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Channel: Diario de un artista desencajado
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El capítulo llamado...

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 Hace un tiempo ofrecí un reflexión del momento inaugural en el que el autor comienza un capítulo de la obra en curso, a la que remite el vínculo del título. Hoy la virtud de la cortesía me impele a ofrecer el comienzo de ese capítulo  que se extiende durante 90 páginas de un modo acaso exageradamente torrencial, pero así son las cosas del escribir...

Necesito sentarme y escribir sobre cuanto me está pasando, porque corro el peligro de convertirme, guardándolo solo para mí, en un volcán que acabará explotando el día menos pensado. He escogido hacerlo en estos folios doblados que me permiten, ante la hipotética curiosidad de A., mi marido, hacerlos pasar por el borrador de una carta a mi hermana, a mis padres o a algunas de mis amigas que, al acabar el College, ya no volvieron a Miami, salvo esporádicas visitas a sus padres.
No sé ni por dónde empezar, porque lo que me está pasando tiene varios principios, o así al menos me lo parece a mí. ¿Qué ha sido lo primero: el trastorno de conducta de nuestra hija, mi depresión, el fracaso de nuestro matrimonio, el día que conocí a Fritz en una fiesta, la sesión de terapia de grupo a la que asistimos, juntos, A. y yo o aquella primera sesión individual al acabar la cual me besó de un horrible modo lascivo y grotesco hasta que le paré la lengua y las manos, más que los pies, y le dije que yo necesitaba un terapeuta, no un amante? Todo, además, se sucede muy rápidamente, como si hubiera entrado en una espiral vertiginosa cuya aceleración me sumerge en una confusión dolorosa.
Por eso me siento hoy a tratar de aclarar mis ideas y mis emociones, ¡o la ausencia de ellas!, fijándolas por escrito, siempre y cuando sea capaz de hacerlo en términos que me permitan ver cuanto ocurre con claridad, porque no se me escapa, y Fritz insiste mucho en ello, que las palabras son unas hermosas traidoras no solo capaces de desfigurar la verdad de los hechos, sino incluso de convencernos de que ellas, y nada más que ellas, son los únicos y los auténticos hechos.
Siempre me ha gustado escribir, y ello es lo que me indujo a convertirme  durante algún tiempo en profesora, pero, ¡qué paradoja!, ahora mismo me noto tan torpe como si me hubiera sentado a escribir  como la niña insegura que fui, la primera redacción escolar, esa ante la que todos, salvo los muy dotados, nos bloqueamos y buscamos ayuda desesperadamente… Ni siquiera sé cómo he llegado hasta aquí, la verdad sea dicha, y me da pánico volver al principio y leer de nuevo lo escrito, porque, por poco y torpe que sea, de la vergüenza, sería capaz de hacer trizas el papel, tirarlo a la papelera y dar por concluida la «aventura», porque esto tiene un no sé qué de travesía llena de  peligros y de trampas con las que, paradójicamente, yo misma parezco dispuesta a sabotearme.
Con mi decisión, seguir adelante, he superado la tentación, pero no me consuela lo más mínimo, porque abro la puerta a cometer no pocos desvaríos, imprecisiones y errores, pero no hay otra: o seguir o abandonar.
Reconozco, y no me duelen prendas hacerlo, que hay algo de valentía en mi decisión: seguir escribiendo sin retroceder jamás, y la constatación de que, para un asunto tan íntimo, pocos son quienes estén dispuestos a seguir mi ejemplo, porque lo habitual, al escribir sobre uno mismo, es medir con cuentagotas lo que se dice. Si lo tuviera que hacer así, con tanto temor, ya digo que ahora mismo no estaría escribiendo esta línea, ni la que ya tengo «necesidad» de escribir a continuación.
Sonará lo que acabo de escribir, ya me hago cargo, a la viejísima captación de la benevolencia ajena que nos enseñaron en la escuela, pero mi alibi es inobjetable: escribo solo para mí, ¡y es posible que contra mí! Nadie más está destinado a leer estas confesiones o impresiones o recuerdos  o memorias o lo que sean, pues, francamente, tampoco me importa mucho cómo hayan de ser definidas. ¡Ni siquiera Fritz! O él menos que nadie, mejor dicho. Y después de mí… Prefiero no pensar. Lo más seguro es que se acaben perdiendo en alguna mudanza de las muchas que me quedan por hacer en esta vida, porque, sin saberlo aún con la certeza de las decisiones tomadas, intuyo que no habrá de durar mucho mi matrimonio, y menos aún si por algún inescrutable azar llega a oídos de A. mi relación con Fritz o si, por descuido mío, acabara leyendo estas líneas que acabo de comenzar a escribir…
Si así fuera, cariño, si ahora mismo estás ahí, al otro lado de estos cuadernillos y el despecho o la curiosidad te han hecho llegar hasta aquí, te pido que no sigas leyendo y que te apartes de estas hojas como del fuego en el bosque, que acorrala, sentencia y ejecuta. Te lo pido por ti y por mí. ¡Te lo exijo! No tienes derecho a herirte tanto con la lectura de estas hojas, ni yo obligación de silenciarme, de autocensurarme. Si nada ha pasado aún entre nosotros, deja aquí de leer y hablemos, civilizadamente, sobre lo imposible «nuestro»..; si por alguna razón impensable, han llegado a tus manos estos cuadernillos, esquivando el azar para malmeternos…, devuélvemelos o, si la indignación no te impide tal gesto magnánimo, quémalos sin seguir leyendo o hazlos trizas o tíralos a la basura, mezclados con los desechos del vivir cotidiano en el que no hemos sabido cómo sobrevivir.
Te lo pido por ti, y luego por mí y por nuestros hijos. No tengo nada que reprocharme y soy enteramente consciente de haber actuado con total libertad. Pero no quiero que mi vida en modo alguno pese sobre la tuya como un dolor, menos aún como una vergüenza, y en ningún caso como una deslealtad. La vida, querido mío, te empuja hacia delante…, y aun en el más árido de los desiertos crece la esperanza que echa raíces y consigue alumbrar un tallo que acaba floreciendo.
 Es mi vida, A., la que yo estoy trayendo a estos cuadernillos, no la nuestra que enterraron sucesivas tormentas de arena, ¡y de ninguna de las maneras la de nuestros hijos!, a los que espero que mantengas  al margen de estas confesiones mías. Cuando ellos sean mayores, tampoco creas que me importaría mucho que lo leyeran, porque a ellos no les dolerían como a ti estas relaciones insospechadas. Insisto, cariño, deja de leer aquí mismo, antes de que pase al siguiente punto y aparte. Gracias. De corazón. Te quiero.
No puedo decir, pues, que mi vida matrimonial haya sido un infierno insoportable, ¡ojalá fuera todo tan sencillo! ¡Ojalá viviera yo una de esas relaciones llenas de violencia y menoscabo de mi dignidad como mujer que me llevaran a pedir el divorcio y una orden de alejamiento para no tener que verlo! Aquí, en esta vida mía, lo más «dramático» ha sido la indiferencia, el lento pasar de las días en una rutina de ausencia de pasión y de atracción que me convierte en lo más parecido a un corcho que flota sobre la aguas y que el oleaje lleva de aquí para allá sin darse ni cuenta de que existe el movimiento, como confiesan los personajes de Julio Verne cuando se instalan en la cesta del globo y se dejan llevar por los vientos sin percatarse de su desplazamiento. Y si ellos oían desde su barquichuela cualquier mínimo sonido en la horas nocturnas, hasta una conversación templada entre dos vecinos tranquilos a la puerta de sus casas, yo no oigo sino el más espeso de los silencios, ¡y hasta veo las muecas más aterradoras de la extrema cortesía! Porque ese ha sido mi día a día desde que A. y yo nos casamos y luego los hijos me disuadieron  de retomar mi carrera profesional. ¡Hasta que llegó Fritz!
En la fiesta en la que lo conocí, en diciembre, poco antes de las fiestas, en casa de las hermanas Krause, tuve, supongo que la suerte…, de que el Dr. Perls, pomposo creador de la Terapia Gestalt, así me fue presentado, me dedicara una atención casi exclusiva, lo que motivó algún recelo de A., porque es ley no escrita que nadie puede acaparar a nadie en un party, porque ello atenta contra la más elemental de las normas de cortesía a que obliga el trato social.
No sé qué vio en mí, más allá de que ambos fuéramos judíos, pero esa condición la compartíamos con la mayoría de los presentes en la fiesta, aunque en esa ocasión su conversación, que giró casi todo ella acerca de «su» terapia, no incluyó ningún movimiento equívoco que pudiera confundirse con una insinuación sexual. ¡Lo hubiera frenado en seco y allí mismo lo hubiera dejado, ofendidísima…, ¡qué naíf!, con la palabra en la boca. Y acto seguido le hubiera pedido a A. que me llevara de vuelta a casa.
Nada de eso ocurrió y, después de presentarle a A., a quien casi ni siquiera miró, o lo hizo con menos detenimiento de al que obliga el simple compromiso, nos invitó a los dos a una sesión de grupo que hacía en su casa, en Alton Road, por si nos pudiera interesar, aunque insistió en que a mí particularmente me «convendría». A. me miró con gesto de sorpresa, como si me dijera: «¿Pero de qué has estado tú hablando con este vejestorio sucio y casposo?» Lo miré y bajé los párpados, para indicar que delante de él no iba a iniciar una conversación íntima y nos retiramos para coger los abrigos y abandonar la fiesta.
Lo cierto es que a A. no debía extrañarle que, en aquella época, yo anduviera algo más que afectada emocionalmente por el brote de rebeldía que se había apoderado de nuestra hija, incapaz de someterse a ninguna regla, casi permanentemente embarcada en rabietas que recordaban las terribles suyas de los tres añitos, y con una hiperactividad que no permitía ningún momento de relajación, porque, para redondear el cuadro, le era muy difícil conciliar el sueño. De todo eso, A., por su dedicación laboral, no se enteraba, y como jamás, por la misma razón, se levantaba por las noches para calmar a nuestra hija, lo que me rompía el sueño casi cada día…, recaía todo sobre mis espaldas y mi frágil equilibrio nervioso.
Comprendió enseguida, no obstante. Que hubiera hablado de los trastornos de S. con un psiquiatra, porque ninguna persona más idónea para ello, y aunque los niños no eran su especialidad, los comportamientos humanos tienen patrones, al parecer, que se repiten, con diferente grado de intensidad, en todas las edades… Los caracteres no aparecen como por ensalmo en la edad adulta, sino que se forjan desde la niñez. A. se asustó, porque malentendió que nuestra hija había iniciado el camino de una dolorosa perturbación mental futura, pero, al final, después de un extraño intercambio de ignorancias, logramos concertar la tranquilidad de un trastorno propio de la edad y sin futuras consecuencias, porque, ciertamente, quienes no se consuelan es porque no quieren, sobre todo cuando no está en tu mano ni siquiera acercarte por intuición al diagnóstico de un profesional.
Fuimos juntos a la sesión a la que nos invitó el extraño Dr. Perls, y asistimos, después de una breve explicación algo simplista de los fundamentos de la terapia y de asegurarse él de que entendíamos que estábamos allí libremente y que nadie era responsable de nosotros más que nosotros mismos; asistimos, digo, a una reunión verdaderamente impactante, al menos para mí. A., con cierta suficiencia, veía en los pacientes ciertos síntomas de debilidad mental, de inseguridad, para los que la técnica del Dr. Perls, agresiva hasta rayar en el acoso, en la intimidación, le parecía contraproducente. No vio, o no quiso ver, el agradecimiento de los pacientes por haber sido «despertados» del engaño en que vivían, negándose a aceptarse a sí mismos.
To be continued...


«Asesinato en la catedral», de Thomas Stearns Eliot. Entre la diatriba política y la hagiografía.

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Una obra poética y política de T. S. Elliot, en la que se recrea el asesinato político de Tomás Becket.


