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Channel: Diario de un artista desencajado
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Las cartas persas o la satírica contemplación excéntrica de Montesquieu.

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        Las cartas persas o el elogio razonado de la libertad de pensamiento: El acercamiento crítico y satírico de Montesquieu a la sociedad humana desde la Francia crepuscular de la Regencia.


        Ser azarófilo tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Cuando leí las Cartas marruecas, de José Cadalso, uno de los muchos libros con los que aún hoy le es posible a este lerenda entretenerse sus buenos ratos, me dije que, a pesar de ser metodofóbico –herencia, sin duda, de una lectura tan indigesta como temprana del desafiante Feyerabend– debería, acto seguido, abrir las Cartas persas de las que hoy, a demasiados años de aquella lectura tan grata de Cadalso, he salido, si no con idéntico entusiasmo, sí con la admiración de quien ha descubierto un reposado y escéptico espíritu afín, porque el liberalismo de a quien se considera como uno de sus creadores es harto consolador en estos tiempos de banderías, de facciones y de secuaces montaraces e ignaros de cualquier creduchode tres al cuarto que se imparte desde el altar catódico y que busca a las masas para sepultar a las personas.
Quizás Montesquieu, abogado no brillante, pero teórico de la separación de poderes y defensor eminente de las leyes como instrumento del pacto social, sea más conocido como autor de Del espíritu de las leyes, pero les puedo asegurar a los intelectores que me den algún crédito crítico que este divertimento, escrito a sus 32 años, publicado anónimamente y con pie de imprenta falso, les deparará muy placenteros momentos de lectura, a poco que puedan hacerla con el recogimiento, el silencio y la serenidad de ánimo que la ocasión merecen. El libro tuvo un éxito inmediato y, como no podía ser de otra manera, no tardó en entrar en el índice de libros prohibidos ni un año, a pesar de que se siguiera editando y leyendo. Ni seis años pasaron de su publicación antes de que Montesquieu fuera recibido, sin embargo, como miembro de la Academia Francesa.
En esta ocasión, que es, como casi siempre, la de la segunda mano, la de lance, he leído la edición de Carlos Pujol, autor de un prólogo ajustado y dinámico, con una traducción de  José Marchena,  el irrenunciable Abate Marchena, apodo que, sin duda, le fue adjudicado por antítesis, dado su descreimiento radical. Entre ilustrados anda el juego, pues. Y al intelectorde hoy, sin duda le llamarán la atención deliciosas expresiones marcheneras como Apellida favor, quiere que le den socorro los eunucos para matar al impostor, mas nadie le obedece, con ese uso requetebuscado de apellidar por “clamar”, “apelar” o “pedir”.
        Las Cartas persas surgen de una realidad autobiográfica, pues remedan la situación personal del autor cuando llegó a la capital proveniente de la provincia, por más que Gascuña sea una de las principales, y se encontró desplazado, fuera de sitio, convertido en un observador excéntrico que se abría a una realidad que lo superaba con sus contradicciones y disparatadas y transgresoras costumbres, porque Montesquieu es un testigo privilegiado del comienzo del final del Antiguo Régimen, algo que, obviamente, no le pasa desapercibido. La contemplación le afila un espíritu crítico y burlón que sin duda se fue forjando en la convivencia con aquel ambiente prerrevolucionario tras el que, sin embargo, inicia una vida pública bien alejada de cualquier veleidad política radical. Como nos resume Carlos Pujol: Habiendo dejado de existir cosas sagradas, lo nuevo era la elegante impiedad de los círculos libertinos, como la Sociedad del Temple, club de los epicúreos que alardeaban de ser ateos e inmorales, y que solía frecuentar por estos años un adolescente de buena pluma a quien los jesuitas habían enseñado a escribir, un tal Arouet, hijo de notario, que más tarde sería conocido por Voltaire. En realidad, su alejamiento como observador era congruente con los extremos de una biografía que nos habla de un Montesquieu de quien se reían por su acento gascón: Una persona distraída, torpe, tímida e independiente de carácter. Y de pensamiento, podríamos añadir, porque a lo largo de las Cartas persas, Montesquieu hace gala de un pensamiento propio muy cercano a nuestra sensibilidad actual. Parte de esa manera de ser tan de entonces y de hoy es su autodescripción por vía del personaje central: nunca están ociosos los que quieren instruirse; así, aunque yo no tengo asunto ninguno importante, estoy continuamente ocupado. (…) Todo me interesa y de todo me maravillo, como una criatura en cuyos órganos, tiernos todavía, se graban los más mínimos objetos.
        Quiero creer que la insistencia de Montesquieu, en realidad Charles-Louis de Secondat, barón de La Brède, si bien posteriormente y para la fama, barón de Montesquieu,  en heredar la baronía de su tío, cuyo título usar, frente al de barón de La Brède, heredado de su madre, se debió a la similitud fonética entre Montesquieu y Montaigne, su más famoso paisano y, para este lector, influencia determinante en la creación de una personalidad que tanto se asemeja a la del modelo, no solo por la querencia por la tranquila vida provinciana, sino también por el amor al estudio y a la reflexión, amén de a la escritura, como es notorio. El propio Montesquieu se retrata con precisión, en la órbita de su modelo: Casi nunca he sabido lo que era la pena y aún menos el tedio. Mi máquina está construida de una manera tan feliz que todos los objetos me afectan con la fuerza suficiente para que puedan proporcionarme placer, pero no con la suficiente para causarme congoja.
Las Cartas persas es uno de esos libros inclasificables que rompen los moldes genéricos e instauran uno nuevo, o lo más parecido a él. A medio camino entre los tratados de sociología, política y antropología, la Historia, la sátira de costumbres y la novela, no cabe duda de que la invención de las cartas ficticias cruzadas entre los persas que ha escogido el autor para ejemplificar la excentricidad de su visión de la realidad de su tiempo lo tiene todo de novelesco, si no fuera porque el contenido de las cartas desmiente la existencia de una trama y unos personajes que evolucionen, excepto hacia el final, cuando una recreación del Anfitriónde Plauto nos depara auténticos momentos novelescos, que luego se confirman en las reacciones de las concubinas del serrallo del protagonistas: Usbek, que, curiosamente, y aun siendo persa, habría de traducirse como Uzbeco. Se acercan, estas cartas, en gran medida, a un género que popularizará el romanticismo: el artículo de costumbres, un género al que la formación ilustrada de Larra dotó de una dimensión política que aún hoy debería ser un ejemplo para las nuevas generaciones de periodistas. Desde esa libertad de composición, Montesquieu, a través de los interlocutores persas irá desgranando una visión mordaz, y hasta cierto punto corrosiva, del París de la Regencia, como se demuestra en este fragmento en que se pondera la importancia de los parlamentos en la política populista del Regente, Felipe de Orleáns: Parécense los parlamentos a aquellas ruinas que hollamos bajo las plantas, pero que nos recuerdan la idea de algún célebre templo. (…) Estos vastos cuerpos han seguido la vicisitud de las cosas humanas rindiéndose al tiempo que todo lo destruye, a la corrupción de costumbres que todo lo ha enflaquecido, a la potestad soberana que todo lo ha derribado. Pero el regente que se ha querido congraciar con el pueblo, ha dado al principio muestras de respeto a estos simulacros de la libertad pública; y como si fuera su ánimo restaurar el templo y el ídolo, ha querido que fuesen mirados como apoyo de la monarquía y cimiento de toda legítima autoridad.  
Al estilo barroco de los sueños de Quevedo, los personajes entran en contacto con unas realidades que forzosamente han de llamarles la atención por la disparidad de criterios que revelan a la hora de organizar una sociedad, y no solo y necesariamente por profesar dos religiones tan opuestas, la musulmana y la cristiana, a pesar de que dichas creencias moldean la forma de concebir el mundo de los personajes. Desde su juventud, Montesquieu se interesa por las civilizaciones orientales, y de ahí su interés en ofrecer a los lectores, además, no solo un espejo de sus costumbres, sino una descripción realista de esos usos orientales, lo que, en el romanticismo se convertirá en un género consolidado. Es decir, que no estamos ante una parodia del orientalismo, sino ante un interés fidedigno, de ahí la importante dimensión dialéctica que adquiere en la obra el contraste de culturas y religiones, por más que sea a través de las opiniones de Usbek y de Rica, sobre todo, como elabora Montesquieu sus teorías acerca del amejoramiento de la sociedad de su tiempo. De hecho, él reconoció que su propósito no era “hacer leer", sino “hacer pensar”, objetivo ilustrado donde los haya, acorde con su visión ilustrada de lo que es el hombre: ¡Qué desventurados son los hombres! Sin cesar fluctúan entre esperanzas falaces y risibles temores, y en vez de fundarse en la razón se fraguan monstruos que lo asustan o fantásticas sombras que los engañan. Y eso es lo que las Cartaspersas significan, la poderosa irrupción de las luces en el mundo de la crítica social. A su manera, y haciendo un gambito del rigor, podrían leerse estas Cartaspersas como un lejano antecedente de la crítica social de la Escuela de Frankfurt, si no peco de osado (amén de ignaro).
El libro está lleno de observaciones de todo tipo que al cazador de citas no le pasarán desapercibidas, como cuando Usbek defiende que verdades hay que no basta con persuadirlas y que es fuerza hacer que interesen, y de esta naturaleza son las de la moral o que el espíritu del hombre es todo contradicción. Las agudezas, ¡tan cercano aún el Barroco!, nos sorprenden a cada paso de la lectura: El más poderoso príncipe de Europa es el rey de Francia. No tiene minas de oro como su vecino el rey de España; pero es más rico que él porque saca su riqueza de la vanidad de sus vasallos, más inagotable que las minas. O como cuando sugiere que es menester vivir con los hombres como ellos son: los que llaman personas finas suelen ser los que más han cendrado el vicio, sucediendo acaso lo que con la ponzoña, que la más sutil es la más peligrosa. Y a lo largo del libro va emergiendo, a retazos, una suerte de confesión autobiográfica que permite conectar con mayor razón las Cartas con los Ensayos de su paisano. Ya sea el denuesto del alcohol, cuanto más sus fatales efectos contemplo, más le miro como la más terrible dádiva que hizo naturaleza a los mortales; ya la defensa del suicidio y la crítica de la vanidad de la especie: Las leyes de Europa son terribles contra los que se dan muerte a sí propios: les quitan, por decirlo así, segunda vez la vida los arrastran con ignominia por las calles, los declaran infames y les confiscan los bienes. (…)  La sociedad se funda en la utilidad recíproca; pero cuando se me hace gravosa, ¿quién me quita que renuncie de ella? La vida se me ha concedido como un beneficio, luego la puedo restituir cuando deja de serlo; que cesando la causa también debe cesar el efecto.(…) ¿Convertido mi cuerpo en una espiga de trigo, en un gusano o en una yerba, será entonces obra menos digna de la naturaleza, y desprendida mi alma de cuanto terrenal en ella había, será por eso menos noble? Semejantes ideas, querido Ibén, no tienen otro principio que nuestra loca vanidad. No conocemos nuestra nada y queremos contra toda razón hacer raya en el universo, representar un papel y ser de mucha importancia; nos figuramos que la naturaleza baja de quilates cuando se aniquila un ser tan perfecto como nosotros, y no nos convencemos de que un hombre más o menos en el mundo, ¿qué digo?, todos los mortales juntos, cien millones de personas como nosotros no son más que un sutil átomo imperceptible que distingue Dios solo porque son inmensos sus conocimientos.
Fiel a su supuesta estirpe oriental, el libro incluye algunas narraciones intercaladas de mucho mérito. Una de ellas, la de los trogloditas, se nos ofrece en forma de utopía. Nos los presenta como un dechado de perfecciones que cada sociedad debería imitar: Amaban a sus mujeres, que los querían entrañablemente. Todo su esmero le cifraba en criar sus hijos en la práctica de la virtud. Sin cesar les contaban las desventuras de sus paisanos, poniéndoles a la vista su funesto ejemplo; hacíanles particularmente palpable que siempre el interés de los particulares se halla en el común interés; que quien de él se quiere separar se quiere perder; que no es la virtud cosa que cueste afanes; que no la hemos de mirar como un penoso ejercicio, y que la justicia con los otros es caridad consigo mismo. Otra es la narración del hermoso amor incestuoso entre los gauros, persas seguidores de las doctrinas de Zoroastro. Y, finalmente, la recreación de la obra Anfitrión, que depara momentos de auténtica hilaridad. Porque el humor es la perspectiva esencial de la obra. Nada se nos presenta con los tintes trágicos que a veces tienen según qué acontecimientos, sino desde el sesgo humorístico que es propio de la suave vena satírica del autor, muy lejos, en este aspecto, de la vitriólica de Voltaire, por supuesto.
Quiero hacer mención especial de la particular visión de España y Portugal que ofrece Montesquieu en las Cartas, presentadas no como la visión de los persas visitantes, sino como un relato intercalado a partir de la carta de un francés que estaba de viaje por la península: Seis meses hace que viajo por España y Portugal, y vivo en pueblos que desprecian a todos los demás, haciendo únicamente a los franceses la honra de aborrecerlos. (…) Es la gravedad el carácter distintivo de ambas naciones, y se manifiesta de dos modos principalmente, por los anteojos y los bigotes. Los anteojos son prueba demostrativa de que el que los gasta es sujeto consumado en las ciencias y se ha engolfado en profundos estudios tanto que se le ha cansado la vista. (…) Quien se está sentado diez horas al día consigue cabalmente doble aprecio que quien no lo está más que cinco, porque se granjea la nobleza repantigándose en una silla. (…) Permiten      que salgan sus mujeres a la calle con los pechos al aire pero no que enseñen e talón o que descubran la punta del pie. (…) Entendimiento claro y sana razón se encuentra en los españoles, mas no se busque en sus libros. Véase una de sus bibliotecas; novelas a un lado y escolásticos a otro: cualquiera diría que ha hecho ambas partes y reunido el todo un enemigo secreto de la razón humana. El único buen libro que tienen es el que ha hecho ver lo ridículo que eran todos los demás.Al margen de la incomprensión del valor del Quijote, algo plausible en aquella época, choca al lector la nota a pie de página que se ve obligado a poner Marchena a su traducción: Tales eran, en efecto, las costumbres de los españoles a principios del sigo décimo-octavo; en estos cien años han dado una vuelta entera. Ha quedado, sin embargo, en toda su robustez la superstición, la ignorancia, su compañera; ha crecido concentrándose el despotismo; se han estragado más y más las costumbres; se ha aumentado la general miseria y no se sabe en qué parará esta horrorosa progresión si no la detiene una mudanza radical en la forma de gobierno, como no sea en la extinción de la nación entera. Un diagnóstico, como se aprecia, de total actualidad constituyente… La necesaria ecuanimidad que rige el proceder intelectual de Montesquieu, lo lleva a añadir una posible réplica a lo leído por su compatriota: mucho celebraría, Usbek, de ver una carta escrita a Madrid por un español que viajase por la Francia, que bien creo que vengaría su nación. (…) Se me figura que empezaría la descripción de París del modo siguiente: “Aquí hay una casa donde encierran los locos: era de presumir que fuese la más espaciosa del pueblo; mas no, que sería mezquino remedio para tanta enfermedad. Sin duda los franceses que están reputados por tan de poco seso entre sus vecinos, meten algunos locos en una casa para que crean que están en su juicio los que viven fuera.”
Llama poderosamente la atención el espacio que Montesquieu le dedica en el libro a una larga disquisición sobre las causas del despoblamiento del mundo y lo que ha de entenderse como un cierto temor de que ello pudiera llevar a la desaparición de la especie humana. Son demasiadas las teorías que se aducen para justificar las razones de ese peligro cierto, pero le aseguro a los intelectoresque quieran sumergirse en la lectura del libro que no quedarán quejosos del tiempo empleado en él.
La crítica de las figuras institucionalizadas es constante, como la de los noveleros, los correveidiles, que controlan, en parte, la vida ciudadana: En ésta te hablaré de cierta nación que llaman los noveleros, los cuales se juntan en un magnífico jardín [habla de los “nouvellistes” de las Tullerías] donde siempre halla ocupación su ociosidad. Estos son los miembros más inútiles del estado y cincuenta años de sus habladurías han producido el mismo efecto que hubiera resultado de cincuenta años de silencio; y no obstante se creen sujetos de importancia porque discurren sobre magníficos proyectos y ventilan los mayores intereses. O, lo que hace con notable perspicacia, la de los literatos, que incluye una curiosa clasificación de la poesía y de los poetas: Esos son los poetas, me dijo, quiero decir, los autores que tienen por oficio poner grillos al sentido común y ahogar la razón a poder de adornos, como antiguamente sepultaban a las mujeres bajo sus trajes y sus arreos. (…) Esos son los poetas dramáticos, que a mi ver son los poetas por antonomasia y los dueños de nuestras pasiones. (…) Esos otros son los líricos, que desprecio tanto como aprecio los anteriores, y que cifran su arte en una melodiosa extravagancia. (…) Los más peligrosos de cuantos autores hemos visto (…) son los que afilan los epigramas, que son saetas muy penetrantes y muy delgadas que hacen una honda llaga, la cal no se cura con remedio ninguno. (..) Vea Vm. Aquí las novelas, cuyos autores son una especie de poetas que exageran a la par el idioma de la razón y de los afectos, y pasan la vida corriendo tras de la naturaleza sin alcanzarla nunca, siendo sus héroes tan ajenos a ella como los dragones aladas y los hipocentauros.
Podría alargarme, porque el repertorio de citas de la obra es tan extenso como interesante, pero como invitación a los intelectores para que viajen en el tiempo a aquellos albores de la ilustración, me parece haber abusado de su reconocida paciencia. Acabo, finalmente, con una reivindicación de la ley como cimiento básico de la sociedad y con una reivindicación de lo que él califica como ley básica de la sociedad romana, lamentablemente perdida en sus días y mucho más aún en los nuestros: Sean las que fueren las leyes, siempre se han de obedecer mirándolas como la conciencia pública, a la cual se debe conformar en todo caso a de los particulares. Confieso no obstante que han puesto algunos legisladores mucho esmero en una cosa que indica que fueron muy prudentes, y es en dar a los padres mucha autoridad en sus hijos. Cosa ninguna alivia más a los magistrados, ninguna despeja tanto los tribunales, finalmente ninguna conserva más sosiego en el estado, donde siempre las costumbres hacen mejores a los ciudadanos que las leyes. Esta potestad es aquella de que menos los hombres abusan; es la más sagrada de las magistraturas, la única que no estriba en convenios y es anterior a los convenios todos. En los países donde se ponen a cargo de los padres de familias más castigos y más recompensas se nota que hay más orden en las familias. Los padres son vivos simulacros del Criador del universo, el cual, aunque pudiera guiar a los hombres por su amor, no deja de estrecharlos también con él por los vínculos de la esperanza y el temor. No quiero concluir esta carta sin anotarte lo disparatado del espíritu francés. Dicen que de las leyes romanas han conservado una infinidad de cosas inútiles y aun perjudiciales, y no han adoptado la potestad paternal que habían aquellas establecido como la primera autoridad legítima.

Clónica del año 2: un año en la vida del país en El País.

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Clónica del año 2: Entre el documento y el ensayo o el reto cumplido.

Los veteranos intelectores de este Diario sabrán que en sus páginas publiqué entre 2006 y 2012 una novela por entregas, La manzana de Poz, que estos días, como canónico autor novel, aunque no adolescente, que soy, me entretengo en pasear por concursos, enviar a editoriales, etc., es decir, seguir el periplo humillante y larriano por el que han de pasar los frutos del ingenio en este país nuestro del amiguismo, el capillismo y la bagatelería para aspirar al encajamiento editorial. Renuevo ritos olvidados de primera juventud y poco más.
En aquella novela, en la que se cuenta la vida de un escritor exmaldito, Juan Poz, a lo largo de un año en los anchos límites de su manzana ciudadana, se incluyen días sueltos de una Clónica del año 2que decide escribir el personaje, en imitación de la que yo, Juan Poz, me planteé escribir en el 2002 como un reto del que salí medianamente satisfecho, además de con un volumen de 600 páginas del que un editor que tuvo a bien recibirme para explicárselo, porque por teléfono me dijo estar interesado en él, llevándose las manos a la cabeza al verlo, me dijo: ¡Pero Vd. está loco…, querer que le editen algo así!–dijo con piedad coloquial mientras sostenía al peso la encuadernación en dos tomos…
Y ahí dormitaba, desde entonces, en la carpeta correspondiente de Mis Documentos, hasta que mi personaje, Juan Poz, repitió en su aventura de La manzana de Poz mi propio desafío. Hoy he decidido darlo a conocer [Tienen el enlace en la barra lateral] por si algún intelector amante de la historia contada a través del periodismo halla solaz en la lectura de cómo viví aquella aventura en pos de un concepto, Realidad, tan difícil de acotar como de definir. En su tiempo, la Clónicallegó a tener un subtítulo, “Del euro al chapapote”, que perdió en una relectura lejana, aunque quizás debería recuperarlo, porque la entrada del euro significó el principio del rápido empobrecimiento de buena parte de la población española, entre la que me cuento, y el chapapote nos deparó la más ridícula actuación político-plastilina que imaginarse pueda de un político mediocre que, ¡mírese por dónde!, ha sido encumbrado ¡nada menos que a  la Presidencia del gobierno de la nación!

Eran tiempos del Aznarato y aún no se había inventado Twitter…

“Obra completa de A.O.Barnabooth”: El otro él de Valery Larbaud.

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Valery Larbaud por Pierre Sichel 


Vida y obra de Archibald Olson Barnabooth, un heterónimo de Valery Larbaud, o la esencia de Valery Larbaud  en un heterónimo.



Venga. Sugerencias. Un texto eminentemente juanpoziano. Esto es: desencajado, decadente y diletante, que bien que podría brindarle la suficiente sustancia para una suculenta entrada al autor de este blog. A.O BARNABOOTH, de Valery Larbaud. Seguro que lo habrás leído.

