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Channel: Diario de un artista desencajado
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«Robinson Crusoe», de Daniel Defoe: el *longario piadoso de un converso solitario.

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Robinson Crusoe o la imposible novela juvenil de la aventura espiritual de un náufrago que se convierte al cristianismo, coloniza una isla y se proclama rey del lugar.

Haberme iniciado en la lectura tan tarde como a los quince años significa que me he perdido una buena parte de las lecturas que, supuestamente, son prescriptivas a ciertas edades. No tengo, por lo tanto, un cielo protector de lecturas que me hayan “marcado” o que hayan contribuido a cimentar ya mi actual pasión intelectora, ya el mundo mítico de los héroes que acompaña el desarrollo de la personalidad en los primeros años de la pubertad y la adolescencia posterior. De igual modo que leí Platero y yo a los 50 años, y concluí que esa era la edad adecuada para acercarse a él, sin poder entender, desde ningún punto de vista razonable que tal obra de JRJ esté catalogada como “lectura infantil”, me he acercado, a mis 65, a Robinson Crusoe, y ello a pesar de haber sido convocado a leerlo mucho antes, cuando, en las páginas inmortales de La piedra lunar, de Wilkie Collins, me tropecé, ¡bendito encuentro!, con uno de los personajes, narrador y protagonista,  más sólidos y entrañables, a pesar de todos los pesares, que me ha sido dado conocer: Gabriel Betteredge. A su juicio, como lo recoge Emilio Pascual en el fundado epílogo que sigue a la obra, No ha sido ni podrá ser escrito jamás otro libro como este. A tal punto lleva Betteredge su admiración por la obra de Defoe que incurre en la extravagancia de la bibliomancia, esto es, abrir al azar el libro de Defoe para leer en la página así escogida la solución al problema que se le ha presentado. Robinson Crusoe, teniendo en cuenta que Betteredge encarna una de las grandes instituciones de los británicos: el mayordomo-jefe, cuyos descendientes, tanto en la literatura como en el cine forman un género propio dentro de las letras y el cine británicos, y ahí está Lo que queda del día, de Ishiguro, por ejemplo, o la gran creación televisiva de la serie Downton Abbey, el mayordomo Carson, interpretado por Jim Carter, entre muchos otros, por supuesto. Lo he leído con la atención con que siempre suelo hacerlo, y más si se trata de obras consagradas que diríase que no admiten refutación posible, y sigo sin entender, como en el caso de Platero y yo, la adscripción a la literatura juvenil de esta obra tan poco atractiva, en principio para un lector de esas edades comprendidas entre los 12 y los 16. De hecho, y salvo la aventura contra los marineros que han llevado a cabo el motín en el buque que ancla en la bahía donde él ha estado viviendo solo casi 30 años, una victoria que le permitirá, ¡por fin!, huir de sus “dominios”, quizás las páginas de acción más interesantes de la novela sean las que transcurren en las montañas nevadas entre Navarra y España, cuando la expedición que se dirige a Calais -para sortear una travesía que pudiera depararles, a Robinson y Viernes, un naufragio no deseado- es atacada primero por un oso, del que se libran con una treta insólita de Viernes, y luego por una numerosa manada de lobos hambrientos que ven en los caballos de los expedicionarios una apetitosa fuente de calorías. Y tras eso, la placidez de las explicaciones finales, que incluyen un viaje a su isla, donde dejó a marineros ingleses delincuentes y españoles que convivían con una tribu aborigen a la que pertenecía Viernes. Robinson Crusoe pasa por ser la creación de las virtudes emblemáticas del pragmatismo británico, forjador de su imperio y virtud máxima que les ha permitido ser considerados, desde siempre, una de las grandes potencias del mundo. Al decir de Betteredge y de no pocos estudiosos, Crusoe es el legítimo representante de la iniciativa británica, siempre activa y dispuesta para “emprender”, sean cuales sean las circunstancias. A ese respecto, son ejemplares, sin duda, tantas y tantas páginas en que Crusoe se organiza en “su” reino para ordenarse la vida de tal manera que se la haga lo más llevadera posible, dado que ignora cuánto tiempo habrá de permanecer en ese islote perdido no sabe dónde. Lo primero a lo que atiende es al modo de garantizar el cómputo de los días. Y poco después inicia la redacción de un diario -recordemos que ha rescatado muchos bienes del barco en que naufraga- en el que nos irá relatando los pormenores de su vida cotidiana, sus progresos y sus fracasos. Desde la construcción de bienes muebles, hasta el cultivo de la tierra, pasando por la cerámica, la sastrería, la cestería - en aquella ocasión fue de gran utilidad para mí el hecho de que, cuando niño, solía experimentar gran placer observando cómo trabajaba el cestero del pueblo donde vivía mi padre, ¡como en el Eusebio, de Pedro Montengón, en el que se exige al infante que aprenda un oficio manual antes de ejercitarse en el adiestramiento cultural! y el que sale elegido es el de cestero-, la cría de ganado -las cabras autóctonas de la isla-, la forja, la pastelería y la construcción naval, no hay capítulo en el que el genio riguroso del orden metódico no nos sorprenda con alguna conquista que le pueden llevar meses o años de aprendizaje, eso sí, pero el protagonista está convencido de que a pesar de que nunca en mi vida había manejado una herramienta (…), al cabo de un tiempo, con trabajo, aplicación e ingenio, llegué a la conclusión de que no había cosa que necesitara que no me fuera posible hacer, si contaba con unas herramientas. Hasta aquí, todo transcurre como es de esperar en un caso de naufrago como el suyo. Pero no tarda en aparecer lo que podríamos llamar la cuestión religiosa, esto es, el proceso de conversión de un agnóstico radical, como lo era Crusoe, en un ferviente cristiano a través de una suerte de “caída del caballo” paulina que ocupará buena parte del libro en adelante. Hasta el momento del naufragio, la vida de Robinson Crusoe tiene algunos aspectos muy llamativos. El primero, que el gran héroe británico, quien encarna las virtudes de un pueblo, resulta ser hijo nada menos que de un alemán, de nombre Kreutznaer (literalmente, “el que está cerca de la cruz”), cuyo apellido adapta al inglés por la facilidad de pronunciación, básicamente, lo cual, hasta el presente, jamás lo había visto destacado; el segundo, que nada más huir de casa para seguir una vida aventurera, naufraga en el puerto, antes de ponerse en camino; y el tercero, que en una de las aventuras marítimas es apresado y convertido en criado de un árabe en la costa atlántica, un cautiverio que dura un par de años y del que escapa con una pequeña barca y otro criado con el que se compincha, un episodio de raigambre cervantina muy marcada. La aventura vital de Crusoe, la que lo llevará al naufragio y a la “colonización” de “su” isla, se inicia, tras haberse establecido en Brasil y alcanzar un cierto estatus social mediante la compra de unas plantaciones, con la idea de embarcarse en un buque para pasar a África y traficar con esclavos. Teniendo en cuenta su deficiente formación, sobre todo entre marineros y gente de semejante ralea, Crusoe  carecía de todo conocimiento religioso; las lecciones que había recibido de la buena instrucción de mi padre se habían agotado en ocho años consecutivos de ininterrumpidos desarreglos, propios de la gente de mar, y la sola frecuentación de incrédulos y profanos en sumo grado, como yo mismo. (…) Era la criatura más empedernida, caprichosa y perversa entre todos los marinos, sin el menor sentimiento ni temor de Dios en el peligro ni la gratitud en la salvación. Poco a poco, no obstante, a medida que se agudiza su capacidad reflexiva, comienza a plantearse las típicas preguntas sobre el ser, la procedencia y el destino, una ontología y una escatología que le hacen desembocar en la, para su formación y en aquella época, única respuesta: Dios. Se inicia, entonces, la historia de una conversión en toda regla. Se autoimpone la lectura de la Biblia, comenzando por el Nuevo Testamento. Poco a poco, a partir de ese movimiento piadoso, va adentrándose en las respuestas, más que en los misterios, de la fe, como consigna el 4 de julio: Dejé el libro y elevé mi corazón y mis manos al cielo en una especie de éxtasis, exclamando en voz alta: -¡Jesús, Tú, hijo de David, Jesús, Tú que eres glorificado como Príncipe y Salvador, concédeme el arrepentimiento y el perdón! Es de tal magnitud su inmersión religiosa, tan acendrado su nuevo sentimiento espiritual que, en un momento dado de su cautiverio forzado, este deja de parecerle tal:  En cuanto a mi vida  solitaria, ya no era nada: ya no rogaba a Dios que me salvara de ella ni lo pensaba, puesto que no significaba nada en comparación con aquello. Y agrego esto aquí para sugerir a quien lo lea que, cuando se llega a aceptar el verdadero sentido de las cosas, el perdón por el pecado es una bendición más grande que la liberación del dolor. Desde esta nueva perspectiva, está claro que la visión de su situación cambia radicalmente, cuando entra en posesión de ese bálsamo precioso para todas las adversidades que es la confianza en Cristo y la esperanza en su promesa redentora. De hecho, incluso se atreve a agradecer lo que le ha ocurrido, si tenemos en cuenta la vida pecaminosa que llevaba antes de naufragar. La cita es larga, pero nos habla claramente de esta perspectiva piadosa que asume la narración y que tan lejos está de o que solemos entender por “literatura juvenil”:  Di humildes y fervientes gracias a Dios por haberme concedido la capacidad de descubrir que acaso podía sentirme más feliz en esta situación solitaria que gozando de libertad en la vida social, rodeado por todos los placeres del mundo.(…) Fue entonces cuando comencé a darme cuenta de cuánto más feliz era mi vida, pese a todas las lamentables circunstancias, que la existencia sórdida, perversa y abominable que había llevado en el pasado. (…) Ahora comenzaba a ejercitarme con nuevos pensamientos Todos los días leía la palabra de Dios y aplicaba si consuelo a mi situación. Una mañana, sintiéndome muy triste, abrí la Biblia y mis ojos recayeron sobre estas palabras: Nunca jamás te dejaré, ni te abandonaré. Inmediatamente pensé que ella se dirigían a mí, ¿a quién si no podían referirse en forma tan pertinente , en el preciso instante en que me sentía tan triste y abandonado por Dios y por los hombres? (…)  Si no puedo decir que me sentía agradecido a Dios por estar allí, sinceramente le daba las gracias por haberme abierto los ojos -aunque las providencias de las cuales se había servido eran muy dolorosas- induciéndome a considerar mi vida anterior bajo otra luz, y a purgar su vileza con mi arrepentimiento. No abrí ni cerré nunca la Biblia sin bendecir a Dios desde lo más profundo de mi alma, por haber inspirado a mi amigo de Inglaterra a incluirla entre mis cosas, sin que yo se lo hubiese pedido, y por haberme ayudado luego a rescatarla del naufragio del barco. Su pasado, así pues, lo contempla, antes bien, como una fuente de pecado del que el naufragio le ha liberado. La nueva vida que lleva, revelada a partir del conocimiento de la religión, acaba dándole auténtico sentido a su existencia: Ahora contemplaba el mundo como algo remoto, con lo que no tenía nada en común, en lo que no depositaba esperanza alguna y, ciertamente, de lo cual no tenía deseos; en una palabra, algo con lo que no tenía nada que ver, ni tendría nunca, de modo que se me aparecía como algo que acaso se podía considerar desde el más allá, es decir, como un lugar donde había vivido, pero al que había abandonado. (…) Me encontraba lejos de la perversidad del mundo. (…) En una palabra, al cabo de una justa reflexión, comprendí que la naturaleza y la experiencia me habían enseñado que todas las cosas buenas de este mundo no son buenas más que por el uso que hacemos de ellas; y que las disfrutamos tanto cuando nos sirven como cuando las juntamos para dárselas a otros, pero no más.
         La esperada aparición de Viernes, por la que cualquier lector que ya conoce el argumento  suspira, se produce hacia el final de la novela, cuando Robinson incluso tiene casa de campo y un sistema de escapatoria, en caso de ser asediado, que incluye la posibilidad de disponer de un segundo aprisco con cabras que le puedan servir de alimento. El encuentro gira en torno al agradecimiento que siente quien devendrá Viernes un poco más adelante respecto de quien se presenta, sin más, como su “amo”, tras matar este a sus perseguidores. La adopción del caníbal, porque Viernes también lo es, es progresiva, pero, en términos narrativos, muy rápida. Tanto que en muy pocas páginas consumimos los dos años a través de los cuales Robinson le ha enseñado el idioma y ha progresado en la evangelización del agradecido salvaje, lo que da pie, sin duda, a uno de los momentos más “comprometidos” y, al tiempo, graciosos del libro: los intentos de Viernes de racionalizar los absurdos religiosos de la doctrina cristiana, como cuando Robinson trata de explicarle la existencia de Satanás y la tensa relación casi de tú a tú entre quienes, sin embargo, son totalmente desiguales, pues Dios está muy por encima del poder de Satán: -Pero si Dios es mucho más fuerte-añadió Viernes-, mucho más poderoso que el diablo, ¿por qué no mata al diablo para que no haga más el mal?-Al final Dios lo va a castigar severamente. Él lo tiene reservado para el día del juicio, en que será arrojado a un abismo sin fondo, donde permanecerá en el fuego eterno. -Al final lo tiene reservado, mí no entender. Razonamientos impecables que llevan a Crusoe a la única conclusión posible: Había, Dios lo sabe, más sinceridad que sabiduría en todos los métodos que adopte para la instrucción de esta pobre criatura.
         El libro, desde el punto de vista del lector español, sin estar tocado por ninguna devoción patriótica ni nada por el estilo, por fuerza ha de chocarle, porque Defoe consigna en él una réplica exacta y contundente del descrédito español por la leyenda negra iniciada, como a nadie se le oculta, por la encendida defensa de los indios hecha por Fray Bartolomé de las Casas. Defoe repite punto por punto ese planteamiento y  arremete contra la obra colonizadora en América que, ciertamente, no estuvo exenta de abusos en todo punto comparables a los e cualquier otra potencia europea que se moviera por aquellos ámbitos y más al norte: Esto justificaría la conducta de los españoles y todas las atrocidades que practicaban en América, donde exterminaron millones de estos seres, pese a ser bárbaros e idólatras y observar varios ritos sangrientos en sus costumbres, como el sacrificio de seres humanos a sus ídolos, con relación a los españoles eran inocentes. Así es que hoy los mismos españoles y todas las otras naciones cristianas de Europa hablan de este exterminio como de una verdadera masacre, de una sangrienta y monstruosa muestra de crueldad, injustificable ante los ojos de Dios y de los hombres. Por ello, el nombre de español se ha vuelto odioso y terrible, para todas las almas plenas de humanidad o compasión cristiana; como si España se hubiese destacado por haber producido un raza de hombres sin principios de piedad y sin entrañas para con los infelices; sentimiento que con razón es considerado como el signo esencial de la generosidad humana. Con todo, cuando aparece un español en la trama, Crusoe habla de él llenándolo de elogios y apreciando su valor y su capacidad de lucha contra los caníbales. Luego, además, los deja en posesión de su isla para que disfruten de ella y, junto con los delincuentes ingleses, se la cuiden y acrecienten, porque Crusoe sigue considerándose el rey y dueño de la misma. 35 años dan para mucho, desde luego, y desde esa perspectiva ha de agradecerse a Defoe que haya tenido tan buena mano para la síntesis y que la novela se lea en un suspiro, aunque sea conventual, por supuesto. Buena parte del libro está dedicada a la conversión religiosa, como ya vengo repitiendo, sin duda porque me parece lo más llamativo de esta extraña aventura espiritual sobre la que tenía formada una vaga idea que, en el recuerdo de lo leído al respecto, no como ahora el original, destacaba otros aspectos más propios del espíritu del capitalismo. En realidad, de lo que ahora me doy cuenta es de que  este libro es algo así como el perfecto ejemplo del libro de Weber: La ética protestante y el espíritu del capitalismo, cuya recensión puede consultarse también en ese Diario de un Artista desencajado. Parte no poco importante de ese proceso religioso y capitalista de Robinson Crusoe son las continuas llamadas de atención a los lectores para que saquen provecho, espiritual y material, de la experiencia individual suya que nos relata en el libro, el cual se nos presenta, en consecuencia, como un prontuario de consejos, avisos y normas para bien vivir, con un criterio utilitario perfectamente adecuado al espíritu emprendedor de quien la redacta. Tomemos nota, pues:
Desde entonces [Decidirse a volver a casa tras el “fiasco” de su huida…], he podido observar a menudo cuán incongruente e irracional es la índole humana, especialmente la juventud, cuando se enfrenta a la razón que debería guiarla en circunstancias de este tipo. A saber, que el hombre no se avergüenza del pecado, sino de su arrepentimiento; que no se avergüenza de los actos por los cuales, con justicia, será considerado como un necio, sino de volver atrás, lo cual les valdría en cambio la reputación de hombres prudentes.
O los consabidos tópicos:
Aprendí a considerar más el aspecto brillante de mi situación que su lado sombrío, y a valorar más lo que disfrutaba que lo que me faltaba, y este recurso, a veces, me proporciono tan inefable consuelo, que apenas puedo expresarlo. (…) Me parecía que todo nuestro descontento por aquello de lo que carecemos procede de nuestra falta de gratitud por lo que tenemos.
La gratitud no suele ser una virtud inherente a la naturaleza del hombre: los hombres suelen evaluar menos su conducta por los favores recibidos que por las ventajas que puedan esperar de ellos.
Además de lo extraído directamente de la experiencia propia:
¡Qué extraña y variada obra de la providencia es la vida de un hombre! ¡Y qué secretos y contradictorios impulsos mueven nuestros afectos, según las diferentes circunstancias! Hoy amamos lo que mañana odiamos. Hoy buscamos lo que mañana evitamos; hoy deseamos lo que mañana nos dará miedo; más aún, lo que mañana nos hará temblar de horror.
¡Oh, qué absurdas resoluciones adopta un hombre poseído por el miedo! Este le priva del uso de los medios que la razón le proporciona para su alivio.
El miedo al peligro es diez mil veces más terrible que el peligro mismo, y el peso de la ansiedad es mayor que el mal que la provoca. Pero aún peor que todo aquello era que en mi inquietud no podía encontrar alivio en la resignación, cosa que antes solía practicar, y de la cual me creía capaz.
         En fin, a día de hoy, una provechosa lectura que desvela la naturaleza religiosa de un texto que imaginé exclusivamente de “aventuras”, aunque no cabe duda de que en la civilización europea la aventura espiritual es de tal naturaleza que nada tiene que envidiar a las de otra naturaleza, como la mística o la ascética se encargas perfectamente de demostrar. Vale.


«Izquierda y derecha», de Joseph Roth: ¿una obra menor?

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Joseph Roth: Una cala en ciertos recursos técnicos de Izquierda y derecha que nos permiten identificar el talento de los autores nacidos con el don de la narración.

Hay autores que distinguen bien entre narraciones de largo aliento, como La marcha Radetzky, por ejemplo, y otras obras que a veces son consideradas “menores”, pero que en modo alguno lo son para sus autores, es el caso de Job o de la presente, Izquierda y derecha, que mejor debería de haberse traducido por A diestro y siniestro, lo cual despoja al título actual en castellano de una connotación política que en modo alguno domina la obra con la trascendencia que el título sugiere. Job fue el primer éxito literario del autor, y La leyenda del santo bebedor, llevada algo mortecinamente al cine por Ermanno Olmi, su última novela. Izquierda y derecha es anterior a Job y a ambas es posterior el volumen de ensayos El Anticristo, ya criticado en estas páginas. La presente novela nos ofrece una panorámica moral de la Alemania del periodo de entreguerras, la época de la inflación y el deterioro social y moral que preludia el ascenso del partido nazi al poder, inaugurando un periodo histórico que el propio autor sufrió en su exilio parisino, donde escribió sus últimas obras. El autor escoge la vida de varios personajes representativos de la época que describe y a través de ellos nos muestra esa suerte de banalidad absurda que se extendió por Alemania tras la pérdida de la Primera Guerra Mundial, en una época que conoció un gran despliegue económico y, al tiempo, la dureza extrema de una depresión económica que los llevó a la megainflación del 23 de la que salieron  escarmentados, pero no enseñados. La decadencia de una familia, vista a través de la indolencia de los hijos, que acaba con el patrimonio familiar, o la vida de éxito de un “aventurero” económico inmigrante que construye un imperio de la noche a la mañana con una mentalidad entre nihilista y mafiosa, son los hilos conductores de esta novela de la que voy a ofrecer unos cuantos fragmentos que muestran, a mi leal saber y entender, la destreza narrativa del autor, Joseph Roth, uno de los grandes escritores en alemán del siglo XX. Se trata de breves secuencias  de carácter descriptivo o reflexivo que fortalecen nuestra fe en la intelectura y avalan el crédito del autor, por más que la novela que estemos leyendo, como es el caso, no tenga la enjundia o la ambición de otras. La suprema ironía de quien también fue un maestro del periodismo, su auténtico modus vivendi hasta la llegada del éxito literario, se esparce a lo largo de la novel en multitud de ocasiones como, empecemos por él, el retrato de la madre del que podríamos considerar principal protagonista: Paul Bernheim: No era muy despierta, aunque su capacidad de juicio, teniendo en cuenta sus limitaciones, funcionaba a la perfección. Por desgracia, tendía a valorarse en exceso. A veces opinaba sobre un ministro, un poeta, el Renacimiento o la religión, y siempre con el mismo desprecio con el que solía hablar del servicio. Otras, decía bobadas con una voz de niña mimada que hubiera podido calificarse de simpática, incluso de encantadora, si hubiera tenido treinta años menos. Era como si, porque alguna ve hubiera encandilado a la gente con las tonterías que salían de sus labios carnosos y bellos, se hubiera acabado convenciendo de que era de buen tono opinar de todo lo que no conocía. Olvidaba que ya era una mujer mayor. Lo olvidaba hasta el extremo de que, a pesar del cabello gris que empezaba a teñir cuidadosamente, cuando decía una de sus memeces, un resplandor juvenil iluminaba sus rasgos fláccidos y, por un instante, la sombra de una adorable juventud acariciaba su rostro. Pero la sobra se desvanecía rápidamente y el eco de la idiotez flotaba durante mucho tiempo en el ambiente. El narrador omnisciente de Roth despliega su fundada capacidad de observación para «desnudar» a ciertos personajes cuya inconsistencia acaba convirtiéndose en motivo narrativo satírico que dibuja de una pieza, y para el resto de la obra, al personaje en cuestión. En otra ocasiones, sin embargo, la reflexión del narrador se ciñe a descubrimientos de naturaleza poética que iluminan perspectivas individuales que, bien percibidas, tienen mucho de común:  Cuando el tren se detenía, le tranquilizaba el ruido persistente y monótono de la lluvia que se extendía a lo largo de cientos de illas con la misma tenacidad y con la misma insistencia, borrando las diferencias entre regiones y paisajes. El mundo ya no se componía de montañas, valles y ciudades, sino exclusivamente de noviembre. ¿Es o no es una joya lírica ese quiebro final, reduciendo el clima al tiempo y este al calendario! En esos detalles es en los que los autores demuestran que sobrevuelan, majestuosos, las pequeñeces de la mayoría de narradores que andan atentos a la peripecia y al lugar común. Retrato de época, de la época turbulenta que precede socialmente al conflictivo periodo final de la Republica de Weimar (entre todos la mataron y ella sola se murió) es este «apunte» sobre el vacuo y anglófilo protagonista Paul Bernheim: Y así fue como un día unos soldados le pegaron una paliza y apareció en ciertos periódicos de derechas como un modelo de heroísmo y lealtad a la patria. Era la primera vez que veía su nombre en letra impresa y decidió hacerse conservador y patriota, como si nunca hubiera sido antibelicista ni en el campo de batalla tampoco hubiera antepuesto la vida a la muerte, ni Inglaterra a su patria. Ya se veía de diputado e incluso de ministro Preferiblemente, de ministro. Al otro lado de la novela, el de los refugiados que escapaban de la revolución soviética -Roth iría como enviado especial del Frankfurter Zeitung a conocer de primera mano, en 1926 dicha Revolución, visita de la que volvió con los entusiasmos socialistas pasadísimos por agua-, emerge el retrato del aventurero económico Nikolai Brandeis:  Él también era un desertor, pero no llegaba a entender ese tipo de patriotismo que consistía en llorar a una patria, que aún existía, como si se la hubiera tragado el océano. En realidad, la gente lloraba por su samovar de plata. Con esa habilidad sociológica de Roth, no es de extrañar que sepa caracterizar con tanta ironía a un par de personajes secundarios a uno de los cuales incluso acabará comprándole la mujer, una actriz con quien une Brandeis su destino:  Los encontró simpáticos y los saludó. Ambos eran calvos y sus cráneos brillaban con el reflejo de las luces. Pero eran tan distintos el uno del otro como solo pueden serlo dos rusos: pertenecían a una gran nación compuesta de muchas pequeñas naciones. (…) El moreno pequeño, de tez amarillenta y bigote negro, era del sur de Ucrania. El rubio alto, sin cejas, de cráneo alargado y piel tan sonrosada que parecía que estaba siempre ruborizado, procedía de Polonia o del Báltico. Pero ambos eran dos magníficos rusos. Tenían los mismos gustos, hacían la  digestión de forma parecida, sus cuerpos reaccionaban de la misma forma ante el alcohol. «Y el mío también, y el de los alemanes y el de los judíos. Todos tenemos las mismas necesidades físicas», pensó Nkolai Brandeis, mientras se tomaba otro aguardiente a la salud de sus vecinos de mesa.  La capacidad de Roth para moverse en registros que aparentemente son «poco literarios», como el discurso económico, no deja de sorprender al lector, máxime cuando, en nuestros días, nos hartamos de manejar esos conceptos en el debate político, algo que ignoro si era tan familiar para los alemanes de aquella época:  Los franceses creen en la fortaleza del franco, una característica psicológica que resulta de la mayor importancia para garantizar su estabilidad. O consolidan la deuda o aumentan los impuestos sobe el capital o, lo que es más probable, incrementan si deuda externa con el aval del oro del Banco de Francia. Pero su genialidad se pone de manifiesto cuando hinca la metáfora en algo tan común y corriente como una sala de espera:  Hacía unos años él también había hecho esperar a la gente. Ahora comprendía que la institución de las salas de espera era el purgatorio del cielo capitalista. No hay nada peor que verse obligado a tener paciencia mientras suenan sin cesar los timbres que avisan a los ordenanzas de la llegada de  nuevas visitas y se hojean con desgana unas revistas que se ofrecen para aliviar la espera y solo provocan un desaliento mayor. He ahí, en resumen, un autor de fuste, el que sabe acercarse a lo común desde una visión metafórica o simbólica que lo trasciende: la visión de las usualmente inhóspitas salas de espera, sobre todo las de los bancos, como purgatorio del cielo capitalistaes un acierto narrativo de primer orden. En ellos es en lo que es Roth un especialista, y de ahí la afición a frecuentarlo, poco a poco, eso sí…El desmoronamiento del protagonista alemán, de Paul, se advierte cuando observamos cómo va descapitalizándose y se empecina en seguir viviendo sin adquirir una formación que le permita no caer en la miseria: lo fía todo a un golpe de suerte que lo libre de esa caída: En seguida descubrió que una de las características más curiosas de la soledad es que pesa más cuando se vive en una única habitación. No deja de darle vueltas a la constatación de su fracaso vital:  La mención de sus treinta años le resultó especialmente dolorosa, le produjo una angustia casi física. Ya habían llegado los treinta y él no había hecho nada en la vida. Era como si las décadas se amontonaran junto a él, año tras año, día tras día, formando una montaña de tiempo, mientras él permanecía a su lado pasivo, pequeño, sin edad. Por eso, cuando se presenta, a través de la relación con una rica heredera indómita en un baile de disfraces de agarrarse a tan dorada oportunidad, el narrador se lanza de lleno a la creación satírica y consigue una de los mejores hallazgos descriptivos que había leído desde hace mucho: El brillo azul de sus ojos, algo desvaído a consecuencia de la inflación, era tan intenso que la señorita Enders no pudo dejar de admirarlo a pesar de la oscuridad… ¡El azul desvaído por la inflación…! Supongo que en todas las escuelas de escritores deberían de seleccionar ese sujeto gramatical como un acierto/faro que debería de iluminar a cualquier aprendiz para no caer en las rocas del adocenamiento y del juntapalabrismo. Si seguimos un poco más la lectura, entonces la magnificencia del estilo de Roth, en una secuencia de penetración psicológica sin par, nos revela las alturas artísticas por las que no todos están llamados a volar con tan majestuoso vuelo como el suyo. Léase, léase, si no…:   Era presa de una felicidad sosegada y nunca podría escapar de ese limbo en el que uno se dedica a los placeres en vez de disfrutarlos, tiene alegrías en vez de alegrarse y culpa a la mala suerte en vez de ser desgraciado. Es una vida fácil, pero hay que estar completamente vacío para soportarla. Contrasta con esa altura, una tirada narrativa en la que, como en el caso de las salas de espera, el narrador centra su mirada en algo cuyo carácter trivial, el vestíbulo de un hotel, acoge, sin embargo, una reflexión sobre el carácter de un personaje mucho más profunda que el marco descrito, o dicho de otro modo, la singularidad casi extravagante del personaje se define mejor en el contraste con lo común:  Se permitió uno de los placeres con el que más disfrutaba: entrar en el vestíbulo de un gran hotel. En su opinión era el único ligar en el que uno podía ser desdichado sin perder la dignidad (…). Paul se reencontró con su auténtica patria en ese vestíbulo en el que iban y venían los viajeros, ricos, ocupados, con las carteras repletas de billetes de banco que parecían no agotarse nunca. Recordemos que estamos en una época, el primer tercio del siglo XX lleno de inventos que definen la vida moderna tal y como la conocemos, de ahí que la reflexión del narrador sobre el automóvil nos choque no poco a los intelectores actuales de la obra de Roth: Conducía [Paul] a setenta kilómetros por hora, la velocidad que recomiendan todos los novelistas que han analizado las relaciones existentes entre el corazón humano y los motores. La índole viciada de la época la cifra Roth en la preeminencia del rumor frente a la verdad, lo que acerca mucho los años 30 del pasado siglo a los 20 por venir del actual, ¡y esperemos que no a los 30. En fatal círculo histórico!, a tenor de la presencia cada vez más inquietante del fenómeno del populismo:  En una época en que las verdades son cada vez más raras, no hay nada tan creíble como un rumor, Cuanto más absurdo y extravagante sea, mas dispuestas estarán las personas fantasiosas y románticas a creerlo. En cualquier caso, y al margen de esa pincelada feminista tan de agradecer -Las mujeres necesitan creer cualquier cosa que les dé seguridad. Hace siglos que se las seduce con mentiras y no con verdades-, quiero concluir con una reflexión que mezcla a partes iguales la desesperanza y la esperanza ante lo real: Todas las carreteras del mundo se parecen. Los burgueses del mundo entero se parecen. Los hijos se parecen a sus padres. Puede que, quien llegue a esta conclusión, desespere pensando que nunca asistirá a transformación alguna. Por mucho que cambien las modas, las formas de gobierno, el estilo y el gusto, nunca lograrán eclipsar esas leyes eternas que hacen que los ricos construyan casas y los pobres chozas, que los ricos lleven ropa y los pobres harapos. Pero esas mismas leyes son las que hacen también que tanto los ricos como los pobres amen, nazcan, enfermen y mueran, recen y mantengan la esperanza, desesperen y se marchiten.
Pues bien, de ese orden estilístico es todo  lo que los intelectores van a encontrar en esta aparente obra menor que denuncia el poderoso empobrecimiento moral de la sociedad antes de la llegada del Mal nacionalsocialista.

Las campañas electorales o el aburrido circo de los campeadores…Un capítulo-botón de «La España vulgar».

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 De gofos y gofas.(¡Ahora sí que sí...!, y sic)
Curiosamente, por ninguno de esos espacios vulgocráticos se pasean los prohombres y las promujeres de la política cuando nos visita, cada cuatro años o asín, el circo de las vulgares campañas electorales, supremo ritual del adocenamiento, la ranciedumbre y la soez estulticia publicitaria.
No hay mejor escaparate para calibrar la vulgaridad de un país que una ocasión excepcional, y al tiempo frecuente, como es la del desarrollo de una interminable campaña electoral. En nada se distinguen las tales del resto de la vida política habitual, sino en la intensidad con que se manifiestan los peores resabios de la desigual comunión que estrecha, hasta la asfixia, a los representantes y a los representados, en un abrazo vivificador para ambos: absoluta confirmación de sus inanidades respectivas. Tales para cuales. Demoslos cría y ellos se juntan en la Gogia, en perfecta ouroborosía, y vuelva a disculpársele al libelista el atrevido neologismo, de común significado, no obstante.
En ese periodo excepcional, en el que se suspende el principio de racionalidad, ad maiorem populi gloriam, y los labios se ven desbordados por el ímpetu falaz de las promiscuas lenguas promitentes, ¿dónde esconderse de las necedades que, al modelnobombo y platillo de los cutrísimos vídeos de trasnochado agitprop, ofenden a los escasos y avergonzados depositarios del sentido común, aquellos a quienes ya les ofendieron, en los nefastos tiempos en que los parieron, los ferocísimos doberman que babeaban y ladraban su agresividad de camada negra?
No hay lugar en la realidad donde ocultarse del vocerío desgarrado, del atropello del insulto, de la falacia contumaz, de la chirigota  grosera, del esperpento consumado, de la amenaza del miedo, de los eslóganes aciagos y así sucesivamente hasta la basca final. Se queda pequeña, la realidad, en efecto, para huir de la viscosidad que se extiende hasta lograr que todo se enganche en ella. Allá donde uno vaya, en periodo electoral, le será imposible distanciarse de la sombra pegajosa de la irracionalidad que pretende obnubilarle para que el así ensombrecido –sin asomo de asombro...– acabe dando por buena y justa la derrota de la razón y proclame la buena nueva de la bandería, de la secta, de la horda.
Con razón hablan del juego de la política. Y una campaña electoral es la suprema expresión de ese espíritu lúdico que banaliza cuanto toca, que trivializa cuanto existe, que lo infantiliza todo. De ahí que, con deleznable paternalismo, se apele, con sospechosa constancia, a la mayoría de edad del electorado y a su madura capacidad de decisión. Primero te ponen a bailar el corro de la patata al ritmo del romance del traidor Marquillos o de la adúltera Catalina, y después pretenden que separes el grano de la paja de los diferentes programas que se te ofrecen reducidos a latiguillos, muletillas, chascarrillos y esloganillos que, con pericia y devoción divulgan los organilleros de rigor por todas las plazas de España.
En última instancia, sin embargo, la petición final no es que te guíes por un análisis razonable de las diversas ofertas que se te ofrecen y que decidas en conciencia, sino que reconozcas a qué bando, a qué tribu perteneces y cierres filas para derrotar al adversario, la encarnación de todos los males habidos y por haber. Democracia y espíritu crítico son una pareja mal avenida, incompatible, en constante desavenencia, imposible. Democracia y sumisión, el matrimonio ideal por el que suspira el espectro político desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha. Asentimiento entusiasta,  adulación cortesana y obediencia ciega, la tríada mágica que abre las puertas del escalafón que lleva a la gloria del poder con mayúsculas, el PODER, o a la mera ficción del tal, cuando se es el líder de un partido en la oposición, como le ocurre a quienes, como Rajoy o Mas,  tienen el triste hábito de perder elecciones y ganar disgustos.
¿Qué más risible, bochornoso y patético, por poner el ejemplo autonómico bien conocido, que un Molt Honorable in péctore y sin Govern ni DOG que llevarse a la firma paseando su esencialismo  y su carisma presidencial –con heredada gesticulación pujoliana ad hoc– por las inventadas Vegueriesde la Cataluña sempiternamente amenazada y en peligro de extinción, de consunción patriótica? El señor Mas, a quien le aplanan el nombre –Àrtur, dicen los amantes de decir A Coruña y LLeida, en vez de los castellanísimos La Coruña y Lérida, para pasar por paletos lingüísticamente correctos– para kennedyficarlo y darle un toque internacional de Prime Minister de mercadillo, es un alma en pena, atiborrada de triunfos electorales morales que no le han deparado sino un eterno aire de apolillado figurón de la política que acabará deshaciéndose en el aire de sus fracasos, como las momias expuestas a la curiosidad de los profanadores de tumbas, antes de alcanzar el poder real, la firma, y la visita de pleitesía a Montserrat. Y si algún día llegara a gobernar, ¿quién duda ya de que lo acabará haciendo como un espectro, como una sombra pitarresca, como el simulacro torpón y difuminado de quien pudo haber sido?
Las campañas electorales derrochan dineros, esfuerzos y euforias levantiscas con una alegría de nuevos ricos que ofende incluso más que sus viciados contenidos de catecismo elemental. Las costosas banderolas, las vallas intimidatorias, la megalomanía sembrada aquí, allá y acullá, las cuñas coñonas y agresivas en las radios, las páginas enteras en la prensa, las ideas esquinadas en los simulacros de debates con espadas de tercera fila, y más aún con los primeros espadas, diestros de postín, pero auténticos postes respondones que monologan y predican.
Pero nada es comparable al gran mitin, el fantástico aquelarre donde el Gran Buco preside el oficio de tinieblas en las que con extático placer se sumergen los participantes, los laicos feligreses. Un mitin es un agujero negro de la realidad: lo engulle todo y no irradia nada, a fuerza de desearlo, no obstante. Cualquier espectador de telediarios desvía la atención cuando, entre rugidos, vítores, aplausos, requiebros, y siempre ¡más caña! y ¡dales duro!, ¡y venga globos!, ¡y banderas, banderolas y banderines!, el líder de turno le quita el torniquete al herido adversario para que se desangre ante la concurrencia sedienta de su fracaso. ¡No en vano se escogen las plazas de toros para el supremo ritual partidario!
Los asistentes y las asistentas al oficio religioso de la comunión colectiva aguardan las revelaciones aduladoras del Buco-Bocazas con la misma fe depositada en otros dioses menores y santos mayores. Un chapuzón de piropos, un baño de elogios, una ducha de localismo, una fiebre de bandería y tres consignas mal cosidas al paño raído de un discurso lleno de mentiras y anacolutos sirven graciosamente al fin perseguido: ruge la marabunta; se desborda la emoción primitiva de la horda; se besan con estruendo las manos al ritmo febril que marcan los himnos fanfarriones y todo el mundo sale satisfecho de haber estado presente y haber contribuido a lograr un nuevo score en la batalla democrática: “¡Que lo superen, si pueden!”, se congratula el jefe de campaña, con fe ciega en la falacia de cantidad. Y a recogerlo todo para llegar a tiempo al próximo escenario, donde se repiten ce por be las mismas escenas, los mismos arrebatos, las mismas bromas ad hominem, las mismas brumas de la razón, los mismos bramidos de entusiasmo y regocijo...
Y el líder entronizado, Gran Buco al que se le rinde pleitesía, vasallaje. Todo gira en torno a su mágica capacidad de seducción: nadie sonríe mejor; nadie es más honesto; nadie inspira más confianza; nadie dice la verdad como él; nadie tiene tantas palabras de aliento para los desfavorecidos y los preteridos; nadie tiene tantos elogios para quienes se acercan a él... ¡y se alejan salvos! ¡Día dichoso aquél en el que, gracias a la mujer del amigo del primo de un vocal tercero de la asociación del barrio, pudo el humilde votante anónimo tener la fortuna de estrechar la mano teresiana, a fuer de santa, del líder, por la suerte de estar sentado al lado del pasillo por donde hizo su entrada triunfal en el coso!
Las campañas electorales van prescindiendo poco a poco de esos grandes mítines por la imposibilidad de movilizar a un electorado que, a medida que pasan los años, es más difícil de engatusar, aunque más fácil de convencer. La división enconada del espectro falaciológico favorece la política de reducción del gasto y la invención de nuevas vías de propaganda: desde las mortecinas páginas web de los candidatos, donde está celosamente reservado el derecho de admisión, razón por la que se censura cualquier mensaje que no sirva de claca al sermón de cada día, hasta los SMS, pasando por los vídeos colgados en la red para solaz y estrechamiento de lazos entre los conmilitones, y para espanto y sonrojo de quienes se niegan a creer que la abyección alcance cotas, ¡y costas!, semejantes.
Aun así, en la quincena infinita de su existencia, ¿quién puede quedarse a salvo de ella?, ¿dónde hay un sagrado al que acogerse, sin riesgo de que la vulgaridad exacerbada se te lleve por delante, como una turbia riada que todo lo anega, dejando un estéril barrizal a su paso? Ni aunque por ley fueran las campañas electorales en el mes de agosto, lograría el sufrido y castigado abstencionista hallar rincón patrio donde refugiarse frente al turbión –3ª acepción– devastador.
El allanamiento de morada electoral es de tal naturaleza que el único remedio radical sería decretar su prohibición, cortar por lo podrido, por la sangría de dineros y de bajezas pseudointelectuales con que se maltrata a la ciudadanía con amparo legal, de tal manera que los ciudadanos hubieran de escoger a sus representantes tras cuatro años de evaluación constante de su acción de gobierno o de oposición. La objeción evidente, se convertirían las legislaturas en cuatro años de campaña electoral constante, queda anulada por la constatación de que eso es lo que ya sucede de hecho. El derecho siempre llega tarde. La realidad siempre va muy por delante de la legislación. Del mismo modo que la acción política siempre camina siguiendo el husmo de las estadísticas cocinadas...