Se trata de una obra “de encargo”, pero Eliot fue más allá de la efeméride, la conmemoración del asesinato de Tomás Becket en la catedral de Canterbury, y aprovechó para escribir una obra de profundo contenido político que bebe en las fuentes tradicionales del teatro griego antiguo, dada la presencia de un coro popular que le sirve para trasladarnos cómo afectaban a los administrados los conflictos entre el rey Enrique II de Plantagenet y quien fuera durante mucho tiempo su Canciller y, más tarde, una vez nombrado obispo, su «enemigo», por el simple hecho de haber escogido el «partido» de la Iglesia frente a la defensa de los postulados reales, que pretendían someter no solo a la propia Iglesia, sino también a los señores de la guerra que obstaculizaban su sueño unificador de Gran Bretaña, un proceso que no vería consolidar en su reinado.
La obra se estructura en una serie de diálogos de carácter estático en los que, desde diferentes puntos de vista se «sigue» la posición de Becket en el conflicto y se trata de elucidar el fundamento de su postura, que supuso un cambio radical. Se abre con una consideración de tipo general, expresada por el Coro: El destino espera en la mano de Dios, no en las manos de los hombres de estado que a veces hacen bien y a veces hacen mal, proyectando y conjeturando, y entre sus manos dan vuelta a sus designios en la trama del tiempo. Y a partir de ahí se inicia una suerte de diatriba, desde la perspectiva eclesiástica contra las «arbitrariedades» del poder político:  Nada veo concluyente en el arte del gobierno temporal, sino violencia, doblez y frecuente malversación. (…)Solo poseen una ley: alcanzar el poder y conservarlo, y el decidido maneja la ambición y la codicia de los otros. El débil es devorado por sí mismo. Se trata, como se advierte, de juicios absolutos que traspasan las épocas y son válidos en todo tiempo, lugar y circunstancias. Estamos, pues, ante una seria reflexión de Eliot sobre los fundamentos del poder político, aprovechando el caso particular del asesinato de Becket. En este punto, no está de más recordar, a propósito de esta obra, que hay una versión cinematográfica de este conflicto, Becket, dirigida por Peter Glenville y protagonizada por Richard Burton y Peter O'Toole, aunque la base documental de la misma no es la obra de Eliot, sino la de Jean Anouilh, Becket ou l'Honneur de Dieu.
Es evidente que la obra de Eliot, tiene más de auto sacramental que de drama con una mínima acción que permita un seguimiento narrativo y dramático del suceso. Me atrevería a decir que se trata más de una obra para ser leída que para ser representada, dado el nivel de reflexión y la calidad lírica de un verso de carácter bíblico que no huye de los recursos poéticos, si bien puestos siempre al servicio de dejar bien claras las diferentes posiciones de los protagonistas del conflicto, tanto desde el punto de vista de Becket y de los ciudadanos del coro que, tras denunciar cómo les afecta el desgobierno real, le piden a «su» obispo incluso que ponga canal de por medio y se exilie a Francia para salvar la vida, lo que hizo una vez: Arzobispo, seguro de tu hado y asegurado por él, tú a quien no asustan las sombras, ¿comprendes lo que pides? ¿Comprendes lo que significa para la pobre gente arrastrada por la trama del hado, la pobre gente humilde que vive entre cosas pequeñas, lo que significa en el cerebro de esa pobre gente el destino de la casa, el destino de su señor, el destino del mundo? ¡Oh Tomás, arzobispo, déjanos, déjanos, deja la áspera Dover y hazte a la vela para Francia! Tomás, nuestro arzobispo, siempre nuestro arzobispo, incluso en Francia. Tomás arzobispo, iza la blanca vela entre el cielo gris y el mar amargo, déjanos, déjanos por Francia.  De hecho, era de conocimiento público algo que presagiaba el final que nadie deseaba y que tantos querían evitar: Sabido es de todos que cuando el arzobispo se separó del rey, dijo al rey: “Milord -le dijo-, os dejo como un hombre a quien en esta vida ya no volveré a ver”. (…) Hay muchas opiniones sobre lo que quiso decir, pero nadie lo considera un feliz augurio, si bien volvió para prestarse a una reconciliación que solo lo fue en apariencia, porque la ira de Enrique II contra la defensa de la Iglesia y sus prerrogativas hecha por Becket alimentaba un resentimiento y un deseo de venganza que cuatro de sus caballeros satisficieron para deshonra de ellos y del propio rey, quien, tras la muerte del obispo/santo, fue obligado no solo a peregrinar con saya de estameña hasta la tumba de su oponente para rendirle tributo, sino que incluso fue azotado en público, desnudo, como expiación de lo que acabó entendiéndose más como un sacrilegio que como un asesinato político.
La obra se centra en el momento de la muerte, esto es, cuando Tomás se ha exiliado, se ha reconciliado con el rey y ha vuelto a ocupar su obispado en Canterbury y se cierne sobre él ese infeliz augurio que no se le escapa al propio protagonista, quien está dispuesto a hacerle frente con una serenidad estoica: El hombre poco aprovecha la experiencia ajena. Pero en la vida de un hombre nunca el mismo tiempo vuelve. (…)Únicamente el loco, fijo en su locura, imagina que hace girar la rueda en la cual gira, dice Tomás Becket para justificar su negativa a rehuir ese destino.
No se les escapa a los Tentadores, así son llamados, la verdadera realidad de la dualidad de poderes, el terrenal y el espiritual, y saben discernir, como lo supo Becket, la índole de los mismos: El Rey manda. El canciller gobierna soberano. Esta es una sentencia que no se aprende en las escuelas. Rebajar a los grandes, proteger al pobre. Bajo el trono de Dios, ¿puede hacerse algo más? Desarmar al rufián, fortalecer las leyes, gobernar por el bien de la mejor causa. Dispensar la justicia por igual para todos es prosperar en la tierra y tal vez en el cielo. (…) El poder verdadero se adquiere siempre a costa de una cierta sumisión. Vuestro poder espiritual es perdición terrena. El poder es presente, conferido a quien lo ejecuta. (…) ¡Sí! El hombre debe maniobrar. También los monarcas, cuando declaran la guerra al extranjero, necesitan amigos en casa. Recordemos que Becket asume en su persona las dos experiencias, la de Canciller que luchaba contra los nobles por asentar la hegemonía del poder real, y la de obispo que defiende a la Iglesia de Roma frente a las aspiraciones del rey: Gobernar a los hombres no es locura. (…)El poder es presente. La santidad viene más tarde. (…) Potestad temporal es hacer un mundo bueno, imponer el orden como el mundo lo entiende. Los que depositan su fe en el orden del mundo, que no fue fiscalizado por el orden de Dios, en confiada ignorancia, contienen el desorden, pero lo hacen más firme, engendran fatal dolencia, degradando lo que exaltan. El poder con el rey… Yo fui rey, y su brazo, y su mejor razón. Pero lo que fue gloriosa exaltación hoy sería sin duda un descenso envilecedor.
Eliot introduce entre sus consideraciones filosóficas y políticas un juicio nada favorable sobre la acción de los hombres, de quienes no parece esperar más que una actividad ciega, egoísta y absurda, y de quienes tiene la más deleznable opinión imaginable, fruto, sin duda, de su larga experiencia como Canciller del rey: Guerra, miseria y revolución, conspiraciones nuevas y pactos que se rompen, ser señor o criado en una hora, tal es el curso del poder terrenal. (…) El santo y el mártir reinan desde la tumba. (…) La vida del hombre es desilusión y fraude. Todas las cosas son irreales, irreales o desilusionadoras. La rueda de los fuegos artificiales, el gato de la pantomima. Los premios dados en una fiesta infantil. El premio concedido a una redacción inglesa, el diploma del licenciado, la condecoración del político. Todas las cosas se hacen menos reales, y el hombre pasa de irrealidad en irrealidad. Este hombre es terco, ciego, decidido a la destrucción de sí mismo. Pasando de decepción en decepción, de grandeza en grandeza a la ilusión final. Perdido en la maravilla de su propia grandeza, enemigo de la sociedad, enemigo de sí mismo. Frente a ese descenso a la indignidad se alza su potente figura ética, abrazada a un ministerio episcopal cuya acción sitúa, desde la perspectiva de la «ley de Dios», por encima de las rastreras ambiciones humanas. Digamos que, como se repite en la obra, Becket se manifiesta desde la perspectiva de la santidad, a la que lo elevó Alejandro III, a quien defendió incluso cuando este cayo en desgracia y hubo de abandonar Roma. Con todo, Eliot destaca la fidelidad de Becket al monarca, contra quien no quiere «rebelarse» y a quien acepta como legitimo poder político: Si goberné como águila sobre las palomas, ¿he de tomar la forma de un lobo entre los lobos? Continuad vuestras tradiciones como hasta ahora hicisteis. Nadie podrá decir que traicioné a un rey. (…) Construir y luego derribar -ya tuve ese pensamiento-, el desesperado ejercicio del poder que se debilita, dice en un momento dado de la obra el Obispo en defensa, incluso, de su propia actividad como Canciller, antes de ser nombrado obispo y abrazar la causa del papado.
Frente a la dignidad con que Becket asume su muerte inmediata, porque se sabe sentenciado a muerte: Ninguna vida buscan, sino la mía, y no estoy en peligro. Tan solo cerca de la muerte, dice con insuperable belleza de dicción y concepto cuando ha de hacer frente a las exigencias del coro, de los súbditos que le exigen que se salve para salvarlos, porque saben que la condenación del pastor es la condena del rebaño que apacienta: Los señores del Infierno están aquí. Se enroscan en torno a ti, se tienden a tus pies, balanceándose y aleteando en el aire negruzco. ¡Oh, Tomás arzobispo! Sálvanos, sálvanos, sálvate para que así nos salvemos nosotros. Destrúyete a ti mismo y seremos destruidos. (…) La paz de este mundo es siempre insegura, a menos que los hombres observen la paz de Dios. (…) Lo que se teje en el telar del hado, lo que se teje en los consejos de los príncipes, también se teje en nuestras venas y nuestros cerebros, se teje como una trama de gusanos vivos en las tripas de las mujeres de Cantorbery.
Cuando llega el desenlace y se presentan los cuatro caballeros del rey que obran siguiendo lo que ellos interpretan como el «deseo» del rey y acaban con la vida de Becket en la sede misma de la catedral de Canterbury, su discurso no solo traza brevemente la cronología histórica que lleva a ese desenlace, sino que, en un ardid dialéctico irreprochable, piden que se les exima de toda culpa porque ese asesinato, a ojos de cualquiera que haya conocido la determinación de Becket de no escapar a su destino (El hombre justo es como el león denodado, que ignora el miedo Aquí estoy) lo consideran sus ejecutores ¡como un suicidio!, dada la convicción del asesinado de cuál era su destino y de los ningunos medios de los que se sirvió para escapar de él, como, en alguien menos santo, hubiera sucedido. Dicen los caballeros:  Os pido que reflexionéis profundamente esto: ¿cuáles eran las intenciones del arzobispo? ¿Cuáles eran las intenciones del rey Enrique? En la respuesta a estas preguntas está la clave del problema. (…)Durante el reinado de la difunta reina Matilde y la irrupción del desgraciado usurpador Esteban, el reino estuvo muy dividido. Nuestro rey vio que lo único necesario era restablecer el orden, moderar el excesivo poder de la administración local, ejercida generalmente con miras egoístas y con frecuencia sediciosas, y reformar el sistema legal. Entonces se propuso que Becket, que se había revelado como un gobernante extremadamente capaz -nadie lo niega-, reuniera los cargos de canciller y arzobispo. (…)¿Y qué sucedió? En el momento en que Becket a instancias del rey fue nombrado arzobispo, dimitió del cargo de canciller, se hizo más sacerdote que los sacerdotes, y de una manera ofensiva y ostentosa adoptó una vida ascética, afirmando, seguidamente, que existía un orden más alto que el que nuestro rey, y él, como servidor del rey, se había esforzado en establecer durante tantos años. Y que -Dios sabe por qué- los dos órdenes eran incompatibles. (…) Desgraciadamente, hay momentos en que la violencia es el único medio de asegurar la justicia social. (…)  Desde el momento en que fue nombrado arzobispo, invirtió completamente su política, se mostró por completo indiferente al destino de la nación, se condujo, en efecto, como un monstruo de egoísmo. (…) Insistió en que se abrieran las puertas cuando aún nos dominaba la ira. ¿He de decir algo más? Creo que en presencia de estos hechos no dudaréis en emitir un veredicto de suicidio a causa de una mente enferma. Es el único veredicto piadoso que se puede pronunciar con respecto a quien, después de todo, fue un gran hombre.
Antes del «suceso» dramático y a modo de anticlímax, el Coro del pueblo ha plasmado con soberbia elocuencia la inminencia de la irrupción de la muerte y de su temible efecto sobre cualquier vida: La muerte tiene cien manos y pasa por mil caminos. Puede venir a la vista de todos, o avanzar invisible.  Un hombre puede alumbrar su camino con una linterna y, no obstante, caer en un foso.  Se puede subir por la escalera en pleno día y, no obstante, resbalar sobre un escalón roto. Un hombre puede sentarse a la mesa y, no obstante, sentir el frío en la ingle. (…) El horror del viaje sin esfuerzo hacia la tierra vacía, que no es tierra, sino solamente vacío, ausencia, la Nada, donde aquellos que fueron hombres no pueden volver la mente hacia la diversión, el engaño, la evasión en el sueño, la apariencia, donde el alma no puede ser burlada, porque no hay objetos ni sonidos, ni colores ni formas para distraer, para divertir el alma de su propia contemplación, vilmente unida para siempre, nada con nada.
La gloria del «martirio» de Tomás Becket lo convirtió en un hombre santo casi inmediatamente después de su muerte, lo que aprovechó el Papa, Alejandro III, para canonizarlo y usar su muerte violenta como un argumento de autoridad para imponer una penitencia a quien se consideraba «instigador» del sacrílego asesinato. La fama del nuevo santo se extendió enseguida y quedó memoria de su vida en no pocas iglesias y catedrales donde se le rindió culto, como aquí en España, dado que Leonor de Plantagenet, hija de Enrique II casó con Alfonso VIII de Castilla, de ahí que en Soria, en la iglesia de San Nicolás, se conserve un fresco con la representación de la muerte de Tomás Becket. Lo mismo ocurrió en la Iglesia de Santa María, en Tarrasa donde existe otro fresco con el mismo motivo. También en villas pequeñas, como Layana, en la comarca de las Cinco Villas, en Anento (Zaragoza), en Vegas de Matute (Segovia), en Caldas de Reyes (Pontevedra) o Avilés , Tomás Becket se convirtió en santo patrón.





Zorronglón. En tiempo de cuarentena, que no nos falten las palabras….

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La quincena léxica del confinamiento: una contribución a la lectura de lexicones y otras rarezas…

Seré breve. Inicio hoy, y durante las dos semanas de confinamiento que tenemos por delante, la divulgación de quince palabras de mi diccionario El tesoro olvidado (Breve diccionario de la elocuencia minimalista) con el fin principal de entretener a quien lo necesite, divertir al abrumado y azuzar a los inquietos lectores hacia la lectura de los diccionarios, que es actividad placentera e ilustrada. He sido breve. Y sin más…
zorronglón, na. adj. Aplícase al que ejecuta lentamente o con repugnancia las cosas que le mandan.
         Con el cariño y la esperanza que los escritores ponen en el uso de palabras que no pertenecen al habla común, introduje yo zorronglónen mi otro Tesoro, el de Fermín Minar, y aun a pesar de la difusión de la obra, no me consta que haya revertido al pueblo aquella aportación, el reverdecimiento de una voz que, en el ámbito de la educación al menos, es capaz de describir  casi hasta a un cuarenta por ciento del alumnado, a triste día de hoy, claro, en que las autoridades académicas, de todas las ideologías, han perdido el norte de lo que ha de ser la educación en nuestro país y la contemplan como lugar de catequesis o de auxilio social, y todas, por halagar a los ignorantes votantes, como un centro penitenciario donde recluir ad nauseam a quienes requieren algo más que la escuela obligatoria para su formación integral. Que zorronglónlleve un zorro en sus entrañas parece contradecir el significado de la palabra, ateniéndonos a la astucia y diligencia características del habilidoso ladrón de ganado avícola y protagonista de diversas fábulas; pero, como en otras ocasiones, ahí está la severa disciplina etimológica para buscarle explicación a ese aparente contrasentido e indicarnos, de la  sabia mano de Joan Corominas, el origen onomatopéyico del lusismo zorrar, ‘arrastrar’, y de ahí a la dificultad de arrastrar un peso y hacerlo lentamente ya hay un pequeño trecho que se salva sin ninguna dificultad. Lo maravilloso de zorronglón es ese final: -onglón, que parece remitir a la dificultad de pronunciar con claridad, como si a alguien que estuviera haciendo gárgaras se le exigiera de forma perentoria una respuesta para cualquier pregunta, por banal que fuera. La composición total de la palabra, así pues, indica bien a las claras no sólo la repugnancia a hacer lo que a uno le ordenan, sino, en no pocas ocasiones, la incapacidad intelectual para hacerlo de forma eficaz. “¡Estoy rodeado de zorronglones! ¡Cómo es posible que nadie haya traído los deberes hechos!” “A los zorronglones les es de aplicación el perspicaz aforismo de Emilio Pascual: Es posible que el olvido sea una forma piadosa de la falta de voluntad[1]. “En este país das con la vara del deber en tierra y te florecen los zorronglones como las amapolas en primavera, pero sin la más mínima vergüenza…”




 [1] PASCUAL, Emilio (1999). Días de Reyes Magos. Pág, 63. Madrid. Anaya.


Escriño. En tiempos de cuarentena que no nos falten las palabras...