Así rezó (laicamente) la petición de Julian Bluff para, saliéndose de las propuestas que yo hice en [Nota a pie de Diario], sugerirme una entrada sobre Larbaud: ésta que aquí inicio con el reconocimiento y el agradecimiento necesarios. Julian no dudaba de que lo hubiera leído. Y no tenía razón, pero, a pesar de no haberlo leído hasta esta deliciosa semana de gripe intelectoraque acabo de pasar, nada más haberlo acabado me atrevería a decir que incluso debería haberlo escrito, si mis limitaciones no fueran las que son.
Mi identificación literaria con Larbaud ha sido absoluta, y su Barnabooth es mi extraño Poz de mí mismo, porque, a diferencia de Larbaud, mi heterónimo no lo reivindicará nunca otro nombre municipal y espeso. Hay diferencias obvias, sobre todo de clase social, que afectan a lo que no es tan epifenoménico como a primera lectura pudiera parecer, porque hay una vivencia de lo exquisito que, desde la perspectiva del fervoroso adalid del gañanstyle que yo soy, reivindica igualmente la singularidad del objeto y, sobre todo, la agudeza de los sentidos, además de una expresión que rehúya la vulgaridad, el adocenamiento. El Diario íntimo de Barnabooth nos muestra al personaje en un momento clave de su desarrollo personal, cuando ha de decidir cuál ha de ser su camino y, sobre todo, quién ha de ser él, o con qué imagen de sí mismo quiere identificarse. Ese hermoso proceso que algunos inician en la adolescencia y otros no acabamos ni en la vejez nos ofrece unas páginas espléndidas, llenas de certeras reflexiones, de excepcionales introspecciones, de agudezas incomparables, de un depuradísimo sentido del humor y, por supuesto, de un riquísimo estilo literario que se deduce de la recreación magnificente que ha hecho el traductor y posfacista Adolfo García Ortega para la editorial Igitur.
 Archibald Olson Barnabooth es una creación de indudable eco autobiográfico, y apenas, el lector que ha leído noticias biográficas sobre Larbaud, puede discernir dónde empieza uno y acaba el otro. De hecho, la orfandad del personaje, vigilado por un tutor, parece, incluso, un desquite contra la propia madre, de religión protestante –el padre era católico– de quien Larbaud se hubo de independizar traumáticamente. Huérfano desde los 8 años, la ausencia del padre constituye, en forma de desamparo y de rebeldía contra la madre castradora, un tema capital del diario íntimo. El proceso de asunción de su propia personalidad, narrado a partir de la vida itinerante del personaje por Europa, indicando claramente la vocación europeísta del delicado esteta, es el tema central del diario íntimo que se lee con auténtica avidez e infinito placer. Así lo habrá leído Pere Gimferrer, quien bien puede reclamarse hijo espiritual de Valery Larbaud, y a quien habría de haberle dedicado, como homenaje, su apabullante Dietari. No en vano, Gimferrer ha dejado anotado en el libro de condolencias por la reciente muerte de la conocida actriz Rosa Novell unos versos de Françoise de Malherbe, autor citado a su vez por Barnabooth con verdadera devoción: La crisis de entusiasmo malherbiano que atravieso en este momento. Y este autor me gusta tanto, con su apodo de Padre Lujuria, su sífilis, de la que estaba tan orgulloso; las frases-mazo con que pulverizaba las mínimas afectaciones de entusiasmo de sus discípulos; la protección altiva que concedía al buen sentido, cuando en realidad estaba de vuelta de todo; y el desdén que tenía hacia su arte; ¡él, el Padre de la Poesía moderna! (…) Una vez más he vencido a la sombra, he atravesado el subterráneo de la noche y ya (voy a hablar a lo Malherbe): “Y ya ante mí los campos se pintan/del azafrán que del mar trae el dia” Se trata de una de las últimas estrofas de su largo poema Las lágrimas de san Pedro, inspirado en el de Luigi Tansillo con el mismo nombre.
Hijo único de una familia rica, Larbaud tuvo una existencia regalada materialmente y más que agitada, espiritualmente. Los veintidós últimos años de su vida, sin embargo, los pasó retirado de toda actividad literaria por un ataque que lo dejó hemipléjico y afásico, a él que se había convertido en algo así como el principal dinamizador cultural europeo no solo de la cultura francesa, sino de la norteamericana, de la sudamericana, la española y la italiana, actividades de traducción, edición y divulgación a las que se deben los estudios que reunió bajo uno de los más hermosos títulos que puede ponérsele a un libro: Ce Vice impuni, la lecture…; en esos sombríos y eternos veintidós años, cumpliendo el hermoso dictum/hábito de su personaje Barnabooth, Con cada palabra nueva que aprendo limo poco a poco los barrotes de mi prisión, Larbaud dedicaba su tiempo a la lectura de diccionarios… actividad que, salvando las distancias, practico, espero que sin tener que llegar a quedarme lelo, desde hace más de 40 años…, y antes también de haber leído en Las palabras y las cosas (una de las grandes obras del siglo XX), de Michel Foucault, que lo que nos dejan las civilizaciones y los pueblos como monumentos de su pensamiento, no son los textos, sino más bien los vocabularios y las sintaxis. Desde la literatura en lengua española hemos de recordarlo con agradecimiento porque fue algo así como el embajador de Ramón Gómez de la Serna en Europa, quien descubrió en el acto la grandeza literaria del madrileño y le abrió las puertas de la gloria continental.
La primera obra de Barnabooth, antes de la Obra completa, fue una colección de poesías que incluso fueron editadas y, posteriormente, añadidas al diario para la edición de la definitiva Obra completa de A.O.Barnabooth, si bien solo pasaron a esta algunos de los poemas. En la edición de Igitur se recogen en un apéndice los desechados. Preguntado el autor por esas ausencias en la edición de la Obra completa solo pudo decir la verdad: “eran muy malos”, e hizo bien en no empañar con su presencia el brillo de los escogidos, una muestra afortunada de poesía cosmopolita, decadente y luminosa cuyos ecos se advierten con claridad en Arde el mar, de Gimferrer, próximamente en esta pantalla… Ahora, con esta perdonable falta de respeto filológico editorial a la voluntad expresa de los textos fijados por los autores, el lector puede comprobar el abismo poético entre los textos aceptados y los rechazados. Es tal la diferencia que incluso podría hablarse, con tecnicismo poético, de meros monstruos, para los segundos. Borborigmos es el título genérico e irónico que utiliza Larbaud para los poemas de Barnabooth, y aunque pudiera creerse que hay una cierta perspectiva ludicojocosa en la creación de los mismos, al aparecer con el título de Poèmes par un riche amateur, en 1908, lo cierto es que su dimensión cosmopolita de la búsqueda del yo significan una importante innovación poética en aquellos primeros años del siglo XX. Debería ser algo así como el poeta oficial de la Unión Europea, la verdad, como se pueda advertir en el poema políglota, La Neige*, que transcribo al final de la entrada. La dialéctica entre la pertenencia a la élite y al pueblo, que atraviesa el diario íntimo, también aparece en los poemas, que pueden ser leídos como una suerte de hermoso e intuitivo prólogo lírico: He andado entre la masa con delicia,/pues yo mismo  y mis deseos somos masa./Y si en algo, ¡ay, me distingo de vosotros/es porque veo/aquí, entre vosotros, como una aparición divina/ante la que me lanzo para que me roce,/infamada, ignorada, proscrita,/diez veces misteriosa,/la Belleza Invisible. La reivindicación cultural y ciudadana, entendiendo la ciudad, la gran ciudad, como la cima de la cultura occidental, es otra de las grandes vetas del diario que aparece en las poesías: Desprecio los países coloniales, dueños solo/de la maravilla de su naturaleza, que no han sabido/ni siquiera procurarse un Teócrito/ (…)/donde no hacía más que pensar en ti, en ti, Europa./ Porque en ti, entre la niebla, viven las bibliotecas!/ ¡Ah, aprenderlo todo, todas las lenguas, saberlo todo!
Ya he dejado dicho que el Diario íntimo me parece un texto de lectura inexcusable. Son muchas las referencias que pueden venírsele a uno a la memoria, al leerlo, y a veces, con excesiva arbitrariedad, como es el caso de la relación que a mí me ha dado por establecer entre este Diario y el Tonio Gröger de Thomas Mann, también una muestra de la crisis de conciencia de un autor, pero hay, en el capítulo IV de la novela de Mann, toda una declaración de intenciones que hermana las almas de Barnabooth y de Kröger, como cuando afirma lo siguiente: La “vida” hay que verla como eterna antítesis del espíritu y del arte, -no como una visión de sangrienta grandeza y salvaje magnificencia-. A nosotros los seres elaborados no se nos revela como algo excepcional; el reino de nuestro deseo es lo normal, lo honesto y común; es la vida con su seductora banalidad. Está lejos de ser un artista, mi querida, aquel cuyo último y más profundo anhelo es lo refinado, lo excéntrico y satánico; aquel que no siente la necesidad de aproximarse a los ingenuos y los simples; la nostalgia por un poco de amistad, por un poco de familiaridad y felicidad humana; la secreta y angustiosa nostalgia, Isabel, hacia los goces de la mediocridad… ¡Un amigo humano! ¿Quiere creer que me sentiría orgulloso y feliz de poseer un amigo entre los hombres? Pero hasta ahora sólo he tenido amigos entre demonios, espíritus malignos e incomprensibles: fantasmas, es decir, entre literatos. Ese será el destino de Barnabooth, casarse, dedicarse a hacer feliz a una mujer y superar el afán de ajustarse cuentas a que dedica cruciales años de su juventud, como se refleja a la perfección en la descripción de su particular sciomaquia, es decir, la lucha contra el fantasma de sí mismo por él creado, una extraña mezcla de aristócrata exquisito que añora el contacto estrecho con el pueblo: “Me he hecho más difícil. Hoy solo puede satisfacerme una cosa, ver claramente todo lo que hay en mí como lo que hay fuera de mí (…) Me propongo por tanto y ante todo ser sapiente de mí mismo; solo quiero aplicarme en esto(…) me examinaré y criticaré a mí mismo mil veces más severamente de lo que la gente lo hace”. Y en el momento en que comencé a hacer efectiva tal resolución, me di cuenta de que el amor propio, que me la inspiraba, era el gran obstáculo para mi proyecto. ¡Él era el enemigo sobre cuya cabeza yo debía poner los carbones ardientes! Luché heroicamente; fui despiadado; y todavía hoy, sin descanso, llevo sobre esta llaga en carne viva el hierro al rojo de mi desprecio-de-mí-mismo y la piedra infernal de mi introspección flexible. Duelo a muerte entre él y yo, en la casa cerrada de mi alma en donde nadie puede entrar a separar a los combatientes. (…) El asco hacia mí mismo es, no obstante, sincero, y soy consciente de que está justificado. Cuando me analizo en profundidad, me siento realmente vil y estúpido, y vulgar, y villano hasta la médula, y sobre todo el calificativo que me había puesto a mí mismo, como el medio verso de Corneille, mi antiguo lema: “Un hombre sin honor”. Quien advierta más retórica que vida bien puede suspender la lectura en este momento, y ni siquiera acercarse al libro, porque en la vida de Larbaud/Barnabooth sucede lo contrario: su vida más plena es su retórica quintaesenciada, un paradigma de la vida literaria que vive su pasión con extremos de drama y tormentos de tragedia. Todo ello, además, teniendo el desconcierto sobre el propio yo en el centro del argumento: El peligro, entre nosotros, los hombres, radica en que, cuando creemos analizar nuestro carácter, en realidad estamos creando las piezas de un personaje de novela, en quien ni siquiera ponemos nuestras verdaderas inclinaciones. El nombre que le damos es el pronombre singular de primera persona, y creemos en su existencia más firmemente que en la propia. Por esta razón las pretendidas novelas de Richardson son en realidad confesiones solapadas, mientras que las Confesiones de Rousseau son una novela disfrazada. Las mujeres, en mi opinión, no se engañan así. Por ello, no es de extrañar que no falte en el Diario incluso una crítica del propio texto, cuya relectura se refleja en la escritura, en un ejercicio de distanciamiento que nos permite valorar la radical sinceridad de las luchas interiores que sufre el personaje: Releí mi diario de Italia en el albergue de Finja, un día de lluvia en que el lago sin brillo sufría y se agitaba entre sus riberas bañadas de niebla. Lectura penosa, durante la cual me sonrojé a menudo. Cuántas frases que -¡ya!- no escribiría hoy… ¡Exageraciones, ingenuidades, pequeños embustes inútiles, pequeñas picardías hilvanadas con hilo blanco! Intenté no engañarme más; ver mi vida directamente y no a través de mis lecturas; dejar una parte inexplicada antes que admitir una explicación extraída de mis recuerdos literarios. (…) Empezaba a repugnarme mi Diario; lo veía muy claro, lo criticaba. Sentimientos postizos, últimos rostros de la edad ingrata, todas esas cosas fueron anotadas para medir el camino recorrido. Había dejado de ser el joven que escribió esas páginas; me había despojado de la frase: “Cuanto más triste más sabio”.
         El peligro de la vida literaturizada, común a los creadores de heterónimos, se reitera en estas obras completas de Barnabootrh, si bien no todo se centra en el drama acezante, íntimo, de un personaje joven que ha de tomar una decisión para escapar de la rutina del lujo, de los viajes, de los hoteles, de la inacción, de la distancia, en definitiva, que advierte entre él y lo que se podría considerar “la verdadera vida”. El marco del lujo cosmopolita en que se inscribe la aventura de Barnabooth nos permite asistir a un mundo de relaciones gracias al cual el personaje, en una permanente disposición dialéctica, se abre a otras reflexiones de seres de su clase social con quienes, por la especial afinidad que le une a ellos, y por el hecho de que son mayores que él, puede ampliar el campo de sus inquietudes, de sus desasosiegos y de sus respuestas. El Diario, que quiere reflejar con cierta fidelidad esa vida de ocio, lujo y preocupación intelectual de los personajes, está lleno de sutiles detalles que reflejan la conciencia crítica de Barnabooth y, sobre todo, de espléndidas descripciones, tanto de ciudades como de personas, edificios y paisajes, hechos con el gusto exquisito de quien explota a fondo la sutil percepción de sus sentidos. Nada le pasa desapercibido a quien por ninguna responsabilidad, más allá de la “búsqueda de lo absoluto”, está atado, ni siquiera detalles que nos revelan esa especial condición del decadente ilustrado y hedonista: Creo que no hay muchas más cosas agradables a la vista que una preciosa mujer en ropa interior comiendo con apetito un buen trozo de carne poco hecha. Pero al intelector de este Diario es posible que le interesen, sobre todo, algunos juicios literarios que Barnabooth incluye en su Diario, porque la comidilla de lo que se lee y de lo que se opina sobre ello es algo así como el equivalente de los chismorreos vulgares. Más allá de algún juicio sumarísimo, como el que manifiesta sobre George Eliot: Yo leía por aquel entonces esa plomiza invención pedante llamada Romola cuya acción transcurre precisamente en Florencia. Se refiere Barnabooth a una recreación novelada de la vida de Girolamo Savonarola, escrito por una autora a quien la modernidad, sin embargo, ha reivindicado. Más allá de juicios así, como la confesada lectura de la famosa obra de Poe, Elcuervo: En la tienda de Laterza leo El cuervo traducido al dialecto greco-salentino bajo el título de O Kraulo, lo que llama verdaderamente la atención es la conciencia del retroceso del prestigio de la francofonía que ya en los tiempos de Larbaud éste tiene la clarividencia de percibir:  -Fíjate, Archie, en los libros franceses: un nuevo Anatole France, Sobre la blanca piedra; y ahí al lado, veinte artefactos con estos títulos: Almas de busconas, Lujurias paganas, ¡Liguemos!... Mira qué cosas leen los daneses (cada vez menos -¿te has dado cuenta de que la parte francesa va disminuyendo en los escaparates de las librerías internacionales?). Mira lo que lee Europa como literatura francesa mientras Laforgue y Rimbaud pagan para que les impriman sus obras, que van directamente del editor a los libreros de viejo… A pesar de esa visión casi apocalíptica, Barnabooth es muy consciente, al margen de en qué parase la necesidad individual de tomar una decisión que encauzase su vida, de la importancia esencial del arte en su vida:Desde hacía mucho tiempo supe ver claro que el arte es la única forma soportable de la vida; el mayor gozo y el que con más lentitud se consume. Este es el impulso que le lleva a escribir, a dejar por escrito una crónica apasionante de esa lucha entre el ser que se siente superior a los demás, en razón de sus sensibilidad, de su formación y de sus gustos, y el que se sabe condenado al aislamiento y la depravación moral si se aleja definitivamente del sentir de sus congéneres. Bien está saberse diferente de los demás por razón de inclinaciones literarias que poco tienen que ver con el común de los mortales, como cuando revela su convicción adolescente: Estoy oyendo lo que justamente me diría el viejo Fidèle, si conociera mi nueva manera de vivir:
-        ¡Usted dice que es poeta y desdeña la luz del día hecha por Dios!
-        No, al contrario, amo tanto la luz del día que me paso toda la noche esperándola.
Y es cierto, noto siempre aquel sentimiento que experimentaba en mi infancia: el sentimiento de ser superior a todos los que habían pasado la noche durmiendo.
         En el proceso, así pues, que se inicia con sus viajes por Europa, asistimos a una evolución espiritual que lo lleva, a Barnabooth, de una exaltación aristocrática en busca de lo absoluto a una renuncia que le permita incluirse en el tiempo que comparte con el resto de la especie: Abdico de mi interesante personalidad (…) Nunca más haré el mínimo esfuerzo. (…) Renuncio a escalar el Himalaya que sentía en mi interior. No quiero ni volver a sentirlo. (…) Creo que seré de esa mayoría, una de los que viven al margen de sí mismos y dando la espalda resueltamente al África negra de su alma. Y no le cuesta nada reconocer el desamparo en que vivió instalado durante buena parte de ese proceso: ¡Qué pobre hombre era yo! (…) Sordo a las ideas de los libros e indiferente a la experiencia de los viejos. (…) Era mi verdadero yo un pequeño rayo de luz perdido que busca por la tierra la senda que le una con la gran claridad universal.

         Los intelectores que ahora se adentren en esta Obra completa de A.O. Barnabooth tendrán la oportunidad de revivir con delectación, sorpresa e incluso inquietud la aventura intelectual de un joven de principio de siglo, muy poco antes de que las dos guerras mundiales acabaran con la Europa que acabaría asumiendo, desde la perspectiva literaria, una condición mítica. Gran Hotel Budapest, reciente ganadora de los Oscar, recoge buena parte del hechizo de aquella sociedad europea viva aún en buen número de libros como el presente.

*La neige
Un ano màs und iam eccoti mit uns again
Pauvre et petit on the graves dos nossos amados édredon
E pure piously tapàudolos in their sleep
Dal pallio glorios das virgens uns infants.
With the mind’s eye ti sequo sobre l’europa estasa,
On the vas Northern pianure dormida, nitida nix,
Oder on lone Karpathian slopes donde, zapada,
Nigorum brazilor albo disposa velo bist du.
Doch in loco nullo more te colunt els meus pensaments
Quam in Esquilino Monte, ove della nostra Roma Corona de platàs ores,
Dum alta iaces on the fields so duss kein Wege seve,
Yel alma, d’ici détachée, su camin finds no cêo.



**El don de sí mismo
Me ofrezco a cada quien como una recompensa;
Os la entrego antes incluso de que la hayáis merecido.
Hay algo en mí,
En el fondo de mí, en el centro de mí,
Algo infinitamente árido
Como la cima de las montañas más altas;
Algo comparable al punto muerto de la retina,
Y sin eco,
Que sin embargo ve y oye;
Un ser con vida propia que, no obstante,
Vive la mía, y escucha, impasible,
Los parloteos de mi conciencia.
Un ser hecho de nada, si es que eso es posible,
Insensible a mis sufrimientos físicos,
Que no llora cuando lloro,
Que no ríe cuando río,
Que no se ruboriza de mis vergüenzas,
Que no gime cuando mi corazón se hiere;
Que se queda inmóvil y no da consejos,
Pero que eternamente dice:
“Aquí estoy, indiferente a todo”.
Tan vacío como el vacío mismo,
Y tan grande a la vez que el Bien y el Mal juntos
No pueden llenarlo.
El odio en él se muere de asfixia,
Y el mayor amor no lo penetra.
Tomad cuanto soy: el sentido de estos poemas,
No la letra, sino lo que aparece a mi pesar a su través;
Tomadlo, tomadlo, mas no tendréis nada.
Y adonde quiera que yo vaya, por todo el universo,
Me encontraré siempre,
Fuera de mí como en mí,
El incolmable Vacío,
La inconquistable Nada.



A propósito de Berdiáyev: Un paseo por el existencialismo cristiano crítico.

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Nikolái Aleksándrovich Berdiáyev: Una Nueva Edad Media (1924): Excelente diagnóstico; mística propuesta teocrática.

Hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial, Europa fue, desde la entrada en el siglo XX un hervidero de filosofías, teorías, pensamientos, doctrinas, ideologías, psicologías, corrientes artísticas y descubrimientos científicos, entre otras manifestaciones de la creatividad humana,  que, en su conjunto, imponen un severo respeto a quien pretenda navegar en ese mar proceloso de la razón, de la irracionalidad y del arte con la intención de levantar una carta de marear que permita no sentirse absolutamente perdido.
Viene este inicio a cuenta de una relectura que acabo de hacer de un librito casi olvidado, Una nueva Edad Media, de Nicolás Berdiaeff –editado en 1932, cuando se traducían los nombres rusos en los títulos, pero escrito en 1924–, si no olvidado completamente, porque sus doctrinas poco predicamento pueden alcanzar en nuestros días, fuera de círculos cercanos a lo que ni sé si aún se denomina, impropiamente, “democracia cristiana”, porque ignoro si “lo cristiano” aún vende políticamente, como para atraer votantes con ese reclamo, en estos tiempos eminentemente materialistas y poco dados a cualquier trascendencia. “Inspiración cristiana” sí que muchos la exhiben en sus credenciales, partidos socialistas incluidos: “humanismo cristiano”, suelen decir, exactamente, sin concretar demasiado en qué consiste, más allá del decálogo mosaico y algunas citas evangélicas –nunca la de “no haber venido a traer la paz, sino la espada”, claro…–.
La figura de Berdiáyev, con su vehemencia individualista y religiosa nos permite acercarnos a una sensibilidad rusa muy curiosa, porque, sin ser enemigo de la revolución soviética en sus inicios, acabó siendo expulsado de Rusia junto a otros 160 intelectuales en lo que se conoció como el “barco filosófico”, si bien con anterioridad, en 1913 fue desterrado a Siberia de por vida por el zar debido a sus críticas a la Iglesia ortodoxa, castigo del que fue liberado gracias a la Revolución, que no tardaría en deshacerse de él…
Su pensamiento está supeditado a sus fortísimas creencias religiosas, una vivencia propia de una visión existencial del cristianismo que aparece en no pocos pensadores y literatos rusos, siendo el máximo representante de todos ellos Soloviov, autor de un diálogo esotérico llamado Sophíay reafirmador  del cosmismo ruso creado por Nikolái Fiodorov. Se trata de un conjunto de creencias, supersticiones, intuiciones y mixtificaciones que, sin embargo, obtuvieron un enorme crédito en Rusia. La teoría básica de aquellas doctrinas, defendida también por Berdiáyev es la de que la persona forma parte de una unidad superior gobernada por Dios, que es el destino espiritual último de aquella y su razón de ser en el mundo, de habitarlo. Cualquier proyecto humano, así pues, ha de coincidir con el plan divino, hacerse uno con él, pues solo de lo divino recibe lo humano su sentido.
Este libro, sin embargo, más político que religioso, pero sin dejar de ser poderosamente ideológico, nos permitirá leer un diagnóstico de la Europa de su tiempo sorprendentemente cercano a muchos de los postulados políticos más recientes. Pasearse por los textos de aquellos con quienes no se comparte la naturaleza última de sus postulados filosóficos es siempre estimulante, porque ello permite, de verdad, un auténtico contraste de ideas y, a través de este, un afinamiento crítico de las propias posiciones.
En nuestros días, en que la mixtificación ha convertido la política en un bien de consumo y la ideología en el pálido recuerdo de épocas lejanas, como ésta del propio Berdiáyev, es necesario que escojamos entre el grano y la paja, para saber a qué atenernos. Recientemente, a modo de grosero ejemplo, la activista Ada Colau, partidaria Sí-Sí de la secesión de Cataluña, reivindicaba, como herencia política, la figura del anarquista Puig Antich, cuyos presupuestos ideológicos –nunca demasiado claros, pues él lo que quería era ser “hombre de acción”– pueden considerarse en las antípodas de las de la activista emergente, pero se da la banal circunstancia de que la señora Colau nació el mismo año en que Antich fue asesinado por el régimen franquista, y de ahí ya emerge incluso una posición ideológica, nada menos. Este tipo de empanadillas mentales, producto de la inequívoca falta de rigor con que solemos adentrarnos en las disciplinas académicas e incluso en el ámbito relajado del supuesto “dominio común” explica a la perfección la desorientación, las supercherías, los fraudes y el desconcierto de nuestra sociedad y de los aspirantes a representantes políticos que pululan en ella.
         Berdiáyev, en cuatro ensayos íntimamente ligados: El fin del Renacimiento; La nueva Edad Media; Reflexiones sobre la revolución rusa y La democracia, el socialismo y la teocracia, nos ofrece una visión muy sui géneris de un momento crucial en la historia de Europa, el periodo de entreguerras, cuando se ha salido de una atrocidad y se está a punto de entrar en otra que superaría a la anterior y de la cual la Europa actual es la heredera escarmentada. No entraré en detalle en cada uno de los capítulos, sino que me limitaré a señalar aquellos juicios que, sin duda, le serán familiares al intelector contemporáneo.
Comencemos por la sensación que tiene Berdiáyev, en 1924, de asistir a algo así como a lo que Fukuyama llamó recientemente “el fin de la historia”, teniendo en cuenta su experiencia rusa, reprimido tanto por el antiguo régimen como por el nuevo, en un periodo de gestación y consolidación de los fascismos y tras haber salido malherido el continente de la Primera Guerra Mundial: Penetramos en el reino de lo desconocido y de lo no vivido, y lo hacemos sin júbilo, sin radiante esperanza. El porvenir es sombrío. Ya no podemos creer en las teorías del progreso que sedujeron al siglo XIX, y según las cuales el próximo porvenir debe ser cada vez mejor, más bello, más amable que el pasado que se aleja. Hay algo de visionario en este pensador cristiano cuyos planteamientos forman parte del pensamiento crítico de nuestros días: Se aproxima el tiempo en que se planteará para todos la cuestión de si el progreso fue un “progreso” o si, por el contrario, ha sido una “reacción” siniestra, una reacción contra el sentido del universo contra las auténticas bases de la vida. Entendámonos sobre las palabras que empleamos, a fin de evitar discusiones ociosas e ineficaces por completo. Está claro que, para él, las verdaderas bases de la vida tienen que ver con ese cosmismo de raíz religiosa que nos hace depender de algo así como “el gobierno de Cristo”, porque la ventura de la especie humana sobre la Tierra solo tiene sentido si forma un todo con el plan divino y se ajusta a él. Con todo, el análisis social e histórico que hace Berdiáyev se revela de una actualidad que lo acredita como un preclaro analista social: Para poder continuar viviendo, los pueblos en quiebra se verán quizá obligados a emprender otro camino: el de la limitación de las ambiciones de la vida –poniendo un freno al aumento indefinido de las necesidades–, el de la limitación de la procreación; será el camino de un nuevo ascetismo, es decir, la negación de las bases del sistema industrial-capitalista. (…) Se estará obligado a volver a la naturaleza, a la economía rural y a los oficios: La ciudad deberá aproximarse al campo, precisará organizarse en asociaciones económicas y en corporaciones. Necesitará sustituir el principio de la competencia por el de la cooperación. El principio de la propiedad individual será conservado en su fundamento eterno, pero será limitado y espiritualizado. Ya no existirán esas monstruosas fortunas individuales propias de los tiempos modernos. No habrá mayor igualdad, pero no habrá ya más hambrientos ni menesterosos. ¿Qué otro plan proponen los movimientos alternativos? Si hasta Sarkozy propuso en su momento la refundación del capitalismo, a la vista de los males objetivos que podrían conducirnos a la desintegración social, está fuera de toda duda que Berdiáyev leyó bien, en sus días, la naturaleza perversa del sistema capitalista, si abandonado a la lógica diabólica del beneficio y a las leyes sin control de mercado. Tampoco hemos de desdeñar la visión que tuvo Berdiáyev sobre el futuro papel de la mujer en la sociedad, si bien su profecía nace de la visión simbólica de la mujer como fuerza telúrica frente al hombre como fuerza racional: Lo que caracterizará también, me parece, a la nueva Edad Media es que, en ella, la mujer desempeñará un gran papel. La cultura exclusivamente masculina ha sido agotada, consumida por la Guerra Mundial. Así, vemos que, en esos últimos años de grandes pruebas, la mujer ha desempeñado un papel considerable, elevándose a altas cumbres. La mujer está más ligada que el hombre al alma del mundo, a las primeras fuerzas elementales con las cuales el hombre comulga a través de la mujer. La cultura masculina es demasiado racionalista, se ha alejado demasiado de los misterios inmediatos de la vida cósmica y vuelve a ellos a través de la mujer. En definitiva, el famoso crepúsculo de las ideologías sobre el que escribió con torpe sagacidad retrógrada Gonzalo Fernández de la Mora es ahora, en boca del líder de Podemos, Pablo Iglesias, la reflexión más moderna: ni de izquierdas ni de derechas, grita el gran demagogo. Pero Berdiáyev lo dijo mucho antes y mucho mejor: Atravesamos una crisis mundial de todas las ideologías y de todas las formas de política y de sociedad. Todo parece agotado ya en la vida exterior; no hay nada que pueda inspirar a los pueblos civilizados. Todas las viejas fórmulas políticas caen en desuso. (…) La política envuelve la vida humana como una formación parasitaria que le absorbe la sangre. La mayor parte de la vida política y social de la humanidad contemporánea no es una vida real, ontológica, es una vida ficticia, ilusoria. Tiene mérito intuir la gran fantasmagoría en que se acabaría convirtiendo la política cuando aún ni siquiera se habían asentado los fascismos ni la Segunda Guerra Mundial había cambiado radicalmente nuestra percepción de todo, de la Historia del capitalismo de la religión y de la democracia.
La crítica de Berdiáyev se centra en el resultado de la labor destructora del escepticismo y del positivismo, que han secado de raíz la fuente espiritual que anima la presencia de la especie humana sobre la Tierra. A su entender, también el socialismo es heredero directo del capitalismo, una de sus lógicas manifestaciones. La labor de zapa de los tiempos nuevos que inició el Renacimiento llevó en línea recta a la actual postración de la humanidad. De hecho, más que de la “muerte de Dios”, Berdiáyev cree que habríamos de hablar de la “sustitución de Dios”, teniendo en cuenta la fuerte índole religiosa de un movimiento como el socialismo, que reproduce el esquema de la Iglesia católica, y recuérdese que católica significa universal y que el socialismo es, por definición, internacionalista:  La socialización transformada en religión es el incontestable desenlace del Renacimiento, el agotamiento de esa individualidad humana que se había sublevado en la época del Renacimiento. El individualismo extremo y el socialismo extremo son dos formas de ese desenlace. Y, en ambas, la individualidad del hombre está comprometida, la identidad humana se entenebrece. El humanismo abstracto, separado de las bases divinas de la vida, de la concreción espiritual debe conducir a la destrucción del hombre y de su identidad. (…) En Nietzsche el humanismo se renuncia y se destruye bajo la forma individualista; en Marx es bajo la forma colectivista. (…) El superhombre substituye en Nietzsche al dios perdido.(…) La colectividad sustituye, en Marx, al Dios perdido. (…) Hay verdaderamente en el colectivismo de Marx algo inhumano, de antihumano: la personalidad del hombre se pierde, la identidad del hombre se entenebrece. El colectivismo de Marx no admite la individualidad humana, con su vida interior infinita, que admitía y glorificaba no ha mucho tiempo, el humanismo de Herder y de Goethe.
Es lógico, desde esta perspectiva, que Berdiáyev lamente con insistencia la gran pérdida que supone el abandono de la conexión religiosa esencial de la persona y cómo el cultivo de la individualidad a ultranza, de la concepción monádica del ser, se acaba trasladando a la concepción de los estados. En su análisis de la Edad Media y del Renacimiento considera que en la Edad Media era imposible el nacimiento de los estados, que estos pertenecen a la “obra” de afirmación crítica y empírica de la individualidad,  propia del Renacimiento. Los particularismos cobran una dimensión separadora que era impensable en la Edad Media, cuyo universalismo está en relación con su aceptación de una concepción del orden de naturaleza teocrática: La historia de los tiempos modernos ha creado formas de nacionalismo que el mundo medieval desconocía. En Occidente, los movimientos nacionales y los separatismos nacionales han sido el resultado de la Reforma y del particularismo protestante. El fondo espiritual del catolicismo no hubiera jamás podido conducir a semejante separatismo. Se han formado mónadas nacionales cerradas, de la misma manera que las individualidades humanas se han transformado en mónadas cerradas. Sin embargo, Berdiáyev supo ver la imposibilidad de que ese mundo fragmentado de naciones aisladas pudiera sobrevivir a las amenazas de la decadencia democrática, porque la crítica de las limitaciones de la democracia es, en el fondo, la tesis fundamental del libro. Cuando se acercaba la crisis definitiva del modelo capitalista democrático, Berdiáyev intuyó, con clarividencia el cuadro resultante: Las nacionalidades cesan de acantonarse en sí mismas; es su destino: todos dependerán de todos. La organización de cada pueblo cuenta hoy con el estado del mundo entero. Lo que pasa en Rusia repercute en todos los países y en todos los pueblos. Jamás existió semejante contacto entre el mundo occidental y el mundo oriental, que durante tanto tiempo vivieron separados. La civilización cesa de ser europea, volviéndose mundial. Europa se verá en la necesidad de renunciar el monopolio de la cultura. Y ahí estamos, habiendo caído el comunismo soviético, habiéndose formado la Unión Europea y asistiendo a la reformulación de los valores democráticos que consigan la supervivencia del modelo frente al desarrollo chino bajo un régimen totalitario, por ejemplo.
La crítica de la democracia como un sistema nacido de la negación de los valores religiosos es una constante a lo largo de los cuatro ensayos, trátese ya de la democracia representativa, ya del comunismo soviético. Al fin y al cabo, a su parecer, las democracias han salido del pathos de la libertad, de la afirmación de los derechos absolutos de todo hombre, y es la afirmación de la libertad, de la facultad de escoger, la que se presenta como la verdad fundamental de la democracia. (…) Tocqueville y Mill, a quienes no se puede calificar de enemigos de la democracia, hablan con mucha inquietud de los peligros que amenazan a la libertad, a la individualidad de hombre.  Se trata, en definitiva, de un riesgo inherente a los fundamentos del sistema, el cual, a pesar de reclamarse como verdadera expresión del poder del pueblo, no deja de ser sino un vehículo para el ejercicio del poder de una minoría escogida: El poder jamás ha pertenecido ni pertenecerá al mayor número. Ello se contradice con la propia naturaleza del poder. El poder tiene, en efecto, una naturaleza jerárquica y una estructura jerárquica. Así sucederá en el porvenir. El pueblo no puede gobernarse a sí mismo, necesita directores. En las repúblicas democráticas no es por cierto el pueblo quien gobierna, sino una ínfima minoría de jefes de partidos políticos, de banqueros, de periodistas, etc. Lo que se llama la soberanía popular no es más que un instante en la vida del pueblo, el desbordamiento del poder instintivo del pueblo. La estructura de la sociedad y del Estado, la constitución del orden social, van aparejadas con la manifestación de la desigualdad y de la jerarquía: la concesión de la soberanía a una parte determinada del cuerpo social. Una opinión que está en el centro de nuestro debate político actual, que gira, como es sabido, alrededor de los intentos de quebrar el bipartidismo para aspirar a una verdadera presencia del pueblo en las decisiones que tanto le afectan. 











Memento Mori… El Artista ante su desaparición (no deseada).

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Variación no envarada… sobre lo ineluctable.


         Ignoro cuándo se me enquistó el pensamiento que, desde entonces, actúa en mí como un agente corrosivo, y a veces corrisivo, a juzgar por el humor negro desde el que me veo contemplando supuestos de tan sólita como frágil naturaleza. Nadie sabe el día ni la hora, cierto es; pero ¿a quién no se le amontonan desapariciones ajenas o cercanos y traumáticos procesos de degeneración física de un tiempo a esta parte? Descubrir lo siempre sabido no necesariamente es dar de bruces con el Mediterráneo, porque siempre hay matices nuevos e insólitas perspectivas en el choque con el mar de nuestro tiempo tasado.
 El Artista, por ejemplo, puede llegar a angustiarse por algo nada insignificante como en mitad de la lectura de qué libro se le ocurrirá a Átropos cortar la hebra de su vida, tejida pacientemente por Clotos y cuya longitud Láquesis estableció con criterios inapelables. El Artista mira los estantes de las obras no leídas y comienza a despreciar posibilidades: ¡sobre todo que no le sorprenda a mitad de Los episodios Nacionales o de En busca del tiempo perdido!, permanentemente en el salón de las lecturas perdidas; y menos aún enfrascado en alguna lectura extravagante como los Estudios sobre semántica de Gottlob Frege, siempre postergada, pero siempre ocupando el espacio del absurdo compromiso en la gaveta superior de su mesa de trabajo. Para ese supuesto de la incompletitud lectora, lo mejor sería excluir cualquier novedad y reducirse, radicalmente, a la relectura, y tener siempre a mano la única lectura de cabecera: los Ensayos de Montaigne, cuya voz confidencial le parece al Artista la suya propia, de ahí el lugar de privilegio: el único libro en la mesilla de noche, junto a la lectura en curso que comparte fugazmente el protagonismo, y algunas veces con tanta solidez como la del propio Montaigne, como el actual Libro de los pasajes de Benjamin, recorrido hasta ahora con delicada morosidad y, desde esta entrada, con inmediata avidez…
Mayor incomodidad aún siente, el Artista, cuando piensa en cuál será la obra durante la escritura de la cual  le sorprenderá el tajo de la guadaña para quedar incompleta por los siglos de los siglos, sin ese consolador punto final que a veces pone el cansancio, otras la vanidad y, la mayoría de las veces, la ineptitud. ¿Será un verso, un aforismo, la sinopsis de un proyecto, una cruel mimismografía, una escena teatral, una crítica de cine, una entrada en el blog, como esta torpe variación, un correo electrónico, una carta…? Algo tengo la seguridad de que será imposible: que sea la lista de la compra, pues jamás he escrito ninguna… En cualquier caso, sea lo que fuere, formará parte del viejo libro de los esbozos y del más antiguo aún de los títulos, para darle cumplida entidad a los cuales ni veinte vidas serían tiempo suficiente…
No suelo meditar, sin embargo, ni sobre el cómo ni sobre el cuándo de la inevitable desaparición. El vitalismo unamuniano que me empuja me lo impide; la voluntad de ser que me urge, me lo veda; el deseo de percibir que me espolea, me lo prohíbe. Y me da exactamente igual. Cuando despedí a mi padre, mis propios hijos se despidieron, emocionados, de mí, tras haberme oído leer en el funeral algunas de las Coplas de Manrique dedicadas, injustamente, a uno de los dos responsables de mis días. Curioso funeral en vida fue, a fe, casi en diferido, me atrevería a decir si la irracionalidad política no hubiera deslustrado el concepto. Me alegra haberlo podido vivir. Me doy por cumplido.  La meditación de las postrimerías la asocio con el fulgor, con lo subitáneo, con el tradicional “envía tu rayo hasta la muerte” del abracadabra del birlibirloque, un auténtico prodigio sacado de la chistera de la consumación, de la finitud. Sí y no me pillará por sorpresa el corte de la tijera. Suelo acogerme a la bondad científica con que he contemplado siempre, dada mi afición singular a los procesos degenerativos, tan vitales como la potencia y el apogeo, el desarrollo de las enfermedades y la adaptación inevitable a las limitaciones biológicas. Hay, se comparta o no, un narcisismo del deterioro, que yo ejerzo con plena consciencia: soy notario fidedigno de mi propia devastación, y levanto acta tan escrupulosa como apasionada de las mutaciones constantes de mi organismo. Sin complacencia. Con esa bondad y caridad científicas propias del Dr. Jeckyll. Y, a pesar de todo, no hay en ello ni una brizna de literatura. A día de hoy sé que estoy curado de espanto y que mi desaparición tendrá, en el momento en que se produzca, algo de don excepcional, de último regalo generoso del proceso vital que sigo viviendo con absoluta pasión desde que decidí escoger la vida frente a la muerte que imponía la huésped ingrata de la desesperación adolescente. Nadie sabe, decía al principio, ni el día ni la hora. Y mentí, artificiosamente, porque he querido rendir homenaje con esta variación no envarada a la emocionante lección de Ars moriendi que hace pocas semanas ha dictado una persona tan excepcional como Oliver Sacks con motivo del conocimiento más que aproximado de su día y de su hora, un prodigio de llaneza y emotividad que no deja indiferente al lector: No puedo fingir que no tengo miedo. Pero el sentimiento que predomina en mí es la gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito. He tenido relación con el mundo, la especial relación de los escritores y los lectores.Y, sobre todo, he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura.