Experiencia atemporal. Cuadernos y textos literarios inéditos de Laura Perls (1946-1985)

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Autobiografía y afanes literarios de Laura Perls, creadora, junto a Fritz Perls, de la Terapia Gestalt.

Los dos creadores de la Terapia Gestalt han sido, en realidad,  uno, Fritz Perls,  y un apéndice, Laura Posner,  cuya importancia ha sido objeto de discusión y sigue siéndolo, porque el hecho de haber sido matrimonio ha complicado no poco la posibilidad de hacer una crítica factual de qué se debe al uno y a la otra, máxime si constatamos, como a través de la lectura del presente volumen puede hacerse, que Laura Perls fue educada en esa ideología en la que a las mujeres les estaba reservado poco menos que un papel “secundario” respeto de los varones. En la medida en que lo que ahora se edita son los papeles “personales” de Laura Perls, estamos, pues, ante una obra de contenido memorialístico, no doctrinal respecto de la Gestalt, de ahí que esta recensión se dirija más a esa dimensión humana que a la profesional, si bien entre ambas, como no se le escapa a ningún seguidor de esta terapia hay un vínculo sólido y permanente. De todos modos, no siempre, desde esta perspectiva de la identificación biografía-teoría, la Gestalt acaba configurando la vida tanto como sería imaginable suponer, e incluso son notorios los muchos momentos vitales en los que advertimos una oposición no diré radical, pero sí llamativa, entre la vida de Laura y la defensa de los postulados gestálticos. Recordemos que ella, como su marido, nunca se sometieron a su propia terapia, es decir, jamás otro gestaltista tuvo la oportunidad de hacer terapia con ellos, lo cual no deja de ser curioso. Había en ambos una suerte de espíritu de superioridad respecto de la teoría, de la práctica y de sus pacientes que les impelía a ver esa posibilidad casi como un fracaso. Lo cierto es que quizás se hubieran ahorrado muchos malentendidos y sus vidas hubieran tenido una dimensión menos áspera de la que tuvieron, a partir, sobre todo, de su separación formal, con carácter definitivo, hacia 1955, cuando Fritz lo dejó todo y se instaló en Miami, como quien dice, dispuesto a morir, tras haber sufrido varias anginas de pecho.
         Los “papeles personales” de Laura Perls funcionan, de hecho, como una autobiografía y en ella vamos a encontrar datos biográficos que nos ayudan a completar la imagen que teníamos de la primera dama de la Gestalt, en quien Fritz se apoyó siempre para elaborar sus teorías y con quien colaboró estrechamente en Yo, hambre y agresión, que salió a la luz cundo aún estaban en Sudáfrica. No solo hay datos puntuales sobre la vida cotidiana, sobre su relación con Fritz, sus hijos, su madre, el resto de su familia, etc., sino, también los ensayos literarios a los que siempre dedicó algún tiempo, si bien, y ello a pesar de sus aspiraciones, jamás con la intensidad que una dedicación de esa naturaleza exige para tener la condición de  autora. Laura tenía una fina intuición literaria y su experiencia lectora le permitía evaluar, sin tapujos, el nivel de sus propias creaciones, algunas de las cuales tienen un excelente nivel, sobre todo cuando escoge la vía del surrealismo como forma de expresión. Aunque todos sabemos que un texto de vanguardia, máxime si es surrealista, permite una libertad de creación en la que resulta complicado evaluar la calidad del mismo. Imaginemos cualquier texto del dadaísmo, por ejemplo, formado como quería Tzara con palabras recogidas del suelo, tras haber sido recortadas y arrojadas a él, y colocadas al azar en una hoja en blanco. No quiero decir con esto que los textos literarios de Laura Perls no alcancen el estándar mínimo que pueda acreditarlos como tales, porque hay algunas composiciones que, más allá de ser una vía de liberación para expresar sus congojas, miedos, temores o rabias, alcanzan esos estándares, como en este ejemplo, escrito tras la separación de Fritz en 1946, cuando este se fue, en avanzadilla, a Canadá y Usamérica:
Muriendo, dejo atrás el embotamiento de las vidas ajenas,
En vida me he puesto las velas como faro de mi propia muerte.
Muriendo mi corta y atestada vida.
Viviendo mi larga y solitaria muerte que madura,
Sacrificando el curso de la vida eterna
Por una bendición de una duración determinada de mi propia
Muerte,
Renunciando a la re-unión,
Sufriendo la separación,
Rezando por la aceptación,
Vivo y muero, muero y vivo, muero y muero.

O este otro ejemplo, muy cercano a la separación definitiva de Fritz:
Los seres queridos que amé y que no he amado.
Las líneas que escribí y que no escribí.
La vida que he vivido y que no he vivido:
Ahora no es, pero es.
Lo que era, no es, lo que no era, es.
El placer pasado, no utilizado, es presente vacío-
El placer pasado, encontrado, es presente perdido.
Lo que no ha sido, pero ha sido.
Lo que no es, pero es.
Lo que no es, es decir, lo que no va a ser.
L angustia pasada deja el corazón roto.
La ausencia de angustia deja el corazón vacío.
          
De hecho, estos papeles personales de Laura Perls tienen un gran valor para tratar de entender la relación de amistad y matrimonial que mantuvo con Fritz Perls desde que se caso a sus 25 años con él, después de algunas experiencias frustradas por la oposición de sus padres, y que la llevaron a estar internada en un sanatorio mental donde recuperarse de la quiebra emocional sufrida. El hecho de casarse con alguien absolutamente desconocido, Berlinés, que la llevaba 12 años de edad supuso un duro golpe para su familia, quienes incluso contrataron detectives para informarse de sus antecedentes, dada su buena situación económica. Desde ese momento comenzó algo así como un pequeño calvario para Laura que consistió en la total libertad con que su marido vivía su unión, sobre todo en lo referente a las relaciones con otras mujeres, como sucedió cuando se reunió con él en Amsterdam, huyendo de los nazis y Fritz quiso incorporarla a un relación a tres que ella rechazó, supongo que indignada.
         En las páginas de esta Experiencia atemporal queda constancia de la superioridad intelectual que Laura sintió siempre respecto de su marido:  Fritz no podía escribir ni en alemán. No tenía ninguna facilidad para los idiomas ni, en general, para la lógica u el desarrollo de algo. Tenía buenas ideas, pero se las tenía que dar algún tipo de forma, y esto, por ejemplo, lo puedes ver en Dentro y fuera del tarro de la basura y también en Sueños y existencia, que son grabaciones, ya sabes, la forma en la que hablaba. Así era como escribía. Y tampoco leía mucha. O lo que leía, lo leía más por el valor de la historia, no del estilo ni nada de ese tipo. De hecho, no tenía ningún interés por la lengua. Yo tengo mucho más. Algo que se traducía en la constante competencia que se estableció entre ellos y que sin duda degradó la relación entre ambos hasta que se les volvió insoportable una convivencia tan desastrosa. Si a eso añadimos el desinterés de Fritz por sus hijos, y luego por sus nietos, tendremos un panorama claro del porqué de una separación «de hecho» que nunca llegó al divorcio, aunque de milagro, porque si Marty Fromm hubiera aceptado la proposición de Fritz, imagino que sí se hubiera divorciado, porque ella, Marty, a diferencia de Lore, sí que fue «el amor de su vida»,  de Fritz. En la época de Nuea York, cuando se produce la separación, el matrimonio, junto con los otros siete miembros archiconocidos de la primera época gestáltica, había fundado el Instituto de Terapia Gestalt, si bien la desventaja en que se hallaba Fritz frente al terrible dúo intelectual Goodman-Laura, lo llevó a dicha separación. La anotación de 1955 es elocuente:
Mi amado Fritz,
Estoy escribiendo esto mientras tú estás en Cleveland. No estoy escribiendo un carta, y tampoco te estoy escribiendo a ti. Estoy escribiendo esto principalmente para mí, o posiblemente solamente para mí. NO sé dónde estoy, o mejor dicho, dónde estamos -si todavía hay un “nosotros”. Ahora, no existe casi ninguna prueba de ello. Las lágrimas están ya corriendo por mi cara -me parece que no hago nada más, excepto llorar, cada día, cuando estoy sola. Siempre estoy sola, incluso cuando estoy en la misma habitación que tú. O mejor dicho, tú estás solo, y no pareces ser consciente de que estoy allí. Me siento como un gato ronroneando alrededor de tus pies, pero incluso ni me acariciarías, como sin ninguna duda harías con un gato. ¿Qué nos ha ocurrido? Incluso no puedo preguntarte directamente. No puedo preguntarte nada. Ya no puedo hablar contigo nunca, no durante mucho tiempo.
         La colección de escritos de Laura tienen, casi siempre, el aire de bocetos para los que no tuvo los arrestos necesarios para convertir en textos acabados, porque ello exigía una dedicación y una disciplina a la que no supo someterse. Sin embargo, ella acusaba a su marido de ser, sobre todo, perezoso, muy perezoso, y Fritz se quejaba de que ella no lo hubiera «empujado» para salir de ese estado de apatía o postración. Hubo un cuento,  Una percha para colgar el sombrero (Réquiem por Isaac Rosenfeld) , que fue recomendada por Goodman para que fuera publicada en una revista, pero el editor se la devolvió porque no cumplía las expectativas de la revista, lo que debió de suponer un duro golpe para las aspiraciones llamémoslas artísticas de Laura. Entre esos bocetos, Laura tuvo la ocurrente idea de parodiar la magnífica obra de Pirandello, Seis personajes en busca de un autor, para trazar un bosquejo autobiográfico que tiene el valor de descubrir cómo se ve ella a sí misma:
I.       Una mujer con más de cincuenta años; sintiéndose
1)       Mayor, con la melancolía del climaterio, tensión alta, preocupada por los nietos, la familia, el marido que envejece.
2)       Viéndose diez años más joven, sintiéndose quince años más joven. Hambrienta de amor y sexo. Viviendo principalmente una vida fantasiosa de éxito sexual, con ocasionales aventuras reales. Preocupada por la impresión, la ropa, la apariencia, la agudeza mental.
II.      Profesionalmente exitosa.
1)       Experimentada, confiada, impresionante, reconocida pero no ambiciosa.
2)       Fracasada profesionalmente; insegura, sintiéndose un fraude, sintiéndose ignorante, temerosa de “ser descubierta”. Competitiva pero asustada, supermodesta y arrogante (nadie me conoce, nadie se da cuenta de mí vs. Soy muy conocida, estoy en lo alto de mi progresión, etc., etc.
III.     Escritora.
1)       Niña prodigio; dotada, precoz, muy elogiada, ridiculizada, herida. Capullo.
2)       Buena estudiante; ávida lectora, escritora de artículos y ensayos escolares. Enpeñada en ser racional. Útil social versus “lúdicamente artista egotista.
IV.    Ama de casa
1)       Indiferente, negligente, sin que le importe, irregular, sin rutinas, Schlamperei (dejada), sin tiempo para nada, derrochadora.
        
El libro es interesante, para los muy interesados en la vida, obra y milagros de los creadores de la Gestalt, porque Laura ofrece una visión bastante extensa de su vida adolescente y repasa épocas de las que no suelen circular muchos datos concretos, específicos, como la de tiempo en Sudáfrica. Las fotos que se incorporan al volumen permiten la contemplación de lo que el matrimonio llamó la primera residencia Bauhaus en Joahnnesburgo, por ejemplo. La vida de Laura Perls, sobre todo después de la separación de su marido fue una vida marcada por el decidido carácter varonil de las mujeres de su familia, según confiesa, pero también porque ella hubo de estudiar en un  Gymnasiummasculino, junto con dos chicas más, una de las cuales no se adaptó y abandonó. Estamos hablando de una mujer que abría caminos en una época en la que pocas accedían a los estudios universitarios, y esa necesidad de “imponerse” frente a los hombres, de reafirmarse, desarrolló en ella ese sentido de la competitividad que acabó chocando con el de su marido.  A través de las páginas del libro, así pues, asistimos, también a la recreación de una época la de los años veinte y treinta marcada por el decidido movimiento de liberación de la mujer que, como en el caso de Laura, se realizaba de forma individual. El libro incluye varias entrevistas que permiten redondear el carácter autobiográfico de la obra. En una de ellas, el entrevistador le reprocha a Laura las vaguedades y alguna contradicción, como que el matrimonio leyera Politics, la revista neoyorquina de ínfima tirada, donde, al decir de ambos, conocieron a Paul Goodman, porque firmaba un artículo sobre la izquierda y las teorías freudianas. Y aunque ha de reconocerse que la cultura de Laura en modo alguno es fingida, y que sus referencias son sólidas, no deja de haber en su manera de referirse a lo que fue su vida de relación social con una sofisticación en la que se intuye una cierta y leve impostura. La manera de referirse a ciertos movimientos artísticos y su papel en aquel mundo de la bohemia berlinesa de los años 30, tiene un aire hasta cierto punto frívolo que no acaba de convencer al lector crítico. En cualquier caso, el libro tiene muchos alicientes y hay en él muchos detalles biográficos que satisfarán la curiosidad con que los lectores solemos acercarnos a estos libros testimoniales.


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Traspasar el umbral.

Sabes exactamente lo que has de narrar, pero colocas ante ti el cuadernillo del folio doblado y no descapuchas la pluma. Has de ponerle un título provisional. Dudas. Se insinúa una tibia ansiedad. Sabes que M.F. ha de contar para sí, sin narratario posible, el encuentro que le cambió la vida. Aún te impone, después de más de cincuenta años, la amenaza del cuadernillo en blanco donde tú sabes que acabarás escribiendo lo que te bulle desordenadamente en la cabeza y que jamás has querido planificar antes de dejarte ir, de abrir el pico garlador por donde se desparramará, con enrevesada cacografía, el río de palabras por el que ha de navegar hacia el ancho mar de lo biográfico, ¡que es un sinvivir!,  la vida infinitamente anónima de M.F. Cepos te aherrojan las manos, porque se escribe siempre con las dos, o así lo declaraba Ginesillo, quien confesaba haber escrito su vida “con estos pulgares”. En efecto, has de «hacer» la vida de F.M.,  has de reconstruir lo que fue, y de lo que tú sabes lo esencial, aunque a ti te preocupan, sobre todo, los detalles del contexto: la fiebre del dato exacto, la minuciosidad del miniaturista, el rigor del atestado y la verdad última del forense. Pero sigues ahí detenido, respirando cada vez con mayor dificultad y atento a la creciente taquicardia que has de atajar de inmediato. Liberas el pico y escribes: Los cuadernillos e M.F., y vuelves a silenciar el pico que ha esculpido la única línea tautológica que te permite disolver la espiral de ansiedad que amenaza con bloquearte un rato largo, lo bastante como para reconsiderar que «no es el momento» de iniciar, aun con los propios titubeos de los comienzos, el nuevo capítulo. Te sientes llamado a él, pero no vas a poder defender tu posición indecisa. Y sí, te recuerdas, como en un suave calentamiento para empezar a entrenar en serio, que lo sabes todo, que has de comenzar por el encuentro, que has de seguir con la explosión bigbanguesca de vida que libera la sexualidad desreprimida y que has de visitar el infierno de la dependencia, los celos y la dominación, fugazmente. Son los clímax, a los que no se llega en veinte párrafos, por supuesto. El capítulo exige la morosidad que desarrolla en el tiempo una evolución psicológica anclada en el entumecimiento sexual y moral sin otra perspectiva que la salida dramática de la obra, un mutis trágico y discreto, camuflado de accidente, para no herir a los hijos supervivientes. Lo sabes. Tú mismo te detienes, con firmeza. Lo ves todo ahí, en esa pantalla blanca, desarrollándose con vívida fuerza, con los tonos exactos de la dicción precisa, con los gestos inequívocos de las revelaciones insospechadas, con las palabras literales de las confesiones íntimas que desgarran y que oxigenan. Sigues sin atreverte. Tu mano izquierda empuña la pluma y la derecha juguetea con el capuchón, como si tú fueras un señor feudal dispuesto a practicar la cetrería y liberar al gerifalte del capuchón que lo ciega para que se eleve hacia los cielos en busca de la presa sobre la que abatirse… Ambas cosas están en tu mano: el ave que vuela y la presa, F.M., pero te detiene una vez más el miedo, si ese temor al borrón inmediato que desfigure y borre la primera palabra que se estampe en el cuadernillo así puede ser llamado. ¡Cuántos capítulos has iniciado en tu vida! Jamás se aprende. Todos son siempre, sin diferencia alguna, el primero, ¡el único!, ese en el que te juegas la confirmación de ti mismo, tu difícil absolución. La sombra oscura, cacografiada, de esa vida se agita en el blancor inmaculado del cuadernillo, como las ondas del moaré en la delicada tela de un vestido transparente: es la resurrección de un cuerpo preterido lo que baila en ese cuadernillo, y tú conoces, exactamente, insisto, su alcance y la poderosa transformación sufrida. Poco a poco has ido reuniendo las circunstancias, los sentimientos, los silencios, las ignorancias, las desesperaciones sosegadas, y la luz, como la propia de este cuadernillo en blanco ante el que mantienes, impertérrito, tu guardia; la luz, te dices, de una metamorfosis común que, a pesar de su grandeza, su propia trivialidad no nos permite valorarla como se merece. Por eso decides, finalmente, con no fingida audacia y elocuente indecisión, acercar el pico a la orilla de la blanca salina y trazar los primeros signos húmedos del río que nace en el hontanar de la inspiración:
Necesito sentarme y escribir sobre cuanto me está pasando, porque corro el peligro de convertirme, guardándolo solo para mí, en una olla a presión que acabará explotando el día menos pensado…

Un aprendiz de barroco lee un magnífico «bestseller»: «Shangri-La» , de Julio Murillo o leer a galope tendido…

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El bestseller como peregrino y paradójico arte-facto o las enseñanzas que un intelector, habituado a los textos en las antípodas de aquellos, extrae de una lectura minuciosa, entretenida, divertida…

Hace algo más de cuarenta años leí en el suplemento de Libros -¡ni siquiera se llamaba Babelia aún!- de El País un cuento cuyo autor no recuerdo si era Ítalo Calvino o Umberto Eco, o, ¡en el peor de los casos!, ni uno ni otro. Seguro que algún intelectorcon una memoria digna de su propio nombre me lo soplará/suplirá de aquí a poco. El cuento describía una situación muy curiosa: dos escritores, uno de bestsellers y el otro de novela intelectual -llamémosla así, para entendernos, tipo La montaña mágica o El hombre sin atributos- contemplaban, desde sus casas próximas, a una atractiva mujer que, en una casa equidistante de las de ambos, leía con verdadera devoción un libro. Ambos escritores reflexionaban sobre cuál sería el libro al que esa mujer dedicaba aquella auténtica voracidad lectora. El escritor «intelectual» se repetía una y mil veces que indudablemente estaba leyendo un libro de los de su vecino, porque esos «infames bestsellers», si tenían alguna virtud, era la de atrapar a los lectores y exigirles una lectura «a uña de caballo» que casi no te deja ni vivir, si descuidas tu atención de esas tramas magnéticas que poco menos que te exigen vivir para la lectura, más que leer para vivir, y que te obligan a desayunar leyendo, a viajar leyendo, a comer leyendo, a tomarte un tentempié leyendo y a acabar el día en la cama sin dejar de leer… El escritor «intelectual» sabía que eso no podría pasar jamás con sus obras, que más suponían un reto lleno de dificultades para los lectores que una autopista por la que discurrir únicamente pendiente del acelerador… Definitivamente, esa mujer había escogido el camino de la legítima satisfacción lectora y no podía reprochárselo. Y estaría deseando que el autor de bestsellersse lo dedicase para presumir de ello ante sus amigas, porque, poco a poco, la lectura, como esa vecina lo demostraba, se estaba convirtiendo en una actividad casi exclusivamente femenina. A él le estaba vedado semejante logro. Se empeñaba en complicarse la vida y complicársela a los lectores y así no había manera de llegar al público amplio al que el bestselleristallegaba como estaba llegando a esa vecina lectora: hasta el corazón de la pasión lectora. El escritor de bestsellers, por su parte, se decía que lo que esa mujer estaba leyendo, tan abstraída, tan concentrada, con esa gesto grave en el ceño fruncido, no podía en modo alguno ser una obra suya, tan ligera, tan superficial, escrita con tan escasa preocupación por «lo trascendente» y con un etilo que difería, diametralmente, de esas exquisiteces estilísticas que su vecino dominaba como nadie y que tanta reputación académica y crítica le había deparado. Seguro que la vecina se hallaba inmersa en una trama en la que complejas psicologías desplegaban ante ella profundos problemas de orden moral, social o político, y todo ello, volvía a repetirse, con una de esas prosas de las que siempre se dice que se caracterizan por ser «una voz propia e inconfundible», algo que jamás dirán de la suya propia, tan despreciada por «los que saben» y «pueden», porque el poder literario lo ejercen «popes» que ignoran, cuando no desprecian, artefactos literarios como los suyos, que hechizan, sin embargo, a una legión de lectores que nunca se acercarán a los libros de su vecino. La vecina, sin embargo, no había más que verla, seguro que había escogido uno de esos libros que te obligan a detenerte cada dos por tres en la lectura para meditar sobre la trascendencia de lo leído: sí, esa novela «intelectual», también apasionante a su manera, te invitaba a ir más allá de ella, mientras que las suyas, las del bestsellerista, te invitaban a quedarte en ella  y a engolfarte en ella completamente, sin posibilidad de levantar ni la vista ni el espíritu hacia ese otro más allá al que invitaban las obras del vecino.  Y ahí se acaba mi recuerdo del cuento…, lamentablemente, porque ni siquiera recuerdo cuál era el desenlace.
         Con mimo de amigo, con paciencia de escriba y con férrea voluntad de intelector confirmado en este Diario desde hace muchos años… he leído de la primera  a la última página de Shangri-La. La cruz bajo la Antártida, ¡540 páginas!, de Julio Murillo, obra que fue galardonada con el Premio de novela histórica Alfonso X El Sabio, en 2008. Lo bueno de la novela histórica es que, mucho más que otras, sabe mantenerse siempre «de actualidad», y, leída hoy, la novela no ha perdido ni un ápice de su interés intrínseco. Me apresuro a confirmar lo que acaso el intelector que frecuenta mi Diario haya ya comenzado a sospechar: ¿desde cuándo nuestro buen Juan Poz se dedica a leer bestsellers? No he leído otros, en mi vida, que los que, por ser Literatura sin apellidos, han acabado siéndolos, como El nombre de la rosa, Cien años de soledad o El señor de los anillos, por ejemplo, que no caen, «exactamente», bajo dicho marbete, bestsellers, porque en modo alguno se ajustan a ciertos elementos constructivos y estilísticos que  comparten las obras que sí caen bajo él con todo derecho,  con toda intención y con toda legitimidad.
No voy a elaborar aquí una teoría del bestseller ni a realizar una anatomía forense del género, sobre todo porque no hay quien desconozca sus leyes ni sus procedimientos connaturales constitutivos. Obras como El médico, Los pilares de la Tierra, Crepúsculo, El código Da Vinci, etc., lista en la que no desmerece la que acabo de leer, Shangri-La,  se ofrecen a la voracidad de los lectores con unas características compositivas idénticas, y con una capacidad expresiva que no plantea ninguna dificultad de traducción a cualquier lengua, traducciones que se leen con idéntica «facilidad» que la lengua original quienes pueden leer en ella.
La novela de Julio Murillo se ofrece al lector como una trama político-policiaca urdida con una pericia y una eficacia absolutas. Desde la hipótesis verosímil que da pie a la obra, que Hitler sobrevivió a la derrota del nazismo y se refugió en Sudamérica, y que ha sido tratada con anterioridad y posterioridad a esta obra, el último Eric Frattini en ¿Murió Hitler en el búnker?,
hasta los elementos ficticios, pero no menos verosímiles, de la creación de esa sociedad secreta, al estilo de la masonería, en cuya organización se inspira -recordemos que para Hitler el mejor modelo de organización sectaria capaz de infiltrarse en todos los países del mundo era la Iglesia católica-, la obra de Murillo reconstruye una historia que, aun dentro de la ficción, plantea dudas razonables sobre su tesis fundamental.
Une sabiamente Murillo dos realidades relativas al régimen nazi, el misterio de la muerte y desaparición de Hitler y otra que ya ha sido llevada al cine, como la de los Lebensborn, una institución para el «cultivo» de ejemplares genéticamente seleccionados de la raza aria que tuve la oportunidad de conocer en una película excelente: Dos vidas, de George Maas y Judith Kaufmann, criticada en mi Ojo Cosmológico: https://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com/search?q=Zwei+Leben
         Con una estructura de novela policiaca, y con la factura estructural de las mismas, es decir, somera caracterización de los personajes, abundante diálogo y una acción trepidante, la historia nos relata la peripecia de un superviviente del exterminio de una expedición científica a la Antártida que descubre un secreto que «compromete» a demasiada gente y no pocos gobiernos como para que la verdad pueda ver la luz de modo que todos seamos conscientes de lo que ocurrió y de lo que está ocurriendo ante nuestras ingenuas narices de personas condicionadas por las información sesgada y limitada que sobre la realidad nos llega a través de las fuentes habituales que nos abastecen de noticias. Un biólogo noruego, una violinista alemana y un periodista inglés de The Guardian son los tres protagonistas básicos de la historia. Si una virtud destaca sobre todo en el libro, esta es la de la sabiduría estratégica con que el autor va distribuyendo la información sobre la historia que nos quiere contar para, por un lado, hacernos leer sin desmayo en busca de esas explicaciones y, por el otro, encontrarnos con una dosificación milimétrica que conducirá a un desenlace sobre el que ni insinuar nada me está permitido y que es uno de sus grandes aciertos. Esta novela exige, como se les ruega a los espectadores de La ratonera, que se abstengan sus lectores de hacer la más mínima alusión a ese final. Hecha, así pues,  la pertinente abstracción del final intocable, cabe destacar una sensación que he tenido constantemente mientras leía la novela: no leía tanto una novela, cuanto el guion, acabadísimo, con todo lujo de detalles, de una película que no me costaba nada ir visualizando capítulo a capítulo, con ese ritmo vertiginoso de los thrillers en los que, como está mandado, aparecen villanos requetevillanos, perseguidos como el Dr. Kildare de El fugitivo, periodistas despiertos y sagaces, mujeres hermosas y misteriosas, como la violinista alemana, y una caterva de personajes secundarios que no siempre son quienes nos hacen creer que son, para sorpresa del lector y acicate de su lectura, aunque se trata de una obra con eslabones tan bien encadenados que bien puede decirse que podemos recurrir al tópico del mecanismo perfectamente engrasado que funciona a la perfección y que va provocando en los lectores las sorpresas -desgraciadamente no llegamos a las emociones por la simplicidad estructural y utilitaria de los personajes – pertinentes para satisfacer la necesidad de hechos incontrovertibles que tienen quienes siguen esa peripecia de conjura de alto nivel político y ningún escrúpulo a la hora de mantener el anonimato de la misma.
         Por su pasos contados llego, ahora sí, a lo que, a mi leal entender, es un serio defecto del libro, si bien, quede eso claro,  desde el exclusivo punto de vista de los gustos literarios de este Artista Desencajado: la plasmación expresiva, narrativa, de esta historia tan eficazmente inventada -asacada, se dice también- y tan sabiamente estructurada. Una buena historia, más allá de los hechos encadenados que la tejen, es la suma de las palabras con que se levanta para el lector; el encadenamiento de frases de todo tipo que le permiten al lector asentir a lo que va leyendo y disfrutar con ello. Por supuesto que existen diversos niveles de fruición, y que la exigencia expresiva está en función de la formación lectora de cada cual, pero me resisto a creer que un bestseller, por definición, haya de tener un código expresivo que se base, sobre todo, en el tópico, esto es, en un repertorio de expresiones con las que los lectores están hiperfamiliarizados, sea por lecturas de semejante naturaleza, sea por las películas, por la radio, las series televisivas o por el canal que aparezcan. Estoy de acuerdo en que establecer contacto con el lector a través de ese nexo permite ampliar el numero de destinatarios de la obra, porque, como ya lo vio con tino insuperable Lope, en su Arte nuevo de hacer comedias: Y escribo por el arte que inventaron / los que el vulgar aplauso pretendieron, / porque, como las paga el vulgo, es justo / hablarle en necio para darle gusto. Aunque el muy ladino, llenó sus obras de una quintaesenciada agudeza barroca que nos deja mudos incluso a los que aspiramos a no hablarle en necio para darle gusto… La perspectiva estilística, así pues, que para muchos se salva con una apelación a la llamada «escritura transparente», es decir, aquella en la que jamás se demora el lector curioso ni perturba la atención del lector de los «de corrido», supone un serio hándicap para el intelector que busca siempre una exploración del lenguaje en el acto literario, una crítica de los usos comunes, una refutación del tópico y una audaz invención que permita una recreación original -dentro de lo posible- de la realidad. No se trata tanto de llenar una novela de hallazgos como el de Juan Goytisolo para la meada: rubio desdén fluido…, cuanto de no dar por buenos unos usos manidos hasta la peligrosa despersonalización que implica su uso: como si el autor en vez de «crear» se limitara a coger del archivo de esos usos retóricos los cadáveres apolillados que cuelgan de las perchas y a los que los usuarios de la lengua suelen recurrir en los más informales contextos. Pongamos algún ejemplo de lo que intento explicar: Los cosieron a balazos, acabaron tan agujereados como un gruyer de buen tamaño. [Aún no se hacía MasterChef en 2008, pero que el agujereado es el Emmental y no el Gruyère ya viene de lejos, ¿no?] El autor, amante de los westerns, de los thrillers y de cierto lenguaje sancionado por el mundo cinematográfico, en el que el alcohol ocupa un lugar destacadísimo, no lo duda, a la hora de recrear un tipo de lenguaje que, sin embargo, al menos para este Artista Desencajado, que ha leído «de todo», desde Zane Grey hasta Corín Tellado, también está ligado a una literatura de consumo, de quiosco, lo que los usamericanos llaman la Pulp fiction -por ese áspero papel amarillento tan propio de esas ediciones- y que, hace milenios, incluso tenía comercios dedicados a la compraventa y alquiler de obras de dicho género. Así, expresiones como: Se juró celebrarlo por todo lo alto, vaciando una botella entera en tres tragos o Deseo morirme fumando y bebiendo whisky, amigo mío o Repararemos las viejas piraguas, barnizaremos el porche y escucharemos cada noche a Neil Young con una botella de tu maldito bourbon hasta llorar y caer derrumbados o Siempre me siento cerca del bar. Si hay que estrellarse, lo mejor es tener un whisky gran reserva a mano -ironizó son expresiones que parecen parodiar otras semejantes, más oídas en las películas que leídas en el papel. Lo mismo podríamos decir de ciertas expresiones, digamos «desgarradas», en labios de personajes también más propios de las películas que de la literatura: -¡Esos bastardos del Chelsea nos han encajado dos! (En la que, por cierto, se dice, por evitar esta vez lo manido, «metido», justo lo contrario de lo que intuyo que se quiere decir: «nos han encajado dos» significa que les han metido dos al Chelsea y, en consecuencia que les han ganado el partido; «nos han metido dos» significa que el Chelsea les ha ganado por dos goles a cero). -Adiós, maldito cerdo -musitó Rainer pisando el acelerador o  Es hora de ir al infierno. Y tú me vas a enseñar el camino. Adiós, Günter Baum, o -Escucha cabrón, no intentes reírte de mí. No he disparado en mi vida, pero a esta distancia te juro que te llenaré la boca de balas,  o, finalmente:-Estás muerto, Eilert. Lo sabes. Eres un cadáver putrefacto. Un puto zombi -masculló Bum con expresión asqueada. Se trata, como se advierte, de usos de escasa invención, pero de muy extendido dominio por parte de los posibles lectores de los bestsellers, y no me cabe duda de que el autor es consciente de esa «comunión» justa y necesaria con su audiencia: comparte con ella un código que esta aprecia no solo porque lo conoce y lo domina, sino porque, llegado el caso, incluso lo contextualiza con algún referente propio de esas otras artes que se mueven en la órbita del bestseller: las películas populares, los videojuegos e incluso las series de televisión.
A este Artista Desencajado, ya digo, le cuesta una penosa subida al Everest en chanclas -¡me consta que ya ha habido algún intento…!- asentir a usos lingüísticos que, a su manera, corroboran aquella célebre afirmación de Valéry en Tel Quel, según la cual jamás escribiría una frase como La marquesa saló a las cinco de la tarde… y que, curiosamente, escogió Julio Cortázar para iniciar su primera novela: Los premios, cuyo epígrafe, de Dostoievski, curiosamente, dice lo siguiente, muy instructivo para el caso de esta recensión que me ocupa: ¿Qué hace un autor con la gente vulgar, cómo ponerla ante sus lectores y cómo hacerla interesante? Es imposible dejarla siempre fuera de la ficción, pues la gente vulgar es en todos los momentos la llave y el punto esencial en la cadena de asuntos humanos; si la suprimimos se pierde toda probabilidad de verdad. Ese repelús que le producía a Valéry cierta escritura es el que a un lector con cierta experiencia le impide disfrutar con un estilo plagado de coloquialismos y usos tópicos cuya reiteración ad infinitum se convierten en una sensación de agobio excesivo, insisto, para ciertas sensibilidades que no necesariamente han de llegar a la predilección por soluciones barrocas como la reseñada de Juan Goytisolo en su barroca novela Reivindicación del conde don Julián.
Quiero dejar muy claro, eso sí, que, dejando de lado la particular y arbitraria sensibilidad lingüística de quien esto escribe, en una novela de 540 páginas, todos estos usos, algunos de los cuales enumeraré para acabar,  en modo alguno impiden una lectura ágil, continuada y enfocada con total eficacia al objetivo máximo de la novela: seguir la senda del descubrimiento de un secreto al que vamos accediendo por su pasos estratégicamente contados y sabiamente, desde el punto de visto estructural, dados. Entiendo que esta es la diferencia entre aquellos dos escritores que describía al principio: someter a crítica o aceptar una constelación de expresiones comunes que nos han llegado mediante vías de transmisión de muy diferente naturaleza: la conversación, la propia literatura, el cine, la radio, la televisión, etc.
Me refiero, creo que todos los intelectoresya lo han entendido, a expresiones como las siguientes: Le dieron carpetazo al tema a toda prisa; Permanecía sentada con cara de circunstancias; A pesar de que pintaba canas (Puede que se trate de una errata: «pintaba» por «peinaba»…); Te ruego que guardes absoluto silencio. Silencio sepulcral; Ahogando una risilla de hiena; Rezongó Simon Darden entre dientes (olvidando que lo propio de «rezongar» es hacerlo, en efecto, «entre dientes»); Poner a buen recaudo; Me muero de ganas por invitarte a cenar; El corazón le dio un vuelco; Blanco como el papel de fumar; En su fuero interno estaba resuelto a despejar la incógnita; La mayoría creyó a pies juntillas; A la hora de atar cabos; Eichel seguía husmeando por la sala como un sabueso en busca de algún rastro; Estoy en ascuas; A los pocos segundos les iba a la zaga, pisándoles los talones;  En esta jungla solo impera la ley del talión; El corazón me dio un vuelco; En un titánico esfuerzo;  Por ti hubiera puesto mis manos en el fuego(donde el plural de la expresión coloquial actúa como hipérbole).
 Se trata, como se advierte, de usos muy coloquiales y propios de un registro que, llevado a la escritura de un bestseller busca reforzar, como ya he dicho, la comunión con los lectores: una suerte de contrato implícito: yo no te voy a complicar la vida estilísticamente, y, además, te garantizo -¡y eso el autor lo cumple a rajatabla, doy fe!-  que vas a pasar un ratazo (¡540 páginas!) en el que no vas a poder dejar de leer hasta que sepas qué ocurrió exactamente a estos personajes que yo voy a animar para ti en una aventura que te mantendrá imantado a las páginas del libro hasta que llegues a su apoteósico final.
         Y cuando hay un contrato por medio, y este se cumple como estipulan las leyes, ¿quién puede llamarse a engaño? Julio Murillo cumple sobradamente su promesa y el lector recibe lo estipulado: una novela de la que no va a poder levantar los ojos para no «perder ripio» de una trama que seguirá «como alma que lleva el diablo: azogada».  

«El tesoro olvidado», un diccionario singular de Dimas Mas, autor de «El tesoro de Fermín Minar».

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¿Reunirá Dimas Mas los doscientos suscriptores que necesita para editar su diccionario? ¿Será suficiente  saber que la edición es obra feliz y mayúscula del mejor editor de España, Emilio Pascual?  

Venciendo no pocas resistencias, pero asumiendo que  he de  hacer cuanto esté en mis manos para que mi heterónimo Dimas Mas -si es que no soy yo el suyo o ambos de un tercero que se lava las manos de estos menesteres de la forja o la disolución de la identidad- consiga ver realizado su proyecto, realizado por el sin par editor Emilio Pascual, de ver editado su diccionario El tesoro escondido. Breve diccionario de la elocuencia minimalista. Quinientas palabras para quien quedar bien quiera, me avengo a colgar aquí el anuncio de la apertura del periodo de suscripciones a la obra en la plataforma de micromecenazgo VERKAMI, de cuya fecha informaré también oportunamente, aunque la más es el 1 de mayo.Se trata de una empresa lexicográfica y literaria que se extiende hasta las casi 800 páginas encuadernadas con pastas duras, en la que figurará un apéndice con la lista de todos los suscriptores que hayan hecho posible  edición, a todos los cuales les será dedicado a mano y de forma personalizada su ejemplar. La mejor manera de saber cuál es el contenido de ese diccionario es acceder a una entrada de muestra. ¡Cuál mejor que *lercha, de historia tan alambicada! Hela: 



*lercha. f. Junquillo con que se ensartan aves o peces muertos, para llevarlos de una parte a otra.
            Hace siglos, como se dice coloquialmente, que los zagales han dejado de tener entre sus aficiones la captura de las ranas o la pesca en los riachuelos y, por consiguiente, los mismos que la palabra lercha ha dejado de usarse, si es que alguna vez llegó a ser usada. Los lexicógrafos sólo han descubierto una aparición en los siglos XVI y XVII, pero el hecho de que ésta se dé en el Quijote la ennoblece tanto que, aunque sólo fuera por ello, ya deberíamos intentar insuflarle hoy la vida que no sabemos si tuvo ayer. Contribuye a esa percepción el origen incierto de la palabra, quizás una voz celta, prerromana; y mayor enigma aún es cómo llegó Cervantes a conocerla, si fue a través de algún pariente gallego o de otra forma que se les escapa a los investigadores. En cualquier caso, su aparición en el Quijote demuestra el finísimo oído de D.Miguel, su sensibilidad léxica y su voluntad de precisión. Por extensión, bien podríamos usar lerchapara los junquillos con que ensartan los churreros su crujiente obra de arte, innovando con oportunidad y propiedad. No son pocas las ocasiones, ya sea a través de las representaciones artísticas, ya por su aparición en el cine, en que una lercha caiga dentro de nuestro radio de observación, y en todas ellas hemos de procurar, por vía de ilustración erudita, por vía de acertijo de sociedad, o por la que sea, traer a colación esta palabra elegida por Cervantes, pero no, y ya es curioso, por ningún otro de cuantos monstruos literarios vieron aquellos siglos para pasmo del mundo. En el mundo de la caza, por supuesto, hallamos un ámbito idóneo para la extensión de la palabra, por más que los morrales sustituyan su función. A diferencia del morral, sin embargo, el uso de la lerchapermite una exhibición inmediata y transparente de los trofeos, ¡algo de capital importancia para los practicantes de ese rito ecológico!
P.S. Con satisfacción y agradecimiento infinito a Pollux Hernúñez y a Emilio Pascual, he tenido el gusto filológico de poner el asterisco ante *lercha para que se haga a la idea el lector de que es fábula lexicográfica cuanto acaba de leer acerca de dicha voz , ahora ya neologismo…, que jamás ha existido sino en la mala lectura de la «percha» que originalmente escribió Cervantes, tal y como lo demuestra Pollux Hernúñez en un memorable artículo, a propósito del IV centenario del Quijote,  titulado Sardinas en leche y publicado en el cuarto número de los Pliegos de Yuste en 2006. La benemérita indagación, esta sí que auténticamente lexicográfica, no como este diletante divertimento mío, fue capaz de convencer al omnipotente dios de la Filología, encarnado, ¡ay!, en perecedero  ser mortal que responde al nombre de Francisco Rico, quien aceptó modificar su edición cumbre del Quijote tras las pruebas aducidas en ese artículo, si bien hízolo con la displicencia olímpica que lo caracteriza. Remito a los morenos lectores a la lectura del artículo de Hernúñez porque disfrutarán lo que está escrito, y más. En descargo de mi entrada solo me cabe alegar que, aun no habiendo existido nunca en castellano este vocablo, y teniendo en cuenta los atrevidos neologismos que a veces propongo, la prolongada prosapia cervantina, bien que errática…, de «lercha» merece, a pesar de las reticencias con que la recogía, que se instale entre nosotros como los impresores de Cervantes nos la legaron, y que la usemos, como sinónimo, con sabor barroco, del junco con que se ensartan los castizos churros.
            -¿Qué va a ser?
            -Una lercha de churros y otra de porras, calentitas…, que corre un gris que corta el cutis (¿o habremos de leer, more Arniches, *cutís…?).
            -¡Ensartándolos…!




