instruïu-vos, desventurats, i adoneu-vos de les causes de les coses: què som, i per a quina existència hem nascut; quin lloc se’ns ha fixat i per on i des d’on es fa dolça la volta a la meta; quina és la mida justa dels diners, quina mena de súpliques ens permeten els déus, de què pot servir una moneda aspra al tacte, quines liberalitats convindria fer a la pàtria i al éssers estimats, qui et mana la divinitat que siguis i quin lloc ocupes en la humanitat. La sátira IV se dirige a quienes quieren participar activamente en la gestión de la “cosa pública”, es decir, ese afán político al que se sienten llamados no precisamente los mejores: “¿Vols consagrar-te als afers de l’Estat?” -pensa que diu això el Mestre barbut, víctima de l’absorció terrible de la cicuta. “¿I en què confies? Digues-ho, pupil del gran Pericles. Sens dubte el talent i la coneixença de les coses t’han vingut corrent abans del pèl, saps perfectament el que cal dir o callar; així, quan, amb la bilis remoguda, la farfutalla s’inflama, et sembla bé d’imposar silenci a la turba escalfada amb un gest majestuós de la mà. Hay una descripción bien cruda, vía metafórica, de lo que significa ser algo si como un petimetre de la política, quien se hace acreedor de las impertinencias de quien te “desnuda” en esos placeres tempestuosos de la carne…:  Però si després d’haver-te untat d’oli et quedes sense fer res i et claves el sol dins la pell, hi ha al teu costat un desconegut per tocar-te amb el colze i escopir-te agrament: “¿Quins costums, això de rasclar-se el membre i els secrets del llom i obrir al públic unes afraus marcides! Quan et pentines damunt les barres un vellutàs perfumat amb mirabolà, ¿per què se’t dreça dels engonals un corcó esquilat? Encara que cinc minyons de la palestra intentin arrencar aquest boscatge i batzeguin amb la pinça ganxuda les teves natges reblanides per l’aigua calenta, tanmateix tens allí un falguerar que no es doma amb cap arada.” Marca, la sátira, la diferencia entre los jerarcas blandengues y la tropa expuesta a las flechas mortíferas del enemigo. La sátira V apea el tono recriminatorio y lo sustituye por el elogio sincero del maestreo que le marca el camino en la vida, en este caso el pedagogo Cornut. Persio se diferencia de quienes buscan la satisfacción del gran público. Escoge el camino del foro y el discurso, no el de las tablas y los monólogos. La finura de sus comparaciones e imágenes son potentes y muy barrocas, de ahí que Quevedo fuera persiano por naturaleza…: No m’afanyo perquè se m’infli de futilitats endolades una pàgina capaç de donar pes al mateix fum. El marcado carácter autobiográfico de la sátira V se convierte en un sincero elogio de un proyecto de vida guiado por el magisterio de Carnut. De su caso particular enseguida pasa a consideraciones generales, con carácter didáctico y sentencioso, que pretende tenga alcance universal. El elogio del “estudioso” es algo así como una señal de identidad del poeta: Així que em vaig veure, no pas sense angunia, alliberat de la salvaguarda de la porpra, i la meva bolla va quedar penjada en ofrena als lars d’arromangada túnica, així que vaig tenir companys obsequiosos i el feix de plecs ja aleshores blanc de la meva toga em va permetre d’espargir impunement les mirades per tota la Subura [El barrio “chino” de Roma], quan el camí es bifurca i la inexperiència esgarriadora de la vida s’enduu els esperits trepidants cap a les cruïlles on els camins ss’embranquen, aleshores em vaig reservar per a tu: tu aculls els meus anys tendres, Cornut, sobre el teu pit socràtic. Llavors el regle, hàbil a dissimular-se, redreça ben aplicat, uns costums entorcillats, la meva ànima sent damunt seu el pes de la raó, s’afanya a deixar-se vèncer i sota el teu polze va prenent figura d’obra d’art. Quevediana total es su percepción de que quienes nada hacen y todo lo postergan nunca encuentran el presente que siempre huye: Quan a tu, t’és grat d’empal·lidir a les nits damunt dels papers, perquè, bon conreador dels jovent, sembres dins les seves orelles ben rasclades el blat de Cleantes. Veniu a cercar-hi, infants i vells, un fi determinat per a la vostra ànima i un viàtic per a la misèria dels vostres cabells blancs. “Ja ho farem demà”. El mateix diràs demà. “I ara! ¿És que et sembla massa d’atorgar-me un dia més?” Però quan ha arribat el dia següent, ja hem esgotat el demà d’ahir; i vet aquí un altre demà que exhaureix aquests anys i n’hi haurà sempre un altre una mica més enllà; perquè, encara que estigui prop de tu i giri sota el mateix timó, en va voldràs aconseguir la llanta, si en el camí que corres ets la roda de darrera i estàs al segon fusell. La ingenuidad perversa de sus conciudadanos la ejemplifica Persio con la imagen de esa costumbre romana de la manumisión, cuando el amo coge de la mano al esclavo, le hace girar sobre sí y luego acaba diciéndose que ya es libre para ir a donde quiera. Pero la definición es otra: “¿És que l’home lliure no és exclusivament aquell a qui lleu de passar la vida como vol?” Las normas de sentido común las fija Persio en sus sátiras con el rango de leyes inviolables: La llei comuna dels homes i la natura inclouen aquesta norma sagrada: que la ignorància impotent es retingui de les accions que li son prohibides. Como si se tratase de un examen de ingenios propio del futuro  Huarte de San Juan, Persio establece con toda claridad cuáles deben ser los requisitos de quien ha de reputarse como sabio: ¿Has aconseguit de la filosofia poder viure dret sobre els teus talons i tens la pràctica per a distingit la veritat de l’aparença, per tal que cap aparença no acusi pel dring la falsedat del coure daurat? I les coses a què cal atenir-se i les que, contrariament, cal evitar, ¿les has marcades, abans aquelles amb guix, després les altres amb carbó? ¿Ets moderat en les teves aspiracions, tens una llar cenyida, ets dols [dolç, imagino] amb els amics? ¿Et sentiries dispost tan viat a tenir tancats com a obrir els teus graners, i passar per damunt d’una moneda clavada en el fang sense empassar-te d’un cop de coll la saliva que Mercuri t’ha fet venir a la boca? Quan puguis dir veritablement: “Tinc aquestes virtuts, les posseeixo”, aleshores sigues lliure i assenyat amb l’assentiment dels pretors i de Júpiter. Però si tu, que eres fins fa poc de la mateixa farina que nosaltres, retens la teva antiga pelleta i, polit només del front, conserves dins la teva ànima l’astúcia de la guineu, retiro el que havia atorgat més Amunt i torno a estirar la corda. La raó no t0ha concedit res; allarga només un dit, ja delinqueixes. La sátira VI es un canto elogioso al poeta Cesi Bassus; un canto al apartamiento del “mundanal ruido”. El poeta marca el ideal de vida en ajustarse escrupulosamente a sus bienes, sin pecar de pródigo rayano en liberal, ni escatimador que peque de avaro. Como remate de esta obra temprana, y tan prometedora de lo que podía haber sido una obra suya de madurez, Persio, con elegancia y no escasa habilidad, se despide de sus lectores lamentando no tener de poeta “la gracia que no quiso darle el cielo”.  Leído después de haber leído a sus imitadores, está claro que la obra de Persio había de tener un entusiasta recibimiento en nuestro Barroco esplendoroso y moralizante.

El humor agridulce de Juan Antonio Zunzunegui: La úlcera.

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Segunda calicata en el autor de La vida como esLa úlcera, Premio Nacional de Literatura en 1948 o con el humor la posguerra escuece menos... o ansí.

No siempre, ya se sabe, los gustos de los lectores coinciden con los jurados del Premio Nacional de Literatura, pero no deja de ser significativo que Zunzunegui esté en la reducida lista de los autores que lo han conseguido dos veces, y en la que figuran Miguel Delibes o Antonio Muñoz Molina, por ejemplo, aunque también autores mucho menos leídos, como Castillo-Puche. Después del de 1948, volvió a recibirlo en 1962 por El Premio. Lo digo, porque ignoro la difusión que tuvo la obra que acabo de leer, y que, a diferencia de la anterior, La vida como es, abandona el realismo tradicional de vena dramática para ensayar una novela cómica con un humor cercano a aquel que comenzó a practicarse n la revista La ametralladora y que seguiría, después, en La Codorniz, es decir, un humor heredero del del genio creador de Ramón Gómez de la Serna, a quien la presente novela debe no poco del tono de la narración y del planteamiento absurdo que hace de ella una lectura agradable aunque no especialmente imprescindible. Se advierte también, por la crueldad del naturalismo de ciertas reacciones que hay una influencia, no logro determinar en qué grado, de la tragedia grotesca de Arniches, que tanto tiene que ver con la vida popular en pequeñas comunidades, como la de Villaalta. El planteamiento es excelente, pero cierta morosidad y cierta dispersión en la trama, como compuesta por tres bloques perfectamente diferenciados y casi sin relación entre ellos, como si se hubieran unido, para darle sentido, tres historias diferentes en la de un solo personaje. Don Lucas, un emigrante de Aldeaalta, un pueblo costero de la costa norte cántabra, que hizo fortuna en Méjico, es convencido de que ha llegado el momento de optar a la plaza libre de indiano que hay en su pueblo, y nadie con mejores títulos, es decir, fortuna, que él, para optar al puesto. La novela arranca con la anunciada llegada del indiano, que va a traer la prosperidad al pueblo en que nació, en una familia humilde, como estipula la tradición del indiano, por supuesto. La situación cómica estriba en que todo el mundo parece estar al corriente de cuáles sean las condiciones del título de indiano, cuáles sus obligaciones y qué ha e hacer o dejar de hacer quien tome posesión de ese título. A su manera, pues, Lucas tiene que hacer un aprendizaje que le irá reduciendo tanto su margen de autonomía que ha de hacer no pocos esfuerzos para no desesperar de su aceptada condición y volverse a Méjico. Que la plaza de indiano salga a oposición por parte del Ayuntamiento y que Lucas oposite a ella, nos da una idea de por donde van los tiros del humor costumbrista con que se afronta esta aventura de Lucas en su villa natal. La segunda parte de la narración se centra en un personaje, “el americano”, Rodolfo, un exseminarista que, antes de ordenarse, decide dejarlo todo y emigrar a América. Hace una mediana fortuna y vuelve a su pueblo, enamorado del progreso, dispuesto a ilustrar y formar a sus vecinos a través del fomento de la lectura, para lo que abre una librería de venta y alquiler de libros. De mejor ver que él y con una simpatía natural, la existencia del “americano” frente al acreditado “indiano” le parece al indiano un insulto intolerable. Conclusión, contrata a un viejo conocido para que pague a unos sicarios que le den una paliza que  lo disuada de irse del pueblo. La competencia, aunque sea  la de un “americano” medio pobretón, la ve Lucas como una amenaza para su posición generosamente ganada. Cuando la conjura mafiosa llega a oídos del alcalde y del jefe de la policía, don Lucas pasa por una fase de arrepentimiento y vergüenza que poco menos que lo lleva a eclipsarse de la vida pública. Ahí arranca la segunda parte, muy homogénea y arrebatadoramente disparatada de la aventura comercial e inventora de Rodolfo, “el americano”, quien conocedor en profundidad de todo lo relativo a la caza -así defiende él que se ha de decir- de la ballena y defendiendo la invención del arpón eléctrico, que matará a las ballenas por electrocución -la prueba que hacen con un burro famélico, a punto de morir, prueba el desarrollo disparatado de l aventura-, propone a sus convecinos “embarcarse” en la creación de una nave ballenera que salga, como lo hicieron sus antepasados, a cazar esas ballenas. El sueño del inventor en que negocia con las ballenas cuál va a ser el cupo de ellas que se deje cazar por el fatal invento que las diezmará tiene todas las trazas de ese humor blanco de posguerra del que ya hemos hablado, pero lleno de gracia e inventiva. Toda esta historia, que tiene un eco lejanísimo de Moby Dick, siquiera sea por la exhaustividad con que se  nos habla de los balleneros, la ballena y el negocio que representa, ocupa casi la mitad del libro, con muy breves excursiones a la vida de don Lucas, como el intento de desposarse con una vieja aristócrata del lugar, arruinada y poseedora de un palacio que, en vez de restaurar, como pretendía, para irse a vivir allí, dejando el hotel donde está hospedado, acaba dejando que se deteriore para incendiarlo por su propia mano y acusar a unos gitanos que lo habían okupado temporalmente, quienes lo habían echado de allí navaja en mano cuando fue a expulsarlos de “su” propiedad.. La aventura del “americano” acaba como el rosario de la aurora, pues cuando los tripulantes disparan el primer arpón eléctrico se produce una descarga eléctrica de tal naturaleza que los heridos por ella, y que han saludado a la muerte sin ninguna cordialidad, acaban cogiendo al inventor en vilo y lanzándolo al mar, a muerte segura. Tiempo después, oxidado el arpón y el barco fletado, un antiguo buque militar, aparece un extranjero por el pueblo y compra el arpón. Lo perfecciona, lo patenta y llegan al pueblo las noticias del inmenso negocio que ha sido en el sector pesquero dicho invento. Más tarde, el genio del inventor tan brutalmente castigado es reconocido por todo el pueblo y se le rinden los homenajes de rigor. Aquí comienza la tercera parte, que es la que da título a la novela. Al indiano le detectan una úlcera y, a partir de ese momento, la úlcera cobra vida propia, como si fuera su hija. Con ella se acuesta, con ella se levanta con ella viaja, con ella va a la ópera, con ella va al Prado y con ella conversa con la familiaridad con que se suele conversar con las úlceras, claro está. Porque no es una úlcera cualquiera, sino una “úlcera de indiano”, casi un fenómeno teratológico que lleva a Madrid para buscar más opiniones médicas que le orienten sobre como tratarse. Esos viajes a Madrid le suponen un alivio de su presencia en el pueblo que acaban siendo para Lucas una bendición. La llegada al pueblo de un nuevo médico, Pablito, que, rico de cuna, visita a los pobres, añadiendo limosna a su visita, y quitándole la clientela y el modus vivendi al doctor que lleva toda su vida en el pueblo, logra curarle la hernia a Lucas, lo cual provoca un terremoto ecosistémico en el pueblo de tal naturaleza, que, después de la muerte del indiano, porque no sabe vivir sin su úlcera, aquella que era tema de conversación con los vecinos, y hasta ilustración en la pared de la escuela, los vecinos, armados con todo tipo de útiles agresivos, buscan al doctor para lincharlo, por quitarle a su indiano. La novela acaba, a pesar de todo lo dicho, con unos versos de Shelley en el funeral de Lucas:
A ship is floating in harbor now
A wind is hovering over the mountains brow,
There is a path on the seas azure floor,
No keel has ever ploughed that path before.
(Un barco surca el puerto en este momento
Un viento ronda sobre la cumbe de las montañas;
Y en el azul del mar se abre una senda
Que nunca antes quilla alguna ha arado)
Y con esas nada complacientes del autor: Y es que mientras el mundo sea mundo, serán vengativos, brutales, desagradecidos, rencorosos y envidiosos los corazones de los hombres.



Un reto: “La crisis económica” en España, de Josep Oliver.

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A la búsqueda de la vida perdida bajo el bosque líquido de los números implacables…, y a la sombra de los datos en flor.