El aleccionador testimonio autobiográfico de un filósofo: Karl Löwith.

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Karl Löwith con el musicólogo Heinrich Besseler


Karl Löwith: Mi vida en Alemania antes y después de 1933: Cuando las exploraciones filosóficas chocan de frente con la contundente realidad todopoderosa.


A Miguel Horth Rojas sin cuyo trabajo de grado en Humanidades sobre Karl Löwith: La relación entre naturaleza e historia, que leí con entusiasmo, ni hubiera conocido al autor ni hubiera leído su lúcido testimonio autobiográfico. 


        La verdad es que a estas alturas de siglo casi parece cosa de maravilla que un joven de 24 años se gradúe en Humanidades con un trabajo de filosofía sobre un autor considerado “menor”, un discípulo de Heidegger, autor éste de quien acabó distanciado, entre otra cosas, por la decidida participación del autor de Ser y tiempo en el movimiento nacionalsocialista y la condición de judío represaliado de Löwith. Que la filosofía aún sea capaz de estimular a los jóvenes, independientemente de los magros horizontes de supervivencia económica que puede ofrecer, para que le dediquen sus mejores esfuerzos intelectuales, en edad tan dada a la dispersión y a la seducción de infinitos reclamos vulgares, me conmueve y me reconforta. Agradezco sobremanera no sólo que me permitiera leer el trabajo, sino también que pudiéramos comentarlo y que me iluminará en tantos aspectos que, dada la índole perversa y caprichosa de mis lecturas, desconocía, no solo del autor, que era nuevo para mí, sino también de algunos más conocidos, como Heidegger, Nietzsche, Hegel y Burckhardt, entre otros. Que haya tenido, además, la santa paciencia de centrarse en un aspecto tan específico como el de la relación entre naturaleza e historia, aún ensancha más mi admiración y mi reconocimiento, porque no ignoro lo vicioso que es el entendimiento cuando se entra en la obra de un filósofo. Su madre, Ana Rojas, que en paz descanse, muy querida amiga, compañera de profesión y lúcida intelectora, estará a reventar de satisfacción por esta humilde hazaña de su hijo.
 Karl Löwith es el perfecto intelectual, el scholar, en la más antigua tradición medieval, dispuesto a ir a estudiar con quien pudiera aprender, como hizo con Husserl, primero, y luego con Heidegger, una persona desinteresada de todo cuanto no fueran sus estudios y las teorías en las que centraba todos sus esfuerzos intelectuales, para temor de sus padres hasta que logró un puesto de profesor en la universidad. Leyó su trabajo de licenciatura sobre Nietzsche en 1923 y más tarde llegó a escribir un libro sobre él, en 1935. No es de extrañar si tenemos en cuenta lo que dicen en el testimonio: Ya leíamos el Zaratustra en el pupitre del colegio, preferentemente durante la clase de religión protestante, un filósofo que es y será, para Löwitz, el compendio de la sinrazón alemana o del espíritu alemán, por más que Nietzsche se considerase, precisamente, el fustigador número uno de ese espíritu, hsta el punto de reivindicar el origen polaco de sus antepasados y, por ende, de él mismo. De su devoción al verdadero filósofo en quien culminó una línea filosófica que se inició con Hegel queda huella indeleble en el excelente libro de divulgación titulado, precisamente, De Hegel a Nietzcshe, casi de obligada lectura. De ella me he quedado con la imagen de un Schelling anciano teniendo por estudiantes de sus lecciones magistrales a estudiantes tan diversos como Kierkegaard, Bakunin, Engels o Burckhardt. Desde la óptica naturalista de Schelling y la subjetiva de Fichte, Löwith traza la línea genealógica de la filosofía alemana con una claridad y amenidad que nos permite comprender ese viaje desde la esencia hasta la existencia, desde el espíritu hasta la historia: La idea tal como la entendía Hegel no podía expresar ningún ‘proceso natural’, sino un proceso del espíritu. Por eso Hegel no concebía la razón de la naturaleza que, para él, era impotente –mientras que Goethe la consideraba omnipotente–, sino la razón de la historia. Goethe, su contemporáneo, hablaba, sin embargo, de que ‘el enfermo de dialéctica’ podría recuperar la salud mediante el estudio probo de la naturaleza, pues ésta es siempre y eternamente verdadera y no permite semejante enfermedad. Una reacción parecida a la de Feuerbach cuando habla del teólogo Heinrich Paulus, con quien estudió, y su ‘expectoración de una sagacidad fracasada’: una telaraña de sofismas y un instrumento de tortura, mediante el cual las palabras se maltrataban hasta llegar a confesar algo que jamás habían significado.”
Este testimonio autobiográfico de Löwith se nos ofrece como un documento de altísimo valor para entender los entresijos de la vida académica alemana en el periodo de1923 a 1940, crucial para Alemania y no menos para el mundo. A través de la descripción de Löwith asistimos a la aceptación acrítica del ideal nacionalista y racista por parte de quienes deberían haberse opuesto a esa barbarie desde sus cátedras. No se trata de la primera tentativa autobiográfica del autor, pues ya escribió otra, centrada en su adolescencia: Fiala, la historia de una tentación, que, Hasta donde he podido investigar, permanece inédita entre los papeles de su legado. Es evidente que la tentación es la del conocimiento y que esa autobiografía está escrita en clave de bildungsroman. Se agradecería una edición, ni que fuera digital. Esa tentación sería la que Max Weber definiría para él, años después, en una conferencia a la que asistió en una librería de Münich y que se titulaba: La ciencia como vocación. Forma parte, con La política como vocación, del libro que se tituló El político y el científico y parece plausible que Löwith asistiera a ambas, a juzgar por el convencimiento expresado en su testimonio de que el magisterio de Weber hubiera sido el único capaz de abortar la adhesión generalizada de la inteletualidad alemana a las aberraciones del nacionalsocialismo.
        Löwith participó, como tantos judíos de los conocidos como asimilados, en muchos casos con nulos vínculos con la comunidad judía de sus localidades, en la Primera Guerra Mundial, donde resultó herido y hecho prisionero en un largo cautiverio en Finalmarina, donde solo logró entenderse, en parte, en latín con el sacerdote. Le quedó, sin embargo una admiración casi incondicional por el país, Italia, y por el talante del italiano. De hecho, se exilió en Italia hasta que las leyes raciales del fascismo le obligaron a emigrar a Japón, desde donde pasaría, finalmente, a Norteamérica, punto de llega de muchos de sus colegas judíos, como Leo Strauss, por ejemplo, de quien Gregorio Luri ha escrito una biografía intelectual “desfacedora de entuertos” interesantísima. Es muy ilustrativo el cotejo que establece entre el alemán y el italiano: El alemán es pedante e intolerante, pues siempre asume todo como un principio, separándolo de la persona. (…) a la “gentilezza” de los italianos se contrapone la eficacia antipática del alemán, que se granjea el respeto, pero no la amistad. (…) Para el italiano medio, el lema fascista “Credere, obbedire, combattere” es una sentencia retórica que pasa por alto sonriendo, mientras que para el alemán la sentencia de Hitler: “mi voluntad es vuestro credo” es un dictamen que tiene profundidad y requiere compromiso, compromiso que con la ayuda de los intelectuales germanistas se traduce en “adhesión, fidelidad y heroísmo”. (…) Puede que los italianos no merezcan confianza y parezcan desleales, pero siempre son ellos mismos, mientras que los alemanes siempre representan algo, una posición, un título, una cosmovisión o lo que sea.
        Entre las muchas reflexiones de interés que salpican el libro, quizás se lleve la palma el análisis del proceso de “rendición” académica a las tesis hitlerianas y la descripción de una realidad social vista desde la perspectiva de quien fue marginado por el sistema, de un “apestado” a quien su condición de judío le prohibía el ejercicio de la profesión e incluso el desarrollo de su vida normal en el país, razón por la cual hubo de exiliarse, primero a Italia, luego a Japón y, finalmente, a Norteamérica.  Sorprende que, desde el apoliticismo de su práctica académica, exigido por Weber como una condición del magisterio, tardara tanto en darse cuenta del alcance exacto de la locura nacionalsocialista: No podía interesarme por la lucha de los partidos políticos, pues desde la izquierda hasta la derecha todos litigaban por cosas que no me incumbían y que solo significaban obstáculos a mi desarrollo. Una especie de justificación a mi postura llegó con la publicación, en 1918, del libro de Thomas Mann Consideraciones de un apolítico. Recordemos, sin embargo, que, más tarde, Mann también hubo de exiliarse y que abandonó su apoliticismo para luchar decididamente contra el régimen nazi. Pero esa típica actitud del intelectual antiactual volcado en la vocación atemporal de su disciplina, no le impidió a Löwith comprobar, horrorizado, a qué niveles de degradación llegarían incluso personas como Heidegger, por quien él sentía un respeto infinito. Como bien advirtió, el “espíritu” del nacionalsocialismo no tiene tanto que ver con lo nacional o con lo social como con aquella determinación radical y aquella dinámica que reniegan de toda discusión y entendimiento, porque sólo confían en sí misma –el propio poder ser (alemán). Son casi siempre expresiones de violencia las que determinan el vocabulario de la política nacional-socialista y el de la filosofía de Heidegger. Un Heidegger a quien se retrata como solícito pastor nazi conduciendo a su rebaño: Heidegger hizo desfilar a los estudiantes de Friburgo hasta la mesa electoral para que depositaran en bloque su voto positivo a la determinación de Hitler. (…) Estas elecciones no tendrán parangón con ningún otro proceso electoral –afirmó el filósofo metido a agitador político–. La especificidad de estas elecciones radica en la sencilla magnitud de la decisión que implican. La inexorabilidad de su sencillez y fin no permiten ninguna vacilación ni titubeo. Esta última decisión nos lleva al límite último de la existencia (Dasein) de nuestro pueblo, y ¿cuál e este límite? El límite está en la exigencia radical de toda existencia que mantiene y salvo su propio honor, y por la cual el pueblo conserva su dignidad y la firmeza de su carácter.(…) Hay solo una sola voluntad para el ser (Dasein) pleno del Estado. El Führer ha despertado esa voluntad en el pueblo y lo ha fundido en un único propósito. ¡Nadie puede permanecer alejado el día en que estamos llamados  demostrar esa voluntad! Una actitud que entronca con su propia doctrina del Dasein, como nos sintetiza Löwith: La definición filosófica de la “existencia” (Dasein) como un factum brutum que “es y debe ser” (Ser y tiempo, pág. 29), una existencia severa y enérgica, desprovista totalmente de belleza y amabilidad, se corresponde exactamente con el “realismo heroico” de los rostros alemanes creados por el nacionalsocialismo tal y como nos miran desde las fotografías de las revistas. A partir de ahí no es difícil imaginar las intolerables aberraciones que hubo de contemplar un filósofo inerme ante el suicida desfile hacia el despeñadero de la irracionalidad de sus colegas y de sus alumnos. Un aplicado estudiante que hizo suya la humilde posición de Husserl ante el saber, como nos lo describe al hablar de su enseñanza:  En los ejercicios del seminario nos obligó a prescindir de las grandes palabras, a examinar cada concepto en cada uno de los fenómenos en que aparecía, y a responder a sus preguntas “en monedas pequeñas” en vez de en billetes grandes. Era un “escrupuloso intelectual”, tal como escribe Nietzsche en  el Zarathustra. Nada que ver, pues, con la ampulosidad pretenciosa y pomposa de las apelaciones hitlerianas al sano espíritu de la germanidad, de las que Heidegger se hizo portavoz.  Como le confirmó su buen amigo, el musicólogo Heinrich Besseler, con quien comparte la portada del libro, incluso la educación más refinada no puede preservarse de los desvaríos cuando la inteligencia se rinde ante la sangre y la tierra. (…) Puesto que las tácticas y decisiones políticas –me escribió en 1932– se forman en gran medida en el “inconsciente” no hemos de sorprendernos que personas sin prejuicios y juiciosas se vuelvan asombrosamente ilógicas y cortas de entendimiento en cuanto se habla de política (…) Añadía que, naturalmente, no podía descartarse que con tanto cambio “no se rompiera la porcelana”* (empleando el dicho popular alemán que así llama a los judíos.)Dejo para el final la consignación de las llamadas “leyes de vida del estudiante alemán” por las que estos habían de regirse por el bien de la patria una espeluznante letanía de disparates que, sin embargo, tienen la virtud de no pasar nunca de moda, a juzgar por las diversas reediciones históricas del original:
1.Estudiante alemán, no es necesario que vivas, pero sí que cumplas con tu deber hacia tu pueblo. Lo que hayas de ser, que lo seas como alemán.
2.La honra es la ley primordial y la mayor dignidad para el hombre alemán. La herida en la honra sólo puede lavarse con sangre. La fidelidad a tu pueblo y a ti mismo es tu honra.
3.El ser alemán significa tener carácter. Has sido llamado para adquirir en el combate la libertad del espíritu alemán. Busca las verdades que están disponibles en tu pueblo.
4.En la servidumbre hay más libertad de la que hay en un puesto de mando. De tu creencia, tu entusiasmo y tu voluntad combativa depende el futuro de Alemania.
5.Para ser nacionalsocialista hay que nacer tal, pero más aún, es menester ser educado en ello y, aún más que nada, debe uno mismo educarse.
6.Subordinación y disciplina son las bases imprescindibles de la comunidad y el principio de toda educación.
        Que habría de ponerse en relación con los manifiestos que circulaban por las universidades entonces, como el presente Manifiesto general de los estudiantes alemanes Contra el espíritu antialemán:
5. El judío solo puede pensar de forma judía, cuando escribe en alemán miente.
7. Deseamos respetar al judío como a un extranjero y tomarnos en serio la nacionalidad, por eso exigimos de la censura que las obras judías se editen en hebreo. Si sus obras se publican en alemán tiene que ser bajo el epígrafe de traducción. (…) El idioma alemán solo estará a disposición de los alemanes.
 11.Exigimos la selección de profesores y estudiantes que asegure su intelecto alemán.
        Este documento, de tanto interés para el estudio de uno de los periodos fundamentales de la historia, la República de Weimar, de cuyo análisis ponderado tantas enseñanzas se extraen para entender el fenómeno de los nacionalismos, vegetaba entre los papeles del escritor hasta que su viuda, a requerimiento de algunos amigos a quienes les franqueó el acceso a los mismos, fue convencida de la pertinencia de su publicación. No podemos por menos que estarles agradecidos.



*Muy curiosa, en efecto, la explicación del sobrenombre porcelana adjudicado a los judíos. He aquí el resultado de la discreta investigación que la traductora o el editor deberían haber llevado a cabo para poner la pertinente nota a pie de página:  Judenporzellan o “porcelana de los judíos” –nos explica Xavier Casalsuna especie de impuesto que en virtud de un decreto de 1769 los hebreos de Berlín tenían que pagar por ley siempre que necesitaban un certificado oficial, ya sea de matrimonio, de defunción o para fundar un negocio. Se trataba de adquirir porcelana por un valor de entre 300 y 500 táleros, lo que por entonces equivalía al salario de varios años de un operario medio. Así llegaron a producirse unas 1400 ventas forzosas por un valor de 280.000 táleros. Con esta singular medida, sin parangón en otros Estados, Federico el Grande pretendía impulsar su juguete particular, la Real Manufactura de Porcelana (KPM) que él había fundado y cuya marca de fábrica era precisamente un cetro real en color “azul de Prusia”. Se trataba de derrotar a su gran competidor, la prestigiosa porcelana sajona de Meissen, cuyo emblema son dos espadas cruzadas.

P.S. No quiero dejar de señalar el descuido ortográfico y estilístico de la presente traducción, que hubiera requerido un trabajo de edición bastante más cuidado. Sobre todo cuando en el mercado hay excelentes profesionales dedicados a dicho oficio, aún, como he podido comprobar, más que necesario.

Dos poetas sucesivos: Leopoldo Panero, el poeta del lugar; Pedro Gimferrer, el lugar de la poesía.

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Por donde van las águilas, de Leopoldo Panero o el poeta perdido en los ecos y La imagen visionaria y decadente de Arde el mar, de Pedro Gimferrer.

         No hay poeta que no sea la razón y la emoción últimas de su obra. Y es difícil marcar un hiato entre su vida (o sus vidas) y sus palabras. Estas se les pegan, como la primera piel, al crisol del cuerpo donde se fraguan alientos y jadeos, deseos y desidias, arquitecturas huecas y la música enigmática del silencio donde un mundo se gesta para conquistar la mano, el signo vivo y la respiración del animal herido. La vida es una sombra que se ejerce, nos dice Leopoldo Panero, y añade: y un préstamo de alondra en la garganta;/ hasta que el nudo justo la retuerce. Y Gimferrer, cuando aún era Pedro y sobre esa piedra se construyó el superlativo de la novedad: Dicen del hombre/que no puede consigo mismo. En todo caso/no con su juventud, rosa sin número/ (…)/ …Voluntad de púrpura/sobre mis hombros, voluntad de ser/más que yo mismo, escudo de ojos tristes.
        Se trata, como se advierte, de dos poetas en sucesión; muere Panero, en 1962, y en 1966, escasos –en términos poéticos– cuatro años después, la voz de la modernidad cercana al modernismo se alza con el santo y la limosna del cetro poético que había desatendido una generación aún en ejercicio y volcada en el épico afán de la poesía social. No hay otra razón para juntar autores tan distintos que el seguro azar: Panero llega de una heredada biblioteca que se desperdiga -¡qué pocos ganaderos de los ácaros del papel vamos quedando!– y Gimferrer del descuido de un librero de viejo que lo ha colocado en el montón equivocado y accesible al parvo caudal del intelector proletario.
        He frecuentado mucho a Gimferrer y nada había leído hasta ahora de un poeta al que probablemente estigmatizó, para mi generación, una película como El desencanto, de Jaime Chávarri, y que nos descubrió, acaso sin pretenderlo, al hijo y poeta maldito, Leopoldo María Panero, de cuya muerte hoy se cumple poco más de un año, y quien quizás, por sí mismo mereciera una entrada en este Diario. Hay algo de reverencial hacia la locura en mi falta de atrevimiento. Y cuando se compara aquel rostro joven, y ya severamente castigado, con el rostro velazanettil de sus postrimerías, una orden de veda parece emerger, como si fuera una profanación entrar, por ejemplo, en el Séptimo poema de la vieja:
Mi alma, más vieja aún que mi cuerpo
Sabe mejor que una ciencia el lenguaje del rencor
El torpor de mi carne arrugada
Dice mi única verdad
Cuando, al acostarme, me duermo
Como un pedo en la oscuridad
       
Acerca de su padre, Leopoldo Panero, salí yo de la película con una opinión deformada por la falta de información: ¡cuatro contra uno y ni una miserable voz en off que ofreciera una versión distinta…! Eso es lo que la edición de la antología, Por donde van las águilas, de 1994, preparada por Andrés Trapiello, quiso contribuir a rectificar, sin duda. En ella agradece al hijo pequeño de la familia, Michi, José Moisés Santiago Panero, su generosa colaboración para hacerla posible. Ignoro el alcance que habrá tenido la distribución de la obra, pero puedo asegurar que, leído con ojos de filólogo, Leopoldo Panero adquiere una estatura poética algo mayor que la de simple “poeta del régimen”, porque, aunque lo fuera, la tradición literaria que alimenta su obra, de la que es perfecto eco,  lo redime, e incluso puede entenderse algo del fatalismo trágico que lucha con sus creencias religiosas, algo impostadas, a mi parecer, y muy lejos de la  emotividad de las de Ángel fieramente humano, de Blas de Otero, por ejemplo. Nada predisponía a un Leopoldo Panero de orientación marxista en su juventud, conocedor y admirador de las generaciones del 14 y del 27, sobre todo de Jorge Guillén, seguidor del creacionismo de Huidobro, y educado con una visión europea adquirida en sus etapas de estudiante en el extranjero; nada de todo ello, digo, llevaba a que se convirtiera en un poeta del régimen. Detenido en los inicios del Alzamiento, pudo salvarse del paseíllo gracias a las gestiones que cerca de Unamuno y de la esposa de Franco hizo su madre, prima de aquella. Tras el accidente de su hermano Juan, también poeta, sufrió una crisis religiosa e ideológica que le hicieron abrazar la causa nacionalista. Leopoldo Panero fue siempre un hombre herido, individual y socialmente. De ahí la marcada inclinación paisajística de su obra, siguiendo la estela del redescubrimiento de Castilla hecha por la Generación del 98. De ahí también su inclinación al alcohol, reconocida en su último poema: Epitafio, que podemos considerar una suerte de quintaesenciada autobiografía:
Ha muerto
Acribillado por los besos de sus hijos,
Absuelto por los ojos más dulcemente azules
Y con el corazón más tranquilo que otros días,
El poeta Leopoldo Panero,
Que nació en la ciudad de Astorga
Y maduró su vida bajo el silencio de una encina.
Que amó mucho,
Bebió mucho y ahora,
Vendados sus ojos,
Espera la resurrección de la carne
Aquí, bajo esta piedra.
        Últimas palabras que tuvieron terrible glosa en el poema de su hijo Glosa a un epitafio, al que pertenece este fragmento:
«amó», dijiste, autorizado por la muerte
porque sabías de ti como de una tercera persona
bebió dijiste, porque Dios estaba (Pound dixit)
en tu vaso de whiski
amo bebió, dijiste, pero ahora espera
¿espera? y en efecto la resurrección
desde un cristal inválido te avisa
que con armas nuestra muerte florece
para ti que sólo
sabías de la muerte. Aquí
¿debajo o por encima?
de esta piedra

Leopoldo Panero acaso no tenga una voz personal inconfundible, pero en la suya se confunden los ecos de autores como JRJ, Machado, Unamuno, Guillén, Gerardo Diego, Rubén Darío y tantos otros que, aun ayudándole a conseguir el tono, y aun a veces la materia, no lo convierten por ello en un simple imitador, porque se advierte que hay una vivencia íntima y profunda de las realidades que lleva a su poesía. En Canto personal (1953), creado en oposición al Canto general de Neruda (1950), poeta al que admiró de joven y al que rechaza en la madurez: (...) los equivocados señoritos/que firmamos tus Cantos Materiales; porque éramos, en flor, unos benditos, puede seguirse, en parte, la genealogía poética de Panero, porque incluye elogios a sus autores preferidos, como a Vallejo: indocristiano viejo:/tan pegado a su alma el cuero enjuto,/que era su piel irradiación de espejo;  a Machado: que nunca se encerró en ninguna torre; Rubén: Rubén, su extremo de bondad nos lega:/con su alma dialogando en lontananza.
Hay tres núcleos temáticos fundamentales en la obra de Panero: la naturaleza; Dios y la familia. En los tres escribió poemas muy logrados, aunque en todos ellos resuenen más los ecos que los propios hallazgos. Con todo, la técnica exquisita del autor favorece una lectura entregada y satisfecha, como en el estremecedor El templo vacío:
Lo mejor de mi vida es el dolor. Tú sabes
Como soy. Tú levantas esta carne que es mía.
Tú esta luz que sonrosa las alas de las aves.
Tú esta noble tristeza que llaman alegría.
Soy el huésped del tiempo; soy, Señor, caminante
Que se borra en el bosque y en la sombra tropieza.
Tapado por la nieve lenta de cada instante,
Mientras busco el camino que no acaba ni empieza.
Como otros poetas de su generación, que hallaron su sazón poética en la posguerra, y quizás por crear una temática propia, Leopoldo Panero cultiva la poesía que recala en la cotidianeidad y, a imitación de Unamuno, en la poesía familiar. La vanguardia había distorsionado lo cotidiano para alimentar las imágenes hiperbólicas y atrevidas que caracterizaban su salto mortal sin red hacia la ausencia de sentido, pero la generación del 36, a la que pertenece su íntimo amigo Luis Rosales, compañero de parrandas y de versos, reescribe su relación con lo cotidiano, con los doméstico, donde halla una notable fuente de inspiración que le permite distinguirse de las anteriores y, en cierto modo, incluso oponerse a ellas. Tal sucede con Hasta mañana:
Tras la penumbra de tu carne crece
La luz intacta de la orilla. Vuela
Una paloma sola, y pasa tenue
La luna acariciando espigas
Lejanas…
                (…)
Andando hasta mañana, dulcemente
Por esa senda pura, que, algún día
Te llevará dormida hacia la muerte.
Desde el futuro que fue, resultan más que curiosos los dos poemas que dedica a Leopoldo María: El distraído:
Su dibujo nos da, así seguro
De sí mismo, y su mano creadora
Tiende, recién del éxtasis salida;
Baña la creación su rostro puro,
Y un dibujo infantil parece ahora.
Él, que un niño será toda la vida.
Y el de título más que significativo: Introducción a la ignorancia, donde lo define como turquesa niña de tu madre,si bien nos es conocida, por la película, los muchos reproches que en ella le hizo, y el primero de todos que empezara la cadena de internamientos en psiquiátricos, de la que ya nunca se libraría en lo que le quedara de vida, y que contribuiría a forjar su biografía y su físico artaudianos:
        Para ti,
        Leopoldo María,
        Diáfano en tu mudez,
        Despertado hacia el tiempo por nosotros,
        Intensamente legre sin saberlo,
        Intensamente solo sin saberlo,
        Revelador de un Dios único,
        Sustancia de una muerte única,
        Presencia y puro vaso de agua
        De un origen profético
        Y tuyo,
        Y que lo tienes tuyo
        En dulce titilar,
        En ganancia de sombras,    
        En único tesoro de días.
        Leopoldo Panero no es una personalidad fácil ni fácilmente encasillable. Su biografía está jalonada por vivencias dramáticas y profundas que conformaron no solo una personalidad dependiente del poder de evasión del alcohol, sino, sobre todo, una manera de estar en el mundo a disgusto con todo, decepcionado por todo, prisionero de todo, como se advierte en la confesión de Con la sal de mis huesos:
He escrito y he besado y he aprendido
        Que es mejor la esperanza en sus raíces
        Que en su poblada flor.
O en Es distinto:
        Vuelves absorto,
        Como un naipe abandonado en una mesa.
        Vuelves a ser tú mismo,
        Pero de noche,
        Absolutamente de noche.
                (…)
        Y apuestas a tu naipe abandonado,
        Echas tu voluntad a lo infinito,
        Y estás solo con todo lo que quiere,
        Completamente solo.
        Conclusión que reitera en el primer verso del soneto A mishermanas: Estamos siempre solos.
        Poesía es vecindad de la palabra con el alma, estableció el poeta. Y por ello no nos extraña que en Arte poética, en una de ellas, fuera su aspiración el silencio y su ideal el que la propia vida fuera, sin tener necesidad de decirla, la propia poesía, algo parecido, en sentido contrario, al deslumbramiento, al arrobo de añejo misticismo que le producen al poeta los meros nombres de los lugares, heredero directo del asombro noventayochista: ¡Cauce del Turienzo/cerca de Piedralba/(…)¡Tejados, Curillas,/respirada calma/de Cuevas, y al margen/Penilla y Celada!, y que compartiría con un compañero de generación como Blas de Otero. La verdadera poesía, nos viene a decir el autor es la que no requiere de otra actuación humana que no sea la vivencia callada del prodigio poético, porque es la propia naturaleza la que la escribe:
        Más que decir palabras, quisiera dar la mano
        A un niño, hundir el pecho contra la espuma viva,
        Y estar callado…
                (…)
        Más que decir palabras, navegar en un llano
        De espigas empujadas…
                (…)
        Y en vez de soñar nombres que el viento los escriba.
                (…)
        Más que juntar canciones…
                (…)
        Más que decir palabras ser su propia fragancia,
        Y estar callado, dentro del verso, estar callado…
        Como “viejo profesor” me ha llamado la atención un poema dedicado a Gerardo Diego, Ómnibus creacionista, escrito, sin embargo, a pesar del título, en alejandrinos modernistas, en el que el autor hace un elogio de la escuela como el espacio de lo maravilloso, del conocimiento, y del que escojo al azar, porque todo él está permeado de una dulce nostalgia felizmente expresada, estas estrofas al azar;  un poema en cuyo origen quizá se halle el que escribió el propio Gerardo Diego, Brindis–un prodigio de inspirada poesía de circunstancias–, cuando le dieron sus amigos literarios un banquete con motivo de su primer destino docente:
       
Una suave madeja de alegres garabatos
        Y estrellas desprendidas de la esfera armilar
        Pasan entre los triste prólogos galeatos
        Medrosas de que alguna las pueda regañar
                        (…)
        Ni una página indemne ni una línea impoluta.
        Todo yace revuelto y todo quiere hablar.
        Y en la lengua-mojada, como el hueso en la fruta
        Los nombres de delicia vuelven a resonar.
                        (…)
        Literatura, historia, latín, ciencias exactas.
        Ética preceptiva. Quién volviera a estudiar
        Las montañas azules y las nieves intactas,
        Las pálidas bahías donde es dulce remar.