«El crepúsculo de las ideologías», de Gonzalo Fernández de la Mora o la injusta preterición de un intelectual conservador.

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Un ensayo visionario sobre la democracia  desde dentro del franquismo.
  
Leí hace muchos años El crepúsculo de las ideologías y me sorprendió en aquel entonces la crítica bien razonada a las ideologías como fuentes de sectarismo y confusión, y su inutilidad como receta para enfrentarse a los desafíos de sociedades complejas como la que el autor anticipa ya en fecha tan temprana como 1965, aunque fue corrigiendo  y ampliando el original en las sucesivas ediciones de una obra que, leída hoy, a más de medio siglo de distancia de cuando nació, no deja de tener una actualidad sorprendente, porque muchas de sus apreciaciones forman parte del debate político y sociopolítico en nuestros días.
Lo más chocante, sin duda es la propio evolución política del autor en relación con las ideas, muchas de ellas, de índole liberal, que ha sembrado en su breve tratado lleno de intuiciones muy acertadas y de sugerencias provechosas. Lo primero que se advierte en la lectura es la sólida formación del autor, lo que no es extraño si tenemos en cuenta que se licenció en Derecho y en Filosofía pura. Siguió la carrera diplomática, de cuya escuela sería Director al final de su carrera profesional, y sus frecuentes estancias en el extranjero le permitieron tener una visión del tema de su obra propiamente europea, alejada, por lo tanto, de la estrechez de la democracia orgánica franquista cuyas leyes fundamentales, sin embargo, él contribuyo a crear. Quizás por eso se opuso a la aceptación de la Constitución por el grupo político de Alianza Popular en el que se encuadró con la llegada de la Transición. Como dijo en frase ya célebre: «España no necesita constitución porque es un Estado perfectamente constituido». Ello mismo le condujo a escorarse hacia la ultraderecha en un grupúsculo escindido de AP que no tuvo ninguna presencia política. Desde esa posición política, sin embargo, se convirtió en un debelador de la Transición, según se recoge en su libro Los errores del cambio (1986), que no sé si habrá leído Pablo Manuel Iglesias, la verdad, dada su oposición coincidente al Régimen del 78, como el dirigente de Podemos lo llama.
         Ignoro si su obra Pensamiento español le habrá servido a Gregorio Luri como preciosa fuente para su reciente obra La imaginación conservadora, pero Fernández de la Mora llevo a sus páginas lo más sobresaliente de ese pensamiento conservador racionalista que se refugió en la revista Razón Española, editada por la Fundación Balmes, y que aún sigue editándose en la actualidad, dirigida por su hijo. No se trata de una revista “de partido”, ni del órgano oficial de una ideología -¡tendría su gracia, después de haber escrito el libro que nos ocupa!-, sino de una aportación humanística al pensamiento político y sociológico.
         Buena parte de los postulados que se recogen en la revista proceden de este breve tratado de ciencia política que disecciona desde una defensa de la razón científica y el predominio de los expertos el sistema democrático vigente en su época y que se refería más al que él contempló como diplomático en el extranjero que propiamente al sistema español, en modo alguno homologable con él, como bien hemos podido comprobar hasta que, tras la promulgación de la Constitución del 78, se nos consideró «aptos» para pasar a formar parte del selecto club europeo de democracias.
La crítica que Fernández de la Mora le hace al sistema democrático a través del predominio de las ideologías en la vida política, una muestra, para él, de total anacronismo que sirve de agente retardatario del desarrollo y del progreso material de las sociedades, llama extraordinariamente la atención por la lucidez de su planteamiento, el conocimiento de las fuentes clásicas del  pensamiento político y por un buen puñado de intuiciones que forman parte de algunos principios con que partidos de nuestro presente se han presentado a las elecciones generales y se presentan a las elecciones municipales, autonómicas y europeas de aquí a pocas semanas.
Hay en este libro una crítica de la masa y de cómo esta condiciona no solo las ideologías, sino también, vía sufragio, los modos poco efectivos de encarar los problemas sociales y, sobre todo, la solución más racional y efectiva a los mismos. El autor hace una precisa descripción antitética entre el entusiasmo como motor de las ideologías, y el razonamiento como elemento esencial del método científico que, a través de los expertos, ha de promover el auténtico «desarrollo», concepto que le parece a él, ¡en aquella época!, que identificaba el verdadero objetivo de la teoría política frente al marrullero y vago de las ideologías.
Que un ministro del gobierno de Franco, del último, además, encabece su análisis con una afirmación como esta: Necesitamos una gran cura de racionalización, nos da a entender que en él vamos a hallar algo muy distinto de lo que popularmente se ha entendido siempre como «franquismo», esto es,  una recopilación de la tradición tridentina que ha hecho suyo el beato y totalitario tradicionalismo español desde entonces. Que Fernández de la Mora perteneciera al ala tecnócrata del franquismo, en la órbita del «desarrollismo» del catalán Laureano López Rodó, permite entender ese afán racionalista que, desde una inequívoca asepsia ideológica, de ahí la tesis del libro, pretendía buscar, para ese desarrollo, las soluciones científicas que permitieran las mejores decisiones.
Está claro que, a su entender, las ideologías significan algo así como oscuros saberes nigrománticos que pretenden actuar en la sociedad a través de la alienación y no de la racionalidad del método científico, y de ahí la descalificación radical de las mismas, de todas, las conservadoras también:  Cuando se dice ideología se está aludiendo a lo que no es ni ciencia rigurosa ni sabiduría estricta. Esta distinción entre el saber cierto y el problemático, entre el exacto y el aproximativo, entre el razonado y el de emergencia, entre el puro y el interesado, es tan antigua como la especulación misma. El respeto de Fernández de la Mora hacia el lector adulto, formado, es, en consecuencia,  de una exquisita corrección clásica, por eso se agradecen en la lectura el tono, las referencias clásicas y la cortesía: Insistir en la caricatura es deslizarse por la línea de menor resistencia, es dar al lector no la verdad, sino lo que espera; no lo que le salva, sino lo que le divierte, aunque acabe por condenarle. No es extraño, por lo que llevo dicho, que el propio Fernández de la Mora, por la audacia de su planteamiento, se sintiera, de repente, en tierra de nadie, pero incluso en esa situación él tenía muy claro cuál había de ser su norte: Verse tachado de revolucionario por los reaccionarios y de reaccionario por los revolucionarios suele mover a la independencia. Y cuando la contradicción ambiente nos amenaza de desgarro, hemos de retornar a la consigna de Píndaro: «Sé tú mismo
Teniendo en cuenta la breve extensión del tratado, apenas 168 páginas, es una tentación renunciar a esta presentación e insistir a los lectores en que se acerquen a él, sin prejuicios, porque grande será su sorpresa y me lo acabarán agradeciendo. Con todo, fiel al lema de este cuaderno de bitácora cultural, “Alumbrado público”, trataré de resumir, con sus palabras, no con las mías, los puntos cardinales de su dotrina política. Toca, pues, ir al capítulo de las definiciones, porque en el libro se progresa, según mandan los cánones del método cientítico, a partir de definiciones que, a su autor, le parecen incontrovertibles, por supuesto. Comencemos, pues, por lo que Fernández de la Mora entiende por ideologías: Las ideologías son fatores de tensión social; pero vivimos una coyuntura de apatía política y de relajamiento. Las ideologías son extremosas y pugnaces; pero asistimos  una amalgama liberal-socialista. Las ideologías son patéticas y míticas; pero la política y la vida se están racionalizando velozmente. Las ideologías están emparentadas con las creencias; pero las religiones se interiorizan y depuran. Las ideologías proliferan en los niveles culturales modestos y en las coyunturas económicas críticas; pero nos encontramos ante una era de fabuloso desarrollo material y cultural. Y añade, más adelante: Las ideologías no se condenan por su mayor o menor falsedad, sino por su propia naturaleza, por ser ideologías, es decir subproductos degenerativos de una actividad mental vulgarizada y patetizada. No son ideas genuinas, y esta distinción es absolutamente capital (…) Son pseudoideas. Y el diagnóstico de la crisis se funda en los hechos mondos y lirondos. A través de la exposición razonada de De la Mora, podemos seguir el nacimiento de las ideologías y la naturaleza de las mismas, consideradas desde el punti de vista fiosofico. Así, desde su propio nombre: «Ideología» fue un helenismo puesto en circulación por Destutt de Tracy en una breve nota al pie de la introducción de sus Eleménts. La definió etimológicamente como «ciencia de las ideas», pero De la Mora no duda en emparentar esa oscura y poco científica «ciencia de las ideas» con precedentes filosóficos que nos ayudan a precisar el significado de las mismas. ¿Qué mejor, entones, que recurrir a los míticos idola de Bacon, los «ídolos de la tribu» que van a caracterizar las ideologías por su relación con el sentimiento y las emociones más que con el pensamiento:   Bacon define los idola como nociones erróneas que dificultan el hallazgo de la verdad y que provienen de la condición biológica, individual, social o culta del hombre. Son falacias recibidas que nublan el conocimiento. El racionalismo moderno eleva a la categoría de ídolo o prejuicio todas las creencias, las tradiciones e innúmeras opiniones a las que, ya entrado el siglo XIX, se empieza a llamar ideologías. Así cobra este vocablo su acepción flosóficamente negativa, como sinónimo de convicción inauténtica, irracional y, en definitiva, falsa.
Desde el comienzo del ensayo, De la Mora rechaza el análisis emotivo de la política y la Historia y se afilia al uso de la razón, que él asocia con la escolástica representada por Francisco Suárez: Ganivet, Unamuno, Baroja fueron una explosión sentimental y romántica: no un argumento frio, sino una voz patética. Lo que ahora necesitamos es, precisamente lo contrario, la suareziana racionalización[Recordemos, aunque sea a título anecdótico, que el jesuita Suárez fue uno de los primeros defensores de que la soberanía radicaba en todo el pueblo, no solo en la realeza]. Insiste mucho, el autor, en la idea de la vertiente apasionada de las ideologías a las que solo puede oponérseles el ejercicio de la razón: Las pugnas ideológicas, por su carácter pasional, simplista y multitudinario, son las menos propicias para la síntesis, el esclarecimiento y el diálogo. No son, propiamente, procesos hermenéuticos, sino endurecedores. Además del pluralismo ideológico hay el de las ideas, que es el que anima la auténtica vida intelectual. De hecho, son increíblemente contemporáneas las descripciones de los métodos ideológicos que se aprovechan del entusiasmo como herramienta social privilegiada para conseguir sus objetivos; porque, para él, la asunción de una ideología es fundamentalmente fáctica, volitiva y emocional. No es una meditación, sino una ilusión; no una convicción, sino una situación; no una conclusión, sino una pasión. De ahí que su carga emotiva, su inercia social y sus valores útiles acaben anulando a los elementos discursivos. Una ideología establecida es lo más parecido a un mito. Esté atento el intelector curioso a la clásica estructuración trimembre del párrafo y percibirá los elevados modelos expresivos de que se hace eco el autor, lo cual redunda, está claro, en el placer de la lectura, se compartan o no los postulados que defiende. Pero estábamos en lo de la emotividad de unas ideologías que, aun a pesar de ello no nacen para la discusión teórica, sino con el fin  práctico de devenir lo que comúnmente entendemos como un plan de gobierno de la sociedad.  Y en este punto es cuando conviene recordar la defensa que hace el autor de la nueva diciplina, la sociología científica, consolidada como principal auxiliar del discurso político, por los años en que escribe su tratado: los años 60 del pasado siglo, a pesar de que, como tal disciplina, naciera en el siglo XIX, con Auguste Comte. Frente a esa índole emotiva de las ideologías, el autor se declara partidaria, no tanto de la tecnocracia -aunque esta le parece el principal auxiliar de la obra de gobierno: han de ser los «expertos» quienes busquen las mejores fórmulas racionales para la acción de gobierno-, cuanto la ideocracia, que él define en estos términos: La solución propuesta no es la tecnocracia, sino la «ideocracia». No es un nuevo ideologismo, sino una posición antiideológica a secas. No es una desintelectualización, sino una superinteletualiación de la vida social. No es una deshumanización, sino una exaltación de lo más humano, porque lo propio del hombre es que, además de obrar por instintos y por emociones, puede obrar según ideas racionales.
Fernández de la Mora arremete con una particular inquina contra lo que de vulgarización y «plebeyismo» de las ideas encarnan las ideologías y el modelo de democracia liberal  en el que estas dominan: Las ideologías no son otra cosa que opiniones colectivas acerca del bien general. Y a las deficiencias anejas a esa primitiva forma de conocimiento que es la doxa hay que sumar el patetismo, el utopismo, la pugnacidad, la inautenticidad y el sectarismo de los estados de ánimo masivos. Como el vacío de una evidencia lo llena una opinión, el vacío de las ciencias sociales lo llena una ideología, o sea, una opinión colectiva, vulgarizada y radicalizada sobre la cosa pública. Se remonta a Parménides, y su clásica distinción entre la «aletheia», la vía de la verdad,  y la «doxa», la vía de la opinión, para justificar su posición. Por todo ello, no le parece desatinado al autor que la democracia representativa haya acabado -¡y esto lo defiende cuando en España estábamos aún lejos de experimentar ese desengaño de las democracias consolidadas!- siendo un sistema fallido: Lo cierto es que, como ya reconoció Rousseau, la voluntad general es irrepresentable. Hoy todo el mundo sabe o siente que entre el voto depositado en la urna y la ley promulgada e interponen tantos mecanismos arbitrarios que el elector se esfuma. El primer filtro es, incluso en los países de sufragio universal femenino, la eliminación de los menores de una cierta edad. El segundo es la delimitación de las circunscripciones electorales, ingenioso trámite que, mediante la transferencia de un distrito, puede inclinar la mayoría en un sentido o en otro. El tercero es la confección de las listas de candidatos, faena capital en la que el pueblo no interviene. El cuarto es el sistema de escrutinio, que por sí solo puede determinar los resultados finales. El sexto es la disciplina del partido, que impide a los diputados votar según el mandato de sus electores o el imperativo de su conciencia. El séptimo es el predominio de las comisiones de expertos en la elaboración de los proyectos de ley. Y el octavo es el cercenamiento de las facultades legislativas del Parlamento en beneficio de las del Gobierno, con el pretexto, de ordinario fundadísimo, de no interrumpir la gestión pública. (…) El esquema demoliberal de la representación no es verdad, es una ficción. Para fijar el poder casi omnímodo de las ideologías como soporte del sistema democrático, Fernández de la Mora recupera un concepto político que aportó la experiencia española a la politología internacional: el «integrismo», que él advierte en cualquier ideología fosilizada, digámoslo así, esto es, que se convierte en dogma muy alejado de la realidad que si por algo se caracteriza es por su transformación constante: «Integrismo» es una de las voces que la España contemporánea ha aportado al léxico político. No fue una invención anónima y popular, sino documentada y culta. El vocablo lo acuñó Ramon Nocedal cuando, hacia el año 1898, fundó el Partido Integrista. Su programa era un Estado teocrático, inquisitorial, republicano y enteramente sometido a las consignas religiosas y temporales de roma. (…) El integrismo ya no consiste en la adhesión al extinto partido nocedalista, sino en una calidad que pueden revestir las posiciones políticas, sea cual fuere su contenido afirmativo; en un talante desde el cual cabe vivir cualquier convicción. (…) El integrismo estriba en reducir lo complejo a lo simple, aun a riesgo de mutilarlo o de caricaturizarlo: es un mentís al distingo y a la veladura, a la precisión y a la complejidad. Es utópico y extremista; insensible a las correcciones circunstanciales y a las limitaciones de la realidad. (…) Los integrismo no han muerto, puesto que son la meta natural de toda ideología. Mao Tse-tung es la cabeza del integrismo marxista. El Ku-Klux-Klan es una especie de nacionalismo racista de un país superdesarrollado.
         Escrito desde una inequívoca perspectiva sociológica, El crepúsculo de las ideologías tiene la virtud anticipatoria de hablarnos, en 1965, de una sociedad que ha resultada ser, en buena medida, la nuestra de 2019. Leyéndolo, detecta el lector situaciones muy de nuestro presente, como el caso de la apatía política en quienes, más allá de las ideologías, buscan una Administración eficaz que les permita «ahorrarles» la decisión de identificarse casi religiosamente con unas u otras de las muchas que solicitan la atención de los «electores», más que, propiamente, la de unos «ciudadanos» libres y con espíritu crítico. Si a algo le teme una ideología es, ciertamente, a la libertad de crítica de a quienes pretende «capturar»: No es lo mismo la apatía política que el robinsonismo, la resignación o la insociabilidad. Se puede despreciar la política y respetar la gobernación, porque la «cosa pública» no equivale a la «cosa de los políticos» Entre la «res publica» y la «res politicorum» hay una distancia sideral. Solo hay que considerar el desprestigio actual de nuestra clase política, la famosa «casta», para advertir lo premonitorio del análisis de De la Mora. Porque muchos ciudadanos, hoy, confían más en la profesionalidad y probidad de los funcionarios públicos que en la actuación de unos políticos desacreditados por el escándalo inmoral de la corrupción:  El aumento de la confianza en la Administración. No es que se hayan volatilizado la recomendación y el cacicato; pero cada vez más, el gobernado ve en el funcionario un experto neutral, la pieza de un aparato que no reacciona a estímulos cordiales, sino reglados, mecánicos y bastante autónomos. Llegados a este punto, De la Mora se permite hacer sus pinitos neologísticos y se descuelga, con  un helenismo que aspira a consolidar como aportación a la teoría política: La salud de los Estados libres puede medirse por el grado de apartamiento de la «cratomaquia», ósea, de apatía política. A su juicio, cuanto mayor es el grado de desarrollo, mayor es la *cratomaquia popular, pues los ciudadanos confían en la rectitud de los administradores. Estamos a un paso, pues, del ideal que defiende De la Mora en el libro: el de la tecnocracia -aunque él prefiere hablar de la ideocracia, en la medida en que entiende por tal lo que ya hemos reseñado utsupra, lo que complementa con este perspicaz juicio: Contrariamente a lo que se ha supuesto, lo reaccionario no es el antiideologismo, sino las ideologías. Para la «ideocracia» o política de las ideas racionalizadas apenas tienen sentido las nociones de conservatismo y progresismo. La justa medida no es ni la antigüedad ni la novedad; es la verdad y la eficacia-, porque solo de las personas con una formación científica sólida pueden esperarse las mejores soluciones para los problemas sociales. Y hemos de recalcar -porque la idea popular sobre el franquismo es la de 40 años de absoluta ignorancia y corrupción, exclusivamente- que Fernández de la Mora perteneció a una generación formada en la solidez del conocimiento riguroso y que, en su caso particular, todo el libro es un elogio constante del pensamiento científico riguroso como herramienta imprescindible para hacer frente a las realidad complejas de la vida del país. De acuerdo con esta concepción hiperracionalista, a pesar de ser el autor persona de acendrada religiosidad y valores marcadamente tradicionalistas, es como hemos hemos de entender la concepción , y crítica, de esa perspectiva tecnocrática a la que Fernandez de la Mora saluda con las albricias de rigor, pero sin excluir una visión crítica que demuestra, ¡por si hiciera falta, después de todo lo leído!, la ecuanimidad del autor a la hora de juzgar cualesquiera soluciones para una complejidad tan peliaguda como la de la vida social y los conflictos de intereses constantes que se manifiestan en su seno:  Parece obvio que para resolver una ecuación de tercer grado, o para operar una retina, o para construir un puente,  o para defender un pleito, se requieran unos estudios previos. No obstante, los ideólogos insisten en que para resolver los complejos problemas que plantean hoy el regimiento de los pueblos basta una receta elemental y relativamente autodidacta. (…) Es natural que los legos en ciencias sociales sigan disfrazando su ignorancia tras las «chuletas» ideológicas. Son legión, y considerable es su fuerza retardataria. Sus oportunidades dependerán del nivel de las masas. A medida que estas descubran que hay expertos en los distintos sectores que afectan a los intereses públicos, los ideólogos irán cayendo, como no hace mucho los curanderos, en el descrédito general. (…) Lo primitivo y lo mágico son las ideologías; lo progrediente y lo eficaz, y por ello lo  más humano, son la ciencia política y el gobierno con el máximo posible de razón. Fernández de la Mora intuye, en aquellos años del desarrollismo español que tanto contribuyó a acercar el tardofranquismo al resto de sociedades de nuestro entorno que ese iba a ser el objetivo de cualesquiera gobiernos de cualquier signo: Sobre la faz de la tierra alborea con nitidez un renovado idea que, propiamente ni es nacionalista ni confesional, ni ideológico. Esa diana a la que ya apuntan todos los Estados, desde los recién nacidos a la soberanía hasta las grandes potencias reducidas al originario solar metropolitano, es el «desarrollo». (…) Estamos ante el motor primario de la humanidad en la era del átomo.(…) El desarrollo, a la vez que acelera los procesos de invención, producción y distribución de bienes, crea un clima noético e impulsa al hombre a proseguir la escalada de las pinas pendientes del logos. (…) El desarrollo no es un materialismo; es el humanismo de la razón. Y retengamos esa dimensión humanística que le concede al desarrollo, materializada en lo que podríamos considerar un hermoso aforismo político: El desarrollo no es un materialismo; es el humanismo de la razón, al que complementa a la perfección otra de esas ideas, de las muchas y brillantes que contiene el texto:  La dieciochesca fórmula de que «la ciencia es una lengua bien hecha» vale singularmente para los saberes sociales.
         Como es habitual en él, Fernánde de la Mora, rastrea los orígenes de los fenómenos políticos que estudia para fijar con propiedad el inicio de los mismo y calibrar de modo ecuánime las virtudes y defectos de los mismos. Así nos informa de que  el neologismo Technocraty lo lanzó, hacia 1920, un grupo de ingenieros norteamericanos acaudillados por un colega idealista, Howard Scott. Se inspiraban en un pensador bohemio, resentido y de gran talento, Thotstein Veblen, y, singularmente, en sus dos breves trabajos Una política de reconstrucción (1918) y Memorándum sobre un soviet práctico de técnicos(1921); lo cual, intuitivamente ya, nos da a entender, or tan somera descripción, que la «tecnocracia» no es solo una alternativa «virtuosa», a pesar de la especialización y competencia de quienes se presentan en la vida publica como os detentadortes de la razón científica, sino que también tiene un lado de sombra que pone en peligro la armonía social, al contribuir a la marginación de una veta social que es inseparable de nuestra definición como grupo humano: Los tecnócratas defendían la entrega del poder a los ingenieros, y la sustitución de la política por la tecnología. (…) El apoliticismo extremado es una forma de amoralismo, puesto que la Política, en cuanto saber de fines, no es son una rama de la Ética. Una cosa es la promoción del ingeniero y otra muy diferente la implantación de su dictadura y el exterminio de los sacerdotes, los filósofos, los juristas y los artistas. He aquí, pues, una muestra evidente de la fina sensibilidad humanista del autor, a pesar de su adscripción política a esa manera tecnocrática de encarar los retos sociales.
Hay en el libro, entre muchos otros aciertos sobre los que me temo que no me voy a poder extender, excepto que decida que sí y levante un muro de extensión insalvable entre mis intelectores y mis propuestas de lectura, una distinción que llamará poderosamente la atención de los intelectores de nuestros días: me refiero a la que hace el autor entre la autoridad y el poder, sobre todo en estos tiempos en que la principal autoridad del país, el Presidente del Gobierno, es autor de un fraude intelectual que lo descalifica académica y humanamente incluso para desempeñar el cargo político, pero en esta España de la renovada picaresca, ni eso siquiera es suficiente para que alguien tenga el decoro político que exige la limpieza inmaculada de un expediente académico para mantenerse en el poder. «El poder -escribe Maritain- es la fuerza que permite obligar a otros, mientras que la autoridad es el derecho a mandar.» Pero este planteamiento remite a la moral, puesto que envuelve un rotundo juicio de valor: la autoridad legitima al poder. Conviene, pus, definir qué es la «autoridad» para que nadie se llame a equívoco: La «autoridad» es la posesión en grado eminente de una virtud reconocida. A diferencia del «prestigio», requiere, más que una opinión publica favorable, una cualidad real del sujeto. (…) La autoridad es el producto de una actividad inmanente. Nace del propio perfeccionamiento en el saber o en el obrar. Es un hábito. El fundamento de la autoridad no se encuentra en los demás, sino en el mérito de uno mismo. ¡Ah, el viejo asunto de la meritocracia frente a la corrupción del nepotismo, amiguismo, el enchufismo, el caciquismo y todas esas manifestaciones que han distorsionado desgraciadamente en nuestro país la jerarquía de los méritos! Pero el autor tiene más que clara la distinción entre «poder» y «autoridad», y conviene que la recordemos con sus propias palabras:  En el poder se «está»; la autoridad se «tiene» o, más exactamente, se «es». El poder puede ser impersonal y residir en una institución; la autoridad es personal e intransferible. La autoridad solo podemos quitárnosla nosotros mismos; es constitutivamente autárquica. ¡Si será así, que nos trae el máximo ejemplo de autoridad para que nadie se llame a engaño: Y no se acrecienta la autoridad matando, sino, como Sócrates, rubricándola con el sacrificio! Se trata de dos mundos diametralmente opuestos, aunque cada uno de ellos alimenta riesgos ciertos que no se le escapan al autor:  Por su tendencia, el poder trata de perpetuarse y robustecerse. Y, lo decía Montesquieu, llega hasta donde le detienen. (…) Tiende a desligarse de todo precepto externo y a constituirse en razón última de sí mismo. (…) En cambio, la autoridad solo aspira a ser libremente reconocida. Exige la espontaneidad y abomina de la coacción. Ni el pensador ni el rapsoda quieren ser oídos a la fuerza. La autoridad, entregada a su dialéctica más desgarrada, no tiende a esclavizar a nadie; desemboca, por el contrario, en la soberbia del turrieburnismo y en el desinterés hacia el aplauso de las masas. En el límite, el poder político parece no dejar otra solución que hacerse matar, la revolución; la de la autoridad es la antípoda, hacerse rogar, la petición. El poder va hacia la dominación, y la autoridad hacia el ensimismamiento. (…) Dejado a sí mismo y desligado de tensores heterónomos, el poder resulta egoísta y, en definitiva, inmoral. Por eso decía lord Acton que el poder corrompe siempre, y que el poder absoluto corrompe absolutamente. Está clara, con todo, la opción del autor, dado que lo esencial de la autoridad es su dimensión ética:  La autoridad ha de ser ética, so pena de destruirse a sí misma. El egoísmo de la autoridad es constructivo, pasivo y honesto La autoridad maligna es una contradicción in terminis; la cual contrasta nítidamente con los desempeños de quien hace cualquier cosa, literalmente, con el solo objetivo de mantenerse en el poder: El hombre de autoridad no padece esa terrible angustia por la continuidad en el poder, que es la gran neurosis del político y que tantas veces le lleva a subordinar todo, incluidos los preceptos, a la personal permanencia en la soberanía. DE todo ello se sigue, casi como un corolario, la irracionalidad constitutiva del poder frente a la racionalización intrínseca de la autoridad:  Por su sujeto pasivo, el poder no es racional. El que lo obedece, aunque lo haya elegido, está inmediatamente movido por el temor.(…) El poder se inserta en la voluntad. La racionalidad es un rasgo accidental en el ejercicio concreto del poder, algo esforzadamente añadido. En cambio, la autoridad es acatada cuando es reconocida objetivamente. «Lo ha dicho X.» Nadie lo ha designado, nadie le teme; pero tiene autoridad.
No quiero dar por concluida esta presentación de un libro tan lleno de análisis sugerentes e intuiciones brillantes sin destacar uno de los factores más distorsionadores de las ideologías y de la vida política en general: el «entusiasmo». De hecho, en las últimas elecciones generales que hemos vivido, se multiplicaban los llamamientos de la diferentes ideologías a votar más con adhesión y «entusiasmo» que con la convicción de la razón. Así mismo, el «entusiasmo» es el fundamento de los actuales populismos y del resurgir del peor  nacionalismo de los y sufridos, ¡y cómo!, a partir de los años 20 y 30 del pasado siglo.
Fernández de la Mora, fiel a su método y fiado a su notabilísima cultura, fija, de buen comienzo, los antecedentes del concepto: Para Platón es «un estar fuera de sí», «una desviación como la enfermedad o el sueño»; es decir, un paréntesis de irreflexión.  (…) Kant: «el entusiasmo dificulta la libre consideración de los principios y en modo alguno puede merecer la aquiescencia de la razón». Por eso prefiere la Affektlosigkeit o flema. (…) Voltaire: «el entusiasmo se compagina maravillosamente con el espíritu de partido, es una devoción mal entendida, resulta incompatible con la razón es como el vino». Así pues, no es de extrañar que, para De la Mora, el entusiasmo frente al equilibrio reproduzca la antítesis entre la ideología y la razón científica:  El entusiasta tiende a ser apasionado, parcial, ingenuo, impermeable, obsesivo, dogmático, incongruente, alternante y elemental. En las antípodas están el equilibrio, la objetividad, el criticismo, la apertura, la duda, la consecuencia, el matiz; es decir, los valores más estrictamente racionales. El verdadero punto de partida filosófico es la curiosidad, no el entusiasmo. Por todo ello, y como bien hemos podido comprobar con lo sucedido en Cataluña desde hace siete años:  El entusiasmo es, en suma, la forma que tienen a revestir los sentimientos multitudinarios. (…) Un pueblo entusiasmado multiplica su agresividad y, en ocasiones, su eficacia. (…) Es tan dócil que se le puede conducir a cualquier parte, incluso al suicidio. (…) No necesita noticias, sino estímulos, por lo que se le puede mantener sin información fidedigna, e incluso al margen de los hechos, Se le sostiene, no con realidades, de ordinario arduas, sino simplemente con palabras. Tentado he estado de destacar este párrafo con negritas…, pues no, he caído en ella, ¡qué caramba! Es lo adecuado para esa manipulación política que enseguida nos desribe el autor:  La manipulación política del entusiasmo es eficaz; pero ¿es, además, deseable? Hay tres connotaciones que apuntan a una respuesta. En primer lugar, un pueblo entusiasmado es fácil presa de la tiranía Y la técnica gubernamental totalitaria es el entusiasmo  Las razones son obvias. Mando persona, predominio del activismo, la información como propaganda, anulación del diálogo, sustitución de la razones por las ilusiones, perpetuación de los estados excepcionales, imperio absoluto de la voluntad, colosalismo generalizado y apelación a la fantasía. En suma: la política como retórica y como patética. Es, literalmente, el estilo nazi. ¡Mas contemporáneo, imposible!
¿Cuál es la alternativa a ese entusiasmo colectivo? Pues el autor se adelanta incluso a lo que, años más tarde, caracterizaría a la Transición del 78, el consenso, que se plasmaría en aquel acuerdo de Estado que fueron Los pactos de la Moncloa y que constituyeron el primer paso para la modernización de España, un proceso basado, por supuesto, en los esfuerzos desarrollistas del tardofranquismo a cargo del grupo de «tecnocratas» que, desde dentro del Régimen franquista, prepararon, en parte, el país para poder dar ese salto adelante inmenso que supuso la integración total en Europa y la corrección de todos los errores autárquicos a que forzó tener un gobierno autoritario, en vez de uno democrático: Lo que en una sociedad desarrollada sustituye al entusiasmo colectivo es la tácita adhesión general o consenso. (…) El consenso es relativamente silencioso, está muy lejos del aspaviento, la exhibición y la alharaca, y, salvo en las coyunturas críticas, se manifiesta por omisión: el que cal la otorga, y quien acata sostiene. (…) El consenso es más estable que el entusiasmo, porque se alimenta de sobrios juicios y decisiones íntimas, y no necesita grandes volúmenes de combustibles patéticos. Como tiene por costumbre casi en cada capítulo, Fernández de la Mora suele acabar con un corolario que no solo resume el tema tratado, sino que destaca la posición humanista del autor: Lo más noble del saldo colectivo de la Humanidad, que es la ciencia, se ha hecho mediante el sereno consenso de la minoría sabia; pero los crímenes colectivos más atroces se han realizado en olor de populares entusiasmos.

Hay mucho «material», y muy interesante, que no desprecio, sino que propongo ya como lectura personal de cada cual, pero el análisis del pluriculturalismo o el de los sistemas electorales son de una actualidad absoluta, y supongo que leídos en aquella gris sociedad franquista de 1965 a muchos les sonaría a realidades ignotas, como en efecto eran, porque l democracia orgánica del franquismo en modo alguno era equiparable a las sociedades democráticas de nuestro entorno más cercano. Acabemos con la expresión de una idea que se ajusta como un guante a la queja que expresamos muchos ciudadanos respecto de nuestra vida política: plagada de «políticos profesionales» que ni han hecho una carrera académica y profesional seria y que solo son deudores de la demagogia de las escuelas de formación de sus ideologías respectivas: Los gobernantes ya no pueden reclutarse entre los aficionados a la retórica popular ni entre los diletantes de la política, sino entre los profesionales. Las supremas decisiones gubernativas solo cabe adoptarlas, con probabilidad de acierto, si se tienen en cuenta los dictámenes de equipos de especialistas. Ya no es lícito administrar con corazonadas y tanteos, o entregando la solución del problema al azar del sufragio universal. Hay que gobernar como se monta una fábrica: sabiendo lo que, según los últimos conocimientos, procede hacer. (…) La ideologías se baten en retirada ante la progresiva racionalización de la política. Están demasiado cerca del remedio casero y del conjuro mágico para que puedan sobrevivir a estas alturas del conocimiento científico. Ante el sociólogo, los ideólogos cobran un cierto aire de curanderos de masas. Y en esas estamos, a juzgar por los resultados de las últimas elecciones generales. Que el amor a la razón, a la profesionalización y a la autoridad nos amparen para las que vienen…



Los «Diálogos», de Pedro Mejía o el arte eminente de la miscelánea.

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Un género clásico que el humanista Pedro mejía, autor de la celebérrima Silva de varia lección, aclimata en nuestra literatura: Una colección «sabrosa» de noticias variopintas y algunas cuestiones tradicionales: los médicos, los convites, etc.