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Segunda palabra del confinamiento.

escriño. m. Cofre pequeño o caja para guardar joyas, papeles o algún otro objeto precioso.
         Teniendo en cuenta las anteriores, y aun las que vendrán después, es difícil darle a escriño la palma de palabra desusada por excelencia. Ignorada lo es, y mucho. Y es voz, sin embargo, de constitución sonora relativamente común, porque algunas hay, bien familiares, además, como armiño, hiño (de heñir), corpiño, niño, cariño, pestiño o la vulgar piñoque *ripiarían con ella de mil amores. Aun tratándose, pues, de una palabra que no llama la atención por su sonoridad, sí que sorprenderá a no pocos el hecho de que haya permanecido tan olvidada cuando su significado nos pone en relación con un objeto tan común, pues no hay casa en la que no haya un escriñopor lo menos, y en muchas incluso más de dos. Ahora sabemos ya que, en vez de guardar las joyas en el redundante joyero, las podemos depositar en el escriño, palabra que produce un efecto de revalorización inmediata, como le pasa al oro en tiempos de crisis. Apenas la hayan oído vuestros interlocutores, creerán a pies juntillas, ¡y hasta casi de hinojos!, que guardan vuestras mujeres en esos escriños las joyas de la corona, o poco menos. Aunque la igualdad de las dos sílabas iniciales parezca  inducir a pensar que algo ha de tener en común escriño con escribir, nada más lejos de la realidad. De hecho, el primer significado de la palabra es el de cesta de mimbre donde se les daba de comer a la yunta de bueyes que tiraban del carromato cuando se iba de viaje. Ello nos da a entender el buen sentido práctico de los romanos y su aptitud para saber apreciar el valor real de lo verdaderamente importante. Es escriño, pues, la palabra que les da valor a las joyas; no éstas a aquél. Como se trata de un objeto apropiado para regalo, podéis usarla en variadas circunstancias. La más socorrida es siempre la de las serias dificultades que tiene el cónyuge en parejas longevas a la hora de encontrar un regalo de aniversario o de Reyes. Contexto apropiado lo es también la descripción medio jocosa de lo que la cónyuge puede llegar a tardar en componerse para salir de casa: “...Y cuando ya creí que saldríamos por la puerta…, ¡zas!, abre el escriño y comienza a revolver en él como si buscara una olvidada joya de su tatarabuela... que, como era de esperar, no encuentra. Entonces se inicia el temido baile de las probaturas sobre el pecho y sobre la oreja, el vals encadenado e infinito de quien no está dispuesta a salir de casa hasta que el decoro se lo permita...” “El escriño de una mujer atesora su naturaleza telúrica”, puede alguien  arriesgarse a decir, o mejor dicho, a repetir*. La complicación viene después, porque no hallaréis interlocutor que omita, pensativo, complacido y generoso, el interrogativo ¿por qué? que os forzará a una alambicada explicación sobre carnalidades y gemologías. Confiad en vosotros. Improvisad. O, mejor aún, sacad del escriño  un buen par de aforismos que los dejen ayunos de habla y a vosotros saciados de elocuencia.
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*Pozaforismos, inédito de Juan Poz

Názora. En tiempos de cuarentena que no nos falten las palabras...

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Tercera palabra confinada...
názora. f. Nata de la leche. 
         No sólo es názora palabra de origen incierto, sino que la polémica sobre dicho origen aún está viva entre los lexicólogos. Lo más probable es que se trate de una voz híbrida –en la medida en que el hibridismo es fecundo recuso para la creación léxica, como hemos visto en reiteradas ocasiones–, que mezcle nata con una posible gazura autóctona de los pueblos prerromanos, puesto que en el vasco ha subsistido gazur con el significado de suero de la leche. Afortunadamente, no es tarea prioritaria para este diccionario la investigación que nos acerque a la solución etimológica pertinente, sino la de rescatar ciertas palabras olvidadas, ignoradas o despreciadas y devolverlas a la circulación. Desde esta posición divulgativa, ¡qué hermosa y rotunda palabra, názora, para definir la telilla que cubre la leche una vez hervida y que, fuera del recipiente, se espesará hasta casi solidificarse! En modo alguno relacionamos palabra tan aterciopelada y textil con las crestas rugosas del manto que cubre la leche hervida, pues no otra cosa significa etimológicamente nata más que ‘cobertor’. Názula, localismo toledano que vale ‘requesón’, no anda muy lejos de nuestra názora y enseguida se echa de ver que la primera debe de ser derivada de la segunda. Názora tiene ecos árabes y judíos, sorpresivamente bien avenidos, que dotan a la palabra, cuando la pronunciamos, de una capacidad de traslación en el tiempo más que notable, aunque no he logrado identificarla como parte del léxico sefardita. No sólo sirve názora para la nata de la leche, sino también para cualquiera otra que forme un líquido al hervir, aunque en ciertos caldos esa nata sucia, como la nieve pisada, no merece, sin duda, para denominarla, una palabra tan elegante como názora, que brilla sobre la superficie de la nata como si hubiesen nacido la una para la otra. “De pequeño me parecía increíble la názora que era capaz de formarse en la leche hervida: espesa, cremosa, deliciosa...; ahora la hierves y apenas te queda una telilla que, pegada al vaso, parece un visillo mojado”. “Conserva la názora del día anterior en la nevera y al día siguiente tendrás una exquisita crema con la que untar las tostadas: ¡pura delicia!”. “La názora de la leche tiene mala fama, en estos tiempos en que se ha proscrito la grasa animal, pero tomada de vez en cuando a nadie puede hacerle daño algo tan natural. Sucede lo mismo que con los calostros, aunque ya casi nadie sabe que son una exquisitez culinaria”.

Borra. En la cuarentena, que no nos falten palabras...

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Cuarta palabra del confinamiento, muy 

apropiada en estos días de tanto abuso del 

espacio doméstico...

borra. f. pelusa polvorienta que se forma y se reúne en los bolsillos, entre los muebles y sobre las alfombras cuando se retarda la limpieza de los mismos.
         De acuerdo, hablamos de la sexta acepción de la palabra. Ahora bien, ¿quién sabe que la primera, la que debería de ser más común, significa “cordera de un año”? Es evidente que podía haber escogido ésta para añadir un timbre de gloria más a vuestros méritos oratorios, pero la sexta (¡Si no hay quinto malo, imaginaos el sexto...!) reúne todos los requisitos que condicionan la redacción del presente diccionario. Se trata de una palabra desconocida, o casi, que puede ser empleada en situaciones comunicativas cotidianas y cuya sonoridad y grafismo la hacen acreedora a esta suerte de resurrección e incorporación al caudal léxico habitual de nuestros intercambios sociales lingüísticos, que, no sin cierta prepotencia pseudotaumatúrgica, os ofrezco. Aunque parezca delirio, borra, borrar y borrador proceden de la misma palabra, pero los avezados lectores de esta obra sin par estáis acostumbrados a ciertos prodigios, a cierta metempsícosis de significados que se encarnan en vocablos homófonos, venga o no venga a cuento la usurpación, haya o no haya relación entre aquéllos. “Ana María, ¿has visto cómo está el pasillo de borra? Da hasta vergüenza. Un día de estos deberíamos pasar el aspirador, ¿no crees?” “¿Pero cómo demonios se me formará tanta borra en estos bolsillos, si ando todo el día metiendo y sacando las llaves y la cartera?”  “¡Ay, la borra! ¡Menuda maldición! No acabas de barrer y,  ¡zas!, por ahí que te sale un tufo de polvo como si estuvieras en un desierto de Arizona...” “Cuando vives en un primero es casi imposible luchar contra la borra. No sé si será la contaminación de los coches o qué, pero te tropiezas con ella en cada cuarto de la casa. ¡Y eso que quité las alfombras!, porque estaba harto de tanta borra que crecía en ellas como si fuesen setas nanoatómicas...” Todas éstas son posibilidades reales de meter la palabra en la conversación sin necesidad de calzador y con la seguridad de ayudar a vuestros interlocutores a dejar de hablar de esas bolas de polvo o de esas pelusas, tan poco precisas. Por demás está que la comparación con las setas *nanoatómicases una hipérbole diminutiva que sólo podrá ser usada tras haber calibrado mucho, con ese ojo de buen cubero metafórico que acabaréis teniendo, la idoneidad de vuestros interlocutores. Absteneos, eso sí,  de hacerlo en presencia de físicos de profesión, porque vosotros les daréis una palabra y ellos os sacarán los colores, que eso tiene, a veces, el diletantismo. Borroso, que, como es evidente, también viene de borra, ha logrado eclipsar la existencia de la palabra y de la acepción que aquí os ofrezco, cumpliendo con el plan de vida ínsito en esa acción devastadora que no deja en pie ni significado ni significante. ¡Celebremos, pues, con entusiasmo, su resurrección! Ya puestos en la borra, bien podríais añadir una perla más a vuestros *quedecires–puesto que hay quehaceres, también debería  haber *quedecires, ¿no?– para deslumbrar los ciegos oídos de vuestros contertulios: tamo, cuya tercera acepción –en esta entrada toca ir por carreteras secundarias…– vale por “pelusilla que se cría del polvo debajo de las camas y cofres”. Algún lexicógrafo añade fluecos, la forma antigua de flecos, según la recoge Covarrubias, pero no está tan claro que flecos, siempre pegados a la ropa, signifiquen lo mismo que borrao tamo. Tamo, en sí misma, es un misterio para los lexicógrafos, quienes se enfrentan a la hora de aportar posibles orígenes para la palabra. Su significado, “tallo del trigo, antes relleno de colchones y muebles”, está muy relacionado con ese desecho de la caña, esa “paja menuda”, al decir de Corominas, de probable origen prerromano, con toda la ilustre prosapia que tienen los términos anteriores a la invasión de los latinohablantes. En fin, tamo o borra, borra o tamo, ambos requieren idéntica escoba, lo que significa que son voces domésticas que enseguida harán suyas cuantos amos y amas de casa tengan la dicha de oíros. A título anecdótico no sé si es excesivo añadir que en San Juan de Pasto (Colombia) el tamo, en tanto que “tallo del trigo”, sirve para crear una artesanía tan original como desconocida en nuestros lares.


Lúa. En tiempo de cuarentena, que no nos falten las palabras...

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Quinta palabra, para la necesaria higiene que exige la convivencia...


lúa. f. Especie de guante hecho de esparto y sin separaciones para los dedos, que sirve para limpiar las caballerías.
         He aquí una de esas palabras que por sí sola justificaría esta obra. Lúa es una doble metonimia que, procedente del gótico, en el que significaba ‘palma de la mano’, designa ese objeto cotidiano que ocupa su puesto embellecedor en todas las duchas del país, pues es la forma más barata de peeling, o desescamación celular, que usan las mujeres de este país, quienes no dudan en mortificarse cada mañana con ese guante de enérgica tortura. Lúa sustituiría, con absoluta propiedad, la manopla de esparto a la que nosotros, de forma eufemística, llamamos “guante de crin”, como si estuviese hecha de la crin de los caballos, en vez de servir, como sirve, para limpiarles a ellos. O sea, que lo llamamos “guante de crin” para “embellecer” el producto y no establecer una analogía que acabaría probablemente con su venta, por más que el caballo y la yegua sean animales reputadamente hermosos que gozan de la admiración general, y que aun han inspirado fantasías en las que aparecen como seres superiores a los hombres, como es bien sabido, aunque poco leído. Lúa, por otro lado, el de su sonoridad, tiene un sí se aprecia qué de eco luso que envuelve en dulzura la palabra y, más aún, el efecto del quehacer higiénico que con su referente se realiza. “Yo me froto cada día con la lúa y me quedo como nueva: no sabría prescindir de ella”. “La aspereza de la lúa es la mejor medicina para despertar al cuerpo”. “Si los hombres usaran más la lúa no serían tan blandengues y de mírame y no me toques, que lo son y mucho, aunque muchos de ellos parezcan tan brutos”. “Te lavas con la lúa y parece que, como las serpientes en época de muda, salgas de la ducha con una piel nueva”. Lúa, en definitiva, es palabra que debería figurar en todas las droguerías de forma obligatoria. Y aun algún avispado fabricante de las benéficas manoplas podría aprovecharse del nombre para una campaña comercial que reivindicara las bondades de tan modesto instrumento de belleza, la nobleza vegetal del esparto y la eufonía de su nombre propio. De lo que estoy convencido es de que, así que comencemos unos pocos a usarla, la palabra –el objeto sólo es apto para mujeres y tipos duros, los fílmicos tough guystestosterónicos... –, se irá extendiendo hasta asentarse en el idioma actual en muy breve lapso de tiempo.

Santiscario. En tiempo de cuarentena que no nos falten las palabras...

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Sexta palabra imprescindible para afrontar un severo confinamiento que nos pone a prueba.


*santiscario. m. Madurez, criterio, seso, juicio, sensatez// 2. m. Caletre// 3. m. Interior de la persona donde se encierra sin aceptar otras propuestas. II De mi ~. loc. De mi invención.
         Frente a la escasa atención que le dedica a santiscario el DRAE, de la que sólo recoge un giro coloquial, como si la palabra en sí no tuviera sustancia propia, como si jamás hubiera servido para designar realidad alguna, he aportado –de ahí el asterisco–  las diferentes definiciones que nos permiten comprender el valor que esta voz tiene y la necesidad que nosotros tenemos de convertirla en una realidad viva, atendiendo a su poderosa expresividad. Es voz que aparece en El coloquio de los perros, precedente que se bastaría para avalar su uso, sobre todo porque aparece como una voz perteneciente al registro coloquial, propia, pues, del pueblo, no como un término empingorotado y exquisito frente al que pudiéramos albergar algún recelo justificado. Ningún ridículo mayor que la impropiedad léxica cuando se nos ocurre picar alto y usar palabras de las que no estamos seguros, y mayor aún si ahuecamos la voz, la acampanamos y nos regodeamos en su dicción. Santiscariosuena a Sancho, sabe a ristra de ajos y tiene el amarillo de la yema de huevo. Hemos visto muchos híbridos en este diccionario, y no pocas etimologías fantásticas. Cuando una voz se nos presenta como de origen incierto ello significa que se levanta la veda para la caza de esos híbridos o de esas asociaciones inverosímiles. Ni siquiera Corominas se escapa de la tentación, porque considera la posibilidad de que santiscariosea el resultado de santiguada y de relicario, o de santo y *escario, “bolsa de dinero”, de donde la clara relación con la cabeza, llena, a su vez, de pensamientos, o de tonterías… Aunque sea una asociación traída por los pelos, me parece evidente que haya podido intervenir ventisca en la creación de la palabra, porque el hecho de que a alguien le “dé la ventolera” de esto o de lo otro  no está muy lejos de ese “de mi santiscario” con que aludimos a lo que es propio y exclusivo de cada uno. Por otro lado, sí que parece evidente la íntima relación entre santiscario y almario, no sólo porque se nos hable del último reducto de la intimidad de la persona, sino también por el campo semántico de lo santo, del que ambas participan. Santiscario tiene la virtud de aparecer ante nosotros como una voz familiar que  no produce ningún rechazo, como si la hubiéramos usado siempre y nos llamara la atención que la hubiéramos descuidado, que, por las presiones de la vida cotidiana, que nos fuerza a simplificar cada vez más los mensajes, como si todos estuviéramos contaminados por la demagogia política, hubiéramos dejado de usarla. Bien, ahora es el momento de retomar su uso y de dejar satisfecha a nuestra audiencia, que se quedará “con la copla”, como coloquialmente decimos, apenas oída. “¡Julián no tiene ni pizca de santiscario! O sea, que es esfuerzo baldío querer hacerle entender la situación…”. “Mariajo no sale de su santiscario ni aunque se le aparezca el Cristo, no sólo está ensimismada, sino “ensicerrada” a cal y canto…”. “Ya sé que son palabras de mi santiscario, pero ¿por qué “amilega” no va a poder llegar a ser tan aceptada como sus adosadas, amigo y colega? Lo que no se crea no se usa, y cuando se use, ya verás tú cómo nadie se acuerda de que salió de mi santiscario…”.