        Pedro Gimferrer, pues así se presentaba ante los lectores españoles el ganador del Premio Nacional de Poesía, 1966 con Arde el mar, antes de fijar su nombre literario (y propio) en el actual Pere, quizás tras la aparición, en 1970 de su primer libro de poesía en catalán, Els miralls, no es un autor que necesite ninguna presentación especial, si bien me temo que su prestigio literario –en Cataluña siempre se ha especulado (propiamente deseado) con que podría ser el primer Nobel catalán– no esté al nivel del número de lectores reales de su obra, algo no infrecuente en nuestro mundo literario. Las cifras de ventas de ciertos autores son un secreto mayor que el de las cuentas en paraísos fiscales de no pocos rapiñadores del erario público y/o defraudadores del fisco. En cualquier caso, Pere Gimferrer es un autor muy digno de ser leído, tanto en castellano, es el caso de Arde el mar, en el que ahora entraremos, como en catalán, cuyos Dietarisson un prodigio estilístico de excepcional valor, al igual que su ¿novela? Fortuny, que deriva directamente de ellos. A su manera, Gimferrer es un autor que demuestra lo arbitrario y absurdo de las fronteras que quieren erigirse en el seno de la cultura catalana, que se manifiesta, con igual capacidad creadora y excelentes obras tanto en una como en otra de sus dos lenguas de creación, el catalán y el castellano. Puristas y exclusivistas los hay en todos lados, pero la realidad acaba arrumbándolos.
        Arde el mar es un poemario breve en el que se manifiestan los principales rasgos temáticos y estilísticos de Pere Gimferrer, los mismos que lo convertirían en un paradigma de la novísima poesía española solo dos años más tarde con La muerte en Beverly Hills (1968). Salir de Leopoldo Panero y entrar en Pere Gimferrer equivale a salir del lugar, como titulábamos esta indagación, y entrar en la historia de la cultura, porque del mundo referencial de la naturaleza que predomina en la poesía de Panero pasamos al de la cultura que domina en Gimferrer. Si escarbamos en ambos poemarios podemos apreciar que ciertos fenómenos, como el de la soledad, por ejemplo, constituyen ejes básicos que, en mayor o menor medida, pertenecen a la historia del género e incluso al repertorio de las motivaciones que empujan a los poetas a ña creación. Si Panero es un hombre destrozado por la vivencia dramática de su propia vida; Gimferrer es un hombre sorprendido por la soledad de su excepcionalidad lírica, como nos aclara en Himno:
        Cristal, mercurio, tarde: ¡cómo pesa
        En mis hombros el cobre incandescente
De la fruta en sazón. Dicen del hombre
        Que no puede consigo. En todo caso
        No con su juventud, rosa sin número.
                        (…)
        (…) Voluntad de púrpura
        Sobre mis hombros, voluntad de ser
        Más que yo mismo, escudo de ojos tristes.
        Oh voluntad de estío en llamas. Muerte,
        Sobre la mies soy tuyo.
        Hay, en Arde el mar, una conciencia de sí, una dimensión cuajada de eternidad poética, un saberse seguro eslabón del género, que sorprende la madurez de un libro así en un joven de 22 años que rezuma cultura por cada una de las costuras de sus poemas de imágenes visionarias, deudoras del inmenso poeta a quien dedica el libro, Vicente Aleixandre. De ahí que, tan cercana aún la adolescencia, se despache a gusto contra ella y el desorden implícito de los instintos, con los que el poeta siempre se ha sentido en conflicto, como en Cuchillos en Abril:
        Odio a los adolescentes.
        Es fácil tenerles piedad.
        Hay un clavel que se hiela en sus dientes
        Y como nos miran al llorar.
        Pero yo voy mucho más lejos.
        En su mirada un jardín distingo.
        La luz escupe en los azulejos
        El arpa rota del instinto.
        Violentamente me acorrala
        Esta pasión de soledad
        Que los jóvenes cuerpos tala
        Y quema luego en un solo haz.
        ¿Habré de ser, pues, como éstos?
        (La vida se detiene aquí.)
        Llamea un sauce en el silencio.
        Valía la pena ser feliz.
        Sin duda debe de ser un lugar común decir que en la poesía de Gimferrer se dan cita influencias que él mismo declara en las dedicatorias de algunos poemas: Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente, Octavio Paz, José Luis Cano…, pero hay otras, Juan Ramón Jiménez, Rubén Darío, Lorca, D’Annunzio, Hölderlin, el patético Oscar Wilde apuntado en Pequeño y triste petirrojoOscar Wilde llevaba/una gardenia en el pico./Color gris, color malva en las piedras y el rostro,/más azul pedernal en los ojos, más hiedra/en las uñas patricias, ebonitas en las ingles de los faunos que aparecen como materia poética propia. A ese respecto es bien curiosa la febril profesión de fe d’annunziana vertida con unción en el retrato que de él hace Gimferrer en Sombrasen el Vittoriale y que se compadece con su predilección por los autores decadentistas. Lo crepuscular –la Muerte presidirá su siguiente poemario…– tiñe constantemente de cárdena luz los versos de Gimferrer, distorsionando, muy frecuentemente, la percepción y abocando al poeta no solo a la imagen visionaria, sino incluso a la percepción caótica o extravagante. No ocurre tal cosa en el retrato de D’Annunzio, donde el poeta discurre por la admiración a su poeta de la mano de Rubén Darío, rescatándolo de la descalificación marxista por su inequívoca simpatía hacia el fascismo del que fue indudable precursor, por más impulso estético que lo cobijara y que incluso le forzara a buscar el alto sonoro y significativo nom de plume con que huir, espantado, como Juan Ramón Jiménez de su segundo, Mantecón, del  Gaetano Rapagnetta con que nació:
        Tenía el rostro claro de un poeta, la frente
        Tensa de Alcides, la mira fúlgida  
        Y triste de Proteo, el arpa herida
        De la espalda o venablo, el tambor escarlata
        De la sangre en las sienes.
                (…)
        Menos aún, el búfalo demagógico
        Que hoy hoza en la memoria de un ayer y su poeta.
                                                       Pronto, pronto,
        Cuando pase el tiempo de humareda y de pecado
        Y pueda el hombre libre sentir libre en el día
        La luz, el sol, los árboles,
        A la hora más quieta
        En que ascienden las brumas sobre el lago de Garda
        Habrá un cuerno de caza desgarrando el silencio
        Como un amor o una lágrima caída
        Por Gabriele D’Annunzio, por Gabriele D’Annunzio.
        Acaso sea inevitable preguntarse si cierta búsqueda de la belleza ha de llevar aparejada, forzosamente, una suerte de delicuescencia expresiva, cierto amaneramiento blandengue, una inevitable razzia por los ambiguos terrenos de la cursilería, algunos remilgos pudorosos e incluso avejentadas excursiones por los predios del arcaísmo, a juzgar por ciertos usos expresivos que se repiten en justa coexistencia con registros opuestos, como si la concepción de los poemas, en los casos más destacados, obedeciera a la estructura del fotomontaje que popularizara la dadaísta Hanna Höch en el periodo de entreguerras. Se trataría, así pues, de una suerte de poética de la superposición de planos referenciales y expresivos, algo así como las escamas de los peces que imitó el Guggenheim de Bilbao. En ese juego de perspectivas que nos deparan las referencias culturales y los registros expresivos, es obvio que Gimferrer marca algunos ejes fundamentales de su propio mundo poético, en el que el decadentismo ocupa un lugar muy destacado, así como la presencia dominante del simbolismo, a él asociado.  Gimferrer es un poeta visual, lleno de imágenes que se suceden como el desmadre de un río caudaloso, pero no deja de haber en su poesía una introspección que pretende elucidar el propio enigma de su persona, pues que como tal se revela a la voz lírica del poeta, de ahí, a menudo, las dislocaciones temporales que nos pueden llevar de las puertas de Zamora, con su Vellido Dolfos ad hoc, al claustro del patio de letras de la facultad, con sus naranjos bordes, por ejemplo. La relación con la belleza, omnipresente en el poemario, se manifiesta con toda su intensidad en un poema que preludia el libro siguiente: Band of angels, a medias homenaje a la belleza pura, a medias confesión sentimental a un amor acaso no correspondido, con esa impronta juanramoniana del séptimo verso de mi selección:
        Un jazmín invertido me contiene,
        Una campana de agua, un rubí líquido
        Disuelto en sombra, una aguja de aire
        Y gas dormido, una piel de carnero…
                        (…)
        Y hoy sueño para ti,
                                       pues eres mía,
        mía como lo más mío de mí mismo
                        (…)
        Irreductiblemente, ¿cómo ves
        Al que te espera, con tus ojos puros?
        Supiera esto, y tú serías mía,
        Y al esperarte ahora, en esta tarde
        Que existe sólo porque existes ti,
        La luz que confabula este poema
        Incendiará nuestra soledad.
        Ven hasta mí, belleza silenciosa,
        Talismán de un planeta no vivido,
        Imagen del ayer y del mañana
        Que influye en las mareas y en os versos;
        Ven hasta mí y tus labios y tus ojos      
        Y tus manos me salven de morir.
        Está muy cerca Gimferrer del surrealismo, pero no acaba de traspasar del todo la barrera del sentido, por más enigmáticas que sean algunas de sus imágenes. Busca refugio y consuelo en la belleza como, más tarde, como confesará en El agente provocador, lo hallará en el sexo. Son conocidas, por cierto, sus declaraciones en el sentido de que la lengua de sus poemas cambia según la lengua de sus amantes… A veces la crítica literaria se confunde con la labor de los perros policías, a juzgar por como olisqueamos, cuando nos ponemos a ello, influencias, ascendencias, herencias y filogénesis, pero está claro que Gimferrer ha sido, y continua siendo, un excelente catalizador –y la definición en sí parece ya un inspirado verso del creacionismo: “Transformación química motivada por sustancias que no se alteran en el curso de la reacción”– de la mejor poesía en castellano y en catalán anteriores a él, como se desprende del aroma lorquiano que exhala su poema El arpa en la cueva:
                               (…) Un guerrero
        Trae la armadura agujereada a tiros.
        En sus cuencas vacías hay abejas.
        Lagartos en sus ingles. Las hormigas,
        Ah, las hormigas besan por su boca.
        Espadas de la luz, rayos de luna
        Sobre mi frente pálida! Un instante
        Velando sorprendí a vuestro reflejo
        La danza de Silvano. Ágiles pies,
        Muslos de plata piafante. El agua
        Lavó esta huella de metal fundido.
       

        Muy diferente será la obra del tercer poeta aquí mencionado, Leopoldo María Panero, pero ésta cae ya del lado de la lucidez del delirio, que son las palabras mayores de la cuarta manía platónica.

La frase que abre y la frase que cierra el enigma de la novela que hay entre ambas.

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A dónde nos llevan… los inicios
y
desde dónde nos traen… los finales
(de novelas de contrastado dominio común, salvo algún caso exótico.)

         Es harto evidente que hay inicios y finales novelísticos que se fijan en la mente de los lectores y se repiten con la unción religiosa de quienes divinizan la literatura y hablan de sus autores con la beatería de quienes recorren en el templo las catorce estaciones del Viacrucis. Imposible encontrar una persona inculta que no conozca la primera frase del Quijote, de Cien años de soledad o de LaRegenta. Los finales ya es otro cantar, y ahí acaso se necesite alguna persona culta a la que tal o cual final impresionó indeleblemente, como el propio de Cien años de soledad, acaso más impactante que la frase inicial. Por lo general, sin embargo, y al margen de esos highlights que la prensa suele divulgar en ocasiones señaladas que siempre suele haber a lo largo del año, las frases que abren y cierran las novelas, las buenas novelas, no siempre tienen un poder de fijación que evite que se nos borren con esa erosión de la memoria que conlleva el vendaval del tiempo que nos azota. Si nos paramos a recopilarlas, y las analizamos sin excesiva pretensión hermenéutica, nos daremos cuenta de lo difícil que resulta saber a dónde nos pueden llevar el desarrollo de la obra. Otro tanto ocurre con los finales, que, leídos sin el contexto de lo precedente, nos cuesta lo nuestro intuir de dónde venimos, qué ha ocurrido a lo largo de las páginas que lo preceden. No siempre es así, por supuesto, y hay novelas que desde el inicio parecen anunciar todo un desarrollo que el final se limita a certificar. Es tal la variedad de la muestra que he seleccionado, que me he tomado la libertad de plantear esta quisicosa, diría yo que fruto de mi lectura de las Noches Áticas de Aulo Gelio, el próximo en aparecer en este Diario, como un juego que acaso sorprenda a algunos intelectores de tan frágil memoria como la mía. La repera sería atreverse, está fuera de toda duda, a casar los finales con los principios, por supuesto, porque eso sí que sería ya de nota. En la realización de esa intrépida acción casamentera pueden darse, sin duda, uniones la mar de curiosas que permitirían una relectura de los originales acaso provechosa, y novedosa*. Nadie ignora que la frase inicial de una novela, el “buen arranque” de la travesía, tiene algo de poderoso motor que impele al escritor a seguir añadiendo frases, con el convencimiento de que llegará a un puerto desde donde volver la vista atrás para rehacer el recorrido que hasta allí le ha llevado y juzgar si merecía la pena no solo haber hecho la travesía, sino ambicionar que otros lectores la rehagan. La última frase, por lo tanto, es el temido “punto final” que aterra a tantos autores y que tan mal sabor de boca deja a veces en quienes se subieron a la nave al zarpar y salen de ella lamentando haber perseverado en el viaje, como la propia frase de despedida muestra inequívocamente. Es tópica la imagen del escritor dándole vueltas al magín para arrancar de manera brillante la novela, escribiendo frases en el papel que tacha con ritmo frenético, como si una ficción acaso en gran parte ya elaborada mentalmente no pudiera llegar al papel si esa frase no apareciera ante los ojos de quien, solo tras ella, se ve con fuerzas y capacidades para escribir el resto. Ayer mismo mi conjunta y yo vimos esa imagen en la película de Henry Cornelius, I am a camera, con Laurence Harvey en un remedo de Cristopher Isherwood rompiendo papeles que arranca de su libreta y lanza al cesto de la basura hasta que las Musas lo visitan y le susurran al oído lo que ha de ser el gran comienzo que lo espolee: Soy una cámara. Se trata de una película basada en el famoso libro de Isherwood que sirvió a Bob Fosse, un coreógrafo único, para dirigir el musical Cabaret, exitosa película de 1972. El primer relato del libro no se inicia, sin embargo, con esa frase, sino con ésta: Desde mi ventana veo la calle profunda, solemne, sólida. Es en el segundo párrafo cuando aparece la cámara: Soy una cámara con el obturador abierto; completamente pasivo, no pienso: registro. Cinematográficamente está claro que el segundo párrafo tiene una fuerza que no tiene el primero, aunque la tarea de observador también aparezca en el primero. La película del sudafricano Henry Cornelius no se puede comparar con Cabaret, desde luego, pero es bastante buena y tiene una secuencia, en la habitación del hotel que lleva hasta el límite la famosa escena del camarote en Una noche en la ópera de los Marx, e incluso la supera. De Cornelius es posible que algunos intelectores, que sean también cinéfilos, recuerden Pasaporte para Pimlico, una sátira que bien podrían proyectársela al delirante presidente de la Particularidad catalana…
        Bien, pues aquí ofrezco, en primer lugar, los inicios y, a continuación, los finales, en riguroso desorden para complicarles la vida a quienes se lancen al bonito pasatiempo de casarlos. Es un juego de robo y botica, como nos enseñó Celestina, luego hay de todo en esta viña de las frases que impulsan y que frenan a ambos: a los autores y a los lectores. Teniendo en cuenta que alguna rareza figura en la muestra, me complace poder adjuntar al final una línea de autores que, en función de la pasión intelectora, bien puede ser considerada, en el grado máxima de ésta, una aportación insultante; bien, en el inicial, una ayuda imprescindible…

Comienzo 1: Bien, señor, el caso es que yo debería haberme encontrado a gusto, tan a gusto como un hombre puede encontrarse.
C 2: Se puede decir que la pequeña ciudad de Verrières es un de las más bonitas del Franco Condado.
C 3: Hoy, mamá ha muerto.
C 4: Había una depresión sobre el Atlántico.
C 5: ¿Encontraría a la Maga?
C 6: -Voici mon passeport, jeune rond-de-cuir.
C 7: Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas.
C 8: -No perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, es lo único importante.
C 9: La cosa empezó así.
C 10: Había terminado ya el rezo cotidiano del rosario.
C 11: Soy el doctor de quien se habla en esta novela a veces con palabras poco lisonjeras.
C 12: La heroica ciudad dormía la siesta.
C 13: Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente.
C 14: Dirijo estas líneas –escritas en la India– a mis parientes de Inglaterra.
C 15: Chismosos anuncios difundían el mensaje revolucionario por la redondez del Ruedo Ibérico.
C 16: Querido Marco: He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia.
C 17: Soy un hombre de cierta edad.
C 18: tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti:
C 19: ¡Qué bien hallado estoy con mi ausencia! Amigo del alma; ¿qué viene a ser el corazón del hombre?
C 20: Me hubiera gustado que mi padre o mi madre o mejor ambos, ya que los dos estaban de igual modo empeñados e involucrados en ello, se hubieran preocupado de lo que hacían cuando me engendraron si hubieran considerado debidamente lo mucho que estaba en juego entonces; –que no se trataba solo de la producción de un ser racional, sino que posiblemente también dependía de ello la feliz formación y temperatura de su cuerpo, quizá también su genio y la propia configuración  de su mente; -y de no poderse demostrar lo contrario, incluso también de la fortuna de su casa podía tomar un rumbo u otro a partir de los humores y disposiciones que prevalecieran en esos momentos; -si hubieran sopesado y considerado todo esto, y obrado en consecuencia, -estoy realmente convencido de que la figura que hubiera hecho yo en este mundo habría sido muy distinta de la que el lector me verá hacer.
C 21: Las noticias más remotas que tengo de la persona que lleva este nombre me las ha dado Jacinto María Villalonga, y alcanzan al tiempo en que este amigo mío y el otro y el de más allá, Zalamero, Joaquinito Pez, Alejandro Miquis, iban a las aulas de la Universidad.
C 22: Facsímil fotostático del artículo aparecido en el periódico La Voz de la Justicia de Barcelona el día 6 de octubre de 1917, firmado por Domingo Pajarito Soto.
C  23: Mr. Utterson, el abogado, era hombre de semblante adusto jamás iluminado por una sonrisa, frío, parco y reservado en la conversación, torpe en la expresión del sentimiento, enjuto, largo, seco y melancólico, y, sin embargo, despertaba afecto.
C 24: Sí, podría empezar así, aquí, de un modo un poco pesado y lento, en ese lugar neutro que es de todos y de nadie, donde se cruza la gente casi sin verse, donde resuena lejana y regular la vida de la casa.
C 25: Si de verdad les interesa o que voy a contarles, lo primero que querrían saber es dónde nací, como fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso.
C 26: Sonaba el teléfono y he oído el timbre.

Y ahora la lista de finales que nos dejan, también a ambos, autores y lectores con el alivio del fin, en algunos casos con la nostalgia del trecho recorrido, y en otros con el amargo sabor del chasco, a mi parecer inexistente en esta selección. He aquí los finales:
Final 1: Habrá una explosión enorme que nadie oirá y la tierra, tras recuperar la forma de nebulosa, errará en los cielos libre de parásitos y enfermedades.
F 2: Después de todo halló la paz en un montoncillo de polvo lívido.
F 3: ¡Y la Niña, todas las noches quedándose a dormir por las afueras!
F 4: Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.
F 5: Y Duvet, nada más empezar, tiene ya que dejarlo.
F 6: Me puse a pensar y pensé, pensé y luego pensé otro poco; y por fin llegué a una conclusión: que en cuanto a saber qué hacer, no sé más que si fuer otro piojoso ser humano.
F 7: Pero a los tres días de morir Julián, murió ella besando a sus hijos.
F 8: Está ahí aplastadito, achaparradete, imitando a la parrilla que dicen, donde se hizo vivisección a ese sanlorenzo de nuestros pecados, a ese san lorenzaccio que sabes, a éste que soy yo, a ese Lorenzo, Lorenza que me des la vuelta que ya estoy tostado por este lado, como las sardinas, Lorenzo, como sardinitas pobres, humildes, yo no he tostado, el sol tuesta, va tostando, va amojamando, san Lorenzo era un macho, no gritaba, no gritaba, estaba en silencio mientras lo tostaban torquemadas paganos, estaba en silencio y solo dijo –la historia solo recuerda que dijo– dame la vuelta que por este lado ya estoy tostado… y el verdugo le dio la vuelta por una simple cuestión de simetría.
F 9: Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, no me queda más que desear en el día de mi ejecución la presencia de muchos espectadores que me acojan con gritos de odio.
F 10: Pongan al llamado Maximiliano Rubín en un palacio o en un muladar… lo mismo da.
F 11: Se bañó, hizo rápidamente unos cuantos ejercicios vigorosos y después condujo hasta la estación.
F 12: En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo.
F 13: -Esperá que termine el pitillo.
F 14: mañana será otro día, la invasión recomenzará.
F 15: Y ésta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir, Lolita.
F 16: ¡Los pueblos del cinturón!
F 17: La tela estaba prácticamente intacta: algunas líneas al carboncillo, cuidadosamente trazadas, la dividía en cuadrados regulares, esbozo de la sección de una casa que ninguna figura vendría ya a ocupar.
F 18: Así pues, el al depositar esta pluma sobre la mesa y sellar esta confesión, pongo fin a la vida de ese desventurado que fue Henry Jekyll.
F 19: Llamaba a todas las gabarras del río, todas, y a la ciudad entera, y al cielo y al campo y a nosotros; todo se lo llevaba, el Sena también, todo, no se hable más.
F 20: El depósito de la Nueva Estación huele fuertemente a madera húmeda; mañana lloverá en Bouville.
F 21: Suya afectuosa, María Rosa Savolta.
F 22: ¡Quién podría decirlo!
F 23: Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos.
F 24: ¡Oh humanidad!
F 25: Menestrales fueron los porteadores, sin acompañamiento de eclesiásticos.
F 26: Y es de las mejores historias de cornudos que yo haya oído.

Y aquí los responsables:
Céline; Musil; Cortázar; Stendhal; Juan Goytisolo; Camus; Galdós; Svevo; Lampedusa; Sartre; Sterne; Yourcenar; Thompson; Hortelano; Valle Inclán; Martín-Santos; Salinger; Nabokov; Goethe; Clarín; Cela; Perec; Eduardo Mendoza; Collins; Stevenson; Melville

*Me reservo ciertos comentarios sobre estos inicios y finales para cuando facilite la unión legalmente establecida ante los ojos de los intelectores supremos, e incluso sobre las uniones aparentemente contra natura que puedan aparecer…

Comienzos y finales emparejados

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Resultado del distraído juego casamentero propuesto en la entrada anterior:

La reflexión que proponía sobre a dónde podrían conducirnos los inicios de algunas novelas o de dónde nos sugerían los finales las mismas que procedíamos es evidente que no pretendía sino desmitificar esa suerte de sofisticación cultural con que, en un determinado momento, alguien inserta, en el curso de una conversación, el principio o el final de obras conocidísimas, como una suerte de argumento de autoridad que avale su conocimiento de la obra en cuestión o cualesquiera otros conocimientos a los que por contigüidad pueda extenderse dicha autoridad.  Como lo prometido es deuda, me complace sobremanera realizar los emparejamientos correspondientes, que han arrojado el siguiente resultado:

Llama la atención en muchas de estas obras la insignificancia estilística de sus extremos. Mientras algunas exhiben al principio y al final incluso el título de la obra, como en el caso de Nabokov:
C: Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas.
F: Y ésta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir, Lolita.
e incluso de ambos extremos podemos deducir fácilmente la exacerbada pasión que preside la obra, en otras obras no ignoramos cualquier atisbo de trama argumental y apenas nos limitamos a intuir un tono escéptico del que no acertamos a deducir ni la obra ni el autor, como el caso de la obra famosísima de Bartleby el escribiente., de Herman Melville
C: Soy un hombre de cierta edad.
F: ¡Oh humanidad!
En otras ocasiones, nos hallamos ante un comienzo que parece remitirnos al Lazarillo y un final al Guzmán de Alfarache, y descubrimos, sin embargo, que se trata de un clásico de la novela negra, como 1280 almas de Jim Thompson:
C: Bien, señor, el caso es que yo debería haberme encontrado a gusto, tan a gusto como un hombre puede encontrarse.
F: Me puse a pensar y pensé, pensé y luego pensé otro poco; y por fin llegué a una conclusión: que en cuanto a saber qué hacer, no sé más que si fuera otro piojoso ser humano.
¿A quién no remiten a un folletín barato el inicio y el final
C: Se puede decir que la pequeña ciudad de Verrières es una de las más bonitas del Franco Condado.
F: Pero a los tres días de morir Julián, murió ella besando a sus hijos.
de una de las cumbres de la novelística europea, como Rojo y negro, de Stendhal, tan alejada de ese subgénero?
Me ha ocurrido que, al seleccionar obras suficientemente conocidas, para no complicar en exceso el juego, me he quedado sorprendido por la inmensa capacidad de olvido que me ha vuelto irreconocibles obras cuya lectura, por otro lado, me ha causado un fuerte impacto en el momento en que la hice. Ya se sabe que las segundas lecturas, a veces, tienen un efecto pernicioso en la jerarquía estimativa particular, como ya me ocurrió, en su momento con El lobo estepario, de Hesse, de cuya segunda lectura tanto me arrepiento. Que haya olvidado por completo el comienzo de El extranjero, de Camus, me sume en la perplejidad. El final aún puede asociarse con la obra por la ejecución:
C: Hoy, mamá ha muerto.
F: Para que todo sea consumado, para que me sienta menos solo, no me queda más que desear en el día de mi ejecución la presencia de muchos espectadores que me acojan con gritos de odio.
He de reconocer, por otro lado que hay obras nada populares e incluso me atrevería a decir que desconocidas para la gran mayoría de lectores, aunque me niego a creer que eso ocurra en el caso de los intelectores, porque una novela (o como se la quiera catalogar…) tan irreconocible en su final y su comienzo como El hombre sin atributos, de Musil constituye una experiencia singular, irrepetible:
C: Había una depresión sobre el Atlántico.
F: Se bañó, hizo rápidamente unoscuantos ejercicios vigorosos y después condujo hasta la estación.
En el capítulo de las reconocibles automáticamente, porque forman parte de los clásicos, podemos considerar las siguientes:
Julio Cortázar: Rayuela. Más por su arranque que por su final, sin duda, porque la Maga es, sin duda, uno d esos personajes imposibles de olvidar.
C: ¿Encontraría a la Maga?
 F: -Esperá que termine el pitillo.
Leopoldo Alas (Clarín): La Regenta.
C: La heroica ciudad dormía la siesta.
F: Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.
Viva mi dueño, de Ramón María del Valle Inclán, de actualidad por una biografía que, como suele ocurrir, desfigura la leyenda pacientemente tejida por el autor, por cualquiera, y con la que ha aspirado a crear un personaje, antes que una persona.
C: Chismosos anuncios difundían el mensaje revolucionario por la redondez del Ruedo Ibérico.
F: ¡Y la Niña, todas las noches quedándose a dormir por las afueras!
O la novela que, recomendada por Felipe González, se convirtió en un best-seller allá por los 80 del pasado siglo: Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar:
C: Querido Marco: He ido esta mañana a ver a mi médico Hermógenes, que acaba de regresar a la Villa después de un largo viaje por Asia.
F: Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos.
La todopoderosa Fortunata y Jacinta, de Benito Pérez Galdós, cuyo abigarrado mundo de personajes se marca ya desde la primera frase:
C: Las noticias más remotas que tengo de la persona que lleva este nombre me las ha dado Jacinto María Villalonga, y alcanzan al tiempo en que este amigo mío y el otro y el de más allá, Zalamero, Joaquinito Pez, Alejandro Miquis, iban a las aulas de la Universidad.
F: Pongan al llamado Maximiliano Rubín en un palacio o en un muladar… lo mismo da.
El caso de La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza es muy singular, porque, tanto o más que en su tiempo Tiempo de silencio, constituyó el arranque de un cambio más que notable en la novelística española contemporánea. Quizá peco de parcial, porque la leí durante toda una noche, de un tirón, sin descanso. Es reconocible desde el arranque y no menos por el final, pues aparecen dos referencias básicas de la obra Pajarito y Savolta.
C: Facsímil fotostático del artículo aparecido en el periódico La Voz de la Justicia de Barcelona el día 6 de octubre de 1917, firmado por Domingo Pajarito Soto.
F: Suya afectuosa, María Rosa Savolta.
Otra de las fácilmente identificables era El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson:
C: Mr. Utterson, el abogado, era hombre de semblante adusto jamás iluminado por una sonrisa, frío, parco y reservado en la conversación, torpe en la expresión del sentimiento, enjuto, largo, seco y melancólico, y, sin embargo, despertaba afecto.
F: Así pues, el al depositar esta pluma sobre la mesa y sellar esta confesión, pongo fin a la vida de ese desventurado que fue Henry Jekyll.
Y, para cerrar este capítulo, una obra de J.D. Salinger, El guardián entre el centeno, cuyo arranque es tan potente, narrativamente hablando, como su sintético final aforismático:
C: Si de verdad les interesa o que voy a contarles, lo primero que querrían saber es dónde nací, como fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso.
F: En el momento en que uno cuenta cualquier cosa, empieza a echar de menos a todo el mundo.
En el capítulo de las aparentemente irreconocibles, a pesar de su éxito entre los lectores, hemos de fijar las siguientes:
La colmena, de Camilo José Cela, con una frase final casi imposible de recordar, a pesar de su brevedad, sin duda por la descontextualización que impide la lectura inteligible.
C: -No perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, es lo único importante.
F: ¡Los pueblos del cinturón!
Louis Ferdinand Céline: Viaje al fin de la noche. Cuyo inicio tan sorprendente me parece, ahora que lo he releído, una maravilla narrativa, casi tan magnífica como el érase una vez que se era…o el Hubo una vez…
C: La cosa empezó así.
F: Llamaba a todas las gabarras del río, todas, y a la ciudad entera, y al cielo y l campo y a nosotros; todo se lo llevaba, el Sena también, todo, no se hable más.
La novela de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, El gatopardo, a mi modo de ver más vendida que leída, tiene un final espectacular pero un arranque que parece introducirnos en una vetusta transalpina, lo que, en cierta manera, ocurre:
C : Había terminado ya el rezo cotidiano del rosario.
F : Después de todo halló la paz en un montoncillo de polvo lívido.
La selección de rarezas comienza por una obra de Juan García Hortelano, Gramática Parda que me he propuesto releer, porque tengo para mí que este será uno de esos casos en los que la segunda lectura será más provechosa que la primera:
C: -Voici mon passeport, jeune rond-de-cuir.
F: Y Duvet, nada más empezar, tiene ya que dejarlo.
Continúa con una novela no apta para amantes de la novela tradicional: La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, autor dilecto de Joyce, cuyo final apocalíptico sí que podía, sin embargo, relacionarse con su comienzo a través de la enfermedad y el doctor:
C : Soy el doctor de quien se habla en esta novela a veces con palabras poco lisonjeras.
F: Final 1: Habrá una explosión enorme que nadie oirá y la tierra, tras recuperar la forma de nebulosa, errará en los cielos libre de parásitos y enfermedades.
Jean Paul Sartre: La náusea.
C: Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente.
F: El depósito de la Nueva Estación huele fuertemente a madera húmeda; mañana lloverá en Bouville.
La famosísima La piedra lunar, de Wilkie Collins, que podía intuirse por la mención a India y de la cual, nadie que la haya leído, podrá olvidar jamás mientras viva el personaje del mayordomo: Gabriel Betteredge
C: Dirijo estas líneas –escritas en la India– a mis parientes de Inglaterra.
F: ¡Quién podría decirlo!
Juan Goytisolo escribió Reivindicación del conde don Julián con aquel ímpetu heterodoxo suyo que le llevó a romper la puntuación habitual y sustituirla, en la novela, por el uso torrencial de los dos puntos que he querido mantener en la primera frase del arranque como una pista, aunque por el contenido de esa frase no era difícil identificar a su autor en la lista final:
C: tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti:
F: mañana será otro día, la invasión recomenzará.
Se ha de tener reciente la lectura del Werther de J.W. Goethe para asociar estas dos frases con su novela, si bien el entierro indecoroso del personaje es una pista más que segura. Por otro lado, el arranque, con esa loa a la soledad y al afán introspectivo, bien habrá podido ayudar a los posibles intelectores que hayan querido entrar en este pasatiempo:
C: ¡Qué bien hallado estoy con mi ausencia! Amigo del alma; ¿qué viene a ser el corazón del hombre?
F: Menestrales fueron los porteadores, sin acompañamiento de eclesiásticos.
No puede decirse, en el caso de la novela de Laurence Sterne, TristramShandy, que sea necesario tenerla presente, porque el atrevimiento narrativo del autor al escoger un narrador que narra desde el vientre de su madre y que asiste a su propio nacimiento, es inolvidable para todos aquellos que la hayan leído. Durante algunos años de mi vida fui fumador de pipa, pero no lo era cuando leí el Tristram Shandy, y ahora que he dejado de serlo, me he dicho que ese libro solo lo releeré íntegro cuando vuelva a fumar en pipa, aunque haya de retomar tan insensata actividad solo para disfrutar de él:
C: Me hubiera gustado que mi padre o mi madre o mejor ambos, ya que los dos estaban de igual modo empeñados e involucrados en ello, se hubieran preocupado de lo que hacían cuando me engendraron si hubieran considerado debidamente lo mucho que estaba en juego entonces; –que no se trataba solo de la producción de un ser racional, sino que posiblemente también dependía de ello la feliz formación y temperatura de su cuerpo, quizá también su genio y la propia configuración  de su mente; -y de no poderse demostrar lo contrario, incluso también de la fortuna de su casa podía tomar un rumbo u otro a partir de los humores y disposiciones que prevalecieran en esos momentos; -si hubieran sopesado y considerado todo esto, y obrado en consecuencia, -estoy realmente convencido de que la figura que hubiera hecho yo en este mundo habría sido muy distinta de la que el lector me verá hacer.
F: Y es de las mejores historias de cornudos que yo haya oído.
Georges Perec y su obra, en este caso La vida instrucciones de uso, no gozan del aprecio de todos los lectores, pero es cierto que se trata de uno de esos autores de los que, cuando uno se ha metido en alguno de sus libros, quiere leer toda su obra. Acaso su novela Las cosas, sea una iniciación menos “dura” que la compleja que yo he escogido guiado por su importancia narrativa, más que por su popularidad:
C: Sí, podría empezar así, aquí, de un modo un poco pesado y lento, en ese lugar neutro que es de todos y de nadie, donde se cruza la gente casi sin verse, donde resuena lejana y regular la vida de la casa.
F: La tela estaba prácticamente intacta: algunas líneas al carboncillo, cuidadosamente trazadas, la dividía en cuadrados regulares, esbozo de la sección de una casa que ninguna figura vendría ya a ocupar.
Nadie puede sospechar –me atrevo a ser tan taxativo– que tras un arranque así puede venir, detrás, una revolución estilística en la novela española, que es lo que ocurrió. Y ahí está el final, sin embargo, inequívocamente marca de la casa, para identificar Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos
C: Sonaba el teléfono y he oído el timbre.