Hay clásicos a los que no se visita porque se ignora el caudal de placer que son capaces de depararnos, sin que, como creen los lectores ingenuos, hayamos de atravesar el campo minado de una lengua poco menos que esotérica a juzgar por la respetable ancianidad desde la que nos habla, y sin que reparen en la belleza propia, ¡y tan atractiva!, de esos estadios primeros del desarrollo de nuestra lengua castellana. La silva de varia lección es su obra cumbre, la que le valió la reputación de que goza en nuestra Historia de la literatura, si bien, todo hemos de decirlo, en ese apartado menor de lo que los especialistas  llaman la literatura didáctica, gnómica y también miscelánea: un género fronterizo entre la narración de apólogos, la Historia, la divulgación científica y el folclore, así como lo que luego sería uno de los  géneros románticos por naturaleza: el cuadro de costumbres.
En castellano usamos para los libros de misceláneas un galicismo, potpourri, «popurrí», que nació allá como calco de nuestra famosa «olla podrida» aquí. Yo propongo, sin embargo, otra voz que, relacionándose también con la comida, incluye en su significado la idea del viaje: matalotaje, lo que viene de perlas para entender este género del Diálogo que restauran los humanistas como Petrarca a imitación de los diálogos filosóficos, principalmente los platónicos.
Pero Mejía se jacta en el proemio de la obra de haber sido el primero en aclimatar a nuestra literatura el género del diálogo, si bien no tarda en añadir que esta obra bebe de las mismas fuentes de las que bebió su libro clave: Silva de varia lección, título que explica él mismo: Le puse por nombre Silva, porque en las selvas y bosques están las plantas y árboles sin orden ni regla. Este desorden es el propio de los modelos en los que se basa toda la variada colección de textos misceláneos que van desde La Officina, de Ravisio Textor , estricto contemporáneo de Mejía, quien usa las mismas fuentes ue usa nuestro autor, muy especialmente el libro canónico de Aulo Gelio, cuyas Noches áticaspasan por ser el modelo por excelencia del género de la miscelánea.
Pero Mejía inaugura una corriente en nuestra literatura desde unos niveles de excelencia muy marcados, y ello a pesar de que al desarrollarlo se queja él de su escasa pericia y del espíritu lúdico con que decidió emprender la aventura de aclimatarlo en España: Me quise ocupar en este ejercicio, más por mi recreación y por probar la mano en este género de escritura que porque creí que hacía cosa que mereciese el acatamiento de Vuestra Señoría ni salir a luz actitud y fines de la Silva de varia lección.
El autor hace una selección temática que se centra en los motivos más comunes para esta clase de obras dialogadas. En primer lugar: los médicos, y la terrible disputa entre ignorarlos o seguir sus consejos que atraviesa el humanismo, el renacimiento, el barroco y que comienza a desaparecer con la llegada de la ciencia experimental al ámbito de la medicina, si bien, por lo que se leerá, siguen vivos en nuestra sociedad los hondos recelos hacia los «matasanos», de lo que familiares y amigos nos ejemplos a cada cual ejemplos supersticiosos como para escribir una antología del terror a los esforzados galenos. Pasamos después al dialogo sobre los convites, esa institución social helénica que desde el Symposio de Jenofonte llega hasta nuestros días, con textos de tanta importancia como el Satiricón de Petronio con el famoso Banquete de Trimalción, una de las joyas de la literatura clásica. Finalmente, el coloquio llamado «del porfiado», en el que se incluye un maravilloso «elogio del asno», digno de figurar como pórtico del libro de Juan Ramon Jiménez, y que responde a una tradición perfectamente estudiada en la creación grecolatina clásica, en buena parte como ejercicios propios de la retórica. Desde el Elogio de la mosca, de Luciano, pasando por el Elogio de la calvicie, de Sinesio de Corene, hasta el Elogio el papagayo de Dion de Prusa o la Alabanza de la indolencia, de Marco Cornelio Frontón, sin olvidar el Elogio de la vista del águila de Apuleyo, estamos ante un género que reaparece en el renacimiento de la mano del Elogio de la locura de Erasmo y que, propiamente ha llegado a nuestras días, como en Movimiento Perpetuo, de Augusto Monterroso o en el elogio de la pereza, ascendido a Derecho a la pereza, de Paul Lafargue.
Los otros diálogos, algo más enrevesados, por lo en mantillas que aún estaba la ciencia experimental tienen como objeto el sol, la tierra y la naturaleza, y son, obviamente, los realmente «envejecidos», aunque hay en ellos algunas muestras de ingenuidad poética que hará las delicias de los intelectores que se atrevan a una lectura de la que en modo alguno se van a arrepentir.
         Entremos, sin más demora, en ese viejo litigio entre la salud, su ausencia y quienes se reclaman como los apropiados restablecedores de ella. El diálogo se abre con la contundente afirmación de uno de los interlocutores: He vivido cuarenta y cinco años sin ellos, y sanada de algunas enfermedades con solo dieta y buen regimiento, la cual nos indica los dos argumentos tradicionales para mantener la salud: la dieta, entendiendo por tal la moderación en el comer y el beber, claro; y el buen regimiento, esto es las costumbres saludables, no agresivas para el cuerpo. Como pruebas de dicha afirmación se echa mano de la celebrada Antigüedad: Seiscientos años se defendieron los romanos de los médicos, que nunca los hubo en Roma ni los admitieron, y nunca tan sanos vivieron, ni tanto como en aquel tiempo. (…) Después de muerto Catón, andando el tiempo, con la cudicia y ambición y con otros vicios entraron los médicos en Roma. (…)  Pero sé también que desque comenzó a haber médicos se usó vivir poco los hombres, y que los romanos antiguos vivían más sanos y más tiempo que esos reyes y emperadores que dieron salarios e hicieron mercedes excesivas a médicos.  La convicción profunda en que una buena conducta alimentaria y unos hábitos saludables son suficientes para hurtarse a las «atenciones» de los doctores forma parte de un razonamiento que deja de lado lo «teórico» y se centra en lo «experimental», que viene a ser algo así como el elogio actual de la llamada «dieta mediterránea» para evitar algunos cánceres, sobre todo el de colon que tan extendido está y tantos muertos provoca. No nos sorprende, pues, desde nuestro presente pro-vegano…y pro-fitness el hincapié que entonces se hacía en el desprecio a quienes andaban, por aquel entonces, más a tientas, respeto de las diferentes patologías, que a ciertas…Como concluye Gaspar, frente a la defensa de la Medicina como ciencia que sostiene otra contertulio, Bernardo:  Así que, señor Bernardo, pues que ni vuestros argumentos ni las respuestas a los míos tienen fuerza, debéis de apartaros de vuestra opinión. No queráis que se deje de saber Medicina comúnmente, pues se puede saber; no nos hagamos sujetos a la voluntad de dos o tres, y que, como se queja Plinio, por no querer saber lo que nos cumple, andemos con ajenos pies, comamos con ajeno apetito y que sea otro el árbitro de nuestra salud y vida; no dificultéis tanto este negocio que queráis que para curar sea menester gastar la vida en los estudios, y que se cobren más enfermedades por saberlo que se pueden sanar con lo que se sabe. Bástenos, como dicho tengo, que por experiencias y dieta y buen regimiento nos curemos. No busquéis la experiencia racional, la experimental nos basta; no penséis que después de la razón se halló la medicina, porque antes, hallada ella, se cayó en la razón; que el buen labrador o marinero con el uso y ejercicio se hizo maestro, no con estudiar ni aprender las calidades de los elementos, n los cursos de los planetas y estrellas, ni los libros del cielo y mundo de Aristóteles. (…) El comendador Hernán Núñez, preceptor de Retórica y otras artes en la insigne Universidad de Salamanca, el cual jamás ha fiado su salid de médicos, y la ha conservado más de setenta años sin ellos. (…) Asclepiades, condenando las reglas y preceptos de todos los otros curaba con solo dieta y regla en comer y beber, y con fricaciones de miembros. (…) Y decía el Asclepiades que su medicina era tan cierta, que él afirmaba de sí, porque la guardaba, que nunca enfermaría, y que si enfermase, no lo tuviesen por médico, y cumplió tan bien lo que afirmó, que jamás enfermó en su vida, y vino a morir muy viejo de que cayó de una escalera. Con todo, el tal Bernardo, en una posición ecléctica, viene a defender el conocimiento medico a través de la experimentación, y defiende que no hay por qué oponerse al saber y sus progresos, y que el saber y la experimentación no se oponen, sino que se complementan: Desto es prueba y argumento ver que para la una parte de la Medicina, que según ellos mismos es la principal, que la llaman esual [ yc omo se nos indca en la oportuna y erudita nota a pie de página: [esual] corresponde a la parte de la medicina que hoy denominamos dietética y «la palabra esual es un latinismo crudo, relacionado directamente con los sustantivos esus (‘comida’) y esuries (‘apetito, hambre’)] Y remacha: ] Aliende de esto, muchas de las otras causas y noticia de letras y cosas que se han platicado, aunque quieran decir que saberse no sea notoriamente necesario, a lo menos no pueden negar que no sea provechoso, y que aunque no hiciesen al médico más diestro, que lo harán más discreto y avisado, y si no lo hicieren médico, hacerlo han más sabio y mayor médico, lo cual no puede ser sin aprender artes y letras. Y si estas cosas son dificultosas y muchas, no por eso debe desesperar de saberlas, como dijo el señor Gaspar, que bien sabemos que el arte es luenga, pero todo lo vence el continuo trabajo y buen ingenio, y si no se puede saber todo, sépase lo posible y más necesario. (…) Todas las cosas se juntan y ayudan y templan y resisten, lo cual verdaderamente es necesario hacer en la Medicina, y es de grandes efectos y provechos. Al principio del diálogo, demos este pequeño salto inverso, ya se nos avisó de que la posición del defensor de la Medicina, Bernardo, exigía una dedicación intelectual muy alejada de la vía del conocimiento meramente tradicional de la mayoría de los contertulios. De él, Bernardo, se dice, de forma encomiástica: -Aunque ha sido poco lo que ha dicho el señor Bernardo, no ha sido menester leer poco para decirlo. -Bien lo habéis retoricado -añade otro.
Y a título anecdótico, porque los clásicos siempre están llenos de datos inverosímiles, los autores de la edición,  Isaías Lerner y Rafael Malpartida, nos ofrecen en sus interesantísimas nota a pie de página esta noticia impagable acerca de una nueva especie vegetal importada de las Indias…: Este palo que llaman santo. [Nota: Sobre el llamado palo santo, remedio recién importado de América, véase ahora la edición bilingüe de El modo de adoperare el legno de India Occidentale, salutífero remedio a ogni piaga et mal incurabile de Francisco Delicado, que lo tiene por «único y actual remedio contra el mal francés, del cual padecí yo por veintitrés años, no curado jamás por ningún otro remedio sino por el sobredicho leño», del que describe su origen, modo de preparación, posología y dieta posterior] No ha de confundirse el palo santo, un árbol amazónico, familia de los cítricos, con el caki o palosanto, una fruta depurativa de origen oriental.
Los convites requieren unas condiciones mínimas que y quedaron establecidas desde la Antigüedad, y conviene recordarlas para que sepamos de que hablamos exactamente cundo hablamos de un banquete: Marco Varrón (…) según refiere Aulo Gelio, dice que para el perfeto y buen convite se requieren cuatro cosas: la primera, que los convidados sean de buena conversación y virtuosos (…); la segunda, que el lugar sea decente y bueno (…); la tercera, en que manda que el tiempo sea conveniente (…); la otra, es que en el aderezo y manjares haya primor y cuidado.[…] Maestro: Se os olvida alguna que toca a los convidados (…), y son que los convidados no sean muy habladores ni muy callados, porque dicen que el hablar y el predicar es para el púlpito, y el callar para la cama. (…) Aconsejan también que no se traten a la mesa negocios pesados ni graves, sino alegres y fáciles, y que se tenga manera que la conversación, con ser apacible, sea provechosa; finalmente, que tenga más de alegría que de gravedad, lo cual dio a entender bien Isócrates, orador excelentísimo, que siendo rogado en un convite que tratase de sus ciencias y artes, respondió él: «las cosas que yo sé y son de mi facultad, no son para este tiempo, y las deste lugar yo no las sé». Aparece Isócrates por primera vez en los Diálogos, y aprovecho para anunciar que, como propina de estos Diálogos, el autor, Pedro Mejía, hizo una traducción de la  Parénesis o exhortación a Virtud que se ha añadido a su obra desde las primeras ediciones. Se trata de un manual de consejos edificantes siguiendo el modelo que instauró Hesíodo en Los trabajos y los días. Concluiremos esta revisión de los Diálogos con un breve muestrario de esas recomendaciones “para bien vivir” de un autor para el que el “servicio público” de ilustración de sus lectores formaba parte de sus desvelos intelectuales: quería formar e informar, y divertir, pero siempre con arreglo al argumento de autoridad de las innúmeros fuentes que consultaba y usaba. Era muy consciente, además, de que estaba inaugurando en nuestras Letras el fecundo género de la Miscelánea, que, en cierta manera, bien podría emparentarse hasta con las Etimologías de San Isidoro, desde luego, uno de los libros de más interesante lectura que puede echarse a los ojos un intelector de nuestros días. Lo garantizo. A las anteriores condiciones sine qua non del convite, haría falta añadir la del número de comensales, como no se le olvida recordar a Arnaldo, uno de los contertulios: Macrobio dice que no han de ser menos de tres ni más de nueve, y esto por el número de las Gracias, que dicen ser tres, y por el de las nueve Musas. [En Roma y en Atenas] [decían por refrán: «Siete es convite y nueve convicio y confusión». [De nuevo en oportuna nota, en este caso lexicográfica, los autores de la edición nos informan de un conocimiento necesario y sorprendente:  Convicio es «afrenta, injuria o improperio. Tiene poco uso, y viene del latín convicium, que significa esto mismo».].
         Como es obvio, este diálogo tiene poca materia discutible y sí mucha información de carácter anecdótico que alegra al lector por el caudal de informaciones que le permiten tener una idea de lo que a supuesto en la tradición europea el fenómeno social del convite. Así, y sin querer ser exhaustivos, no está de más recordar que, por ejemplo: Los romanos no comían más de una vez al día, y esa era cena. (…) Y dicen que los godos trujeron a Italia y a estas partes el comer dos veces al día de propósito. (…) y llaman cena adventicia al convite que se hacía al que venía de camino nuevamente, y cena recta al banquete complido o de propósito, al cual o a su igual convite Terencio llama cena dudosa, dando a entender que se servía tanto y tal, que dudaban en el escoger lo que comerían. (…) Según Sexto Pompeyo,  la que llamamos comida, que ellos llamaban propiamente prandio, la llamaban también cena las más veces. O que: Los romanos daban un puerco entero relleno de aves de diversas maneras, con grandes especias y aderezo, y por eso le llamaban puerco troyano. Y dice Plinio que el primero que dio puerco entero fue P. Servilio, y que Marcio Apicio los engordaba con higos pasados, y cuando los quería matar, les daba a beber clarea o aloja. [Los editores nos aclaran en la pertinente nota a pie de página: Clarea: Bebida que se hace con vino blanco, azúcar o miel, canela y otras especies aromáticas, según el gusto de cada uno. Alojo: Bebida que se compone de agua, miel y especias.] Pero para los lectores que pecan de filólogos, quizás la noticia más curiosa sea la de que en este texto aparece por vez primera en nuestra literatura la palabra «humanista», al decir de sus editores: Maestro: La verdad es que yo no pensaba que lo había con teólogos, sino con humanistas, y por eso echaba la cosa a hipocresía, pero paréceme que hallo en esto mejor recaudo, y temo que me habéis de llevar por santidad, porque es cosa que se usa agora mucho. [Nota: Puede que sea la primera documentación en castellano del sustantivo humanista (no en vano la primer aparición en francés del término puede vincularse con Mejía. En DCECH se consigna 1613 con texto de Cervantes, pero ya se encontraba en autores como Juan de Arce de Otálora o Luis de Granada. [Aquí] se entiende por humanista aquel que domina o cultiva las letras humanas, frente al teólogo que se dedica al estudio de las cosas divinas.] Y, finalmente, un uso «asombroso» que deberíamos rescatar: Ya sabéis que era ésa ley de convite antigua en Roma, que el convidado podía llevar otro, y llamábanlo sombra. [Nota: Plutarco dice llamarse sombra porque Aristodemo, convidado por Sócrates para el convite de Agatón, «entró primero que Sócrates, como la sombra va delante del que deja al sol atrás», que me parece de una delicadeza apotegmática excepcional.
         El diálogo sobre el porfiado contiene el ya mencionado elogio  del asno que me parece lo más sobresaliente de él y que conviene recoger íntegro sin mayor atención a algunos otros centros de interés como el intento de definición psicológica de un rasgo de conducta, la porfía, la terquedad, que depara algunas intervenciones brillantes, como cuando uno de los contertulios define la porfía sumada al espíritu de la contradicción de «quien sabe»:   Ludovico: Vuestra Merced que no solamente es porfiado, pero es espíritu de contradicción, porque ninguna cosa ve formar a otro que no la contradice y afirma y sustenta lo contrario, y no le faltan razones aparentes para lo uno y lo otro, porque, como os dijimos, verdaderamente es de agudo ingenio, y ha leído y visto mucho. A lo que otro compañero remacha: Fabián: De manera que se verifica en él lo que decía Hernando de Vega, que es peligro ser los hombres leídos, porque por la mayor parte son muy habladores. Esa prevención contra las personas letradas como fuente de inagotable cháchara con ínfulas se desarma cuando advertimos que el Bachiller no solo les hace el impecable elogio del asno, sino que, además, parte de una premisa que conviene no olvidar, dada la reverencia de Pedro Mejía al principio de autoridad: Bachiller:  Suélese decir común opinión la que los más tienen, de manera que es mejor que tengamos con los sabios, aunque sean menos, que no llegarnos a la comunidad de los simples, y así se manda entre los preceptos de la Ley que no siga el hombre la multitud ni se aparte de la verdad por consentir el parecer y sentir de los más. Y vamos ya, sin otra interrupción a ese admirable elogio el asno, digno de figurar en las crestomatías junto al famosísimo Elogio del acordeón, de Pío Baroja: Bachiller: Pues que me dais licencia, yo quiero esta vez hacer del retórico, que según os mostráis odiosos a la causa, todo creo ha de ser menester, aunque confiado estoy que tengo de persuadiros mi opinión, y que oyendo lo que se dirá, ese odio se ha de volver en afición, porque trato este negocio ante personas sabias y virtuosas. Y aunque apriesa y con brevedad, decirse han tan ciertas y tan importantes excelencias de nuestro asno, que no podréis dejar de entender que tengo razón y de confesar la verdad. Y para esto pido una cosa justa que no se me debe negar, y es que no se mire en este juicio el menosprecio que el pueblo hace y a la poca estima con que el asno es tratado comúnmente agora de los hombres, sino que se conozca y estime la verdad en lo que debe, do quiera que esté porque la estimación ajena y la bajeza y humildad del estado o lugar, no quita la virtud a la cosa, como no es menos fina la piedra preciosa porque la quitéis de la cabeza y la pongáis en el pie, cuanto mas que una de las mayores excelencias del asno es ser tan común y tan humilde, porque sus provechos se comunican así más y gozan y participan dél todos como en el proceso mostremos. (…) Entre las grandes riquezas que del santo y paciente Job se escriben pone la Santa Escritura por una de las mayores que tenía quinientas asnas. (…) Por excelencia lo consagraron y dedicaron al dios Baco, y aliende desto, lo honraron tanto, que lo fingieron y aposentaron en el cielo, y así hay dos estrellas en el sino de Cancro llamas Asnillos. (…) Y también sabemos que el asna en que iba el profeta Balaam, quiso Dios que viese el ángel que se le ponía delante, y aun antes que el mismo profeta, y que hablase y lo manifestase ella propia, que es cosa maravillosa y que contiene misterios y significaciones. (…) la leche del asna, bebida, aprovecha contra todo veneno, y sana y cura el dolor de la gota. (…), la misma leche, mezclada con el polvo de sus uñas, es excelente medicina para el mal de los ojos, y con la leche sola sabemos de muchos hombres que, estando casi para morir, han sanado. (…) Se podría decir que el asno no es hábil para la guerra ni para pelear, porque esto verdaderamente lo tengo por privilegio y gracia que Dios le dio por que para tan mala cosa como es matarse los hombres los unos a los otros, él no fuese dispuesto, de manera que para sustentar y ayudar la vida del hombre en la misma guerra y fuera della, en todas las cosas se sirven dél y es provechoso, pero par dañar y empecer al hombre, no quiso Dios que lo hallasen tan aparejado. (…) Se escribe en los Libros de los Reyes que estando cercada Samaria del rey de Siria, llegó a valer una cabeza de asno (para comerla) ochocientas monedas de plata o reales.
         Para acabar, aunque siento defraudar a los espíritus científicos, hurtándole la recensión de esos diálogos sobre los fenómenos naturales tan simpáticos… Bueno, aportemos un ejemplo, que no se diga: Antonino: Pero muchas veces, y las más, le acontece que en la media región topa esta exhalación con alguna nube de las que se engendraron, como está declarado, de vapores húmidos que antes o juntamente con ella subieron, e impedida y cercada de la nube ya fría y húmida, se recoge y aprieta, hasta que de muy apretada, así el calor del frío, por la acción o obra que dijimos llamarse antiparistes, que la lengua castellana no tiene vocablo que le signifique, se esfuerza y escalienta más, y busca naturalmente la salida, y al cabo rompe la nube. Y deste rompimieno, como de  romper un pergamino, y de pasar lo caliente por lo húmido, se causa el sonido, que es lo que llamamos trueno. (…) Y esta exhalación, que desta manera sale ardiendo, o que de la colisión y rompimiento de la nube como pedernal se encendió, causa la lumbre y resplandor a que decimos relámpago. (…) Esta exhalación impetuosísima (…) viene con tanta violencia y actividad tan grande , que todo lo que topa más fuerte y duro, rompe y deshace, Y está tan sutil y delgada, que acontece pasar las ropas de hombre sin lisión y deshacerle los huesos, y esto es lo que llamamos rayo. Pues después de esta excursión por los reinos celestiales y sus estentóreas manifestaciones, solo nos queda ya ofrecer algunas muestras del breve enquiridión o manual de bien vivir que Isócrates dedica a Demónico y del que Mejía nos dice que hubo de aplicarle la «censura» porque, al fin y al cabo, por razonable que sea los consejos de Isócrates, no dejaba de ser un pagano y, en consecuencia, había que «limarlo» para adaptarlo a lo permitido por la Inquisición, sin extravíos ni heterodoxias… Veamos, pues, un ramillete escogido de esos consejos que a buen seguro no caerán en saco roto:
Los malos solamente miran y honran a los amigos presentes, y los buenos, de los ausentes, por muy lejos que estén, se acuerdan y les tienen amor y respeto. Y la amistad de los unos, en breve tiempo se rompe y delata; y la de los otros, no basta todo el curso de la vida a deshacerla.
Alababa él [el padre de Demónico] siempre y tenía mayor respecto al que le era amigo verdadero que a los que le tocaban en deudo. Y tuvo opinión y persuadía a otros que más fuerza ponía en el amistad la buena condición que la ley, y la semejanza en las costumbres que el parentesco; y el juicio y elección que la ocasión o necesidad.
No te creas muy de ligero ni seas muy confiado en tus palabras, porque lo primero es de hombre loco; lo segundo, de furioso.
Todo género de murmuración contra ti debes evitar, aunque sea liviana o fingida, porque el pueblo como no conoce la verdad, sigue la opinión.
En lo tocante a las letras, si con cudicia te dieres a ellas, muchas cosas aprenderás, pero debes conservar lo que así alcanzares con plática y ejercicio.
Ten por de más precio y valor las letras y reglas dellas que las muchas riquezas, porque las riquezas ligeramente se pueden perder y las letras duran toda la vida; porque sola la sabiduría es inmortal entre todas las cosa.
No visites muy a menudo a una persona ni hables muchas veces en un propósito, porque créeme que todas las cosas dan en rostro si son muy continuas.
En el trato común con los hombres ten aviso en conocer no solamente quien se duele de tus males, pero también quien no ha envidia de tus bienes.
En tu vestido has de procurar ser pulido, limpio y bien aderezado, y no muy costoso y deshonesto, porque lo primero es de hombre honrado y liberal; lo otro, de desordenado y prodigo.
Los bienes que alcanzares, ámalos y consérvalos para uno de dos fines: conviene a saber, para remedio y amparo de algún grande daño, si acaeciera, o para socorrer a la pobreza y trabajo de los amigos, porque para los otros usos, un mediano cuidado basta sin que se ponga demasiada diligencia.
No seas muy reprehendedor ni áspero y seco, ni tampoco amigo de porfiar con todos, ni muy presto en resistir a la ira de los con quien tratas, aunque a veces se enojen sin razón; antes da lugar a su furia por que, pasado aquel ímpetu, les reprehendas seguramente.
Entre las cosas de tomo y peso, no mezcles las burlas y donaires, ni entre las que son de placer trates de negocios graves, porque todo lo que viene fuera de tiempo es enojoso.
De los tales cargos y administraciones publicas no procures salir con acrecentamiento de bienes, sino de gloria y estimación, porque más que grandes riquezas vale el loor y buena fama.
Para hablar con sazón, débeslo hacer a uno de dos tiempos: el uno, cuando se trata de negocio de que tienes experiencia y noticia; el otro, cuando necesidad te constriñe a hacerlo. En estos dos lugares, parece ser mejor el hablar que el silencio; en lo demás, por mejor tengo el callar.
Has de tener por constante verdad que ninguna firmeza hay en las cosas humanas y así no te alegrarás demasiado en la prosperidad ni desmayarás en las adversidades.
         Pues nada, a practicarlos y, sobre todo, a engolfarse en la lectura de estos Diálogos que son la mejor lectura para el descanso estival, lejos del mundanal ruido.


«Terra somnàmbula», de Mia Couto o el realismo mágico en Mozambique.

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La creativa traducción al catalán de una novela que refleja el espíritu de un continente: Terra somnàmbula o cómo de la lengua emerge la realidad sin romper el presente continuo de lo que ha sido, lo que es y lo que será…

¡No hay como tener amistades entre cuyos mesteres esté el de la creación literaria, sea cosecha propia, sea en la vertiente, no menos propia, de trujamán de la obra de otros, como es el caso! Quienes se hayan acercado a la tarea de la traducción saben, sobradamente, todo lo que de reto tiene verter en la propia lengua una obra escrita en otra, por cercana que sea, como también es el caso, porque Pere Comellas ha traducido del portugués, lengua románica más que próxima al catalán y al castellano, una novela de Mia Couto que pasa por ser una de las más importantes del autor mozambiqueño. Hace poco anduvo el autor por España y leí un entrevista con él en El País. Mi amigo Pere me ha permitido, así pues, salir de mi refugio clásico, donde suelo perderme en obras que ya solo leen los filólogos y otros lectores curiosoanacrónicos, para “ponerme al día” con una lectura “de las que se habla”. ¡Qué agradecido le estoy!
Terra somnàmbula es una obra de sencilla apariencia pero de notabilísima complejidad, porque su estructura contrapuntística va alternando el presente de dos personajes, el joven Muidinga y el viejo Tuhair, que huyen de la guerra y se refugian en un autobús calcinado, y el de otro personaje, Kindzu, cuyos cuadernos descubren los primeros en una bolsa en el interior del autobús que les sirve de refugio. La historia personal y familiar de Kindzu se la irá leyendo el jovencísimo Muidinga al viejo Tuahair para entretener sus muchos ocios y olvidar la terrible incertidumbre en la que viven, como si no tuvieran un mañana y estuvieran a merced de esos señores de la guerra cuyas luchas tribales marcan todo el continente de norte a sur: Tuahir: «Sort que saps llegir», comentà el vell. Si no fos per les lectures, estarien condemnats a la solitud.
Desde el punto de vista del lector europeo, es evidente que la obra de Couto, aun a pesar de sus raíces africanas, por la realidad que se describe en la novela, pertenece por derecho propio a nuestra tradición, y ello se advierte, sobre todo, en la facilidad con que el autor ha asimilado la técnica del realismo mágico de García Márquez, por un lado, y, por otro, la aceptación de la ausencia de fronteras entre el mundo de los vivos y el de los muertos que recuerda, vagamente, a Juan Rulfo. Lo que está claro es que desde la idiosincrasia mozambiqueña descrita en la novela, la existencia es un continuo en el que no se trazan fronteras inamovibles entre los muertos y los vivos, lo cual nos va a permitir sumergirnos en un ambiente entre onírico y fantástico que multiplica exponencialmente el interés por la materia narrada a medida que se avanza en la lectura. Al margen de las raíces universales de la obra de Couto, lo más llamativo de ella -y ahí es donde el trabajo de Pere Comellas ha sido determinante para la traducción idónea de la obra del portugués al catalán- es el poderío estilístico que salpica constantemente la narración: el amor por los juegos conceptuales, por los meros juegos de palabras, por las agudezas, por los calambures, por los neologismos… atraviesa toda la narración de cabo a rabo, para sorpresa y placer de los lectores, que asistimos, perplejos, ante tal despliegue de inventiva constante que más de un quebradero de cabeza ha de haberle deparado al Pere. Lo que está claro es que, cuando me la regaló, no se equivocó: aquesta, tot sabent com tu escrius, segur que t’agradarà. Y no se ha equivocado, en efecto. A otros lectores supongo que les dejará indiferentes el juego con el lenguaje, pero un afirmación sobre Kindzu como esta: Al capdavall estava com deia el cantador del poble: «En l’assossec, soc cec; en la batussa, no m’hi veig», a mí me sorprende y maravilla, porque tiene el lector, o sea, mi menda leyenda, la percepción de que de esos encuentros mágicos entre las palabras surgen ráfagas de iluminación que nos permiten ver la realidad de una manera distinta. No digo que mejor, sino distinta. Y ahí entra ya, claro está, cómo actúan  en la imaginación de los lectores esos hallazgos verbales.
La novela tiene el terrible trasfondo de una guerra civil, lo cual es el principal fracaso de una sociedad; pero al hilo de las vidas y las muertes que aparecen en la historia casi en igualdad de condiciones los lectores pueden advertir la profunda desarticulación de sociedades con una visión de lo real bastante más compleja de lo que nuestro férreo racionalismo nos permite. Está claro que no podemos analizar dichas relaciones con los patrones europeos, y ese es, acaso, el principal valor de la novela: su africanidad, la descripción de una realidad que se nos escapa a los lectores ilustrados, porque las leyes que la rigen están más cerca de la superstición, por un lado, y del holismo, por otro, que de nuestros estándares dominados por el pensamiento científico. Tanto la relación entre Muidinga y su «tío», título que este, Tuahir, rechaza vehementemente, como la de Kindzu con su madre, su padre muerto y su hermano encantado, convertido en un gallo de corral, desafían la capacidad de asentimiento de los lectores, pero, una vez entrado en ese mundo mágico, y más extenso que el nuestro occidental, son constantes las apelaciones al buen sentido, a la contundente lección de la experiencia y a ciertas verdades de alcance universal: ─Fill meu, la feina dels bandolers és matar. La feina dels soldats és no morir. Nosaltres som el terra dels uns i la catifa dels altres. De este estilo, así pues, vamos a ir encontrando reflexiones que, más allá de la circunstancia africana concreta, apelan a un fondo universal de constataciones empíricas, de valores y de creencias que nos permiten disfrutar aún más de la lectura.
         Son constantes, como vengo diciendo, las innovaciones estilísticas que aparecen en el relato con una naturalidad que el traductor ha sabido recrear con ingenio y hasta facilidad, porque en modo alguno reparamos en ellas con extrañeza, sino como lo que exige la narración -como aquellos desnudos “que exigía el guion” en los primerísimos tiempos de la Transición-, y así, nos divierte y aun  hasta admira el modo como Pere Comellas ha ido resolviendo ese modo natural de decir de Couto: Somnambulant;  Estic prenyada, naltravegada; Segles sencers moribundant a la sabana; en el pugibaixa de l’aigua: Com més em nortejava més estranyes succedènciesem passaven. I jo em geperutava a la canoa, ingeni, creduteista. Era just, allò?;  Les esmentades xicalamitats;  El pit em bumbumbava, accelerat; S’hi està una estona, quatregraper, somrient a la terra;  En Romão sorgia cada cop més agafallifós, fastiganxós com un gripau; Quan els seus ulls em van arribar vaig recular en tanta bocobertura, abismeravellat.
Si a esos usos innovadores añadimos la facilidad de Couto para la irrupción de sentencias que bien pueden pasar por aforismos (y aun hasta por greguerías…): El cansament es una vellesa sobtada, no nos quedará más remedio que reconocer que estamos ante un verdadero maestro del lenguaje y de la narración. Son constantes, por otro lado, las muestras del ingenio del autor para las descripciones sucintas y poderosas, de esas que nos permiten visualizar o entender a un personaje o una situación  en tres o cuatro líneas:
Qui fa una casa no es qui la construeix, sinó qui hi viu. I ara, sense residents, les cases de ciment es podrien com la carcanada d’una bèstia.
Recordo la lluna que s’exhibia com una medalla a l’escot de la nit.
Els somnis són cartes que enviem a les nostres altres, restants vides.
Vaig anar pujant per un caminet descalç, un corriol tan estret que no hi podien festejar dues serps.
Les seves miratginacions anaven sempre contra el règim de la realitat.
O la que, a mi modesto entender, es de una sutileza e ingenio para la que todos los elogios me parecen pocos:
Quintino Massu, home nerviós, tan prim que una idea, si tenia pes, el faria suar…
A pesar de este despliegue estilístico, la obra no pierde el norte de la revelación de ese fracaso social del que hablábamos al principio. Una Administración corrupta, un racismo contra los indios comerciantes,  una reverencia al poder por el hecho de serlo, un mentalidad  machista y un temor reverencial a la naturaleza y a la acción permanente de los muertos en la vida de los vivos define las coordenadas básicas del tipo de relaciones humanas que vamos  encontrar en Terra sonámbula en la que hay escenas como la de la masturbación del joven Muidinga por parte de su «tío», como ayuda para que él, despreocupado de la «parte mecánica», se concentre en los atractivos de las jóvenes que ha de evocar para llegar al orgasmo, que nos dejan, como lectores europeos, al borde de la incredulidad o del estupor. No creo que le sea aplicable el marbete de novela «étnica», que se suele usar mucho para las películas de ciertas filmografías como la iraní y otras, por ejemplo, porque al fin y al cabo, además de la lengua europea en que la novela está escrita, hay un trasfondo antibelicista en la novela que reconocemos y al que sentimos con europeo entusiasmo: Vaig recordar les paraules d’en Surendra: hi havia d’haver guerra, hi havia d’haver mort. I tot per què? Per autoritzar el robatori. Perquè avui cap riquesa no podia néixer del treball. Només el saqueig donava accés a les propietats. Calia que hi hagués mort perquè les lleis s’oblidessin. Ara que el desordre era total, tot estava autoritzat. Els culpables sempre serien els altres.
El resto, que cada cual lo descubra. ¡Menudo regalo que nos ha hecho Pere Comellas a los lectores en catalán! Gràcies, Pere.

Pozaforismos del Viajero

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Pozaforista a orillas del Turia...

26 Pozaforismos sobre la experiencia del viaje.


Llega, porque todo llega, aunque no para todos, y mucho menos en condiciones semejantes, la época de los viajes. Asoman el buen tiempo y las vacaciones -para quienes no están lastimosamente condenados a ese simulacro hiriente de ellas que es el paro- y en las buenas gentes que no se han movido del estrecho radio de su vida rutinaria durante todo el año -casa,trabajo,casa,trabajo- o desde las últimas vacaciones se despierta un ansia de desplazarse que contribuye a la economía mundial en la misma medida en que está contribuye a la degradación del planeta, pero no vamos a seguir por aquí, en estos días en que, con razón y necesidad, las ciudades se vacían, las playas se llenan y las sierras acogen senderistas que les temen a las llamas, a los lobos y a los osos. Los obreros disfrutamos de vacaciones desde 1936, cuando el Frente Popular concedió quince días de vacaciones pagadas a los obreros. En España, por nuestra propia trágica historia, las vacaciones solo se generalizan a finales de los años 60, que es en lo poco en que hemos coincidido con Europa, porque la reconstrucción europea tras la Segunda Guerra Mundial no llevó a la gente a viajar masivamente hasta mediados de los 60, cuando empieza , gracias a esa invasión de turistas, nuestro desarrollo y la suavización  moral y cultural del Régimen. Aun recuerdo que mis primeras vacaciones, propiamente dichas, las hice allá por 1975, y tuvieron Toledo como destino. Viajes los hay de muchas clases, interiores, exóticos, alrededor del propio cuarto, infernales, ulisianos, en globo, a pie, en canoa, trasatlántico, tren, avión, bicicleta o moto, próximos y remotos. Y luego estaba Tierno Galván que no se movía del sitio en agosto en Madrid, poco menos que como don Kant. Desplazarse, atravesar el espacio, tiene una función hechizadora a la que es difícil sustraerse. Somos, además de bípedos implumes, semovientes, y eso imprime carácter genético, a lo que se ve. Dejo de lado el fenómeno de la inmigración porque sus raíces no están en el ocio, sino en el negocio sucio de las clases que gobiernan los países de donde huyen. Supongo que hay un abismo enorme entre las tres categorías que se distinguen en los aforismos a los que estas notas dispersas preceden sin ánimo de aburrir: explorador, viajero y turista. La gran mayoría pertenecemos a la tercera categoría. Algunos nos hacemos a la idea de que, por la actitud, las lecturas, la sensibilidad y el respeto, pertenecemos a la segunda; y son una minoría exquisita, y rarísima los que pueden contarse entre los primeros. Eso sí, reconozco que el don del relato lo puede tener cualquiera, pertenezca a la clase que pertenezca. Son innumerables los libros «de viajes» y todos ellos singulares, salvo las guías escritas con plantilla, que equivalen a los folletines que siguieron a Los misterios de París: los de Londres, de Madrid, de Barcelona, de Roma, etc. A veces los más interesantes son, precisamente, aquellos que no se nos ofrecen como libros de viajes, sino como autobiografías o ficciones en las que el viaje ocupa un lugar de especial relieve. Ni un título se me caerá de las teclas; y dejo que los lectores se inventen su propia biblioteca «viajera», y establezcan la jerarquía correspondiente. Mi propósito, liviano, por estos calores que no dejan ni concentrarse para leer,  se reduce al deseo de compartir un ramillete de aforismos a los que les puse el título que les precede, y que fueron escritos en mi visita a Lanzarote, de la que ya dejé constancia aquí. Son estos:


Pozaforismos del viajero:
                                                                             A José Luis, viajero.
1. No viaja quien se desplaza, sino quien ve, esté donde esté, y sin perder detalle, sin buscar ventaja.
2. Al viajero no lo hacen las gentes ni las costumbres, sino el paisaje: dime por donde pasas y me dirás quién eras y quién eres.
3. El verdadero viajero ni entre la multitud pierde su altiva condición de singular punto de vista.
4. Aquello en que el turista no repara siempre tendrá un viajero atento que lo recoja.
5. También el viaje deviene rutina que le exige al viajero convertirse en transitorio, ¡cómo no!, mirador estable.
6.  Para el viajero lo más sorprendente de un viaje está siempre en los actos más rutinarios, bien mirados, mejor o peor vividos.
7. El viajero nunca ha de ser intrépido, sino que ha de dominar el enrevesado arte de dejarse llevar…
8. Por lejos que te lleve el viaje, ¡qué imposible te resulta alejarte ni un milímetro de ti!
9. Para algunos pretendidos viajeros no hay equipaje más pesado que el de  sus propios prejuicios.
10.«Destino turístico» es la paz de un veraneante y la tumba de un viajero.
11.Entre esotérico y exotérico, jamás hay punto medio para el viajero…
12.En un viaje genuino todas las experiencias son o invasiones o transferencias.
13.Recordemos, con humildad que para los exploradores, los viajeros eran el aburguesamiento de la aventura…
14.El mejor elogio de un viaje es volver sintiéndose un poco desconocido para uno mismo.
15.Salvar distancias es condenar experiencias.
16.El único contratiempo canónico del viajero es no tenerlos.
17.No hay viaje sin relato.
18.El viajero, si lo es, ha de ser sospechoso, por definición.
19.Solo el viaje que te lleva más allá de tus propios límites lo es.
20.Como el místico, también el viajero entra en «regiones extrañas», solo y sin compaña…
21.El viajero es más paisajista que antropólogo.
22.Ninguna formulación más esotérica para el viajero que la de «necesidades básicas».
23.Se viaja como se muere: solo.
24.El viajero no «descubre», encuentra.
25.Al viajero, como al místico, le sienta bien el desapego de sí.
26.El viajero teme más sus reflexiones -debilidad del yo- que sus observaciones -fortaleza del yo.


«Andanzas y viajes de Pero Tafur por diversas partes del mundo habidos», de Pero Tafur

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Firma de Pero Tafur


El primer libro de viajes de la literatura española: un recorrido por Asia Menor y Europa, inédito hasta 1874: Las andanzas y viajes… de Pero Tafur, un observador minucioso en un delicioso castellano arcaico.