Robiñano. En tiempos de cuarentena que no nos falten las palabras...

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Séptima palabra del confinamiento: el quinto mosquetero del anonimato...
robiñano. m. Nombre que se da a una persona cuyo nombre se ignora.
         Al cuarteto famoso, fulano, mengano, zutano y perengano, hemos de añadir, a partir de este momento, robiñano, lo cual dejará boquiabierto a cualquier interlocutor que nos la escuche, no sólo porque no hay quinto  malo, sino por el hecho de su propia existencia, algo así como un hermano secreto que, de repente, vuelve a casa y pretende recuperar su puesto en la familia. Es cierto que no ha quedado en el habla popular –hasta donde se me alcanza, claro está–, e ignoro así mismo si ello se debe a su origen francés –de Robin, ‘Roberto’– o sencillamente a que rompía la homogeneidad del cuarteto, con sus voces nacidas de la fantasía lingüística de los hablantes, puesto que está condenado al fracaso cualquier intento de hallarles a esas voces algún origen etimológico distinto del mero juego verbal expresivo. Robiñano puede ser añadido, con no poca *jocosería, cuando se dé el caso de recitar el cuarteto, algo que, sin ser frecuente, tampoco es absolutamente extraño. Es cierto también que los terceros innominados tienen una inconfundible connotación peyorativa, como lo prueba el hecho de su uso balístico como insulto, como invectiva, como descalificación: “¡Menudo fulano está hecho!” “Jorge sólo liga con fulanas”, y expresiones de ese jaez. Mengano y zutano atenúan algo dicha connotación, que parece estar exenta del miembro menos conocido del cuarteto, perengano, quizás porque en su caso sí puede rastrearse un origen léxico definido, atendiendo a la versión perencejo que pereció en su duelo fraternal con perengano. Corominas supone un posible PeroVencejo como origen, pero no deja de ser una intuitiva fantasía nominal al hilo, quizás, de Pero Grullo. Cerrar el quinteto de terceros sin nombre con robiñanotiene la virtud de colocar un broche rotundo que parece impedir cualquier futuro añadido. En el inconsciente lingüístico funcionaría como el “y sanseacabó” que levanta un muro infranqueable. Esa función de clausura añade a robiñano la connotación de algo sólido e inalterable que obra a su favor dotándolo de tanta capacidad de convicción como para que se nos vuelva imprescindible.

Báratro. En tiempos de cuarentena que no nos falten las palabras...

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Octava palabra del confinamiento y amenaza real, según y cómo y con quién, de haber caído en él...


báratro. m. Infierno
         “¡Vete al báratro, hombre!” “¡Voto al báratro!” “¡Púdrete en el báratro!” son expresiones coloquiales un tanto desgarradas que, pasado el filtro de la propia extrañeza y hallada la ocasión en que la indignación necesite encauzarse, puede cualquiera  acabar haciéndolas suya hasta usarlas con una naturalidad que impedirá la malicia ajena. Báratroes tan contundente como el sonido del propio nombre debió de serlo para los condenados atenienses que eran lanzados desde él a la muerte segura o, en su defecto, a la lisiadura irreparable. Vestigio de expeditivas prácticas punitivas, báratro es, hoy, una perfecta desconocida frente al clásico y archidivulgado Hades mitológico o el anodino y exhausto infierno cristiano, despojado, gracias al uso y abuso, de la capacidad evocadora del referente amedrentador que, en los larguísimos tiempos oscuros de nuestra nación, condicionó la vida de tantos compatriotas. “Hay más infiernos de los que conocéis, hombre; y báratro es abismo antiguo que bien puede competir con tártaro, gehena, averno, orco, erebo o caína... ¡Que no todo han de ser pringosas calderas de Pedro Botero, ¿no os parece?!”, podéis desahogaros con la moderada irritación que siempre se reviste de una soberbia capacidad de convicción. Sólo si se está en presencia de amantes de la elocuencia y el saber que no ocupa lugar se puede añadir, con cautela y casi excusándose, porque la formación propia se entiende, desde la ignorancia ajena, como grave ofensa a los paradójicos poseedores de esa carencia, que la tal caína es el primer recinto del noveno círculo del infierno de la  Comedia de Dante, donde, como se deduce del origen de la palabra, Caín, se pudren los desleales a sus familiares, es decir, un recinto abarrotado que pide a gritos una ampliación... o que gehena, procede del hebreo ge Hinnom, ‘valle de Hinnom’, donde nada bueno debía de suceder, sin duda... Báratro, en definitiva, es una excelente alternativa al desgastado infierno y una ocasión más de lucimiento para la elocuencia.

Lúa. En tiempo de cuarentena, que no nos falten las palabras

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Novena palabra del confinamiento, tan  apropiada para estos tiempos de exigente higiene desmesurada...


lúa. f. Especie de guante hecho de esparto y sin separaciones para los dedos, que sirve para limpiar las caballerías.
         He aquí una de esas palabras que por sí sola justificaría esta obra. Lúa es una doble metonimia que, procedente del gótico, en el que significaba ‘palma de la mano’, designa ese objeto cotidiano que ocupa su puesto embellecedor en todas las duchas del país, pues es la forma más barata de peeling, o desescamación celular, que usan las mujeres de este país, quienes no dudan en mortificarse cada mañana con ese guante de enérgica tortura. Lúa sustituiría, con absoluta propiedad, la manopla de esparto a la que nosotros, de forma eufemística, llamamos “guante de crin”, como si estuviese hecha de la crin de los caballos, en vez de servir, como sirve, para limpiarles a ellos. O sea, que lo llamamos “guante de crin” para “embellecer” el producto y no establecer una analogía que acabaría probablemente con su venta, por más que el caballo y la yegua sean animales reputadamente hermosos que gozan de la admiración general, y que aun han inspirado fantasías en las que aparecen como seres superiores a los hombres, como es bien sabido, aunque poco leído. Lúa, por otro lado, el de su sonoridad, tiene un sí se aprecia qué de eco luso que envuelve en dulzura la palabra y, más aún, el efecto del quehacer higiénico que con su referente se realiza. “Yo me froto cada día con la lúa y me quedo como nueva: no sabría prescindir de ella”. “La aspereza de la lúa es la mejor medicina para despertar al cuerpo”. “Si los hombres usaran más la lúa no serían tan blandengues y de mírame y no me toques, que lo son y mucho, aunque muchos de ellos parezcan tan brutos”. “Te lavas con la lúa y parece que, como las serpientes en época de muda, salgas de la ducha con una piel nueva”. Lúa, en definitiva, es palabra que debería figurar en todas las droguerías de forma obligatoria. Y aun algún avispado fabricante de las benéficas manoplas podría aprovecharse del nombre para una campaña comercial que reivindicara las bondades de tan modesto instrumento de belleza, la nobleza vegetal del esparto y la eufonía de su nombre propio. De lo que estoy convencido es de que, así que comencemos unos pocos a usarla, la palabra –el objeto sólo es apto para mujeres y tipos duros, los fílmicos tough guystestosterónicos... –, se irá extendiendo hasta asentarse en el idioma actual en muy breve lapso de tiempo.

Bezudo. En tiempo de cuarentena que no nos falten las palabras...

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Novena palabra del confinamiento, a punto de que se nos hinche de todo...
bezudo, da. adj. De labios abultados.
         Mick Jagger sería el prototipo de hombre bezudo, o el bezudo por antonomasia, puesto que sus labios carnosos, por ejemplo, han acabado convirtiéndose en el emblema o logotipo –porque también son una auténtica Sociedad Limitada– del grupo musical que lidera, pero, obviamente, no es el único. Es  evidente que, a lo largo de nuestra vida, nos cruzamos con cientos de personas anónimas de las que, en un momento u otro, hemos de hablar, para bien o para mal, y a las que habremos de significar físicamente para que nuestros interlocutores sepan de quiénes hablamos. Bezudo es una palabra neutra, descriptiva, y no está cargada de connotación despectiva, aunque lo parezca. Hemos de recordar que –udo, a pesar de aparecer en términos despectivos, como cabezudo, aparece también en palabras como sesudo, que tiene una connotación meliorativa inequívoca. Así pues, en principio, no es bezudo palabra que forme parte del amplísimo conjunto de los insultos, si bien algunos de estos, como cabezón, han acabado convirtiéndose en apellidos, por ejemplo, lo cual dice mucho de la capacidad humana para desmontar y reconvertir esos agresivos artefactos lingüísticos, lo más parecido a las minas antipersona, pues bien buscados, y aplicados con altas dosis de desprecio, tienen un enorme poder destructivo. Personas hay a quienes cierto remoquete despectivo les ha condicionado la vida desde la infancia o la adolescencia, momento crucial en el que las palabras aún tienen el poder que debieron de tener en la voz de las pitonisas de Delfos, por ejemplo. Estoy convencido de que, como ocurre con carifarto, también descriptiva, bezudo será otro éxito que añadiréis al palmarés de vuestra elocuencia. Aunque su origen sea onomatopéyico, pues procede de bezo, no conviene que presionéis los labios en exceso al pronunciar la palabra, como si quisierais dar a entender que la binicial de la palabra es la pista para deducir el significado de ésta. Más elegante sería, sin duda,  llevarse el dedo a los labios y, de forma discreta, indicar que está a la vista el significado de la palabra. Es muy improbable que  vuestros interlocutores la deriven de un hipotético y  metonímico besudo, aunque algunos de ellos pensarán en bruces, y no sin razón, pues, aunque de origen incierto, es muy probable que haya sufrido influencia de bezo.

Docilitar. En tiempo de cuarentena, que no nos falten las palabras...

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Décima palabra del confinamiento [y hoy dos, porque mi amigo Joselu tuvo a bien señalarme que había repetido lúa. Mis disculpas], apropiada para aplacar la *soliviantez incómoda del encierro...


docilitar. tr. Hacer a alguien dócil, suave, apacible, capaz de recibir fácilmente la enseñanza.
         A tenor de la renuncia de un buen número de padres a ejercer su obligación de educar a la prole, es decir, de marcar límites y ser capaces de aguantar el chaparrón de la protesta o del chantaje emocional, docilitar es una palabra que se adecua perfectamente a la tarea que se ha de llevar a cabo en la mayoría de escuelas de este país, a todos los niveles, desde Primaria hasta la universidad. Lo propio de los docentes era quitarle el pelo de la dehesa a la chiquillería e instruirlos en el variado y entretenido mundo del conocimiento, para lo cual llegaban, tiempo ha, bien advertidos de que los profesores tenían sobre ellos la misma o mayor autoridad que los padres. Hoy en día, es muy probable que buena parte de los alumnos pasen por los años obligatorios de la enseñanza sin haber sido docilitadosen sus propias familias, lo cual implica, a modo de corolario, que salgan de ella tan ignaros y asilvestrados como entraron. El abandono de la responsabilidad paterno-materna de la educación de los hijos  ha conseguido que se haga muy difícil la tarea de docilitar a las criaturas, máxime en una atmósfera social en la que se ha devaluado de tal manera la institución docente y, sobre todo, la figura del profesor, que hijos y padres se comportan más como clientes que no pagan y mandan, que como beneficiarios de un bien social en el que la comunidad invierte un pellizco presupuestario de miles de millones de euros. La palabra es expresiva y nada oscura. Quizá se advierta en ella una cierta connotación que la asocie con domar, con lo que ello conlleva de actividad relacionada con los animales, pero como su raíz, dócil, se impone enseguida, podemos ignorar la atrevida asociación. Lo positivo es que el uso de la palabra introducirá en la conversación en la que salga un tema apasionante, porque en este país todo el mundo tiene una receta mágica para arreglar el sistema educativo, del mismo modo que cada ciudadano, y alguna que otra ciudadana, tienen la mejor selección española de fútbol imaginable. Mientras, los profesionales del ramo, han de precaverse contra los furibundos clientes, padres e hijos, y han de asistir a la inevitable división auspiciada por todas las ideologías en lid: la escuela pública para el proletariado; la concertada y privada, para los que pican alto. “Apenas consigo enseñarles nada a mis alumnos; se me van todas las fuerzas en tratar de docilitarlos...” “Aunque deberían llegar de casa ya docilitados, lo cierto es que cada vez más hemos de atender a los problemas de disciplina, en vez de a los retos pedagógicos.”  “Nos quejamos de lo mal que va todo, y la escuela en particular, pero convendréis conmigo en que muy a menudo renunciamos a docilitar a nuestros hijos, lo que, de hacerlo, sería una contribución impagable para que, al menos una parte de ese todo, la escuela, funcionara mejor.” Ya os digo que es un tema polémico, pero muy vivo. Y del que todo el mundo tiene opinión ¡y hasta teoría! Vuestra contribución ha de consistir, básicamente, en ponerle nombre a la necesidad: docilitar, docilitar y docilitar. La vara verde es flexible; la rama seca, quebradiza. Es un lugar común, pero puede ser usado sin  reparo, porque apenas lo frecuenta nadie. De nada.

Baceta. En tiempo de cuarentena, que no nos falten las palabras.

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Undécima palabra del confinamiento, apropiada para estas horas en que, recurrir a los juegos de cartas, no debe hacernos olvidar el dicho de Shopenhauer, según el cual los naipes fueron inventados para que los necios, a falta de ideas, pudieran intercambiar algo...

baceta. m. Montón de naipes que, en varios juegos, quedan sin repartir, después de haber dado a cada jugador los que le corresponden.

He aquí una hermosa oportunidad de sustituir una palabra monótona, torpe y ómnibus como montón por otra específica que raramente, sin embargo, es usada por los aficionados a los naipes, salvo que éstos mezclen a su afición la de la lexicografía, lo cual, sin ser imposible, es altamente improbable. A pesar de la enemiga de Schopenhauer hacia los naipes, los cuales, a su juicio, se habrían inventado para que los tontos tuvieran algo que intercambiar entre ellos a falta de ideas, la afición es universal, por lo que os sobrarán oportunidades de contribuir a propagar el término correcto que sustituya a la aburrida montón. A pesar de ser un diminutivo, baceta tiene ciertos ecos de vocablo selecto, de parte precisa de un ritual riguroso, en el que se obvia la afectividad y se prima la propiedad. Derivada de baza, como es evidente, compite baceta con mazo, aunque esta última peque de cierta leve impropiedad, dado que  mazo incluye la condición de estar el montón atado, lo cual implica que, propiamente, habría de competir con baraja sin estrenar, precintada. Las dos comparten, sin embargo, la consonante interdental que representa muy adecuadamente el imperceptible roce de una carta con otra al ser recogida de la bacetapara poder continuar el juego. “Coge de la baceta, anda”, “la baceta se está acabando, y aquí aún no han salido tales o cuales cartas” o “coged las cartas con cuidado, que deshacéis la baceta” son, espigadas al azar, algunas de las expresiones que motivarán la perplejidad de vuestros compañeros de juego, a quienes les encantará, no lo dudéis, deshacerse de montón y adoptar la novedad que les proponéis. “De baza, baceta” es el único argumento que acallará cualquier reparo y desfruncirá... el ceño, se entiende, de cualquier extrañeza, pues lleva en sí la única explicación posible y deseable, esto es, apodíctica.