F: Está ahí aplastadito, achaparradete, imitando a la parrilla que dicen, donde se hizo vivisección a ese sanlorenzo de nuestros pecados, a ese san lorenzaccio que sabes, a éste que soy yo, a ese Lorenzo, Lorenza que me des la vuelta que ya estoy tostado por este lado, como las sardinas, Lorenzo, como sardinitas pobres, humildes, yo no he tostado, el sol tuesta, va tostando, va amojamando, san Lorenzo era un macho, no gritaba, no gritaba, estaba en silencio mientras lo tostaban torquemadas paganos, estaba en silencio y solo dijo –la historia solo recuerda que dijo– dame la vuelta que por este lado ya estoy tostado… y el verdugo le dio la vuelta por una simple cuestión de simetría.

Iesebeeneizado estoy: 9788416341627 es la matrícula de “La España vulgar”.

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Sale a la venta mi primera obra publicada: La España vulgar en Ediciones Oblicuas, edición digital*.


                                                       

Curiosamente estoy leyendo estos días, a sugerencia de mi sobrino y de mi hijo, Pregúntale al polvo, de John Fante, autor de quien, hasta esta obra, no había leído nada. El personaje, Arturo Bandini,  es un joven  de unos 20 años con pretensiones de convertirse en autor famoso, aunque, en el presente de la novela, solo ha conseguido “colocar” dos cuentos en un periódico, obras que a él le parecen el no va más de la literatura norteamericana. Colecciona ejemplares del diario con el primer cuento –el segundo está pagado pero aún no editado– y, a la que tiene oportunidad, lo endilga como carta de presentación, bien sea para alquilar una habitación, entre cutre y miserable, bien para intentar deslumbrar a la mujer que lo ciega, bien para que le sirva de aval ante cualquier exigencia de satisfacción de deudas pendientes. Bandini está convencido de su genialidad. John Fante, sin embargo, no fue reconocido, sino póstumamente.
Es evidente que triplicando la edad de Bandini no puedo permitirme ciertas ingenuidades, aunque, como él, no le tengo miedo al ridículo y creo que La España vulgar, el libelo que acabo de coeditar con Editores del Desastre –¿y con quién más apropiado?–, en Ediciones Oblicuas, es capaz de defenderse por sí mismo y plantarle cara al lucero del alba. Aún estoy preguntándome por qué he querido iesebeeneizarme por vez primera como ensayista de medio pelo (de la dehesa) en vez de como el empecinado narrador que demostré ser en La manzana de Poz, y la respuesta es porque mientras el género del ensayo, y más aún en su variedad de libelo, se adapta estupendamente a la edición digital, sigo pensando que mi novela ha de ser una obra editada en papel y encajada, esto es, no una coedición, sino la firme apuesta editorial de quien juzgue oportuno sacarla a la luz pública, con el convencimiento de su posible valía artística. El formato electrónico de La España vulgar y el régimen de coedición me permiten, así pues, no tener que renunciar al título de este blog, Diario de un artista desencajado, puesto que aún ninguna obra mía ha encajado en los planes de ninguna editorial que esté dispuesta a pagar por publicarla, destino al que, como es lógico, no renuncio.
En fin, confío en que no solo la indiferencia sea el destino de esta publicación.




*https://store.kobobooks.com/es-ES/ebook/la-espana-vulgar,

Noches áticas, de Aulo Gelio: El canon de la miscelánea.

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Laurent Robert. Ballantine Hall.

Noches áticas: entre las lucubratiunculas, ‘elucubraciones de poco interés’  y las delectatiunculas o ‘pequeños placeres’ de Aulo Gelio: un apasionante recorrido por la cultura grecolatina desde el siglo II de nuestra era. 

         El que avisa…: que a nadie se le ocurra hacer lo que yo he hecho, leer de un tirón los 20 libros de las Noches áticas, excepto que la pasión, y la disponibilidad temporal, le muevan a ello con el irrenunciable resorte del placer que sin duda hallará en la lectura de esta obra magna, pero humilde; entretenida, pero crítica; sólidamente documentada, pero chispeante… Noches áticas es producto del ocio bien entendido y del amor a la lengua, a la lectura, al ingenio y al pensamiento. Es una obra de las que se escriben sin pretensión, porque el autor, de estirpe compiladora, amante de las curiosidades e intelectorinfatigable sabe que son los contenidos ajenos lo importante de ella, no la labor del recolector, por más que sea el gusto y criterio de éste el que guíe la selección de los materiales hasta acabar formando con ellos una rigurosa enciclopedia en la que destaca, sobre todos los temas, el de la realidad y uso de la lengua latina, aunque el autor no se confiese gramático ni pretenda impartir docencia, sino reflejar ciertos usos que permitan a las nuevas generaciones conservar un estadio clásico de la lengua, opuesto a las constantes deformaciones que ya empezaba a sufrir el latín y que inducen al autor a adoptar una posición purista que le hace privilegiar el arcaísmo, frente a otras soluciones ‘modernas’, por más que también sea capaz de reconocer las ventajas de ciertos usos innovadores, porque, al fin y al cabo, siguiendo en ello a Quintiliano –( Sin duda de ninguna clase, la costumbre es la más segura maestra de hablar y tenemos que servirnos del lenguaje como si se tratara de una moneda que anda de mano en mano (…) Así pues, llamaré costumbre en el lenguaje al consenso de los hombres cultos, del mismo modo que en la vida al consenso de los hombres buenos)– , haga del uso, de la costumbre y de la eufonía los criterios fundamentales para la selección de los vocablos.
Aulo Gelio confiesa el valor que otorga a sus “comentarios”, a sus “notas”, a sus “apuntes”: Cuando dispongo de tiempo libre en mis ocupaciones judiciales y profesionales y para hacer ejercicio físico paseo o viajo en litera, en ocasiones suelo preguntarme a mí mismo sobre cuestiones insignificantes, nada importante, por cierto, y despreciables a los ojos de los hombres poco eruditos, pero que son necesarias para tener conocimientos profundos en relación con los escritos de los antiguos y el conocimiento de la lengua latina. ¿A que choca, que considere “ejercicio” el hecho de “viajar en litera”? No explica que él transportara a otro u otra en ella, en cuyo caso se llevaría la palma del ejercicio, por lo que hemos de deducir que el vaivén de los porteadores debería dejar tan aturdido al porteado que bien podía equiparar el trayecto a la práctica del ejercicio. Se trata, así, pues, de indagaciones asistemáticas, hechas al albur de las lecturas o las permanentes conversaciones que sobre esas materias solía tener en banquetes e invitaciones que constituían el núcleo de la vida social de los romanos cultos, y pudientes, claro está: Mis Noches, a las que tú vienes dispuesto a instruir y adornar, sólo se ocupan fundamentalmente de aquel verso de Homero del que Sócrates decía que amaba por encima de todas las cosas: “Cuanto de bueno y de malo ha sucedido en tu casa”, le dice a un amigo. E incluso añade que su intención, al escribir la obra, es legar a sus hijos un caudal de lecturas que pueda acompañarlos cuando se hallen envueltos en las tribulaciones de la vida corriente, siempre llena de motivos para la pesadumbre, para la desazón y aun hasta para la desesperanza: Se trata, como nos explica Santiago López Moreda en la introducción,  de lucubratiunculas (elucubraciones de poco interés) y delectatiunculas (pequeños placeres), fruto de los recuerdos en las largas noches de Atenas, que podrían servir de entretenimiento a sus hijos cuando las obligaciones diarias se lo permitieran. Nos movemos, pues, en el ámbito doméstico, pero, al mismo tiempo, al amparo de un concepto que Gelio introduce y que constituirá el eje, en el siglo XIV, de un movimiento, el Humanismo, aún vigente en nuestros días, aunque solo sea a través de la lucha popular para que los contenidos que lo cracterizan no desaparezca de los planes educativos. La teoría de Gelio sobre la Humanitastiene mucho de novedad en su época, casi tanto como en la nuestra, porque la identificación que hace entre humanismo y educación nos permite reivindicar la vigencia de la coexistencia pacífica de lo que Snow llamó “las dos culturas”, de modo que la revolución digital, la ciencia y la tecnología no acaben con lo que, a juicio de Gelio nos caracteriza como especie sobre la Tierra: Quienes crearon términos latinos y quienes los emplearon correctamente no quisieron que humanitas significara eso que el vulgo cree, que se conoce en griego como “filantropía”, y que significa cierta habilidad y benevolencia para con todos los hombres sin distinción, sino que llaman humanitas más o menos a eso que los griegos llaman paideia y nosotros conocemos como “instrucción” y “formación” en las buenas artes. Quienes desean éstas con sinceridad y tratan de adquirirlas esos son, con mucho, los más humanos. Basta esta reivindicación para captar la importancia de esos estudios: Latín, Griego, Filosofía, Ética, Literatura, Música, Educación Visual, que poco a poco van perdiendo importancia en la educación de los hombres y mujeres del siglo XXI, destinados, en su mayoría, a ser solitarios individuos controlados por la psicopolítica, como llama Byung-Chul Han a la fase actual del capitalismo.
Noches Áticases un título deliberadamente puesto por el autor en recuerdo de las noches pasadas en Atenas en compañía de filósofos y oradores, como Favorino o Herodes Ático, largas noches de invierno en las que comenzó la redacción de su obra. En un poema de homenaje a la obra, incorporado por Gelio a su texto, aunque se desconozca todo de quien fuera el autor, Aurelio Rómulo, que lo escribe, se las denomina Cecropias noctes, usando el nombre de Cécrope, el mitológico primer rey de Atenas, para destacar la importancia del lugar en el desarrollo de la obra. Es muy divertido el capítulo en el que Gelio descarta los nombres que habitualmente se usaban para este tipo de obras misceláneas: Musas, Selvas, Cuerno de la abundancia, Mis lecturas, Antiguas lecturas; Vergel, Descubrimientos, Antorchas, Miscelánea, Memoriales, Problemas, Manuales, Didascálica Frutos de toda clase, Tópicos, etc…, para reafirmarse en el suyo, un título que considera rústico y modesto, incapaz de competir con los títulos rutilantes que acabo de transcribir… Se trata de un capítulo que me toca muy de cerca y que me sirvió para proponer uno de esos pasatiempos literarios que, en aquella entrada, adorné con una oferta laboral basada en mi modesta habilidad tituladora.
Aulo Gelio, cuya personalidad se dibuja en las breves introducciones a los asuntos que trata y en algunas de sus reacciones ante las dudas de todo tipo que se plantean, nunca pierde de vista ese carácter “doméstico” que tiene su obra: él mismo califica su compilación de quoddamlitterarumpenus , una suerte de “despensa” literaria. Y no hace falta ni decir que se trata de una de las despensas mejor surtidas en las que se puede entrar, a juzgar por la variedad y calidad de las viandas, no ya de visita, sino con el decidido ánimo de instalarse para bastante tiempo. O para un tiempo largo, pero intermitente, porque así será como, en su relectura, vuelva a disfrutarla. A ese efecto, y con motivo de otra lectura que ando haciendo con ese método, El libro de los pasajes, de Walter Benjamin, he llegado a la conclusión de que hay una serie de libros muy apropiados para el común (en su séptima acepción), lugar donde no ha de faltar una biblioteca surtida con libros de la naturaleza del que aquí he traído y a los que se le pueden sumar, por apropiados, los de aforismos, la poesía y clásicas polianteas como las de Suárez de Figueroa o Pedro Mejías.
Es tan extensa la variedad de asuntos que se abordan en las Nochesáticas que me es imposible, y nada deseable, establecer una jerarquía que ofrecer a los intelectores que tengan el humor de acercarse a estas nocturnidades helénicas. Lo que sí han de tener claro es que Aulo Gelio sí que la tiene, y eso se demuestra incluso contablemente, porque son mayoría las anotaciones relativas a la lengua latina, desde una pluralidad de perspectivas muy notable. ¿Son las Noches áticas una lectura para filólogos, pues? No, pero estos van a disfrutar mucho más que a quienes no les hiervan en la sangre los fenómenos lingüísticos, tan apasionantes siempre. A través de la lectura podemos asistir a algo así como a la fijación privilegiada de un momento en la vida de una lengua, el latín, del que nuestra concepción actual de lengua muerta nos impide ver no solo lo viva que estaba sino lo que preocupó y apasionó a tantísimos usuarios a lo largo de su existencia. De hecho, ser filólogo se convierte en algo adjetivo cuando apreciamos los fenómenos que recoge Gelio en sus apuntes y los comparamos con nuestro castellano actual, porque no se ha de ser un académico para percatarse de la estrecha ligazón que hay entre las preocupaciones de Gelio y las que expone Juan de Valdés, por ejemplo, en su magnífico Diálogo de la lengua, que debería ser lectura obligatoria en las escuelas, por el género y por el contenido. Escojamos un poco al azar…: Así, “lepus” [liebre] no deriva de “leuipes” [pies ligeros] como él dice, sino de una antigua palabra de la lengua griega (…). Muchos ignoran que la palabra “graecus” [griego], “puteum” [pozo] y “lepus” [liebre] provienen del griego antiguo, por más que ahora los griegos digan: ellen, frear y lagoón. (…) Es el caso, sin embargo, que hacia el final del mismo libro deriva la palabra “fur” [ladrón] de “furuus”, palaba que equivalía para los antiguos romanos a “ater” [negro], por cómo, a los ladrones, la negra noche les es más favorable para cometer sus hurtos. ¿No es cierto que Varrón se comporta con la palabra “fur” como Elio con “lepus”? , porque lo que en griego hoy se denomina “cleptés”, en griego antiguo se anomenata “for”, de donde deriva el “fur” latino que tiene, de hecho, casi las mismas letras. La preocupación etimológica es permanente en las Noches, porque no eran pocos los aficionados a la creación de etimologías fantásticas, al estilo de la que quien yo me sé se inventó: Pionero: Palabra formada a partir de ‘pío’ y ‘misionero’, por los primeros evangelizadores del continente americano. Pero la atención de Gelio se derramaba sobre muchos otros fenómenos lingüísticos, como se advierte en lo que sigue, donde recoge, de labios de Frontón, una disquisición sobre el campo léxico del color rojo: Estos nombres que acabas de mencionar: “russus” y “ruber” no son los únicos que sirven para designar el color “rufus” (rojo), sino que incluso tenemos más que los nombres griegos que has dicho; en efecto: “fuluus” y “flavus” y “rubidus” y “poeniceus” y “rutilus” y “luteus” y “spadix” son denominaciones del color rojo que indican ya que es un rojo vivo, encendido, o que está mezclado con el color verde, oscurecido con negro, o que clarea a causa de un blanco tirando a verdoso. (…) Los dorios denominan “spadix” a la rama de la palmera arrancada con su fruto. En cuanto a “fulvus”, parece indicar una mezcla de rojo y verde, en la cual unas veces predomina el rojo y otras el verde. (…) “Flavus”, en cambio, parece designar un color compuesto de verde, rojo y blanco. Así se llaman “flaventes” a los cabellos y Virgilio aplica el mismo calificativo a las ramas del olivo. (…) Del mismo modo, mucho antes, Pacuvio había aplicado “flavus” al agua i al polvo. “Rubidus”, en cambio, es un rojo más fresco e impregnado de mucho negro, y, por el contrario, “luteus” es un rojo más diluido ‘dilutior’, y de aquí parece que le viene el nombre. Junto a esas preocupaciones, Gelio tiene una sensibilidad especial para los neologismos y los nuevos modos de decir, por más que su tendencia natural sea la de preferir los arcaísmos para ajustarse a la autoridad de los viejos modelos, siempre preferibles a la incultura que denuncia entre sus contemporáneos: De cómo el doctísimo Nigidio emplea un vocablo nuevo y de formación algo extraña al llamar “bibosus” al hombre que bebe copiosa y ávidamente. (…) Laberio, en su mimo titulado Salinátor, usa así esta palabra: “ni tetona, ni vieja ni ‘bibosa” ni desvergonzada. ¡Qué maravilla que pudiéramos nosotros disponer ahora de esos *biboso y *bibosa!, porque ocasiones para usarlo no nos iban a faltar. Lo más cercano a ellos es Bibendo el nombre de la mascota comercial de Michelin. Finalmente, porque tampoco quiero aburrir más de lo estrictamente necesario, sorprende leer en Gelio su reflexión sobre los procedimientos derivativos para la formación de palabras: Si como dice Nigidio, todos los derivados de esta clase comportan la idea de exceso y de inmoderación, y, por tanto, de algo censurable, ¿cómo es que “ingeniosus”, “formosus”, “officiosus [servicial] y “speciosus” [vistoso]; cómo es que “disciplinosus”, “consiliosus” [expeditivo], “victoriosus”; cómo es que “facundious” [elocuente], empleado por Sempronio Aselio; cómo es, digo, que todos estos vocablos nunca se usan en tono de censura, sino  en tono de elogio, aunque su sufijo denote exceso? (…) El talento, el deber, la belleza, la ciencia, la prudencia, la victoria, la elocuencia, como eminentes virtudes que son no reconocen ningún límite, antes bien, como más aumenten, tanto más dignas de elogio son.  Al lado de esos derivados, casi resulta anodino percatarse de que squalere es una palabra derivada de la que designa la escama espesa y rasposa que presentan la piel de las serpientes y de los peces, y que a nosotros nos ha definido para bautizar una especie, la de los “escualos”, entre los que el tiburón es el más conocido de la familia, aunque no el único, claro.
Las Noches áticas tienen mucho de florilegio de noticias raras y curiosas que alimentaban la necesidad de lo extraordinario propia de una sociedad a medio camino entre la ingenuidad de la superstición y el rigor exquisito de la lógica filosófica. También es una fuente privilegiada de lo que acabaría convirtiéndose en un género en sí mismo: el apotegma, cuyas compilaciones llenarían las bibliotecas renacentistas y barrocas. Pero no se queda ahí el contenido del acervo que, con tanta diligencia, Gelio archivó para las generaciones futuras, porque la obra es un tributo a los más de 400 autores que la nutren y una suma de datos que no excluyen, por supuesto, la narración ficticia o las abundantísimas noticias históricas. De hecho, hay dos narraciones, la de Androcles y el león, y la del niño y el delfín, que, escritas por Apión, llamado Plistonices (hombre de vasta erudición y de múltiples y variados conocimientos sobre las antigüedades griegas. (…) En las cosas que afirma haber oído o haber leído quizás peca de exagerado, por su vituperable inclinación al efectismo; sin embargo, el episodio narrado en el libro quinto de su tratado Sobre Egipto no lo recogió de otros ni lo leyó, sino que asegura haberlo presenciado con sus propios ojos en la ciudad de Roma), se popularizaron a través de sus Noches.
Cada uno es hijo de sus deslumbramientos, de ahí que la selección que he hecho de los fragmentos de las Noches en modo alguno guarden relación con una posible escala de importancia. No hay tal. Del mismo modo que a mí me llaman la atención noticias como ésta, de tan delicada ironía: Se dice que a Demóstenes le gustaba mucho arreglarse y cuidarse con toda pulcritud y exquisitez. Y de aquí venía que sus rivales y adversarios le reprochasen sus túnicas y que, con insultos groseros, lo tratasen de afeminado. Lo mismo ocurría con Hortensio, el más celebrado de los oradores de su tiempo, excepción hecha de Marco Tulio, por el modo como se vestía y aseaba con total pulcritud, de una manera extremada, y al hablar movía las manos estudiadamente y hacía muchos gestos. Cuando se veía la causa de Sulla, Lucio Torcuato, hombre de entendimiento aldeano y barriobajero, no contento de tratarlo con feroz aspereza [a Hortensio], lo llamaba, no ya histrión, ante los mismísimos jueces, sino que lo motejó de “Dionisia posturitas”, aplicándole el nombre propio de una danzarina muy famosa. Entonces, Hortensio, con la voz dulcemente baja le dijo: “Pues antes prefiero ser como Dionisia que como tú, Torcuato, extraño a las Musas, a Venus y a Dionisos”. O como esta otra, en la que se nos ofrecen tres epitafios célebres [un género sobre el que ando trabajando desde hace algún tiempo con creciente interés]: He querido recoger en estos Comentarios los tres epitafios que dejaron escritos para ser grabados sobre sus losas sepulcrales tres ilustres poetas: Nevio, Plauto y Pacuvio, en atención a la elegancia y gentileza con que fueron redactados.
Nevi: “Si a los inmortales les fuera permitido llorar a los mortales, las divinas Camenas llorarían al poeta Nevio. Desde que fue transportado al tesoro del Orco, en Roma se han olvidado de hablar en latín”.
Plauto: “Desde que Plauto ha sido atado a la muerte, la Comedia está de duelo, la Escena está desierta; de entonces acá, la Risa, la Distracción, el Placer y los Versos innúmeros lloran todos juntos”.
Pacuvio: “Adolescente: por mucha prisa que tengas, esta losa te ruega que te fijes en ella, después, que leas lo que en ella está escrito: “Aquí reposan los huesos del poeta Marco Pacuvio”. No quería que lo ignorases. Que te vaya bien.”, es muy probable que a otros lectores les llamen la atención otros asuntos. A todos, sin embargo, nos dejará más que sorprendidos la severidad con que Solón condenaba a los supuestos pacifistas (acaso tal vez solo cobardes) de la época: Entre las antiquísimas leyes de Solón que en Atenas se grabaran en rollos de madera y que, después de promulgadas, a fin de que permaneciesen para siempre, los atenienses sancionaron con penas y juramentos sagrados, Aristóteles cita una que dice: Si ocurre que por motivo de discordia o disentimiento se promueve entre los ciudadanos un alboroto del cual surgen dos bandos contrarios, y si se van envalentonando los de uno y otro bando hasta llegar al punto de coger las armas y librar entre ellos un verdadero combate, aquel que durante la revuelta no se haya decantado por un partido o por otro, sino que, antes bien se haya apartado para huir del daño común a todos los ciudadanos, será castigado con la pérdida de su casa, de su patria y de todos los bienes de fortuna y, además, con la pena de exilio y proscripción.
Son muchas las noticias que se extraen de la lectura y que nos sirven para nutrir esos archivos personales de los que hablé en Los arrabales del saber, pura miscelánea que nutre, sobre todo desde las notas a pie de página, obra de la benemérita labor investigadora de los anotadores de la edición, un saber superficial pero muy agradecido, como la referencia a Tirón, por ejemplo:  En el quinto discurso de Cicerón en favor de Verres, si seguimos el texto autorizado que debemos al escrupuloso cuidado de Tirón…, de quien no tardamos en saber que fue el liberto secretario de Cicerón, a quien se adjudica la invención de los signos de abreviación llamados “tironianos”, si bien él se limitó a perfeccionarlos. Dichos signos son los precursores de la taquigrafía moderna. A aquellos signos se les llamaron “notas” y a quienes los usaban “notarios”, o sea, que, de haberse mantenido la tradición, hoy hablaríamos de “luz y notarios” para la transparencia política. Igualmente en nota a pie de página se entera el lector amante de esos arrabales tan populosos del saber que Tersites, hijo de Agrio, era el más charlatán y barriobajero de todos los varones reunidos ante Troya. Fue muerto por Aquiles tras haber ofendido la buena memoria de Pentesilea, reina de las Amazonas y dio nombre al “complejo de Tersites”, que describe a aquellos que viven patológicamente la existencia de algún defecto físico que los marca: Éupolis dice de él: “Muy fácil de palabra, pero incapaz de decir nada”. Quizás más conocido entre los filósofos, no deja de parecernos muy aguda la respuesta de Sócrates en uno de los clásicos apotegmas (que traduciremos por salida ingeniosa en una situación comprometida –y la Agudeza y arte de ingenio de Gracián es la biblia española de ellos–) que aparecen con frecuencia en los comentarios: Alcibíades, maravillándose del maltrato que daba [Xantipa] a su marido, preguntó a Sócrates cómo era que no echaba de casa a una mujer tan odiosa. “Porque –respondió Sócrates– sufriendo en casa un genio tan extraño, me ejercito y me avezo a sufrir con mayor facilidad las otras injurias y osadías de fuera de casa”.
Son innumerables los datos relativos a la vida social que nos permiten acercarnos más al día a día de aquellos tiempos. No tienen otro valor que el de la curiosidad satisfecha, pero la sensación de vida que transmiten vale por todos los estudios sesudos del mundo, al menos para un narrador, que no busca tanto en los clásicos las verdades eternas como la eternidad de la presencia humana sobre el planeta. Así, Favorino nos indica la auténtica manera de jurar helénica frente a la mano en los evangelios: Estoy dispuesto a jurar por Júpiter, con una piedra en la mano, que es la más sagrada clase de juramento. De igual manera, aprendemos con exactitud la vigencia de la pretexta, la toga que llevaban los jóvenes desde los 11 hasta los 17, pero, además, nos enteramos de algo que llamará la atención, en estos tiempos en que los jóvenes e independizan no antes de los 35 años: El rey Servio Tulio, según Tuberón, consideró que eran niños todos los que tenían menos de diecisiete años y que a partir del decimoséptimo año en que se consideraba que eran idóneos para servir al estado, los inscribió como soldados y los llamó  iuniores hasta los cuarenta y seis y seniores a partir de ese año. No quiero ni pensar que esta revelación caiga en manos de algún iunior harón…  En otro orden de cosas totalmente distinto, ¿a quién no sorprenderá que un edificio de muchos pisos se llamase ínsula y domus designara la casa de planta baja, aislada? Estamos habituados a la “manzana”, pero igualmente podemos denominar “isla” a la misma realidad. Los estudiosos de Roma, aquellos que “viven” realmente en el Imperio romano en vez de en su época, y que conocen al dedillo todo lo relativo a esa civilización, no ignoran la lista larga de recompensas que se establecieron para agasajar a quienes destacaban en la defensa de la República. Son muchas (la triunfal, la obsidional, la cívica, la mural, la castrense, la naval, la corona llamada ovación, la de olivo, etc.), pero incluso en Twitter es capaz un ojo alerta de distinguir una referencia tan culta como la de que Sor Juana Inés de la Cruz reivindicara la corona obsidional para Cristo, porque nos liberó del asedio del pecado original que ciertamente nos complicaba lo suyo la salvación. La corona obsidional es aquella que los liberados de un asedio [“obsidio”] otorgaban al general que los liberaba. Es una corona hecha de hierba, con la particularidad de que solía hacerse con la hierba que crecía en aquel lugar donde los asediados estaban cercados. Quiero creer que la de Cristo habría de ser con hierba del Paraíso, donde Adán y Eva cedieron a la seducción del mal. Los amantes de la anécdota, y de su altísimo valor relacional, porque allana las relaciones sociales que es un contento, agradecerán una versión tan fantástica como la que hallarán en las Noches del porqué de llevar la alianza en el dedo al que hemos acabado denominando así por ella, anular: Sabemos que los antiguos griegos llevaban un anillo en el dedo que está junto al meñique de la mano izquierda. Dicen que los romanos también llevaban casi siempre los anillos así. La razón de esta costumbre la cuenta Apión en los libros de Egipcíacas: al cortar y abrir el cuerpo humano, como fue costumbre en Egipto, lo que los griegos llaman “anatomía” (disección), se descubrió cierto nervio muy fino que sale exclusivamente de este dedo del que hablamos y llega al corazón del hombre.
Otras joyas anecdóticas serían el origen del topónimo Italia: Timeo y Marco Varrón escribieron que la tierra de Italia recibe su nombre de un término griego, porque los bueyes se llamaban italoi en la lengua griega arcaica; la evolución semántica de un concepto como “elegante”: Elegante no se decía en tono elogioso de una persona, sino que este término hasta los tiempos de Catón designaba por lo general un defecto y no una cualidad. (…) Se decía de quien tenía un modo de vivir y comer excesivamente refinado y placentero. (…) Más tarde dejó de considerarse algo negativo, pero no se estimó digno de elogio salvo de la persona cuya elegancia era muy mesurada; el hallazgo absurdamente lógico del porqué de un dicho que no hemos heredado en las lenguas vulgares, al menos en castellano: Durante mucho tiempo y ansiosamente estuvimos tratando de saber la cosa más sencilla, qué significaba prandium caninum (comida de perros). Por lo tanto, la comida abstemia, en la que no se bebe ningún vino, se llama canina porque el perro no bebe vino;  o el respeto con que hemos de considerar una estadística que compromete seriamente a las personas, de lo que cualquiera que se haya jubilado recientemente puede dar fe: en numerosas memorias de hombres se ha observado y podido comprobar en la mayoría de ancianos que el año sexagésimo tercero viene acompañado de algún peligro y desgracia, ya sea una enfermedad corporal grave, ya sea la muerte, o bien una enfermedad mortal. (…) Por eso llaman a este año de vida “climatérico” o “año crítico”.