En esta época de turismo masivo, en la que cada hijo de vecino se considera poco menos que un Marco Polo dispuesto a darte la tabarra con la narración de sus viajes de verano, proyección de fotos incluida, pocos serán los que elijan, como mi menda leyenda, adentrarse en la narración de un prototurista, Pedro Tafur, que recorrió media Europa y Asía Menor, viaje del que dejó relación escrita en un libro escrito, según el estudioso Rafael Bertrán1, unos quince años después de haberlo hecho, en 1454, y del que a buen seguro debió de tomar abundantes notas, habida cuenta del nivel de detalle de cuanto relata en su texto: nombres, lugares, hechos, costumbres, tradiciones, mitos, etc. El ilustre académico Marcos Jiménez de la Espada lo publicó en 1874 haciéndose la impresión. á costa de nuestro inolvidable tío el Marqués de la Fuensanta del Valle, en el tomo octavo de la «Colección de libros españoles raros ó curiosos». O sea, que desde su llegada a la imprenta para solaz de los lectores, el relato de Tafur entró por derecho propio en ese cajón de sastre de los libros «raros o curiosos», aunque en esa clasificación se justificaba su presencia entonces. Hoy, sin embargo, estaría justificada su presencia en los nutridos estantes de los libros de viajes, un género que va aumentando de forma espectacular el número de volúmenes y el de lectores, a medida que se sigue popularizando no solo el turismo de masas, sino también el más atrevido de aventura, con viajes insólitos a lugares remotos. Ser un viajero o un turista no implica, necesariamente, que se tenga la habilidad necesaria para poder después relatar de forma amena e interesante aquello que se ha conocido y vivido, y ahí los verdaderos creadores están en relación inversa a la del aumento de viajeros: de cien mil que viajan apenas uno es capaz de encandilar a los oyentes con el relato de lo vivido; el resto estamos condenados a enhebrar tópicos tras tópicos hasta el aburrimiento final de nuestra audiencia. Dejo de lado los autores de viajes imaginarios, de quienes es conocida su habilidad para captar la atención de los lectores u oyentes. De hecho, Emilio Salgari podría entrar en esa categoría con todos los honores; del mismo modo que entró en el XVII Cyrano de Bergerac con su Historia cómica de los Estados e imperios de la Luna o Jonathan Swift con Los viajes de Gulliver. El libro de Tafur, que bien puede ser considerado el primer libro de viajes de nuestra literatura en lengua castellana, aunque los estudiosos nos hablan, al menos de cuatro libros que reclaman ese «honor»: La Fazienda de Ultramar, de mediados del XII, una suerte de guía de peregrinos a Tierra Santa y que bien pudo haber tenido presente Tafur al escribir el suyo, dada la atención que le presta al recorrido por los Santos Lugares; el Libro del conosçimiento de todos los reinos e tierras e señoríos que son por el mundo, escrito hacia 1350 por un franciscano anónimo, y La embajada a Tamorlán, de Ruy González de Clavijo. Como resume López Estrada (1981: 245), según recoge Rafael Beltrán en su estudio sobre los primeros libros de este género en nuestra literatura: el libro aún conserva el frescor y la gracia de la obra de un primitivo de la literatura: su esfuerzo por captar la vida cotidiana, aún en los aspectos asombrosos que se presentan en el viaje, nos lo sitúan en la corriente estética del arte gótico en su vertiente realista. La embajada de González de Clavijo presenta un problema de autoría que aún no ha sido resuelto y es muy posible, al decir de los expertos, que varias manos hayan acabado entrando en su confección. El siguiente en la lista cronológica es ya el de Pero Tafur, y aquí sí que no hay duda de la autoría, algo que la coherencia estilística de todo el texto demuestra sobradamente, pero, además, es el primero en el que la decidida voluntad testimonial objetiva se antepone a cualesquiera otras motivaciones que haya podido tener el caballero cordobés que empleó tres años de su vida en el periplo que lo llevó por la mayor parte de Europa, Turquía, Palestina, Arabia, Egipto, etc. Recordemos, a título anecdótico, y por su relación con nuestra historia literaria que Pero Tafur fue, en 1476, uno de los caballeros que acudió a sofocar la rebelión de Fuente Ovejuna contra el Comendador de Calatrava, amigo suyo y a quien dedicó su libro, tomando posesión de la villa en nombre de Córdoba, una historia más cercana a las luchas de poder que a la versión dramatizada sobre la honra que haría Lope siglos después. Es posible que para el lector moderno no enamorado de nuestros clásicos o de los estadios primitivos de nuestra lengua pueda resultar algo abusivo el uso permanente de la estructura copulativa para la formación de las frases, como si estuviéramos aún en las Partidas de Alfonso X, pero se trata de un uso engañoso, porque el autor es capaz de desarrollar descripciones y aun breves relatos con mucha mayor agilidad de lo que el limitado recurso sintáctico hace prever. Otra cosa es la lengua aun en formación que usa el autor y cuyo repertorio de topónimos, por ejemplo, tanto dista del nuestro actual, o ciertos usos que, aun siendo parte del diccionario hoy, han caído en desuso, como:  E allí posamos el día de Pascua de Cinquesma, nuestra actual Pascua de Pentecostés, aunque «cincuesma» figura en el DRAE con todos los honores de su veteranía… Para tratarse de uno de nuestros primeros libros de viaje, tuvimos la suerte de que Pero Tafur fuera no solo una persona curiosa y con notable capacidad de percepción, sino un atento observador de la realidad material y social de la época, de modo que de sus observaciones se puede levantar un mapa muy aproximado de cómo era la vida cotidiana, la cortesana y la popular en aquel siglo XV tan lejano. Su atención no sufre limitaciones, y su espíritu abierto a toda novedad, por más que pudiera repugnar sus propios principios o pensamientos, nos permite tener noticia fidedigna de unos hechos y unas costumbres que no excluyen ni siquiera lo maravilloso. El nivel detallista de sus observaciones desciende incluso al precio de los bienes o los servicios, y convierte a su libro, por lo tanto, en una fuente de primera mano para los historiadores, aunque en modo alguno da la impresión de que el autor tenga presente esa función «notarial» a la hora de escribir su libro, sino que lo guía ofrecer un relato de «maravillas» exóticas y fuera del alcance de la mayoría de lectores que lo leyeran. De alguna manera, y ese es privilegio de los intelectores, me he acercado al relato de estas aventuras con la misma candidez con que se hubiera acercado un lector de la época del autor, máxime cuando no he estado sino en muy pocos de los lugares que él visito, lo cual me ha permitido disfrutar de lo lindo. Esta lectura me ha traído a las mientes la epifánica que hice del Viaje a Turquía, de Cristóbal de Villalón -aunque Bataillon empeña su prestigio en atribuírselo a Andrés Laguna-, y no andan muy distantes las sensaciones que tuve entones con las que me ha deparado esta última del encantador librito de Tafur. Y vayamos ya, sin más demora, a espigar algunas impresiones de ese viajero auroral de nuestra literatura. Lo primero que nos llama la atención de este libro es el castellano vacilante que usa Tafur, con unas denominaciones geográficas aun no fijadas e incluso con unas grafías aún más vacilantes si cabe, todo lo cual dota al volumen de una dimensión lingüística apasionante para quienes son sensibles a los estadios primitivos de las lenguas. La edición que he leído ha normalizado en castellano moderno buena parte del texto, en vez de haber hecho una edición respetuosa con los usos primitivos, pero, aun así, han respetado no pocos de ellos que, desde el inicio del libro nos sorprenden: A éste llaman Gibralfar; ciudad muy mercadantesca, leemos nada más empezar el periplo. Tafur debió de ser un hombre sin enemigos, a juzgar por los constantes elogios que le dedica a cuantos lugares visitó, e incluso tiene una «fórmula» de halago que se va repitiendo a lo largo de la obra y que tiene en la descripción de Brujas -aunque sea iniciar el camino casi por el final-su más acabado ejemplo: Esta ciudad de Brujas es una gran ciudad muy rica e de la mayor mercaduría que hay en el mundo, que dicen que contienden dos lugares en mercaduría, el uno es Brujas en Flandes en el Poniente, e Veneza en el Levante. (…) Esta ciudad de Brujas en el condado de Frandes e cabeza dél es gran pueblo, e muy gentiles aposentamientos e muy gentiles calles, todas pobladas de artesanos, muy gentiles iglesias e monesterios, muy buenos mesones, muy gran regimiento ansí en la justicia como en lo demás. (…) Esta ciudad de Brujas es de muy gran renta e de gente muy rica.(…) La gente de esta tierra es de gran pulicía en el vestir e muy costosa en los comeres e muy dados a toda lujuria; e dicen que en aquella Hala habían libertad las mujeres que querían, fuese quien se pagase de ir de noche a estar allí, e los hombres que allí iban podían traer a quien quisiese a echarse con ella, por condición que non se trabajase por las ver nin saber quién son, que merescía muerte quien tal feciese; e a los convites de los baños los hombres con las mujeres, por tan honesto lo tienen, como acá visitar los santuarios; e sin duda, aquí gran poder tiene la dehesa de la Lujuria, pero es menester que non les venga hombre pobre, que sería mal rescebido. El itinerario de Tafur lo lleva a Génova (Génova (…) la más fermosa ciudad del mundo de ver; a quien non la conosce paresce que todo es una ciudad, tan poblada es e tan espesa de casas. (…) La iglesia mayor, que se llama San Juan Lorence, muy notable, especialmente a portada; aquí tienen ellos el Santo Vaso, que es de una esmeralda maravillosa reliquia. Esta ciudad con todo su patrimonio se rige a comunidad)  Tafur pone el acento en el régimen comunitario del gobierno de Génova, es decir, está atento a formas de gobierno distintas de la monarquía absoluta y, por otro lado, destaca cuantas reliquias famosas se va encontrando, frente a las que, en alguna ocasión da, con sano juicio, sobradas muestras de incredulidad, lo que nos permite trazar un retrato del autor como persona con notables dosis de sentido común. Adviértase lo que dice cuando visita la iglesia principal de Nieremberga: Aquí está una iglesia donde el Emperador Carlo Magno puso las reliquias que trajo de Ultramar, cuando ganó a Jerusalem; e fui allí con los cardenales a ver aquellas reliquias e mostráronnos muchas, entre las cuales nos mostraron una lanza de fierro tan luenga como un cobdo, e decían que aquella era la que había entrado en el costado de Nuestro Señor; e yo dije cómo la había visto en Constantinopla, e creo que si los señores allí nos estuviera, que me viera en peligro con los alemanes por aquello que dije… En el recorrido que el autor hace por Italia son muy dignas de leer las noticias curiosas con las que el autor ameniza su narración, principalmente tienen que ver con los monumentos que aún hoy nosotros admiramos en nuestros viajes, como las relativas a la Iglesia de San Pedro: Un poco más adelante están dos columnas grandes de fuera encayadas de madera, donde meten a los que son tocados de los espíritus; e éstas son donde Nuestro Señor predicaba al pueblo en Jerusalem; en frente déstas está colgada la soga o cuerda de que se aforcó Judas, que es tan gruesa como el brazo o más; pero también tienen cabida, ¡afortunadamente!, cierto aspectos propios del viaje como la dificultad intrínseca de algunos desplazamientos en aquella época como es el caso del transporte fluvial desde Boloña:  E partí para Ferrara todavía por aquella rivera que dije que pasa por Boloña; e es tan angosta, que non cabe más de una barca, e si otra le viene en contra, es forzado de sacar la una en tierra. Esta agua se yela cada noche de muy grueso yelo, e acostumbran los de las aldeas tener barcas la carena ferrada de cravos agudos , e ellos con palancas ferradas agudas, de media noche abajo, andan por la rivera  quebrando los yelos, por facer camino a los que pasan; e salen los niños cantando, diciendo: «buena chaza», que quiere decir: buena helada. Del mismo modo que luego recorrerá los Lugares Santos en Jerusalem, uno por uno de todos cuantos son hoy en día un reclamo turístico y rutístico para los cristianos de todo el mundo, no deja lugar de Roma sin visitar que tenga un interés para los lectores, sea por su conexión histórica, sea por lo inverosímil de la reliquia que se guarde en ellos. Atentos a estos dos: La primera mezcla la Historia de Roma y la Cristiandad: Una iglesia muy antigua, que llaman Escala Celi, debajo de la cual está un gran aposento e bóveda so tierra, e allí algunas veces los romanos tenían consejo, e allí fue muerto Julio César por mano de Casio e Bruto. (…) E junto con ella está una iglesia que llaman Santa Précidis, donde está la mitad de la coluna en que fue azotado Nuestro Señor, e allí está el cuerpo del bienaventurado San Gerónimo -precisamente cuando investigadores del CSIC acaban de descubrir que Julio César fue asesinado en la Curia de Pompeyo-: y la segunda: En esta ciudad de Gubio están muchas reliquias, entre las cuales está el dedo de la mano derecha de San Juan Bautista con que él señaló: ecce agnus Dei. Como se advierte -o quizás es una connotación que sobrepongo yo al texto- hay como una suerte de deje burlón de Tafur que se recrea en la minuciosidad de los datos, a sabiendas de la inverosimilitud radical de algo, las reliquias y las supersticiones, a lo que solo empezará a hacer frente la Iglesia en el siglo XVIII, como Feijoo en su Teatro Crítico Universal, por ejemplo. Tras pedir autorización al Papa para ir a visitar los Santos Lugares, Tafur continúa viaje por Grecia y llega hasta  el puerto de Modon en el Peloponeso,  ciudad de paso de todos los peregrinos que iban a Jerusalén, pero aunque esté de paso, no pierde el tiempo y visita un monesterio muy notable de calogueros de San Basilio, que nosotros los latinos llamamos monjes. (…) e lleveles pescado, que jamás ellos según su regla non comen carne. [καλόγερος, «monje» en griego, es como se llama a los monjes del Monte Atos en Grecia.]. Después pasa por la Candia, en Creta, aunque Tafur confunde ambas denominaciones: Candía, que antiguamente se llamaba Creta, do fue rey Agamenón. (…) La ciudad de Candía es muy grande e de grandes edificios; dicen que tres millas de allí está aquel laberinto que fizo Dédalo, e otros muchos antiguos; (…) allí en cierto tiempo del año vienen de paso tantos falcones sacres, que apenas fallan quien los compre. Para tener una idea del floreciente negocio que era la venta de halcones, piénsese que, actualmente, en los Emiratos Árabes Unidos, un halcón sacre cuesta unos 50.000€. La extensión de la visita a los Lugares Santos, motivo central del viaje de Pero Tafur nos impide traer a esta invitación a la lectura de la obra, tantísimas referencias como en el libro aparecen. Espigo estas, a título de ejemplo de lo mucho que el lector curioso puede encontrar en el volumen: El Santo Sepulcro, el cual es una gran capilla muy alta cubierta de plomo, encima  della un gran agujero por donde entra la lumbre, e en medio de aquella una capilla pequeña. E en aquella capilla otra más pequeña, e allí es el Santo Sepulcro; tan estrechamente está, que non cabe en ella sinon el que dice la misa e otro que sirve; allí fecimos nuestra oración e partimos ordenadamente con la procesión al monte Calvario, do fue crucificado Nuestro Señor, que será doce o quince pasos de allí, e es una peña alta cubierta de una capilla labrada de musaico muy ricamente; allí está el agujero en la peña donde fue puesta la cruz de Nuestro Señor e los otros dos agujeros de los ladrones. Se desplazo a Belén donde se amontonan los referentes «santos» de un modo que parece querer comprimirlos para abarcarlo todo en el menor tiempo y espacio posibles: E fuimos a Belleem, que es cinco leguas de allí, e allí nos mostraron, en saliendo, una capilla donde les tornó a parecer el estrella a los tres Reyes Magos, e cuando una legua delante fallamos la casa del profeta Elías. (…) e nos metieron luego en una capilla baja sotierra, a donde Nuestro Señor nasció; e luego allí cerca está el pesebre, e a la salida de aquella cueva el lugar donde fue circuncidado; e de allí fuimos a las cuevas do fueron enterrados los Inocentes, e allí está la casa en estas cuevas donde San Jerónimo trasladó la Brivia. El atrevimiento del viajero  Tafur se parece mucho al de los  viajeros actuales que tratan a toda costa de entrar incluso donde les está vedado el paso por razones religiosas, políticas o de otro tipo, y de ahí su empeño en querer ver el Templo de Salomón por dentro: Que le daría dos ducados e me metiese aquella noche a ver el templo de Salomón, e fízolo así; e a una hora de la noche yo entré con él vestido de su ropa e vi todo el templo, el cual es una nave sola toda de oro musaico labrada, e el suelo e paredes de muy fermosas losas blancas, e tantas lámparas colgadas, que paresce que se juntan unas con otras, e el cielo de arriba todo llano cubierto de plomo (…) si yo allí fuera conocido por cristiano, luego fuera muerto. Este templo pocos días ha que era iglesia sagrada, e un privado del Soldán fizo tanto con él que la tomó e fizo mezquita. El libro está abarrotado de referencias bien comunes para quienes tuvimos la suerte de estudiar Historia Sagrada en el Bachillerato, pero con algunos cambios curiosos. Así, Hericó, que es una aldea de fasta cien veinos o el monte Tabor, donde Nuestro Señor se transfiguro, e dice que es allí el val de Hebrón, donde están las sepolturas de Adán e de Eva, pasando por esa hermosa manera de llamar al mar Rojo que sepulto a Faraón y sus huestes: El mar Bermejo. En Nicosia, le llamó la atención la figura de la hermana del rey, que gobernaba con él con absoluta propiedad, siendo mujer:  Llegó a mí un escudero de madama Inés, hermana del rey Ianus, que me enviaba llamar. (…) Esta señora era muy noble, e nunca casó, seyendo moza virgen, e siempre estaba en el consejo del Rey, e por su voto se regió las más veces el reino; sería de edad de cincuenta años. He de decir que Pero Tafur llevaba cartas de recomendación para  casi todas las casas reales, a juzgar por la manera fácil como accede a todos los mandatarios allá donde llega. Está comprobado, al parecer, que, al margen de la visita a los Lugares Santos, Tafur también negociaba cuando se desplazaba de un reino a otro, fuera como actividad suya habitual, fuera como fuente de financiación para los tres años que duró su viaje, durante el cual en ningún momento parece que pase necesidad alguna y en todos ellos es recibido por las más altas jerarquías de los territorios que visita. Tafur extendió su peregrinaje a Egipto y llegó al puerto de Damiata, en la parte derecha de la desembocadura del Nilo, opuesto a Alejandría que, en la parte izquierda, consiguió disminuir la importancia de la primera que Tafur describe con entusiasmo. Lo importante es la noticia que da del uso de las palomas mensajeras, desconocido entonces en España, quiero creer, dada su sorpresa: Llegamos a puerto de Damiata, donde el río Nilo, que procede de Paraíso terrenal, entra en el mar Mediterráneo, e allí entramos por la rivera fasta la ciudad de Damiata, que es legua e media, que será tamaña como Salamanca, abundosa de pan e de uvas y de toda fruta, e más de azucarales, ciudad llana e desmurada e sin castillo, muy caliente en demasiada manera, posadas muy frescas, tantas comadrejas por las calles e por las casas, que hay más que acá  en las partes donde hay muchos ratones. Allí vi las primeras palomas que traen la carta en una pluma de la cola; esto se face llevándolas del lugar donde son criadas a otra parte, e poniéndole la carta suéltanla e tórnase a su lugar; esto se face por saber presto las nuevas de las gentes que vienen por la mar o por la tierra, que non les tomen desproveídos. La atención de Tafur, como ya dijimos, se fija en todo, desde las personas hasta las cosas pasando por los lugares y las costumbres. Veámoslo en tres ejemplos muy distintos: E dijéronme que aquellos son los mamalucos, que acá llamamos elches renegados, una gran muchedumbre de gente, e esto son los que el Soldán hace comprar por sus dineros en el mar Mayor e en todas las provincias donde los cristianos los venden. La presencia de los esclavos, con la dispensa papal incluida para poder comprarlos que tenían los cristianos, y de hecho, Tafur se volvió con tres para Córdoba, aunque más adelante volveremos sobre este asunto del tráfico de seres humanos. El otro ejemplo es el de los presentes, como la ropa, la vajilla o las armas:  Este día me dio el Soldán una ropa que él suele dar en señal de vasallaje al rey de Chipre, la cual era de acitimí verde e colorado labrada de oro, e forradas las muestras de armiño. Acitimí, según el arabista Reinhart Dozy, es una tela adamascada de terciopelo o satén verde… Del árabe zaytün, «aceituna». El tercer ejemplo es la visita que hizo Tafur a Matarea, la actual Al Matariyah,  unos 150 km de El Cairo, lugar donde, según la tradición, vivió en Egipto La Sagrada Familia:  Un día cabalgamos en amanesciendo e fuimos a la Matarea, que es donde se hace el bálsamo. (..) La Matarea es una gran huerta cercada de uro, en la cual está el jardín do nasce el bálsamo, el cual habrá sesenta o setenta pasos cuadrados, e allí nasce, e es ansí como majuelo de dos años, e córtase por el mes de octubre; e allí va el Soldán con gran cirimonia a coger aquel aceite, e dicen que e tan poco, que non basta a medio azumbre de la medida de acá; e después toman aquellas ramas, e cuécenlas en aceite, e llévanlas por el mundo diciendo que es bálsamo. Acabado de arrincar labran luego encontinente la tierra, e toman de aquellos palos labrados e fíncanlos en tierra, e riéganlos con aquella agua que Nuestra Señora la Virgen María sacó en aquel lugar, cuando iba fuyendo con su fijo a Egipto. Para los aficionados a la zoología, no faltan en el lbro referencias a los animales e los que poca noticia se tenía en aquel entonces en la península. Pongamos como ejemplo los elefantes y las jirafas: E otro día siguiente fuimos a ver la casa donde están los elefantes, e fallé siete, los cuales son negros de color e de grandeza más que camellos, e de fortaleza ansí de brazo como de piernas que parescen marmoles, la mano redonda e con uña fuerte, e dicen que conjuntura tienen, pero que non tiene tuétano ninguno; tienen los ojos muy chequitos como un cornado e colorados, la cola corta como de oso, la oreja como una comunal adarga e la cabeza como de tinaja de estas de seis arrobas, los colmillos de cuatro palmos tiene la boca muy chica, tiene en el bezo de arriba una trompa de fasta seis palmos; ésta él la aluenga cuando él quiere, e la encoge cuando quiere, e con ésta apaña las cosas que ha de comer e la mete en la boca, e fínchela de agua cuando quiere beber. Estas bestias paresce como que tengan entendimiento; tantas buelas facen, que a las veces traen aquella trompa llena de agua, e échala encima a quien quiere, e fácenlos jugar con una lanza echándola en alto e rescibiéndola, e otros muchos juego; e cuando están en celo llévanlos desde amanesciendo e métenlos en el río por que se resfríen, en otra manera no los podrían mandar. Éstos tienen el cuerpo muy duro, e si resciben alguna ferida, pónenlo donde le dé la luna, e luego otro día es sano; el que los manda lleva un ferrezuelo engastado en un palo, es escárbale tras la oreja e llévalos donde quiere, porque allí tienen e cuero muy delgado, a aun una mosca que se asiente allí le da pena. Y otro tanto vale la admiración que le causa la contemplación de las jirafas: Otro día siguiente fui a ver una animalia que llaman jarafia, que es tan grande como un gran ciervo, e tiene los brazos tan altos como dos brazas e las piernas tan cortas como un cobdo, e toda la facción como una cierva, e rodada, las ruedas blancas e amarillas, el cuello tan alto como una razonable torre, e muy mansa. Momento destacado en el devenir de su periplo es el encuentro en Arabia con un explorador y comerciante italiano, Nicolò Da Ponti: Yo fui por la costa el mar Bermejo, que es media legua del monte Sinaí, por ver cómo vinía la caravana, e fallé que vinía allí un veneciano que decían Nícolo de Conto, gentil hombre de natura, e traía consigo su mujer e dos fijos e una fija, que hobo en la India, e vinía él e ellos tornados moros, que los ficieron renegar en la Meca. Cuando Da Ponti volvió a Italia, pidió audiencia al Papa Eugenio IV para que le perdonara su apostasía «forzada», lo que el Papa, veneciano como él, le concedió siempre y cuando se aviniera, a modo de penitencia, a narrar su aventura a su secretario Poggio Bracciolini, apodado Il Pogge. El relato fue publicado como un capítulo de la obra De Varietate Fortunae, de Bracciolini., y se compone de tres partes principales: Descripción del itinerario. Descripción detallada de las Indias. Y la narración acerca del mítico Preste Juan, probablemente inventada por Bracciolini.. A título anecdótico para losconsumidores de hoy, en la obra se describe el mango, al que llama «amba» , del sánscrito amram. De los relatos de Da Conti que Tafur incluye en su propio libro conviene recordar algunos que llaman poderosamente la atención del lector actual, al menos e este intelector abierto a cualquier experiencia humana, ninguna de las cuales le es ajena:  Dice [Da Conti] que había una fruta como calabazas grandes redondas, que dentro dellas había tres frutas cada una de su sabor; e dice que había una costa de mar, donde en saliendo los cangrejos e dándoles el aire se tornaban piedras. (…) Ansímesmo dice que vido comer carne de hombres, e que ésta es la cosa más estraña que él vido. La costumbre hindú de la incineración de las esposas junto al marido es otra de esas costumbres totalmente desconocidas en la España de Tafur: e después desnúdase de aquellas ropas, e vístese de una triste ropa como mortaja, e diciendo ciertas endechas e cantares tristes, despídese de todos, e va e acúestase cabo su marido, e pone su cabeza sobre el brazo derecho dél, diciendo muchas cosas, en conclusión, que la mujer non debe más vevir de cuanto es honrada e defendida por aquel brazo, e fácese poner fuego, e alegre e voluntariamente rescibe la muerte. Finalmente, Da Conti refiere la existencia del particular Copito de Nieve que, en el mundo de los elefantes, tuvo la singular ocasión de conocer: En una tierra de gentiles vido un elefante muy grande blanco como nieve, que es cosa bien estraña, por cuanto todos son negros, e que lo tenían atado  una columna con cadenas de oro, a aquél por Dios adoraban. El libro incluye también breves relatos «ejemplares» que ponen de manifiesto la acendrada religiosidad de ciertos personajes, como fue el caso de Pedro de la Randa y un catalán, ambos matamoros de primera…Una vez capturados por el Soldán, si reniegan, salvan la vida. El catalán quiere renegar a toda costa. De la Randa le dice al Soldán que si le venga del catalán, que él reniega y se hace musulmán. El soldán mata al catalán. De la Randa incumple su promesa y le dice que si hizo el intercambio de favores con el Soldán era para evitar que renegara el catalán y muriera fuera de la religión verdadera, y que ahora podía hacer con De Randa lo que quisiera. Soldán, en vez de vengarse por el engaño, lo nombra poco menos que jefe de su ejército y le promete que no lo llevará nunca a luchar contra cristianos. Muerto aquel Soldán, le sucedió otro que acabo mandando degollar a De la Randa, quien lo prefirió antes que renegar de su religión. Pero Tafur viajaba como embajador de Juan II de Trastámara, Rey de Castilla y León, de ahí que ostentara las armas de su Señor en su escudo: Fui a facer reverencia al emperador de Constantinopla (…) e yo púseme a punto lo mejor que pude, e con el collar descama. El collar de la Escama simboliza, en la superposición de las escamas, la unión de la familia de los Trastámara, que es la divisa del rey don Juan II. También incluye algunas leyendas, como la de “la mano foradada” de Alfonso VI, el de la Jura de Santa Gadea del Cid: E vínose en España, e arribó en Castilla en tiempo que reinaba el rey don Alfón que conquistó a Toledo, el cual algunos nombran de la mano aforadada.  Habla Tafur, del pr9ncipe griego al que llama don perillán y del que hace descender su propia familia, de liña en liña:  E éste es aquel que está enterrado en la capilla de los reyes antiguos de Toledo, e en lo alto del cielo está pintado en un caballo e su bandera e sus paramentos de sus armas, las cuales son aquellas que hoy trae el muy virtuoso e generoso señor don Fernán Álvarez de Toledo, conde de  Alba, porque de liña en liña viene de aquel príncipe de la Grecia que en Castilla vino; e yo ansimesmo de aquellas armas traigo e de aquel mesmo linaje vengo; e aquel don Pero Ruiz Tafur, que fue principal en ganar a Córdoba, era nieto del conde don Esteban Illán, fijo o nieto de aquel don Perillán príncipe que ya dije. ¡Toda una afirmación de prosapia y sangre real! La leyenda de la mano foradada se resume brevemente:  estando refugiado Alfonso VI en Toledo para huir de la persecución de su hermano Sancho II “El fuerte”, oyó, mientras dormía la siesta, cómo hablaba el rey de Toledo a los suyos de los puntos débiles de la ciudad para ser tomada. Para asegurarse de que no habían sido oídos, vertieron plomo derretido en la mano de Alfonso, quien, para no delatarse -lo que le hubiera deparado la muerte- aguantó la “lluvia de plomo” en su mano, y de ahí lo de “el de la mano foradada”… Como corroborará mucho después el Viaje a Turquía, del que los turcos emergen poco menos que como emblema de la caballerosidad, la cortesía y la gracia, la opinión de Tafur sobre ellos se adelante a la de Villalón: Los turcos es noble gente en quien se falla mucha verdad, e viven en aquella tierra como fidalgos ansí en sus gastos como en sus traeres e comeres e juegos, que son muy tahúres, gente muy alegre e muy humana e de buena conversación, tanto, que en las partes de allá, cuando de virtud se fabla, non se dice de otros que de los turcos. En trapisonda se encuentra con un exiliado real de quien no se resiste a divulgar una habladuría de peso: E el hermano mayor déste que agora es, es aquel que yo fallé en Constantinopla desterrado e estaba con su hermana la emperatriz e aun dicen que se envolvía con ella en deshonesto modo. Esta ciudad de Trapisonda será de cuatro mil vecinos, e bien murada, e dicen que tiene buena tierra e buena renta. A quienes hayan visto la película de éxito de Steve McQueen, 12 años de esclavitud, les será completamente familiar la terrible escena que Pero Tafur describe en su libro sobre el comercio de esclavos en el siglo XV: Aquí [se refiere a Cafa, sin duda Kazán, a orillas del Volga]] se venden más esclavos e esclavas que en todo lo otro que queda del mundo, e aquí tiene el soldán de Babilonia sus factores, e mercan allí, e llevan a Babilonia, e estos son los que dije mamalucos. Los cristianos tienen bula del Papa para comprar e tenerlos perpetuamente por cautivos a los cristianos de tantas naciones, porque non acampen en mano de moros e renieguen la fe; estos son rojos, mígrelos, e abogasos, e cercajos, e búrgaros, e armenios, e otras diversas naciones de cristianos; e allí compré yo dos esclavas e n esclavo, los cuales hoy tengo en Córdoba e generación dellos. (…) Los que los venden fácenlos desnudar en cueros también al macho como fembra, e pónenlos unos gabanes encima de fieltro, e fácese el precio, es después de fecho, tíranselos de encima e quedan desnudos e fácenos pasear, esto por ver si hay algún defecto de miembro, e después oblígase el vendedor, que si dentro de sesenta días muriese de pestilenc9a, que sea tenido a tornar el dinero que rescibe. (…) Si entre ellos hay tártaro fembra o macho vale un tercio más que los otros, porque se falla de cierto que nunca tártaro fizo traición a su señor. Ese sobeprecio, nos dice después Tafur, es lo que justifica que entre los tártaros se roben unos a otros para venderse a los traficantes de esclavos…. Hay, sin duda, una dimensión antropológica importante en el relato de Tafur, porque no descuida en ningún momento informarnos no solo de los usos políticos, sino también de las costumbres de esas sociedades que el ve con ojos de extranjero sorprendido : E lo que yo mejor vi nin mayor abundancia  fue la gran pellitería de martas cebellinas e comunes, e muchos armiños, e con dientes, de unos raposos que allí tienen en mucha estimación, ansí por ser gentil pelleja, como porque tienen muy gran molesa e son muy calientes para en tierra tan fría; muchos dellos se cubran las cabezas con lienzos, e otros con sombreros fechos al modo del tocado de las Huelgas de Burgos. Para los lectores modernos es fácil comprender el asombro de Tafur ante un descubrimiento como el del caviar, que ya empezaba a exportarse por el mudo conocido, como una joya gastronómica: En esta rivera– la del Tana, el antiguo Tanais de la Antigüedad y el  actual Don, que desemboca en el mar de Azov- hay muy muchos pescados de que se cargan muchos navíos; especialmente hay muy gran copia de esturiones, que acá llamamos sollos, muy buen pescado fresco e aun salado. (…) Mueren allá unos pescados que llaman merona e dicen que son muy mucho grandes, e de los huevos de aquéllos finchen toneles e tráenlos a vender por el mundo, especial por la Grecia e la Turquía, e llámanlos caviar, e son a punto como jabón prieto, e ansí lo toman, como está blando, con un cuchillo e lo pesan como acá el jabón, e si lo echan a las brasas, fácese duro e muéstrae cómo son huevos de pescado; es cosa muy salada. Cuando, ya de regreso de la expedición a Tartaria, pasa por la Dalmacia, recoge Tafur dos historias muy diversas que marcan., sin embargo, el ritmo de atención binario del autor a la realidad: una historia religiosa y otra pagana. En el primer caso, la leyenda de San Cristóbal y en el segundo la leyenda de los hombres-pez que han nutrido los folclores todos y que Dragó reseña en su Gárgoris y Habidis: hay en ella [Dalmacia] muy buenos azores, que es tierra muy alta e muy montañosa. (…) E fuimos a una villa que llaman Espalato, que es en la mesma Esclavonia, e allí nasció San Jerónimo e San Cristóbal, e en un brazo de mar, que pasa de una aldea a la villa de Espalato, dicen que San Cristobal pasaba a la gente pobre que non tenía con qué pagar la barca, e aun agora hay memoria de la casa del uno e del otro. (…) E fue ansí que un día, estando las mujeres en el agua como solían, un monstruo medio pescado de la cinta ayuso e de allí arriba de forma humana con alas como morciélago -e esta figura en Castilla fue traída e por todo el mundo- arremetió a una mujer e trabó della, e metiola al fondo del agua, e dio voces, e fue acorrida de las otras luego e de muchos hombres que cerca de allí estaban, e fueron e falláronla cómo el monstruo la tiraba dentro e nin por su venida dellos la quería soltar, e allí lo ferieron e sacaron en tierra vio, e estuvo tres horas e más que non murió; e de allí se cree que las mujeres que de ante fallescían, aquel las hobiese fecho menos; e abriéronlo e saláronlo e enviaron a la Señoría de Veneza para que lo enviase al papa Eugenio. De muy distinta naturaleza es la noticia en que repara cuando se halla en Venecia, y que da lugar al nacimiento de un hospicio que evite un elevado número de infanticidios: Solía en estos tiempos pasados, que pocas semanas e aun días había en que los pescados non sacaban en las redes criaturas muertas; dicen que esto era por el gran alongamiento que los mercaderes facen de sus mujeres, e que ellas, con el deseo de la carne, poniéndolo en obra e empreñándose, por guardar su amas e como el lugar es dispuesto para ello, en pariendo, echaban las criaturas por las ventanas en la mar; e los Señores, veyendo pecado tan inorme, hobieron consejo sobre ello, e ficieron un gran espital e muy rico e muy bien labrado, e pusieron en él continuamente cien amas que den leche a los niños, e allí llevan a criar los fijos de las envergonzantes; e ganaron tal bula del Papa, que cualquiera que fuese a visitar aquellos niños e espital, ganase ciertos perdones. Todo lo cual viene a recordarnos lo actual de la tirada de Pitas Paya del Libro de Buen amor. Inicia Tafur, después, un recorrido por Europa en el que continúa recogiendo noticias de todo tipo, desde las cerezas de Bolonia: Aquí en esta ciudad ]Boloña] hay las mayores cerezas que nunca vi, hasta una visión de Milán en la que destacan sus artesanos de lo relativo a la milicia y el rígido control sanitario de forasteros para evitar las pestes que diezman las poblaciones: asteros e silleros e sastres, que facen avillavizo de guerra. (…) Hay muy notables iglesias e monesterios, especialmente la iglesia mayor, que ellos llaman Prudomo [el Duomo, la catedral gótica de Milán], edificio muy suntuoso. (…) En esta ciudad non puede ninguno entrar, sin que primeramente, entrando en tierra del duque, non muestre albalá que faga fe cómo viene de tierra sana e non contaminada de aire pestelencial; en esto se tiene una gran cura, e dicen que había sesenta años que non habían sentido pestilencia en toda la tierra. A Tafur propiamente no se le escapa detalle, y esto es lo que hace su libro una verdadera obra recreativa y gustosa de leer, porque no hay detalle que se lase por alto, como el de la calefacción subterránea en Hungría: Mas hay otra manera de estufas, que es una sala sobrada e debajo ponen fuego, e arriba están agujeros atapados e puestas sillas encima foradadas, e asiéntase hombre encima de la silla e destapa el agujero, e por allí le entra por entre las pierna el calor a toda la persona. E tanto es fría esta ciudad, que el Emperador e todos los otros van por las calles en un madero asentados como trillo, e un caballo ferrado a la manera de allá lo tira, e ansí se facen llevar arrastrando por las calles. Cuando llega a las ciudades, Tafur tiene el buen criterio de hacer una comparación con las ciudades españoles, de modo que los lectores puedan hacerse una idea bastante aproximada de qué tipo de población estamos hablando: Llegar a Viana [Viena] en Austerlic (Austria). (…) Esta ciudad está sobre la ribera del Dinubio, e es muy grande tanto como Cordoba, e muy fermosa de casas de dentro e de fuera, muy gentiles calles, e muy gentiles mesones e iglesias. Y otro tanto con una de las dos partes de la actual ciudad de Budapest: E llegamos a Buda, que es una ciudad tan grande como Valladolid, e pasa por ella el Danubio. Esta es la mejor ciudad que hay en Hungría, e de muchos artesanos, aunque non en aquella policía que Alemaña. Es altamente entretenido el juego de ir identificando los lugares que describe Tafur con los actuales, siquiera sea nominalmente, porque el libro está abarrotado de nombres en castellano que ya son autenticas reliquias de los nombres a los que evolucionaron después, y esa distorsión afecta en mayor o menor grado, y no solo a los nombres europeos, sino también a los de cualquier lugar que visite. Pongo aquí unos cuantos para que los intelectores afilen su capacidad de reconocimiento: Barut; Susa; VEneza; Alijandria; Roxeto; Aherines; Ténedon; Dardinelo; Zorcate; Astraburque; Magoncia; Coloña; NUmeque; Buduc; Lila; Mequelen; Broselas; Estrasburque; Niremberga, Vresalavia; Bresa; Cecilia…
Y acabo ya esta excursión por tan ameno libro de viajes con dos referencias que muestran esa curiosidad innata de un viajero temprano que tuvo la delicadeza de dejarnos relación de sus andanza. La primera es de Padua y la descripción exacta de una capilla que puede compararse con la ilustración que adjunto; así mismo, recoge la historia de dos paduanos ilustres por muy distinto motivo :
E fui a la ciudad de Padua, que es una gran ciudad tamaña como Sevilla e muy rica, e de grandes mercadurías cerca de la mar, media jornada de Veneza, (…) e estuve en esta ciudad tres días, que bien había que ver en ella; aquí está un muy notable estudio de los buenos de la cristiandad; aquí está un magnífico monesterio e muy rico, do está el cuerpo de San Lucas Evangelista, e es gran romeraje e casa muy devotísima. Está en el medio de la ciudad una gran sala, la mayor dos tanto que yo he visto en el mundo, e de fuera cubierta de plomo e de dentro de chapa de Milán, todo el cielo de azul fino pintado a trechos con estrellas de oro, e ella por medio grandes barras de fierro como por vigas con unas manzanas gruesas doradas; e está toda pintada desde el comienzo del mundo fasta el Advenimiento; dicen que costó más de cuarenta mil ducados la pintura; toda ella está en torno de asientos de madera, e allí se face la razón, que es la Justicia, e toda en torno es de portales; e tiene cuatro puertas, e a cada una están escurpidos de piedra mármol dos de aquellos que fueron de aquella ciudad hombres señalados en ciencia, ansí como Titu Libius estorial, e maestre Pedro de Abano, grande nigromántico, el cual fue allí quemado por los frailes menores, que lo acusaron, que dicen que facía cosas muy estrañas, e que las naos de Constantinopla de súbito las traía al puerto de Veneza, e ansí de otras cosas que caben en la nigromancia. De hecho, Pietro d’Abano no fue quemado. Fue absuelto de heterodoxo y nigromante en un primer juicio, pero condenado, después de morir en prisión, en el segundo. Sus amigos le dieron cristiana sepultura y la Inquisición no encontró sus restos para quemarlos y esparcir sus cenizas, que era el más infamante de los castigos, es decir, justo lo contrario de lo que sucede actualmente, incluso entre los creyentes católicos. La segunda tiene que ver con un relato bélico que me ha traído a la memoria dos películas maravillosas de Werner Herzog:  Aguirre o la cólera de Dios y Fitzcarraldo. Juzguen los intelectores: Estando allí [en Venecia], en tanto que el Papa asentaba su corte, vino nueva cómo el duque de Milán tenía cercada muy estrecha la ciudad de Bresa, e que por un lago que tiene traía barcos, por manera que non le dejaba entrar provisión ninguna; e los venecianos armaron una galea, e lleváronla con arteficio por tierra, e subiéronla por una sierra tan alta como la que más en Castilla, e decendiéronla fasta la echar en el lago; e  ver esto vinieron creo que cien mil personas, e non sin razón, que yo nunca vi cosa nin arteficio tan duro de creer que pudiese ser; e como fue en e agua, luego destruyó todas las otras barcas , e ninguna non osaba ganar; e socorrió la ciudad, e por aquella causa se descercó, que ya le tenían para ganar los milaneses. Para otra ocasión tendríamos que dejar un montón de noticias curiosas como esta con la que cierro, ahora sí que definitivamente, la presente recensión: E allí enfrente está la isla el Volcán, que dicen que es una de tres bocas del Infierno. (…) E luego cerca esta otra boca, que llaman Estrángulo, que ansimesmo face aquel ruido que lo otro. E junto con ella está una isla en que hay una pequeña ciudad, que llaman Liperi, e con aquel fumo que Estrángulo lanza, los que allí viven son mal sanos de los ojos; e ésta es cabeza de obispado. El "Estrángulo" de Tafur responde al original griego: Su nombre es una corrupción del antiguo nombre griego Στρογγυλή (Stroŋgul) que se le dio por su forma redonda y abombada. E de allí fuimos a la ciudad de Catánea, que es en la falda de Mongibel, la tercera boca del Infierno. ¡Para que luego digan que, sin movernos de casa, con un oportuno libro entre las manos, los intelectores no hacemos grandes viajes…!

1.Rafael Beltrán: Los libros de viajes medievales castellanos. Introducción al panorama crítico actual: ¿cuántos libros de viajes medievales castellanos? (Filología Románica. Anejo 1- 1991 - Ed. Universidad Complutense. Madrid.)

«La isla de Oro» y «El oro de Mallorca», de Rubén Darío

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Darío en la Cartuja de Valldemossa


Entre el turista forzado y la autoficción descarnada: dos obras de Rubén Darío en un escenario privilegiado: Mallorca. Una lectura hecha a destiempo, pero aún con el recuerdo vivo del impacto de la isla en el corazón y la memoria

Por precipitaciones de última hora, y acaso condicionado por el destino, en el que intentaba «descubrir», bajo la imagen de isla arrasada por el turismo masificado, el paraíso que fue en sus orígenes, me despisté y no eché en el saco de los libros este de Rubén Darío que, siguiendo mi costumbre veraniega, de hace ya algunos años, de leer textos que fueron escritos en el lugar adonde viajo, hubiera leído con gusto esos días, aunque la lectura en curso, Las bodas de Cadmo y Harmonía, no dejaba de ser la más idónea para una «aventura» mediterránea en una isla a la que cualquiera con un mínimo de sensibilidad viajera puede arrancarle destellos de belleza primordial que atesorará después, acabado el viaje, como una invitación a volver, que es el hechizo de las islas, de todas.
Rubén Darío, fiando en el viaje a tierras tan «bendecidas» su recuperación física, pues andaba su salud muy mermada por el alcoholismo y otras malas hierbas, viaja a Mallorca en las postrimerías de su vida: desde principios de octubre hasta fines de noviembre de 1913. Con anterioridad había estado ya, desde noviembre de 1906 hasta abril de 1907, en una estancia con su última mujer Francisca Sánchez, quien tuvo un aborto durante su estancia en la isla. A la primera estancia pertenece La isla de oro, una suerte de libro de viajes escrito, sin embargo, con una cierta desgana y circunscrito, durante la mayor extensión del mismo, a hablar del libro de su « muy odiada» Georges Sand, Un invierno en Mallorca, y en el que cuesta trabajo hallar una visión poética personal de una isla que, sin embargo, encandiló al poeta y le arrancó algunas descripciones maravillosas.  Sorprende, tras leer La isla de oro, que las mejores estrofas sobre la isla se hallen en la famosa Epístola a la señora de Leopoldo Lugones:
Hoy, heme aquí en Mallorca, la terra dels foners,
como dice Mossen Cinto, el gran Catalán.
Y desde aquí, señora, mis versos a ti van,
olorosos a sal marina y azahares,
al suave aliento de las islas Baleares.
Hay un mar tan azul como el Partenopeo.
Y el azul celestial, vasto como un deseo,
su techo cristalino bruñe con sol de oro.
Aquí todo es alegre, fino, sano y sonoro.
Barcas de pescadores sobre la mar tranquila
descubro desde la terraza de mi villa,
que se alza entre las flores de su jardín fragante,
con un monte detrás y con la mar delante.
V
A veces me dirijo al mercado, que está
en la Plaza Mayor. (¿Qué Coppée, no es verdá?)
Me rozo con un núcleo crespo de muchedumbre
que viene por la carne, la fruta y la legumbre.
Las mallorquinas usan una modesta falda,
pañuelo en la cabeza y la trenza a la espalda.
Esto, las que yo he visto, al pasar, por supuesto.
Y las que no la lleven no se enojen por esto.
He visto unas payesas con sus negros corpiños,
con cuerpos de odaliscas y con ojos de niños;
y un velo que les cae por la espalda y el cuello,
dejando al aire libre lo obscuro del cabello.
Sobre la falda clara, un delantal vistoso.
Y saludan con un bon dia tengui gracioso,
entre los cestos llenos de patatas y coles,
pimientos de corales, tomates de arreboles,
sonrosadas cebollas, melones y sandías,
que hablan de las Arabias y las Andalucías.
Calabazas y nabos para ofrecer asuntos
a Madame Noailles y Francis Jammes juntos.