Digamos, en primer lugar, que la amistad no “obliga”, sino que invita cordialmente a cometer actos tan insólitos como que el Artista Desencajadose pierda en los densísimos capítulos de un libro de economía escrito sin concesión alguna al profano, excepto la de añadir un índice de siglas ¡utilísimo! que este desconocedor de los más mínimos rudimentos de tan compleja disciplina ha mirado una y otra vez para tener la sensación reconfortante de no haberse perdido ni haber perdido información sustancial. He ido alegre hacia la lectura como van los lebreles a la sierra a recoger las piezas abatidas por sus amos; pero apenas entra uno en la árida y rigurosa materia y terminología de los economistas, tiene la sensación de haberlo hecho en un western en el que silban a nuestro alrededor los índices y las siglas como las balas en O.K. Corral. El autor es muy consciente del desamparo del profano:  Si el lector ha resistido esta avalancha de cifras, entenderá por qué el margen de maniobra al inicio de la crisis era, prácticamente, inexistente. No promete que luego no vengan más, pero estoy convencido de que el autor está convencido de que el carácter apodíctico de las mismas compensará con creces el esfuerzo del lector por asimilarlas. Visto desde fuera, en secuencia rápida, acelerando la imagen como en las películas de los keystone cops, de ese western inicial no tardamos en pasar a un thriller que se hace cargo de la estructura del libro prácticamente hasta su conclusión. El asesino, la deuda soberana, lo conocemos desde el principio, pero a sus lugartenientes y al resto de la banda los vamos a ir descubriendo poco a poco, capítulo a capítulo de una historia tenebrosa que estuvo a punto de mandar todo un país al garete…. Como literato en cierne y estudioso diletante de cuanto se mueve por las imprentas, está claro que mi preparación humanística no me ha preparado para seguir una “narrativa” de la que nos dice el autor:  La visión que aquí se ofrece dibuja una narrativa coherente de lo sucedido antes, durante y después de la crisis más severa jamás contemplada por la economía española. ¡Y es cierto, doy fe! Me apresuro a constatarlo, porque nada tan evidente como el esfuerzo hecho por el catedrático Oliver, siempre tan riguroso y con un banco de datos tan potente, para que nos quede claro que tras la década expansiva del 97 al 07, la catástrofe económica universal que nos pilló desprevenidos, a punto estuvo, por, entre otras cosas, como el repite como un leit motiv a lo largo del libro, El disfuncional sistema político español; a punto estuvo, nos dice Oliver, de llevar a España a la quiebra, ¡si es que, en el fondo, no es lo que en realidad ocurrió!, porque las medidas arbitradas para “rescatar” al país a través de la solidaridad europea y la decisiva intervención del BCE nos salvaron y, al tiempo, nos condenaron a nuestro nada halagüeño presente que algunos, desde la macroeconomía y los balances empresariales ven con esperanza, y otros, desde la microeconomía mileurista, sufren con indignación. Un literato no pierde la esperanza de hallar alguna compensación en la lectura de una obra tan árida y tan técnica, ¡pero tan elocuente y apodíctica!, de ahí que reciba alborozado ciertas expresiones, por más que sean de mera transición, tópicos habituales del lenguaje corriente que parecen acercar al lector ese magma de datos para recordarle que siempre hay un nexo vital entre las cifras y las vidas individuales y colectivas. Cuando en la narración de las secuencias escalofriantes del desmoronamiento de un sistema de burbujas múltiples, pero jerarquizadas, que condicionaron nuestra entrada en barrena en la crisis: la crediticia, la de la deuda, la ocupacional y la demográfica; cuando bajo esa lluvia de realidades contundentes e irrefutables, un lector apasionado se encuentra con una especie de “andamiaje” literario que busca volverse cercano al lector a través de ciertos usos retóricos”, si así podemos llamarlos, con que el autor quiere hacernos cercano un material que nos rodea y amenaza con un potentísimo espíritu de intimidación: todos son hechos, todos son contantes y sonantes, y poco margen queda para la especulación, el lector respira mejor y entiende que del lado de la autoría no hay un robot jugando con algoritmos, sino un ser sensible que se manifiesta a través de esas pequeñas piezas del lenguaje común con los lectores que asisten estupefactos a la contundente capacidad suasoria de los datos. No es este un libro de suposiciones, sino una terrible historia de certezas incontrovertibles. De hecho, desde el punto de vista literario, único en el que se me podría considerar “algo”  competente, aunque no mucho, son breves las satisfacciones que uno recibe con la lectura de esta precisa, rigurosa, contundente, quirúrgica e inapelable historia económica de España de los últimos 20 años, desde 1997 hasta 2017. Casi todas ellas caen del lado de los adjetivos y de las paráfrasis que adornan el texto con un afán entre didáctico y estilístico que no hacen justicia al profundo saber humanístico del autor, que no ha tenido a bien, en este texto, sino meramente insinuarlo en la alegría expresiva, de honda raigambre periodística, con que  titula los capítulos o en la licencia de ciertas expansiones estilísticas. Esos sintagmas que nos permiten reconocer el vínculo estrecho entre los datos fríos y la realidad a la que aluden adquieren formas tan conocidas, y hasta clásicas, como la tempestad financiera,  optimismo exuberante, boom de precios, milagro económico, [las burbujas] que atizaron el proceso, alegres años de principios del siglo XXI, la explosión de la deuda de los hogares, aprender una durísima lección, efecto llamada, vivir de prestado, rumbo de colisión, emerger un ‘cisne negro, que, como algunos otros extremos técnicos del libro me han dado pie para hacer eso que tanto me gusta, subirme a la digresión y excursionear por rutas que el autor, experto ciclista y descubridor incansable de hermosísimas carreteras secundarias, nos abre con sus expresiones o citas: Al parecer, en 2008, el matemático Nassim Nicholas Taleb desarrolló una teoría llamada de los ‘cisnes negros’ en su libro El cisne negro: el impacto de lo altamente improbable, en el que explica cómo acontecimientos altamente improbables para los expertos en los mercados pueden tener lugar y ocasionar consecuencias devastadoras para las bolsas. Dicho de otra manera, los inversores no están preparados para protegerse de situaciones poco relevantes (subestimadas) e inesperadas, por lo que cuando éstas ocurren, sus efectos son mucho mayores], se oteaban graves problemas en el horizonte, economía sobrecalentada, mancha de aceite, secuencia a cámara lenta, los brotes verdes -¡tan habituales en los discursos políticos!, junto con una expresión que aquí, por delicadeza del autor, no figura: la luz al final del túnel…-, dramáticos acontecimientos, déjà vu de los enfermedades de la economía española, el mejor ingrediente para calmar las aguas, en esta tesitura, un juego peligroso, tintes de estampida, acercarse al precipicio, una tempestad perfecta, trágico tiovivo de 2012, turbulencias políticaso económicas o, finalmente, por no ser cansino, el impagable y galdosiano: en el ínterin… He de agradecer a esos oasis que me relajaran la tensión insufrible de asistir a un desarrollo narrativo que le pone al lector, como decimos en catalán, amb l’ai al cor, a medida que repasamos momentos que, aun leídos en este libro de historia económica, todos podemos asociar con nuestra autobiografía, porque han sido momentos en que muchos de esos debates nos exigían incluso una respuesta: la ley laboral, la reforma del sistema de pensiones con la extensión de la vida laboral, los desahucios, la contención salarial, la carestía de la vida, en definitiva, repasamos la macroeconomía, pero todos esos datos tienen una traducción humana que forman parte de lo que hemos estado viviendo. Choca, he de reconocerlo, leer con  este dramatismo guarismal nuestra propia vida, saber que todos esos movimientos económicos no se hacían en el vacío, sino en la hacienda y el patrimonio de todos y cada uno de nosotros. Desde este punto de vista, el autor ha realizado un formidable ensayo de clarificación de las responsabilidades de todos los agentes económicos y sociales, aunque este lector echa de menos algún que otro ajuste de cuentas con nombres y apellidos y razón social, léase financiera o política o empresarial. Opta por el rigor, cierto, pero al lector común algo de sangre nunca le desagrada. El libro propiamente se expone en las estanterías de la sección política, más que en las de economía, y ahí me hubiera gustado a mí, al menos, más concreción. Hay, a mi siempre ignaro y modesto entender, una cierta visión que, sin llegar a ser neutral, actúa con una ecuanimidad extraordinaria y muy puesta en razón que es lo más parecido a dicha neutralidad. Supongo que cuando lanza algunas pullas a la Academia, a ciertos estudios aludidos y a ciertas posiciones poco rigurosas habrá quienes se den por aludidos, como esos policy makers tan desfiguraditos ellos tras el tecnicismo. Por ejemplo, cuando el autor señala el gran error del euro, la inexistencia, de hecho prohibición, de mecanismos de transferencia de recursos entre países,  concluye que tal política había obligado a aplicar políticas de austeridad, cuando lo que el ciclo demandaba era justamente lo contrario. Y esa puede considerarse una de las pocas ocasiones en las que el autor se “moja” expresamente, por decirlo coloquialmente, en los muchos debates que el libro abre. Es cierto, que está más cerca de la posición alemana que de otra en todo el asunto de la deuda, pero para los profanos no hubiera estado de más una “traducción” política de los fenómenos.  De hecho, ¡cómo me hubiera gustado una reflexión, aunque hubiera sido en nota a pie de página o en apéndice al final del libro, sobre El disfuncional sistema político español…! Se aclararía entonces que resulta extraño hablar de disfuncionalidad, porque, de hecho, funcionar, funciona, aunque tan mal que parece negar su propia funcionalidad, pero es lo que tenemos, el popular “es lo que hay”, y ese “hay” no es sino el miedo al castigo electoral, la cobardía decisoria, el actuar a destiempo y mal, etc. O sea, que algo de chacinería respetuosa no hubiera sido leída de más…Oli en un llum, hubiera sido Pero sigamos con los aciertos expresivos del libro, que se manifiestan en la facilidad y felicidad con que Oliver sabe condensar en un título atractivo los diferentes capítulos. Aquí va una pequeña muestra:  La década prodigiosa 1997-2007; La madre de todas las burbujas; La respuesta española: ¿Esperando a Godot?;Semanas de pasión y cambio de rumbo; Y Merkel tomo su fusil: los acuerdos con Sarkozy en Deaville; Del verano de 2011 al verano de 2012: el año en que vivimos peligrosamente; Mayo de 2012: Unas semanas que conmovieron España (y Europa); El “bazuka” de Draghiy el final de la escapada; Vientos cola exteriores y refomas internas… Un libro técnico implica que ha de usar tecnicismos que, para el ignorante, suponen el esfuerzo añadido de visitar la Wikipedia, al hilo de la lectura, para cubrir esas lagunas sobrecogedoras, producto de una educación deficiente y una vida intelectual pobrísima. Con todo, he de reconocer que entre esos policy makers; global imbalances, equivalencia ricardiana a la inversa, sudden stops, reversals,  suele aparecer de tanto en tanto alguna joya como ese  Minsky moment , así bautizado en honor de  Hyman Minsky, economista que se opuso a la desregulación de la actividad financiera en los 80, bailing in, default o el simpático eufemismo redenomination risk (Draghi dixit e inventat), cuya terrible realidad se traducía en la posibilidad de que se conformara la Europa de dos velocidades e incluso de dos monedas, porque todo indicaba, en un primer momento de la crisis, que el euro del sur parecía tener un valor distinto al del centro: si un inversor colocaba recursos en España exigía más rentabilidad que si lo hacía en Alemania u Holanda … En fin, todo un panorama. Lo cierto es que la lectura del libro le deja a uno sin aliento porcentual… Cabalgamos por una pradera de siglas inevitables que exigen, en no pocas ocasiones, al menos a este lector, consultas que me garanticen que sé qué estoy leyendo, y sí, puedo dar fe de que, con un mínimo esfuerzo y perseverancia, no solo el libro es inteligible, sino que, sobre todo, es deslumbrantemente inteligente. 

“La pell de brau”, de Salvador Espriu, la lírica de la postración.

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Poemario del pueblo escogido en el solar compartido: La pell de brau o la reflexión noventayochista sobre una Sepharad entre mítica, yerma y madrastra.


Por unas u otras razones, todas de oscuro fondo, claro, aún no había considerado oportuno acercarme a La pell de brau, de Espriu. Son esas decisiones probablemente absurdas que uno toma no tanto desde el prejuicio -mis ignorancias son incompatibles con ellos- cuanto desde una vaga intuición del don de la oportunidad, porque toda lectura tiene su lugar y su momento, y no respetarlos vale tanto como no acertar, de lo que se deriva, después, un desasosiego íntimo bastante molesto. Recuerdo haber esperado hasta mi cincuentena para leer Platero y yo, de JRJ, y me pareció justa y necesaria esa tardanza par descubrir una tenebrosa autobiografía que poco o nada tenía que ver con la imagen de libro para niños con que se suele caracterizar una obra tan solanesca y nihilista. Claro que he leído y oído hasta la saciedad acerca de este poemario de tipo cívico que reivindicaba algo así como la “coexistencia pacífica” entre dos pueblos llamados a respetarse y entenderse desde dos supuestas soberanías implícitas, aunque, como es evidente, esta es una lectura “moderna” de algo que el poemario en modo alguno explicita, aunque está implícita. De hecho, la identificación de Cataluña y los catalanes con el pueblo judío empujado a la diáspora, a resultas de la cual acaba instalándose en lo que ellos denominan Sepharad, los romanos Hispania y nosotros España, es tan marcada que ello marca indeleblemente el tono elegiaco, profético y bíblico del texto, y acentúa esa condición de los catalanes como pueblo “aparte” del pueblo español y, en consecuencia, “sometido” a un poder con el que Espriu establece un diálogo desde una posición de resignada sumisión altiva. El poeta definió su poemario como un intento de plasmar cómo un hombre de la periferia ibérica intentó comprender tiempo atrás el complejo enigma peninsular. Podríamos encuadrar el poemario, por lo tanto, en la estela de aquella preocupación sobre el ser de España que alimentó tantas páginas de los también escritores periféricos de la generación del 98, quienes, desde esa posición, reflexionaron desde muy diversos géneros sobre ese enigma al que Espriu se acerca desde una posición intelectual que no excluye ni la emoción ni la sátira ni la autocrítica, porque la pertenencia a una minoría no le ciega ante la evidencia de las perversiones ideológicas que alimenta el espíritu grupal, de facción. Que hubiera una edición bilingüe y en una editorial como “Cuadernos para el diálogo”, lo saludó el autor como una esperanza cierta sobre el cambio de las relaciones entre las diversas culturas españolas. Eso sí, sobre la traducción de Santos Fernández, mejor correr el tópico tupido velo, aun a pesar de la ayuda de Carme Serrallonga y Maria Aurèlia Capmany, la verdad. La técnica que emplea el poeta en todo el poemario es la de la anadiplosis: el final de un poema constituye el principio del siguiente. Hay, pues, una concatenación, una cadena que nos lleva desde el primer poema hasta el último como si estuviéramos en el seno de un texto que narra el destino de las generaciones sucesivas del pueblo escogido. La identificación con los judíos, como pueblo “escogido por Yahvé” entre todos los pueblos, bien podría considerarse, en nuestros días, como parte del supremacismo que ahora se manifiesta políticamente con tanta agresividad retórica y práctica. La visión que Espriu nos ofrece de Sepharad es la de un espacio físico y político agreste, hosco, terrible, mísero, y así lo prueban las reiteradas descripciones que pueblan el poemario: Parrac espesseït per l’or/ del sol; Els febles llums (…) l’home perdut (…) pensament angoixosos…; Dura claror; Àrids camps (…) fred esglai…; Llàgrimes de sang; Peus cansats; Negra nuvolada (...) la collita pobra de l’eixut dels camps...; La quieta, freda, solitària, fosca llum (...) I ens sentim pensats supremament en la por… De hecho, y a pesar de esa realidad adversa, el poeta reconoce que es el único lugar donde poder realizar su sueño de ser los dueños del lugar: Per què us quedeu aquí,/en aquest país aspre i sec,/ple de sang?/ No és certament aquesta/ la millor terra que trobàreu/(…) -En el nostre somni, sí. El árido tono bíblico de la obra, que lo tiñe de una religiosidad patriótica muy del gusto del catalanismo político tradicional, no se enfrenta, sin embargo, abiertamente a la Sepharad donde se ha refugiado el pueblo escogido, sino que aspira a la famosa conllevanza orteguiana desde el respeto a la pluralidad propia de un país plurilingüe. Recordemos que el libro se publica en 1959, en esa eterna posguerra que aún pesa sobre el afán creador de nuestros escritores: El gran crim de Sepharad:/la infinita tristesa del pecat/ de la guerra sense victòria entre germans; de ahí que fuera más urgente entonces el diálogo entre las culturas peninsulares que propiamente reivindicaciones políticas que aún tardarían muchos años en aparecer, en formas parecidas a las actuales. El tono cívico del poemario, así pues, se impone, claramente, al político, y los llamamientos a ese respeto y reconocimiento asumen una intensidad poética notable y loable: Diversos són els homes,/diverses les raons,/ens va vivint el somni/ d’un únic amor/ i ens madura de pressa/per a la mort. O, más adelante: Diversos són el homes i diverses les parles,/i han convingut molts noms a un sol amor. (…) Sí, comprèn-la i fes-la teva també,/des de les oliveres,/l’alta i senzilla veritat de la presa veu del vent:/ “Diverses són les parles i diversos els homes,/i convindran molts noms a un sol amor”. Desde la singularidad de la propia cultura como única fuente suprema de la propia definición como ciudadanos de España y del mundo, el poeta adopta una actitud reivindicativa que trasparenta afanes políticos con los que hoy lidiamos desde la justicia: De vegades és necessari i forçós/que un home mori per un poble, /però mai no ha de morir tot un poble/per un home sol:/recorda sempre això, Sepharad./Fes que siguin segurs els ponts del diàleg/i mira de comprendre i estimar/les raons i les parles diverses dels teus fills. (...) Que Sepharad visqui eternament/en l’ordre i en la pau, en el treball,/en la difícil i merescuda/llibertat. El espíritu cívico, pacífico y cooperativo del autor bien puede decirse que está en las antípodas de lo que ahora estamos viviendo como amenaza de seria ruptura del orden constitucional. Más que nunca se nos ha hecho evidente que han desaparecido esos “puentes del diálogo” y no es necesario señalar quiénes los han dinamitado, porque es caro y meridiano para cualquier observador ni siquiera excesivamente avezado a la contemplación de la escena política. Una mala lectura, sin duda de los propios versos de Espriu, bien pueden estar en la raíz de cuanto estamos padeciendo: Escolta, Sepharad: els homes no poden ser/ si no són lliures./Que sàpiga Sepharad que no podrem mai ser/si no som lliures,/ I cridi la veu de tot el poble: “Amén.”  El tono del poemario no apela a la épica, sino a la crónica lírica de una constatación del sufrimiento, del victimismo como eje cardinal del ser nacional, y a la crítica no exenta de crueldad de las propias debilidades, como la de la “intelectualidad” endogámica: Sota la branca del penjat,/lletraferits, a Sepharad,/paràvem taula de sopar,/car ens escau de celebrar/com ens trobem -dringa l’or fals-/ els uns als altres genials. Esta vessant crítica de Espriu, la gran esperanza nacional del Nobel para la lengua catalana -ahora transferida a Gimferrer, acaso con menos méritos- , es, acaso, de lo más atractivo del poemario, porque le permite situarse en un plano crítico inobjetable, dada su adhesión inquebrantable a la libertad nacional catalana. Espriu, persona de salud quebradiza, frágil, tímido de carácter y de no fácil convivencia, de vida reglada y oscura, trabajó durante 20 años como ayudante en una notaría -por lo que podría ser el reverso del personaje de Javier Gutiérrez en El autor, de Martín Cuenca-, no puede decirse que sea un autor con “suerte” en el extraño panorama literario catalán: pasó sin pena ni gloria su centenario, presumo que son escasas las reediciones de sus obras e ignoro qué número de lectores puede tener su obra, pero intuyo que no es, propiamente, lo que se dice un autor de masas… Una obra suya, Primera història d’Esther, que la mayoría de los lectores habituales en catalán necesitarían leer “traducida”, constituye, sin embargo, un homenaje a la lengua catalana de una riqueza extraordinaria. Estaba Espriu convencido de escribir las exequias de la lengua catalana, acaso con el recuerdo de las de Forner sobre  la castellana en mente, y, sin embargo, construyó una obra singularísima cuya lectura recomiendo encarecidamente, porque para quien tenga la pasión del léxico pocos placeres como el de sumergirse en esa mezcla de esperpento, ópera bufa a lo Jarry, comedia costumbrista e incluso escritura automática surrealista, que de todo hay en una obra llena de un peculiar y casi arnicheano o pitarresco sentido del humor, no exento de los latigazo de rigor: En la pausa rumiaríem, si més no, la pedregada de tirosos vocables que l’autor ens ha etzibat amb mandrons d’una parla moribunda, ja gairebé inintel·ligible per a molts de nosaltres. Y para prueba definitiva, el programa político del visir del rey de Persia: ordre públic com a clau de volta, prestidigitacions de clemència i tralla, intangibilitat de l’os bertran dels funcionairs, pa a betzef (en el paper), foments calents d’indústria i cultura, forces vives al bany maria, extermini dels jueus. La autocrítica, sin embargo, nunca deja de estar presente: Tots navegàrem una mica més cap al remolí de la mort, cadascú dalt de la barca de la inalterable estupidesa propia. Un día de estos, a poco que el tiempo me dé de sí lo que me niega, trataré de acceder a su primer libro, Israel, escrito en castellano en 1929, en plena época de las vanguardias. Intuyo, no sé por qué, alguna sorpresa significativa.

Breve digresión sobre el vicio o la virtud del reír a partir de “La Risa”, de Henri Bergson

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Entre la insania y la virtud, la risa hay que saber ganársela:  Entre la espontaneidad y el artificio, la risa nos habita o nos exilia a su gusto y afición: juguetes de ella somos y, a veces, perversos y mágicos autores.