Calumbre. En tiempos de cuarentena, que no nos falten las palabras.

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Duodécima palabra del confinamiento, acaso de sorprendente actualidad en estos días de prisión...

calumbre. f. El moho del pan.
         No sé si es una exquisitez o una perversión psicológica -¡o filológica!– lamentar, adolorido, el imposible hecho de no haber aprendido y usado ciertas palabras como la presente, calumbre. Desde la ficción bien podría darle realidad a una escena familiar en la que uno de sus miembros se quejara de que el pan diosose hubiera llenado de calumbre o, como el DRAE permite, se hubiera calumbrecido, pero ni toda la verosimilitud y realismo del mundo bastarían para aliviarme la inconsolable pérdida de no haber podido usar nunca la palabra. La vieja sabiduría gnómica –tan cerca siempre de lo maravilloso– nos dice que “nunca es tarde…”, que “bien está…” y que “más vale tarde…”, y no voy a acogerme a otros razonamientos mejores que esos para proponer el uso de calumbre con la mayor de las vehemencias posibles. El consumo de los panes de molde empaquetados en bolsas de plástico y la sobreabundancia de las despensas españolas –ya veremos en qué paran esos hábitos consumistas desquiciados tras el duro ajuste de la última crisis– propician que la calumbre haga su aparición en las cortezas blandengues e incluso en las migas *abolladas–de bollería, obviamente; no de abolladura…–, para desazón de quienes huelen el dulzor emanado desde la tostadora y se relamen con anticipación por el bocado hipercalórico sazonado con el aceite de oliva o la clásica mantequilla cubierta de mermelada. La prevención de las personas frente a la calumbre tiene su origen en la reacción adversa de la especie frente al peligro infeccioso de los procesos de putrefacción; pero tal aversión se pone entre paréntesis cuando se trata de ciertos quesos, cuya asociación con el hongo penicillium produce maravillas gastronómicas como el queso de Cabrales o el de Rochefort –visitar las cavas donde se producen es una amena, instructiva, interesante y provechosa visita turística, degustación incluida…–. Con todo, hay quienes le tienen aversión a esa suerte de calumbre láctea, tan distinta del propio del pan y que, en términos suficientemente expresivos, se ha convertido, para la aversión popular, en “el queso de gusanos”. “Si dejas el pan en la bolsa fuera de la nevera, enseguida se te calumbrece” “Hay quienes recortan la calumbre del pan y se comen el resto, pero a mi  me da no sé qué…”  Calumbrees voz que se pronuncia sin excesivo énfasis, con cierta retorica menor, con la naturalidad de quien asiste a un proceso natural, en modo alguno sorprendente. Permítaseme, para acabar, que ponga de relieve el desencuentro entre Corominas y el DRAE en cuanto a la etimología de la palabra, pues el DRAE la hace depender de canus, ‘cano’, mientras que el lexicógrafo catalán Corominas propone caligo, ‘niebla’, ‘tiniebla’, a través de un calumendel latín vulgar. Quizás se haya dejado influenciar la Academia por el uso de canido para la corteza mohosa del  pan en tierras de Castilla, pero, dado el abismo que separa una y otra postura, bueno sería que los profesionales de la etimología se avecindaran a la razón y escogieran la más convincente.


«Selva de aventuras», de Jerónimo de Contreras o un destensado ejercicio de novela bizantina y sazonada novela sentimental.

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¿Leyó Cervantes este clásico poco citado y menos leído: la Selva de aventurasde Jerónimo de Contreras, que tuvo de poeta la gracia que no quiso darle el cielo y de narrador tan escaso arte como por sí se ganó…? 

Habiendo leído no hace mucho las Andanzas y viajes de Pero Tafur por diversas partes del mundo habidos, del propio Tafur, es evidente que no hay comparación entre el bien hacer de Tafur y el convencionalismo de Contreras. En el primer caso tenemos un  libro de viajes lleno de auténticas curiosidades, y en el segundo, una extraña mezcla de novela sentimental y novela bizantina, aunque no llega a la intensidad de los mejores ejemplos de La cárcel de amor o Siervo libre de amor, de Diego de san Pedro y Juan Rodríguez del Padrón, respectivamente.
Mi atrevimiento me lleva, incluso a descubrir en esta obra de Contreras algo así como el equivalente del cine musical, porque su historia alterna los diálogos y los “números musicales” que sirven para seguir contando la historia, como suele ocurrir en el género cinematográfico, con mayor o menor propiedad. Podríamos hablar de una suerte de opera primitiva en la que se alternaran el recitativo y las arias, a juzgar por la estructura del libro. En todo caso, hubiera dado de sí, en su tiempo, para una adaptación escénica muy del gusto de la época.
         Se sabe poco del autor, y, más allá de las clásicas fechas, c.1505- c. 1582, y de que escribió un libro de caballerías, Don Polismán de Nápoles, un título que bien podría haber aparecido en el listado de los que enumera D. Quijote como fuente de su inspiración, solo hay noticia de su Dechado de varios subjetos, en la que repite la mezcla de prosa y verso ya usada con anterioridad en la Selva. La Selva de aventuras tuvo cierto éxito, a juzgar por las ediciones, y ello movió al autor a hacer una nueva versión corregida y aumentada con dos capítulos en los que se cambia el desenlace original de la novela y se les ofrece a los lectores un “final feliz” que, a buen seguro, esperaba el autor que colmara la expectativa de los lectores y le granjeara mayor reconocimiento.
En la primera versión, los amantes se separan, porque ella, Arbeloa, quiere entrar en religión, y él, Luzmán, se lanza a recorrer tierras extranjeras, Italia, fundamentalmente, donde espera olvidarla, acaban reuniéndose en Sevilla y dedicados ambos a la vida religiosa, pero muy cerca el uno del otro. En la segunda versión, sin embargo, después de diferentes aventuras que separan a los amantes, más en la línea de la novela bizantina, se reúnen, se casan y viven felices.
En 1615 deja de editarse y ya no vuelve a ser editada hasta su aparición en la BAE, en 1849. No es autor que haya suscitado el interés de los estudiosos, porque, aunque es propio de estos recuperar textos de nuestra historia literaria sumidos en el olvido, no es menos cierto que la recompensa en términos literarios no es tan «vistosa» académicamente, por ejemplo, como la de recuperaciones tan interesantes como la del poeta gongorino Gabriel Bocángel, pongamos por caso. Ni que decir tenemos que tampoco como antecedente de El peregrino en su patria, de Lope de Vega, acaba teniendo la obra de Contreras valor suficiente.
         Lo que se estará preguntando el lector de estas páginas es por qué diablos, entonces, le propongo la lectura de un clásico tan «menor», de tan aparente poca valía. Le contesto enseguida: porque cualquier clásico así considerado es una lectura más provechosa que mil insulsas naderías actuales. Estar en compañía de un escritor, por discreto que sea en el brillante escalafón de aquellos siglos que tantos ingenios exquisitos contemplaron, nos permite sumergirnos en ciertos modos de decir que nos reconfortan en el uso de la lengua, a la vista de las constantes deturpaciones a las que hemos de asistir cada día en la sufrida vida pública, ¡y no digamos en la política!
         Desde que se abre la novela, advertimos un ejemplo de aceleración narrativa que nos sorprende, ciertamente:  Y porque ya era hora de cenar, dio a Luzmán de lo que tenía para sí, y reposó ahí esa noche y otros ocho días, y al cabo dellos se partió con lágrimas de entrambos. Y así Luzmán, yendo pensando siempre en Arbolea, llegó a Barcelona; y dende a diez días se embarcó en una nave que iba para Italia, y así dio en un puerto en la tierra de Toscana, y hallándose así, acordó de irse a Venecia, por ver aquella ciudad que tan mentada era; y así se despidió de los marineros, y se fue su camino. Y tanto anduvo que llego a Venecia, en un día que en la plaza de San marcos se representaba aquella tarde la memoria de la edificación y fundamento de aquella ciudad; y siendo desto muy alegre, se fue al lugar donde se hacía esta representación. En nueve líneas viajamos de Sevilla a Venecia, ¡ni el famoso tren bala japonés! Y ninguna comparación, está claro, con el caballo que lleva a Gladiator desde Vindobona, la Viena de los romanos, hasta Mérida… en apenas día y medio.
         La prosa, como ya hemos dicho se alterna con el verso, y aunque este sea de escasa calidad, hay excepciones, dado lo mucho que se recurre a su uso, y no es extraño encontrarnos incluso con algún aforismo que nos place así lo leemos:  Llamaron a la paz antiguamente/reloj de la bondad bien concertado.
         La acción propiamente dicha de la obra va a consistir en el encadenamiento de encuentros sucesivos en los que se cuentan las historias de los personajes con quienes, por azar, se encuentra el peregrino y cuyas historias son, en la casi totalidad de los casos, de orden sentimental, usualmente amores frustrados, como su propia historia. Así ocurre con la hermosa Porcia, sobrina del duque de Ferrara, que sirve, podríamos decir, de molde para los encuentros por venir:  Señora, yo soy un peregrino que anda deseoso de ver las cosas que el mundo en sí tan maravillosas tiene, se presenta el peregrino a la hermosa y doliente doncella. Porcia pena, en apartados montes, la muerte de su marido, quien yace en una tumba junto a la que llora de continuo a la espera de consumir su vida:  Desprecié a Galeazo, duque de Milán, y a Artidonio, mi primo hermano, hijo de mi tío, en cuya compañía me crié, y asimismo tuve en poco a Calistro, hijo del marqués de Mantua: y esto todo para mayo gloria mía. Porque sepas que amé a un caballero, natural de la fértil España, de una ciudad llamada Zaragoza: estaba en el servicio de mi tío el duque, muy privado suyo, llamábase Erediano.” Huyen y llegan al lugar solitario donde Luzmán la descubre: vinimos a este lugar, el cual es tan fragoso, y de fieros animales poblados, que jamás hombre aquí allegó, ni creo que pueda llegar, si no es por ventura como tú has hecho. Estamos, pues, ante una novela sentimental, parece. Al poco, recitando su duelo sobre la tumba, como hacía dos veces al día, Porcia se desvaneció muerta ante los ojos de Luzmán, quien cavó en la sepultura de Erediano y, cuando llegó hasta sus huesos, depositó el cadáver de Porcia junto a él, y volvió a cubrirlos con la misma tierra que haí sacado. Hacer analogías con movimientos literarios tan lejanos como el Romanticismo quizá esté fuera de lugar, pero la vena mortuoria de dicho movimiento, los Pensamientos nocturnos, de Edward Young, o las Noches lúgubres, de Cadalso, imitador de aquél, se alzan ahí como hitos de un camino que el Romanticismo siguió hacia atrás, en su predilección por los tiempos pasados, las ruinas y los amores desdichados.
         Está claro que, dada su condición, el personaje, al llegar a Ferrara, donde para tres meses, es recibido por la nobleza y, tras la presentación de rigor, declara con cierto orgullo su ascendencia: Has de saber [Luzmán le habla a Artidonio, hijo del duque de Ferrara], que yo soy caballero de España, que deseoso de ver y entender las estrañas cosas que el mundo tiene en sí salí de mi tierra desta manera, como me ves vestido, y viniendo a esta ciudad no sé cómo el camino perdí, y anduve por un estraño bosque cuatro días, y al cabo dellos, hallándome en un llano topé una sepultura. Y desde ahí en adelante continúa la narración de los amores trágicos de Porcia y Erediano, de la manera que lo había visto y oído de  boca de ella.
De Ferrara fue a la Lombardía, concretamente a Milán. Visita el palacio del duque Galeazo el día de su boda. Contempla una representación alegórica del triunfo del Amor. De Milán va a Génova, donde entra en conocimiento del devastador amor que sufre Salucio, a quien su familia da por perdido, si bien Luzmán, por sus buenas artes, consigue devolverlo a su hogar. Se trata de una situación técnicamente muy llamativa, porque se emplea la composición poética del verso «en eco», gracias al cual, Salucio cree que este le responde con la repetición del último verso de cada estrofa a sus propios versos: Luzmán, que atento había estado a todas estas palabras, bien entendió que aquel que tales cosas decía, loco de amor estaba; pues del eco que en los aires le respondía al acento de sus palabras tomaba por el propio Amor. Salucio, después de pedirle que se identifique, le cuenta, bajo promesa de guardar secreto quién es y por qué se ve reducido a ese estado lamentable. Criado de Galeazo, que estaba enamorado de Beliana, hija del duque de Urbino, acabó enamorándose de ella también. Un día le revela el amor que siente, pero ella lo rechaza, enamorada como está de su marido. Él toma el hábito y se pierde en la espesura para penar su mal. La declaración de amor no correspondido de  Salucio es una perfecta muestra del modelo de amor cortés: Conocida cosa es, hermosa Beliana, señora de todo aquello que humano ser tiene, que no puede el enfermo encubrir al médico su mal para que sea con prudencia curado; así yo, que a la muerte me veo por tu causa, es justo que entiendas que muy presto acabaré estos tristes días que agora se sustentan con la esperanza que de mi firme amor tiene, si tú, señora, no pones remedio doliéndote de mí; y por Dios, no me culpes, que soy hombre, y Amor me ha puesto en la cumbre de mi deseo, contento con morir si mi atrevimiento lo merece, pues caer de tan alta gloria es imposible aunque muera. Vesme aquí rendido y descubierta mi voluntad: si de mí te dueles, a tiempo estás de mostrarlo; y si venganza quieres, tuyo soy; no me puedes más deshacer de lo que yo estoy deshecho; y así gano gran bien con cualquier cosa que de tu mano me venga, pues siendo ella tal y tú tan hermosa, lo que diere será para mí sobrado contentamiento. Luzmán restituye a Salucio a casa de su padre, pero este escribió en verso una carta de despedida antes de caer muerto. La carta acaba así: No os duela mi muerte agora,/que el morir por tal señora/no es muerte, mas es vivir;/que sabed que un bel morir/a toda la vida honora, que nos remite a la conocida sentencia petrarquista.
Luzmán pasa por Pisa y llega a Luca, donde recibe la noticia de que en la plaza del Domo se celebrará un juicio para decidir a cuál de tres hermanos con diferente estado civil le corresponde la herencia del padre rico. El mayor, Ardonio, defiende el estado de casado como aval de su pretensión: Yo dije y digo, que el mayor bien que Dios hizo al hombre, después de haberle dado el conocerlo con las armas de su fe, selladas en el entendimiento humano, fue concederle y ordenarle que se casase y atase al yugo del matrimonio, cuyo arado abre la tierra de la consideración del ánimo para poder sembrar recogimiento, honestidad, amor casto y celo puro y santo, con el regalo y compañía de los apacibles hijos y mujer.. ¿Podréisme decir que se puede llamar hombre al que no es casado? […] ¡Oh sabrosa celada, apacible guerra, suave lucha, aquella que tiene el buen casado! Que no lo siendo, ¡con cuánta libertad se ofende al divino Criador, quedando el hombre hecho animal, pues dél no procede el fruto que los hombres desean! Mirad que la mujer es vuestra propia carne, el hombre y ella son una cosa, y los hijos retrato de los dos, medio de los trabajos: aquella es cama no violenta ni manchada, donde los tales se acuestan; aquella es mesa y santo altar, donde se come este pan de verdadero amor; pues así, quien desto huye, abraza las ofensas, cíñese de pecados, y ya que por ventura esto no haga, más querrá guardar castamente su vida, queriendo pretender amores y Enel aire levantar sus sentidos. Todavía me parece yerro, porque la contemplación solo ha de ser en el cielo, y en el alto principio de sus maravillas y en el movedor dellas.
Belio, el segundo hermano, arguye contra el estado matrimonial. Estamos, pues, ante la herencia medieval de las contiendas y denuestos, como la del agua y el vino, por ejemplo: ¡Oh valerosa república, y excelente y maravilloso sabio [el filósofo Plomis, que preside el «duelo» dialectico entre los hermanos, es quien ha de decidir a cuál de los hijos le corresponde la herencia] ante quien y por quien se han de saber nuestras diferencias! Oíd el error y ceguedad de mi hermano, pues quiere llamar a la muerte vida, y al engaño consuelo, y a la mentira verdad. ¿Qué hombre hay en la vida, que si se ha casado, no llore la prisión que, pudiendo escusar, escogió con sus propias manos? ¿Nudo dulce llamas al que jamás desatarse puede si no es a la fin de la vida, cuando de fuerza se ha de acabar todo? ¿Tú quieres alabar lo que todos lloran, y como prudentes sienten, porque solo tú te halles contento? ¿Y acá, en ese homenaje y castillo de turbaciones, qué hay sino sospechas? Y el alcaide dél es el sobresalto, y los soldados que le guardan los temores y afrentas en que muchos han caído, por eso que tú tanto alabas. ¿Llamas cama contenta y casta aquella que muchas veces derriba la honra de los maridos, de cuya consideración yo lloro? ¿Llamas mesa alegre y buena aquella que con tanta pesadumbre hace al hombre con cada bocada dar mil sospiros? Siempre está celoso; de sí propio no se fía, cuando por alguna manera alcanza a tener sospecha de la cosa que ama. Alaba a los hijos; mejor es no tenerlos, pues son muchas veces afán y deshonra de sus padres; pues amor por cualquier vía, si el hombre pone en él perfecta afición, yerro es grande. ¿Por qué se ha de amar lo que no os ama, y poner la vida por quien os desea la muerte? ¿Hay por ventura mujer alguna que firmemente ame? No, ni nadie lo crea: fingidas son sus lágrimas, engañosas sus apariencias, y falsas sus promesas, y crueles las más dellas; y así yo entiendo aquesto: de ninguna me he fiado, gozando a mi voluntad de cuantas he podido, sospirando en la presencia dellas, fingiendo amarlas, como ellas hacen, y en ausencia, riéndome de todas. Así que así se ha de amar sin firmeza por pagarles en la misma moneda con la mercaduría que ellas venden; y el que otro dijere se engaña.
Finalmente, el hermano pequeño, Basurto, que defiende el amor místico, algo así como la tercera vía, enhebró las siguientes razones: Conocida cosa es, que antiguamente la locura se tuvo por alegre movimiento entre los hombres, dándole lugar para que así con ella se holgasen y entretuviesen, como con las otras cosas que mayor sustancia tenían. ¡Oh hermanos, y cuán poco entendéis del amor y de sus altos efectos! ¿De dónde pensáis que ha procedido todo? Del cielo, y así la contemplación dél allá sube. No llamo amor el efectuarse, ni tampoco cuando se ama con esperanza de galardón ¿sabéis qué es querer y firmeza? Trasfiguraos en la cosa que amáis, y hacer de dos cosas una. Yo amo, y siempre he amado con la consideración de una firmeza que no puede tener fin, si no es con la muerte, no efectuando jamás mi deseo, porque entonces perdería el premio de aquel alto sujeto donde subió mi intento. Buena cosa es el casado; todas las mujeres buenas, buenas son; firmeza hay en ellas, la cual no falta por su parte, mas por la nuestra que somos animales varios. Mas muy mejor es la libertad del hombre, y ésta desean todos los animales brutos, cuanto más el verdadero animal señor  dellos. Y pues esto es así, yo digo que amor ha de ser altivo sin  confianza, y cuanto más se penare meno se ha de pretender galardón, como yo, que ha quince años que amo en un lugar do jamás espero alcanzar cosa ninguna; y a pensar alcanzar galardón de mis servicios, antes tomara la muerte con mis propias manos, que llamarme amante. Así que, esto es lo mejor y más firme estado; y quien  otra cosa dijere, no entiende qué es amor, ni le conoce, ni le precia; antes es figura del desamor y engaño que los fingidos enamorados tienen, cuando por su contentamiento le quitan a la parte contraria. De aquí vienen las burlas, las malicias y traiciones, con muchas enemistades entre los más caros amigos. Pues luego yo acierto, y he escogido el mejor estado.
El sabio falla y lo hace en favor del hermano mayor, quien es declarado único heredero de todos los bienes, y a cuyo arbitrio se deja si ha de favorecer a sus hermanos con alguna cantidad o heredad de la misma. Recordemos que estamos ya en pleno Renacimiento, una época en la que el impulso emprendedor de las ciudades y de la nueva clase pujante defiende un sentido pragmático de la existencia que, en este caso, representa el hermano mayor, y de ahí el fallo del sabio Plomis.
De Luca pasa a Mantua. En esta ciudad, conoce al marqués Octavio, quien, a su vez, conoció al padre de Luzmán. Lo acoge en su palacio y le cuenta su “proceso de amores” con Vitoriana, hija del rico Mecides, de Florencia. Enseguida se plantea un nuevo debate en el que el sabio Soticles se declara enemigo del amor frente a Luzmán. Para Soticles:  Cupido quiere decir que ocupa el sentido, apartándole del bien y ocupándole en el mal; y este amor es carcoma, reloj desconcertado, mentiroso, engendrado de una cosa que ninguna entiende. […] Es amar un mar esquivo, lleno de tormenta, donde ninguno supo navegar, ni halló puerto seguro. Para Luzmán, sin embargo, el amor es:  Una fuente de una agua de amoroso deseo, árbol que no pierde jamás su verdura, y una visión del ánima esmaltada en los sentidos, sin la cual el hombre es un dibujo muerto… Soticles lo refuta: Muy errado vas -dijo Soticles-; que el amor es mar de sangre, árbol seco sin hojas, edificio sobre arena, movimiento loco, piedra engastada en el juicio, lanceta que rompe las mejores venas, lanza de dos hierros, por do se hacen cien mil.
Va a Sena [nuestra actual Siena]. Y allí conoce el caso del dadivoso Oristes que vive en pobreza por repartir cuanto ha poseído y aún posee a los pobres. Oristes, asimismo es un claro ejemplo del barroco hacia el que se encaminan los tiempos literarios, según podemos advertir en una de las mejores composiciones poéticas de la obra, este soneto:

¡Qué es ver la clavelina o la blanca rosa,
el lirio, o otra flor que bien parece,
cuán presto se marchita y entristece
perdiendo la color y el ser hermosa!
Hoy penáis y morís por una cosa;
mañana vos enfada y aborrece,
cuán presto pasa el día y anochece;
el tiempo es la ocasión que no reposa.
Ninguno con su suerte está contento;
la vida es un golfo de cuidados,
que va por esta mar de nuestro intento.
Deseos y esperanzas lleva el viento
de muchos, que viviendo confiados
fundaron en el aire firme asiento.

Ya en prosa, Oristes justifica su elección de la vida retirada, austera y dadivosa, con un punto de ascetismo de honda raíz religiosa que estaba propiamente en «el ambiente» del tiempo del autor:  Déjate de pensar más en eso -dijo Oristes-; que has de saber que las cosas de los reyes y grandes príncipes no son para todos los hombres. ¿Parécete a ti que haría bien el que está en el seguro puerto, si se metiese en los golfos y tormentas de la mar? ¿No entiendes que en los tales lugares los hombres se tornan aves, queriendo volar sin alas a la presunción y privanza? Pues ¿qué te diré de las envidias y murmuraciones y diferencias que se hallan en esa pequeña honra pretendida por soberbia y vanagloria? Así que, no me contenta; y pues la desprecio, quiero que mis hijos huyan della. Virtudes les dejo, crianza y cristiandad: válganse con ellas como yo hago en esta vida; pues dicen los sabios que la mayor joya es el anima, y esta se ha de guardar; que el cuerpo es bruto, y así se ha de tratar con aspereza, porque no tome malas costumbres.
Oristes le recomienda ir a ver el palacio de Birtelo, a siete leguas de Roma. Se trata de otro benefactor como él y amigo de la austeridad y la pobreza. Y allá que se dirige Luzmán, intrigado por una nueva maravilla de las que había salido a conocer en su peregrinaje. Como se advierte, los fracasos amorosos no tardan en orientarse «a lo divino», como compensación por los sufrimientos que el tal depara a quienes han de sufrirlo en esta vida. En el palacio de Birtelo hay siete tablas con otros tantos personajes de carácter alegórico y leyendas que declaraban el contenido de las mismas: Dios, el tiempo, la juventud, la vejez, etc. Después de la comida con Birtelo, dos poetas, Pirón y Ansilo entablan un diálogo musical con posiciones opuestas. Pirón representa la complacencia en el Mundo; Ansilo, el amargo desengaño. Finalmente, Birtelo le cuenta su historia: estaba a punto de casarse con una dama, matrimonio concertado con sus padres, pero ella se casó en secreto con un criado. Birtelo mató al criado y su futura esposa se suicidó clavándose un puñal. Birtelo renunció al mundo y a las mujeres y se retiró a su mansión, que administra con tino para poder ser generoso con los pobres mientras viva.
A dos leguas de Roma entra en la cabaña de un pastor, quien también prefiere su cabaña humilde al mejor de los palacios, aunque sea rico. En el curso del diálogo entre Luzmán y el pastor, el peregrino, sin saberlo, le da pie con una breve reflexión: ¿Por qué padre, me di -le dijo Luzmán-; que los hijos todos cuantos son lo primero que desean son ellos? , a que el rico pastor le cuente la historia de su desdichado hijo: Bien has preguntado -respondió el pastor- […] Habrá siete años que se enamoró de una pastora, hija de un compadre mío, que allí abajo tiene su cabaña al pie de un arroyo; y ella, dándose muy poco por él, se ha casado habrá seis meses con un pastor, siervo de su padre, y todavía el loco de mi hijo la ama, y nunca sale de entre aquellos árboles que allí parecen, donde tañendo en una zampoña anda diciendo cosas estrañas; jamás viene aquí, ni bastan los consejos ni los de sus amigos; y así temo que presto morirá; esta es la causa por que desalabo los hijos. Luzmán sale al encuentro del hijo, cuya decisión nos recuerda el retiro de don Quijote en Sierra Morena para penar sus amores y hacer mil extremos de penitencia por su señora Dulcinea. Luzmán oye la invectiva cantada contra el amor por Persio, que así se llama el enamorado hijo del pastor: Eres maldito alacrán,/navaja que mata aguda,/sombra que presto se muda,/fuego de crudo alquitrán/más amargo que la ruda., pero, finalmente, como ya ha hecho su padre, ha de darlo por imposible, dada su no fingida locura.
Luzmán continúa camino y llega a Roma. Allí admira el Capitolio, y una piedra alta hecha de una piedra llamada el Aguja; y encima della en alto una poma dorada, donde decían estar los polvos de Julio César. En nuestros días, ese obelisco está ubicado en el medio de la plaza del Vaticano, si bien se me esconde la información sobre la manzana a la que alude el personaje. Al parecer, Julio César fue incinerado y sobre las cenizas se instaló el obelisco.
         Paseando por la ribera del Tíber se encuentra con un mercader, Belcaro, amigo de su padre y a quien había conocido en su Sevilla natal. Como va vestido pobremente, enseguida el mercader quiere  prestarle  ropas acorde con su estado, pero Luzmán le dice que hizo promesa de no mudar de hábito durante su peregrinación y que prefiere seguir vestido tal como lo está. Es invitado a acudir a casa del cardenal Juliano, amigo de las artes, quien tiene un teatro en su casa donde organiza representaciones. Tras una introducción de la Muerte.  Dos mujeres, Julia y Camila, contienden poéticamente, siguiendo el modelo de disputas en verso anteriores. Julia defiende la hermosura, siendo, además, hermosa; Camila defiende la fealdad, siendo, además, fea. Acabada su contienda, entra Amor rodeado de siete doncellas: los siete pecados mortales, aunque enseguida salen otras siete: las siete virtudes. Todas las intervenciones, muy breves, son manidas y sin apenas mérito poético.
         Luzmán va a Gaeta, camino de Nápoles. Es reseñable su encuentro con un prototipo de avaro, el rico Argestes, un avaro auténticamente de manual, aunque nos lo presenta como un de esas “cosas estrañas” tras las que él se lanzó a peregrinar. Con poéticas razones muy cristianas lo persuade de que está cometiendo una locura y consigue, no tanto reformarlo, como obrar el milagro de su arrepentimiento profundo, en una crisis de lucidez que lo despierta a una nueva vida.
         Desde Gaeta se mete “en una fusta” para navegar hasta Nápoles, pero acabó en el puerto de Baya (hoy Bayas), al lado de Puzol (Hoy Pozzuoli), de donde prefiere ir por tierra a Nápoles. A poco de echar a andar descubre la cueva de la sabia Cuma. Ese encuentro se convierte en una aventura que constituye un auténtico cuentecito fantástico intercalado en la narración y que, también a su manera, nos recuerda, en parte, la aventura de don Quijote en la cueva de Montesinos, lo cual, y dado que Cervantes escribió su última novela siguiendo el modelo de la novela bizantina, a la que también algunos críticos adhieren esta libro de Jerónimo de Contreras, se me ocurre pensar que acaso Cervantes leyera con atención esta obra: A Luzmán le vino gran deseo de ver esta cueva; y despidiéndose de los pescadores comenzó a entrar por ella. Pues habiendo andado por un camino escuro, como cien pasos, hallose en un verde y hermoso prado, alrededor dél grandes peñas que le cercaban, y pasando por él entró por otra angosta senda, y no tardó que se halló en un hermoso patio labrado de singulares piedras, cubierto de hermosa madera labrada sotilmente y de fino oro dorada, y alrededor dél muchos aposentos, Pues estando así Luzmán maravillado de ver lo que veía, vio salir de un aposento una doncella vestida y tocada de muy blancos vestidos, y en la mano un bordón de plata. Maravillado Luzmán de verla, con grande acatamiento se le humilló, y ella le dijo: «bien seas venido, Luzmán, a esta mi cueva; gran virtud es la tuya, pues tuviste poder de entrar en ella, y así yo te quiero mostrar esta rica morada; y porque sepas quién soy, decírtelo he. Has de saber que es mi nombre la sabia Cuma, señora de esta ciudad que Puzol se llama, hija del sabio Quircio, que en su tiempo ninguno le igualó, do después de su muerte, que habrá doscientos años, aquí me dejó encantada, dejando aquí pintados todos los hechos del mundo, así los pasados como muchos de los presentes, y aun algunos alcanzó de los por venir, siendo Dios servido de arle gracia, porque él fue muy buen cristiano, y pues te he dicho quién soy, entra agora y mira con tus ojos las cosas estrañas que aquí están. [Ve al EmperadorCarlos y a su hijo Felipe] Como no podía ser de otra manera, dado el plan del libro, también la profetisa es amante del canto y la poesía:  Con fuerza y artificio va la nave:/no solo son sus pies los duros vientos,/ni puede sin las alas ir el ave./Ligera cosa son los  pensamientos; /caminan sin mudarse todo el mundo/y forman en el aire dos mil cuentos./No dejan de bajar hasta el profundo,/y luego sin moverse van al cielo/gozando lo primero y lo segundo./En todos los estados hay recelo.  Estando en la cueva, sueña que su señora Arbolea se ha casado. Y de ahí le viene la urgencia de volver a España para comprobar si es cierto.
         Antes de embarcarse de regreso para España, es llevado a presencia del rey de Nápoles, don Alonso el Sabio. Y allí, le son presentadas dos mujeres, Vitoria y Esperanza, “las hermanas desamoradas”, que reniegan del amor humano por preferir el amor divino, lo cual prefigura el desenlace del libro.
En el último libro, de los siete de que consta la novela, cae prisionero de unos piratas que lo llevan a Argel prisionero, por quien esperan un buen rescate. Seis años está cautivo. Lo compra Laudel, pariente cercano del rey. Laudel muere y Calimán, su hijo, se hace cargo de la casa e intima con Luzmán. Calimán se enamora de la hija del rey, Arlaja. Por su parte, Luzmán evoca el desleal casamiento de Arbolea y canta sus penas en lengua morisca, que hablaba a la perfección. Calimán lo oye y simpatiza con él. Seis años de cautiverio lleva cuando intima con Calimán, por ser sus vidas paralelas: has de saber que un enfermo huélgase de hablar con otro que ha tenido o tiene su enfermedad. Anticipándose a la vida y los hechos de  Cyrano de Bergerac, Calimán le canta a Arlaja una serenata bajo el balcón, de tal manera que la enternece. Canta muchas otras noches y, al final, del trato y el roce, Arlaja acaba enamorándose de Calimán. Calimán, en justa agradecimiento por sus servicios, lo libera y ordena que lo lleven en barco hasta Málaga. Y ahora, después de las semejanzas que vengo haciendo con el Quijote, digáseme que, tras este cautiverio en Argel del protagonista, aunque fuera un hecho común en aquella época, Cervantes no leyó atentamente la obra de Contreras…
Finalmente, Luzmán llega a casa de sus padres y él confirma que Arbolea ha abrazado la vida religiosa, razón por la que él hace lo mismo y construye un monasterio cerca del de su amada para estar muy cerca de ella. Y hasta aquí la versión que yo he leído. La edición ampliada, que es la que, en realidad, aproxima más la novela al modelo de la novela bizantina, le da un giro radical a ese desenlace tan religioso y busca, tras diversas aventuras de ambos protagonistas por separado, el desenlace de su unión en un happyending que ya por el siglo XVI estaba claro que prefería el público lector. Lo de las distopías apocalípticas tipo Mad Max aún tardarían mucho en llegar…