A veces me detengo en la plaza de abastos
como si respirase soplos de vientos vastos,
como si se me entrase con el respiro el mundo.
Estoy ante la casa en que nació Raimundo
Lulio. Y en ese instante mi recuerdo me cuenta
las cosas que le dijo la Rosa a la Pimienta...
¡Oh, cómo yo diría el sublime destierro
y la lucha y la gloria del mallorquín de hierro!
¡Oh, cómo cantaría en un carmen sonoro
la vida, el alma, el numen, del mallorquín de oro!
De los hondos espíritus es de mis preferidos.
Sus robles filosóficos están llenos de nidos
de ruiseñor. Es otro y es hermano del Dante.
¡Cuántas veces pensara su verbo de diamante
delante la Sorbona viaja del París sabio!
¡Cuántas veces he visto su infolio y su astrolabio
en una bruma vaga de ensueño, y cuántas veces
le oí hablar a los árabes cual Antonio a los peces,
en un imaginar de pretéritas cosas
que, por ser tan antiguas, se sienten tan hermosas!
                                    (…)
¿Por qué mi vida errante no me trajo a estas sanas
costas antes de que las prematuras canas
de alma y cabeza hicieran de mí la mezcolanza
formada de tristeza, de vida y esperanza?
Ese tono sombrío del final fue precedido en la Epístola por una confesión que, a su manera, preludia el intento de novela autobiográfica que escribió en su segundo viaje: El oro de Mallorca: 

Gusto de gentes de maneras elegantes
y de finas palabras y de nobles ideas.
Las gentes sin higiene ni urbanidad, de feas
trazas, avaros, torpes, o malignos y rudos,
mantienen, lo confieso, mis entusiasmos mudos.
                         (…)
No conozco el valor del oro... ¿Saben esos
que tal dicen lo amargo del jugo de mis sesos,
del sudor de mi alma, de mi sangre y mi tinta,
del pensamiento en obra y de la idea encinta?
¿He nacido yo acaso hijo de millonario?
¿He tenido yo Cirineo en mi Calvario?

Del primer libro, en el que critica tan acerbamente a Georges Sand por haber «martirizado», a su entender, al débil Chopin:
-Es una dama poco cómoda -dije.
-Lo mismo dirían sus enamorados -contestó lady Perhaps-. Y, en su tiempo, quizás usted hubiera sido uno de ellos.
-Lo dudo. Una literata, casi no es una mujer: es un colega.
emerge un Darío generoso para con sus anfitriones y sus conocidos: Gabriel Alomar (Un compatriota de Raimundo Lulio, un mallorquín cuya bóveda craneana encierra cosas hermosas y profundas que han ya brotado en periodos robustos y en alados apotegmas que anuncian cosas grandes. Se llama Gabriel Alomar el Futurista) , Santiago Rusiñol (ese catalán de seda), etc. Y no deja de aflorar la perspectiva literaria que constantemente asoma a sus páginas, porque Darío es una biblioteca andante y sus paisajes siempre vienen condicionados por paisajes literarios, del modo que sus propias experiencias, incluso las de la cotidianidad, remiten también a fuentes librescas: Excelente refugio para dialogar sobre asuntos hermosos es la florida Mallorca. Porque, aunque se esté solo, el monologo no existe. Siempre se dialoga. “Temes en el muro una mirada que te espía”, dice el poeta. [Gerard de Nerval: Crains, dans le mur avengle, un regard que t’épie.], porque, como profesa su fe de origen parnasiano: Todo lo clásico es sano.
         Darío le dedica notable tención a un mecenas, el archiduque Salvador de Austria que abandonó la corte vienesa para cambiarla por un ideal de vida retirada, alejada del mundanal ruido y ajena al tablero de la gran política: dejó la corte de Austria, elegante y soberbia, para ir a vivir entre los payeses y las payesas de Valldemossa, bajo el cielo soberbio, junto al Mediterráneo armonioso, en sus tierra casi primitivas, horas de libertad y de capricho o de estudio y recogimiento. A él se debe la restauración y creación de Miramar, el convento que albergó a Ramon Llull y donde el archiduque  añadió al paisaje unos miradores que permiten tener una vista mágica y prodigiosa del paisaje mallorquín desde la Sierra de Tramontana, cerca de la histórica y famosísima Cartuja de Valldemossa y no muy lejos de Deià, donde habitó otro de los colosos literarios que atrajo la isla: Robert Graves, el creador de Yo, Claudio, en su momento la serie de más existo vista en la TVE, única en aquel entonces histórico de finales del franquismo; una serie que nos ayudó a los jóvenes sin experiencia política, a reflexionar sobre los límites, los deberes y las exigencias del poder, amén, por supuesto, de las innobles intrigas para adquirirlo o conservarlo. Darío recoge que Luis Salvador fue a Argelia y trajo de allí una piedra de Bugía, donde Llull fue lapidado hasta morir, para que sirviera como primera piedra del oratorio que él construyó:  El hermoso gesto vale por una oda. Es, pues, también, el archiduque de Austria Luis Salvador, un poeta. (…) Ved cuán distinta su vida de la de los granes duques rusos (…) devotos de Santa ruleta, tragadores de mares de champaña, únicamente preocupados por el placer.
    Darío, muy sensible a las artísticas formas caprichosas del paisaje, recuerda, desde esa perspectiva libresca de la que hablábamos la indeleble impresión que le provocan os troncos retorcidos de los olivos, y recuerda, enseguida, que en esas morfologías se inspiró Gustave Doré para sus célebres ilustraciones de El Quijote: La carretera se extendía entre dos vastos olivares, los olivares centenarios que inspiraron a Gustavo Dore sus árboles antropomorfo en una de las más admirables ilustraciones de la divina comedia; los mismos de los que Darío escribe: Dijérase que la carne del olvido se sustentase unida a los huesos de la tierra; y que en ese árbol ilustre se mellase el alma del tiempo.
         Recordemos que el último libro trascendental de Darío, Cantos de vida y esperanza, lo da a la imprenta por las fechas de su primer viaje a Mallorca, 1906 y que en él se contiene, si no un refutación de Azul, sí una ilustración del otro animal simbólico de Rubén, según Pedro Salinas, en su monumental ensayo sobre el poeta nicaragüense: el búho, emblema de la sabiduría y la experiencia; frente a la estética del cisne. El tono de franco pesimismo existencial que asoma en poemas como Lo fatal, compensado siempre con esa irreducible fe última de Darío en la sensualidad es el mismo que cierra su primer texto  sobre Mallorca: Yo voy a soñar esta noche: un barco extraño que lo mismo va con su quilla reluciente sobre las aguas que sobre la tierra… Yo estoy a bordo, en compañía de Ella -¿cuál? ¿quién? ¿cómo es? ¿cómo será?-. En mí existe aún la primavera, una primavera que quisiera renovarse. El barco pasa por Buenos Aires, por un pueblo de Nicaragua, por Londres, por un país que tan solo he conocido con los ojos cerrados… y en ese viaje fatal me pregunto apenas cuál es el punto señalado para la llegada.
         El oro de Mallorca es una forma temprana de lo que ahora llamamos «autoficción»: un yo claramente identificable se parapeta tras un personaje de escasa o nula ficción, disfrazado, en este caso, de músico para acentuar esa falsa distancia con el narrador/autor. De lleno, pues, en el ámbito de la autobiografía, técnicas novelísticas al margen, la novelita, inacabada, y publicada en parte en colaboraciones periodísticas de Darío, que mantuvo hasta su hora final, resulta una aproximación notable a su propia vida en alguien que ya había escrito su autobiografía en Caras y caretas, de Buenos Aires, del 21 de septiembre al 30 de noviembre de 1912 con el título deLa vida de Rubén Darío escrita por él mismo . Es decir, que en el último lustro de su vida, Darío sufrió esa tentación de tantos autores: ajustar cuentas consigo mismo. Confieso, permítanme la confidencia, que no me atraía mucho la literatura memorialista, un género que le chifla a mi buen amigo Miguel Martí, y siempre preferí la literatura de ficción a la de confesión, acaso porque intuía en la primera mucho de la segunda, algo suficientemente probado; pero en los últimos tiempos, mi propia vejez, confieso que me he aficionado a esas construcciones ficticias y me encanta desenredar las artificiosas construcciones barrocas de quienes dicen ser fieles a unos hilos de la memoria que más reconstruye e inventa que levanta acta fidedigna.
         Darío es sincero y se manifiesta en esta autoficción con una sinceridad notable sobre su persona, lo que le da al proyecto novelístico un alto valor informativo sobre su persona. El juego, además, con el alter egomusical, se desvanece a las primeras de cambio y enseguida sabemos que es un escritor el verdadero personaje, como cuando inicia su autorretrato: Benjamín gustaba poco del trato de «la gente», de la bétisse circulante que se manifiesta por la usual y consuetudinaria conversación, del vulgo municipal y espeso, como él decía. Así como gustaba de comunicar con los espíritus sencillos, con los campesinos simples, con los marineros, y con los viejecitos y viejecitas de pocas luces, que viven de recuerdos y cuentan curiosas cosas pasadas que ellos presenciaron. Un personaje al que Darío se acerca como desde la distancia para potenciar la objetividad de su semblanza: Tantos años errantes, con la incertidumbre del porvenir, después de haber padecido los entreveros de una existencia de novela; en una labor continua, con alternativas de comodidad y de pobreza; con instintos y predisposiciones de archiduque y necesitado casi siempre, sin poder satisfacer sino por cortos periodos de tiempo sus necesidades de bienestar y aun de lujo, amigo de bien parecer, de bien comer, de bien beber y de bien gozar como era; cansado de una ya copiosa labor cuyo producto se había evaporado día por día; asqueado de la avaricia y mala fe de los empresarios, de los «patrones», de los explotadores de su talento, dolorido de las falsas amistades, de las adulaciones interesadas, de la ignorancia agresiva, de la rivalidad inferior y traicionera; desencantado de la gloria misma, y de la infamia disfrazada y adornada y halagadora de los grandes centros, se veía en vísperas de entrar en la vejez, temeroso de un derrumbamiento fisiológico, medio neurasténico, medio artrítico, medio gastrítico, con miedos y temores inexplicables, indiferente a la fama, amante del dinero por lo que da de independencia, deseoso de descanso y de aislamiento y, sin embargo, con una tensión hacia la vida y al placer -¡al olvido de la muerte!- como durante toda su vida. Curioso Benjamín Itaspes.
Poco a poco, Darío va desgranando los ejes cardinales de su existencia: la devoción por el sexo, por los paraísos artificiales, por el lujo, por la buena vida, pero también  los sinsabores que hubo de padecer, sobre todo, tras la boda “forzada” con Rosario Murillo que le amargó la vida hasta el final, y de ahí este desabrimiento injusto: La mujer, amigo mío, es la peor de nuestras desventuras, por sí misma, por su naturaleza, por su misterio y su fatalidad. (…) Y su daño está en el amor mismo en un paraíso de temporada, en un goce que pasa pronto y deja mucha amarga consecuencia. Y no me juzgue usted un misógino… Hay en Rubén Darío, con todo, una suerte de panteísmo que él supo trasladar a su obra literaria, una suerte de identificación pagana con la naturaleza que le arrancará líneas tan formidables como estas: Yo miro mis pupilas en las pupilas de los animales y mi sangre en la sangre de ellos, y mis huesos en los huesos de ellos. Yo miro mi carne en los troncos de los árboles y en el humus negro de los campos. Nadie sabe nada, y la intuición es una piedra lanzada a lo desconocido o como esta descripción que no acertó a desarrollar en su primer libro, absurdamente considerado como una crónica de viaje: Las piedras semejaban en las alturas bloques de un rosa dorado. La limpidez azul del cielo parecía de fabulosa gema bruñida. Por un lado subían los senderos hacia el escalonamiento de los predios labrados que se veían en las faldas de los cerros y colinas adornados de los ramilletes verdes de los pinos y de las encinas. Cerca, por las tapias de los huertos caían, enredadas las parras en las ramas de las higueras, los racimos de uvas ambarinas y doradas junto a los higos verdes y oscuros, algunos entreabiertos, dejando ver su carne roja. Se veían las extensiones cultivadas, al lado de los olivos seculares de raros y fantásticos troncos.
         Llama la atención que Darío repare en la realidad de los judíos mallorquines, los xuetes, al hilo de los retratos que de ellos hiciera Santiago Rusiñol, y recalcando la injusticia del poco menos que gueto en el que dicha comunidad vivía, aislada del contacto con los nativos: El autor de L’Illa de la calma los ha pintad, en la estrechas tiendas de su calle estrecha, «mirando de reojo a todos los que pasan», en sus pequeños obradores de plateros, relojeros y joyeros; grandes comedores de carne, con sus mujeres, harto fecundas y parideras, manejando el oro y la plata, de cuyo comercio viven, mirados siempre de modo oblicuo por la gente, que habla de ellos en voz baja. (…) La separación , la valla que existe entre ellos y el resto de los mallorquines es indestructible. Me recuerda, de alguna manera, la situación de los judíos en Usamérica en los años 50, cuando había una “barrera invisible” entre ellos y los wasps, como con penetrante visión llevó a la pantalla Elia Kazan en La barrera invisible, de 1947.
         Vuele a aparecer Georges Sand, por supuesto, porque era grande la inquina de Darío contra ella, pero era uno de los principales referentes literarios, artísticos, que él se veía obligado a recoger para mantener el tono de una narración en la que todo lo relativo a las artes hallaba su lugar adecuado: Ella estaba de bilioso humor por no encontrar en Mallorca la vida de otras partes, pero tomaba sus apuntaciones, oía el piano de Chopin y llamaba a los tomates «pommes d’amour». Además, en el antiguo convento es fama que se vestía de hombre y salía de noche a inspirarse en el viejo cementerio de los religiosos.(…) [A Chopin] Le había embrujado, como a otros, por sus ardorosas y sabidas lujurias y su innegable talento. Era ella el camarada femenino, tanto más peligroso cuanto más intelectual y caprichoso. Pero el eco grecolatino que resuena en la pluma de Darío en un espacio como el de Mallorca es constante, y de ahí esta última descripción ennoblecedora de la isla donde intentó recuperarse de su ya maltrecha condición biológica: De oro parecía el agua del fondo, de un oro rosado sobre el cual se formaban en la conjunción con el cielo como archipiélagos candentes, tempes acarminadas, amatuntes de prodigio con lagos de plata en fusión, montes de plomo, riberas de color violeta y naranja. De oro parecían bañadas por la luz horizontal las cumbres de los cercanos acantilados, de oro los peñascos suspendidos al borde de los precipicios, las bocas de las cuevas y honduras en donde anidan palomas y cuervos marinos.[Tempe y Amatunte son viejas ciudades griegas.]
El volumen, editado por Luis Maristany, incluye una recopilación de cartas de Darío que sirven de contrapunto documental al texto «turístico» y a la novelita inacabada. Salvo cuando las cartas tienen una dimensión literaria, como la barroca Epístola moral a Fabio o la propia Epístola a la señora de Leopoldo Lugones, del propio Darío, las cartas de los autores suelen ser una nutritiva despensa de la vida corriente, llenas de anotaciones que nos transmiten con sustancial veracidad aspectos relevantes o anecdóticos de esas vidas tan cercanas a las nuestras como lejos están nuestras obras de las suyas artísticas.
         Con fecha 22-5-14, Darío describe con pasión el hallazgo de una «torre» en la confluencia de la calle Tiziano, 16, con el Paseo del Valle Hebrón -una placa blanca colocada en 1967 recuerda que allí vivió el poeta nicaragüense-: “Torre” ideal, cerca del Tibidabo: jardín y huerto a un lado; tranvía cerca, baño, luz eléctrica, timbres, la mar de piezas, todo amueblado, todo listo; piano… ¡18 duros al mes! Yo no me muevo de aquí. (…) Y ello, aunque A mí se me han declarado ya, francamente, Panchos Villa, intestinos y riñones; pero han mejorado mucho los nervios, esto es, el ánimo.  En la ciudad Condal, Darío, que seguía mandando crónicas periodísticas a La Nación, tuvo relación con la intelectualidad catalana de entonces e incluso acudió a mítines obreros para tener una visión «integral» de la realidad barcelonesa: En Barcelona he tenido días gratos y días malos. Aquí he admirado a Miguel de los Santos Oliver, y al poderoso «Xenius». He vuelto a abrazar a mi querido Santigo Rusiñol y al gran Peyus, como familiarmente es llamado Pompeyo Gener. (…) Una de mis primeras vivistas fue para el amigo de don Marcelino Menéndez y Pelayo y maestro carísimo. He nombrado a Rubió y Lluch.
         Antes de que llegara Francisca, no son pocas las quejas menores que de ella manifiesta el autor, poco proclive a los sucesos minúsculos de la vida cotidiana: Así, en 19-X-13, escribe: A Francisca la escribiré después. ¡Si pudiera cambiarse el espíritu y el carácter de la pobre! Yo viviría, después, cerca de ella, aunque no fuera juntos. Se cuidaría y educaría al chico. Uno tiene necesidad de querer algo. Como cuando se queja de la queja de ella por el robo sufrido en París: Francisca me escribió -dándome un rato molesto- su aventura del ladrón. Cien veces le dije que jamás llevase dinero en el réticule.
         Darío es una de las cumbres literarias de nuestro idioma, y su registro léxico abarca un volumen léxico envidiable y sorprendente, como cuando usa voces tan poco usuales como rocas blanquizcas o un cronicón forrado en cuero flavo, por eso le dan a su prosa cierta gracia algunos galicismos, lengua en la que también tiene obra literaria el autor, como cuando confiesa que mi salud de ha repuesto bastante y estoy en tren de labor
         Como turista en Mallorca, si bien por escasos días, tengo la sensación de que Darío no acabó de dejarse seducir por la isla lo suficiente como para dedicarle una obra que hubiera sido capaz de captar la vida y la belleza innata de la misma; que habitó en ella como en un grandioso escenario por el que paseó sus dolencias, sus perplejidades y la temida sensación de que, como dice en La isla de oro, está más pendiente de la llegada de la intrusa, de la Separadora, como se dice en los cuentos árabes, que de impulsar su propia vida nuevos hitos creativos, justo cuando él se sentía, además,  «perseguido por la negrura de la incertidumbre».
         Probablemente hubiera disfrutado más del libro en aquel espacio  bendecido por los dioses paganos, pero tenía una deuda con él, intonso en las estanterías desde que lo compré, y hoy la doy por satisfecha.

«La noche fenomenal», de Javier Pérez Andújar, o un extraño delirio realista…

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Entre el roman à clef, la 13, Rue del Percebe, la autoficción y el noble cajón de sastre…

A ver cómo me las maravillaría yo para, teniendo una sintonía total con el autor, gustándome el estilo «casual», dicen los cursis, esto es, desenfadado, de muchísimos de sus comentarios, compartiendo buena parte del background, dicen los que se dan pisto,  literario, cultural, social, político e imaginario…, para defender que no he podido conectar con esta entretenida y muy osada aventura literaria -a la que le cabe el marbete de novela porque, como dijo Cela, lo es cualquier texto que bajo él se dé a la imprenta- , aun hallando, a cada paso, fragmentos aislados llenos de gracia, ingenio, saber y cultura casi highbrow…, que dicen los cosmopaletos. Pues eso, ¡que cómo me las maravillaría yo! Sobre todo después de haber ido con mi Conjunta (y con gran ilusión compartida) a comprarla antes de las vacaciones, para deleitarnos, para disfrutar de lo que ella, paisana contigua del autor, nacida en Artigas, esperaba tras haber leído, ella, Paseos con mi madre. Este lector crítico quiere creer que el «mal» está en él, que no ha «sabido» leer el libro como este se merece. 
Uno abre un libro, sobre todo si es de ficción, aunque en la historia uno de las personajes confiesa su cansancio de la ficción, en lo que parece un pensamiento prestado por parte del autor y narrador, Javier: Yo antes leía mucha ficción, pero me desaficioné. Que fatiga. Me duele cada vez más la cabeza -dijo Isis, y nunca sabe qué va a encontrarse, como nuestro buen amigo Forrest, con quien el «estilo» apotegmático del narrador tanto tiene en común (Allí es una palabra zanahoria, como su propio nombre indica te la ponen siempre delante  o el perspicaz Ahora en vez de razonar se dice desarrollar. En fin, hemos cambiado la razón por el rollo), una suerte de reencarnación del jardinero fiel de Being There, de Jerzy Kosinski, el entrañable Mr. Chance, asociado ya para siempre al rostro impecable del extraordinario Peter Sellers.
De entrada, la peripecia de una pandilla de friquis de lo paranormal es un motivo narrativo tan legítimo como cualquier otro para construir una novela en torno a una quest, que dicen los amantes del ciclo artúrico -allí el Grial; aquí la madre de todos los «agujeros»-, que, andando la narración, acaba perdiéndose un poco de vista, de tal manera que cuando un personaje, el luchador manco, dice: Es que ya no sé de qué parte estaba…, al lector crítico no le queda más remedio que escribir en el margen de libro : ¡Ya somos dos!, dado el trasiego de agujeros y viajes entre una parte y otra de una sola realidad o de diferentes realidades, que no acaba de estar muy claro en esa narración «emmental» que recuerda el plano holístico (de hole, no del todo) de Yellow submarine sobre el que aparecen y desaparecen Nowhere Man y los cuatro beatles.
Si a ese trasiego le añadimos la facilidad mortadélica para disfrazarse que tienen todos los personajes, nos hallamos ante una historia que exige del lector una lectura con una hoja Excel o bien su dimisión en tan ardua tarea y, formalizada la renuncia,  dejarse llevar por un flujo que no acaba de fluir como al lector le gustaría, y no por la «rareza» de la historia, sino por esa falta de sintonía entre el mundo del lector y el del autor, aun compartiendo, paradójicamente, muchas cosas. Se trata, pues, de una cuestión estrictamente formal, de estructura novelística, aunque el uso de materiales de muy distinta extracción haya contribuido también a esa suerte de caos más o menos controlado por el autor: hechos reales, anécdotas, análisis políticos, reflexiones existenciales, chistes de relativa eficacia, invenciones desatadas, etc. Pensemos que el propio autor, sabio autocrítico, pone la venda antes de la herida: Por lo general en la literatura de ciencias ocultas lo más oculto es la literatura.
Lo que está claro es que La noche fenomenal no es, de ninguna de las maneras, una novela “al uso”, de corte realista, con una buena creación de personajes, conflictos cercanos a la mayoría de los lectores y con un interés por el destino de aquellos que mantiene en vilo a los lectores hasta el desenlace. Escribí en el título de esta recensión que se trataba de una suerte de roman à clef, que dicen los seguidores del  nouveau roman, en la que aparecen personajes reales: el autor/narrador con su propio nombre, Javier, el editor Batlló, Félix de Azúa, etc., y otros fácilmente identificables como el profesor Osías, el célebre Jiménez del Oso, de cuyos programas era seguidor devoto no por los misterios paranormales que me explicara, sino por él, como personaje que ha descrito Andújar con absoluta propiedad: El profesor Osías, la persona con las ojeras más profunda del universo, con los ojos sobre acantilados…; pero estoy dispuesto a admitir que, más allá, de ese juego narrativo, la historia apela a la complicidad de unos lectores afines al autor y a quienes puede hacerle gracia la sucesión, algo caótica, para qué nos vamos a engañar, de referencias que se acumulan con un efecto próximo al batiburrillo de enseres que suele reunirse en el famoso cajón de sastre.
Desde buen comienzo, el autor, dueño de un inconfundible estilo periodístico y radiofónico, traslada a las páginas de la novela esa peculiar manera suya de plantarse ante la realidad, a medias entre la «epojé» filosófica y la pretendida ingenuidad del espectador ingenuo, e incluso «de pueblo», que es afectación cara al autor, como lo prueba su fidelidad a los orígenes y su sentido de pertenencia a la clase menestral catalana hija de la inmigración, y que tanto le honra. Ello implica, en el plano narrativo, que lo mejor de la historia -al menos para quien esto escribe- lo hallaremos en una variada gama de comentarios que, ¡afortunadamente!, son lo suficientemente numerosos como para que al lector no le venza el aburrimiento de la disparatada trama absurda, pero suficientemente escasos como para no acabar de perfilar los rasgos reconocibles de una variación del género de la novela de aventuras, distópica o fantástica.
El abanico de recursos que usa Pérez Andújar, de forma totalmente espontánea, lo recuerdo, tiene que ver con el de sus propias preocupaciones sociales, literarias, existenciales, etc. Si recordamos el pregón de las fiestas de la Mercè, que le supuso la enemiga de ese escalofriante mundo sectario y supremacista del secesionismo catalanista,  nos acercaremos bastante al repertorio del que hablo. Hay, sin embargo, para los lectores algo curtidos, un tono que nos resulta familiar, y no es otro que el del detective diletante de las novelas de Eduardo Mendoza: El caso es que a mitad de su explicación el sherpa dio un salto y salió por piernas. Yo creí que le había dicho algo horrible sin darme cuenta, así que para consolarme me acabé su Coca-Cola y su bolsa de patatas, pero se las tuve que restituir, ya que al rato se presentó con este frasco. El crítico, menos aristarco que nunca, dada la bonhomía del autor, a quien me une una profunda corriente de afecto literario y personal, quiere entender que se trata de un homenaje. Del mismo modo que puede serlo la influencia poderosa del mundo de los tebeos y de los géneros populares como las aleluyas, los pliegos de cordel y los romances de ciegos que iban contando crímenes truculentos dibujados en un cartelón que iban punteando a medida que avanzaba el relato, tal y como se aprecian en los pareados que preludian cada capítulo/viñeta del libro. La sucesión de episodios en pisos de muy distinta naturaleza y con personajes tan variopintos remite en el acto a la famosa 13, Rue del Percebede Ibáñez.
La lectura está sazonada, en esta especie de «olla podrida», con algo más vaca que carnero, como indicaba, por un mundo de referencias literarias que van desde la primera recensión de Lovecraft hecha por Juan Eduardo Cirlot (un personaje muy próximo al mundo de los símbolos) hasta la loa del goliardo Rutebeuf, que es, para el autor -filólogo de formación, no lo olvidemos…-,  la Atapuerca de los poetas malditos. En él está toda esa manera de vivir y esa maneta de escribir, que luego va desde Villon hasta Verlaine y hasta Panero, Leopoldo María digo. (…) Y los monólogos sarcásticos y melancólicos, las canciones de los cabarets del viejo Berlín, también están ya en él. (…) Los llamamos malditos, pero en parte en aquel siglo XIII era todo una maldición. Sus contemporáneos Jean Bodel d’Arras y Baude Fastoul eran poetas enfermos de lepra. Gente de piel dura, y no quiero hacer con esto un comentario gracioso, pasando, entre otras referencias, por una reivindicación de Blaise Cendrars, de  la lectura de cuya novela Moravagine, dice el autor: me sentó como si me hubiera tragado una botella de lejía. Hoy no se escribe con ese asco de la vida y de todo.
La noche fenomenal, si bien se lee, es una suculento plato variado de sugerencias, de ocurrencias, incluso de diagnósticos políticos y sociales, e incluso de algunos chistes con escasa suerte: Cuando un río describe una curva se le llama meandro, pero a mí no me gusta pronunciar esa palabra pues me acuerdo de un amigo que tuve que se llamaba Leandro y, claro, me lo imagino en el urinario. (…) Ya lo decía Séneca el Viejo: errare humanum est. ¿Sabe lo que significa? Pues quiere decir: es humano pronunciar la erre. Pero junto a esos descensos del gusto, están las remontadas excepcionales del autor al que reconocemos en su habilidad característica para el comentario que nos suele ofrecer un punto de vista novedoso desde el que asomarnos a la realidad cotidiana, y algo de eso hay en pensamientos tan lúcidos como este: Dos por dos son cuatro. Pero hablar por hablar, ¿cuánto hablar da?, algo que nos ofrece de continuo en esa línea temática de la narración que podríamos llamar la «crítica del lenguaje», una zambullida ingeniosa en la reflexión sobre los límites de nuestro mundo, que son, como lo estableció Wittgenstein, los propios de nuestro lenguaje. Son constantes los chapuzones en esa crítica del lenguaje, y siempre salimos de ellos con la sensación de habernos refrescado, de estar en condiciones de escaparnos de las trampas que cualquier sistema conceptual suele tendernos para «encauzar» nuestro propio y singular punto de vista: -Ostras, Javier, creo que tendríamos que fundar la ciencia de las criptopalabras. Las palabras excluidas, incomprensibles en cualquier idioma. Palabras que solo alguien, solo algunos, han oído una vez, de pasada, casualmente, o que ninguna persona ha oído jamás, pero aun sí se supone que existen porque han dejado un rastro.  Es muy posible que, para la creación de esa ciencia, les viniera bien el recién aparecido diccionario El Tesoro olvidado, de Dimas Mas, porque comparten ambos autores la misma sensibilidad léxica. Aunque discutible, no es menos cierto que los juegos de la confusión son, también, una herramienta eficaz en la pluma del autor: Todo quisque les pone trampas a los demás, y siempre me toca a mí pagar los patos rotos. Porque un pato se rompe igual que puede romperse una pata. Los patos también son de Dios. Es decir, son míos. Hasta ahí podríamos llegar-dijo Isis, que no se había quitado la careta de David Bowie.
Es muy probable que quien haya seguido estas líneas aún se pregunte si he sido capaz de maravillármelas para escribir la crítica de un desencuentro lector y un reencuentro literario y humano, porque junto a ese edificio de la Coca-Cola, en San Adrián, por ejemplo, conocí yo a mi Conjunta in illo témpore…; y en la FECSA de las tres chimeneas trabajó durante años mi muy querido *amilegaBenet. Seguramente no he salido con bien, porque sé, por propia experiencia, los pliegues y repliegues de la vanidad de los autores y lo mal que llevamos, en general, toda crítica que no sea como le gustan los votos  a Pedro Sánchez, de “adhesión inquebrantable”; pero Hermes sabe bien que aun no siendo, a mi modesto y desdeñable entender, un libro “cuajado”, a buen seguro que tendrá lectores que lo alaben, lo ensalcen, lo recomienden y aun lo veneren. Yo, de momento, me acercaré al bar París para llevarle al dueño, que sale en el libro, una fotocopia de las páginas donde tal cosa sucede, porque durante muchos años nos relevamos en la misma plaza de aparcamiento: yo me iba a trabajar al extrarradio y él venía a la ciudad. Con esto quiero indicar que La noche fenomenal tiene entre sus virtudes ser una «novela de  Barcelona», cuyo recorrido, desde la calle Verdi, con la librería de Batlló y, en Torrijos, el Café Salambó, regentado por Pedro Zarraluki, hasta  este bar PArís en la calle Muntaner, pasando por el Instituto Francisen la Ronda de Sant Pere, nos ofrece un serpenteante viaje sentimental que encantará a quienes vivimos en ella y «la vivimos».
Por demás está recalcar que la nómina de personajes estrambóticos y acciones disparatadas, acercan la narración al tipo de novela «delirante» que tiene su público, evidentemente, entre el que, para mi desgracia, no me encuentro, aunque, insisto, hay el suficiente ingenio y capacidad de invención verbal como para que hasta el menos partícipe de ese gusto no dé la lectura por perdida y siga siendo un admirador de las dotes imaginativas del autor. Es muy probable que se haya producido una involuntaria confusión de registros elocutivos y de géneros, pero eso ya quedaría para las arduas elucubraciones de críticos más sesudos.

«Contra Flac», de Filó de Alexandria, editado por Llogari Pujol.

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Una obra que, nacida en Egipto, cuestiona el origen y las fuentes de los evangelios cristianos y la figura de Pablo de Éfeso.

Con traducción de Lluís Rovira i Masnou y edición de Llogari Pujol i Boix, compre Contra Flac, de Filón de Alejandría, no solo porque en el Mercat de Sant Antoni, de segunda mano, era barato, sino porque siempre ando atento a los clásicos grecolatinos y, en este caso, la crónica de una persecución contra los judíos alejandrinos por parte del toparca Flaco, en la época de Calígula, me interesaba sobremanera. ¿Sería posible hallar correspondencias con los pogromos y la persecución nazi? ¿Daría de sí para extrapolarlo a nuestra situación en la Cataluña actual?
Por mi relativa ignorancia en cuestiones bíblicas, sin embargo, no sabía que me iba a encontrar con una propuesta exegética poco menos que revolucionaria dentro de los estudios sobre la Biblia y el Nuevo Testamento. Al decir del editor, el texto de Contra Flaco, así como el de la narración egipcia El naufragio, serían las fuentes principales para la creación no solo de los textos del apóstol San Pablo, sino también de sus famosas cartas, sobre las que se asienta el diseño de la organización eclesiástica de la Iglesia, un modelo social que le ha permitido a la Iglesia Católica sobrevivir desde la muerte de su fundador con una presencia social muy destacada, para bien y para mal, en nuestro continente. El teólogo Llogari Pujol va más allá, tras sus descubrimientos de las analogías entre la producción religiosa egipcia y el Nuevo Testamento, la figura y la obra de San Pablo incluidos, que, con la boca pequeña, da a entender que San Pablo no pasa de ser una figura literaria, una creación de la historiografía religiosa cristiana y que no se corresponderá con un Saulo de Tarso que probablemente ni siquiera haya existido. Arriesgada es, la teoría, desde luego, porque va contra ideas y creencias muy arraigadas en nuestra sociedad. El mundo de la Biblia y sus problemas textuales e históricos es, con todo, lo suficientemente complejo como para no descartar ni siquiera lo que parce más inverosímil. El gran «rival» de Pujol, Antonio Piñero, también teólogo, y con tan sólida formación biblista como la de Llogari Pujol, no duda en calificar de ridículas tales teorías, pero lo cierto es que las semejanzas entre esta versión del In Flaccum, de Filón y el texto de El naufragio dan que pensar y mucho que meditar sobre esa relación entre la religión egipcia y sus textos y la cristiana y los suyos. Ya veremos cómo una parte del texto, cuando habla del escarnio hecho en un «tonto» oficial del pueblo, es un relato que recuerda totalmente al de la pasión de Cristo en los Evangelios.
Una derivada importante de esa discusión es que toca de lleno la concepción del propio Cristo como un personaje literario, algo que, en parte, aceptan la mayoría de biblistas. La historia y la ausencia radical de datos inequívocos en los que poder basar la prueba de la historicidad real de muchas figuras del cristianismo es abordada en esta edición por Llogari Pujol con absoluta naturalidad. Yo lo dejo aquí esbozado porque, más allá de esas disputas teológicas, a mí me interesaba la crónica de un pogromo en Alejandría y la feroz represión contra los judíos alejandrinos llevada a cabo por un toparca cruel, despiadado, que cayó en desgracia incluso para un emperador tan depravado como Calígula.
Filón de Alejandría, de quien poco se sabe, fue un judío alejandrino, ciudadano romano y exégeta bíblico que actuó como portavoz en la embajada de dichos judíos ante Calígula para protestar ante el emperador por la salvaje persecución ordenada por Flaco e instigada por los griegos alejandrinos cercanos al toparca romano, los mismos que, una vez caído en desgracia, se convertirían en sus peores enemigos, a pesar de haberse enriquecido a su sombra, tal y como Filón lo narra en el libro, In Flaccum, basado en la relación que presentó ante el Emperador. Lo que distingue a los judíos alejandrinos es, sobre todo, su cercanía a los romanos, en su condición de ciudadanos del Imperio, y su alejamiento de los judíos palestinos, acérrimos enemigos de los romanos, excepto, curiosamente, su cronista más conocido, Flavio Josefo, autor de Antigüedades judías, un libro capital en la historia del pueblo judío. Filón pasó las interpretación alegóricas que hace de la Biblia por el tamiz de la filosofía griega, de donde surge un corpus doctrinal que no fue muy bien recibido por os rabinos palestinos, pero sí por las comunidades cristianas y para no pocos Padres de la Iglesia. En cualquier caso, esta obra suya, Contra Flaco, según Llogari Pujol, va a tener una especial relevancia, porque, al decir del editor, va a convertirse en algo así como la fuente básica del canon del Nuevo Testamento,  Los hechos de los apóstoles.
A nosotros, sin embargo, como ya he indicado al principio, nos mueve, sobre todo, la descripción que Filón hace del pogromo alejandrino y cómo aquella terrible situación evoca en los lectores actuales sucesos muy alejados en el tiempo de aquellos hechos bárbaros y muy próximos a nosotros por su paralelismo con la obra genocida del nazismo.
Los judíos alejandrinos tenían un Consejo de Ancianos (Gerusía) que gobernaba la comunidad judía, y en las sinagogas no se admitía la erección de estatuas del culto romano. Todo ello fue transgredido por Flaco, quien, en pocos días,  sumió la ciudad en una orgía de destrucción y muerte que incluso se llevó a los escenarios teatrales, en el intermedio de cuyas representaciones se ejecutaba a los judíos para satisfacción del populacho ebrio de violencia y sed de venganza.
El esquema de la obra se ajusta, según la introducción del traductor, Lluís Rovira, a una aretología o teoría de la virtud, porque el objetivo de la misma es destacar y valorar el proceso de sufrimiento y exaltación de la virtud última de quienes sufren martirio, así como el castigo correspondiente del malvado malhechor que lo ha causado. Dicho plan tiene, pues, dos partes: los padecimientos sufridos y el severo castigo de quien los infligió. Y a ellos se tiene Filón escrupulosamente, si bien, en su narración, muy ordenada, se da cuenta, circunstanciadamente, de las costumbres de la comunidad judía y de la importancia de la misma en Alejandría en aquella época del segundo tercio del siglo I.
La influencia dialéctica de la filosofía griega se pone enseguida de manifiesto para abrir el volumen, cuando, en vez de iniciar el ataque sin piedad contra Flaco, lo alaba, introduciendo, acto seguido, una suerte de paréntesis retórico que consigue aumentar el efecto de la denuncia: ─I doncs? -dirà algú- Vós que us presenteu com a acusador, lluny de presentar un sol greuge no pronuncieu res més que una tirallonga d’elogis? Que heu perdut el seny?  ─No, estimat lector, no perdo el seny i no soc tan insensat com per no comprendre la seqüència lògica d’una argumentació. Jo lloo Flac, no perquè sigui convenient exalçar l’enemic, sinó per fer més evident la seva perversitat. Aquell que fa el mal per ignorància té un cert dret al perdó; aquell el comet, sabent el que fa, no té excusa: està condemnat a l’avançada pel tribunal de la seva consciència.
Entre las motivaciones básicas del ataque contra los judíos, Filón destaca la envidia, como el motor que, además, sirve para enaltecer a su comunidad, habitualmente prospera: Però les gents d’Alexandria rebentaven de despit -qui diu egipci, diu malèvol- el defecte natural dels quals es l’enveja, perquè senten com una desgràcia tot el que de felicitat por arribar a un altre.
De las pequeñas historias que hay dentro de la historia general del trágico suceso, es conveniente destacar aquella que había anunciado al comienzo de esta recensión, la del «tonto del lugar», Carabás, nombre que responde a la palabra griega que significa, poseedor de varios barcos pequeños. Carabás, pues, vendría a significar «Barquero»: Hi havia a Alexandria un anomenat Carabàs, tocat por la follia, no pas de follia salvatge i bestial -ja que aquesta última és perillosa per als qui la pateixen i per als qui l’envolten- sinó d’una follia de caràcter pacífic i tranquil. Aquest boig, nu del tot, desafiant el fred i la calor, vagarejava nit i dia pels carrers, servint de joguina als joves i als infants ociosos. Hom va arrossegar aquest pobre miserable al gimnàs, i allà el van posar sobre un lloc elevat, per tal que fos vist per tothom. Li van col·locar al cap una llarga fulla de papir, planta del país, a guisa de corona; sobre el cos, una estora mig desfeta, com si fos una clàmide; i algú, havent vist pel camí un tros de branca de papir, l’arrencà i l’hi posà a la mà com si fos un ceptre. La gentada que l’envoltava l’aclamà amb una gran cridòria, saludant-lo amb el títol de Maran, que en siríac, diuen, vol dir príncep, ja que ells sabien prou bé que Agripa era d’origen sirià i que la major part del seu reialme era a Síria. ¿Se percibe esa semejanza con la historia de la Pasión de Cristo? Está por ver, exégetas tiene la Biblia,  que este tipo de coincidencias textuales dé de si  para que sea verdadera esta sugerencia de Llogari Pujol, aparentemente tan bien fundada, aunque atacada por otros autores. Lo cierto es que los paralelismos son sorprendentes, aunque ignoro, dadas mis limitaciones, si son suficientes como para afirmar que el cristianismo es una creación egipcia, acaso de los monjes de Serapis en el monasteria de Saqqara (¿Menfis?), pero ahí queda el atractivo de este libro y de esta propuesta bíblica polémica.  
No me extenderé, por respeto, en la recapitulación de las torturas y crueles muertes que la plebe, con la autorización y el beneplácito de Flaco, infligió a la minoría judía de Alejandría. Sirvan estos dos tristes botones de muestra: El súmmum: es van veure famílies senceres, marits amb les seves mullers, petits infants amb els pares arrossegats inhumanament i cremats vius al centre de la ciutat per aquests homes, el més insensibles del món.
N’hi va haver d’altres a qui van lligar una corda a la cama prop del turmell, que varen ser arrossegats d’aquesta manera pels carrers, mentre que, al mateix temps, saltaven al seu damunt i els matxucaven amb el peus; mort cruel, fruit de la seva invenció. Com si no n’hi hagués hagut prou amb un tal suplici, s’acarnissaren sobre els cadàvers, que foren arrossegat per tots els carrers, fins que del cadàver, de la seva pell, de les seves carns dels seus nervis, tot trinxat per les aspreses i desigualtats del terra, de tots aquelles membres que havien estat un sol organisme, ara esparsos per aquí i per allà no en quedava res.(...) Pel que fa als amics i als pares de les víctimes de debò, si es presentaven per mostrar compassió per l’infortuni dels seus propers, se’ls emportaven, se’ls fuetejava, eren lliurats a suplici de la roda i, després d’haver-los infligit tots els turments que el seu cos podia suportar, el suplici que els era reservat per acabar era la creu.
Finalmente, de acuerdo con el plan de la obra, cuando Flaco fue destituido y forzado a exiliarse, inició un periplo que lo llevó de puerto en puerto hasta Andrós, donde acabó expiando su culpa y donde halló la muerte violenta en justa congruencia de entonces por los crímenes cometidos. No sucedió tal cosa, sin que, antes, para consuelo de las víctimas, el tirano hubiera hecho un acto de contrición total que Filón sabe poner en su boca en un monólogo que repara, poco antes de morir, el honor de quienes sufrieron su aberrante e inhumana persecución: Los dos grandes acusadores de Flaco fueron dos de sus más acérrimos seguidores, Lampo e Isidoro, dos personajes corruptos que, al ver el cambio de opinión del Emperador sobre su jefe, cambiaron de bando y se convirtieron en su azote judicial:  Aquí teniu Flac, no fa gaire temps governador d’Alexandria, la gran ciutat, la múltiple ciutat, el governador d’aquest país tan pròsper que és Egipte;  jo sóc aquell qui atreia les mirades de desenes de milers d’homes que habiten aquest país;  jo qui tenia sota les meves ordres les forces armades, infanteria, cavalleria, marina, considerables no només pel seu nombre, sinó pel seu valor provat; jo que cada dia, en sortir, estava acompanyat d’una escorta innumerable. Ah! Tot allò era una al·lucinació, no era pas la realitat! És mentre dormia que he vist en somnis aquesta felicitat momentània, fantasmes caminant en el buit, potser invencions de l’ànima que em pintava com a real el que no existia. Ah, jo m’hi vaig deixar atrapar. I no era res més que una ombra de realitats i no les realitats, una semblança d’evidència, però no l’evidència que posa a la llum la mentida. I com, en efecte, de tot el que se’ns apareix en els nostres somnis, un cop estem desperts no en trobem res de res, i que sovint tot se’n va volant, així mateix tot aquest brillant decorat en què jo he viscut un moment, s’ha apagat en el curt espai d’un instant. (...) Encara que ells fossin ciutadans del país amb tots els drets, un dia jo els vaig tractar injuriosament com a estrangers sense drets civils per complaure els seus adversaris, una barreja de gent indisciplinada i canviant, que per a desgràcia meva, m’afalagaven i m’enganyaven. Heus aquí per què, caigut en desgràcia, exiliat, proscrit del mon habitat, estic reclòs en aquest lloc.
Como colofón a esta edición del In Flaccum, de Filón de Alejandría, Llogari añade una narración titulada El náufrago en la que, de modo muy sutil puede verse, en efecto, un paralelismo con la conversión de San Pablo, del mismo modo que el In Flaccum, con la persecución de los judíos, de los cristianos en el caso de Saulo, y la contrición correspondiente tras la «revelación», servirían de esquema formal para la «invención» del último apóstol y el primer propagandista no solo de la fe, sino, sobre todo, de la Iglesia como institución. 
Yo cumplo mi cometido con la recensión de esta obra clásica de un judío helenista que se lee con el mismo interés con que debieron hacerlo a partir del año 40 de nuestra era aquellos lectores que se sintieron «tocados» por el drama terrible que describía. Sobre otras cuestiones de mayor enjundia bíblica, teólogos y especialistas en literatura comparada tienen la iglesia y la vida académica…




«La peor parte. Memorias de amor», de Fernando Savater o la historia de un amor total.