Dicen que somos el único animal que ríe, pero nos hartamos de comparar nuestra risa con la de las hienas, la del conejo, la del delfín, la de los chimpancés  o la de cualesquiera otros animales que esbozan esa mueca tan cara a la mayoría de los humanos, aunque hay excepciones, está claro. Por otro lado, la risa es sospechosa de debilidad mental, como nadie ignora. Y reírse a solas parece prueba irrefutable de la insania. Tiene detractores y apologistas, y hay tantas maneras de reírse, seguramente, como seres individuales habitamos el planeta. Es difícil establecer una idiosincrasia nacional tomando como referente la risa, porque no hay naciones risueñas y naciones que no lo sean, aunque los estereotipos traten de convencernos de que pueblos como el alemán, el danés o el sueco, pongamos por caso, son más refractarios a la risa que todos esos pueblos africanos en los que no intercambiar una sonrisa con alguien al encontrarse por primera vez en el día vale tanto como negar el saludo. Desde bien pequeño mis padres estuvieron convencidos de que de los cinco hijos que tenían, uno, yo, les había salido tonto, y ello se debía a que no podían explicarse cómo, tras haber llevado a cabo yo alguna trastada de consideración y siendo amenazado con todos los castigos del infierno -de los que los bofetones contundentes del padre, que me convertían en un dominguillo (porque ya desde entonces tenía yo mi orgullillo) eran un anticipo neorrealista- me limitaba a esbozar una sonrisa que, desarmándolos, no sabían cómo interpretar, porque, desde el presente, creo identificar que había bastante más en ella de tic nervioso que propiamente de desafío a la autoridad, aunque también había un fuerte componente de terquedad, de empecinamiento en el error, de asunción del mal hecho y de insistencia en el ni negallo ni enmendallo. En cualquier caso, la risa forma parte de mi naturaleza desde que me recuerdo como algo distinto del entorno familiar, de esos años en los que el espíritu de grupo, de clan, anula la percepción de la propia individualidad. La risa, siendo una persona de acreditadas querencias septentrionales y amante de los dramas, la metafísica y el Eclesiastés, me habita y configura una forma de ser que, sin tomarme la vida a broma, me induce a ver, en todo, el lado cómico que pueda tener, ¡y a fe que la realidad es generosa conmigo!  He reído bastante más que he llorado, sin duda, y me parece algo tan natural en mí que nunca me había parado a estudiar el fenómeno, por si acababa pseudopsicoanalizándome. No sé si con el sentido del humor se nace, pero estoy tentado de decir que sí, porque hay personas que carecen de él casi por completo, como cualquier habrá comprobado en su experiencia vital. Escribo ese “casi” porque me resisto a creer que incluso al ser más serio y avinagrado del mundo no se le haya “escapado”, como una raterilla barroca, alguna sonrisa e incluso alguna risa: no somos inmunes al ridículo ajeno, y algunos, los verdaderos humoristas,  comienzan por el propio. Llevado por esa reflexión sobre la risa cayó en mis manos un estudio de Bergson que siempre había querido leer: La risa. Mucho antes, Bousoño había explorado la sutil relación entre la poesía y el chiste, pero puedo asegurar que bien poco reí con su lectura, pero sí, hasta la convulsión, con El Lazarillo o con El antropólogo inocente; en el primer caso ante unos alumnos a quienes hube de aprobar colectivamente porque mientras hacían un examen los descoloqué con mis redobladas risotadas; en el segundo, en un viaje a las 7’30 de la mañana en un tren de cercanías, camino de Badalona, para irritación incomprensible de quienes me tomaron por loco y para solaz de quienes tomaron subrepticiamente nota del libro que era capaz de provocar aquellas carcajadas. Si algo tiene la risa de propio es que halla constantemente pretextos, intextos, postextos y hasta paratextos para liberarse, en la amplísima gama de modalidades que tiene en una misma persona. Es evidente que hay risas enemigas de la risa, lo que vale tanto como que hay risas verdaderas y risas falsa, del mismo modo que hay lágrimas reales y lágrimas de cocodrilo…, pero la risa espontánea no admite ni disfraz ni trampantojo ni sosias ni imitaciones, a diferencia de esas otras risas resabiadas, resbaladizas, respingonas y retorcidas que delatan ipso facto la doblez de los falsos reidores, mediocres imitadores de lo inimitable. Si cualquier motivo se basta y sobra para disparar la risa         , la jerarquía de los mimos es inevitable, algo a lo que contribuye su propia naturaleza: no es lo mismo un resbalón en plena calle, una confusión  amnésica: meter la cafetera en la nevera en vez de posarla sobre la placa eléctrica, subirse a un tren que va a Lugo en vez de al que va a León, que una alusión satírica de Quevedo o la magnífica definición de Religión del diccionario de Ambrose Bierce: Hija del Terror y la Esperanza, que vive explicando a la Ignorancia la naturaleza de lo Incognoscible. De ahí que hable de “jerarquía”, por más que sea difícil establecer un canon, al modo del que se suele defender en otras artes, como la Literatrua, la Pintura o la Música. No siempre llueve a gusto de todos, el humor, y hay humoristas incapaces de hacerme ni siquiera sonreír, Louis de Funès, por ejemplo, o Bob Hope, y otros, como Jerry Lewis o Woody Allen que me activan el resorte de la risa apenas protagonizan la primera tontería, sea dicha o hecha, porque los gags visuales mudos están en el ADN de la invención del cine, como la escena del regante regado pone de manifiesto, una vía que no ha dejado nunca de explotarse con mayor o menor ingenio, porque, dejando de lado los ridículos mecánicos de que habla Bergson, que tanta risa nos producen, está claro que si hay alguna palabra asociada al humor esa no puede ser otra que ingenio. Baltasar Gracián escribió dos tomitos de obligada lectura: Agudeza y arte de ingenio, que ofrecen un compendio teórico-práctico de las diferentes clases de ingenio y su relación con el humor. Sí, sí, ese mismo Gracián perseguido por su orden, los jesuitas, porque en una homilía se le ocurrió decir que había recibido una epístola de Satanás y que se disponía a leérsela a los aterrorizados y azufrados fieles…, lo cual es un anticipo prodigioso de La guerra de los mundos radiada por Orson Welles para espanto de la ingenuidad luterana de los usamericanos de su época. Bergson se aplica al estudio de la risa con un rigor forense que excluye, durante su lectura, no sé si deliberadamente, la ausencia de manifestación tan sana para el organismo humano, aunque un par de veces, a través de los ejemplos que usa consigue que aparezca en el lector, si bien se trata, como es obvio de casos de ingenio, propios de la literatura, pues son las comedias al estilo de Scribe las que el selecciona para extraer esos momentos humorísticos que son comunes a cualquier otra manifestación teatral en cualquier país, pongamos por caso Arniches o el mismísimo Oscar Wilde. Bergson, el filosofo de la duración, del devenir, del movimiento, no tarda en dejar bien claro que lo propio de la risa es el contraste entre lo fluido de la vida y la rigidez mecánica que a ella se opone: Toda rigidez del carácter, toda rigidez del espíritu y aun del cuerpo será, pues, sospechosa para la sociedad, porque puede ser indicio de una actividad que se adormece y de un actividad que se aísla, apartándose del centro común, en torno al cual gravita la sociedad entera. (…) Esta rigidez constituye lo cómico y la risa su castigo. Y de ahí, de ese contraste, extrae Bergson que el peor enemigo de la risa es la emoción: Lo cómico, para producir todo su efecto, exige como una anestesia momentánea del corazón. Se dirige a la inteligencia pura. Esto nos permite entender la lectura que hacía Cecilia Böhl de Faber de Don Quijote como una obra que de ningún modo la incitaba a reírse, sino a llorar, y hasta compungidamente, por las muchas adversidades, apaleamientos, tundas y desgracias por las que ha de pasar el inmortal caballero. En la medida en que hay una tensión entre individuo y sociedad, a propósito de las ocasiones en que se manifiesta esa rigidez que necesita ser castigadas con la risa para promover su corrección, Bergson nos dice que la risa debe responder a ciertas exigencias de la vida común. La risa debe tener una significación social, porque, como ya había dicho: no saborearíamos lo cómico si nos sintiésemos aislados. Diríase que la risa necesita de un eco. No estoy yo muy de acuerdo con esa exigencia social, sobre todo porque, a juzgar por mi propia experiencia, mi propensión a sacarle  punta cómica a la mayoría de mis vivencias, sean sociales o íntimas, jamás me ha empujado a querer compartir con nadie esas risotadas que o me ha provocado la visión de los hechos externos o yo he creado a partir de la imaginación o de cualquier estímulo. Bergson, atento al rigor inapelable del ensayo, incluso propone algunas leyes que acotan el fenómeno de la risa y que no está de más recordar: 
1.Toda deformidad susceptible de imitación por parte de una persona bien conformada puede llegar a ser cómica. 
2. Las actitudes, gestos y movimientos del cuerpo humano son risibles en la exacta medida en que este cuerpo nos hace pensar en un simple mecanismo. (…) Es el automatismo instalado en la vida y probando a imitarla. Es lo cómico.
    3. Es cómico todo incidente que atrae nuestra atención sobre la parte física de una persona cuando nos ocupábamos de su aspecto moral. (…) ¿Por qué mueve a risa un orador que estornuda en el momento más patético de su discurso? ¿De dónde proviene lo cómico de esta frase en una oración fúnebre que cita un filósofo alemán: “El finado era virtuoso y rollizo” Únicamente de un brusco tránsito de nuestra atención del alma al cuerpo.
    4.  Es cómico todo arreglo de hechos y acontecimientos que encajados unos en otros nos dan la ilusión de la vida y la sensación clara de un ensueño mecánico.
     5.  El absurdo cómico es de la misma naturaleza que el de los sueños.

Turbadora me ha parecido, por ejemplo, la siguiente reflexión de Bergson : ¿Y por qué nos mueve a risa un negro? (…) Dudo si acaso no resolvió la cuestión cierto cochero que, delante de mí, trató de mal lavado a un cliente de color que llevaba en su coche. ¡Mal lavado! Un rostro negro sería, pues, para nuestra imaginación un rostro embadurnado de tinta o de negro de humo. De entrada, queda este intelectorestupefacto ante la petición de principio del filósofo: una persona negra, per se, nos hace reír, a los blancos, claro… Enseguida he consultado el año exacto de la publicación, y la obra la escribió en 1899, es decir, con 21 años. No es disculpa, está claro, como tampoco lo es que Miguel Mihura, con 27, escribiera en esa joya del teatro español de vanguardia que fue Tres sombreros de copa: DIONISIO.¿Y hace mucho tiempo que es usted negro? BUBY. No sé. Yo siempre me he visto así en la luna de los espejitos. DIONISIO. ¡Vaya por Dios! ¡Cuando viene una desgracia nunca viene sola! ¿Y de qué se quedó usted así? ¿De alguna caída? Las “leyes” de Bergson cubren los motivos básicos de la generación de lo cómico: el físico, lo mecánico contra la rigidez, lo moral, el lenguaje y la irracionalidad onírica. Es evidente que hay más, pero no dejan de ser variaciones sobre los temas básicos. El ingenio está en la base de muchos de ellos que tienen que ver con una capacidad especial de visión creativa, lo suficientemente perspicaz como para hacer brotar en el acto relaciones ocultas para la mayoría, lo que acercaría notablemente el fenómeno de la risa a los resortes que la disparan en el caso de los chistes, de los que dos citas de Bergson, ambas magníficas pueden ser consideradas como tales: La primera toma como pretexto la inercia mecánica que nos condiciona la vida cotidiana: Hace unos años naufragó en los alrededores de Dieppe un gran paquebote. Algunos pasajeros lograron salvarse en una embarcación después de muchos trabajos. Unos aduaneros que habían acudido valerosamente a socorrerles empezaron por preguntarles “si no tenían algo que declarar”, y la segunda cae de lleno en lo que solemos entender por agudeza satírica, propio de ese género, el vodevil, u tantas obras gloriosas ha dado a la Historia del Teatro; en este caso escoge una de Scribe,  Los descarados, en la que se habla de una novia cuarentona que lleva flores de azahar en su traje de boda y un personaje. Giboyer, dice: “Podría ponerse hasta las naranjas”. La risa tiene la virtud, finalmente, de hacerle subir un peldaño, a quien ríe, sobre aquello de lo que se ríe, o, como lo dice Jean Paul Richter, a quien cita Pirandello en su ensayo sobre el humor: el humor es la melancolía de un ánimo superior que llega a divertirse incluso con aquello que le entristece, lo cual no anda lejos del lema de Giordano Bruno: In tristia hilaris, in hilaritate tristis. Pero de todas las sentencias que intentan fijar que debamos entender por humor o cuál sea la naturaleza exacta de la risa, me quedo con la que también incluye Pirandello en su estudio, esta de Joubert: El esprit consiste en tener muchas ideas inútiles y el buen sentido de estar provisto de nociones necesarias. La risa no necesariamente, como nadie ignora, puede ser entendida como sinónimo de alegría o de buen humor: hay risas tristes, congeladas, en los huesos (como la que da título a la obra de José Bergamín), desangeladas, zafias, torpes, falsas, forzadas, nerviosas, crispadas, sardónicas, hiperbólicas, artificiales, siesas y un largo etc. que cada cual puede rellenar a su gusto. En mi caso personal he de reconocer que la ingenuidad me puede, ese pronto naíf que me dispara la risa, sola  o en compañía, usualmente a raíz de meras figuraciones escenificadas con un grado de verismo tal que da igual que jamás pisen los umbrales de la realidad par cosechar la risa contundente de lo sucedido. A su manera, este espíritu risueño -¡pero ojo, no bobo!…-  lo tengo comparado con la afición a silbar, esa necesidad constante de ponerle banda sonora a los paseos, ciertas actividades mecánicas y, sobre todo, al bajar y subir escaleras, que parece el medio propio y propicio para tal actividad musical. Reírse y silbar conforman, pues, un dúo de “virtudes” como para echarse a temblar si, como desgraciadamente es mi caso, se manifiestan, ambas, en un mismo individuo. Avisados quedan…

Enrique de Villena: “Los doce trabajos de Hércules”, “Tratado de la lepra” y “Arte Cisoria”. La nobleza del estudio apartado y deleitoso.

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Un clásico de la prosa miscelánea del siglo XIV: Enrique de Villena, del mito a la enfermedad con la mesa bien puesta y abastecida 