Meldar. En tiempo de cuarentena, que no nos falten las palabras.

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Decimotercera palabra del confinamiento y nunca mejor ofrecida: la quintaesencia de la idoneidad para estos días de resistencia manual, ¡jamás para manuales de resistencia, ojo!
meldar. tr. Leer, aprender.

         Voz rara, sin duda, pero cuya aparición en la Danza de la Muerte, monumento de la poesía medieval española, nos permite rescatarla con todos los honores siquiera sea para saber que existe, que no es una voz muerta y sepultada, como tantas, en los renglones de los diccionarios. Aparece allí como lo que es: una palabra del sefardí, el castellano medieval que los judíos sefardíes, es decir, originarios de Sefarad, España,  se han encargado, en su desconsolado, injusto y eterno destierro, de mantener vivo. Por su origen griego, la palabra significa ‘esforzarse’, y más concretamente esforzarse en aprender algo a fuerza de repetirlo, o sea,  estudiar de viva voz, esto es, aprender “de coro”. Este significado griego se mantiene en la voz catalana maldar, ‘afanarse’ ‘esforzarse por’, de uso habitual en la lengua hermana. No os preocupéis, amables lectores, porque ya pongo yo todas las objeciones posibles e imposibles para disuadiros de tan difícil empresa como sería intentar sustituir las muy asentadas y asendereadas voces leer y aprender o la, en nuestros días de desorientada pedagogía, denostada expresión “estudiar de memoria” por el presente meldar de casi imposible retorno:  “Meldar el código de circulación es la única receta para pasar la teórica”  “Ya me acuerdo yo, ya, de cuando nos obligaban a meldar la lista de los reyes godos”.  “Los maestros de hoy no quieren que los niños melden las lecciones, pero los neurólogos no dejan de insistir en que las repeticiones memorísticas ayudan a desarrollar la inteligencia” ¿Por qué, entonces, incorporarla a este diccionario? En parte como homenaje a esa rica rama del castellano que fue desgajada del tronco central por la intolerancia religiosa –uno de los grandes males de nuestra patria y del mundo todo–; y también como propuesta lúdica para auspiciar el interés por el perfeccionamiento de nuestros usos lingüísticos y la ampliación de nuestro jibarizado vocabulario en estos tiempos en que se nos anuncia que el aprendizaje de las lenguas no necesita más de 1000 palabras... de las más de 100.000 de la mayoría de ellas.

Jabonar. En tiempo de cuarentena, que no nos falten las palabras...

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Decimocuarta palabra del confinamiento, indispensable para entender la doble vara de medir que hemos de tener con quienes nos rodean y tienen los gobernantes con nosotros...
jabonar. tr. Reprender ásperamente.

         He aquí una muestra de la ambivalencia de ciertas voces, que sirven para describir un cometido y su contrario, con escasísima variación formal en su enunciación. Mientras jabonar a alguien, o “darle un jabón”, significa esa reprensión que figura en la definición –María Moliner incluye, además, el castigo físico en forma de golpes–; “dar jabón” a alguien significa adularlo. ¿Qué extraña virtud advirtieron nuestros antepasados en el jabón para otorgarle ese poder?  Ignoro los usos punitivos que antaño llegó a tener el jabón, pero parte de mi memoria personal ha sido la amenaza de lavarme la boca con él –en forma de escamas del popular Lagarto, se entiende... – para impedir que la ensuciara cotidianamente con las pudorosamente llamadas “palabras malsonantes”, “tacos” o “voces desgarradas”. Lo cierto es que el jabón tiene una consistencia pétrea, pero no me atrevo a pensar siquiera que pudiera existir algo así como un castigo de *jabolapidación. El significado de “dar jabón” es harto evidente y no requiere explicación ninguna, pues son muchas las sortijas que lo han precisado, por ejemplo, para salir de dedos en los que nunca deberían  haber entrado. Del mismo modo, la naturaleza viscosa del jabón, propia de los aceites de que suele estar hecho, ha servido como lubricante para encajar unas piezas en otras, como las espigas de los muebles. Así pues, la propuesta de este nuevo sentido, ‘reconvenir a alguien por una conducta impropia’, habrá de abrirse paso frente a la incredulidad inicial de quienes conservan en su buena memoria el significado contrario. Empeñarse en la propagación de la misma conlleva la excelente oportunidad de ilustrar las complejidades del léxico y prestar atención, de paso, al modo como los hablantes han asociado tal o cual significado a tal o cual palabra. Si se escarba sin pedantería, se pueden conseguir no pocos adeptos para esta disciplina de la lexicografía que, más allá de las arideces técnicas de las transformaciones fonéticas, tiene, en las pesquisas etimológicas, una lectura por la que se puede llegar a sentir auténtica pasión. Entre los justos está, según Borges, “el que descubre con placer una etimología”. En última instancia, si no se llega tan lejos, sí, al menos, habremos contribuido a la preocupación por mejorar la expresión, lo que elevará significativamente el nivel cultural de un país como el nuestro, ¡tan necesitado de esa conquista social e individual!

Quintañón. En tiempos de cuarentena, que no nos falten las palabras.

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Decimoquinta y última palabra del confinamiento (alargado con nocturnidad y alevosía...) que ofrezco como homenaje a nuestros mayores (entre los que soy uno de los menores...).


quintañón, na. adj. Centenario.|| 2.  Muy viejo.
         Las cien libras del quintal son la medida que se toma como referencia para referirse a los centenarios, si bien es éste un dato más olvidado aún que la propia palabra, fuera del personaje cervantino, claro está, al que se asocia como nombre propio, Quintañona, sin que de él se haya dado el salto al uso coloquial para el que probablemente nació, si nos atenemos a la comparación implícita en la palabra. Tiene quintañón, además, toda la apariencia de ser un apellido, como si dijeramos Quiñones, de rancio abolengo, una palabra que nos llega desde los primeros vagidos de la creación de la lengua, como Pero, Mencía, Álvaro o Hernando. El campo semántico de la vejez no es tan extenso como para prescindir alegremente de una voz tan expresiva. Decimos quintañón y parece que se nos represente, enseguida, una poderosa carga que casi nos dobla las rodilllas y nos hace trastabillar, lo que el propio final de la palabra, desgajado del pesado quintal,  añón, también parece representar a la perfección. No hay tal, sino todo lo contrario. De hecho, tenemos un añosoque cubre con toda propiedad esa parcela de la avanzada edad, sin ser término ofensivo, como tampoco lo sería el hipotético *añón y como, solo a medias, no lo es quintañón, como vio Cervantes a la perfección cuando inventó su graciosa Quintañona, casi como personaje de comedia de enredo. Quintañóntiene las dosis exactas de buen humor, de burla donosa y de capacidad descriptiva objetiva como para que se convierta en palabra que podamos usar con toda liberalidad en las más variadas circunstancias. “Mi tío es ya un quintañón de mucho cuidado, pero sigue fuerte como un roble”. “Hay vejestorios y quintañones, que conste, como hay jóvenes fortachones y otros delicados que parecen ya prejubilados”. “Acabé cogiendo un autobús lleno de quintañones y quintañonas que parecían salir de un jardín de infancia: ¡Jesús, qué energías, no pararon en todo el viaje: que si chistes, que si canciones, que si bromas...!” Los eufemismos, en el ámbito de las edades avanzadas, están a la orden del día, pero quintañón nada tiene que ver con ellos. La empleamos y no se nos viene valetudinario a la cabeza, sino recio, fibroso e incluso poderoso, de ahí que sea ésta una propuesta que, a buen seguro, no hallará objeciones de enjundia ni renuencias absurdas  para instalarse entre nosotros con todos los honores de las voces expresivas y necesarias.

Elogio de la crestomatía: «El viaje de Astolfo en busca del Juicio…» en el «Orlando furioso,» de Ludovico Ariosto.

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Un episodio fantástico y moralizante que pudiera considerarse una influencia en Los sueños, de Quevedo. Un viaje a la luna anterior en un siglo al celebrado de Cyrano de Bergerac.
—¿Ya no te he dicho —respondió don Quijote— que quiero imitar a Amadís, haciendo aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente don Roldán, cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro, de cuya pesadumbre se volvió loco, y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil insolencias dignas de eterno nombre y escritura? Y, puesto que yo no pienso imitar a Roldán, o Orlando, o Rotolando (que todos estos tres nombres tenía), parte por parte, en todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo como mejor pudiere en las que me pareciere ser más esenciales. Y podrá ser que viniese a contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de daño, sino de lloros y sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más.
                                                                       (Don Quijote I, capítulo XXV)

Las crestomatías siempre han estado al servicio de la enseñanza, porque la selección de textos fundamentales de nuestra Literatura ha servido para enseñar a leer, para educar el gusto literario y como modelo de estilo para muchas generaciones de estudiantes. Con la llegada de nuevas promociones de profesores educados en otra mentalidad y deseosos de poner a disposición del alumnado las obras completas, no solo fragmentos escogidos de las mismas, ha decaído hasta casi desaparecer ese hermoso arte de la compilación de textos fundamentales de nuestra Literatura para la enseñanza. En realidad, ha decaído la edición comercial de las mismas, porque esos libros fueron sustituidos por las antologías que cada profesor de Literatura confeccionaba desde su perspectiva estética. Cuantos hemos sido profesores disponemos de ese arsenal privado de textos con que hemos facilitado el aprendizaje de la asignatura.
En esta ocasión, y dada la evidente limitación que guía siempre el uso de los textos en la enseñanza, el presente nunca llegue a utilizarlo, pero siempre lo he tenido por uno de esos fragmentos que todo el mundo debería de leer alguna vez. Eta es la razón de ofrecérselo a los intelectores amantes no solo del género épico, aventuras de carácter caballeresco, sino también del género fantástico, tan ligado a ellas, como hemos leído con extrema delectación en Chrétien de Troyes, y, sobre todo del ingenio que apuntaba ya al Barroco, en tiempos del Renacimiento, como lo prueban las imitaciones de Barahona de Soto, Las lágrimas de Angélica y el poema narrativo de Lope, La hermosura de Angélica. A mí, más allá de la perspectiva religiosa que adquiere aquí el viaje al más allá en busca del rescate de la cordura de Orlando, me llamó la atención en su momento la felicísima invención de los frascos del juicio que todos tenemos en aquel mundo donde se guardan además, ¡otro hallazgo inmortal!, las cosas que perdemos en este. Me ha venido a la memoria al hacer la crítica de La muerte cansada, de Fritz Lang, donde aparecemos, los seres humanos como velas que se van consumiendo hasta que se apagan al llegar al final de nuestro tiempo asignado. La extrema finura de la invención también me ha traído a la memoria Los sueños, de Quevedo, si bien en este la mordacidad es muy diferente de la suave dulzura que se desprende de los versos de Ariosto, aunque, a falta de una traducción definitiva en verso, he optado por la traducción en prosa de Manuel Aranda, de 1872. Ya metidos en harina filológica, recordemos que la primera versión del poema, la publicó Ariosto en 1516 en dialecto ferrarés, que hubo una segunda versión en 1521 con algún uso del toscano y, finalmente, con el añadido de 6 cantos a los 40 iniciales, se publicó en 1532 la edición definitiva en lengua toscana, de la que el cardenal Pietro Bembo, amante de Lucrecia Borgia, había escrito su primera gramática: Prosas sobre la lengua vulgar.
Y sin más preámbulos enojosos, pongo a disposición de los intelectores este encantador viaje en busca de propio juicio… donde se guarda el de cada cual. Renuncio, en estos tiempos de confinamiento riguroso, a imaginar siquiera sea sucintamente, cómo estarán los frascos del juicio de nuestras autoridades en aquel empíreo hasta el que llegó Astolfo…, si llenos o vacíos.