Como se ha advertido, pues, de las Noches áticas cabe decir, con toda propiedad, que son un auténtico cuento de nunca acabar, escrito desde la humildad del auténtico filólogo no profesional, sino pasional. Y ese amor a la lengua y a todas sus manifestaciones recorre los libros de Aulo Gelio con una intensidad que este Artista comparte íntimamente y reparte, como buenamente puede, en las páginas de este Diario.

Etimologías indoeuropeas del español: Un diccionario radical.

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Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española: Una excavación de Edward A. Roberts y Bárbara Pastor que nos lleva a las profundas y nutrientes raíces con y trascontinentales de nuestra lengua…

        Estoy persuadido de que, desde este Diario, acabaré poniendo de moda la lectura de diccionarios. No solo porque son una fuente de placer absoluto en sí mismos, sino porque su variedad es tan grande que difícilmente puede el lector tener ni siquiera la sensación de que está volviendo a leer lo mismo si lee dos obras próximas, como podrían ser el Diccionario de Argot español de Víctor León y el Diccionario de expresiones malsonantes del español de Jaime Martín. Diccionarios siempre los ha habido, después de lo de Babel, y se trata de un género agradecido, cómodo y nutriente. Da igual que el intelectorlea un diccionario de términos médicos, un diccionario de la pintura, un diccionario masónico, un diccionario de lugares comunes, como el clásico de Flaubert, o un diccionario desternillante como el de Coll: siempre hallará motivos de satisfacción en el conocimiento de conceptos cuya rareza, originalidad o precisión añadan a su vida conocimiento y placer sustantivos. No hay realidad que no sea susceptible de ser reducida a diccionario, y desde los diccionarios filosóficos hasta los históricos, pasando por los filológicos, los de escritores, los de medicina, los etimológicos, como el presente de Roberts y Pastor, o el  entrañable Diccionario de palabras y frases extranjerasde Arturo del Hoyo, la lexicografía es arte que abarca la realidad toda con un orden, esmero y claridad que más quisiera esa misma realidad tener en su manifestación cotidiana dichas virtudes.
        Si he leído (previa compra) este diccionario, ello ha sido como imposible compensación por la oportunidad que dejé pasar en una librería de viejo, renunciando, por 500 pts. que equivaldrían actualmente a unos 1000 euros, a la adquisición de un diccionario etimológico de la lengua griega: ¡Una oportunidad que no he dejado de lamentar ni un solo día de los casi 40 años que han transcurrido desde entonces! Ahí al lado, en la estantería de más fácil acceso, aguardan su turno dos buenas piezas de mucho cuidado, los diccionarios griego-francés y latín-francés de Bailly y de Gaffiot, respectivamente, con los que espero, en cierta forma desquitarme de aquel inmenso error. De siempre el indoeuropeo ha sido, para mí, algo así como el paraíso para los creyentes. Pertenece a la mitología, más que a la realidad, aunque sea lo segundo que, andando el tiempo, favoreció la aparición de la primera. Seguir el hilo de los orígenes de las palabras es una labor detectivesca que no siempre obtiene recompensa, como sucede con esos casos que han de archivarse por falta de indicios que permitan avanzar la investigación y descubrir el o los responsables de los ominosos hechos en cuestión. Ni soy lexicógrafo, ni tengo una dedicación constante a la etimología, sino un discreto aficionado que ha crecido intelecturalmente adquiriendo diccionarios y  perdiéndose horas, días, semanas y meses enteros en ellos, sin otro objetivo que aguardar el destello de lo inverosímil o la confirmación de lo mirífico. Leer un diccionario de cabo a rabo es algo así como una aventura absurda e inútil, desde luego, pero puedo garantizar a quien así lo haga que pocas lecturas pueden contener en ellas tal cúmulo de maravillas y sorpresas. Quien es aficionado a estas lecturas no necesita ningún estímulo para llevarlas a cabo, porque la mera palabra diccionario encabezando el título de una obra se basta y sobra para concitar el interés por abrir el volumen y comenzar a leer. Ni siquiera garantiza que se llegue a adquirir una exhibible “riqueza de vocabulario”, porque ni siquiera un diccionario de uso como el de María Moliner lo facilita: el olvido reparador actúa con mayor eficacia que la memoria forzada.
        Como recogen los autores en el prólogo, en cita de Samuel Johnson: Los diccionarios son como los relojes, el peor es mejor que ninguno; y del mejor tampoco se espera que sea exacto. Este que hoy ofrezco a la consideración de mis visitantes, sin embargo, tiene la virtud de acercarse tanto a la “exactitud hipotética” (sic) que bien podría pasar por corpus legislativo de los orígenes del español y de otras lenguas continentales, a juzgar por las apasionantes relaciones que se establecen entre todas ellas a partir de la raíz común a tantas palabras de idiomas tan en apariencia distintos. Se trata, pues, de un diccionario de raíces, no de palabras, en el sentido común, si bien enseguida se enumera el corpus léxico español que deriva de dicha raíz y el modo como llegó a nuestra lengua, porque, a veces, las palabras tienen un sí se sabe qué de triscadoras que nos sorprenden los saltos que dan de unas a otras lenguas antes de naturalizarse en la nuestra. Desde esta perspectiva, así pues, los ejemplos que yo ahora use serán aquellos que, por una u otra razón, tengan un plus de extrañeza o de invención suficientes como para que su lectura nos induzca a la lectura del libro, o a su consulta, si se ve como algo en exceso árido la lectura continuada de esta pequeña joya lexicográfica. No niego que puede parecer una locura el hecho de convertir los libros de consulta en libros de lectura y viceversa, como puede fácilmente suceder con obras como Don Quijote, la Divina Comedia o El libro de buen amor, por ejemplo; pero no es el resultado de una afectación sino de una pasión sincera, genuina, hija de la ignorancia y la costumbre de aliviarla. Un punto de excentricidad sí que estoy dispuesto a reconocerle a la afición, pero no haría sino seguir al pie de la letra el dictum del clásico, Nabokov: La excentricidad es el gran remedio de las grandes desesperaciones. Sobre cual sea mi gran desesperación no es esta la entrada adecuada para detenerme en consideraciones de orden tragicómico.
        Tomemos aios-, Metal, como primera cata. Del latín aes, ‘metal’, ‘cobre’, deriva “era”, plural de aes, ‘bronce’, ‘dinero’, y, por tanto, fecha desde la que se empiezan a contar los años. Erario, sin embargo, no es el conjunto de edades, sino el tesoro público. De la raíz ak- ‘agudo, afilado’ deriva nuestro desconocido a nivel popular “oxizacre”, ‘bebida que se hacía antiguamente con zumo de granadas agrias y azúcar”, probablemente relacionada con ese mosto de granadas que degustan los esposos del Cántico Espiritual. Y también “acumen” procede de ella, que se utilizó para la punta afilada de un arma y acabo designando el ingenio. Y de la misma raíz procede “acebo”, con hojas llenas de espina en sus bordes… Impensable será para muchos, por otro lado, que “mediocre” tenga que ver con ‘agudo’, pero se trata de una palabra compuesta por medius y ocris, en la que ocris, significa cima de la montaña, de donde, literalmente, el mediocre es el que llega a mitad del monte. Que una atrocidad sea algo negro, es difícil de ver, sobre todo cuando la raíz de la que procede significa exactamente ‘fuego’: ater-. Del mismo modo que apenas nadie reconoce en autor la raíz aug- ‘aumentar’. Pero lo cierto es que lo propio del autor es un hacer constante. ¿Y qué diríamos de débil, que implica la fortaleza a la que se le ha añadida una partícula privativa: bel- significa ‘fuerte’, algo que se advierte en el ruso bol’ shoi: ‘fuerte’, ‘grande’. Los latinismos Débilis e indebilis son, por lo tanto, la fuerza privada: ‘débil’ y ‘endeble’. Que un fárrago o un estilo farragoso sean propiamente ‘harinosos’ es lo que nos dice la pertenencia de tales palabras al campo semántico construido a partir de la raíz bhares-, ‘cebada’, que da harina, far, en latín. Amorosamente letal es el descubrimiento de que veneno propiamente significa ‘poción amorosa’, dado que procede de la raíz wen-, que significa ‘desear’, y que da en latín venus: ‘amor físico’. Bien curioso es descubrir que el reloj al que llamamos saboneta, “reloj cuya esfera, cubierta con una capa de metal, se descubre apretando un muelle”, recibe su nombre por analogía con la cajita de jabón para afeitar, pues saboneta y jabón proceden ambas de la raíz seib- que significa ‘vaciar’; ‘gotear’ y de ahí a la resina no hay más que sus buenos cortes en la corteza. Y cierro la serie con esta revelación sorprendente que nos ofrecen Pastor y Roberts respecto de caricatura, que tiene su origen en la raíz kers-, ‘correr’ y que pasa por su realización con sufijo: *krs-o, para dar ‘carro’ y ‘cargar’; de donde, propiamente, caricatura significa que recarga los rasgos fisonómicos.


        Y hasta aquí la reducida muestra que le permitirá al intelector calibrar el caudal de placer que puede hallar en la lectura de una obra como este Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española. Que recordara, hace algunas entradas, que Valery Larbaud se entretenía, después de enloquecer, en la lectura de diccionarios, no es algo que haya de considerarse como un diagnóstico a largo o corto plazo. Antes al contrario, más me parece una muestra de salud racional que un consuelo para la imaginación enferma.

Entre el lapsus linguae y la fantasía errática: los gazapos saltarines

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Cuando la lengua nos vuelve del revés para sacarnos la sorprendente expresión del derecho insólito.
¿Cuál sería la mejor manera de explicar, mediante ejemplos, el artículo “errata” en un diccionario enciclopédico?
              Lichtenberg, Aforismos.


            Igual que las notas a pie de página tienen una bibliografía específica, y que puede rastrearse su genealogía a lo largo de los siglos, incluso antes de la invención de la imprenta, poco se ha escrito sobre los familiares gazapos, erratas, yerros, distracciones, olvidos o simples trabucaciones y dislexias momentáneas, de las que nadie, ni aun el más cuidadoso de nuestros puristas, está exento. Cuando se escribe tanto es frecuente que esa suerte de cesación de la atención en el vigía, y por ende en la del relajado corrector, permita que lleguen a lo escrito curiosas erratas que alumbran, con su presencia, sentidos que de otro modo nos hubieran pasado inadvertidos. No se trata de considerar las erratas como signos mánticos a través de los cuales podamos, como hieráticos arúspices, desentrañar significados trascendentales o de suma importancia para modificar nuestro pensamiento o potenciarlo; sino de reparar en lo que podríamos llamar la sabiduría del error, la escuela de la equivocación o las enmiendas del azar, que es duende travieso donde los haya.
        Todos somos coleccionistas absurdos, porque nada lo es más que ese afán de acaparar tan hormigueante como capitalista. El ínfimo valor de lo coleccionado no merma en nada la condición de tal respecto de quien colecciona bienes de incalculable valor: se trata de un rasgo peculiar de la naturaleza humana que se complace, como los viejos con el síndrome de Diógenes que atiborran hasta el techo su viviendo con bolsas de basura, en poseer un bien, multiplicado, y no idéntico totalmente. Un hipotético museo del coleccionismo donde se reunieran las colecciones inverosímiles en que cada hijo de vecino se afana valdría tanto como el más lúcido tratado de antropología. Desde las bolsitas de azúcar de los establecimientos restauradores hasta las de pipas de girasol, pasando por los tradicionales sellos, los dedales, los autógrafos de famosos o los libros… todo es susceptible de ser coleccionado, como el zapatero de Imelda Marcos o los maridos de Zsa Zsa Gabor nos demostraron.
        Lo mío, tan dado a la grafomanía, son las erratas, propias y ajenas, habitualmente escritas, pero sin desdeñar las habladas, que tan jugosos titulares suelen deparar a los periódicos, como el saquear España hacia delante en que cayó Cospedal hace pocos días, típico lapsus linguae freudiano que hasta puede llegar a tener poder de orientar el voto de algunos electores. Las fuentes de las erratas son muy variadas, pero a mí me llaman la atención, por lo mucho que escribo con él, las surgidas de la rapidez digital en el teclado del ordenador, antaño de la máquina de escribir, y las que la lectura me ofrece, si la editorial es, además, algo chapucera. El coleccionista de gazapos ha de ser honesto y saber renunciar, por tanto, a la facilidad que las palabras homófonas nos brindan para “construir” un falso gazapo, por más que cueste renunciar a algunos cuyo golpe de humor nos salta enseguida a la seca carcajada por la cómica sorpresa, porque esa es la condición íntima de la errata: hacernos reír. Comparte con muchos chistes el mecanismo de sorpresa que general el humor, aunque está ausente en ellas el relato, la anécdota. El chiste más cercano a ellas sería el memorable de las palomas:
        ̶  ¿Sabías que ahora me dedico a la cría de palomas?
        ̶   ¿Mensajeras?
        ̶   No, no t'ensajero…
        si bien la dicción añade un plus de comicidad imposible de transmitir por escrito.
        ¿Cuándo nació en mí esta afición? Pues aunque sin fecha, por mi alergia a la contabilidad temporal y a la precisión que nos escinde del flujo vital, conservo, al frente de las hojas donde anoto esos gazapos, la errata que me dio el impulso para “hacer la colección”, una expresión que la publicidad nos recuerda cada setiembre, incitándonos a acercarnos al quiosco para iniciar colecciones tan distintas como las de abanicos, relojes, monedas, barcos, muñecas, pipas de fumar, estilográficas… A partir de una palabra mal escrita, se me disparó la imaginación literaria, tal y como sigue:
Confunsión: Una obra teatral en la que los actores se vuelven temporalmente amnésicos y tratan de salir del paso improvisando. Al final, el público acaba tan loco como los propios actores. El director intenta, actuando en el centro del escenario, poner orden, pero la cosa aún degenera más. Invita a alguien del público a que suba y trate de seguirles la corriente, sugiriéndole que los actores están como en una suerte de trance y se ha de evitar que puedan recuperar de repente la memoria, porque se despertaría su agresividad, de la que, a lo largo de la “obra” ya han dado muestras. De hecho, alguno de ellos se va a las puertas de salida y coloca una especie de armarios que impiden la salida. En el progreso de la representación llegan a salir al escenario incluso el gerente del teatro que pide la generosa participación del público en el desarrollo de la función, que poco a poco acaba casi convirtiéndose en una sesión de terapia, o poco menos, a juzgar por las implicaciones personales de los espectadores que buscan los actores. (¡Joder lo que da de sí una errata de máquina!)
         El origen de mi afición coleccionista no contagió al resto de las erratas, porque no habría imaginación humana que diese abasto para general tal cantidad de obras, a juzgar por las erratas que nos salen al paso de continuo. Por otro lado, es obvio que no todas las erratas son igual de sorprendentes y/o graciosas, de ahí que mi espíritu crítico se haya permitido siempre hacer una criba que preserve las más impactantes.
        Evitar las erratas en los libros es algo así como el reto imposible, y todo lo que pide un editor sensato, que ve imposible que esos seres deformes no se instalen en el texto corregido incluso hasta la saciedad, es que los lectores no se percaten de ellas, pero ¿cómo no reparar en la fantástica que se coló, morigeradamente, en la traducción de La montaña mágica: Se abstemia de tomar partido. La RAE debería acoger el verbo *abstemerse y definirlo apropiadamente: Quien se abstiene sin la ayuda del alcohol., o algo parecido. Acaso sea esa una errata que solo un abstemio por naturaleza como yo sea capaz de distinguir. Ello es posible porque el cazador de gazapos está condicionado por su “natural” y por su formación, de ahí que pudiera haber una diferencia abismal entre las muestras de dos colecciones distintas de erratas.
        Que a un “defecto” lo sustituya un defeco puede ser escatológicamente extraño, y ahí se acaba la sorpresa; pero que a “responsabilidad” la sustituya responsabialidad nos abre el camino hacia la responsabilidad de boquilla, la del mero artificio que tanto se usa en política, por ejemplo. Distinta de ambas es que a “propicia” lo sustituya propifia, casi tan fea como la inicial alusión a la mujer de Picio, pero tan expresiva de su propio tropiezo, sin duda.
        Suele suceder, a menudo, que las erratas sean capaces, por decirlo así, de crear sentidos que mejoran estéticamente el original, como en este caso: como si patinara por un sueño grasiento, en vez de por “un suelo grasiento”. Teresa Giménez Barbat, inteligente mujer-pez, al escribir sobre los gamberros que van a los estadios de fútbol, deslizo que iban con ganas de broca, en vez del reglamentario “con ganas de bronca”, lo que no deja de inquietar al lector que fue espectador horrorizado en su estreno de las hazañas de Leatherface, el personaje emblemático de La matanza de Texas. De muy diverso cariz es haber entrado en la sexentena, por “sesentena”, claro está, aunque haya más ruido que nueces. Ahora bien, cuando uno oye pedir salomonetes en el mercado, en vez de los rubescentes salmonetes, se percata del hambre de sabiduría que hay entre las gentes de este país. Por el contrario, la simbiosis, acaso, entre intérprete e instrumento que se da en calvicémbalo, por “clavicémbalo”, ilustra la incuria musical propia de nuestros planes de estudio y de nuestra tradición. Carácter filosófico, sin embargo, tienen erratas como le penan los años, en vez del tópico “le pesan los años”, que gracias a la publicidad sabemos que en realidad son los kilos.
        A veces la labor del recolector de erratas tiene un puntito de creatividad por el mero hecho de haber sido capaces de captarlas, lo que no está al alcance de cualquiera, dada la facilidad con que, por homofonía, suelen camuflarse a la perfección ciertos gazapos salamandrinos: que alguien se quede en la errata soserbio es menos usual que oír en ella el original pretendido: “soberbio”. Lo mismo ocurre en la magnífica teleespetadores, en vez de teleespectadores, acaso porque espetarle los improperios que se merece la televisión secuestrada por los partidos no sea en exceso común. El mismo fenómeno, aunque con derivación ontológica, se da en la suplicación de identidades, en vez de la “duplicación” de las mismas. Que se hable o escriba de la dimensión púbica del personaje, en vez de su “dimensión pública” le añade una cierta frivolidad a la errata que consolida la naturaleza profundamente lúdica que la define. Algunas dudas se plantean cuando ciertas erratas nos invitan a dudar de si lo son o no, como ocurre con la telebasutra, en vez de telebasura, pues tanto puede indicar que se habla de un canal islámico como de uno porno.
        Desdeño los errores escolares, que constituyen un subgénero propio de la errata, con abundante bibliografía, pero no me resisto a recordar el estupendo condón umbilical que, por producirse en una clase de español para extranjeros, pasó, como era lógico esperarlo, absolutamente desapercibido.
        Como no quiero abusar de la paciencia del intelectorgeneroso con estas bagatelas erráticas, cierro entrada con la enumeración de algunos hermosos gazapos que atesoro con delectación, porque aún son capaces de provocarme la risotada explosiva, como siempre lo ha conseguido la escena del escudero que ve comer a Lázaro: –Dígote, Lázaro, que tienes en comer la mejor gracia que en mi vida vi a hombre…
        La mayoría de vastellanohablantes
        Cine en estado pudo
        No le teme al pasadlo
        Escrito en versos hepatasílabos
        ¡Verga ya, hombre!
        Que es, en resumisas cuentas…
        Sí que ese signifigado…
        El análisis cítrico de la situación…
        La pierna me folla.
        Su inmenso sixappeal turístico…
        La poesía lítica (por “lírica”, lo que indico por si algún club de poetas muertos cultiva la lítica…)
        Eso dijo por boa de sus enemigos…
        La vía pulgativa de la mística.
        Cualquier clase es una reprezentación.
        Mi perreza…
        Las buenas obras nos inhortalizan…
        Para superar al liebreralismo
        Y, para acabar, una errata-acierto deslizada en los impagables subtítulos del telediario de La 1, fuente constante de regocijante material:
        Gustad Flaubert.
        Y ya sí, sileo libenter.


      

Dos recreaciones autobiográficas de Jean Rhys.

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Jean Rhys por Paul Joyce

 Jean Rhys o la escritura desde el margen: Una sonrisa por favor y Viaje a la oscuridad.