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Sara Torres, "Pelo Cohete"














El epicedio narrativo en la muerte de Sara Torres, «Pelo Cohete»,  escrito, ¡a duras penas!, por Fernando Savater, su novio, o los que lloramos mucho vemos más claro que los demás, por eso lloramos.

La peor parte de mi vida consiste en tener que contar cómo fue lo mejor y cuánto de maravilloso perdí cuando se fue para siempre.

Es propio de las almas anchas y profundas atormentarse: las tempestades ocurren en el mar, no en los charcos.

Había comenzado a escribir esta recepción adherida, que no crítica, justo después, en el cuaderno donde improvisé la despedida a mi hermano mayor, muerto repentinamente, muy a mi hondo pesar, el pasado mes de julio. «No sé, si soy, después de haber llorado tantas veces a lo largo de la lectura, el crítico más adecuado para explicarles a los intelectores sus virtudes y sus defectos, porque La peor parte nada tiene de libro al uso, ni siquiera en el terreno de las memorias, cuando quien escribe se confiesa totalmente desmemoriado”,  había comenzado a escribir en ese cuaderno de viaje, porque acabé el libro en Cardona y, antes de extractar las citas posibles, quise adelantarme a todo para confesar la lectura emocionada que acababa de hacer.
He llorado, en efecto, ¡y mucho!, pero ando yo con el lagrimal flojo desde la muerte de mi hermano, en primer lugar, y, después, ¡cómo no conmoverse con una historia de amor tan estrecha y duradera!, cuando quien esto escribe vive la suya aún más larga y no menos intensa, pero, ¡afortunadamente!, sin el giro dramático que ha tenido la de Fernando Savater y que él nos cuenta en este libro lleno de momentos enternecedores, pero, también, ¡biografía obliga!, de sano humor y de compromiso político. La que no aparece ni por asomo en todo el libro es esa disciplina siempre en disputa, la Filosofía, de la que él, en su rama de la Ética, siempre ha sido profesor universitario. Con razón dice él, un confeso vitalista y amante de saber alegrarse la vida casi con cualquier cosa, motivo o circunstancia: Mi verdadero defecto, empero, era (y lo ha sido hasta hace muy poco) uno realmente devastador, de esos que condenan a la trivialidad los asuntos reputados más serios de la vida, pero que a la vez nos salvan de caer en abismos sin fondo que se tragan enteritos a personas más formales: me refiero a mi prodigiosa capacidad de divertirme, en cualquier circunstancia y contra viento o marea. (…) Salvo en los cócteles y en las conferencias de mis colegas, soy capaz de exprimir gotas de diversión de cualquier felpudo.
No se da el caso en este libro, el que más le ha costado escribir y en el que más ha querido rendir tributo a «Pelo cohete» que verter su caudaloso río de penas, lágrimas y desesperaciones varias, aunque reconoce, eso sí, que la vida, su vida, ya no puede ser la misma, porque la naturaleza de su unión con Sara Torres lo había marcado indeleblemente. Quedarse solo le ha supuesto una experiencia trascendental: Lo primero que aprendí, como ya he dicho, es que uno puede perder las ganas de vivir sin por ello adquirir ni mucho menos el apetito de morir.
Podríamos decir, aunque parezca un contrasentido, después de lo llorado, más que de lo dicho, que La peor parte sea un libro vitalista, pero es que es así:  la evocación que Fernando Savater hace de Sara Torres es una hermosa carta de amor y lealtad, y como tal ha de ser leída. Savater repite varias veces a lo largo del texto que solo escribía para «conquistar» a su novia, que solo buscaba la recompensa de su aprobación, la única que le valía la gloria o, en caso contrario, la desazón más sombría: Te debo algo más que las lágrimas porque te gustaba que escribiera para ti y a mí nunca nada me gustó más que darte gusto. Del mismo modo que García Márquez popularizó aquello de que escribía para que lo quisieran, Savater hace suyo el aserto y lo entraña hasta un nivel extraordinario de «dependencia»: Desde hace treinta años, yo escribía para que ella me quisiera más. Cualquier escritor en un situación de pareja como la de Savater se suele plantear cómo influye su relación en su escritura. En mi caso particular, mi variante es que escribo porque me quieren, y, llegado el caso, de una (¡vade retro!) desestimación, literal, de mi persona, no creo, sinceramente que fuera capaz de seguir escribiendo ni una línea.
Algo tiene el amor, en efecto, para que sea tan poderoso. Y este libro de Savater es, esencialmente, una celebración del amor concreto, el de él y Sara, un amor que no rehúye ni la afirmación que más me ha llegado al alma: En el fondo no fuimos amantes ni «compañeros» (horrible expresión, propia de los naipes o del tenis, pero no del amor), tampoco matrimonio: fuimos novios, siempre novios, de los de toda la vida, de los de «anda cuelga tú», «no, tú primero». La de veces que he escandalizado a mi propia hija cuando la reprendo jovialmente por alguna salida de pata de banco y le recuerdo que no se está dirigiendo a su madre, ¡sino a mi novia!, y que mucho cuidadín… Leer esa comunión de concepto en el libro de Savater ¡cómo no me iba a emocionar! La sólida unión entre los protagonistas del libro es de una naturaleza tan entrañable que se ha de haber vivido algo igual para entrar en la vida de ambos con el respeto y el cariño con que Savater nos invita a hacerlo.
El libro está repleto de la sabiduría narrativa que el autor ha derramado a lo largo de una fértil carrera de publicista que ha atendido a una multitud de aspectos de nuestra vida  cotidiana, de ahí que no falte en el libro ese aire sentencioso que él tan bien domina, el de la cita exacta, que se extiende a su propio pensamiento y al dolorido sentir con que decidió ofrecer esta libro a su novia del alma suya: Hoy mi lectora esencial ya no está y el paraíso de dos que compartimos se ha convertido en infierno de uno. Pues sí, algo así como la «expulsión del paraíso» es lo que nos cuenta Savater en este homenaje a quien fue su vida, a la persona por quien sentía, por primera vez en su vida, el amor esencial: Un amor que no desazona y perturba cuando está vivo, que no aniquila cuando pierde irrevocablemente lo que ama, puede ser afición o rutina, pero no auténtico amor.
 Hay, mezclada con el dolor de la rememoración, una teoría del amor que «comprarán» inmediatamente cuantos lo hayan experimentado al nivel que él lo hizo: Nunca dejé de preferirla, ni siquiera llegué jamás a plantearme mi incuestionable preferencia por ella. Jamás he dicho a otra mujer «te quiero» ni en el más histriónico engatusamiento para llevármela a la cama; hubiera sido una blasfemia contra la única divinidad respetable, el amor verdadero. Fernando Savater descubrió, por suerte para él, y ello forma parte de lo más doloroso de su presente, el poder de ese sentimiento amoroso sobre cada uno de nosotros: Nadie individualizado por el amor, que es lo que nos hace ser de veras únicos para los otros como lo somos para nosotros mismos, puede ser sustituido ni reemplazado. ¿Qué otra cosa es el amor sino lo que nos hace irreemplazables? Y el corolario a ese descubrimiento, lo halló en Goethe: «Da más fuerza saberse amado que saberse fuerte».
«Complicidad» es un concepto que explica bien la unión singular de dos seres que entretejen sus vidas respectivas para conseguir, sin proponérselo, una unidad superior, un «nosotros» que está por encima de nuestros pequeños egoísmos y narcisismos: en el auténtico «nosotros» de una pareja no hay lugar ya para los yoes, por más que a veces pretendan asomarse y manifestarse, porque cualquier manifestación del yo extrae la fuerza para realizar lo que sea de ese plural en el que se ha integrado, y solo gracias a él. Savater lo describe gráficamente cuando describe cómo recibe a Sara con unas rosas en la estación: «Hola, por fin, se me ha hecho largo, qué tal tú, son muy bonitas, tonto». Y yo sentía dentro del pecho una afirmación universal, como una cruz al mérito concedida por doses pícaros y generosos pero también exigentes, algo que ya nunca ha vuelto a pasarme. Esa «afirmación universal» es la plenitud del amor y de la vida. Muy lejos de ella estaba Juan Ramón Jiménez cuando escribió a propósito de su mujer Zenobia Camprubí: ¡Qué trabajo me cuesta/ llegar, contigo, a mí!
 Menudean los fragmentos en los que Savater recuerda, emocionado -¡y con qué facilidad contagia esa emoción al intelector «entregado» enseguida, desde el primer capítulo, a la recreación de su «proceso de amores» con Pelo Cohete!- su relación con Sara, de la que yo escojo esta exclamación de ella en la que volvemos a encontrar la misma «afirmación universal» que había sentido Savater: «Qué bien nos arreglamos los dos, ¿eh?» , y a la que responde inmediatamente el autor: Y así fue, vida mía. Hasta que nos separó lo que no tiene arreglo…
El libro nos cuenta, hasta donde el pudor de su novia lo permite, porque ella era muy reservada con zonas de su pasado que la perturbaban, de forma sucinta, pero elocuente, la vida de Sara, el modo brusco como se conocieron, la independencia gatuna de ella y su valor cívico: No he conocido mujer más femenina y menos afeminada. Por eso tenía tanto coraje. No puede extrañarnos que Savater destaque de ella, además de su vitalidad desbordante, una notable inteligencia y es encantadora la manera que tiene de pedirles a los intelectores  respeto para un juicio en modo alguno parcial: Pelo Cohete fue la persona más genuinamente inteligente que he conocido. (…) Cuando digo «inteligencia», hagan el favor de concederme que sé lo que me estoy diciendo. Para ser franco («hablando a calzón quitado» es la picante expresión que emplean en el Cono Sur), no me tengo precisamente por tonto, sobre todo comparado con lo que corre por ahí y es admirado como una franquicia de los Siete Sabios de Grecia. Y ya se sabe el valor que tiene la inteligencia en las relaciones amorosas: Un espíritu embotado, vulgar, repetitivo, envilece enseguida toda hermosura; en cambio, la presteza de ingenio auténtico, original, hace «resplandecer» inmediatamente los rasgos menos agraciados. Quizá una muestra inequívoca de esa inteligencia es que [a ella] solo le eran antipáticos los prepotentes, los arrogantes sin mérito, por pura presunción, fueran de la cepa que fuesen. Estamos hablando, pues, de una mujer «fuerte», «corajuda», de lo que en las conversaciones coloquiales decimos «todo un carácter», de ahí que Savater recoja, con sublime corolario, esa faceta suya: Cada vez que se enfadaba conmigo (¡y cómo se enfadaba!, algunos aún creen que siempre estábamos peleando) yo sufría por ella, porque se hiciera daño fingiendo hacérmelo. Es propio de las almas anchas y profundas atormentarse: las tempestades ocurren en el mar, no en los charcos.
Aunque compartieron lucha  cívica e intelectual contra el terrorismo de ETA, mundo al que Pelo Cohete fue afín antes de que se iniciara la Transición del 78, Savater nos describe un noviazgo lleno de escenas cotidianas y extensibles a cualquier pareja con inquietudes estéticas parecidas a las suyas: esos momentos en los que te duermes durante la proyección de la película de cada noche, en que arreglas algo de la casa, en los que compartes compras comunes, en los que te sorprende un atavío del otro…Ellos, concretamente, compartían la afición a los géneros fantástico y de terror, en los que pasaban por exquisitos especialistas. Ella más que él, según confesión de Savater: Entre las mil cosas que nos unían dur comme le ferhubo algunas inconfesables y otras ingenuas, la mayoría ingenuamenete inconfesables. La más explícita fue nuestra afición… qué digo afición, pasión, por lo fantástico y monstruoso. ¡Y menos mal que el autor se confiesa un desmemoriado total, nada apto para cultivar con fiabilidad el género memorialístico!: Mi mayor dificultad para desempeñarme como memorialista es que se me olvida todo (nombres, fechas, lugares, situaciones) con prontitud asombrosa. Solo me quedan grabados algunos episodios inconexos, como flotando en el vacío, y es la imaginación quien rellena el hueco entre ellos con sus intencionados caprichos. De lo que puedo dar fe, sin embargo, es de que de lo esencial Savater guarda una memoria excelente, porque lo «esencial» son los sentimientos que atesora. El resto, como señala con su habitual lucidez, es accesorio: A pesar de haber constituido el tema poético por excelencia, el amor no puede  realmente ser descrito porque carece de exterior: es todo por dentro.
La vida de activista de Sara Torres contra el terrorismo, el nacionalismo y a favor de la democracia, la compartió con su novio, quien se ha singularizado valientemente en ese deber cívico de alzar la voz contra la irracionalidad nacionalista siempre dispuesta a defender antes los derechos de la tribu que los derechos individuales.  No he querido hacer una contabilidad del espacio que le dedica a su enfermedad y muerte y del que le dedica a la lucha cívica, pero a los seguidores políticos de Savater no les defraudará la lectura de unos páginas en las que se despacha a gusto, también en nombre de su novia, contra el principal peligro que afronta nuestra democracia: el resurgir de los nacionalismos totalitarios de los 30 del pasado siglo, convenientemente disfrazados con su versión cibernética y su demagogia del culto al voto fuera de la ley. Ambos hubieron de vivir con escoltas, dado el peligro físico que corrían, lo que los llevo, él tan donostiarra de pura cepa y enamorado de su ciudad, a veranear en Palma de Mallorca, en un apartamento ( Ese pequeño apartamento alquilado en San Telmo fue en realidad lo más «nuestro» que tuvimos), por su seguridad. Resulta muy emotiva la relación que estableció Sara con su guardaespaldas, un joven extremeño con quien incluso llegaron a hacer turismo por esa bella tierra. De hecho, el escolta extremeño, Juan Carlos, que apareció por el tanatorio cuando la velaban: Creo que era el único allí que lloraba más que yo. Y es que aunque era, al parecer, proverbial el «carácter fuerte» de Sara, también lo era el tacto en el trato, como dan fe cuantos tuvieron relación con ella, los Pagazaurtundúa entre otro.
Me ha llamado la atención una revelación que rezuma actualidad por los cuatro costados. Pelo Cohete preparó un vídeo con algunos highlights de la propaganda nacionalista… Recuerdo como pieza destacada un rap bailado por niños de ocho o diez años, encapuchados como alevines de etarras y con un estribillo que pedía con malos modales que los españoles se fueran de Euskal Herria… Copias de esa cinta, que era un formidable esfuerzo informático sobre las bases propagandística del separatismo y el terrorismo fueron enviadas a periodistas de los principales medios de comunicación tanto escritos como audiovisuales, sin respuesta ni resultado alguno. (…) Hoy, cuando escribo estas líneas en los últimos días de 2018, mantienen la misma actitud de avestruces cívicamente suicidas respecto a Cataluña. En efecto, estamos comprobando in situ la labor de alienación ideológica que se practica en muchas escuelas de Cataluña sin que los diferentes gobiernos centrales crean que tengan nada que decir al respecto. Otro tanto podría decirse de la frivolidad con que muchos han abordado la sangrante realidad vivida en el País Vasco, que ha hecho incluso emigrar a cuantos directa o indirectamente han percibido que sus vidas corrían serio peligro de permanecer allí. Savater es meridianamente claro al respecto: En efecto, siempre me ha asombrado el despiste del resto de los ciudadanos españoles sobre lo que ocurría en mi desdichada patria chica. Todavía hace nada, cuando apareció la excelente novela Patria de Fernando Aramburu, la gente me comentaba como despertando de una larga siesta: «Pero ¿todo esto es verdad? ¿Tuvisteis que aguantar ese martirio?».¡Y hay que ver la cara que ponían y aún ponen algunos cuando les digo que la famosa novela es mucho más suave y soportable que nuestra realidad cotidiana durante tantos años! No olvidemos que, como pasa ahora con el prusésantidemocrático catalán, los terroristas inspirados por Sabino Arana (un personaje que se situó ideológicamente en su día un poco a la derecha de Gengis Khan) atacaban al Estado porque era España y les daba igual que fuese democrático o dictatorial; les bastaba saber que era España, nada podía ser peor. 
Recoge Savater, con sumo dolor, el asesinato de Joseba Pagazaurtundúa -recordemos la unión estrecha que Fernando y Sara han tenido siempre con Mayte, su hermana, y actual europarlamentaria por Ciudadanos- y nos ofrece una de esas estampas que desnudan la doble e hipocresía de ciertas fuerzas vascas, el pnv y la iglesia: Cuando se presentó el lehendakari Ibarretxe [En la capilla de Joseba Pagazaurtundúa], fue Iñaki, en representación de la familia, quien le agradeció su presencia y su interés, pero le dijo que aquel espacio estaba reservado ara los amigos y que él no era considerado uno de ellos. Lo mismo se le hizo saber al repelente obispo (valga el pleonasmo) Uriarte, que por lo visto se lo tomo muy a mal.
Contrasta este activismo, ¡y muy poderosamente!, con una afirmación que no conviene pasar por alto, aunque no tenga en el relato el relieve que merece, acaso porque a su autor le parece una obviedad, pero que a cualquier intelector le conviene recordar siempre, porque en esa actitud vital se fragua la libertad de la conciencia y el gozo de vivir: Para mí vivir no es una experiencia política (he conocido otros casos y muy respetables en que lo era) ni tampoco económica o científica, sino poética. Y ya puestos, recordemos que, aunque es voz para tan alto menester, el origen de la palabra, poético, es el «hacer» artesanal, con las manos, del griego ποιέω.
En fin, cierro aquí, porque a lo largo de esta recensión también se me han escapado no pocas lágrimas, este homenaje de Fernando Savater a quien le daba sentido a su vida y cuya muerte le ha dejado en ese territorio insólito de la desorientación para quien con tanta lucidez, por suerte para sus intelectores, sigue viendo lo que pasa, lo que nos pasa, lo que se le ha quedado dentro, la peor parte, esa que ha exorcizado en estas páginas que a mí me remiten a La pérdida de profundidad, de Julian Barnes, una reacción escrita, más controlada en la extensión, al fallecimiento de su mujer. Dos libros que pesan lo mismo, puestos en la balanza de las experiencias intelectoras: dos joyas del dolor con las que uno disfruta leyendo tanto como sufre. Pero no me quiero despedir sin esa cita con que Savater resume perfectamente lo que le ha ocurrido: «Reconocí a la alegría por el ruido que hizo al marcharse», dijo Jacques Prévert (el poeta preferido de Pelo Cohete cuando la conocí).

Morir en soledad. Vaciar la morada.

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Los recuerdos  de una vida que devienen los escombros de una existencia...
Hace unos años, una película, Still Life ("Nunca es demasiado tarde") de Uberto Pasolini, me enfrentó a una situación desoladora: un funcionario municipal era el encargado de buscar a los herederos de las personas fallecidas y por quienes nadie se interesaba, y ello con la intención de hacerles llegar la noticia de su muerte y la posibilidad de conservar los bienes que desamparó la muerte de su pariente. 
Ayer, viendo Un homme idéal ("El hombre perfecto") de Yann Golan, me enfrenté a una situación relacionada con aquella pero que suponía una vuelta de tuerca en la desolación con que la contemplé: los operarios de una empresa entraban en el domicilio de quien acababa de morir sin familia alguna con una orden muy concreta: vaciarlo, deshacerse de todo, dejar la vivienda como si jamás hubiera sido una morada, convertirla en un espacio literalmente deshabitado, dispuesto para recibir a quienes tomaran posesión de ella ignorando, como suele ser habitual, quién la habitó antes que ellos.
         Las grandes y resistentes bolsas de plástico engullían, habitación por habitación, todos los enseres que, propiamente, lo habían sido: en-ese-ser, para él,  tenían sentido y formaban todo su mundo íntimo y reducido a las fronteras de su morada: fotografías, prendas de vestir, objetos de decoración, ropa de cama, utensilios de todo tipo, libros, mapas, lámparas bajo cuya luz había leído o cosido o se había cortado las uñas, espejos en los que se había reflejado, vajilla sobre la que había puesto el alimento que lo nutría... ¡Todo acababa en el saco de plástico negro, fundiendo en él, como en las películas, los capítulos cotidianos de una vida común!
Uno de los operarios descubre, en lo alto de un armario, un manuscrito de la participación en la Guerra de Argel del propietario. Se trata de un jovencísimo escritor sin inspiración ni habilidades que pretende acceder por la vía rápida del robo y la impostura a la fama y a la riqueza, y ese manuscrito va a ser el vehículo que le permita alcanzarlas, ambas, la notoriedad y el dinero. Pero eso es ya el resto de la película que aún, cuando escribo estas líneas no he acaba aún de ver, y que ya criticaré en su día, sin duda, en El ojo cosmológico, porque la película, excelente, lo merece.
Permítanme que me quede durante unos párrafos con el acerado dolor de la existencia presta a desaparece del mundo de los vivos que supone la muerte en soledad de tantos y tantos ancianos que, sin familia viva, son el último testimonio de sí mismos, quienes, una vez fallecidos, serán fatalmente devorados por el silencio espeso del olvido. El refranero es cruel, o económico, que no sé qué es peor, en este sentido: el muerto al hoyo…. Pero ayer, ante la visión de esa casa “puesta”, llena aún del hálito vital del morador que en ella acabó sus vidas, sabiendo, estoy seguro de que no lo ignoraba, que todas sus pertenencias acabarían transformadas en «escombros» de una vida construida con todas esas dificultades propias del vivir de cada cual, porque la vida es siempre una carrera de obstáculos en pos de una meta o una recompensa que no existen.
Que la vida no tiene «finalidad» es algo que solo estamos dispuestos a reconocer al final de ella, cuando intuimos, como le debió de haber pasado al fallecido en esa película: que todo lo que dejamos y que estábamos acostumbrados a llamar «nuestro» no es más que una ficción de propiedad: una vez extinguida nuestra vida, todo lo engullirá la in-significancia. Perder su sentido es, si acaso, el destino de todo a lo que nosotros se lo damos con nuestra existencia, cuando estamos, al final de nuestra vida, solos en la dimensión más espeluznante de esa palabra.
Ayer, ante la contemplación de ese necesariamente insensible vaciamiento del piso del hombre fallecido, ¡cómo agradecí haber hecho realidad la decisión de tener hijos! No soy un ingenuo sentimental, que quede claro, y sé que los hijos pueden ser, respecto de las pertenencias de los padres, tan o más crueles e indiferentes que la ausencia de ellos. Yo me quedo, sin embargo, con la promesa de mi hijo, cuando yo le dije que iban a tener que pagar para sacar de la casa tantos miles de libros cuya presencia nos conforta cada día: “De esta casa no saldrá ni un solo libro, papá”, dijo. Quisiera que en el más allá de la ceniza no haya ninguna ventana que dé a la realidad de la que desaparecemos…
Entristecí en cuanto vi que se desplegaban los sacos inmensos e iban cayendo en ellos tantísimos objetos como «definen» y «describen» nuestra vida con una propiedad que acaso solo a los familiares les es dado ver en su verdadera dimensión. ¡Qué atrocidad me pareció que, de repente, todo perdiera su significado, su historia, la huella del tiempo y de la vida que una existencia había impreso en ello!  A su manera, es una sensación agria y dolorosa que solo puede dulcificarse cuando esos objetos acabaran en un mercado callejero o en los estantes o alacenas de una tienda de antigüedades: ese es el encanto que tienen para mí esas almonedas, cacharrerías, mercadillos y antigüedades: percibir la vida a la que han estado asociados todos esos objetos, ahora a la venta.
Lo que mostraba, la película, sin embargo, era la confusión del caos en que se sumaba todo a la insignificancia: nada merecía la pena ser rescatado para seguir teniendo un contacto humano; antes al contrario, cuanto más «marcado» estuviera emocionalmente el objeto, menor era su valor y más justificada estaba su entrada en el agujero negro de las bolsas que se dilataban para recibir en sus hórridas y negras entrañas dichas manifestaciones de vida. ¡Doble muerte era la que esos «vaciadores», auténticos «creadores de vacío», ejecutaban con su acción: despojando al fallecido de la memoria material de su vivir cotidiano! A punto de se considerado un «trasto» más que se había adelantado al destino de lo que lo rodeaba.
Entrar en el año con esas imágenes terroríficas, *nadificantes, no le puede alegrar a nadie, imagino; pero tienen la virtud de obligarte a definirte ante la inminencia de tus inevitables postrimerías, una reflexión a la que nos aboca la fragilidad de la existencia frente a los acosos de la enfermedad, los accidentes o la obra de los gobiernos ineptos…
Apegarse a las cosas tiene escaso sentido; pero, sin embargo, ¡quién escapa a ese sentido de la pertenencia y la propiedad! Entristecido andamos, mi Conjunta y yo, porque una alcaldesa demagoga nos obliga a deshacernos de un coche familiar ¡en el que tanto bueno hemos vivido! No llega a la categoría de mascota viva, pero no le anda muy lejos… No diré que somos lo que tenemos, porque, como bien advirtió Unamuno, ¡Cuántas veces no llamamos nuestras a cosas de que somos poseídos!, pero estamos en lo que tenemos con una confianza y una comodidad que a veces nos falta para con las personas que nos rodean…
No tardaré en reflexionar, en la crítica correspondiente, sobre la pueril y narcisista aspiración a la fama y a la riqueza del protagonista de la película, sobre todo cuando se intenta dar el famoso «gato por liebre» en un mundo, la República de las Letras, en la que no escasean ni los intuitivos brillantes, ni los hermeneutas sabuesos…



   

«Las bodas de Cadmo y Harmonía», de Roberto Calasso, o el paso de la mitología a la Historia.

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Roberto Calasso aborda la mitología griega desde la perspectiva de textos nada canónicos que le permiten una visión esencial del significado de dichos relatos para el mundo griego, y especialmente para Atenas.