Enrique de Villena, que hizo fortuna como referente de nigromante para algunos autores de nuestras Letras Hispánicas puede ser considerado, a su manera, como una suerte de heterodoxo en una época en la que la guerra era el principal cometido de la nobleza -muere en 1434, antes de que se vea cumplida la obra de la Reconquista-, y ello es debido fundamentalmente a su interés por el estudio y la escritura, lo que lo lleva a escribir una traducción de la Eneida de Virgilio y otra de la DivinaComedia, de Dante, además de sus propias obras, como, en este caso, las tres reunidas en este volumen de la colección El Parnasillo, de Ediciones Simancas: Los doce trabajos de Hércules, el Tratado de la lepra y el famoso Arte Cisoria, es decir, tres obras de muy distinta naturaleza y que revelan la amplitud de sus inquietudes intelectuales. El Tratado de la fascinación o del aojamiento es el que le valió la reputación de nigromante y el que llevó a que sus obras incluso fueran quemadas, lo que lo convirtió en ese referente heterodoxo y un punto legendario, pasto de fábulas, anécdotas y realidades, como su inclinación a vestirse al estilo árabe, por ejemplo, o su divorcio por supuestamente falsa impotencia, es decir, todo un personaje que, como tal, fue redescubierto por el Romanticismo, pero antes por nuestros barrocos. La prosa de Villena pertenece aún a una etapa de formación de la lengua castellana, pero se advierte en ella el tremendo esfuerzo del autor por conferirle una ductilidad que la acerca poderosamente, a pesar de formar parte de la transición que va de mediados del XIV al comienzo del XV, a usos ya definitivamente maduros como la prosa de Fernando de Rojas, por ejemplo, si bien hemos de reconocer que, por estructura y vocabulario, está más cerca de El conde Lucanor, de don Juan Manuel, por supuesto. He de reconocer que al sumergirme en clásicos como este que hoy traigo al Diario, me dejo vencer por mi defectuosa formación filológica, y saboreo, sobre todo el estadio de la lengua, mucho más que los aciertos literarios, doctrinales o especulativos que el autor haya querido legar con sus obras a las generaciones futuras. Leer desde el siglo XXI estos textos del XIV provoca una emoción filológica, ya digo, a la que es imposible resistirse. Sí, sí, entraremos en los contenidos, está claro, pero he de reconocer que expresiones como: Saeteando con las sus pungitivas palabras la codicia de Fineo o esta otra: Alegres con esperanza fueron a él por longura de días, aspereza e esquividad de fraguosos caminos, me arrastran tras de ellas con una admiración que me colman como intelector. Enrique de Villena fue un escritor de su tiempo, de ahí que refleje el esquema social concreto que entonces regía, como se advierte en esta clasificación de “estados” sociales, tan hiriente hoy:  En doce estados principales e más señalados  so los cuales todos los otros se entienden, es a saber: estado de príncipe, estado de perlado, estado de caballero, estado de religioso, estado de ciudadano, estado del mercadero, estado de labrador, estado de ministral, estado de maestro, estado de discípulo, estado de solitario e estado de mujer, un presente en el que esa postergación de la mujer aún sigue teniendo, para nuestra vergüenza social, algún predicamento. Su versión de los trabajos de Hércules divide cada trabajo en cuatro textos: Historia nuda. Declaración. Verdad. Aplicación. Con lo que pretende cubrir todos los frentes posibles: desde la fábula hasta la Historia y sacar las conclusiones imprescindibles, analógicamente, para educar a la persona, porque recordemos que el ideal ético-estético de la época es el famoso docere et delectare. De ahí que cada trabajo esté reinterpretado para sacar la enseñanza correspondiente. Tomemos por caso el trabajo cuarto, el de la manzana de oro, que fue el undécimo en la clasificación tradicional: Empero la verdad de la historia es que fue un rey en Libia dicho Atalante. E este Atalante non fue aquel que las historias ponen marido de Eletra. E éste fue en Italia. E el que aquí face mención fue antes rey en la parte dicha de Libia. E era muy sabio en todos saberes, onde veyendo que las ciencias en aquellas partes en su tiempo non eran ordenadas, púsolas en orden so ciertas reglas e sabidos principios. E así fizo de todas un cuerpo que fuese vergel del entendimiento, plantando en él las verdades apuradas e artes ciertas que son así como oro pasado por cimiento. E estas producen durables e sanos frutos. E cercolo de reglas invariables e términos seguros encomendándolo a las tres doncellas, inteligencia, memoria e elocuencia sin cuya concordia e consentimiento alguno en el tal vergel entrar non puede. Plantó en el medio la filosofía la cual por el maestro que la mostrase fuese defendida expertamente e disputativa así que la ganase e por propio trabajo. El elogio del estudio y del saber es constante a lo largo de los textos de Villena e incluso, en el tratado sobre la lepra nos incluye una valiosa información bibliográfica sobre sus fuentes, libros en los que uno está tentado de perderse así conoce sus títulos: Rabí Moisén de Egito: Paciqui, (14 libros). Aben Hasdra: Cefer atuamin. Gilalberto: Compendio de medecina. Pedro Helías: De menascalía. Aristótil: Libro de los animales. Abenohaxia: Filahanaptia(Agricultura caldea). Ajeber, Suma Mayor. Rocimus, De turba filosoforum. Del modo como procede Enrique de Villena a destacar tales o cuales datos y a hacer la crítica de ellos, deducimos su elocuente inclinación al rigor conceptual, por más que aún estemos lejos del afinamiento de las herramientas hermenéuticas que veremos en el Humanismo italiano a la hora de enfrentarse a los texto del pasado: El quinto trabajo de Hércules fue cuando sacó el Cervero can infernal del Infierno domándolo e atando por e a defendimiento de sus compañeros Teseo e Piriteo que con él eran. (…) Cuéntalo muy bien Ovidio en el su Metamorfoseos. (…) El cual guardaba la puerta e comía e desmembraba a los querientes entrar. (…) E por eso le dicían en lengua griega Cerbero que quiere decir en la nuestra comedor de carne, Este can era tan grande que la su cabeza era mayor que tres vegadas la de otro por grande que fuese. E por esto dicían que tenía tres cabezas. E hoy día hay destos canes tales en Albania. El método alegórico forma parte de esta época histórica de nuestras Letras, y, de hecho, la alegoría es algo así como la figura retórica por excelencia de la Edad Media. Es frecuente, pues, y en mayor medida, en una obra como esta de los doce trabajos de Hércules que se prestan a ello notablemente:  Entonces el inicuo e malino puerco del cuerpo sintiendo e espíritu que le contradice, se levanta e sale al camino enflaqueciendo las vías del bien vevir espirituales, con los dientes agudos del hábito vicioso llagando los livianos caballos de la voluntad corrientes por el pungimiento de las espuelas del ferviente deseo e reglados o detenidos con las riendas de razón, trayendo sobre sí los espirituales motivos que son caballeros en tales caballos. Se trata, aunque compleja y a veces casi ininteligible, aunque rara vez llega a ese nivel de opacidad sintáctica, de una prosa muy cuidada y en la que se advierte una decidida voluntad de estilo -como la entiende Juan Marichal en su precioso e instructivo libro de idéntico título La voluntad de estilo-, algo que defiende Villena casi como un precepto retórico indispensable: Tanto es nescesaria la pierna del estilo estar firme sin doblegar a la duración de las obras que sin aquella non habría tanta auctoridad.
El tratado sobre la lepra es un caso curioso de indeterminación científica pero de riguroso espíritu de observación que se adelanta al Humanismo en esa mirada escrutadora a y casi fundacional a nuestro entorno, y que nos permite entender la rusticidad investigadora del autor y, al mismo tiempo, su implicación positiva en la determinación de qué sea y cómo se combate semejante afección que no solo e propio de las personas, sino aun de las cosas y de los animales y las plantas. Veamos su definición: Es su definición, según concordanza de los filósofos e médicos, tal: lepra es dolenza mala que viene de esparcimiento de la cólera negra en todo el cuerpo, corrompiendo la complisión de los miembros e figura de aquellos. Así lo ha dicho Gilalberto en el Compendia de medecina. (…) aquel podrimiento añade que es menguamiento de a calor natural e de la humidad radical, así como en los cuerpos secos e en los estiércoles. (…) E por esta manera la tierra e polvo e pajas e basuras, cuando se convierte en estiércol, puédese decir que son leprosos. E por eso el actor nombrado fizo comparación de los cuerpos secos e del estiércol, habiéndolos por leprosos. Para, a continuación, asistir a una descripción pormenorizada, y aun dramática, de sus efectos en quienes la padecen: El que de tal dolencia como es la lepra fuese cruciado, que es dolencia de dolencias e mal en que concurren muchos males. El que lo ha pierde la voz e non puede fablar; duélenle las coyunturas más que si fuese artético; láxansele los nervios más que de parlático; calor extraña nunca se de él parte; tuércensele los miembros más que al tollido; cáncer universal al cuero comprehende (…); la sangre podrescida rompe las venas e se embalsa en la carne, fistulándola; por todo postemaciones e finchaduras, postillas, sanies e anguxidades en él son falladas; dolor de tripas, constipación de vientre, pasión de estómago, perdimiento del apetito, tremor en el corazón e tristeza, turbación de cabeza e gravidad, escotomía en los ojos, tiñitico en las orejas, caimiento de los cabellos
El Arte Cisoria es un manual practico sobre lo que ha de saber el encargado de cortar los alimentos, principalmente carnes y peces, pero también frutas y verduras, en la mesa de los reyes,  y sobre cuáles han de ser sus condiciones personales, porque el tratado no solo se centra en las cuestiones mecánicas y en los utensilios de esa habilidad, sino también en la formación humana, cortesana, de esos ministros culinarios en quienes recae tan grande responsabilidad como la de actuar ante los reyes y sus invitados para contribuir a la mejor urbanidad de los mismos desde la propia de quien sirve. Fiel a su método, que no es otro que el de recurrir a las auctoritas pertinentes, porque un texto goza de excelencia, en aquella época, en función de las autoridades que avalan lo que en él se siga, Enrique de Villena no tarda en ponerlas por delante: [Teófilo, Suma de las artes mecánicas].“Esta [el arte Cisoria] era contada en las doce probidades por quien puede ser alguno, habiéndolas, dicho probo, pertenescientes a todo buen servidor para haber cabimiento en cada de señor, que son cortar de cuchillo, danzas, cantar, trovar, nadar, jugar de esgrima, jugar ajedrez e tablas, pensar e criar caballos, cocinar, cabalgar e las mentas e tempramiento del cuerpo. Al margen de los antecedentes fabulosos sobre las prescripciones establecidas ya por Zoroastro ya por Hermes, y al margen de noticias extravagantes como que Testificando san Jerónimo contra Joveniano viera en Francia los archigotos comer homnes por vianda, De Villena, que se suma al final en la recomendación de que tal consumo sirve para las fracturas óseas: Se comen otras por melecina: así como la carne del homne para las quebrantaduras de los huesos e la carne del perro para calzar los dientes, la carne del tasugo viejo por quitar el espanto e temor del corazón, la carne del milano para quitar la sarna, la carne de la abubilla para guzar el entendimiento, la carne del caballo para facer homne esforzado, la carne de león para ser temido, la carne de  la encebra para quitar pereza…, el Arte Cisoria es un compendio precioso de los hábitos alimentarios en la Edad Media y, en este caso particular, de las condiciones higiénicas y cívicas que han de reunir quienes están llamados a ejercer tal arte, consagrada como tal desde tiempo de los romanos: Los romanos, incitando el pueblo suyo a buena dotrina e vida civil, maestros posieron en escuelas departidas que leyesen las ciencias ciento. (…) E la escuela del cortar non era en poca reputación, acatada la utilidad de la cisoria arte, mostrándola por comunes reglas e graduados términos a los aprendientes. Con esos antecedentes, pues, no dejará de llamar la atención del intelector curioso el plantel de exigencias que debían satisfacer los candidatos a acceder al cargo de “cortador”:  Primera, lealtad, (…) Segundamente, limpieza, trayéndose bien guarnido, según su condición, su barba raída e los cabellos fechos e uñas mondadas a menudo e bien lavado rostro e manos, en guisa que alguna cosa inmunda en él non paresca.(…) La cortadura de las uñas sea mediana, non mucho a raíz, limpiadas cada mañana; guarnidas sus manos de sortijas que tengan piedras o encastaduras valientes contra ponzoña e aire infcto, ansí como tobí e diamante e girgonza e esmeralda e corakl e unicornio o serentina e bezuhar e pirofilis, la que se hace del corazón del homne muerto con veeno frío e cocho, siquiere endurescido o lapidificado en fuego reverberante. Esta traía Alijandro sobre todas consigo, según Aristótil en su Lapidario cuenta. (…) Aun en esta limpieza entiende que sea mesurado en su comer e beber por que non tenga mal gesto, según facen los bebedores e deordenados comedores. E porque no regüelde o escupa o tosa o bostece o estornude o e huela mal el resollo, antes debe usar salsas e lignáloe e almazática, cortezas de cidrias, fojas de limonar e flores de romero, que facen buen resollo e sano.(…) Terceramente, debe ser callantivo de guisa que, cuando cortare, non fable nin faga malos gestos o desdonados, nin esté mirando a otra parte sinon al rey humildosamente e a lo que corta. Nin se rasque en la cabeza o lugar otro ni se suene, en manera que el rey no vea en él cosa que mal paresca o de que tome asco o enojo. (…) E antes e después del servir, lave sus manos. (…) Guardar se debe de las cosas contrarias a las condiciones e costumbres dichas, en esencial de comer ajos, cebollas, puerros, culantro, escaluñas e el letuario de la foja del cáñamo, a que dicen los moros alhajija, e tales cosas que facen mal resollo. ¿Dónde queda, tras leer lo anterior, la imagen de la Edad Media como un tiempo de costumbres salvajes y sin apenas urbanidad: Cuando no cortare, mire al rey en el rostro si en él toviere alguna cosa de la vianda o en los pechos e faga señal secreto que lo entienda para que lo quite, de manera que toda limpieza e apostura en él paresca.?  Además de la clasificación de los cuchillos, uno de los cuales es llamado cañivete, palabra estrechamente relacionada con el ganivet del catalán, de los cuidados que se han de tener para su conversación, de cómo, en su uso, se ha de saber no mezclar sabores al cortar materias distintas [ E si las viandas se trocaren de un día para otro, como de carne a pescado, entonces sean fregados con paja quemada e cenisa de boyuna, que son cosa que quitan los sabores adherentes a los metales e non dejan de sí sabor, fecho el lavamiento de las aguas. E desta guisa serán tenidos muy limpios, cuales cumplen para tal servicio], etc., el libro es, también, una especie de enciclopedia de los manjares habituales que se consumían en aquella época y también de sus propiedades. En la descripción de las exigencias a que se sometían los aspirantes ya advertimos cómo se entremezclaban algunos conceptos propios de las supersticiones y el saber popular de la época, algo que es permanente en todo el libro. Me he limitado, en esta ocasión, a escoger todos aquellos vocablos que aluden a especies o raras o literalmente desconocidas para los consumidores de este siglo: Aves: francolines; sisones; pardillas; cercetas; alcaravanes; lavancos; anderromias; copadas… Animalias de cuatro pies: búfanos; enodios; alguacelas; fardas; morflones; tasugos… Pescados: Pez mular; mosellón; acedías; sollos; asnos; tquillas; lampugas; múzolo; tellinas…  Frutas: alficoces; acimbogas; priscos…Yerbas: alcaucís; lechares; atovas; chirugas; escaluñas; gallocresta; oruga… Finalmente, sobre los gustos propios de aquella época también contiene el Arte Cisoria algunas sugerencias que, sin duda, nos sorprenden, dados los gustos actuales, estandarizados y más próximos a la sofisticación que a hábitos de consumo en franco retroceso, como los productos de casquería, por ejemplo: callos, lengua, hígado, etc., aunque De Villena sugiere que, de algunos animales, él tampoco se los recomienda a nadie: Algunos comen la lengua e tripas e fígado e livianos e non son en sabor nin sanidad que se deban dar entre gente de bien e delicada. Ahora bien, otros productos sí que parecen propios de entonces y no han llegado a nuestros días -sí en Usamérica, en el oeste, por ejemplo, donde las cabezas de res son un manjar delicatessen…-: El cerebro dél [del cabrito]es bueno con jengibre encima molido. (…) El lomo es la mejor de las piezas, en el cual la parte de fuera que está sobre las costillas, que se dice lomo foraño. (…) La segunda pieza, después del lomo e mejor de las otras es el pecho, porque hay en él mucha gordura tiesa e algunos huesos ternos e la carne sabrosa.(…) El caballo, en la Turquía e Yartaria, donde lo comen por vianda preciada, ásanlo entero. (…) Esto facen porque es más muelle carne que la vacuna. (…) Los maslos entre ellos son mejores que las puercas.(..) La ubre suya [de la cerda] es buena asada, pero porque es mucho gruesa e tierna de más, non es tan sabrosa como la de vaca. (…) Los rábanos Por temprar su agudez e frialdad, ponen las tajadas una sobre otra con sal menudo en medio, fasta que salga el agua dellos por disalvación de la sal e extracción de su humidad. Entonces, premidas fasta que juntas queden, son mejores e más sanas aquellas tajadas.

Como fácilmente se advierte en la lectura de las citas extraídas de la lectura, la riqueza expresiva del castellano de De Villena, así como su particular sintaxis, aún claramente en fase general de transformación para acabar convirtiéndose, el idioma, en  la excelsa herramienta expresiva que es hoy en día, es difícil resistirse al encanto de esas soluciones léxicas, fonéticas y sintácticas, y echa uno de menos no poder “oírlos” directamente, por más que el sefardí sea un estadio de lengua muy parecido a lo que entones sería el castellano en toda la península. ¿Quién dijo que leer los clásicos es aburrido? Seguir el hilo de la narración y las reflexiones de De Villena, advertir el empeño intelectual de una persona consagrada al saber, cristiano y profano, que no pierde de vista ni la superstición del mito ni las artes ocultas, con una predisposición, además, tan admirable hacia el conocimiento objetivo de la realidad, de los fenómenos morbosos o la alimentación, en una suerte de prehumanismo muy adelantado a su tiempo es, créanme, un privilegio sin igual y una fuente de placer intelectorcomo pocos textos contemporáneos pueden depararnos.

Una carta/crítica a un poeta con sagrado dominio del don... "Devocionario pop", de Alejandro González.

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Bucear en los archivos permite rescatar desagravios: Devocionario pop o la crítica privada que se alza a pública, sin cambiar ni una coma, como si la osadía del desvío arbitrario, a fuer de sincero,  mereciera aplauso...


Barcelona, 25 de agosto de 2009


Estimado Alejandro:
          Todo llega y lo prometido es deuda. Te dije que compraría y leería el libro con atención y ambas cosas están hechas. He tardado porque, como creo haberte dicho con antelación, estaba preparando el trabajo de investigación del último curso de doctorado, para presentarlo al DEA y me ha ocupado seis meses de más que intenso de trabajo, porque investigaba sobre un tema, lo autobiográfico –concretado en el cotejo de los dietarios de Vila-Matas y Gimferrer– , sobre el que no había trabajado nunca antes. Ello me ha supuesto un esfuerzo de puesta al día y de lectura de la bibliografía esencial que me ha dejado exhausto. Al final, de las 200 páginas que me pedía el cátedro, me he ido a las 407, anexos incluidos, que le he enviado. En fin, enredos académicos a los que te supongo cercano, por lo que has dicho alguna vez. Desde que acabé la carrera me planteé hacer la tesis, pero el trabajo, tanto el del primum vivere, como el del deinde filosofare, esto es, la escritura creativa, se me ha comido el tiempo y el esfuerzo. Ahora, cerca ya –si mantienen el acuerdo de jubilación a los 60 – de la pronta liberación de las tareas docentes, la perspectiva de la tesis me parece un estímulo adecuado y, sobre todo, perfectamente encajable en mi futuro horario de liberado.
                   Pero vamos a lo que nos interesa de verdad: tu obra. No recuerdo bien si, en algún momento, cuando diste noticia de su aparición, decías que contemplabas la obra como algo “casi” del pasado, que aparecía cuando tú explorabas otros caminos formales y temáticos. Si no fue así ésa es, al menos, la impresión dominante que yo he tenido: la del tanteo, la de la prueba, la de la indagación. Como en todo proceso de esa naturaleza inquisitiva, los errores y los aciertos suelen dividirse casi a partes iguales, aunque esto es una exageración. En Devocionario pop (1220-1996) hay más aciertos, sin duda, y logros majestuosos, que suelen asociarse, supongo que es coincidencia, con los sonetos, aunque no todos. 
                       El pero principal que le pondría al libro sería el del desnivel expresivo: que junto a expresiones prosaicas, y hasta banales –“un trovador sin flauta de repuesto” –, haya otras tan cargadas de poesía contundente como la del poema VII: “La oscuridad persiste. Yo me planto”. En ese pero caben otras expresiones como la “magia potagia” la “puñalada aceda” o ciertas rimas excesivamente forzadas como el hecho de que hayan de ser “coros de tragicomedia” los de la musaraña, por ejemplo, animal pacífico donde los haya... Parece ahí que la expresión forzada nos habla más del gobierno del consonante que del consonantador...
                      Es innegable que aflora, aquí y allá, la naturaleza filosófica del autor, y ello se advierte en cierta tendencia a la sentenciosidad que recorre el libro y que, a veces, encuentra formulaciones estupendas, como en “Hay vida en las hojas secas./La broma siempre va en serio”, que acarrea el uso de versos esticomíticos, tan propios de esa inclinación a la sentencia, al aforismo. Hay, por decirlo en términos lógicos, una propensión a la expresión apodíctica, una casi necesidad de “demostrar” convincentemente aquello que se expresa, de la que sería ejemplo sobresaliente el excelente final del poema XX: “todas las sendas llevan al azar”.
           No me preguntes por qué, pero hay ciertas construcciones como “He estado pulsando muertos/desafinando esta certeza ociosa” que se me revelan como expresiones yertas, casi sin ni siquiera la tinta que habría de haber corrido por ellas; se me muestran como una impostura, como una aleación arbitraria, sin intervención humana, más cerca de la escritura automática y de los poemas dadaístas; hay una suerte de “maquinación” en la expresión que la priva de referente humano. Pasa después, también: “fríos como el limón en un despacho/en el que se ventilan cajas rotas”. Todo ello, sin embargo, contrasta poderosamente con un final de poema: “Practico la autopsia a la nieve/ y escupo tu nombre a pedazos” que, al menos a mí, me devuelven a la plenitud del sentimiento. Sería algo así como un paseo cerebral que desemboca en el corazón, aunque la sangre de éste no llegue a irrigar aquél.
                                    Hay muchas cosas que me han gustado, sobre todo las que se acercan al seguro territorio de la herencia clásica. Y es muy notable el humor “a lo Ferlosio” o “a lo García Calvo” del poema xxxv –excepción hecha de la referencia a Bonaparte, claro está–, cuyo inicio, el “Escribo como escupo”, de Tzara, tan cerca está del “escribo como hablo” de Juan de Valdés. Perfecto ejemplo del clasicismo al que me refería, en la expresión y en el tema, es el poema XXXIX, que me encanta de pies a cabeza y del que se me ha quedado ya grabada la conclusión del segundo cuarteto: “la trama dulce donde no intervengo” y el final rotundo del soneto: “sembrarse sin remilgos en el lodo”, variante bastante afortunada del clásico gongorino; de igual modo que el diálogo con don Luis es todo un acierto. Así mismo, el dominio de la décima en XII, con su final espectacular: “Generosa esclavitud/que alza en lágrimas la leña”, me ha maravillado. No sé si es azar o qué, pero los últimos poemas del libro son, en conjunto, poemas más logrados que algunos del principio, y en los que no hay esas caídas de registro o de nivel que tanto distancian al lector apasionado, al menos a éste que te escribe. La última estrofa del libro, por ejemplo, deja un sabor de boca excelente, el adecuado para seguir leyendo una futura obra: “Frágil es el acuerdo/de los sentidos./Uno al fin solo tiene/lo que ha perdido”, que salta por encima del tópico para alojarse en la memoria con voluntad de impronta, 2ª acepción.
            La poesía, con todo, tú lo sabes muy bien, no es una cuestión crítica, sino de adhesión, de complicidad también. Nuestros poetas son quienes cantan como cantaríamos nosotros, quienes usan las palabras que nosotros usaríamos, aquellos con cuya voz nos podemos identificar absolutamente. No siempre se da ese fenómeno cuando escribimos, y a veces estamos demasiado distanciados incluso de nosotros mismos: hallar una voz con la que identificarnos, convertirnos en nuestro propio poeta, es una aspiración que no siempre se cumple. Este razonamiento parece llevar implícita la idea de que ha de haber una especie de “flechazo” con nuestro poeta, pero no es cierto. Leí y desistí de Claudio Rodríguez para volver a él casi 25 años después y no poder desasirme de su ritmo ni de sus imágenes. A Ángel González siempre he estado atado, del mismo modo que la voz ética de Cernuda se hace tuya en cada poema y acabas tú también vulnerado por la dicotomía que preside su obra. Vengo a decir, con este preámbulo de ociosa obviedad, lo poco que valen y que te han de importar los juicios, acaso inmaduros –que la edad no es garantía de nada, salvo de una mayor proximidad a la muerte–, con que me he atrevido a juzgar tu Devocionario, voz eclesiástica que, a pesar de los pesares, me sigue pareciendo impropia para el volumen. El hecho, además, de remitirte a referencias objetivas, le ha privado a tu voz de cierta autonomía, como he comprobado en alguno de los excelentes poemas que has ido colgando en el blog de tanto en tanto.
                    En fin, no quiero ser más pesado de lo que ya lo he sido en estas páginas. Habrás de disculparme y de perdonarme. Ya acabo. Lo que sí me gustaría es mandarte el libro para que me lo devolvieras dedicado, ¿te parece?
                    Un abrazo. 