Uno de los mayores gozos es el de descubrir continuamente autores con los que por una u otra razón no nos hemos cruzado en nuestro azariento camino intelector, lleno de clásicos ineludibles, de citas obligadas y de cánones estrictos. Una autora que se escapaba de esos mapas para cultos alapageles fue, en su momento Violette Leduc, cuya novela La mujer del zorrito me abrió los ojos (cuando era joven y no instruido, del mismo modo que ahora soy viejo y semiinstruido) a una manera de novelar que me deslumbró. No siempre dichas lecturas se convierten en un placer que implique la necesidad de extender la lectura al resto de sus obras o a alguna de ellas, acaso la más reputada, lo que no fue el caso de Leduc, cuya obra memorialística La bastarda sí que leí con inmenso placer e inmoderada piedad, y me sigue pareciendo uno de los grandes libros del siglo XX.
Nada me predisponía a la lectura de Jean Rhys, nacida Ella Gwendolen Rees Williams, en Roseau (Dominica), el 7 de enero de 1890, pero el encuentro casual con su autobiografía, Una sonrisa, por favor, género al que me he aficionado hace pocos años (antes, eso sí,  de mi trabajo DEA sobre los dietarios de Vila-Matas y Pere Gimferrer) , me ha llevado no solo a leerla, y ahora a comentarla, sino a extender la lectura y el comentario a otro libro que ya tenía en mi biblioteca, Viaje a la oscuridad, un viejo regalo de su editora española que hasta hoy no había leído, a pesar de lo mucho que dice de mi descortesía. El caso es que la famosa autora de la que se ha considerado una limitada precuela de Jane Eyre, titulado El ancho mar de los sargazos, porque reconstruye la vida anterior de un personaje secundario de la famosa novela, Antoinette Cosway,  se me ha acabado convirtiendo en la lectura de una autora maldita que entre 1927 y 1939 publicó cinco libros que pasaron completamente desapercibidos, salvo alguna buena crítica de Ford Maddox Ford –durante un tiempo su amante, relación que noveló en su novela Quartet– y que hasta 1966, año en que apareció su gran éxito, se perdió en ese viaje a la oscuridad de 27 años sin que ni siquiera a día de hoy podamos rastrear qué fue de una vida marcada por el desarraigo, el alcohol, los temores, la lucha con la expresión y la inseguridad. He podido averiguar que los últimos años de su vida los compartió con un excepcional jazzsinger, George Melly, un prodigio musical, escénico –su repertorio de trajes es sencillamente genial– y cultural que merecería un documental galardonado que dimensionara su figura como él hizo con la del impulsor del movimiento surrealista, Edward James, un rico y excéntrico escocés a quien retrató Magritte en su cuadro Reproducción prohibida (Retrato de Edward James). Rhys incluso le dedicó a Melly la letra de una canción compuesta con John Chilton, Lifewith you, que apareció en el álbum Anything goes. Ha de decirse que Melly se asoció artísticamente con John Chilton durante más de 20 años.
Rhys escribe su autobiografía en las postrimerías de su vida, de ahí que sean los primeros años en su Dominica natal los que se llevan la mayor y mejor parte del recuento vital, por esa tendencia a ver con mayor claridad el pasado lejano que el cercano, propia de la vejez; y a ver, sobre todo, con nitidez, los momentos estelares en que se forjó una manera de ser y acaso de estar. Una evocación llena de detalles que ya indicaban claramente que un escritor es, sobre todo, un complejo sistema perceptivo en busca de una expresión acertada para vehicular los descubrimientos constantes que realiza. Con todo, y como suele ser habitual en la galería de los escritores “malditos” –sobre uno de los cuales versaba mi novela La manzana de Poz–, el hecho de sentirse completamente fuera de lugar y como un bicho raro en su entorno, acentuó esa deriva hacia el margen en que ella habitó durante tanto tiempo, sin saber muy bien qué habría de ser de su vida ni siquiera de un día para otro, como lo prueba la recreación que de aquellos primeros años ingleses, cuando abandonó el trópico para instalarse en Londres con su madrastra, Hester,  hizo en Viaje a la oscuridad, independizada ya con sus escasos 19 años, lo que supuso un duro aprendizaje que la llevó a malvivir y a depender de la prostitución en no pocos momentos de una vida cuyos años más dramáticos no aparecen reflejados en esta biografía parcial que discurre a ojos del intelector sin hacer justicia a la inmensa escritora en que después se convertiría. Tardé tanto en aprender a leer que mis padres empezaron a preocuparse. Y un día, como de un salto, empecé a reconocer palabras muy largas. Ese retraso es como una prefiguración de lo que habría de ser un lento aproximarse a la escritura tras abandonar el proyecto de convertirse en actriz. Es evidente que, al rescatar los tiempos supuestamente felices de su infancia, entrevemos de qué modo se potenció su capacidad fabuladora: Meta, mi niñera y el terror de mi vida. (…) Es la única persona a la que oí hablar de hombres lobo en las Antillas. Las bolas de fuego, a las que llamaban soucriants, eran siempre mujeres que venían por la noche y te chupaban la sangre. Como más tarde confiesa: Sentí un gran alivio cuando Meta se marchó o la echaron. En todo caso era demasiado tarde; el daño ya estaba hecho. Meta me había enseñado un mundo de miedo y desconfianza, y en ese mundo sigo. Este sigo se refiere a su presente de octogenaria, por supuesto, y nos indica la actitud desconfiada y temerosa de una vida sometida a experiencias tan duras y poco envidiables como la prostitución, el aborto clandestino, la pobreza o el alcoholismo, que son eje, en parte, de la narración autobiográfica Viaje a la oscuridad. Debe de resultar casi imposible, con esas dramáticas vivencias, apartarse de ellas completamente a la hora de escribir, no tenerlas presentes como la única materia narrativa posible. Solo en vidas ordenadas, metódicas y grises la fantasía se dispara como una liberación necesaria.
La relación de Rhys con la literatura fue compleja. Del mismo modo que uno de los recuerdos más nítidos que guardo de mi madre: sentada bajo el naranjo sevillano en Bona Vista, dando vueltas a la mermelada de guayaba en un puchero, con una cuchara de madera en una mano y un libro de Marie Corelli en la otra: The sorrows of Satan(libro leído por Joyce, por ejemplo, entre otros, y fervientemente recomendado por Oscar Wilde, fue uno de los primeros bestsellers europeos, en 1895), su acercamiento a los libros fue producto de la poderosa influencia que una profesora de literatura ejerció sobre ella mediante la lectura en voz alta. Se acercaba a los clásicos con tibieza, esperando una revelación que en modo alguno le llegaba: leí a Byron con la esperanza de que me impresionara, aunque la poesía era para mí una asignatura.  Pero el contacto con aquella monja supuso un cambio que, 70 años después, recuerda con emoción: la madre Sagrado Corazón (…) tenía una voz preciosa y nos leía en voz alta. Nos descubrió a Shelley y no tardé en dejar de ver a Shakespeare y compañía como meros temas que debía estudiar para examinarme. (…) Fue su ironía lo que despertó mi amor por las palabras, especialmente por las palabras hermosas. Ahí se sembró la semilla que tardaría muchos años en germinar. De hecho, en Viaje a la oscuridadreconoce no leer nunca, por ejemplo. Pero en Dominica la lectura fue, en cierto modo, su salvación, era la que permitía que en cuanto me era posible me perdiese en el inmenso mundo de los libros y procurase borrar el mundo real, que tanto me desconcertaba. Ya entonces tenía la vaga pero profunda sensación de que siempre estaría perdida en el mundo, derrotada. Descubrí, sin embargo, que todos los libros hablaban de lo mismo, solo que de distintas maneras. En los libros era capaz de aceptarlo y de los libros (fatalmente) extraje poco a poco la mayoría de mis ideas y creencias. (…) Me gustaban los libros de prostitutas, que por aquel entonces eran numerosos. Recuerdo muy bien una novela titulada The Sands of Pleasure, de un hombre llamado Filson Young. Debía de estar muy bien escrita, pues de lo contrario no la recordaría con tanta claridad al cabo de tantos años. Contaba la historia de amor de un inglés con una prostituta de París. La inclinación hacia esos mundos sórdidos que debieron de influir sin duda en la paciente resignación con que supo adaptarse a ellos, provienen de la profunda sensación de extrañeza que siempre sintió: Soy una extraña y siempre seré una extraña. Y lo cierto es que en realidad nunca me ha importado. A lo mejor es culpa mía, pero no me preocupa. No me gusta la gente. No la odio, ellos sí odian, pero no me gusta lo que a ellos les gusta.   
Una sonrisa, por favor, es una evocación parcial de una vida cuyos momentos más dramáticos no figuran en ella, si bien sí tiene la autora la delicadeza de mostrarnos un momento clave en su existencia: la de la revelación de la escritura como fe de vida. Se trata del capítulo titulado El fin del mundoy un comienzo, donde repasa sucintamente los duros años de independencia adulta cuando iba de pensión en pensión y de ciudad en ciudad como corista de espectáculos musicales, una vida deprimente en el curso de la cual llega un día en que se encierra en uno de sus alojamiento y se dedica a escribir con auténtica furia irreprimibles: Llené tres cuadernos y medio, y después escribí: “¡Ay, Dios!”, solo tengo veinte años y tendré que seguir viviendo y viviendo y viviendo”. Supe que había terminado, que no tenía nada más que decir. Guardé los cuadernos en el fondo de la maleta, debajo de la ropa interior. Cada vez que me trasladaba los cuadernos iban conmigo, pero no volví a mirarlos hasta pasados muchos años. Tantos como los que necesitó para redescubrir esos cuadernos y percatarse de que en las vivencias allí expresadas se perfilaba el esqueleto de una novela llena de verdad, de desolación, de miseria y de desorientación. Y entonces la escribió. Eso es Viaje a la oscuridad, título suficientemente explicativo como para ahondar en interpretaciones ulteriores. En ella se le ofrece a los intelectores, con cierta crudeza no exenta de un deliberado ajuste de cuentas con ella misma, la vida de la autora a sus 19 años, que no era, como lo sería en nuestros días, un primer abrirse a la vida, sino un resumen amargo de la experiencia de tres años de lucha y de intentar salir a flote de manera autónoma, porque ese ideal de autonomía a todo trance fue lo que condicionó la vida de la protagonista, incapaz de soportar ni por un momento, continuar viviendo con su madrastra Hester, cuyo voz emblemática, en tanto que marca distintiva social,  describe perfectamente en uno de los pasajes de la novela: Una voz de dama inglesa de bordes afilados y cortantes. Ahora que he hablado usted habrá podido apreciar que soy una dama. He hablado y supongo que se ha dado cuenta de que soy una señora. Tengo mis dudas acerca de usted. Hable y enseguida sabré quién es. Hable, porque me temo lo peor. Esa clase de voz. Y más adelante, la misma Hester lo redondea: Era imposible apartarte de los criados. ¡Esa horrísona voz de sonsonete que tenías! Hablabas exactamente igual que una negra… y todavía lo haces. Exactamente igual que aquella espantosa chica Francine. (…) Pero al traerte a Inglaterra pensé que te estaba ofreciendo una verdadera oportunidad. Y ahora que empiezas a ir por el mal camino tiene que achacárseme a mí la responsabilidad y tengo que seguir manteniéndote. De esa opresión huye Jean para caer en la esclavitud de la necesidad permanente y la adversidad constante. La narración en primera persona disuelve la posible distancia entre autora y narradora y enseguida damos por sentado que se trata de una autobiografía, más que de una novela. Teniendo eso en mente, nos interesan mucho todas aquellas peripecias o reflexiones que nos ayudan a conocer mejor a la autora y mediante las cuales ella perfila su compleja personalidad. La novela no tiene ninguna pretensión estética ni ética más allá de la revelación del caso concreto de la autora, de cómo su soñada Inglaterra, a cuyo frío nunca acaba de acostumbrarse, viniendo de las Antillas, se le reveló un territorio excesivamente hostil. Son innumerables las muestras de desagrado frente a los ingleses y “lo inglés” por parte de una mujer antillana que, en su niñez quería ser negra, no como era, blanca de origen galés (Gwendolen, nos dice la autora, significa “blanca” en galés):   Yo sabía que estaba claro que le disgustaba [a Hester,su madrastra] también porque era blanca; y que nunca sería capaz de explicarle que odiaba ser blanca. Ser blanca y volverme como Hester, y todo lo que uno se vuelve: viejo y triste y todo eso. Yo pensaba: “No… No… No…” Y sabía que aquel día había empezado a hacerme mayor ya nada podría detenerlo.  De dónde procedía ese rechazo es fácil adivinarlo a poco que se lea su autobiografía y se compruebe la idealización que se forja de los negros con quienes convive, de Francine, sobre todo: A mi creciente recelo de los negros se sumó la envidia. Llegué a la conclusión de que lo pasaban mucho mejor que nosotros. Se reían mucho, aunque rara vez sonreían. (…) Los negros estaban más vivos y tenían una unión más honda con la tierra. Ese apego vital a la naturaleza, y a los placeres primitivos es lo que le hechiza cuando observa a Francine comer un mango: Lo que pasaba con Francine era que a su lado yo me sentía feliz. Era menuda y rechoncha y más negra que la mayoría de los que había por allí, y tenía un rostro bonito. Lo que me gustaba era mirarla cuando comía mangos. Mordía el mango con los dientes y apretaba los labios a ambos lados de la fruta, y mientras lo sorbía uno podía darse cuenta de que era enteramente feliz. Una vez terminado el mango se relamía dos veces ruidosamente…, con mucho más ruido del que uno creía posible. Era un ritual. (…) Era un poco mayor y la primera vez que me sentí indispuesta fue ella quien me lo explicó, así que me pareció bastante bien y pensé que era una cosa corriente, como el comer o el beber. Todo eso es lo que echa de menos en una Inglaterra puritana, clasista, pacata, hipócrita y terriblemente fría. A medida que va descubriendo esa faceta soberbia de los estirados isleños más acabará apreciando las excéntricas manifestaciones marginales del mundo bohemio que abomina de todo lo que ella no quería ser bajo ningún concepto: su madrastra Hester, como ya ha quedado dicho. No son solos los hostales donde se hospeda en sus giras artísticas: Cat’s Home. Estuve allí el verano pasado, es el hostal de las chicas del conjunto en Maple Street. Me sacaba de quicio porque te hacían bajar cada mañana para las oraciones antes del desayuno. (…) Había algo horrible en esa forma de rezar. Pensé: “creo que hay algo horrible en cualquier forma de rezar”; sino también el tipo de mentalidades con que ha de vérselas: -¿Sabes lo que me dijo un tipo el otro día? Es divertido, dijo: “¿Se te ha ocurrido pensar que los vestidos de una chica cuestan más que la chica que va dentro?” -¡Vaya un puerco! –dije. –Sí, eso fue lo que le contesté, -dijo Maudie. (…) Las personas son mucho más baratas que las cosas. ¡Y mira lo que te digo! Algunos perros son más caros que las personas, ¿es así o no? Y no digo ya de algunos caballos…; o las relaciones habituales propiciadas por un sistema de valores perverso: Las mujeres son horrendas. Con esa Mirada servil, de perro apaleado… ¡o si no, crueles y áridas por naturaleza! Méchantes, eso es lo que son. Son así porque a la mayoría de los hombres ingleses maldito lo que les importan las mujeres. No saben hacerlas felices porque en el fondo no les gustan. Supongo que es debido al clima o algo así.
Jean Rhys domina como nadie el arte de resumir en una escena coloquial profundos padecimientos individuales al tiempo que levanta un retrato social que acongoja por la crueldad e indiferencia de quienes en él actúan, un intercambio de intereses que margina la vivencia de la emoción auténtica, genuina. Es lógico que esa oscuridad del título sea la única imagen adecuada para expresar unas vivencias llenas de fracaso e incluso humillación. Fue dura, con Jean Rhys, la escuela de la vida, y se doctoró en las más áridas asignaturas del espíritu, de ahí, sin duda, que, ya octogenaria, a la hora de escribir su biografía el exuberante mundo del caribe ocupara un lugar esencial, porque cuesta rememorar las derrotas, los miedos y los horrores. Se trataba de combatir la tristeza que nunca la abandonó: En el fondo de mi ser siempre estaba triste, con la misma clase de dolor que el frío me producía en el pecho. Y de reconocer en la riqueza tropical un desquite de la pobreza social: Cuando pensé en mi ropa me puse demasiado triste para llorar. (..) “Pero no siempre va a ser así, ¿no? –pensé–. Sería demasiado horrible si fuera a ser siempre así. No es posible. Tiene que ocurrir algo que lo haga diferente”. Y luego pensé: “Sí, está bien. Soy pobre y llevo ropa barata y puede que sea siempre así. Y eso también está bien”. Fue la primera vez en mi vida que se me ocurría algo así. Aquellos años en los que no tenía más objetivo que huir de todo y de todos, y aun hasta de sí misma: Cualquier lugar servirá, mientras sea un lugar donde nadie pueda encontrarme. De hecho, la BBC tuvo que poner un anuncio para que ella o cualquier persona relacionada con ella se pusiera en contacto con el ente para un acuerdo de compra de derechos. Los mismos en los que se le hacía insufrible la xenofobia que parece inscrita a fuego en tantos británicos: Y cuidado, cuando digo que soy masajista no vaya a confundirme con alguna de esas sucias extranjeras. ¿No odia usted a los extranjeros? Seres con quienes había de convivir para su disgusto, para su náusea, de ahí sus muchas estancias en el continente, donde evitar ciertos especímenes odiosos: Una señora*… algunas palabras tienen un cuello largo y delgado que te gustaría estrangular. [*Lady, en el original, con la i alargada permite establecer la analogía con ese cuello largo y delgado, lo que no ocurre con señora, evidentemente.] Jean Rhys fue, durante su largo viaje a la oscuridad, lo que sintetiza admirablemente hacia el final del  long, tortuous and winding road:  “Me ligué a una chica en Londres que… Anoche dormí con una chica que…” Ésa era yo. Tal vez no fuera “chica” la palabra, sino otra. Qué más da.
Para ella el trópico fue un paraíso del que nunca acabó de salir del todo, de ahí la belleza poética de tantos momentos en su matizada autobiografía. Para dejar a los intelectores –si el plural no resulta en exceso soberbio– que me acompañen en esta celebración, tal día como hoy, 7 de enero, del centésimo vigésimo quinto aniversario de su nacimiento, con un buen sabor de boca literario, concluyo con ese momento de realismo mágico sin impostura alguna: El jardín no tenía paredes solo postes, y la señora Campbell había colgado en ellos naranjas dulces (porque nuestras naranjas eran dulces de verdad) partidas por la mitad y espolvoreadas con azúcar. Lo que me parecieron decenas de colibríes entraron y salieron mientras estuvimos allí, revoloteando con alas temblorosas para cernirse sobre las naranjas, succionarlas con sus picos largos y desaparecer.

¡Felicidades, Ella Gwendolen Rees Williams!, Jean Rhys para tus intelectores agradecidos.

La eterna necesidad de la vanguardia: Manolo Marcos, del blog al papel.

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De riguroso estreno: el escritor Manolo Marcos publica su primer libro: tácticas de payaso.

Asistir al inicio de la carrera literaria de un escritor es siempre un motivo de alegría y, en este caso, de profundo interés, porque tácticas de payaso se aparta de la lírica existencial al uso y nos propone una incursión en la tradición vanguardista que, para algunos, se ha quedado ya absolutamente rezagada, si no obsoleta, mientras que otros, como Manolo Marcos, saben captar su vigencia e incluso su necesidad, en estos tiempos de escaso lustre artístico y demasiado brillo mediático.
Un hecho como el de la publicación de un libro se produce en nuestro país unas 50.000 veces al año, pero no me cabe duda de que hay una diferencia abismal entre cada una de esos hechos considerados individualmente. La editorial Tigres de papel, una editorial literaria, marca ya la primera diferencia. La ilustración de portada, con el retrato de Góngora coronado de irreverente y popular botijo, nos habla bien a las claras, sobre todo en un cordobés, del inequívoco sentido de la transgresión en que va a sumergirse el lector así que abra la portada y se afane en la degustación paulatina de su divertidísimo contenido.
Al empezar la lectura va a descubrir el intelector un prólogo de Rafael Escobar que quizás debería de haberme limitado a copiar aquí (con permiso de la editorial) no tanto para ahorrarme esta crítica, cuanto para que quien entre en este Diario tuviera una perfecta explicación académica de lo que iba a leer tras él. Trataré de ensayar alguna táctica de aproximación al texto que no sea redundante respecto del prólogo, del  cual firmo  a teclas juntillas todo lo que en él se afirma con esmerada sindéresis.
Manolo Marcos (renuncio a las minúsculas de la portada y le restituyo las mayúsculas del respeto al buen hacer) se nos presenta como un autor vanguardista, pero de una naturaleza muy particular, como lo demuestra el hecho de que dedique su primer libro a sus padres, algo que, desde la perspectiva de un Artista desencajado como yo, quien, con siete lúcidos años ya le preguntó a su progenitora cuándo se era mayor para irse de casa…, le parece el primer signo vanguardista y propiamente transgresor, algo así como un Plus Ultra–que es el título de su excelente blog- de la propia vanguardia. Traspasada la entrañable dedicatoria, observamos que el libro se divide en dos parte, tácticas de seducción y tácticas de evasión, y bajo un epígrafe de Nicanor Parra, donde el irreverente poeta chileno se define como embutido de ángel y bestia, Manolo Marcos comienza a descubrirnos, como buen poeta, una voz individual cuyo mundo transgresor, por más que sean egregios sus modelos, nos parecerá inconfundible. La mezcla de la poesía con la agudeza y el duende del humor no es una aleación que fragüe con facilidad, y ahí es donde nos convencemos de la singularidad de la obra de Manolo, porque su facilidad engañosa no permite engaño ninguno ni falsas interpretaciones: no hay fórmulas, ni clichés, ni recursos de manual, y mucho menos imitación desustanciada; sino todo lo contrario: fenomenales hallazgos que, más allá de la inspiración, parecen nacidos de una rigurosa disciplina científica de observación. Manolo Marcos es un poeta atento, muy atento, en los dos sentidos de la palabra (y si no que se lo pregunten a sus padres y a su hermano collagista). Por eso nos creemos a medias la afirmación de Catherine Deneuve en Allan Poet: Los poetas, o están locos,/ o son extraterrestres/ que han aprendido a escribir/sin razonar”(sentenció decidida).  No estamos ante un payaso loco, obviamente, pero sí que hay algo en él de extraterrestre que nos visita y levanta acta de nuestra vida absurda con rica precisión de lugar, tiempo, modo, intención, causa, condición, finalidad, etc., como se pregona en uno de los títulos (todos magníficos y nones): ¿Le envuelvo su realismo o se lo lleva puesto? que casi vale por todo el poema al que precede...
Quiere el espíritu de contradicción, tan amigo de pasearse por la anárquica república de los literatos, que incluso la transgresión, la vanguardia, haya construido una tradición, ¡que ya son ganas de sonrojar a los esforzados de la ruta de la sublevación escandalosa!, y desde este punto de vista bien podríamos incluso hablar de textos canónicamente vanguardistas. Bien, el de Manolo lo es, y no creo que reconocerlo se lo tome él como un demérito, del mismo modo que Goytisolo se permite, y lo tiene a gala, cervantear. Así pues, en tácticas de payaso (aquí sigo fiel a las minúsculas, por lo que tienen de humilde cercanía a los márgenes de la sociedad, esa herencia romántica que ensalza a los outsidersfrente a la inequívoca trituradora del ¿progreso? capitalista) el intelector no se va a arriesgar por una geografía textual que lo descoloque o lo desplace hacia lo desconocido: aquí y allá, inevitablemente, el payaso, como en Pirómano en velocípedo (y adviértase el clasicismo de la bike…) recalará en el eco de famosos estrategas en quienes perfeccionó su oficio: Quemaré el libro de metáforas./Todo es claro esta mañana,/el viento va dejando pelucas tiradas por el suelo./Me voy a duchamp con agua fría.
Decía que no es fácil aliar la expresión genuina con los ecos de la tradición y exhibir, como un signo prosodemático (me he picao…, me he picao, Manolo…,disculpa,  mea culpa) un sentido del humor tan lúcido, que no desconocido para quien visite de tanto en tanto un blog como Plus Ultra. Ínsula literaria  –de inequívoca ascendencia vanguardista–, donde conviene recalar a menudo; pero Manolo lo consigue con insultante (los méritos ajenos siempre señalan mis vergonzantes limitaciones propias…) facilidad, como en Gato Pérez fotógrafos, que quiero creer homenaje al rumbero catalanoargentino: Somos especialistas en docudrama./No llevamos lo del memento mori/ni la foto carnet./Bachilleres, aprovechen/nuestro descuentos de fábula./ Diga “baudelaire” o “patata”. Esa percepción nítida del giro coloquial (enseguida me ha venido a la memoria la voz cantarina de la gitana en el mercadillo: “¡Que llevo la Playtex, reina, que lleva la Playtex!”), así como del cultismo o de cualquier otro registro de la lengua forma parte de esa facilidad señalada.
En la más que variada travesía del libro, siguiendo esos tumbos del payaso estratega, acaba encontrando este Artista desencajado, más allá de la dedicatoria del libro, ese espíritu propiamente transgresor que se le reconoce a la vanguardia, como Buñuel y Dalí ponen un burro muerto sobre el piano para reírse de Platero y yo. En Botánico experto en cactus hago míos estos versos: Todos tenemos a quién parecernos/pero algunos elegimos no parecernos demasiado/a nuestros padres./Por esto no dan medallas.
El surrealismo no fue la única vanguardia, ni la más irreverente, si la comparamos con Dada, por ejemplo, pero, junto con el creacionismo de Huidobro hicieron nido en la literatura española y se han naturalizado en nuestro paisaje literario como aves propias del lugar. Por eso nos parecen tan familiares brillos líricos como el de Murciélago rumbero: las nubes/cogidas con alfileres en un tablón,/amenazan tormenta./Un desplome de plumas con lágrimas de plomo. O en Recetas contra la melancolía: Oriéntese a poniente/ (…)/Cacaree y espere:/seguro que le regalan un estenógrafo y/pone Vd. un huevo./Cripto vive.
La casi inverosímil facultad de Manolo para jugar con los conceptos y con las palabras crea siempre una alegre pelea de golpes y risas entre los payasos en la pista del circo donde se refleja, distorsionada, la patética realidad que los espectadores llevan consigo cuando entran. Frente al aullido de Rivel, dueño magistral de sus silencios, Manolo nos ofrece el verbo bullicioso y juguetón de la feria, como en Remedios caseros contra la ansiedad: La dialéctica de Dios es hablar entre líneas,/no se le ocurra imitarle./Dios es camaleón en calma./(…)/La nada nada fatal, no se acerque a socorrerla./Morirá usted por nada./Nada más. Eso es todo.
Hay también en tácticas de payaso una vena senequista (¡y cómo había de faltar al tópico un cordobés!) que aparece en forma de sentencias que nos dan a entender que el payaso ha hecho un aparte (al estilo de los de La Celestina) o que, milagrosa y ucrónicamente, hemos asistido al monólogo interior ante el espejo del payaso que se desmaquilla, como advertimos en Tontos y sabios: bebamos juntos un vino somnoliento,/tontos y sabios juntos/con los ojos muy abiertos, muy abiertos. Como autor de nuestro tiempo, conocedor y practicante de los nuevos géneros, a Manolo parece, a veces, que le venga el gusto de hacer un buen cóctel con ellos; de ahí que, como ocurre en Algunas pervivencias del pasadopodamos hallar incluso un microrrelato, o lo que, con generosidad hermenéutica podría ser tenido por tal: Téngase en cuenta al gorrión./Su pequeño corazón pasa desapercibido,/su latido semejante a una gota de lluvia/que destila la alegría insignificante del universo.
Escobar recoge todas las referencias literarias que aparecen en la obra y así, hilvanando autoridades revolucionarias, comprobamos la inequívoca estirpe iconoclasta de Manolo Marcos, desde el postismo de De Ory, hasta el dadaísmo de Tzara, pasando por el particular humor greguérico de Ramón o el enigmismo simbólico de Cirlot, como se mezclan en 27 versos en recuerdo de Cirlot: La g observa un cuadro de Dalí con monóculo((…)/La k está subiendo un ocho mil/ (…)/ La v sueña con aturdir boquerones. Las referencias, no obstante, se extienden incluso, en la forma paródica del homenaje, a autores como Celaya, cuando en Anatomía de la introspección se nos narra que el poeta “impuro” se ha tragado una pistola y que ese pequeño revólver es un arma cargada de futuro. Si se extiende la nómina ajustada al canon no vanguardista, en un arrebato emocional que no se compadece con la deshumanización que siempre se ha achacado a las vanguardias, Manolo se permite un ejercicio de autoafirmación machadiana que invade incluso el nada vanguardista terreno de la poesía social, como ocurre en : Nada de explicaciones ni camisas/de once varas:/soy bueno, y en mí resuenan/los ecos de aquellos que no tienen voz.
Es normal que se den  coincidencias neologistas cuando se miran y remiran, se pesan y sopesan tanto las palabras como los amantes de las paronomasias, las dilogías, los retruécanos, calambures y otros juegos lingüísticos solemos hacer. De ahí mi alegría cuando he descubierto su Autobviografía, que yo usé en un aforismo: Los seres anodinos tienen autobviografías. Manolo escoge la expresión lírica: Hasta lo obvio es un misterio,/por eso el payaso piensa/una manera de difundir/secretos de alcoba.
No es infrecuente que haya una suerte de desprecio mesurado en Manolo hacia poetas consagrados; pero no es menos cierto que no le merecen más piedad instituciones modernas recientes como las Escuelas de Letras, donde se perpetran esos cursos de creación literaria que él describe con maestría inigualable en Taller de literatura, y perdóneme el editor que transcriba íntegro el poema, algo que me había propuesto no hacer, porque entiendo que el procedimiento correcto es adquirir el libro, eurorretratándose –tiene la editorial un servicio eficaz de envío postal– y acabar, cada intelector, de descubrir el verdadero placer de la totalidad de la obra. Dice así Taller de literatura:

Primero exprimir un limón,
Luego decir correctamente
Por este orden:
1.      “voces nuevas”
2.      “cocteau”
Pisar un pistacho.
Nuestro objetivo en el taller,
Mentir sin piedad,
Con absoluta versosimilitud.
No se admiten menores de edad.

Finalmente, el intelector podrá descifrar, si no pierde ripio de la sucesión poemática, una autobiografía entrelineada que, más allá de la bondad y la solidaridad, nos descubre una visión del propio autor teñida por la severidad de quien fundamenta en la autocrítica la dureza con lo que (y quienes) lo rodea(n). Así, estremece leer en el poema que cierra la actuación del payaso, Poeta a domicilio, los siguientes versos: Idiotamente puro,/lloro en el circo, me río en los entierros. /Soy un tipo penoso, yo me muero de triste./Tengo ovejas ahogadas en los ojos/ (…)/ Famélica mirada, de verdad/inspiro compasión. Mi lengua lame limbo.
El poema escogido para la contraportada, Consejos para artistas: objeto vibrante no identificado: Suba al púlpito./Si no sabe qué decir,/cómase una naranja, me ha traído a la memoria las dos primeras obras magistrales que vi de José Luis Gómez, Informe para una academia, de Kafaka y El pupilo quiere ser tutor, de Peter Handke. En la segunda, el protagonista, disfrazado con una máscara, sale a escena y está casi diez minutos inacabables comiéndose una manzana y mirando a su alrededor con la ingenuidad de un campesino.
La lírica jocosa es como la comedia cinematográfica: lo más difícil de hacer. Quien no le tema a la ironía lúcida ni al sarcasmo de brocha gorda cargado de intención hará bien en seguir con atención estas tácticas de payaso que, en su presentación pública (aquí), el autor, músico, rubricó con unos magníficos compases musicales ejecutados en el saxofón macho que, ignorante yo de su existencia –solo conocía el saxofón hembra… – confundí con un clarinete. La vista le engañó al oído con el timbre; pero esa misma vista no me ha engañado a la hora de descubrir las virtudes literarias que atesora tácticas de payaso, de Manolo Marcos, dignas de cordial lectura.


       




El arte sorprendente del ceramista y escultor Marciano Buendía: artista visionario e inclasificable.

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Del rakú a la escultura y a una nueva dimensión del collage: La vida moldeada en las manos de la pasión: Marciano Buendía




Se me va a notar. Cinco palabras y comienza a temblarme la voz y se arrancan a confundírseme los conceptos. No es fácil escribir sobre Marciano Buendía, a quien tanto admiro como quiero, como el hermano por el que lo tengo. Es casi imposible describir la emoción que siempre me ha suscitado su obra derramada por mil caminos de investigación formal y de profunda y serena belleza. 

Fue actor, de vanguardia en sus inicios, cuando representó La sesión de Pablo Población; después lo fue de grandes producciones, como La cocina, de Narros o Divinas Palabras de Víctor García; e inclusolo fue  en alguna aparición cinematográfica y televisiva, como en La verdad sobre el caso Savolta, de Antonio Drove o Los pícaros, de Fernando Fernán Gómez. Pero no eran las imágenes en celuloide en las que estaba destinado a inmortalizarse, sino en las obras arrancadas a las materias primas, al barro, al agua, al fuego…al cartón, a los clavos, al hierro, al arco iris de los colores…, llevado por la más desbordante imaginación que desearse pueda, y ello sin hacer ostentación de ella, porque el mundo conceptual de Marciano, a pesar de su deslumbrante belleza, nace del recogimiento, de la humildad, del silencio, de la espiritualidad, de la introspección y de la bendita curiosidad por todo lo que lo rodea, de donde arranca el vuelo de su visión, porque Marciano es un artista visionario: sus composiciones tienen ese sí sabemos qué de la lucidez de los que se adelantan a su tiempo recogiendo la herencia de los tiempos anteriores, de las experiencias ajenas que, en los grandes artistas, se funden como en un crisol para darnos nuevas visiones que nos abren caminos de reflexión y de goce estético.

Nos conocemos desde hace una eternidad, pero nunca hasta hoy me había sentido capaz de hablar de él y de su obra, una de las cumbres de la cerámica y la escultura en este país en el que casi siempre suelen tributarse honores a los mejores a título póstumo, por eso me adelanto, con suficiente tiempo por delante, para que quede constancia de la soberbia importancia de su obra, diseminada por los cinco continentes y con devotos seguidores que aguardan siempre cuál será la nueva vuelta de tuerca que imprimirá a su sorprendente carrera artística, porque las “etapas” de la obra de Marciano Buendía habrán de ser catalogadas y estudiadas como corresponde, pero quienes las hemos ido viviendo, hemos pasado de unas a otras con tanta sorpresa como naturalidad, porque en ninguna de ellas la exigencia y el rigor ha descendido ni un ápice, antes al contrario. En las fotos que adjunto a este tributo, se aprecia cuanto estoy diciendo y, sobre todo, la versatilidad de una imaginación que nunca está satisfecha con ningún logro, aun siendo estos tan altos que solo con una décima parte de esos vuelos estéticos se justificaría la existencia de cualquier otro artista.

Al menos para mí, hubo un momento mágico en el conocimiento de la obra de Marciano, porque la impresión que me dejó sigo rememorándola con la misma mirada infantil e ingenua de quien cree en los prodigios: cocía una pieza de cerámica hecha con la técnica del rakú que él ha llevado a la perfección en España –a Japón quisieron llevárselo, por cierto, contratado como si fuera una estrella de la cerámica, para que desarrollara allí ese arte de origen oriental–, la sacó del horno y la traspasó al baúl lleno de papeles, virutas de madera y hojas secas de árbol, donde reposó por un tiempo en el humo denso que generó el calor de la pieza al contacto con la sequedad de los elementos que lo aguardaban . Acabado el descenso a los infiernos de la pieza cocida, con precisos movimientos llenos de delicadeza, Marciano sacó la pieza del baúl y la colocó en un pequeño pedestal de ladrillos, le retiró, con no menor mimo, los restos de la hojarasca y, al contacto con el oxígeno, en lo que era una pieza oscura y sin ningún atractivo, como un viejo odre de vino, comenzaron a emerger, como cantan al alborear los pájaros en primavera, los colores más nítidos y hermosos que había visto nunca en mi vida, frente a los que los propios del arco iris no dejaban de ser una gama apagada y triste. Los brillos metálicos de aquellos ocres, verdes, naranjas, amarillos, azules,  rojos… que estallaban por toda la superficie de la pieza me dejaron al borde de las lágrimas…: ¡tanta belleza!, ¡cómo era posible semejante acto de magia! Y ahí comenzó mi admiración por una obra de la que, antes de llegar al rakú, yo le había rescatado esta humilde pieza de barro en forma de hojas de higuera que conservo como muestra de la  feliz intuición que tuve de lo que acabaría llegando a ser, lo que hoy es: un autor de obra inmortal:



La inquietud por descubrir nuevos lenguajes a través de elementos humildes como el barro, aunque sin renunciar al uso de los metales nobles ni las piedras preciosas cuando la pieza lo requiriera, llevó a Marciano de la cerámica al diseño de piezas que se escapaban, con mucho, del ámbito del coleccionismo privado, por la dimensión de las mismas y por el precio, naturalmente, pero esa vía de acercamiento a la escultura, combinando la cerámica con la forja, nos ha deparado una etapa “conceptual”, la de “ciudadanos”, en la que hallamos hasta una suerte de tratado psicosociológico de nuestra condición humana, nada halagüeño, por cierto, por más que la belleza de las obras suponga un lenitivo de esa oprimida condición alienada, despersonalizadora. 

Es ahí, en la reivindicación del valor incuestionable de la individualidad, de la diferencia individual desde la que reconocemos al otro y lo hacemos nuestro semejante, donde ha de buscarse buena parte del sentido de la obra de Marciano Buendía. Una suerte de profundo amor a la vida desde la ausencia de prejuicios y desde el motor de la cordialidad, e incluso del amor, sin orillar la exaltación de la sensualidad y la sexualidad, redondean el retrato del impulso artístico que ha guiado al artista inclasificable. Porque no solo hablamos de la cerámica y de la escultura, sino que hemos de añadir la obra gráfica y la depuración exquisita de la técnica del collage que nunca ha dejado de cultivar. 

No tiene límites la curiosidad formal de Marciano, y si algo lo caracteriza es la capacidad surrealista para ver la dimensión artística de los objetos, de todos ellos, sin jerarquías, porque la única es la que establece la visión del artista destacando unos sobre otros a raíz del impacto que su contemplación descontextualizada le ha producido: el conocidísimo recurso poético de l’objet trouvé. Ninguna muestra más elocuente que la pieza del pez construido a partir de los clavos del siglo XVIII descubiertos por el autor azarosamente y que, desde siempre, me ha parecido una de las obras más imaginativas de Marciano, que ya es decir, teniendo en cuenta la originalidad constante de que hace gala, y, además, diríase desde fuera, y aun desde cerca, que sin ningún esfuerzo: Marciano respira imaginación como otros indignación o melancolía.

Como artista que ha querido, y sabido, vivir de su arte, sus admiradores hemos tenido la suerte de que haya hecho piezas al alcance de todos los bolsillos. Todos hemos podido tener “un Marciano” en casa, y todos pueden aún tenerlo. El artista tiene taller abierto –auténtica exposición gratuita de algunas piezas excepcionales de su obra– en la popular calle de San Vicente Ferrer, 47, en Malasaña, donde departe con amistosa naturalidad con cualquier visitante interesado en su obra, aunque también pueden entrar en su página web, aquí, y ponerse en contacto con él, por supuesto. Si hay algún artista a quien sus logros estéticos no le hayan generado la más mínima afectación ese es, sin duda, Marciano Buendía, a quien tanto quiero, a quien tanto admiro.
                            