Las bodas de Cadmo y Harmonía es un denso libro poético y filosófico de Roberto Calasso que deslumbró en el momento de su aparición, allá por 1988, y que, como otras tantas lecturas, postergué hasta que el júbilo del retiro laboral me permitiera afrontarla con lo que la lectura requiere: la ausencia de compromisos, de urgencias, de exigencias vitales imperiosas, y la entrega a la lentitud lectora indispensable, sin la que es muy difícil adentrarse en estas páginas tan llenas de descubrimientos luminosos como de relecturas de la mitología canónica.
Ni siquiera, después de su lectura, estoy muy seguro de haber extraído de ella todo el caudal de luminosas intuiciones que Calasso nos regala, extraídas, a su vez,  de su propia lectura de un mundo de relatos que condicionó la existencia de la Hélade -una realidad indiscutible para quienes formaban parte de ella en su momento, sin que sintieran nunca la necesidad de plantearse qué era ni cómo se definía- duranta tantos siglos y del que nació nuestra literatura y nuestra filosofía, si bien esta última lo hizo en permanente conflicto con esa otra percepción de la realidad que es el mito.
De hecho, lo que vamos a descubrir, de la mano de Harmonía, es que el mito es el precedente de cualquier gesto, el forro invisible que lo acompaña. Para entender la entidad del mito en la vida griega, hemos de entender lo que significaban los mitos para Platón: Ya Sócrates, poco antes de morir, lo había aclarado: se entra en el mito cuando se entra en el riesgo, y el mito es el encanto que en ese momento conseguimos hacer actuar en nosotros. Más que una creencia, lo que nos rodea es un vínculo mágico. Es un hechizo que el alma aplica a ella misma. «Hermoso es, en efecto, este riesgo, y con estas cosas en cierto modo tenemos que encantarnos [epádein] a nosotros mismos».  Epádein es el verbo que designa el «canto encantador». «Estas cosas», en la banalización de la forma pronominal, son las fábulas, los mitos. Y  esos mitos se oyen en Grecia, en los versos de Homero que repiten los aedos justo cuando comenzaron a menudear por Grecia los primeros representantes de una secta del Libro: los órficos.
Así pues, los «misterios» y los «santuarios» están estrechamente unidos a la vigencia de esa realidad mítica en que vive sumergida la sociedad griega. A este respecto, como defiende Calasso:  Si un rito es secreto, se debe a que «imita la naturaleza de lo divino», que escapa a nuestra percepción. Aunque nos adelantemos al desarrollo del libro, no está de más recordar que todo este mundo mitológico colindante con el de la superchería, la superstición, contempló la aparición de los impostores que se aprovecharon de la devoción popular para sacar un beneficio de la impostura. Calasso recoge en su libro, como ejemplo de esas fuerzas que operaron contra el sistema religioso mitológico griego, la historia de Alejandro de Abotonicos, narrada por Luciano de Samosata para escarmiento de creyentes y con su acerado punto de incredulidad. Aún no sabemos con certeza si el personaje existió realmente Algunas gemas, algunas monedas, algunas inscripciones lo confirman. Pero, aparte de esas imágenes silenciosas, su vida solo ha dejado huellas en el desenfrenado panfleto de Luciano contra él. ¿Debemos creer a Luciano? Es difícil decirlo, pero la pura fuerza de la literatura nos arrastra.
Recapitulemos, de la forma más sucinta, esa existencia para comprobar la fuerza no solo literaria, sino embaucadora de semejante personaje: Bellísimo de joven. Se hizo prostituto. De un charlatán aprendió el oficio del embaucamiento. Vagaba vendiendo hechizos. Se unió con una mujer rica. Compro en Pella unas serpientes inofensivas. Funda un oráculo. Elige Abotonicos para instalarse. Sepulta en el templo de Asclepio de Calcedonia unas tablillas de bronces. Las desentierra y lee lo que estaba escrito: Apolo, padre de Asclepio, estaba a punto de instalarse en Abotonicos. Los ciudadanos votaron la construcción de un templo. Hizo el número del huevo del que nace la serpiente, como si él fuera un nuevo Asklepios. Según Luciano, ganaba entre setenta y ochenta mil dracmas al año. Había profetizado que viviría ciento cincuenta años y que el rayo le mataría. Murió antes de los setenta, porque se le había gangrenado una pierna y estaba infestada de gusanos. En resumen: De Alejandro de Abonoticos jamás sabremos si era el sórdido embustero descrito por Luciano o un sabio que, en tiempos tardíos, escenificaba el origen. Allí donde pugnan la autoparodia pagana o la requisitoria cristiana, allí onde lo innoble y lo ridículo imperan, repasa con mucha frecuencia el secreto más antiguo.
Calasso traza aquí, en estas páginas brillantes, el proceso mediante el cual se pasa en Grecia del mito a la Historia, un final que coincide con la muerte de Ulises y un principio que nace de un relato contado de muchas maneras. En la selección de las fuentes mitológicas es donde Calasso opera una transformación que lo lleva al descubrimiento de esos conceptos capitales no solo para entender la propia mitología, sino, sobre todo, para entender el mundo griego y el nuestro propio.
Escojamos, por ejemplo, el mito del origen:   Eran una pareja majestuosa e inmóvil: eran Tiempo-sin-vejez y Ananké. Del coito que se ocultaba en el nudo de su abrazo nacieron Éter, Caos y Noche. (..) Luego, separándose de Ananké, la serpiente se enroscó alrededor del huevo luminoso. ¿quería triturarlo? Al fin la forma se rompió. Desprendía una luz radiante. Apareció el aparecer*. (…) Después de haber roto la envoltura, el padre serpiente se enroscaba alrededor del cuerpo del hijo. en la parte superior se reconocía la cabeza del padre que miraba al hijo y una hermosa cabeza de muchacho que miraba dentro de la luz emanada por su propio cuerpo. Era Fanes, el Protogonos [«primogénito»], el primer nacido en el mundo del aparecer. Era la «llave de la mente». (…) Fanes, copulando consigo mismo, preñó su sagrado vientre. Parió una serpiente, Equidna, con un soberbio rostro de mujer rodeado por una vasta cabellera. (…) Después Fanes engendró a Noche, que ya existía antes que él; pero Fanes debía de todos modos engendrarla, porque era todo. Convirtió a Noche en su concubina. Fue huésped en su caverna. Nacieron otros hijos, Urano y Gea. Poco a poco, con la luz   que seguía manando de la cima de su cabeza, Fanes compuso los lugares donde habitarían los dioses y los hombres, Las cosas entraron en el aparecer.
 [*A pesar de la tosquedad, y dada la condición laberíntica del libro de Calasso, en el que, tan pronto seguimos un orden lineal como nos remontamos a los orígenes o, con antelación a estos, recalamos en las postrimerías boqueantes de la existencia de los relatos como parte inmanente de la vida de los griegos, me voy a permitir subrayar con la negrita -aunque suene a paradoja- esos destellos luminosos que se reparten a lo largo del libro y que representan, a mi juicio, seguramente desnortado, los ejes cardinales de la propuesta de Calasso.]
El planteamiento de la obra, sin embargo, no es lineal, sino simultáneo, porque la mitología actúa toda ella sobre la realidad al mismo tiempo: no existe el tiempo en ella o ella acoge en sí todos los tiempos. Las historias mitológicas constituyen una maraña de historias en la que es difícil trazar líneas causales o ejes diacrónicos: todas «son» al mismo tiempo, eso es, y como hemos dicho antes, el tiempo que no contiene tiempo alguno: Las historias jamás viven solitarias: son ramas de una familia, que hay que recorrer hacia atrás y hacia delante. De hecho, como señala Calasso, durante generaciones  los griegos contaron los años refiriéndose a la sucesión de las sacerdotisas en el Heraion, aquel santuario cerca de Argos donde podía verse sobre una tabla votiva, la boca de Hera que se cerraba amorosamente alrededor del falo erecto de Zeus. Ninguna otra diosa, ni siquiera Afrodita, había admitido una imagen semejante en sus santuarios.
Calasso no arranca desde Fanes, su abordaje a mundo tan complejo, sino del rapto de Europa. Arranca de Creta y de la importancia de la figura del toro, divinidad cuya forma adoptará Zeus para el rapto de Ío, y enemigo al que ha de derrotar Teseo para fundar Atenas, o mejor dicho, para refundarla políticamente, porque Cécrope fue su “primer rey” y luego Atenea la amurallará. Pero en el mundo de la mitología esto es lo usual: que las diferentes narraciones recuenten los mismos hechos desde perspectivas muy distintas e incluso con actores que parecen aparejados por algún demiurgo para la ocasión. Así, Teseo será el libertador de Atenas frente a Creta: El ateniense Dédalo construye en Creta un edificio que esconde detrás de la piedra tanto el  misterio (el trazado por la danza) como la vergüenza (Asterio, el Minotauro). Desde entonces y hasta hoy, el misterio es también aquello de lo que nos avergonzamos. Recordemos así mismo que en Delos, después de haber matado al Minotauro, Teseo ejecuta la danza de la grulla, que contiene cifrado el secreto del laberinto. Y Delos es el primer lugar de Apolo. 
Que los dioses no tienen escrúpulos morales escapa a nuestro limitado mundo axiológico, del mismo modo que las metamorfosis se nos aparecen como prodigios ajenos a nuestra mortalidad definitiva: somos los expulsados hacia la «indiferencia» del Hades, que es el rasgo más distintivo del infierno para los hombres: la anonimia, el olvido, la desaparición. El mismo Teseo fundador es quien, tras ser ayudado por Ariadna para matar al Minotauro,  abandona a Ariadna en la isla de Naxos. (…) Es una playa, batida por olas ensordecedoras, un lugar abstracto al que solo acuden las algas. Es la isla que nadie habita, el lugar de la obsesión circular, del que no hay salida, Todo ostenta la muerte, Es un lugar del alma. Con todo, conviene no olvidar que, a pesar de ser el héroe que refunda Atenas, su destino no escapa al aciago que la política reserva a sus elegidos: «Nada sin Teseo»: esta frase, que los atenienses se han repetido durante siglos, alude a eso: además de héroe, Teseo es el iniciador del héroe, aquel sin el cual el tosco héroe no podría alcanzar la totalidad iniciática: teleíōsis, teletē. (…) El fundador de Atenas tuvo también el privilegio de ser el primero expulsado de ella. «Después de que Teseo donara la democracia a los atenienses, un tal Lico consiguió, denunciándole, que el héroe cayera en el ostracismo.» Como concluye Calasso, los acontecimientos míticos son también cambios de paisaje.
A partir de esos momentos augurales, Calasso recorrerá la existencia de los principales actores mitológicos que han ayudado a configurar no solo el propio relato excepcional de los dioses, sino también el de la sociedad para quienes «obraban» con una inmanencia social anterior al relato de los mismos. De hecho, la línea de fuerza del planteamiento de Calasso, a mi modesto entender, va desde esa inmanencia hasta la aparición de la escritura, llevada por Cadmo desde Fenicia hasta Grecia, momento en que los mitos comenzarán a ser leídos, no a ser vividos de un modo «cosido» a la vida cotidiana, como una manifestación tan propia de ella como la vida de los habitantes de la polis: Cadmo había llevado a Grecia «dones provistos de mente»: vocales y consonantes unidas en signos minúsculos, «modelo grabado de un silencio que no calla»: el alfabeto. Con el alfabeto, los griegos aprenderían a vivir los dioses en el silencio de la mente, ya no en la presencia plena y normal, como todavía le había correspondido a él, el día de sus nupcias. Pensó en su reino deshecho: hijas y nietos descuartizados, descuartizadores, abrasados por el agua hirviente, asaeteados, ahogados en el mar. También Tebas era un cúmulo de ruinas. Pero ya nadie conseguiría borrar aquellas pequeñas letras, aquellas patas de mosca que Cadmo el fenicio había esparcido por la tierra griega, done los vientos le habían empujado en busca de Europa raptado por un toro surgido del mar. Así concluye Calasso esta travesía mirífica, lírica, emotiva e intuitiva que va desde el rapto de Europa hasta el legado de su hermano Cadmo a los griegos.
Dioniso, del mismo modo que Apolo vendrá después, en el capítulo siguiente, como la polarización sobre la que construyera Nietzsche buena parte de su filosofía -recordemos que el primer libro de Nietsche fue El origen de la tragedia, en el cual abordaba ya esa polarización entre Dioniso y Apolo- es un actor indispensable en esta trama de historias que se retuercen sobre sí mismas como Fanes se autoinseminaba. Dioniso fue concebido en el momento en que Zeus gritó el nombre con el que durante siglos sería invocado: «Euoi», o «evohé», que prefieren otros traductores -y eso es algo que tampoco nos puede chocar: las diferentes soluciones traductoras para el complejo mundo mitológico-, y a esa traviesa deidad nos la describe Clemente de Alejandría el primer «doctor de la Iglesia» del siguiente modo: La cristiana malicia de Clemente de Alejandría recuerda Dioniso como choiropsálēs, «aquel que toca la vulva»; mejor dicho que sabe hacerla vibrar con los dedos como las cuerdas de una lira. Y la gente de Cición le veneraba asimismo como «magistrado» de las partes femeninas, lo cual no es contradictorio, ya lo veremos con Aquiles, que jugaba como una niña entre niñas, con otra orientación sexual: el primer amor de Dioniso fue un muchacho. Se llamaba Ámpelo. Jugaba con el joven dios y los Sátiros en las orillas del Patolo, en Lidia. La actividad erótica de los dioses mitológicos está fundado, al decir de Calasso en que la cópula, mîxis, es «mezcla» con el mundo. Virgen es la señal aislada y soberana. Su correlato, cuando lo divino intenta tocar el mundo es el estupro. En la figura del rapto se fija la relación canónica de lo divino con el mundo madurado y hervido de los sacrificios. (…) Se dan dos regímenes de relaciones entre los dioses y los hombres: el convite y el estupro. El tercer régimen, el moderno, es la indiferencia, pero supone que los dioses ya se han retirado.
Un recurso constante del libro es cifrar en algunos objetos el hilo de unión argumental que da sentido a acontecimientos muy diversos. Pongamos por ejemplo el caso de Apolo y su relación con Corónide y las «coronas» como objeto simbólico en el mundo griego; ello le permite al autor un viaje etimológico que da unidad y coherencia al relato: Corónide estaba embarazada de Apolo cuando se sintió atraída por un extranjero que venía de la Arcadia y se llamaba Isquis. Junto a ella velaba un blanquísimo cuervo. Apolo le había encargado la custodia de la amada, «para que nadie la violase». El cuervo vio a Corónide que se entregaba a Isquis. Entonces voló a Delfos, a casa de su señor, para hacer de espía Dijo que había descubierto las «obras ocultas» de Corónide. Apolo, en su furia, arrojó el plectro. La corona de laurel cayo en el polvo. Miró al cuervo con odio, y sus plumas se volvieron de un negro de pez. Después Apolo pidió a su hermana Ártemis que fuera a Lacereia a matar a Corónide. La flecha de Ártemis se hundió en el seno de la traidora. Y, junto con ella, mató a muchas otras mujeres , a lo largo de las orillas abruptas del lago Boibeis. Antes de morir, Corónide confesó al dios que había matado también a su hijo. Entonces Apolo intentó inútilmente reanimarla Sus artes médicas se revelaron insuficientes. Pero, cuando el cuerpo perfumado de Corónide quedó tendido sobre la hoguera, alta como una pared, y el fuego ya lo atacaba, las llamas se abrieron ante la mano rapaz del dios, que extrajo del vientre de la muerta, ileso, a Asclepio, aquel que cura. (…) De Corónide quedó un montón de cenizas. Pero, años después, también de Asclepio quedaría un montón de cenizas, porque había osado devolver a la vida a un muerto, y Zeus lo había fulminado. (…) Koronē es el pico curco del cuervo, pero también es la guirnalda. ¿Y la historia de Ariadna no era acaso una historia de coronas? Koronē también es la popa de la nave y la culminación de la fiesta. Korōnís es la greca ondulada que señalaba el final de un libro: sello del acabamiento. Calasso nos recuerda, para coronar su excurso,  que se iba coronado tanto al sacrificio como a las nupcias. Más adelante, cuando entre de lleno en el mundo de los santuarios y los misterios, el «caldero de bonce» será el máximo símbolo de la compleja relación con los dioses, porque sí, hay, en efecto, toda una teoría sobre el sacrificio que veremos más adelante.
Apolo, al igual que Dioniso, también es afecto al amor homosexual, y prueba de ella es su particular relación con  Admeto, por quien Apolo aceptó otra prueba, quizá todavía más grave: ser pagado por el amado, como un pornós, como un prostituto vulgar carente de todo derecho, extranjero en la propia ciudad, despreciado en primer lugar por sus amantes. [Un prostituto, Apolo, «la raza peor entre los depravados»]. (…) Sobre la servidumbre de Heracles bajo Ónfale los poetas han ironizado. Pero sobre la esclavitud de Apolo con Admeto nadie se ha atrevido. [Admeto, en Tesalia, sustituta del Tártaro, es el dios de la muerte. El pecado de Apolo es querer sustraer a la muerte al señor de los muertos] Calasso igualmente nos recuerda que por amor a Admeto, Apolo emborrachó a las Moiras: esa fue quizá la fiesta más loca de la que ha quedado noticia, y de la que nada podemos decir, salvo que ocurrió.
Inmediatamente, el autor se nos vuelve antropólogo y nos relata la visión de la mujer en ese mundo en el que los mitos determinan los roles y los valores sociales: Temor y repugnancia se mezclan en la sensibilidad griega hacia la mujer: por una parte, está el horror por la mujer sin maquillaje, que «se levanta por la mañana de la cama más fea que las monas»; por otra, está a sospecha del maquillaje como arma del apátē, de un engaño invencible. El maquillaje y los humores femeninos se exaltan sucesivamente en una morbidez que enferma y debilita. Así pues, mejor el sudor y el polvo de la palestra. «El sudor de los muchachos sabe bien, mejor que todo el cajón de los ungüentos de la mujer.» (…) El amor entre mujeres ni siquiera se menciona, y es penoso comprobar cómo  en ciertos pasajes del género el traductor moderno traduce por «lesbianismo» esa palabra prohibida, sin percibir su incongruencia. «Lesbianismo» nada significa para los griegos, mientras el verbo lesbiázein significaba «lamer las partes sexuales», y la palabra tribádes, «frotadoras» indicaba las mujeres que aman a otras mujeres, como si en el furor de sus amores quisieran consumir la vulva.
A los lectores, hoy, pueda parecernos literalmente demencial el modo como la imbricación entre mito y vida determinaba la vida cotidiana en la Grecia antigua, pero ha de tenerse en cuenta que, como indica Calasso,  por cada mito narrado existe un mito no narrado e innominado que se insinúa desde la sombra, asomando con alusiones, esbozos, coincidencias, sin que jamás un autor se atreva a contarlo sin interrupción como una historia concreta. (…) Cuando la vida se encendía, en el deseo o en la aflicción, o incluso en la reflexión, los héroes homéricos sabían que un dios les movía. (…) El pueblo, obsesionado por la «insolencia» (hýbris) era el mismo que contempló con la máxima incredulidad la pretensión de que el individuo deba hacer algo. Lo que el individuo seguramente hace es lo mediocre; tan pronto como le roza un soplo de grandeza, de cualquier tipo, viciosa o virtuosa, ya no es él quien actúa. Después el individuo se desploma como un médium cualquiera tan pronto como le abandonan las voces. ¿Hemos de recordar, el daimon que decía Sócrates que guiaba sus pasos, sus actos e incluso sus palabras?
Calasso presta especial atención a Ananque, «la necesidad», algo así como la diosa sin culto ni representación, pero más poderosa que cualquier otra manifestación divina:  La Necesidad que en Grecia lo domina todo, incluso el Olimpo y sus dioses, jamás tuvo un rostro. Homero no la personifica, pero nos muestra sus tres hijas, las Moiras, hilanderas; o las Erinias, sus emisarias; o Ate la de los pies ligeros. (…) Existe un único lugar de culto reservado a Ananque: en las laderas del Acrocorinto [la Acrópolis de Corinto], el monte de Afrodita y de sus sagradas prostitutas, se encontraba un santuario de Ananque y Bía [Con Crates y Hefestos, redujo y cegó a Prometeo después de que este robara el fuego para dárselo a los hombres], la Violencia. (…)  Según Parrménides, el propio ser está rodeado por los «vínculos de cuerda» de la poderosa Ananké. (…) Fueron muchos en Grecia los que dudaron de los dioses, pero nadie expreso una duda sobre esa red invisible, y más poderosa aun que los dioses.[Ananque] (…)  Ananque pertenece al mundo de Cronos, es su paredra, con él se sienta en el trono polar como Zeus se sienta junto a Hera en el Olimpo.
Forma parte de las reflexiones habituales sobre el mundo griego la relación entre la belleza y el bien, dada la preeminencia que lo estético ocupó en el pensamiento y en la vida griegos. Llegará, lógicamente hasta Platón, pero los términos del debate nos lo plantea Calasso con brillante claridad:  Los griegos se evadieron de lo sagrado a lo perfecto, confiando en la soberanía de lo estético. (…) Debemos esta despreocupada inmediatez no ya a tò kalón, categoría demasiado grave, sino a la abrosýnē, palabra que no gozará del favor de los filósofos y que no podremos traducir si no es mezclando en la mente la delicadeza y el esplendor, la gracia y el lujo. «Yo amo la abrosýnē», dice otro verso de Safo, y tal vez sea su única confesión indudable. (…) La verdadera fractura de la helenidad, como cualquier otro de sus pasos irreversibles, se produce cuando Platón afirma por vez primera «cuánto difieren en su esencia la naturaleza de lo necesario y la del bien». (…) Lo Bello, en tal caso, o quedará bruscamente reabsorbido en el Bien, como agente suyo, instrumento y pedagogo, o permanecerá suspendido en el aire, como un hechizo maligno (goēteuma), que engaña a la mente para someterla aún más al imperio de la necesidad.
Forma parte de las reflexiones habituales sobre el mundo griego la relación entre la belleza y el bien, dada la preeminencia que lo estético ocupó en el pensamiento y en la vida griegos. Llegará, lógicamente hasta Platón, pero los términos del debate nos lo plantea Calasso con brillante claridad:  Los griegos se evadieron de lo sagrado a lo perfecto, confiando en la soberanía de lo estético. (…) Debemos esta despreocupada inmediatez no ya a tò kalón, categoría demasiado grave, sino a la abrosýnē, palabra que no gozará del favor de los filósofos y que no podremos traducir si no es mezclando en la mente la delicadeza y el esplendor, la gracia y el lujo. «Yo amo la abrosýnē», dice otro verso de Safo, y tal vez sea su única confesión indudable. (…) La verdadera fractura de la helenidad, como cualquier otro de sus pasos irreversibles, se produce cuando Platón afirma por vez primera «cuánto difieren en su esencia la naturaleza de lo necesario y la del bien». (…) Lo Bello, en tal caso, o quedará bruscamente reabsorbido en el Bien, como agente suyo, instrumento y pedagogo, o permanecerá suspendido en el aire, como un hechizo maligno (goēteuma), que engaña a la mente para someterla aún más al imperio de la necesidad.

No podemos seguir los meandros episódicos del libro de Calasso, todos ellos planteados desde perspectivas que aspiran a «unificar» una visión de la mitología griega y de su relación con la cultura helénica, sin detenernos en la figura ejemplar y cumbre de Atenea. En una brillante divagación que antecede a la descripción de la razón de ser de Atenea, el autor nos  demuestra la trascendencia que suponen ciertos dioses en este ámbito: La capacidad de control (sophrosýnē), la habilidad de dominarse, de dominar, la agudeza de la mirada, la sobria elección de los medios adecuados para alcanzar los fines: todo esto aleja la mente de las fuerzas, concede la ilusión de utilizarlas sin ser utilizado por ellas. (…) La mirada no ve la mirada. No reconoce que ella misma es una fuerza, como las que entonces pretende dominar. La mirada fría sobre el mundo modifica el mundo con una violencia igual a la del aliento inflamado de Egis, que abrasa una tremenda extensión de tierras, de Frigia a Libia. Atenea es la fuerza que ayuda a la mirada a verse a sí misma. Atenea preside la Acrópolis ateniense con su templo, el Partenón, pero Atenea, que tiene una historia curiosa con Zeus, es también la Atenea «pulsante», «Palas» Atenea, según relata Calasso la relación entre ella y su hermano Zagreo (el primer Dioniso), asesinado por los Titanes, ante la complacencia de Hera, y cuarteado y devorado por ellos: Pállein significa «pulsar»: Palas, «pulsante»: esto era Atenea, detrás de la fría superficie de las armas, allí donde tocaba la mente indivisible, que entonces por vez primera veía fuera de sí, en aquel sucio trozo de carne roja, abandonado a los perros. Con delicadeza, tonó el corazón en sus manos y lo colocó en una cesta, y la cerró. Después se alejó. Iba a entregar el «corazón pensante» a su padre Zeus. El padre de los dioses lo meterá en el interior de un Kuros, o estatua de yeso de un hombre joven, donde seguirá latiendo. Este episodio tiene un contexto, el de la creación de los misterios, una realidad que se extenderá por toda Grecia y posteriormente, en forma de sociedades secretas, por todo el mundo: Los iniciados no son únicamente los que  saben liberarse de la culpa, sino los que la han cometido en primer lugar. La complicidad iniciática se refiere a un saber, pero también a un delito. Nada conseguirá jamás cortar del todo el vínculo entre el grupo de los iniciados y la banda de los criminales.
La guerra de Troya es el acontecimiento capital en la historia de Grecia, porque los textos homéricos son algo así como la biblia de la mitología:  Cuando los griegos tenían que referirse a una autoridad última, no citaban textos sagrados, sino a Homero. Grecia se basaba en la Ilíada. Y la Ilíadase basaba en un juego de palabras, en el cambio de una letra. Briseida, Criseida. Ahora bien, en esa historia, por las indagaciones de Calasso, hay una historia poco conocida que cambia fundamentalmente el curso de los acontecimientos, porque se trata de un conocimiento que, de haberse sabido, sí que hubiera sorprendido a tirios y troyanos: Helena es el poder del simulacro, y el simulacro es el lugar donde la ausencia subyuga. (…) Zeus pasó media noche de amor con Leda, y dejó la otra mitad a su marido, Tíndaro. Leda concibió en esas horas cuatro seres, distribuidos entre el cielo y la tierra: Helena y Pólux de Zeus, Clitemestra y Cástor de Tíndaro. Otra historia complementaria, de esas que se enredan unas con otras en hilos enmarañados, dice que Zeus había violado a Némesis y que  del vientre de Némesis asomó un huevo blanquísimo. Heres lo cogió, lo llevo a Esparta y lo depositó en el vientre de Leda. Cuando el gran huevo se abrió, se vislumbró dentro de la cáscara una minúscula y perfeta figura de mujer: Helena. Al parecer, una vez que Paris y Helena llegaron a Egipto, a la desembocadura del Nilo, el rey de Menfis, Proteo, retuvo a Helena y sus riquezas y dejó que Paris regresara a Troya, pero con el simulacro de Helena, quien quedó retenida en Menfis.¿Por qué silenció Homero esta parte de la historia? ¿Y una parte tan esencial, de la que resultaba que los troyanos sabían que no tenían a Helena entre sus muros, sino solo a su simulacro? (…) Por una razón eminentemente literaria, Homero había silenciado el escándalo supremo de la guerra de Troya: aquella sangre había sido derramada por un cuerpo de mujer que no existía, por un impalpable fantasma. Por todo ello, es poco conocida este final de Helena que nos aporta una versión rodia, de Rodas:  Un día estaba tendida en el baño y fantaseaba, cuando irrumpieron unas criadas de Polixo [viuda de Tlepólemo, caído en la guerra de Troya, de cuya muerte hacía Polixo responsable a Helena, aunque la acogió con amabilidad en su isla.] disfrazadas de Erinias. La cogieron, desnuda, la sacaron goteando del agua agarrándola con muchas manos, y la arrastraron. Fuera, fue colgada de un árbol. El gran plátano próximo a Esparta seguía mostrando la inscripción: «Adórame: soy el árbol de Helena», cuando los rodenses fundaron un santuario de Helena Dendritis, «Helena del Árbol», junto al plátano donde la habían encontrado ahorcada. Recordemos que también Pasífae y Ariadna se ahorcan, aunque en el origen está otra figura apenas conocida: Con Erígone llegamos al origen de las ahorcadas: Erígone descubre el cadáver de su padre en un pozo, le da sepultura y luego se sube a un árbol y se ahorca. Su perro, que vela ambos cadáveres, Maira, se convertirá e en la constelación Sirio.Y concluye Calasso: Helena, la belleza surgida del huevo de la necesidad (…)  se parecía mucho a sus hermanos Cástor y Pólux, tenía un «ánimo sencillo» (o lo que eso quiera significar), modales suaves, espléndida cabellera, un lunar entre las cejas, boca pequeña, senos perfectos. (…) En toda su vida, Helena no hizo más que exhibirse y traicionar.

Aquiles es un personaje muy complejo, y lo que más le llama la atención a Calasso es su ambigüedad: jugaba en Esciros como una niña con otras niñas. (…) De madre marina, educado por dos Náyades, Aquiles era llamado Pirra, la rubia, la pelirroja, por sus compañeras. Entonces tuvo una dicha que a nadie más fue reconocida: ser niña y seductor de niñas. (…) Después de los amores infantiles, la mujer se presentí a Aquiles en el signo de la muerte. Pero a nosotros nos importa saber, tal y como lo recoge el autor que Zeus urdió ese enfrentamiento, al decir de Helena,  porque el Dios de dioses quería  aligerar la tierra y dar gloria a Aquiles. Designio aparentemente inconexo: por una parte matar escuadras de héroes como si fueran un puro número, sin nombre, un peso excesivo de pies que pisan el vientre de la tierra; por otra exaltar a un individuo, también héroe, y no tanto su poder, breve y coartado, sino su puro nombre, el sonido de su gloria. Y todo esto se conseguía mediante un único artificio: Helena, pero no la propia Helena, sino su «simulacro respirante», su «nombre».
La maldición de Aquiles, que todas las mujeres con las que se encuentra se “resuelvan en muerte”, se ejemplifica a la perfección en el episodio de la lucha con Pentesilea, la reina de las Amazonas. Un dios solo puede desplazar el significado de las formas del destino, no borrarlas -continúa Calasso-.  [Aquiles] se encarniza con el cuerpo de Pentesilea, y en ese momento está convencido de abatir a un poderoso guerrero troyano, al que ni Áyax lograba hacerle frente. Luego levanta el yelmo de la Amazona moribunda. Su mirada encuentra por primera vez la de Pentesilea en el momento en que, desde arriba, le hunde la espada en el seno. En ese instante le arrebata la pasión. Había clavado la Amazona al caballo. Ahora coge a la virgen guerrera en los brazos con amorosa delicadeza. Entre el polvo y la sangre, Aquiles se unió a Pentesilea, exánime y armada. (…) El deforme Tersites osó reírse de ese estupro. Aquiles le mató de un puñetazo. (…)Aquella mujer era lo más afín a sí mismo que Aquiles había encontrado. Era enemiga, y estaba muerta: todo lo que Aquiles amaba en las mujeres...
La relación de los personajes homéricos con el más allá, porque la historia de Perséfone es la próxima que destaca Calasso como uno de esos momentos «sombríamente estelares», se extiende a dioses y a héroes y a los seres humanos, pero el modo como Aquiles lo vive, por ejemplo, resume a la perfección esa tensión narrativa en la que tantas virtudes se manifiestan, las que «marcan» la idiosincrasia griega -y después europea- durante milenios:  «Bueyes y robustas ovejas pueden robarse -se queja Aquiles-; trípodes y caballos de rubias crines pueden comprarse; pero la vida de un hombre (andròs psychē) nunca vuelve, ni se la puede robar ni comprar, desde el momento en que sale del claustro de sus dientes». (…) «No me falsifiques la muerte, noble Ulises. Preferiría vivir como guardián de bueyes, al servicio de un pobre campesino de mesa poco abundante, antes que reinar sobre todos estos muertos consumidos». Solo porque la vida es irreparable e irrepetible, la gloria de la apariencia puede alcanzar semejante intensidad.
En este punto quizá convenga, antes de adentrarnos en el mito de Perséfone, volver a Dionisos, quien también quiso descender al Hades para rescatar a Sémele, su madre, a quien fulminó su padre, Zeus, quien lo rescató del vientre de su madre y se lo insertó en un muslo para que continuara su gestación, de ahí que Dionisos signifique “el nacido dos veces”. Lo destacado es cómo un nuevo relato rescatado por Clemente de Alejandría, sorprende a cualquier lector. De hecho, la profusión arborescente de versiones de los mitos nunca acaban de dejar satisfecho al lector de estas entretenidas historias: Nadie ha hablado sobre la conclusión del viaje de Dioniso al Hades, a excepción de un Padre de la Iglesia. Con la brutalidad de esos nuevos cristianos que en un tiempo habían sido iniciados en los misterios, Clemente de Alejandría ha narrado la historia de cómo Dioniso se sodomizó a sí mismo: «Dioniso deseaba descender al Hades y no conocía el camino, cuando un tal Prosimno promete indicárselo, pero no sin una compensación [misthós]; y esa compensación no era una cosa buena, pero fue bastante buena para Dioniso; se refería ese favor, esa compensación pedida a Dioniso, a los placeres de Afrodita; el dios aceta la petición y promete satisfacerla si consigue regresar, reforzando con un juramento su promesa. Aleccionado sobre el camino a seguir, se leja; finalmente regresa; pero no encuentra a Prosimno (que mientras tanto había muerto); decidido a cumplir con su amante, Dioniso se dirige a su tumba, lleno de deseo amoroso. Corta una rama de higuera, que tiene delante, y después de haberle dado l forma de miembro viril se introduce esa rama, cumpliendo la promesa al muerto».
Y ahora sí, ahora de cabeza al infierno, porque la historia de Perséfone es una de las más atrayentes del libro, todo él lleno de versiones de los mitos que vienen a destacar lo que Calasso busca en ellos: una definición de la existencia, una manera de entender el mundo de la que se reapropiará la filosofía para extraer de ella lo que aún  hoy sigue siendo nuestro mundo de referencia intelectual y existencial. Todo se inicia por la «necesidad» que tiene Hades de compartir su reino con una reina a la altura de su condición.  A Zeus le gustaba todo lo que existe sin justificación. Pero ahora Hades acudía a pedir un rehén. Quería una mujer en el palacio de la muerte. Y solo podía ser una hija de Zeus, una sobrina que Hades llevaba tiempo espiando: Perséfone o Perséfata, nombres oscuros, en cuyas letras resonaban el asesinato (phónos) y el saqueo (pérsis), superpuestos a una belleza sin nombre salvo el de Muchacha: Core. ¡Cómo no iba a aceptar Hades un ser como Perséfone, con una historia tan escabrosa como la realidad de su oscuro reino! De la cópula de Zeus serpiente con Rea Deméter transformada en serpiente fue engendrada Perséfone, la «doncella cuyo nombre no se puede decir», la doncella única a la que Zeus transmitió el secreto de la serpiente. Cuando Perséfone nació, su aspecto había sido horrendo para todos menos para su padre, el único que pudo contemplarla en aquella forma. Tenía dos caras, cuatro ojos, y le asomaban cuernos de la frente. Ni los hombres ni los dioses habrían podido entender el esplendor de Perséfone, pero lo entendía Zeus, que al contemplarla recordaba la aparición de Fanes a la luz. Rea Deméter había escondido a la hija en una gruta, y allí tejía Perséfone, en el telar de piedra, una túnica salpicada de flores. Unas serpientes se encargaban de la custodia en la puerta del antro. Pero otra serpiente, que era Zeus, las adormiló con la mirada mientras se deslizaba en el antro. Y, antes de que Perséfone pudiera defenderse, su piel blanca se pegaba a las escamas de aquella serpiente, que la lamía con baba amorosa. En la oscuridad del antro, el cuerpo horroroso de Perséfone irradiaba luz, como en un tiempo el de Fanes. De aquel violento coito nació Zagreo, el primer Dioniso.
Calasso está siempre atento a los paralelismos que las historias míticas trazan, para cifrar en ellos la red de relaciones que nos permiten establecer identidades, de ahí que no le pase por alto que  de Deméter impregnada del semen del toro había nacido una niña, de Perséfone llena del semen de Zeus serpiente nació un toro. Deméter, la madre de Perséfone, quien buscó a Perséfone por toda la tierra, descuidando lo ciclos de la agricultura que ella gobernaba, fue oída por Zeus, quien envió a Hermes a rescatarla con la condición de que no comiera nada en su viaje de regreso. Sin embargo,  Hades buscó  quedarse a solas con Perséfone, en los cuidados jardines de los infiernos. Mientras caminaban por los senderos, arrancó una granada del árbol y ofreció tres granos a su esposa. Perséfone pensaba en otra cosa y los rechazó. Pero Hades insistía, con sus modales insinuantes. Perséfone se llevó los granos a la boca, distraída, con el corazón alterado por la idea de a partida. (…) Cuando Perséfone probó la granada crecida en los jardines tenebrosos, la muerte sufrió un cambio no menos grave que el que había sufrido la vida desde que le había sido sustraída la doncella. En ese momento los dos reinos estaban desequilibrados, y cada uno de ellos se abría hacia el otro. (…) Ese mínimo gesto de Perséfone fue tal vez el acontecimiento más cargado de consecuencias que jamás había existido, desde que Zeus había devorado a Fanes y se había establecido en el Olimpo. ¿Cuál es el verdadero significado de esa «ingesta»? Calasso divaga por entre la enredada madeja de historias que hace aparecer ante nuestros ojos asombrados y hacia el final, como una sorpresa largamente anunciada, nos lo revela: Core, distraída por las palabras de Hades come unos granos de granada; Deméter, distraída por la danza obscena de Baubo, come unas gachas, como un viajero hambriento. De estos gestos surgieron los misterios. Al aceptar y asimilar una comida que no es néctar ni ambrosía, Deméter y Core participan de esa culpa que es peculiar de los hombres, se exponen a esa peculiar debilidad suya de la que los dioses siempre se habían burlado: la sujeción al tiempo, que hace desaparecer los seres, y al mismo tiempo la complicidad con el propio destructor, porque el hombre no puede sobrevivir sin hacer desaparecer algo. Los misterios son la herida que se abre en la intacta epidermis olímpica, e inútilmente intenta cerrarse en la repetición de las ceremonia. Que esa herida jamás se cierre es la esperanza de los iniciados.
De hecho, como bien recoge Calasso, los teólogos de Delfos sabían que el sacrificio es la señal del desequilibrio de la vida respecto de lo necesario: desequilibrio como superabundancia, pero también como insuficiencia. En ambos casos, tanto en la disipación como en la renuncia, hay una parte que debe ser expulsada para que se produzca una distribución equitativa de las fuerzas, para que «nada sea demasiado», de acuerdo con el precepto apolíneo. Pero no solo eso, sino que, en una suerte de transgresión que dejaría descolocado a Creso,  los sacerdotes descubrieron por vez primera que el conocimiento que es poder no procede únicamente de la historia secreta de los dioses, sino del silogismo hipotético. Estamos a un paso de que la filosofía se divorcie completamente de los mitos y de sus misterios, empeñada en el único misterio que desde entonces nos ocupa: cómo funciona la mente y cuáles son los verdaderos límites de la razón, del logos.
A modo de corolario, me gustaría destacar dos reflexiones que están en la base de la cadena de metamorfosis mitológicas que alimentará durante tantísimo tiempo nuestra civilización europea anterior al monoteísmo cristiano, ¡e incluso después!: Nada es tan triste como los sacrificios a los dioses equivocados, defiende Calasso, y la auténtica ofensa, más que la muerte es desaparecer. En la evitación de esa «desaparición» ha de cifrarse el esfuerzo poético y narrativo de Homero y de todo el teatro antiguo griego; es, también, el legado de Apolo: la Ninfa es la posesión, nymphólēptos es quien delira capturado por las Ninfas. Apolo no posee a las Ninfas, no posee la posesión, pero la educa, la gobierna. Las Musas eran doncellas salvajes del Helicón. Apolo fue quien las hizo emigrar a la montaña de enfrente, el Parnaso; él fue quien las educó en los dones que convirtieron a aquel grupo de doncellas salvajes en las Musas, o sea, las mujeres que invaden la mente, pero imponiendo cada una de ellas las leyes de un arte.
[Nota bene: Calasso, que ha «escarbado» en fuentes muy poco frecuentadas, nos deja a los intelectores contumaces (y perdóneseme el pleonasmo) un desafío. A su docto parecer, uno de los más fascinantes enigmas de la Antigüedad es la vida de Nono. (…) Nos ha dejado las Donisíacasen cuarenta y ocho volúmenes (número igual a la suma de los libros de la Ilíada y de la Odisea) y una Paráfrasis del Evangelio según San Juan. (…) Las Dionisíacas son una summa desbordante del paganismo, que debiera yacer moribundo y aquí se exhibe ante nuestros ojos como un prado de narcisos. (…) Han pasado quince siglos, y los lectores que han entendido a Nono se pueden contar con los dedos de una mano. No nos queda otra que tratar de inaugurar la cuenta en la otra mano… o perecer en el intento.]


«Asklepios», de Miguel Espinosa, un raro mediterráneo.

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Πάντα ε..., , pero todo permanece


          En  2005 publicó la editorial Siruela una nueva edición de Asklepios, del escritor murciano Miguel Espinosa. Se incluye en esta nueva edición un apéndice con un capítulo sobre la adolescencia, Riqueza de sentimientos, multitud de deseos, que fue suprimido por el autor en la versión definitiva del libro. Aun no tratándose de un inédito, pues fue publicado en El Urogallo, en 1991, el capítulo halla en este apéndice su lugar propio. 
           Hay libros que, desde su concepción, saben ya cuál será su destino y cuáles sus lectores. No cuántos, sino cuáles. A la lectura de Asklepios, autobiografía de Espinosa por ficción helénica interpuesta, sólo pueden y deben acercarse, así pues, aquellos lectores a quienes distinga una larga paciencia y un constante e incausado amor por todo lo que vive y sufre bajo el sol, como quería Alcmeón, otro de los muchos disfraces filosóficos de Espinosa. 
           La metamorfosis de Asklepios consiste en reencarnarse en Miguel Espinosa y convertirse, por ende, en un desterrado tanto geográfica como temporalmente. El juego literario con la anacronía se va revelando a medida que avanza lo que, no sin cierta ironía, el autor llama “relato”,  como una suerte de verdad revelada que exige y consigue de nosotros un total asentimiento. No es un como si, sino un así, un sí y un cómo. 
           La extrañeza de Asklepios es la propia de Espinosa: ambos son seres exilados y marginales: El exilado no concurre con los naturales del país; simplemente observa, compara y sueña con su imposible patriaQue una autobiografía se presente como un tratado filosófico en el que el autor no busca la mera evocación del pasado, sino establecer ciertas verdades a través del teorizar, esto es, del enjuiciar desde principios y concluir impecablemente, muestra con meridiana claridad no tan solo la originalidad de Espinosa, sino su excepcionalidad en las Letras españolas, pues Asklepios es una obra que nace de una rebelión contra la barbarie del medio franquista y provinciano desde el que escribe el autor (“¡No te obedezco!” Tal fue mi postulado, aprendido de Prometeo) y de la necesidad de conciliar el conocimiento de sí con el de la realidad circundante, pues, como dice con acierto Espinosa: el que no tiene interioridad no siente avidez, y viceversa; quien no vive el ensimismamiento, no goza del conocimiento; aunque parezca contradictorio, el absorto es un constante investigador.
            ¡Y qué sagaz penetración, la del contemplador! 
            Asklepios es un libro de amor a la razón que descubre e ilumina; la razón que revela, a su juicio, los cuatro humores del alma: el sentir estético, el sentir temporal, el sentir eidético y el sentir ético. Aunque en el ser humano la razón va estrechamente ligada a la condición afectiva de aquél: No se puede hablar del ser sin  nombrar lo que llamamos amor, dice Asklepios, preocupado por fijar la preeminencia de la bondad originaria, natural, del ser.
            La autobiografía de Espinosa parte de una sencilla constatación: las edades del hombre no son fases de un proyecto, sino realidades acabadas que han de comprenderse en su plenitud de tales: Para averiguar quiénes somos, tenemos que indagar cada una de las edades que hemos sido, tratando de conocer los seres que fuimos. Desde esa concepción, es admirable la disposición de la obra, pues, en lugar del relato de los sucesos, de las experiencias, se nos ofrecen las reflexiones sobre conceptos que en vez de velar aquéllas, las iluminan con una intensidad consciente especial. 
            A pesar del rigor racionalizador de Espinosa, el libro, como buen discípulo de los clásicos griegos a  los que recrea, se mueve más en el ámbito de la Sabiduría presocrática que propiamente en el de la Filosofía sistemática. El carácter fragmentario del “relato” y la tendencia al aforismo nos sitúan más cerca de autores como Heráclito  que de otros como Platón o Aristóteles. Es una fortuna, en consecuencia,  leer este canto a Grecia esmaltado de joyas que acreditan a su autor no tanto como recreador literario de una edad de oro de la cultura occidental, sino como un inspirado espíritu inocente que descubre lo real desde la convergencia de la inteligencia y la memoria. Que lo perenne viene a ser el encuentro de fugacidades, que el niño descubre cosas; el hombre descubre ideas, que allí donde hay un corazón piadoso, hay un dios verdadero, que como no quiero poseer, soy nadie, o que, finalmente, amo todo lo que tiene destino y odio lo que tiene porvenirson, todos ellos, ejemplos inequívocos de sus elocuentes hallazgos y pruebas irrefutables de la impregnación helénica que ha posibilitado la creación de la obra, no tanto como un remedo, sino como un remedio para el ser atribulado, pues la filosofía ha sido siempre, también, consolación, como bien lo supo Boecio. 
           Atenas, para Espinosa, es el futuro, no el pasado; y Asklepios una muestra deslumbrante de tantísimo amor a esa disposición hacia el saber que, como él mismo propone que ha de hacer el artista, objetiva una emoción, sosteniendo el instante y haciéndolo perenne. Y eso es, en realidad, Asklepios: un presente eterno; una inagotable lectura  que fluye.

«Juventud de cristal», de Luis Mateo Díez, la magia del realismo «ad libitum».

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 La novela en territorio propio o el autor dicta las leyes de la termonarrativa…

Hacía mucho que no entraba en una obra de Luis Mateo Díez, después de la celebérrima La fuente de la edad y otro libro suyo de nouvelles, El apócrifo el clavel y la espada, y ello a pesar del buen sabor de boca que deja siempre meterse en la obra de quien domina el castellano con tanta maestría y quien tiene, además, un universo propio, Celama, que es, podría decirse, la aspiración «macondiana» de cualquier escritor, por más que, luego, el estro de cada cual lo lleve a cada uno por caminos de difícil trazado y, a veces, de insólita ubicación.
No es Juventud de cristal una obra datable en un tiempo concreto, más allá del tiempo propio de las vidas contemporáneas, porque, además, tiene el sabor antiguo de las historias que ocurren en el lugar privilegiado de la memoria, con las vueltas y revueltas que tienen los acontecimientos en esa instancia narradora, algo así como un mapa que se va construyendo a medida que quien narra, Mina, la enfermera vocacional, añade veredas, paisajes, alamedas, fachadas, callejones, ruinas, un cine abandonado, una sala de baile llena de lápidas, el río Margo o las estaciones de ferrocarril donde  cruzaron sus padres las mirada que los unieron.
Todo irá brotando de la memoria de esa narradora de expresión feliz cuya mirada al entorno tiene un sí sabemos qué de notarial, amén de compasiva. Presta a ayudar a los demás y a no dejarse engatusar, Mina es un tesoro memorística lleno de una juventud tan extraña y singular como solo pueden serlo los habitantes de un espacio que casi no parece compartir las leyes básicas de la realidad desde la que leemos. No es tanto el manido realismo mágico, cuanto la magia que un narrador inspiradísimo y libre, esto es, sin servidumbres de ningún tipo ni al academicismo, ni a la tradición, ni a la azarosa innovación gratuita, puede llegar a tener al tratar una materia narrativa como la de las vidas cruzadas -digámoslo «a lo Altman»- que desfilan por esta novela coral llena de fragilidades, equívocos, aspiraciones e infidelidades.
Todo en la novela transcurre al modo como nos han acostumbrado maestros como Torrente Ballester, el de La saga/Fuga de JB o, en el cine, el inefable José Luis Cuerda de Amanece que no es poco o la depuración de dicho estilo que son las Canciones del segundo piso, de Roy Andersson. Pensemos, por ejemplo, en el feliz hallazgo del cine de los fotogramas rotos y esparcidos que se entretejen en la narración para construir desde ellos una divertidísima mezcla de géneros y aun de historias, el Cine de Sustos: la memoria no está solo en la narradora, Mina, sino diseminada aquí y allá, sea en las lápidas que aparecen en la sala Baile de corales,  sea en esos fotogramas, sea en los personajes que, casi como un deporte propio de la comarca narrativa, tienen el hábito de suicidarse en el Margo repetidamente: Los suicidios estaban a la orden del día y en muchos casos las razones resultaban sorprendentes, pero lo habitual eran las frustradas ilusiones amorosas, la traición, el engaño o el mero menosprecio de una mala cara o una respuesta intemperante. Nadie se mataba por haber suspendido.
Historia de historias, pues, Juventud de cristal se centra, además de en la lírica historia del noviazgo y matrimonio de sus padres, con sus encuentros y desencuentros en estaciones y trenes, en la juventud de unos personajes que tratan de abrirse camino en el complejo mundo de las relaciones amorosas, sin descuidar, no obstante, sus vidas académicas que las condicionan. Nadie, salvo la narradora, está exento en la obra de acabar siendo la pieza cobrada de su cinegética mirada, ni siquiera sus hermanos, todos caen bajo el control de quien no duda nunca en ofrecerse como enfermera o como hombro consolador. Desde la liebre que persigue a un joven que llega a Armenta desde un pequeño pueblo de Celama, hasta la pareja homosexual y birracial que se aloja en el hotel, del que se marcharán súbitamente sin pagar, pasando por los extravíos de los gemelos pícaros, hermanos de la protagonista, el libro es la memoria de una juventud tan llena de impulsos como de desconocimiento de sí, pero Mina ata a su narración, con absoluta naturalidad y un interés sobresaliente todas las historias que acaban levantando ante el lector un mundo atrayente, misterioso y, sobre todo, muy vivo.
Contrastan con esa joven vida pugnaz los escenarios en ruinas en que transcurre la acción, pero de ese contraste, que le da a la narración un inequívoco aire de historia antigua, lejana en el tiempo, emerge, ya lo hemos dicho, una concepción de la realidad que va más allá del realismo tradicional y se abre al mundo de lo fabuloso, si bien naturalizado en la novela con una pasmosa fluidez que convierte la voz de Mina en lo que literalmente es: un archivo generacional tan trabado como delicioso. Son los recuerdos de una adolescente, pero lo son, sobre todo, de una aspirante a escritora, y se nota.
La mezcla constante de registros, entre la reflexión sentenciosa y el lenguaje coloquial, marcan, desde el punto de vista estilístico, esta recreación de unas vidas llenas de impulsos de difícil esclarecimiento, y a las que solo la voz de Mina sabe dotar del espesor, de la densidad humana que nos las hace cercanas y cálidas, porque la propia desorientación de esos jóvenes es la misma de todos los jóvenes siempre y en cualquier lugar.
Feliz reencuentro, pues, con una de las voces narrativa más depuradas de nuestra reciente historia literaria, algo que siempre constituye un motivo de alegría para cualquier intelector.

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