P.S. Disculpa que te escriba mediante el ordenador. Mi caligrafía es propiamente cacografía, y tratar de descifrarla es una tarea tan absurda como la de Sísifo, a tenor de la poca “chicha” que se saca en claro, tras el ímprobo y más que probado esfuerzo.

Aunque no siempre dejo comentario, sigue siendo un hábito, para mí, pasar por tu blog para leer cada nueva entrega. Y agradezco tu generosidad al regalarnos con el breve e iluminador ensayo de Ana Leal No todo el mito es orégano, que leí con fruición y archivé con diligencia.

Tercera Serie de “Los Episodios Nacionales”, de Benito Pérez Galdos.

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Del oscurantismo carlista hasta los pronunciamientos isabelinos, el arte de Galdós se crece en la adversidad de tanto tiempo mohoso: la mejor vena literaria para la Historia más deplorable.


El inicio de la Tercera serie de Los episodios nacionales, cuando Galdós ya había dado por finiquitada su heroica tarea novelística, tiene un inicio muy flojo, como si el maestro estuviera “desengrasado” y se moviera más por inercia que por genio. Zumalacárregui, por otro lado, es un personaje tan sombrío como escasamente atractivo desde el punto de vista narrativo: un ser hermético, devoto, leal, austero e insípido. La narración parece entorpecerse a sí misma y el protagonista escogido, un cura, Fago, que va de bando a bando, ajustándose a la circunstancia en que los meandros de la narración lo colocan, aunque su corazoncito lo tiene con Zumalacárregui, quien lo convierte poco menos que un héroe de la causa. La ferocidad sanguinaria del clero en las guerras carlistas se impone en la narración, que se abre con un episodio en el que se manifiesta el odio acérrimo entre los dos bandos, el de don Carlos y el de la reina Isabel, defendida por los cristinos, por la Regente:  En aquella terrible guerra, más que ganar batallas, urgía sostener el tesón de la causa, y esto no se lograba sino aboliendo en absoluto toda compasión delante de los sectarios; tratando con crueldad al enemigo fuerte, con menosprecio al débil, para que cundiese y se afianzase la idea de que el cristino era forzosamente, por naturaleza, un ser inferior, abyecto indigno hasta de las consideraciones más elementales, Solo así se formaba un partido viril, duro, resistente a toda adversidad. La narración refleja fielmente el ambiente rural de aquella guerra, que se libraba en terrenos propicios a cada causa, rehuyendo las grandes ciudades. De hecho, Zumalacárregui no pudo tomar Bilbao, un fracaso que, posiblemente, debilitó su causa, porque, como se razonaba entonces: Una vez en Burgos, las potencias nos reconocen, y a Madrid con los faroles. Al margen de las anécdotas de carácter social, propia de las costumbres, como el uso de la patata como alimento, reservado hasta entonces para el engorde del ganado, lo mejor del libro, algo insípido, como su protagonista, es la parte dedicada al traslado en litera del general, herido en una pierna, de Durango a Cegama, a su aldea natal, donde acabará muriendo por la complicación de la herida. Se advierte un intento de retomar los modos narrativos que habían llegado a su punto culminante al final de la Segunda serie, pero el resultado deja mucho que desear. No ocurre lo mismo, sin embargo, con el siguiente volumen, Mendizábal, el desamortizador, que nos ofrece la más brillante muestra imaginable del arte galdosiano, con unos personajes y una trama de folletín de los que sabe extraer un relato apasionante, además de introducirnos en aquella auténtica revolución de las costumbres, los sentimientos e incluso las ideas que fue el Romanticismo. Estamos en Madrid, está claro, y en una trama urbana, muy alejada de esos pinitos peredianos de Zumalacárregui. La vida madrileña ha tenido muchos relatores, pero pocos han conseguido unir su apellido a la ciudad para conseguir que se hable del “Madrid galdosiano” con una naturalidad semejante a la de cuando hablamos del “Madrid de los Austrias”. Que un novelista tenga un territorio de su “propiedad”  puede garantizarnos, cuando sabemos de su habilidad artística para convertirlo en un mundo pletórico de vida, una lectura amena e interesante: ese es el caso de Mendizábal. La vida de Fernando Calpena, un desheredado, la refiere él mismo en breves palabras que nos remiten a la obra excepcional de Galdos, La desheredada, con la que lo comparte casi todo: Sí, vida y gloria mía… Yo no soy nadie. Ignoro quiénes son mis padres. Vivo de la protección misteriosa de una persona desconocida, por quien estoy en Madrid, por quien disfruto ese destinillo, y no sé más. ¿Verdad que es raro? (…) Aura se embelesaba oyéndole (…) y es de creer que solo con aquella historia tan poética y linda se prendaría locamente del pobre desheredado. (…) También te digo una cosa, Aura: bien podría suceder que de la noche a la mañana recibiera yo, como caída del cielo, una fortuna grande… Se han dado casos: yo he leído de algunos casos… El personaje, que alimenta un misterio, como decíamos, típico del folletín, se va abriendo paso en el mundillo madrileño gracias al amparo de una señora que entra en contacto con el cura Pedro Hillo, taurófilo, que se convertirá en algo así como el ángel protector del personaje. A través de Calpena Galdós pretende mostrar narrativamente el paso del clasicismo ilustrado al revolucionario romanticismo, como el propio Calpena se encarga de demostrarnos: -Yo soy pueblo, pueblo nací y pueblo me encuentro ahora. ¡Ay!, amigo Hillo, me acuerdo de mi cuna Era de mimbres, y estaba rota y medio deshecha. Yo ensanchaba los agujeros con mis manecitas, y me echaba fuera para jugar con un perro y dos cabras que había en la pobrísima estancia donde me criaron… ¡Y ahora me habla usted de duquesas y princesas! A usted le ciega, o más bien le enloquece su bondad… Yo no soy lo era. He dado un gran vuelco mis ideas son otras. No tengo ya más que una ambición, y a satisfacerla se encaminan todas las potencias de mi alma. Me crió aquel bendito en la templanza. En la regularidad, en el justo medio de todas las cosas. Pues ya no quiero justo medio; ya me solicitan las situaciones extremadas… Quiero exceso de vida, energías poderosas, mucho gozar o mucho sufrir, luchar, hacer cara a los grandes desastres si vienen, hartarme de felicidad si _Dios me la depara. NO quiero andar por caminos trazados, ni que me cuenten los pasos que doy, ni que me lleven con andadores, ni que me muevan con hilitos, como si fuera yo figura de titiritero. No, no: de un salto me he echado fuera del retablo y entro en el mundo yo solo. El mundo es grande. Un sentimiento, grande también, llevo yo conmigo. ¿Hay espacio? Sí. ¿Tengo yo alas? Sí. Pues a volar. El volumen, sin embargo, está dedicado a Mendizábal, de quien sorprende un aspecto de su biografía que bien podría considerarse menor si en él no se detectase una corriente trágica de nuestra vida nacional: el temor a ser calificado como cristiano nuevo y como judío no converso, lo que lo lleva a cambiarse el apellido, de Méndez a Mendizábal y a asegurar que, en vez de en Chiclana, había nacido en el País Vasco: - No es que yo me llame propiamente Mendizábal. Mi apellido es Méndez. Pero como el señor don Juan Álvarez y Méndez, el grande hombre que ha venido de las Inglaterras a meternos en cintura y a salvar al país, se ha variado el nombre, poniéndose “Mendizábal”, que tan bien suena, yo…, explica un comerciante con ese gracejo popular con el cual se traduce paródicamente todos los hechos, por pomposos que sean o que se nos quieran presentar como tales. No hace falta ir más lejos de la propio Wikipedia para enterarnos de que “la casa de los Méndez, dedicada al negocio de la trapería, a la que pertenecía su madre, era conocida en Cádiz como una familia de cristianos nuevos de origen judío. Eso explicaría, según el historiador Juan Pan-Montojo, su decisión de cambiar su segundo apellido por el de Mendizábal, con el que se otorgaba un origen vasco, garantía en sí mismo de limpieza de sangre. La nueva identidad resultaba tanto más útil para fabricar su imagen, por cuanto que la casa de comercio de Miguel Mendizábal era una de las más importantes del Cádiz dieciochescoDe Oñate a La Granja, continúa el folletín alrededor de Fernando Calpena, si  bien en este volumen se declara abiertamente la corresponsal de Pepe Hillo como madre del protagonista, a quien reconoce como tal, libera de la pena de prisión y acepta que siga su libre voluntad, negándose a coartársela para ajustarse a lo que la dama espera de él. Se trata de una “cortesana” de sólidas luces con quien, sin embargo, aún ni siquiera el hijo entra en contacto, deseoso de seguir los pasos norteños de Aura para rescatarla y hacerla suya: Fernando es mi hijo… Y esto que escribo quisiera que él lo leyese, y a él mismo se lo escribiría gozosa, añadiendo: “Hijo de mi alma, perdóname. Reconozco tu independencia; acato tu libre albedrío. Tus amores o me gustan, pero los respeto. Acabemos eta horrenda lucha. Dime tus condiciones y nos entenderemos.. La política se mezcla con la acción y son frecuentes las reflexiones de unos y otros personajes sobre la tragedia española, que no es otra que la del intento de imponer por la fuerza unas ideas al resto de conciudadanos: En todos los países, la fuerza de una idea o la ambición de un hombre han determinado enormes sacrificios de la vida de nuestros semejantes; pero nunca, ni aun en las fieras dictaduras de América, se han visto la guerra y la política tan odiosa y estúpidamente confabuladas con la muerte (…), causan dolor y espanto, por el contraste que ofrece la grandeza de tan extraordinario derroche de vidas con la pequeñez de las personas en cuyo nombre moría o se dejaba matar ciegamente lo más florido de la nación. Hay, en la descripción del bando carlista una impostura constante que Galdós denuncia con una lucidez que, andando el tiempo, rescatará Valle-Inclán para describir la corte de la antagonista, Isabel II -propiamente la Regente, María Crsitina, y “cristinos” eran llamados los seguidores de los derechos de Isabel II-: -Sí, pero la realidad nos impone la idolatría del mentir, ¿no es eso?  -Sí, porque siendo mentiroso cuanto nos rodea, si blasonamos de verdaderos, o nos encierran por locos o nos apalean a cada triquitraque. Falso es todo lo que ves, carísimo, y en esta Corte diminuta no hallarás más verdad que en la grande de Madrid; farsa es la religiosidad de la mayoría de estos cortesanos; hipócrita la creencia en el derecho divino de este pobre Rey de comedia; engañoso el entusiasmo de los que mangonean en el ejército y en las oficinas. Solo es verídico el pueblo en su ignorancia y candidez; por eso es el burro de las cargas. Él lo hace todo: él pelea, el paga los gastos de la campaña, el muere, él se pudre en la miseria, para que estos fantasmones vivan y satisfagan sus apetitos de mando y riquezas. No imitemos al pueblo, el gran inocente, el eterno bobo de mundo civilizado, el polichinela sobe cuya joroba recaen todos los palos. Y pues hemos de comer y de vivir y abrirnos paso en el tumulto de esta mascarada, pongámonos la careta. Se trata de una idealización dinástica que afecta a la realidad toda, de modo que las guerras carlistas, aun a pesar de su crudeza despiadada, se nos aparecen como una fantasmagoría absurda que implica, sin embargo, durísimos peajes. Antes de que Fernando Calpena salga hacia el norte, espoleado, dice el narrador, por Espronceda, se recoge al hecho singular del “duelo” entre Mendizábal e Istúriz, si bien desde una perspectiva jocosa y manifiestamente antirromántica: Una tarde fue sorprendido por la candente noticia de que Mendizábal e Istúriz se desafiaban. ¡Y habían sido Pílades y Orestes, camaradas en la adversidad, amigos en la próspera fortuna! (…) -Luego, ¿no ha corrido la sangre? -dijo Hillo. A lo que contestó Álvarez que no, que lo que había corrido era bilis. -Ha sido un duelo a primera bilis, y ya está el honor satisfecho. Las andanzas de un liberal en el territorio carlista, movido, sin embargo, por una cuestión amorosa, tiene su punto culminante en el atrevido rescate que lleva a cabo Fernando de dos mujeres y su padre, a quienes libera a punta de pistola para llevarlos a su caserío, si  bien en condiciones muy adversas, y con el padre herido y en riesgo de perder la vida, cosa que en efecto sucede. El padre, don Alonso, con un criado que responde al nombre de Sancho, es llevado en una carreta de vuelta a su casa después de haber perdido la razón por la política, como el otro Alonso la perdió por los libros de caballerías. Estas analogías son frecuentes en los Episodios y refuerza la convicción de que Galdós se encomendó a Cervantes para “restaurar” el prestigio de la novela española en el siglo XIX, sacándola de la decadencia que la afectaba desde la muerte del alcalaíno: Desde que le tocó la demencia política, ¿usted sabe los libros y papeles que entraban en casa? Tres veces por semana nos traía el bagajero de Vitoria un fajo así, de folletos y periódicos, todos echando chispas, vomitando veneno. Y con los papelotes chicos venían después carros cargados de Enciclopedias, de obras como misales, que trataban de libertad y cortes, de revoluciones y demonios coronados. Herido el propio Fernando en la arriesgada travesía, y siendo atendido en casa de las dos hermanas a cuerpo de rey, el volumen acaba con otro acontecimiento histórico bastante chusco: la rebelión de los sargentos en el Palacio de La Granja y la disparatada entrevista entre los representantes de estos y la Regente, María Cristina, quien, como se dice coloquialmente, se los merendó con patatas en un periquete, aun teniendo que ceder lo justo para defender los derechos dinásticos de su hija. Que María Cristina era una mujer inteligente lo demuestra el hecho de que sus segundas nupcias, estas morganáticas, con Fernando Muñoz, un militar de su guardia, no interfirieran lo más mínimo en el curso de los acontecimientos, lo que bien pudiera haber creado un conflicto dinástico aún mayor del que don Carlos había creado: El Príncipe se alegró, diciendo para su sayo: Reina casada, Regenta eliminada. Pero la Gobernadora fue más lista; no declaró oficialmente sus nupcias; se entendió con Roma… manda sus hijos a criar al campo. NI siquiera figuran sus alumbramientos en el registro de la Facultad de Palacio. En la Gaceta, y dentro de las leyes del reino, es tan viuda de Fernando VII como lo era el 30 de setiembre de 1833, a las veinticuatro horas de expirar el padre de Isabel II. Literariamente, a medida que avanza la redacción de los Episodios…vamos observando que se consolidan ciertos recursos narrativos y creativos que Galdós había llevado a la perfección en su serie de novelas contemporáneas. La creación de un personaje como Víctor Ibrahim y Coronel, capellán castrense y conocido de Pepe Hillo, a quien se ofrece para lo que sea menester, es una prueba de ello. Galdós se apunta a una de sus especialidades narrativas, con este personaje: la transcripción literalmente fonética del habla particular de algunos sujetos, bien sea por ser extranjeros, por su vulgaridad sin educación o por regionalismos, como el vizcaíno de El Quijote, por ejemplo. En este caso se trata de un andaluz popular muy gracioso: Loj alurnoj e Lusifé…, por ejemplo, o, cuando comenta que Aura fue apartada de Fernando por ser hija de quien fue: La chica e Mendisába, hombre; una hija de extranjis, cuarterona de inglesa, que estaba en poer de una tal que yaman la Sayona, prendera o marchanta de piedras… El Gobierno ha tenido que escondé a la chavala y prendé a Carpena. Ya ve en qué se ocupa mi don Juan. La imbricación de folletín y política rinde sus máximos efectos narrativos, como se aprecia, y así seguimos, de momento, a punto de entrar en el famoso asedio a Bilbao por parte carlista, donde Espartero cimentó buena parte de su gloria, en Luchana, que así se llama el volumen. La nueva entrega de la serie, muy centrada en la guerra carlista del norte y especialmente en el asedio fracasado a Bilbao, tiene algún punto de interés en las reflexiones expresadas por la cortesana que es madre de Fernando, pero a la que la acción se traslada a la familia Arratia y al intento de seducción de Aura por parte de los dos hijos mayores de la familia, la hazaña narrativa se ensombrece y trivializa extraordinariamente, casi hasta parecerle al lector un alargamiento excesivo para el escaso o nulo interés de la fama. De hecho, la heroica defensa de Bilbao, simplemente enunciada, no tiene la garra de aquellas dos obras extraordinarias que fueron Zaragoza Gerona, gestas a las que de pasada se alude en la narración. Se advierte cansado a Galdós, como si le pesara el esfuerzo narrativo, pero tuviera que cumplir con un compromiso. Hay alguna gratificación, está claro, como es la aparición de Beltrán de Urdaneta un viejo y libertino noble arruinado que pasea su desengaño, sus escepticismo y su decrepitud con el mejor de los humores y la más experimentada sabiduría posible sobre la condición humana, un ser propiamente dieciochesco y dispuesto a hacer de su capa un sayo y disfrutar de la vida aunque le vaya en ello la misma. Como lo ve el personaje, lo vemos los lectores: Calpena recordaba, en presencia de Urdaneta, las imágenes que había vito de Voltaire, de Talleyrand, del abate L’Epée. La presencia de Urdaneta incita a Galdós al uso del estilo cervantino, porque el propio don Beltrán es, también, ¡uno más!, trasunto de don Quijote, siquiera por lo que hace a la parte desengañada del mundo y el precipitado de virtud que es capaz de trasladar a quienes se acercan a él, como ocurre con Calpena: El que en su camino encuentra un árbol de grata sombra, cargado de fruto, es tonto de capirote si no se planta allí… Si lo desprecias y sigues andando, te expones a no encontrar más que paisajes fantásticos, efecto de eso que llaman miraje. Corres, corres… ¿y que ves?... pues un magnífico plantío de cardos borriqueros. Frente a los sabrosos comentarios de la corresponsal de Pepe Hillo, sobre el pronunciamiento de La Granja, por ejemplo: La historia de España, que hasta hace poco gastaba el coturno trágico, paréceme que se aficiona a la comodidad de los zapatos de orillo, o al desgaire de la alpargata, Galdós acentúa, al final de Luchana, la trama folletinesca sobre la reunión de Fernando y Aura, lo cual incluye, como dijimos antes, los tanteos amatorios de dos de los hermanos y la posibilidad de que la enamorada de Calpena acabe casándose con uno de los tres hijos, Zoilo, el que la consigue como el vaquero se empeña en conseguir a Marilyn en Bus Stop, de Joshua Logan. Así, con un impecable ejercicio de folletinesco continuará... queda suspendido el volumen antes de pasar al carlismo levantino, teatro supremo de las crueldades. La campaña del Maestrazgo nos permite seguir los pasos descabellados de don Beltrán Urdaneta por tierra levantinas para recuperar unos dineros que prestara a Juan Luco, cuyos hijos, Marcela y Francisco, han abrazado la vida religiosa, y quieren dedicarlos a crear un convento, aun a pesar de que reconocen que el padre dejó escrito que se habían de separar los dineros de Urdaneta y devolvérselos. La figura de Marcela, a medio camino entre la Marcela cervantina y  Mauricia la Dura de Fortunata y Jacinta es un personaje que, a pesar de su erudición, que enfada al noble: Si en los comienzos del diálogo le encantaba a Urdaneta la firmeza de las convicciones de la peregrina y el severo estilo con que la manifestaba, en cuanto empezó a largar citas se le hizo un poquito indigesta tanta sabiduría. Preguntole que cómo podía repetir sin equivocarse tantos textos de sagradas escrituras, y ella lo explicó por su prodigiosa retentiva… Lo que una vez leía, no se le olvidaba nunca, y su mente era una copiosa biblioteca, que usaba sin compulsar libros. Por todo el camino fue soltando citas de Santis Padres y de Aristóteles y Cicerón; que también éranle familiares los filósofos profanos; y ya un tanto mareado don Beltrán con aquella erudición fastidiosa, diputó a Marcela por un papagayo con más memoria que discernimiento. Aún era muy pronto, dice el narrador, para formar un juicio tan terminante, se crece ante el lector, más aún cuando, ejerciendo de “tercero” don Beltrán en el proceso de amores del guerrillero que la pretende y la terca monja, consigue que esta acceda a considerar las pretensiones de Nelet, Manuel Santapau, de hacerla abjurar de su estado religioso y abrazar la otra religión, la del amor y de la familia, en compañía del rico guerrillero. El narrador ya hace una salvedad sobre lo mucho que se ha de dudar del juicio del noble, y le asiste la razón. Incluso la figura del tortosino  Ramón Cabrera, el “Tigre” del Mestrazgo, al que Galdós, ignoro por qué, llama siempre “leopardo”, queda difuminada frente a la trágica historia de los amores de Nelet y Marcela, que lo es, trágica, porque en una acción de guerrilla acaba matando al hermano de Marcela, lo que se convierte en una culpa imperdonable que no solo acaba con su futuro matrimonio, sino que lo lleva a la locura de ponerle a todo punto final, lo que incluye el asesinato de Marcela y su suicidio posterior. Un amour fou, pues, casi canónico. Menudean menos las reflexiones de calado político o moral, en este volumen, pero quiero destacar el testamento de viva voz de Urdaneta cuando sabe que se ha dictado la orden de ajusticiarlo como prisionero cristino que es de las fuerzas carlistas: Haced un país donde haya todo lo contrario de lo que unos y otros, a quienes no sé si llamar guerreros o bandidos, representáis; haced un país donde sea verdad la justicia, donde sea efectiva la propiedad, eficaz el mérito, fecundo el trabajo, y dejaos de quitar y poner tronos… Lo que va a resultar es que, cualquiera que sea el resultado, estáis fabricando una nación de bandolerismo, que en mucho tiempo, gane quien ganare, ha de seguir siendo bandolera, es decir, que tendrá por leyes la violencia, la injusticia, el favor, la holgazanería, el pillaje y la desvergüenza. Ha de añadirse a esos píos deseos la constatación de un requisito político que, a juicio de Urdaneta, es básico para lograr fines como los que pretende la facción: Ten presente que no se hace nada de provecho sin fuerza, entendiendo por esto, no el poder de las armas, sino una virtud eficaz y activa, que a veces reside en una persona, a veces en las leyesLa Estafeta romántica marca un corte nítido geográfico en la atención a la guerra carlista, porque retomamos la historia de Fernando a través de un formato epistolar al que ya había recurrido Galdós, por ejemplo en su novela La incógnita, diez años antes. Los hilos sueltos de los amores de Fernando y Aura, más los nuevos descubrimientos familiares sobre su origen y parentesco, que lo lleva a convertirse, por ejemplo, en nieto de don Beltrán de Urdaneta, con quien había congeniado tanto cuando se encontraron y compartieron estancia en la posada. Se trata de una concesión al lector para no dilatar por más tiempo el conocimiento exacto de todo lo concerniente al héroe que, a su manera, aún sigue siendo una incógnita en la Serie, por más que se hayan seguido sus pasos hasta caer herido y refugiarse después en casa de quien resultará ser su tío, el hijo de don Beltrán. Al hilo de esta aventura genealógica, aprovecha Galdós para darle un buen repaso al romanticismo que se puso de moda en aquellos años y que con tanto gracejo retrató Mesonero Romanos en su famoso artículo, El romanticismo y los románticos. Incluso a través de un sueño del protagonista se revive el suicidio de Larra, y se recuenta su entierro, la asistencia de los románticos de su generación y la intervención de Zorrilla, consagrándose como joven poeta. Como toda la novela es epistolar, las noticias que se recogen en unas cartas pronto quedan superadas, en las siguientes, por la “verdadera” realidad que se conoce, lo cual genera un  movimiento de afirmaciones y desmentidos que contribuyen a la vivacidad de la relación epistolar. Ello incluye hasta la muerte de don Beltrán y los funerales que se encargan para honrar su memoria, por ejemplo: Ya por diferentes conductos sabrán ustedes que nuestro don Beltrán vive, que fue mentirosa la noticia de su fusilamiento. Todo el volumen está atravesado por noticias de tipo romántico, sobre todo las relativas a la lectura y el eco social de algunas obras famosas que marcaron un antes y un después en las costumbres y en la literatura, aunque Galdós opte, con buen criterio, por la vía cómica para traerlas a escena: Llámase Las cuita del joven Uberte, o cosa así, y ello es una historia muy sentimental y triste, porque el hombre no se conforma con su suerte, y está siempre buscándole tres pies al gato, hasta que le da la ida negra de pegarse un tiro, lo cual debo condenar por garrafal tontería, a más de condenarlo por pecado execrable. ¡Vaya unas abominaciones que se escriben! Tu suegro debió de conocer al autor de este libro, un tudesco de nombre muy atravesado, que parece vizcaíno, así como “Goiti” o “Goitia”. De todos modos, la propia aventura amorosa del personaje, de Fernando Calpena, ha de entenderse desde esa óptica del movimiento romántico, y de ahí el modo como él se lamenta de la ridícula suerte que han acabado corriendo sus amores: terminado en las tablas por un monólogo de desesperación, mientras dentro suenan voces y cantorrios de epitalamio… (…) Quedamos en que mi tristísimo y pedestre desenlace se guarda, por ahora, inédito, Ya me lo he silbado yo. Un “monotema” sobre el que vuelve una y otra vez: Desde aquel tremendo día me ha repugnado hablar de mi caída sin dignidad, de mi tragedia sorda, desairada, enteramente circunscrita a la escena del alma, sin ruido, sin armas, sin gloria. Ni el placer muscular de la lucha, ni el goce amarguísimo de manifestar con violencia la ira, ni el desahogo de la venganza; nada, mi querido Hillo. Ha sido una originalidad artística que jamás pude soñar: la terminación de un drama por el vacío, introduciendo la humana pasión en la máquina neumática y asfixiándola inicia y estúpidamente, hasta que su preceptor, el sacerdote Pepe Hillo le pone delante de los ojos el ridículo de semejante acción dramática teñida de un insoportable aire bufo: ¡Niño, por Dios! Quítate el caperuzo de espectro y vete a tu casa. ¿O es que representas el galán desesperado, melenudo y ojeroso que, cuando las cosas ya no tienen remedio, pues están echadas las bendiciones, se aparece espada en mano, queriendo atravesar a la dama infiel, al segundo galán solapado, al primer barba, que es el padre, al segundo, que hace de sacerdote, y a la característica, zurcidora de aquel enredo? ¡Niño, por Dios! Hasta en el teatro apestan ya esas cosas. Finalmente, se desvela la identidad de la madre de Fernando: Pilar de Loaysa, condesa de Arista y el protagonista y ella, antes de verse por primera vez, inician una correspondencia que permite al protagonista ir asumiendo su condición, aceptar su destino ingrato y compensarlo con la posibilidad de aspirar a casarse con Demetria, quien, junto con su hermana, lo cuidó en su casa cuando, tras rescatarlas del poder de los facciosos, fue herido en una pierna y hubo de guardar reposo en ella durante dos meses.  