Astolfo[duque de Inglaterra] refrenó su corcel, dirigiéndolo a paso lento hacia el palacio, que tenía más de treinta millas de circunferencia, y se puso a contemplar extasiado la belleza de aquellos contornos. El mundo fétido y deleznable que habitamos le pareció entonces, comparado con la suavidad, magnificencia y delicioso aspecto de aquel país, una mansión miserable y ruin, objeto del desprecio y de la ira del Cielo y de la naturaleza. Cuando llegó cerca del refulgente edificio, se quedó extático de asombro, al ver que todo su recinto estaba formado por una sola piedra preciosa, más roja y brillante que el carbúnculo. ¡Obra sublime de un arquitecto superior a Dédalo! ¿Cuál de nuestros más afamados edificios podrá compararse a ti? ¡Enmudezca a tu lado la gloria de las siete maravillas del mundo, tan ponderadas por nosotros!
En el luciente vestíbulo de aquella morada dichosa se presentó al Duque un anciano, cubierto con un manto más rojo que el minio y una túnica más blanca que la leche. Sus cabellos eran blancos, y blanca asimismo la suelta barba que hasta el pecho le llegaba: por su aspecto venerable parecía uno de los bienaventurados elegidos del Paraíso. Dirigiéndose con agradable rostro al Paladín, que acababa de apearse respetuosamente de su corcel, le dijo:
—¡Oh, noble caballero, que por la voluntad del Cielo te has elevado hasta el Paraíso terrestre! Aun cuando ignoras la causa de tu viaje, y desconoces el fin de tus deseos, ten, sin embargo, entendido que no sin misterio has llegado hasta aquí desde el hemisferio ártico. Has atravesado inconscientemente ese vasto espacio, para oír mis consejos y saber cómo has de socorrer a Carlos, y librar a la Santa Fe del peligro en que se encuentra; pero guárdate, hijo mío, de atribuir tu presencia en estos sitios a tu ciencia o a tu valor, pues de nada te hubieran servido tu trompa ni tu caballo alado, si Dios no te lo hubiese permitido. Más tarde trataremos de este asunto detenidamente, y te diré cuanto debes hacer: ahora ven a recrearte con nosotros, pues tu prolongado ayuno debe serte ya molesto.
El anciano prosiguió hablando con Astolfo, y le dejó sumamente maravillado cuando, revelándole su nombre, le dijo que era uno de los evangelistas, aquel Juan tan querido del Redentor, cuyas palabras hicieron creer a sus hermanos que la muerte no pondría fin a sus días, siendo causa de que el Hijo de Dios dijera a Pedro: —«¿Por qué te inquietas, si quiero que él se quede hasta mi vuelta?». Y aun cuando no dijo: «No debe morir», ellos lo supusieron así. Fue transportado a aquellos lugares, donde encontró a Enoch juntamente con el gran profeta Elías, a quien había precedido, los cuales no han visto aun llegar su última hora, y gozarán de una primavera eterna, lejos de una atmósfera nociva y pestilente, hasta que las trompetas angélicas anuncien que vuelve Cristo sobre la blanca nube.
Aquellos Santos hicieron al caballero una grata acogida, y le ofrecieron una habitación en el palacio. El Hipogrifo encontró en otro departamento pienso excelente y abundante. Sirviéronle al Paladín diversos frutos de tan delicioso sabor, que consideró disculpables a nuestros primeros padres si el deseo de gustarlos les obligó a desobedecer las órdenes del Eterno Padre.
Luego que el Duque venturoso hubo satisfecho la necesidad inherente a su naturaleza humana, tomando un alimento exquisito y disfrutando un tranquilo reposo, pues en aquella morada se le dispensaron toda clase de comodidades y atenciones, dejó el lecho cuando la Aurora había salido ya de los brazos de su anciano esposo, á quien ama a pesar de su edad avanzada, y vio que se dirigía hacia él el discípulo más querido del Señor, el cual le tomó de la mano, y empezó a tratar con él de muchas cosas que deben permanecer en silencio. Después le dijo:
—Tal vez ignoras, hijo mío, lo que en Francia sucede, aun cuando vienes de ella. Has de saber que vuestro Orlando, por haber olvidado su deber, ha sido castigado por Dios, a quien ofenden doblemente las faltas de sus hijos más queridos que las de los que niegan su santa ley. Orlando, que recibió de Dios al nacer una fuerza sobrenatural y un denuedo extraordinario, y alcanzó el don no concedido a mortal alguno de ser invulnerable, porque el Señor quiso constituirle en defensa y escudo de su santa Fe, como constituyó a Sansón en defensa de los Hebreos contra los Filisteos sus enemigos, ha pagado los inmensos beneficios de su Hacedor con suma ingratitud; pues abandonó al pueblo cristiano en los momentos en que más necesitaba de su auxilio, y arrastrado de su amor criminal hacia una infiel, por dos veces ha intentado, cruel e impío, quitar la vida a uno de sus primos. Para castigarle, ha permitido Dios que vaya errante por el mundo, privado de razón y enteramente desnudo; y de tal modo ha ofuscado su inteligencia, que no le es dado conocer a nadie, ni aun a sí mismo. Según se lee en los libros santos, Nabucodonosor sufrió un castigo semejante: el Señor hizo que aquel poderoso monarca viviera durante siete años privado de juicio y apacentándose de yerba y heno como un buey; pero como el delito del Paladín ha sido menor que el de Nabucodonosor, la voluntad divina ha fijado en tres meses el tiempo en que ha de estar purgándolo. Así, pues, el único objeto que el Redentor ha tenido para permitirte llegar hasta aquí, ha sido el de que supieras por mi boca el medio de restituir su juicio a Orlando. Verdad es que necesitas emprender otro viaje conmigo y abandonar toda la Tierra: debo conducirte al círculo de la Luna, que es de todos los planetas el que más próximo está de nosotros; porque solo en él existe la medicina que ha de curar a Orlando de su locura. En cuanto dicho astro derrame esta noche su luz sobre nuestras cabezas, nos pondremos en camino.
Durante el resto del día, trató el Apóstol de estas cosas y otras muchas; pero tan luego como el Sol se sepultó en el mar y asomó sus cuernos la Luna, preparose un carro que estaba destinado para recorrer las regiones celestiales: era el mismo en que desapareció en otro tiempo Elías de ante la vista de la asombrada multitud en las montañas de la Judea. El santo Evangelista unció a él cuatro corceles más resplandecientes que las llamas; Astolfo se colocó en él, empuñó las riendas y lo lanzó hacia el Cielo. Remontose el carro por los aires con tanta velocidad, que llegó en breve a la región del fuego eterno; pero el Santo amortiguó milagrosamente su ardor mientras la atravesaron. Después de haber pasado por la esfera del fuego, se dirigieron desde ella al reino de la Luna; vieron que en su mayor parte brillaba como un acero bruñido y sin mancha, y lo encontraron igual, o poco menos, contando en su tamaño los vapores que le rodean, a nuestro globo terráqueo con los mares que lo circundan y limitan.
Astolfo consideró allí con doble asombro que aquel astro, el cual nos parece un reducido círculo cuando le examinamos desde aquí abajo, era inmenso visto de cerca, y que necesitaba fijar con toda detención sus miradas cuando quería distinguir la tierra y el mar que la rodea, pues estando envuelta en la oscuridad, apenas eran perceptibles desde aquella elevada altura sus contornos. Descubrió en la Luna ríos, lagos y campos muy diferentes de los nuestros: otras llanuras, otros valles, otras montañas, otras ciudades y otros castillos muy distintos, y otras casas de una elevación cual nunca había visto el Paladín: allí existen además extensas y solitarias selvas, donde las Ninfas se entretienen en dar continua caza a las fieras.
Como la causa de la ascensión del Duque a las regiones de la Luna no había sido la de recorrerlas minuciosamente, tuvo que limitarse a apreciar su conjunto, y siguió al santo Apóstol, que le condujo a un valle encerrado entre dos montañas, en el cual se hallaban admirablemente recogidas todas las cosas que se pierden por culpa nuestra, por causa del tiempo o por los reveses de la fortuna: en una palabra, todo cuanto aquí se pierde va a parar allí. No hablo de los reinos o de las riquezas que la suerte prodiga o arrebata, sino de lo que esta no tiene facultades para dar o quitar. Allí se encuentran muchas reputaciones, que el tiempo, cual gusano roedor, corroe y concluye por destruir: allí se hallan infinitos ruegos y votos que los pecadores dirigen a Dios: las lágrimas y suspiros de los amantes, el tiempo que se pierde inútilmente en el juego, la ilimitada ociosidad de los ignorantes, los proyectos vanos que no llegan a ejecutarse, los deseos no menos vanos, son tantos, y tantos que llenan la mayor parte de aquel valle: en resumen, allí arriba podréis encontrar todo cuanto aquí abajo habéis perdido.
Conforme iba pasando el Paladín por entre aquellos montones de cosas perdidas, dirigía preguntas a su guía con respecto a ellos: llamole, sobre todo, la atención uno de estos formado por vejigas hinchadas, en cuyo interior resonaban, al parecer, gritos tumultuosos; y supo que eran las coronas antiguas de los asirios, los lidios, los persas y los griegos, tan famosas en otros tiempos y hoy apenas conocidas. Después vio una masa confusa de anzuelos de oro y plata, que eran los regalos que, con esperanza de mayor recompensa, se ofrecen a los reyes, a los príncipes y a los poderosos. Vio unas guirnaldas, entre las que había redes ocultas; y preguntando lo que significaban, oyó que eran las lisonjas y adulaciones. Los versos hechos en alabanza de los magnates estaban representados por cigarras de molesto y discordante canto. Los amores mal correspondidos lo estaban por cadenas de oro y grillos de pedrería. Reparó en un montón de garras de águila, y supo que eran el emblema de la autoridad que los reyes dan a sus ministros: los fuelles que estaban esparcidos por todos los ribazos de la montaña, eran las promesas y los favores que los príncipes conceden a sus Ganimedes, y que se disipan con la edad florida de estos. Además vio Astolfo ruinas de castillos y ciudades mezcladas con tesoros: preguntó a su guía por ellas, y supo que eran tratados o conjuraciones mal encubiertas. Vio serpientes con rostro de doncella, indicando las acciones de los ladrones y monederos falsos; y vio bocas destrozadas de diferentes maneras, resultado de la triste condición de los cortesanos. Reparó en una gran masa de manjares esparcidos por el suelo, y preguntó al Apóstol lo que aquello significaba.
—«Es la limosna, le dijo, que deja alguno para que se reparta después de su muerte.»
Atravesó después una montaña cubierta de variadas flores, las cuales en otro tiempo exhalaban un olor agradable, convertido a la sazón en un insoportable hedor: era la donación (si es lícito decirlo) que Constantino hizo al buen Silvestre. Vio una prodigiosa abundancia de varillas de liga, que eran ¡oh mujeres! vuestros atractivos y encantos.
No acabaría nunca, si hubiera de enumerar en mis versos todas las cosas que allí vio Astolfo: todo cuanto procede de nosotros se encuentra allí reunido, excepto la locura, que no existe en poca ni en mucha cantidad, porque permanece constantemente en la Tierra. Allí contempló Astolfo los días que había malgastado en su vida y sus acciones inútiles: pero no habría podido conocerlos en sus distintas formas, si su guía no le hubiera llamado la atención sobre ellos. Después llegó donde estaba lo que creemos poseer tan firmemente, que jamás se nos ocurre pedir a Dios que nos lo conserve; hablo del juicio, el cual se hallaba en un monte, tan exclusivamente solo, como mezcladas las otras cosas que dejo enumeradas. Era como un líquido sutil y húmedo, pronto á evaporarse si no se le tiene bien tapado, y estaba contenido en muchos frascos de diferentes dimensiones adaptados a tal objeto. En el mayor de todos ellos estaba encerrado el juicio del señor de Anglante, y le encontraron fácilmente entre tantos, porque llevaba esta inscripción: «Juicio de Orlando.» Los demás frascos tenían escrito también el nombre de aquellos cuyo juicio contenían. El Duque vio que su correspondiente frasco estaba vacío en gran parte; pero observó con sorpresa que muchos de los que él suponía en el pleno uso de su razón, no tenían mucha, a juzgar por la cantidad encerrada en sus frascos respectivos. A unos se la había hecho perder el amor; a otros el deseo de honores; a otros el afán de atesorar riquezas, que les obligaba a cruzar la vasta extensión de los mares: estos la habían perdido por tener demasiada confianza en sus señores; aquellos por ir tras las farsas de la magia; varios por su pasión por las alhajas, o los cuadros; y otros, en fin, por aquello que más anhelaban. Los sofistas, los astrólogos y aun los poetas tenían allí como en depósito gran parte de su juicio.
Mediante la venia del escritor del oscuro Apocalipsis, Astolfo se apoderó del suyo: aproximó a sus narices el cuello de la botella que lo contenía, y creyó sentir que la parte de juicio que había perdido, volvía a colocarse en su primitivo asiento; lo cual sería así, puesto que Turpin confiesa que Astolfo se portó durante mucho tiempo con la mayor prudencia, hasta que un nuevo error que cometió, le trastornó otra vez el cerebro.
El Paladín cogió también la botella más grande y más llena, donde estaba el juicio que solía hacer prudente y sabio al Conde; la cual no era tan ligera como presumió al verla reunida a las otras en la montaña. Antes que el Paladín descendiese de aquella esfera llena de luz, el santo Apóstol le condujo a un palacio situado a orillas de un río: todas sus estancias estaban llenas de copos de lino, seda, algodón y lana, teñidos de variados colores, unos vivos y brillantes, y otros sucios y oscuros. En la primera galería, una mujer entrada en años iba formando madejas con sus hilos en unas devanaderas, cual se ve a las aldeanas en el Estío devanar la seda de los capullos mojados, durante la época de la recolección. Cuando se concluía un copo, otra anciana acudía con uno nuevo, y se llevaba a otra parte lo ya devanado, mientras que una tercera se ocupaba en separar los hilos más finos de los más toscos, que la primera devanaba sin hacer esta separación.
—¿Qué trabajo se hace aquí, preguntó Astolfo a Juan, que no lo puedo comprender?
—Esas viejas son las Parcas, respondió el Apóstol, y con esos estambres van hilando las vidas de vosotros los mortales. La vida humana dura tanto como uno de esos copos; ni un momento más. La Muerte y la Naturaleza tienen sus ojos fijos aquí constantemente, para saber la hora en que cada cual debe dejar de existir. Aquella anciana se cuida de escoger los hilos más hermosos, porque se tejen después para servir de adorno al Paraíso: con los más toscos se hacen fuertes ligaduras para los condenados.
Todos los copos que habían pasado ya por las devanaderas, y estaban preparados para otros trabajos, tenían puestas unas pequeñas planchas de hierro, de oro o de plata con los nombres de aquellos a quienes correspondían. Después se iban haciendo con ellos compactos montones, y un anciano se los iba llevando, sin darse punto de reposo, sin cansarse nunca y volviendo siempre en busca de otros nuevos. Aquel viejecillo era tan listo y ágil, que parecía haber nacido para correr constantemente; y recogiendo aquellas madejas en su manto, se las llevaba a otra parte con la mayor diligencia. En otro canto os diré dónde se dirigía y el objeto de su trabajo, si me indicáis que tenéis placer en ello, prestándome la halagüeña atención que acostumbráis.


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