La historia propiamente dicha de Ramón Cabrera, con el fusilamiento de su mujer y la terrible venganza del caudillo carlista, sigue apareciendo en el volumen, pero no puede luchar contra la presencia omnímoda del Romanticismo, lo que, leído desde hoy, se advierte que fue una verdadera revolución social. La situación política, con la “espantá” del pretendiente cuando sus fuerzas estaban a punto de entrar en Madrid, la sintetiza perfectamente don Beltrán con una especulación al hilo de la actualidad: Dice el señor Rostchild que, cuando se vea claro cómo termina el grave pleito entre la revolución y la monarquía en España, verá si le conviene o no abrir su caja al, reina o dictador que flote en la riada. Cierto que la cara de la revolución le asusta a él, don Dinero; pero la de Carlos V, que también trae mueca revolucionaria y de las más feas, no es muy tranquilizadora. Y de ahí el sabio consejo que emana de su dilatada experiencia: No están los tiempos, ni las cosas de los tiempos, para escrúpulos y fililíes. Sálvese una parte, si no todo, de lo que se posee, y no se haga puntillo de honor de los llamado derechos, pues estos, en toda ocasión histórica, no son tales derechos si no les acompaña y robustece la fuerza.
En Vergara, sigue utilizando Galdós el recurso epistolar que le permite una pluralidad de narradores, de perspectivas, si bien acota unos hechos, como la paz de Vergara,  que intentaron cerrar de una vez por todas el conflicto sucesorio y acabó cerrándolo en falso por las guerras intestinas en cada uno de los bandos, más acentuada, en ese momento, la del del pretendiente don Carlos. En el capítulo XI reaparece, sin embargo, el narrador omnisciente y, en comparación con los anteriores, lo más objetivo posible: Agotada la preciosa colección de cartas que un Hado feliz uso en manos del narrador de estas historias (lo que no ha sido flojo alivio de tan rudo trabajo), su afán de proseguirlas, revistiendo de verdad la invención y engalanando lo verdadero, oblígale a lanzarse otra vez por valles y montes, ojeando los acontecimientos y las personas, que de unas y otros da pingüe cosecha la España de aquellos días. La acción aun se divide entre la aventura sentimental de Zoilo, prisionero que es liberado por Fernando Calpena para ser enviado a Bilbao y poder rehacer su vida con su mujer y su hijo, y las negociaciones difíciles para lograr la paz entre Maroto y Espartero, certificada en el famoso abrazo que no fue seguido por sus tropas respectivas. Las dudas de Maroto que sabe que se convertirá en el enemigo número uno del carlismo y los temores de que se negocie con los rebeldes unas condiciones que los convierta en rivales en el escalafón de los vencedores dominan la escena histórica del momento, como defiende, con pasión Santiago Ibero, según lo recuenta el narrador:  No vaciló en confiar a su amigo la repugnancia de que terminara la guerra por tratos y componendas con los facciosos, reconociéndoles grados, e igualándoles con los que habían derramado su sangre por Isabel. Esto era inconveniente, indecoroso, inmoral; hacer concesiones al retroceso era reconocerle como un Estado. Transigir con él era una declaración de impotencia. No, no, mil veces: los soldados de la Libertad debían perecer antes que terminara la campaña por otro medio que el hierro y el fuego. Si se quería establecer una paz durable, era forzoso descuajar el carlismo, y abrasar toda semilla, para que ningún tiempo ni ocasión pudiera germinar de nuevo. Con los elementos que a la sazón poseía la Libertad, debía emprenderse la extinción completa, radical, de aquel bando execrable que pretendía implantar el despotismo asiático, la superstición y la barbarie. “Que en todo el siglo y en los siglos que sigan no se oiga hablar más de Pretendientes, ni de clérigos salteadores, ni de fanatismo, ni de estas antiguallas odiosas.
De nuevo en Madrid la acción, el arte costumbrista de Galdós abre Montes de Oca con una descripción magistral del mundo de los fogones madrileño y de cómo se fue introduciendo el nuevo concepto de Restaurante y de menú a precio fijo, entre otras sabrosas noticias. Puesto fin a la guerra carlista, la novela deriva el interés que hasta entonces había puesto en Fernando Calpena hacia el militar Santiago Ibero y, en el ámbito político, a los movimientos de Espartero para conseguir convertirse en Regente, movimiento que, desplazando a la Reina madre, la obliga a exiliarse junto con su marido morganático, con quien había contraído matrimonio en secreto poco después de morir Fernando VII. Esas nuevas, nada nuevas, serán aireadas por su propia hermana en París, creándose una poderosa enemistad entre ambas. De hecho, fue la oposición de Espartero a que se cumpliera una nueva ley sobre los Ayuntamientos lo que forzó la situación en un entrevista en que Espartero poco menos que le aplicó una primera versión de nuestro actual 155… Montes de Oca, seguidor de María Cristina y acérrimo defensor de la causa realista, estuvo entre los conspiradores que urdieron planes para restituir a la Reina madre a su función regente, porque la lucha entre las facciones progresista y moderada dentro del liberalismo acabó teniendo parecida virulencia que la propia guerra contra el carlismo. Montes de Oca representa un cierto idealismo que no nublaba una visión lúcida de la realidad:  En los momentos críticos de la vida de los pueblo no es fácil saber dónde está la alucinación y dónde la claridad del juicio. Alucinan los triunfos repentinos, no la desgracia; la usurpación puede ser un delirio; el derecho no lo es. Estamos en el apogeo de los pronunciamientos, esa modalidad españolísima de hacer política desde el ejército que se inaugura así que Fernando VII traiciona los ideales de la Pepa, que fijaba la soberanía nacional en el pueblo español, algo insoportable para quien se consideraba único y exclusivo representante de ella. De forma paralela a ese mundo de intrigas, Galdós describe la vida familiar de un funcionario que, como muchos de ellos, dependerá de qué facción esté en el poder para poder disfrutar de su puesto y el sueldo correspondiente. Eso sí, la descripción de la familia incluye un personaje femenino, Rafaela, transgresor en grado sumo, y reflejo de una situación social muy diferente de la vida putada por el código tradicional. Santiago Ibero, que coquetea con ella, acabará distanciándose, horrorizado por el “realismo” casi naturalista de su manera de enfrentarse a las relaciones amorosas. Y eso lo hace quien defiende que  nuestra existencia no es más que un tejido de errores, y que gran parte del tiempo que vivimos lo empleamos en la necesaria rectificación de juicios y creencias, pero el planteamiento “liberal” de Rafaela va bastante más allá de lo que el romanticismo del joven Ibero está dispuesto a aceptar. Una joven viuda, harta de la mojigatería que le reserva el destino, y cuyas manifestaciones viriles confunden a Ibero: Diga usted lo que quiera; pero yo pienso que con las guerras, aunque sean civiles, las naciones crían callo y se hacen más fuertes… Y qué sé yo… me parece a mí que las peleas encarnizadas ilustran, quiero decir que despabilan a la gente. En fin, si es disparate que los sea. Lo que usted no me negará es que con las guerras se aumenta el dinero. Parte de ese pensamiento radica en las dificultades crónicas por las que ha pasado su familia, aunque ahora que su padre ha sido mandado a Ciudad Real las cosas hayan cambiado para ellos: La pobreza es cosa muy mala, y hay que huir de ella sin faltar a la decencia.  Pero el choque frontal entre el coqueteo de Ibero y el realismo de Rafaela, que desarme al joven militar, se produce cuando ella es capaz de formular un pensamiento que cuesta imaginárselo en aquella época:  Una vez en el mal camino -dijo Rafela con una sequedad que contrastaba con su pena-, me parecía una simpleza perderme sin gracia… Para pobreza ya tenía la de la honradez… ¡Perdición pobre…!, es como ahogarse en un mar hediondo.  Si a eso añadimos lo que le reprocha al joven Ibero: Tomándome por mujer-simón para una carrera, o unas horas, pretendías que yo te amase, que me pusiera flaca y ojerosa y lánguida por ti. ¡Pero qué tonto eres, qué cosas tiene mi maestro!, entendemos la vergüenza infinita que hubo de sentir quien vio en Rafaela una oportunidad de disfrute sin coste social: El amor no es cosa que se reclama por derecho. Se inspira sabiéndolo inspirar, se siente cuando se siente; pero no pueden venir alcaldes y alguaciles a decirle a una: “pague usted el amor que debe”. El mejor arte de Pérez Galdós es este de la imbricación de lo individual en  lo histórico, esta plena realización de lo que Unamuno llamaba la intrahistoria, porque a través de estos personajes y sus conflictos entendemos cabalmente no solo el alma de una época, sino también su constitución corporal, junto con las manifestaciones orgánicas y las necesidades de dicha realidad. De ahí que lo reivindique como arte supremo de su invención novelística: Dos minutos después, Ibero y Rafaela, solos en la sala, producían una escena que sin ser histórica merece ser puntualmente relatada. ¿Y por qué no había de ser histórica, siendo verdad? No hay acontecimiento privado en el cual no encontremos, buscándolo bien, una fibra, un cabo que tenga enlace más o menos remoto con las cosas que llamamos públicas. No hay suceso histórico que interese profundamente si no aparece en él un hilo que vaya a parar a la vida afectiva. Del  destino político del padre de Rafaela me gustaría reseñar un proyecto económico que está en las antípodas de lo que sucede en nuestros días: Su capital goza fama de sucia y villanesca; pero la mejoraremos, introduciendo los adelantos. (…) La desecación de las lagunas de Ruidera aumentarían en muchos miles de fanegas los terrenos laborables. Con una administración proba y activa y unos cuantos toques de Gaceta, el país de don Quijote sería un edén, y vendrían en tropel a establecerse en el los extranjeros, cargados de capitales. Los dos últimos volúmenes de la Tercera serie, Los ayacuchos y Bodas reales se centran en el exilio que Espartero impuso a la Reina regente, al negarse esta a compartir la regencia con el General, lo que abrió una brecha entre los militares progresistas y los moderados que facilitaría una sucesión de gobiernos que acabarían configurando un sistema de inestabilidad política del que son ejemplo paradigmática los “cesantes”, esos servidores del Estado, y de sí mismos, que solo disponían de ingresos si su “caudillo” de turno estaba o no el poder. Galdós tiene la delicadeza narrativa de fijarse en la reina Isabel y su hermana cuando ambas son unas niñas que, alejadas de la madre, han de formarse con los tutores que el Estado pone a su disposición para que, en el futuro, esté a la altura de su mandato. Como les decía quien fue nombrado su tutor legal, Agustín Argüelles: sin una buena sintaxis no puede un soberano ordenar los discursos que tiene que echar a los embajadores de otros monarcas, ni poner bien una carta sobre negocios de Estado”. (…) Para los chicuelos de Juan Particular se escribían los cuentos comunes, inocente literatura de la infancia. Para las niñas de la nación se había escrito el más bonito de los cuentos: la historia de España. Manuel José Quintana fue nombrado preceptor de las infantas. Fernando Calpena, que aún sigue siendo en estos dos libros el hilo narrativo, junto con Santiago Ibero, del que ahora hablaremos, reflexiona, a raíz de las noticias que le llegan de su corresponsal en Palacio, Mariano Centurión, del que Galdós hace un retrato inmortal, lo siguiente: ¿Pero aquí están todos dementes? ¿Es esto la metrópoli de una nación o el patio de un manicomio?... Y pregunto yo dónde se ha metido el sentido común, sin que nadie acierte a responderme… A juzgar por lo que se oye, el país es un insensato que, aburrido de sí mismo y no sabiendo cómo vivir, pide a los demonios que se lo lleven. El Ministerio entrante es calificado como de la peor extracción ayacucha. Y yo pregunto: “¿Qué significado tiene esta palabra, y qué se quiere expresar con ella?” Ni Espartero estuvo en la batalla de Ayacucho, funesta para nuestra nacionalidad en América, ni los feligreses de su camarilla, a quienes acusamos de infinitos males pelearon tampoco en aquella célebre acción de guerra. Eso es tan peregrino como el llamar borracho a José Bonaparte, que no lo cataba. La imaginación popular emborrona la historia, y luego nos cuesta Dios y ayuda descubrir con raspaduras la verdad. A pesar de lo extenso de la cita -¡total, tienen estas líneas tan pocos lectores, si es que tienen alguno, que no va a echar para atrás a quien se atreva a degustar este retrato clásico que Galdós traza de Centurión, un aristócrata más que venido a menos, por obra y gracia de su libérrima voluntad-, no me resisto a ofrecer un retrato que, acaso, no circule como debiera, desgajado de este volumen de Los ayacuchosRepresentaba don Mariano Centurión  cincuenta años, excediendo la edad aparente a la verdadera,  que apenas de los cuarenta pasaba, diferencia que atribuían los chismosos a la disoluta vida del caballero. Segundón de una casa noble de Andalucía, criado desde su más tierna edad en la holganza, sin serios estudios, sin disciplina que le contuviera ni buenos ejemplos que le llevaran a mejores fines, acabó por perder la salud y el escaso caudal que heredó de su padre. Con estos segundones obres reza el adagio: Iglesia, Mar o Casa Real; mas no habiendo puesto Marianito sus miras oportunamente en el estado eclesiástico ni en el militar de mar o de tierra, ya no tenía edad ni espíritu para procurarse otro refugio que el de un triste empleo; y repugnándole, por la dignidad de su noble alcurnia, las plazas de oficina, se dio a solicitar un puesto en Palacio, conforme le aconsejaba el sabio refrán. Era Centurión hombre de escasos conocimientos en los diversos ramo del saber, pero de mucho despejo natural y de memoria felicísima; narrador ameno de cuentos y sucedidos, y con instintos de escritor que habrían sido verdaderas dotes si las cultivara. Se había pasado la juventud, sin sentirlo, en los ocios corruptores de las viñas andaluzas: zambras y jaleos, peladuras de pava, cañas y toros, meriendas y timbas. Cuando empezó a comprender la vanidad de semejante vida, ya era tarde para emprender otros rumbos: encontrábase viejo a los cuarenta años, el cuerpo lleno de dolores y flaquezas que le obligaban a doblarse como una caña, el espíritu sin ilusiones, la bolsa enteramente vacía. Su hermano, con quien andaba continuamente a la greña por cuestiones metálicas, le negaba todo auxilio; y la demás parentela le hacía la cruz como a un prodigo que deshonraba la clase y nombre de ilustrísimo de os Centuriones. Rechazado el hombre en su patria, y no bien visto de sus compañeros de libertinaje, emigró a la Corte, dispuesto a coger una silla y un plato en el comedero social. Con notas de ambiente, como la apertura de Lhardy y otros detalles por el estilo, la trama amorosa se extiende a lo largo del volumen para poder “cerrarla” antes de acabar la Serie y empezar con la siguiente. ¿Y cómo lo hace Galdós? Muy sencillo, Santiago Ibero, después de su extraña aventura con Rafaela, cree no estar a la altura de la mano de Gracia y renuncia a ella tras tomar la decisión de entrar en religión, a medias por propia voluntad, a medias convencido por unos monjes catalanes que se lo llevan con él para prepararlo para hacer los votos correspondientes. Calpena, una vez que ha recibido la información de dónde hallar a su amigo y prometido de la hermana de su novia, decide “raptar” a  Ibero aun contra la voluntad de este, y buena parte del volumen se la lleva el esfuerzo de Fernando Calpena por “desprogramar” a su compañero de armas para que vuelva en sí, renuncia a la vida religiosa y cumpla con su compromiso social de casarse con Gracia. El episodio me ha resultado tan familiar en Galdós, que diríase sacado de su famosa obra teatral Electra, denuncia del fanatismo religioso y de su capacidad de alienación de las jóvenes. Corriendo he ido a consultar las fechas de escritura, y aunque el Episodio es un año anterior al drama teatral, como este se inspiraba en un caso real, es posible que tanto el Episodio como la obra deriven de ese caso que alcanzó publica notoriedad. Sea como fuere, el proceso mediante el cual Santiago  Ibero va recuperando el juicio, tiene, en el trasfondo, algo de Cervantino, de ahí las alusiones analógicas a que don Quijote fuera llevado en una carreta de vuelta a casa contra su voluntad. Como el volumen de Los ayacuchos recoge las revueltas  antiesparteristas en Barcelona, que acabaron con el bombardeo de Barcelona desde Montjuïc, Galdós aprovecha la coyuntura para introducir un personaje muy famoso, el creador del canal de Suez, Ferdinand Lesseps,  quien, cónsul en aquellos años en Barcelona, intermedió con el general Van Halen para suspender los bombardeos y auxiliar a la población damnificada. Amigo de Calpena, no está de más recordar la reflexión de este ante la intervención humanitaria del francés, en las que ve un doble juego diplomático que no le gusta un pelo: He puesto en delicado entredicho mi amistad con Lesseps, reduciéndola a las meras relaciones entre caballeros, y encerrando con cien llaves la política siempre que hablamos; de otro modo sería difícil evitar un rompimiento desagradable, pues el juego tapado que viene haciendo el representante de Francia, contra lo que previene su obligación de neutralidad, merece todas mis antipatías. El volumen dedicado a las bodas reales, pues se casaron a la vez ambas hermanas,  no puede hacernos olvidar que tiene como medida previa la de declarar mayor de edad a Isabel II a la edad de catorce años, lo que, se mire como se mire, es robarle a una persona el final de la adolescencia y la juventud en aras de los intereses de Estado. Y ninguno más susceptible de ser un asunto popular que la elección del candidato a la mano de la futura reina. El elegido, Francisco de Asís, primo de la futura Reina, supuso un fracaso propiamente desde la mismísima celebración de los esponsales, a diferencia de su hermana, que no solo fue su reverso, sino que incluso se sumaron, ambos cónyuges,  a las muchas intrigas cortesanas contra el trono de la Reina. Decididamente, el exilio de Espartero, como dice Galdós: sumió al país en el caos. Aparecen los “soldados de Fortuna” que él dice, y describe sucintamente las causas del deterioro político de aquella época: Se ve que estos soldados de fortuna a quienes la guerra llevó rápidamente a las cabeceras de la jerarquía militar, y estos políticos criados en los clubs, recriados con presuroso ejercicio literario en las tareas del periodismo; lanzados unos y otros a la lucha política en los torneos parlamentarios y en el trajín de las revoluciones, sin preparación, sin estudio, sin tiempo para nutrir sus inteligencias con buenos hartazgos de Historia, sin más auxilio que la chispa natural y la media docena de ideas cogidas al vuelo en las disputas; se ve, digo, que al llegar a los puestos culminantes y a las situaciones de prueba, no saben salir de los razonamientos huecos ni adoptar resoluciones que no parezcan obra del amor propio y la presunción. Sorprende, con todo, la inclusión de Prim entre ellos, y más aún el juicio que le merece quien luego acabaría siendo Presidente del Gobierno: Hallándose Prim, como quien dice, en la edad del pavo, cual niño aplicado y muy inteligente, que aún no conoce la discreción, llamó a Espartero soldado de fortuna, aventurero egoísta, y a Mendizábal intrigante, embaucador y dilapidador de los intereses públicos. Andando el tiempo fue de los que creyeron que la memoria de uno y otro debía perpetuarse con estatuas. Pero lo más chocante, para quienes, como yo, desconozcan ese extremo de nuestra Historia, es la atribución de responsabilidad del general catalán en el atentado que sufrió Narváez y del que salió ileso: Coincidió tan grave suceso con otro sonadísimo: la tentativa de asesinato del general Narváez. Dirigíase al teatro del Circo, donde bailaba la Stephan en función de gala, con asistencia de Su Majestad y Alteza, cuando unos embozados detuvieron el coche junto a los Basilios, y disparando sus trabucos a boca de jarro por las ventanillas, mataron… al ayudante señor Baseti, el cual, por un caso fortuito, había cambiado de asiento con el general. (Entre paréntesis, dígase que la opinión maliciosa señaló a don Juan Prim como autor del atentado; pero nada se le pudo probar). Un Narváez, hosco y autoritario, de quien solo queda en los usos políticos una expresion que ha llegado incluso hasta el nacionalismo pujolista del siglo XX:  Lo primero es el orden, lo primero es hacer país… Esta frase ha quedado desde entonces como una formulilla en los amanerados entendimientos: siempre que entraban en el Poder estos o aquellos hombres se encontraban el país deshecho, y unos gobernando detestablemente, otros conspirando a maravilla, lo deshacían más de lo que estaba. Por supuesto, el título del volumen no es, ni de lejos, el principal objetivo del planteamiento narrativo de Galdós, quien se desentiende de esas “bodas reales” que tanto tenían de fabulosas para unos madrileños ávidos de diminutas noticias como esa mientras vivían ajenos al desgobierno, y centra sus esfuerzos en  ofrecernos el miserable estado de la política en aquellos años, cuando ni siquiera entraba en los esquemas de los caudillos que se rifaban el gobierno, aspirando a ser la mano que escogiera la Reina en los bailes para nombrarlos, la realidad de una continuación del conflicto dinástico en forma de un resurgimiento de la guerra carlista. Pero eso quedará para una Cuarta serie en la que entro con la misma ilusión y fervor con que inicié esta provechosa andadura, sobrecogido por el respeto hacia una creación de semejante envergadura como lo es la de este ciclo novelístico que jamás desmiente su inquebrantable raíz literaria.

El arte narrativo de Galdós o el destello del genio creador: ejemplo para una crestomatía de su obra.

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Un fragmento con voluntad de cuento o cómo sacar partido narrativo de una materia mínima que engrandece y adensa la novela.

Ha sido constante, desde que me embarqué en esta aventura intelectora de Los episodios nacionales, la tentación de construir una crestomatía galdosiana, porque, aunque se trate de un esfuerzo propio de otros tiempos en los que era más difícil el acceso a los textos completos, me parece evidente que vamos camino de volver no tanto a las Selecciones al estilo del Reader's Digest -un uso, por cierto, que en español, "digesto", se limita a la literatura jurídica-, pero sí a la lectura de textos breves que nos permitan "contactar" con autores en los que acaso poder entrar después, con más tiempo, y leer una obra completa. Fue  todo un género editorial el de Páginas escogidas, que solía confirmar el carácter canónico del autor que merecía una publicación así. Era la rúbrica de su importancia en el mundo de las Letras. Hoy quizás debería volver a ponerse de moda para unos lectores habituados a extensiones brevísimas que les exigen, además, escasa intensidad lectora, porque a la que se complique algo la intelección..., malo. El fragmento que transcribo, perteneciente al volumen Narváez, de la cuarta serie, me parece una obra de arte absolutamente moderna, hecha la salvedad de cierta retórica propia de la época, por supuesto; pero la capacidad inventiva de Galdós es de una modernidad total. Si tuviera que buscar un referente actual de la imaginación con que aquí nos regala el autor de La desheredada, quizás escogería a Javier Marías, para quien ciertas digresiones novelísticas como la presente, son muy de su agrado. Aún tengo presente la excelente reflexión sobre el cubo de la basura en Todas las almas, si no recuerdo mal. Un texto como el presente, que escarba en lo cotidiano hasta encontrarle una dimensión que, sin ser rebuscada, sí nos deslumbra por la capacidad visionaria de quien ha sido capaz de darle "voz" a algo que a nosotros nunca se nos hubiera ocurrido que pudiera tenerla, me parece la demostración palpable del genio creador. Este tipo de fragmentos abundan en las novelas de Galdós, y sí, también en Los episodios nacionales, por supuesto, lectura que, ya en la recta final de ella, me parece de obligado disfrute.

Hube de fijarme entonces en un accidente de mi casa que en todo el verano no mereció mi atención, y era el ruido, o más bien concierto de ruidos que hacían las diferentes puertas del vetusto edificio al ser abiertas o cerradas. Cada noche observaba yo un nuevo rumor o musical concepto, ya como lastimero quejido, ya como frase de angustia o sorpresa, y aplicando el oído y la imaginación, concluía por dar un significado verbal a sones tan extraños. Por entretenernos en algo en las lentas noches comuniqué mis observaciones a Ignacia, y apoderada esta de lo que tanto era artificio de la mente como realidad sonante, oyó más que yo, y compuso todo un poema con los ruidos de las viejísimas tablas de mi casa solariega. “La puerta del comedor, siempre que entra alguien, dice: “¡Ay, ay, ay!, ¿cuándo os cansaréis de abrirme?..., y la de la despensa: “Dejadme morir cerrada…”. Pues fíjate en los peldaños de la escalera cuando sube Úrsula, que es de libras… Dicen: “Muero porque no muero”. Y cuando baja Prisca, que corre como una rata, hablan ene lenguaje familiar. Yo lo oigo así: “Pues aquí venimos los frailes gilitos vendiendo cabriiitos…” Pon atención y oirás lo mismo que oigo yo…
-Pepe, Pepe -me dijo Ignacia una noche cuando desperté del primer sueño-, fíjate en ese ventanón que han dejado abierto en el desván. El viento lo mueve, y al abrirse canta el primer verso de la jota… atiende y oirás: “Hay en el mundo una España…”, luego se cierra con un golpe, “pum”, al cual sigue un ruido muy suave, algo así como el de las chupadas de un niño cuando coge la teta.
Puestos a oír, oíamos verdaderas maravillas. La puerta del comedor hablaba en griego y en latín, y decía cosas de la misa para echarse después a reír con alguna frase desgarrada, más propia de boca de manola que de una venerable puerta de casa ilustre; la que comunica el comedor con la pieza donde están los armarios de ropa decía: “Madre, unos ojuelos vi”, y los armarios remedaban rezos de monjas, ronquidos de durmientes, pregones como el “¡De Jarama, vivos!” que tanto habíamos oído en Madrid.
Llegamos a componer el completo inventario de estos domésticos ruidos con música y letra; y como alguna noche nos molestase tanta música, nos atrevimos a decir a mi madre que mandara untar de aceite los mohosos goznes para que callasen o fueran más silenciosas las parlantes y cantantes puertas. Pero ella, sonriendo con la dulce severidad que empleaba siempre que se veía en el caso de negarse a darnos gusto, nos dijo:

-Por Dios, hijos míos, no me pidáis que suprima los ruiditos de mi casa, que si ella no me cantara con el son de sus puertas y el estribillo de sus gonces, me parecería que pasaba de casa viva a casa muerta. Con esos ruidos melancólicos, que me cuentan cosas del presente y del pasado, me crié, y con ellos quisiera morirme. En ellos oigo la voz e mis padres y de mis hermanos  de mi tío Anselmo, corregidor que fue de Guadalajara. Amigo íntimo del Empecinado y de don Vicente Sardina, nos refería las palizas que estos daban al general Hugo. También me traen a la memoria esos murmullos la voz de mi abuela, cuando a mí y a mi hermana no contaba las fiestas que dieron en el Retiro por el casorio de doña Bárbara con Fernando VI; la voz de mi padre. ¡ay!, una tarde, cuando, sentaditas mi madre y yo en este mismo sitio desgranando judías, entró y muy afligido nos dijo que le habían cortado la cabeza al rey de Francia. Esto fue el año 93: la noticia de tal atrocidad llegó a nuestra villa el día de San Blas: ya veis si tengo memoria… Con que, no matéis los ruidos y dejadme mi casa como está… No seáis, por Dios, tan modernos.

Las “Epístolas familiares”, de Antonio de Guevara.

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La amena y variada correspondencia de un precursor de Montaigne o el esmerado arte de la prosa exquisita al servicio del humanismo y la política. 

Leí durante la carrera universitaria aquel best-sellereuropeo que fue Menosprecio de corte y alabanza de aldea y algunos pasajes de su Marco Aurelio, e inevitablemente El villano del Danubio, un pasaje del libro que circuló en copias manuscritas antes de que saliera editado el libro, y que fue recreado por Tirso de Molina y por Lafontaine. Se trata de un texto utopista, en la línea del de Tomás Moro, publicado diez años antes, y centrado en la figura del “buen salvaje” opuesto al refinamiento de la nobleza. Su brevedad, sin embargo, su concisión, contribuyó a la rápida popularidad del mismo. Antonio de Guevara, que como segundón fue enviado a la Corte para abrirse camino, acabó tomando el hábito franciscano para acabar escalando puestos en la Corte hasta llegar a ser predicador real y Cronista oficial, por más que nunca se dignara escribir crónica alguna del reinado de Carlos I. Ello no obstó para que tuviera una posición elevada en la corte e incluso para que interviniera, desde el bando del Emperador, en la Guerra de las Comunidades o revuelta de los comuneros, como se aprecia en algunas de las cartas que se contienen en el volumen Epístolas familiares que acabo de leer con tanto placer y entusiasmo que me apresuro a recomendar su lectura a cuantos aún son aficionados al retirado y silencioso arte intransitivo de la lectura de los clásicos, siempre tan propensos a depararnos sorpresas como la propia de la lectura de esta obra sorprendente.  Radica lo sorpresivo de la misma en que se adelanta, en cierto modo, a Michel de Montaigne en el cultivo de un arte epistolar que prefigura lo que sería el gran descubrimiento del francés: el ensayo, como género literario maridado con la autobiografía, porque el objeto de la pluma de Montaigne es él mismo, como repite a menudo en su obra. Guevara no se centra tanto en sí mismo como Montaigne, por supuesto, pero, en la medida en que responde a consultas la mar de peregrinas sobre mil asuntos de muy diversa naturaleza, las epístolas acaban conformando una suerte de poliantea en la que no faltan las confidencias íntimas, los relatos clásicos, las habladurías de la Corte, los apólogos, la investigación humanista, las reflexiones sobre la dieta, el matrimonio, la virtud e incluso la teoría política, a propósito de su intervención directa, supongo que por encargo del Emperador, en el asunto de la revuelta comunera para tratar de reconducir al sometimiento al rey a los airados nobles que, frente a la influencia de los extranjeros de confianza del rey en el gobierno de Castilla, acabaron promoviendo poco menos que la desaparición de Castilla y la emergencia de una suerte de ciudades-estado o reinos independientes, para lo que se aliaron con las clases populares. Guevara no era un hombre de acción, al menos él tiende a retratarse como un hombre de Corte que se mueve a disgusto en ella y echa constantemente de menos el retiro del convento para poder dedicarse al estudio y a la escritura. Estamos en presencia, pues, de un intelectual al que su condición de obispo encumbrado en la Corte lo lleva a participar en hechos históricos que chocan con su necesidad imperiosa de retirarse a la soledad que añora su condición de filósofo; un hombre que se ha ido construyendo a sí mismo poco a poco y que es consciente de qué es la construcción de una vida acreditada por los hechos, no por virtudes supuestamente sobrevenidas por nacimiento o herencia de clase: La honra es muy poco tenerla y muy mucho merescerla.  Su fama fue creciendo con el tiempo, de igual modo que ascendía en la escala social, y ahí hemos de ver la explicación de su relación con tantos nobles que se dirigen a él en busca de consejo, para que los ilumine sobre algún aspecto doctrinal, para que les confirme la fuente originaria de tal expresión clásica o incluso para solicitarle que se digne escribir una carta de amor para que un viejo noble pueda conquistar los favores de una joven dama (Escrebisme una cosa, la cual habíades de tener vergüenza de la escribir, pues la tengo yo agora de os responder; conviene a saber, que al cabo de sesenta y cuatro años, andáis agora muy metido en amores. Enviáisme también a rogar en vuestra letra que os escriba una carta de amores para vuestra amiga, en la cual persuada a que cumpla con vos, aunque olvide un poco a Dios. (…) En tal edad como la vuestra, más os habéis de regir por la campana que tañe a las diez a queda, que  no por la que tañe de mañana a prima) , que a esos extremos de cotidianidad extravagante y curiosa se llega en estas epístolas, un ramillete de preocupaciones de la vida cotidiana, no siempre culta, pero sí siempre humana e interesante, porque el conjunto de las epístolas, sin constituir la Crónica del reinado de Carlos I que nunca escribió, sí que son una radiografía casi naturalista -como diría Américo Castro de ellas- del primer tercio del siglo XVI. El atractivo de estas epístolas va, sin embargo, bastante más allá del curioso contenido de las mismas, para centrarse en el trabajado estilo del autor, curtido en la creación de las estructuras cuatrimembres, las paralelísticas, las similicadentes y, por supuesto, y casi como “marca de fábrica”, en el uso constante del  homoioteleuton o prosa rimada, y todo ello, sin embargo, y aunque cueste creerlo, sin perder en ningún momento el tono de confidencia llana con que se conversa con alguien íntimo o cercano; en modo alguno se trata de una prosa afectada, sino elaborada, que es muy diferente, pero Guevara es muy consciente del carácter casi coloquial que han de tener las cartas, y lo imprime a las suyas, aunque ello no obsta para que las salpique de citas latinas -un recurso omnipresente en Montaigne, por cierto-  que usualmente traduce, aunque no siempre, y las abarrote de referencias a obras clásicas, en lo que constituye un recorrido por las “autoridades” clásicas greco-latinas de las que tan cerca se siente el humanista al que la política y la religión tantas horas del placer del estudio le robaron, y también de anécdotas propias de esas colecciones de apotegmas que ocuparon un lugar importantísimo en la producción literaria española de finales del XVI. Tomemos como ejemplo estas dos enumeraciones, que parecen anticiparnos el barroco:  Una sobre el estado de casado, contra el que escribe desde la objetividad del religioso y desde la misoginia medieval que aún no acaba de desaparecer del todo, a pesar de la revalorización de l mujer que supuso el Dolce Stil Nuovo poético: La riqueza congoja, la pobreza entristece, el navegar espanta, el comer empalaga y el caminar cansa; los cuales trabajos todos vemos entre muchos estar derramados, sino es en los casados, que están todos juntos; porque el hombre casado pocas veces le vemos que no ande acongojado, triste, cansado, empalagado y aun asombrado, digo asombrado de lo que le puede acontescer y su mujer osar hacer.La otra, una confidencia sobre su condición de cortesano a su pesar: De mí le hago saber que estoy con todas las condiciones del buen pleiteante; es, a saber: ocupado, solícito, congojoso, gastado, sospechoso, importuno, desabrido y aun aborrido, porque pleiteamos el señor arzobispo de Toledo y yo sobre la Abadía de Baza, sobre la cual tengo por mí una famosa sentencia.  Sin querer abusar del término, Antonio de Guevara es un autor “moderno”, en lo que la modernidad intelectora tiene de antiguo, esto es, de devoción por el conocimiento, por el estudio, por la frecuentación de los clásicos, por la curiosidad desmesurada por todo, por la autoexigencia del rigor expresivo, por el interés por todo lo humano y lo divino que jamás le es ajeno, o por la amplitud de miras humanista que lo lleva a considerarse antes ciudadano del mundo que hijo de una nación concreta: Estos insulanos agitas eran en toda la Grecia tenidos por hombres muy cuerdos, y no poco esforzados, y ordenaron entre sí mismos que ninguno se osase llamar natural de aquella isla si no hubiese primero hecho alguna notable hazaña, porque, según decían ellos, la tierra es la que se ha de presciar de tener tales hijos, que los hijos de ser más de una que de otra tierra. Antonio de Guevara nos ofrece con estas Epístolas familiares un valioso modelo de intelector, precursor de Montaigne. No estamos ante una obra perfecta -no son pocos los que acusan a Guevara de no ser riguroso en el uso de las fuentes, de inventarse algún destinatario y de no haber renunciado a la imaginación en su manual del príncipe cristiano que es el Reloj de príncipes, ampliación del Libro áureo de Marco Aurelio, pero, en su género, me parece una colección que no tiene desperdicio y una fuente, fiable en lo que de fiable tienen las versiones de los hechos en política desde uno de los bandos, interesante, en todo caso, sobre esa Guerra de las Comunidades que tanto divide a los historiadores. Su visión de la Corte casi como un auténtico nido de víboras Américo Castro señala el éxito indiscutible que tuvo la obra de Guevara en Francia, por ejemplo: las famosas Epistres Dorées se editaron en francés más de diez veces entre 1556 y 1578; y hubo también unas veinte ediciones del Horloge des Princes (Reloj de Príncipes) entre 1531 y 1608. Traigo los datos para despejar las dudas de quienes, neciamente, piensen que se trata de una obra localista que no trasciende las fronteras patrias. De igual manera que a Gracián poco menos que nos lo descubrieron los alemanes, bien podemos deducir de ese éxito francés que a ellos haya de deberse la revalorización de un autor que, ciertamente, no parece gozar de excesivo predicamento entre nuestros intelectuales, aunque sí, afortunadamente, como esta recensión quiere indicar, entre nuestros intelectores, de quienes me erijo en portavoz accidental y entusiasta. A mí, particularmente, me han llamado la atención las referencias autobiográficas con que Guevara esmalta su respuestas, sobre todo aquellas que nos revelan no tanto un pensamiento como un carácter, un modo de estar en el mundo con el que cualquier puede simpatizar, empatizar o meramente sentirse cercano. Se trata de detalles que revelan un modo de reaccionar que delata la dimensión exacta de su humanidad, sea por sus méritos, sea por sus defectos. A nadie puede llamar a engaño la mentalidad conservadora del prelado, pero todos podemos advertir en sus escritos su talante liberal y la ecuanimidad de sus juicios sobre las innumerables flaquezas humanas, propia de quien ha frecuentado los clásicos y, sobre todos ellos, ha escogido como guía el estoicismo de Marco Aurelio y el idealismo del “divino” Platón. Y lo cierto es que empieza por él mismo, porque son frecuentes las confidencias sobre su persona y sus estado de ánimo, como cuando nos revela que Escrebir corto o largo, escribir tarde o temprano, escribir polido o desabrido, ni está en el juicio que lo ordena, ni en la pluma que lo escribe, sino en la materia de que se trata, o  en el tiempo que lo lleva; porque si está hombre desgraciado escribe lo que no debe, y si está contento dice lo que quiere. Homero, Platón, Esquines y Cicerón, en sus escritos, y por ellos, se quejan, y aun nunca se acaban de quejar, que cuando sus republicas estaban quietas y pacíficas, ellos estudiaban y leían y escrebían y que cuando estaban alteradas y remontadas, ni podían estudiar, ni menos escrebir. Añadamos el juicio sobre sus propias capacidades y la objetividad con que es capaz de discernir sus estados de agudeza y de embotamiento: Veces hay que tengo el juicio tan acendrado y tan delicado, que a mi parescer barrenaría un grano de trigo, y hendería por medio un cabello, y otras veces le tengo tan boto y tan remontado, que ni acierto en la yunque con el martillo y ni aun sé labrar de mazo y escoplo. Son muy interesantes sus reflexiones teóricas sobre lo que ahora los cursis llaman la gobernanza. El buen gobierno es uno de los referentes clásicos del discurso de quien en su Reloj de príncipes escribió un manual del arte del buen gobierno, inspirado, sin duda,  en la Republica de Platón: Si en las cortes de los príncipes no hubiese tantos caballos en las caballerizas, tantos halcones en las alcándaras, tantos truhanes en las salas, tantos vagamundos por las plazas ni tanto desorden en las despensas, soy cierto que ni ellos andarías tan alcanzados ni los vasallos tan agraviados. El retrato del legislador lacedemonio Licurgo, hecho por Plutarco, lo ofrece Guevara como el modelo de príncipe, y es digno de remarcar, no solo la austeridad de quien ejerce el poder, sino la dimensión social que ha de tener su obra. Si tenemos en cuenta que en la Guerra de las Comunidades actuó al lado del Emperador y frente a los supuestos alborotadores populares, llama la atención esta dimensión social que, para él, ha de tener el buen gobernante: Plutarco dice deste Licurgo que fue bajo de cuerpo, algo descolorido, amigo de callar, enemigo de hablar, hombre de poca salud y mucha virtud. Nunca fue notado de cosa deshonesta, nunca perturbó la República, nunca vengó injuria, nunca hizo injusticia, ni dijo a nadie palabra mala. Era en el comer, templado; en el deber, sobrio; en el dar, largo; en el rescebir, recatado; en el dormir, corto; en el hablar, reposado; en el negociar, afable; en el oír, paciente; en el expedir, pronto; en el castigar, manso, y en el perdonar, benigno. (…) También se escribe de que fue el primero que invento en Grecia haber  casas públicas de los bienes públicos fundadas y dotadas a do los enfermos se curasen y los pobres se recogiesen. (…) Ordenó y mandó Licurgo que todos los montes y prados y casas y heredades se partiesen e igualmente se dividiesen, para quitar que no hubiesen ricos que tiranizasen, ni pobres que se quejasen. (…) Cinco cosas les enseñaban cada día que guardasen, las cuales un pregonero, puesto en un alto de la plaza, las pregonaba diciendo: “Lo que manda el Senado de Licaonia es que honréis a los dioses, seáis pacientes en las adversidades, obedezcáis a los censores, os vecéis a los trabajos y que volváis de las guerras muertos o vencedores. Las Epístolas familiares nos ofrecen también un modelo de perfecto caballero cortesano muy en relación con la obra de Baltasar de Castigliones, El cortesano, nuncio del Papa en Toledo durante el reinado de Carlos V y a quien, a buen seguro, hubo de tratar de Guevara, pues la sensibilidad humanística de ambos es idéntica: Lo que al caballero le hace ser caballero es ser medido en el hablar, largo en el dar, sobrio en el comer, honesto en el vivir, tierno en el perdonar y animoso en el pelear, por más que su visión de la Corte se corresponda con la de la Caína, o poco menos:  Decís, señor, que os escriba qué es la cosa en que más ocupo el tiempo, y a esto os respondo que, según los cortesanos, tenemos por oficio malquerer, cizañar, blasfemar, holgar, mentir, trafagar y maldecir, con más verdad podremos decir del tiempo que le perdemos que no que le empleamos. (…) En las cortes de los príncipes yo confieso que hay conversación de personas, mas no hay confederación de voluntades, porque aquí la enemistad es tenida por natural y la amistad por peregrina. (…) Es de tal condición la Corte, que los que más se visitan peor se tratan, y lo que mejor se hablan peor se quieren. Las cartas contienen noticias de todo tipo, y reflexiones de notable interés, pero es curioso observar la atención que le dedica Guevara al funcionamiento del rudimentario servicio de comunicación epistolar de la época. Después de señalar que Pirro, rey de los epirotas, fue el primero que inventó correos, comenta  el retraso con que ha recibido una carta: Aunque partió de allá por agosto, llegó acá a quince de noviembre; de manera que vuestras cartas, señor, son tan cuerdas y tan bien proveídas, que antes que salgan de su tierra dejan ya hecho el agosto y vendimia. Si como era carta fuera cecina, ella hubiera tenido tiempo para venir bien sazonada, porque ya hubiera tomado la sal y aun descolgádose del humo. Y aquí advertimos ese sano humor irónico de quien lo gasta con generosidad, para delectación de sus lectores, los de ayer y lo de hoy, porque el ingenio es impagable y se conserva tan lozano como el día que se escribió aunque se lea casi quinientos años después…, como lo demuestra la cita clásica con que ilustra la irregularidad temporal en la recepción de las cartas: Filistrato, en la vida de Apolonio Tianeo, dice que era costumbre entre los ipineos de poner las datas de las cartas en los sobreescritos dellas, para que si fuesen de pocos días escritas, las leyesen, y si fuesen añejas, las rasgasen. Guevara es un apologeta de la correspondencia, a la que otorga un lugar fundamental en las relaciones humanas, algo casi obligado en un humanista, una figura que no puede concebirse sin una fluida relación epistolar con compañeros de estudio y erudición, tan alejados geográficamente: Para el hablar no es menester más de viveza; mas para el escribir es necesario mucha cordura, porque para probar si un hombre es cuerdo o loco no es más menester de ponerle unas espuelas en los pies o una pluma en la mano. O, como escribe más adelante, sobre las pruebas para determinar la sindéresis de los sujetos: Para conocer a un hombre si es cuerdo o loco, mucha parte es mirarle si escribe sobre  acuerdo y habla sobre pensado, porque no ha de escribir el hombre lo que le viene a la memoria, sino lo que le dita la razón. A los intelectores, tan apegados a los libros, los que llevamos un veneno que no nos permite ni hacer distingos entre los de papel y los electrónicos, la lectura de ciertos pasajes de las epístolas nos reconfortan especialmente, porque compartimos con Guevara esa condición de, lletraferits, que decimos en catalán, y de ahí el enfado morrocotudo del autor cuando descubre que, a traición, le han robado un preciado libro de su colección: Entre hombres doctos las burla entiéndense hasta decirse palabras, mas no hasta hurtarse escrituras. Como, señor, no tengo otra hacienda que grangear, ni otros pasatiempos en que me recrear, sino en los libros que he procurado y aun de diversos reinos buscado, creedme una cosa, y es que llegarme a los libros es sacarme los ojos; así como la declaración de amor a la tradición libresca: Yo no pienso que la sabiduría está en los hombres canos, sino en los libros viejos. El buen rey don Alonso, que tomó a Nápoles, decía que todo era burla, sino leña seca para quemar, caballo viejo para cabalgar, vino añejo para beber, amigos ancianos para conversar y libros viejos para leer. Los libros viejos tienen muchas ventajas a los nuevos; es a saber, que hablan verdad, tienen gravedad y muestran autoridad; de lo cual se sigue que los podemos leer sin escrúpulo y alegar sin vergüenza. Ante las constantes solicitudes de sus corresponsales para que investigue para ellos extremos del conocimiento que exigen una dedicación que los otros no son capaces de valorar en su justo termino de esfuerzo físico, material e intelectual, Guevara se reivindica, ¡en época tan temprana!, como un profesional del estudio que exige ser pagado de acuerdo con su dedicación y con los resultados de la misma: Si vuestro amo, el Almirante [don Fadrique Enríquez], quiere ser bien servido, también quiero ser yo muy bien pagado, y la paga ha de ser por oficio de cronista, de teólogo, de amigo y consejero, que pues no puedo ganar de comer con la lanza, lo tengo de ganar con la pluma. De todos modos, su exquisita servicialidad lo lleva incluso al etremo de atender solicitudes que a cualquiera, dado su condición monástica, le parecerían indecorosas, y de ahí el arrepntimiento de haber traducido la corresondencia amorosa de Marco Aurelio, por ejemplo, o de oner en claro las biografías de tres cortesanas célebres, Lamia, Flora y Layda, a quien su corresponsal había confundido con santas en un retrato. He aquí su “retractación” por aquella correspondencia amorosa: Siendo, como yo era, en sangre limpio; en profesión, teólogo; en hábito, religioso, y en condición , cortesano, bien excusado fuera a mí oficio de enamorado; es a saber, en pararme a escribir aquellas vanidades, o aquellas liviandades; por lo cual, yo, pecador, digo mi culpa, mi gravísima culpa, pues ofendí a mi gravedad y aun a mi honestidad. Muchos señores y aun señoras, se paran a linsongearme y alabarme del alto estilo en que traduje aquellas cartas y de las razones tan delicadas y enamoradas que puse en ellas, y mejor salud les dé Dios que yo tomé dello gloria, ni aun vanagloria, porque así me afrento cuando me hablan en aquella materia, como si me echasen una pulla. Finalmente, que no quiero abusar una vez más de los escasísimos intelectores que se atreven a entrar en este Diario, también, como sucede en Montaigne, hay en las Epístolas Familiares espacio para las noticias curiosas, sobre todo en el capítulo de las costumbres de pueblos bárbaros o lejanos cuyas prácticas tan alejadas están de las de los lectores de Guevara, pero también otras como la afición del autor a leer epitafios (No puedo negar que, a manera de borracho que huele a do hay buena taberna, así a mí se me van los ojos a do hay una sepultura antigua, para ver si hallare allí alguna letra que leer, y algún letrero que sacar), un género literario sobre el que ando ya tomando notas para una futura entrada, o su interés por la dieta alimentaria, por ejemplo.. Dejo aquí, espigadas al azar, algunas de ellas que, a buen seguro, sorprenderán a buena parte de esos mínimos intelectores:
Ley Falcídica: Por el primer delito cometido fuese el hijo avisado; por el segundo, fuese castigado, y por el tercero, que fuese el hijo ahorcado, y el padre, desterrado.
Los masajetas, en muriendo el hombre o la mujer, les sacaban toda la sangre de las venas y, juntos aquel día todos sus parientes, bebían la sangre y después enterraban el cuerpo.
Los batros, que era una gente muy bárbara, curaban al humo todos los cuerpos, como se curan agora las cecinas, y después entre año, en lugar de cecina echaban un pedazo del cuerpo del muerto en la olla.
Si al padre se le moría el hijo, o el hijo al padre, o el amigo a su amigo, usaban algunos de los egipcios raerse la mitad de los cabellos de la cabeza, en señal que se les había muerto el amigo, que era la mitad de su corazón.
Adriano mandó poner estas palabras en su sepulcro: “Perii turba medicorum”. Como si más claro dijera: “No me habiendo podido matar mis enemigos, vine a morir a manos de médicos”.
Laercio y Lactancio dicen que las causas por las que los griegos evitaban los médicos eran porque:  cogían en mayo yerbas odoríferas que tenían en sus casas, y porque se sangraban una vez en el año, y porque se bañaban una vez en el mes, y porque no comían más de una vez al día.
Bien está que acabemos con el aforismo que, acaso, más se haya destacado de estas Epístolas familiares, nacido, propiamente, de la directa experiencia del autor, a tenor de lo leído en ellas: El aconsejar es un oficio tan común que lo usan muchos y lo saben hacer muy pocos.

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