Programa de mano de  la exposición de 1992

¡Va por ti, Marciano!
¡Va por Vd., maestro!







Aprender a escribir: de 1947 a 2015… Luis Alonso Schökel

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La formación del estilo I y II (Ed. Sal Terrae): un valioso y olvidado manual para aprender a escribir, de Luis Alonso Schökel, S.J., autor, junto con Juan Mateos, de La Nueva Biblia Española.

         Todo coleccionista de libros tiene sus tesoros, libros que tienen un valor especial y a los que se siente apegado por razones, en algunos casos obvias, como este de Schökel en el que tanto aprendí para poder enseñar lo único que, en mi larga carrera docente, me ha parecido esencial: a leer y a escribir. Fruto de su experiencia docente, La formación del estilo, publicado inicialmente en 1947, fue reeditado varias veces. Mi ejemplar (dividido en dos volúmenes: Libro del profesor y Libro del alumno) pertenece a la tercera edición, la de 1957. El volumen didáctico, porque esa es su naturaleza, contiene un excelente programa para conseguir que los alumnos no solo lleguen a escribir con corrección, sino que acaben desarrollando lo que, latamente, podríamos llamar “un estilo propio”. La escuela crítica en la que bebió Shökel fue la de la “estilística” de Vossler, de Spitzer, de Dámaso Alonso, de Benedetto Croce, etc., con su rigurosa atención a la fusión de fondo y forma en ese milagro que es siempre la expresión afortunada. A partir de sus postulados, pero teniendo siempre presente el interés superior de mejorar la expresión de los alumnos, Schökel ofrece un manual en el que se contienen abundantes ejemplos extraídos de su experiencia mediante los cuales podemos ver, sobre el papel, el work in progress de los alumnos, esos escarceos propios de quienes aprenden a discriminar qué haya de ser la expresión correcta y, sobre todo, personal.
¡Nada más difícil! De ahí mi admiración hacia un intento tan temprano en nuestra pedagogía por darle un carácter sistemático a una dedicación que no recibe, por parte de los docentes en nuestro sistema educativo, la atención preferente y casi exclusiva que merece. Tendemos a pensar que a escribir se aprende escribiendo y sin que haya un trabajo sistemático detrás, perfectamente controlado para lograr un nivel de expresión satisfactorio. Ninguna queja tan extendida entre los profesores de Universidad como la de que sus alumnos son incapaces de redactar, no tanto sin faltas, que eso parece ya un imposible, sino con propiedad, coherencia, cohesión y un cierto estilo personal. A algunos docentes hipergramaticalizados les parece un desdoro profesional ayudar a sus alumnos a saber expresarse, y piensan que a ellos les pagan para enseñarles morfología, ortografía y sintaxis, sobre todo mucha sintaxis, y que detenerse tanto tiempo en ayudarles a organizar el pensamiento, por ejemplo, para elaborar una argumentación sólida o a construir una descripción, va en detrimento de esos saberes “especializados” que, en realidad, maldita la falta que les hace a quienes son incapaces, en bachillerato, de entender un sencillo artículo de opinión del diario o de redactar una opinión sobre cualquier asunto que incluya dos o tres argumentos más o menos persuasivos. Luis Landero, que también es profesor, además del excelente escritor que se reveló con Juegos de la edad tardía, publicó en 1999 un artículo antológico al respecto, El gramático a palos , cuya lectura, por parte de los intelectores, me exime de extenderme sobre el particular, máxime para hacerlo, además, con menos gracia y precisión que el autor extremeño.
         Schökel define su método como un método socrático o partero: El verdadero estilo sale de dentro. El estilo pegado por fuera no merece llamarse estilo. Por eso, todo el esfuerzo del profesor es sacarles a los alumnos su estilo. Una tarea que no tiene nada de espontáneo, y sí todo de esforzada labor didáctica basada en algunos recursos que se han de trabajar hasta la extenuación. Parte de una diferencia sustancial con ciertos métodos que se publicitan como manuales-milagro: La diferencia entre este libro y otros de la familia es que los otros dicen “cómo hay que escribir” y yo intento enseñar “cómo se puede aprender a escribir”.Poner el acento, así pues, en el desarrollo de las capacidades, que todos tenemos en desigual reparto, para acceder al dominio de la expresión, permite establecer un método cuya práctica, si se sigue con constancia, permite obtener resultados aceptables o brillantes, en función de esa dotación genética inicial, tan desigual, con que todos nacemos. Schökel es partidario de una guía férrea del proceso de aprendizaje: Quizá parezca paradoja, y es una verdad muy clara: hay que meterle en circunstancias bien estrechas [al poder creador] para obligarle a actuar; si le dejamos retozar libremente, se escapará hacia la copia servil, a repetir lo que ha oído, a llenar páginas sin tener en cuenta la calidad. En esto estriba el secreto de la coacción para desarrollar la libertad, la creación. Esa “coacción” consiste, según su método en plantearle al alumno determinados ejercicios que le permitan ir desarrollando su capacidad expresiva a partir, sobre todo, de la atención, que es la clave del acercamiento a la expresión escrita, porque de su ausencia es de donde derivan males principales muy difíciles de vencer, como es experiencia de cualquiera que haya tenido como objetivo docente enseñar a redactar: La mayoría de las incorrecciones se reducen a dos causas. La primera es falta de atención, por la cual abandonan la construcción comenzada; la distracción proviene frecuentemente de incisos. Otra fuente de faltas es ir echando las frases dependientes según salen, como una ristra de chorizos: la segunda frase depende de la primera, la tercera de la segunda, la cuarta de la tercera, etc. Es muy natural en un pequeño; no abarca el conjunto, cada frase le suscita otra dependiente de la anterior y así se prolonga en una cola inacabable y pesadísima. Hay que enseñarle a cortar o a organizar. ¡Como si no estuviéramos hartos de ensangrentar ejercicios en los que señalamos frases iniciales que NUNCA acaban…!, frases truncas a las que se yuxtaponen otras que también lo serán, en una espiral infernal del sinsentido, y no en pequeños, precisamente, como, piadoso él, señala Schökel. ¡Cuántas veces no les habré repetido a esos adolescentes inquietos que la labor de redacción exige, como la de los pintores, el famoso “paso atrás” que nos permita evaluar el conjunto antes de volver a acercarnos para seguir añadiendo pinceladas! Con cariño recuerdo haber detenido a no pocos “hocicados” en el ejercicio para que levantaran la cabeza del folio, contemplaran lo escrito durante un minuto y luego siguieran. Dudo mucho de que hicieran lo que les obligaba a hacer, pero soportaban estoicamente que, como un árbitro omnipotente, cuando les tocara el brazo, dejaran de escribir, irguieran el torso, y esperaran la orden para continuar…, con notable mala leche, todo ha de decirse y manifiesta incomprensión de lo saludable de mi método…
Buena parte de las carencias expresivas que presentan nuestros alumnos tienen que ver con un defecto que señala Schökel con cierta repugnancia ideológica y evidente buen sentido pedagógico: Hay profesores que defienden este ideal: no cohibir al muchacho, que se suelte, dejadle escribir, lo importante es que se vaya soltando, que escriba con naturalidad. Profesores ingenuos que creen en una especie de inocencia original del estilo infantil, un poco a lo Rousseau con su optimismo liberal. Este sistema es excelente para que el alumno se suelte a escribir mal. (…) Yo prefiero el sistema contrario y mi frase favorita es la de Quintiliano: Cito scribendo non fit ut bene scribatur, bene scribendo fit ut cito, escribiendo aprisa no se consigue escribir bien, escribiendo bien se consigue escribir aprisa. El mismo Quintiliano dice: “Si entienden por natural lo que produce la naturaleza inmediatamente, antes de cultivarse, desaparece todo el arte del estilo. ¿Qué arte nació a la primera?, ¿qué hay que no se abrillante con el cultivo?, ¿por qué arrancamos los abrojos de los campos?, también los produce la naturaleza. ¿Por qué domamos los animales?, indómitos nacen. La máxima naturalidad es la perfección que admite la naturaleza. Un replanteamiento de ese método basado en no coartar la “espontaneidad”, que tan perverso acaba siendo para el desarrollo del alumno, quizá nos conviniera para lograr frutos sazonados, en vez de los bordes que actualmente salen de nuestros bachilleratos. Ahí es donde entra la rigidez del método, esa coacción que le permita al alumno saber que no “da lo mismo” cómo se han de decir las cosas, ni qué palabra se ha de emplear ni cuáles argumentos o ejemplos. Como bien señala Schökel: El arte no está en poseer las palabras, sino en usarlas; pero para usarlas hace falta poseerlas. Porque no hay arte que se ejercite sobre una materia que no se posee. Que en las escuelas usamericanas los niños aprendan ristras de palabras en los ejercicios de léxico en las clases de inglés aquí poco menos que se vería, supongo, como una agresión a la pedagogía activa o a alguna entelequia pedagógica de estas que van erosionando las mentes de los aprendices del aprender que nunca sabrán ni valorar ni aquilatar los conocimientos que puedan encontrar en su camino, al no haber tenido ninguno que les ayude a valorarlos, si es que consiguen identificarlos y hallarlos, por supuesto. En la base del método de Schökel se halla un esfuerzo personal que huya de la copia: Más vale un acierto mediano personal que un acierto pleno copiado, lo que el autor consigue creando en el alumno, mediante el método, una convicción: que el estilo es cuestión de trabajo, y de desarrollar un entrenamiento. La expresión, además de fruto del trabajo es, también, fruto de la vivencia personal, de la implicación existencial del alumno, porque, como dice Schökel: La vivencia determina su expresión. Ello exige, por lo tanto, una implicación del alumno a nivel sensorial, fundamentalmente, como nos ilustra Schökel con este hermoso ejemplo: El afán de la expresión adecuada puede provocar una nueva vivencia, o modificar, enriquecer, profundizar la anterior. (…) Si al alumno le exijo un sustantivo cualitativo de los ‘maizales’ le pongo en trance de vivir los maizales: y vivirá el verdor de los maizales (visual), el rumor de los maizales (auditivo), el vaivén de los maizales (motor), la paz de los maizales (afectivo), etc. El estilo es una elección.¿Qué pueden elegir, a día de hoy, nuestros alumnos? A duras malas penas les cuesta decir algo con casi absoluta impropiedad léxica y abundantes anacolutos y solecismos como para siquiera plantearnos que exista algo así como una “elección”.
         La columna vertebral del método de Schökel es la importancia que le dedica al fenómeno de la observación, de la atención: Si queremos que nuestros alumnos lleguen a escribir bien, desarrollemos en ellos la capacidad de observación. (…) Se puede mirar sin ver, se puede ver sin fijarse; que se acostumbre el alumno a mirar, ver y fijarse, Lo cual no supone ningún esfuerzo, sino sencillamente una costumbre. Saber mirar, como enseñaba Leonardo a sus discípulos a través de los desconchones de los muros en ruinas, de los que no podían apartar la vista hasta haber descubierto en ellos alguna “forma” reconocible, es uno de los grandes fundamentos de la enseñanza de la expresión. Claro que: preocupación, curiosidad y atención son tres cosas bastante enlazadas. El que llega a preocuparse por aprender a escribir, encuentra en esta preocupación y motivo que mantiene y dirige la atención. Y ahí desliza el autor una condición que fácilmente podemos elevar a conditio sine qua non para alcanzar el dominio de la expresión: aprender a escribir ha de ser una preocupación que ha de nacer en el alumno, que este debe sentir como una necesidad que ha de satisfacer a toda costa. Es evidente que algo así es mucho más fácil que se produzca cuando hay una valoración social de la expresión que premia el buen hacer, en vez de, como sucede actualmente, una complacencia en los más chabacanos y vulgares modos de decir, pero eso ya forma parte de lo que habría de ser parte indispensable del ecosistema escolar… El desarrollo de la capacidad de observación ha de hacerse siempre con vistas a la exactitud, la cual, para el autor, encierra mucho de la observación diferencial y es el gran remedio contra lo general y lo vulgar. La penetración nos permite descubrir esos matices imperceptibles a simple vista, esas riquezas sumergidas; puede convertirse en una fuente inmensa de novedad en una exposición, una argumentación o una descripción, por ejemplo.
         Como regla “áurea” del método, Schökel propone la confección del borrador: “No se olviden de hacer borrador, es obligatorio; al que no presente borrador no le juzgo la composición, y procuren que los borradores lleguen bastante sucios”, nos dice que solía repetirles a sus alumnos. Los docentes actuales, por el contrario, salvo honrosos casos cuya existencia me consta, por cercanía y amistad, creen que trabajar con borrador y perfeccionarlo hasta encontrar la obra acabada constituye una enojosa repetición que acaba “aburriendo” al alumnado. Parece mentira que no recuerden la poética de Lope: escuro el borrador y el verso claro, de la que se hace eco con tan excelente criterio Schökel.
         Me atrajo, cuando lo leí, el generoso capítulo que le dedica a la prosa de ideas, porque es lo que siempre trabajé con mis alumnos desde los primeros hasta el bachillerato: la argumentación. Para Schökel, como lo fue siempre para mí, incluso antes de hallar su manual: Lo primero es entendernos, lo primero es que las palabras representen honradamente nuestro pensamiento. Un enviado plenipotenciario no tiene derecho a defraudar la intención y el deseo de su soberano; y las palabras son mensajeros plenipotenciarios de nuestras experiencias personales. Su mayor deliro, la traición; delito de lesa persona. Pero ahí no se acaba la tarea, porque, una vez que los alumnos son capaces de distinguir lo que es una idea y de orientarse en el proceloso océano de las pseudoideas, las creencias, los dogmas, las falacias y hasta los disparates que pretenden hacerse pasar por ideas, es indispensable que tomen conciencia de que las ideas interesen e impresionen, que conviden a su lectura con una descarada propaganda de sí mismas; ideas con garfios que sujeten el texto a nuestras manos, ideas que nos dominan y nos obligan a leerlas, medio forzando nuestra libertad: esto es lo que necesita la forma literaria del pensamiento o estilo de ideas; la fórmula eterna de Horacio: Omne tulit punctum qui miscuit utile dulci, todo lo lleva de calle el que mezcla lo útil a lo dulce. A tales pensamientos les exigimos una sola virtud, la fórmula exacta, que es el contenido preciso del concepto sin añadiduras ni vestidos, ni deficiencias: la idea y la frase demuestran su identidad total. Llamaré a esta cualidad el arte de formular o el arte de definir, estrechando el significado de esta expresión. Horacio decía: Verbaque provisam rem non invita sequentur, las palabras seguirán dóciles a la idea meditada; pero exigía talento para ello: Scribendi recte sapere est et principum et fons, el entender es el principio y la fuente del bien escribir.¡Ah, “el entender”! Parece que ese desarrollo del entendimiento en los escolares no sea algo que afecte a los docentes, que no se pueda trabajar, construir, sino que “ha de venir de casa” y que el determinismo nos indica que unos lo poseen, incluso en alto grado, y que otros no van a acercarse a él aunque estén estudiando obligatoriamente cincuenta años… De nuevo, la alta misión gramatical a que están llamados tantos profesionales de la docencia del español  pospone objetivos tan elementales como el desarrollo de la comprensión, que solo se logra a partir de la lectura y el comentario “pormenorizado”, incluso frase a frase, del texto, como si de una clase medieval se tratase, en que iban palabra a palabra… Hay esfuerzos que, decididamente, se contemplan como cargas ingratas, cuando son, en puridad, aquellos que nos permitirán un auténtico desarrollo de las potencias intelectuales de los individuos.
         Es muy interesante la distinción que hace el autor entre la meditación y la divagación, pero más interesante aún es su exposición acerca de las clases de intuición que hemos de tener presentes para poder trabajar con los alumnos la expresión. Schökel, como ya vimos con anterioridad, parte de la vivencia de los alumnos, de la necesidad de esa implicación personal genuina que solo puede desarrollarse  cuando el  alumno tiene conciencia de la necesidad de aprender a expresarse con la mayor propiedad posible, algo que puede suscitársele sin poseer una brillantísima habilidad pedagógica, todo sea dicho de paso: Si tenemos una preocupación, aunque sea latente, por un problema, continuamente, en las lecturas y experiencias más diversas, estaremos descubriendo materiales y acaparándolos; en tiempo de guerra todo adquiere un valor militar, todo se moviliza; en la conquista intelectual todo recibe la orientación hacia el problema que preocupa. Los que no tienen experiencia en seguida dicen: no se me ocurre nada. Pero hay que insistirles: tened esperanza y seguid volteando vuestra nebulosa hasta que surja un planeta luminoso. Hay muchos estériles porque no saben vencer el esfuerzo con la esperanza; al no hallar la luz, abandonan la preocupación, levantan la incubación y la chispa que apuntaba recóndita no llega a estallar. Para lograr la revelación hay que estar polarizados; si abandonamos del todo la polarización y dispersamos nuestra luz, no lograremos nada nuevo. Voy a distinguir dos tipos de intuición: una más sencilla es una simple ocurrencia acerca del asunto que a uno le preocupa. A veces se confunde este tipo de intuición con el hallazgo de materiales. La segunda forma de intuición (…) nos da la clave de la ordenación; es la que nos dice por dónde hay que tirar, cómo hay que enfocar el problema; es la que le mandaba a Homero centrar toda la epopeya griega en la disputa de Aquiles a Agamenón. (…) Como toda intuición, es una mirada simple y directa sin raciocinios: en ella se contempla el conjunto sin mucho detalle, quizá las líneas generales del plan, a veces el conjunto preciso. (…) La intuición es un relámpago que ilumina todo el cielo un instante, sigue el redoble de los tambores del trueno y después hay que caminar con el recuerdo de la luz. La realidad de nuestros alumnos de 2015, frente a los de 1947, nos dice que los del “no se me ocurre nada” forman una compacta masa que, lejos de caminar por el sendero de la expresión con el recuerdo de la luz del chispazo de la intuición, caminan con la ceguera de los topos enterrados en la realidad anodina de los mil mensajes indescifrables entre los que habitan como girasoles que se voltean a la luz que más brilla, en puro tropismo vegetal, un sueño alucinado del que a duras penas los sacan lo único que entienden: los imperativos de percepción sensorial.

         El libro del alumno constituye un valioso repertorio de textos para comentario en el que aparecen fragmentos comentados de una nómina literaria incluso sorprendente, para el año y para la condición sacerdotal de Schökel, porque, junto a los clásicos hebreos y grecolatinos, aparecen casi todos los autores fundamentales del 98 y del 27, sin desdeñar la atención al presente del autor, puesto que aparece también una autora tan reciente en 1947 como Carmen Laforet. Y siempre, con la imprescindible presencia de los clásicos del Barroco o del Romanticismo. En conjunto, es una suerte de paseo por lo mejor de la literatura universal que permite comprender el nivel de los modelos propuestos a los alumnos de entonces, para envidia de los profesores de hoy.

Los espacios narrativos y fílmicos de "Querelle de Brest": Genet y Fassbinder.

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Espacio interior y espacio exterior en Querelle de Brest a partir de la novela de Jean Genet y la película de Rainer M. Fassbinder

             
Otro soldado, habiendo por azar caído de bruces en el combate, como el enemigo levantase la espalda para asestarle el golpe mortal, le suplicó esperase a que se hubiera dado la vuelta, ante el temor de que su amigo le viese herido por detrás.
                                                                                            Plutarco: Del amor


  LA NOVELA
         Querelle de Brestes una historia narrativamente compleja, y nada complaciente con el lector, en la que dominan los espacios interiores de la reflexión y los sentimientos frente a los exteriores que habitualmente suelen servir de marco al desarrollo de la historia. De los espacios reales exteriores que nos muestra la novela sobresalen tres núcleos principales: el mar, el barco, Vengador, y tierra firme: el puerto de Brest y, concretamente, dentro de éste, el prostíbulo La Fèria.
         Del mar podemos decir que lleva implícito de forma natural el amor y la voluptuosidad e irritabilidad femenina de sus aguas, que, a su vez, pueden considerarse simbólicamente como la parte femenina del ser humano, en contraposición a la parte masculina que representa la tierra firme, donde el comportamiento humano es más feroz, más agresivo. Los dos componentes claves del ser humano, en todas las culturas, la dualidad que representan lo espiritual y lo material, nos vienen dados en la novela por el mar como remanso de paz, de serenidad y de armonía del ser humano con la naturaleza. De hecho, el protagonista de la novela, Querelle, se siente liberado, gracias a él, de las presiones que le provocan todas las fechorías que comete en las ciudades donde atraca su barco militar, Vengador; en esos puertos por los que se mueven los marineros como un espacio físico donde lo común es transgredir las leyes de la naturaleza y de la moral.
         Podríamos decir que Vengador, la nave, representa el frame, o marco, donde el protagonista se siente a salvo y donde se desenvuelve con tal seguridad ante sus compañeros y su superior que adopta una personalidad muy distinta de la que muestra cuando baja a tierra, donde da rienda suelta a sus complejas pasiones y a sus más íntimos y turbadores deseos, tanto criminales como eróticos. El hecho de hallarnos ante un narrador omnisciente y, sobre todo, omnipotente, cercanísimo a la condición de autor, un narrador que mediatiza la creación de esos espacios, nos induce a pensar que incluso podríamos hablar de un único espacio en el que se inscribe la trama de la novela: la fértil y febril imaginación del narrador en cuestión.
La historia de Querelle, en realidad, surge del interior del narrador como una proyección de su intimidad irreductible; es él el que modela al personaje y quien lo explica, porque, como sucede con la mayoría de los personajes, excepto con el teniente de navío Seblon, ninguno de ellos es capaz de expresarse sin el auxilio que el narrador les presta. La incapacidad de los personajes viene dada por su falta de preparación intelectual, por su primitivismo instintivo que tanto seduce al narrador, quien se complace reiteradamente en las descripciones del espacio interior de sus personajes con una calidad poética, con un lirismo, dignos de destacar, y que expresan perfectamente su potentísima naturaleza.
La obsesión del narrador, nos dice él, consiste en llevar a Querelle dentro de él, en vez de estar él dentro de su personaje. Querelle se nutre del narrador, quien, a su vez, vive también a través de su creación. Esta dicotomía entre vida real y figurada no es sólo propia del narrador y Querelle, sino que se extiende a casi todos los personajes: uno a uno, desde el hermano del protagonista, Robert, hasta Lysiane, la patrona de La Féria (el burdel que se presenta como espacio nuclear en la novela, como veremos más adelante, junto con el presidio de Brest, ya abandonado en el tiempo en que transcurre la acción, donde se esconde el joven asesino Gilbert Turko), pasando por el inspector de policía Mario Dugas, Seblon o el confidente de  Gilbert, Roger; todos ellos, digo,  acaban exhibiendo el espacio inaccesible de su intimidad a través de la voz fidelísima del narrador, quien los recrea de una forma sorprendente e imaginativa.
Impresiona observar la capacidad del autor, Genet, para dar vida a este conjunto de personajes tan complejos al que, pese a su lirismo, ¡o acaso gracias a él!, el autor es capaz de definir a la perfección. Los personajes no sólo aparecen descritos desde una perspectiva realista que los dota de una verosimilitud absoluta, sino que, gracias a esa visión poética que está presente en toda la novela, podemos penetrar en las capas últimas de las motivaciones, los deseos y las ambiciones de todos y cada uno de ellos.
Tras la segunda lectura de la novela, con un considerable lapso de tiempo entre ésta y la primera, constato que su modernidad tiene que ver con la creación de ese narrador omnisciente de cuyo ser emana la creación, entre otros, del personaje central como una proyección que muestra el lado transgresor y violento del autor, en franco desafío a la estrechez mental, la hipocresía y la doble moral de la sociedad en la que le tocó vivir. No está de más recordar que al mismo tiempo que está considerado como una de las vacas sagradas de la literatura francesa, Genet estuvo en la cárcel en calidad de delincuente común. De hecho, su indisimulada reivindicación de la violencia como un acto poético, del crimen como una de las bellas artes..., tiene antecedentes literarios en Thomas de Quincey y en el surrealismo vanguardista de entreguerras, cuando, aún en sus comienzos, el gran Papa Negro del movimiento, André Breton, llegó a decir que el más perfecto acto surrealista sería coger una escopeta, salir a ala calle y disparar al azar contra la multitud.
Hay que destacar del narrador el planteamiento interactivo que establece con los destinatarios de la obra, pues del mismo modo que él reclama la paternidad del espacio interior de sus personajes, nos invita a los lectores a que nos sumemos a su labor  de creación: Nos gustaría que estas reflexiones, estas observaciones que los personajes del libro son incapaces de plantearse o formular, os permitan situaros no como observadores, sino como creadores de estos personajes que poco a poco se independizan de vuestros propios impulsos. De ahí el uso habitual de la primera persona del plural, que nos sirve, de un lado, para convertirnos en copartícipes de esa creación literaria y, por otro, para exteriorizar ciertos fantasmas transgresores que reprimimos por miedo a reconocerlos como parte fundamental de nosotros mismos. Desde esta perspectiva, así pues, Genet plantea Querelle de Brestcomo una liberación a la que nos invita a sumarnos.
En la medida en que la novela es de ambiente portuario, los personajes relacionados con el mar, la descripción de los espacios ciudadanos precisos se ciñe a la parte de la ciudad por donde se mueven los personajes, y el puerto es, sin duda, el principal de ellos. Este espacio exterior está íntimamente relacionado con los espacios interiores de los personajes.
Según el narrador, Brest es una ciudad dura, sólida, con presidios en desuso de arquitectura grandiosa, construida en granito de Bretaña. En su dureza está anclado el puerto. Si Brest es ligero, ello se debe al sol que dora débilmente sus fachadas, tan nobles como las venecianas. Esta oposición entre la virilidad del puerto y la femineidad de las aguas se convierte a lo largo de la novela en uno de los ejes temáticos, porque se traslada de los espacios físicos que sirven de marco a la acción a los espacios psíquicos de los personajes, donde estos conviven con sus conflictos.
También nos habla el narrador de que es una ciudad habitada por la niebla y el frío, llena de callejuelas estrechas y sombrías, y que sus casas, las paredes y los techos parecen flotar en dicha niebla. Es un espacio simbólico donde aparentemente no ocurre nada, pero, en realidad, bajo esa niebla existe un submundo en el que los personajes se ven inmersos en acciones delictivas, en amores prohibidos, en situaciones límites: asesinatos, robos, comercio clandestino de estupefacientes..., y todo ellos protegido por ese telón invisible que forma la niebla.
Entre estos espacios físicos reales destacaremos los dos que tienen un carácter nuclear, pues en ambos se desarrolla la acción que compone el eje central de la novela: el burdel La Féria y el presidio. La Féria es el punto de encuentro de casi todos los personajes. Al describirlo, el narrador tiende a destacar todos los elementos que simbólicamente estrechan la relación con la novela. Por ejemplo, la puerta del burdel, de gruesos cuarterones recubiertos de hierro y erizados de largas puntas de metal reluciente, permite a los usuarios, estibadores y obreros del puerto, convertirla en el emblema de la crueldad que acompaña a los ritos del amor, lo que es, en realidad, el gran tema de la novela: la indisolubilidad del amor y la violencia, su trágica fusión. Para la patrona de La Féria, Lysiane, el espacio del burdel es, por una parte, como un castillo feudal y, por otra, la puerta cerrada a cal y canto que la convierte en una perla oceánica entre los nácares de una ostra capaz de abrir y cerrar sus valvas –la vulva metafórica- a su antojo, lo cual, atendiendo a la blancura inmaculada de su cuerpo, revela la congruencia existente entre la percepción feudal de La Féria que tiene madame Lysiane y la descripción de la ciudad de Brest como una ciudad rodeada de murallas muy anchas, compuestas de un foso profundo y un terraplén plantado de acacias. El foso se halla atestado de maleza, de zarzas, de ciénagas y sembrado de mojones. En cambio, La Féria, con sus salones tapizados de cuero dorado, lleno de espejos y de grabados que responden al tópico del burdel “lujoso”, lugar de excepción donde los personajes pueden “cambiar de mundo” o, al menos, comprar la ilusión de poder hacerlo. El burdel se convierte en espacio nuclear para el protagonista, Querelle, pues en él hace negocios y busca consuelo erótico, con el marido de madame Lysiane, a sus propias penas y remordimientos por los asesinatos que, en Brest y en otros puertos, ha cometido. En La Féria, además, se inicia la pelea a muerte con su hermano Robert, lucha cainita que rememora el conocido pasaje bíblico, cuando el nada ejemplar amante de Lysiane se rebela contra la realidad inasumible de que su hermano es un puto.
Son pocas las descripciones de los espacios físicos reales que se hallan en el texto, en relación con las abundantísimas secuencias reflexivas y narrativas, y cuando aparecen suelen estar estrechamente relacionadas con la trama, pues el espacio exterior a los personajes adquiere una cierta condición romántica que se manifiesta en el hecho de que se nos ofrezcan, esas descripciones, como proyecciones del agitado mundo emotivo de los protagonistas. Así sucede, por ejemplo, cuando, tras asesinar al marinero Vic, el bosque se convierte para Querelle en un prodigio de suavidad, dorado por un sol misterioso en el interior de un aire oscuro y claro (...) en cuyo vientre se tejía la luz de todos los despertares. O cuando Querelle decide ayudar a Gilbert Turko con la intención de cargarle su muerto, de delatarlo para que el ambiguo obrero polaco cargue con los dos, con el de Querelle y con el suyo: Al penetrar en el presidio Querelle se sintió aliviado por el miedo y la responsabilidad que iba a asumir. Mientras caminaba sin decir palabra al lado de Roger, por el sendero, sentía brotar en él los cogollos -y abrirse al punto las corolas por todo su cuerpo, al que llenaban de aromas-  de una muerte violenta. Florecía de nuevo a la vida peligrosa. El peligro le aliviaba, y el miedo. En su espacio interior, así pues, se produce una metamorfosis vegetal que indica que la violencia y el miedo son en él tan naturales como el crecimiento espontáneo de las flores, lo que pone de relieve la fusión de su mundo interior con el mundo exterior.
De la muralla hemos de trasladarnos al presidio abandonado, lugar donde se refugia Gilbert Turko, el obrero polaco, después de haber asesinado a Théo, su capataz, compañero de trabajo y albañil como él, quien trataba de conquistarlo sexualmente, al tiempo que lo ridiculizaba ante el resto de la cuadrilla a su cargo. La descripción comienza por el doble escudo de Francia y Bretaña, motivo ornamental que el narrador compara con las dos mitades de un huevo fabuloso puesto por Leda, tal vez después de haber conocido al Cisne y conteniendo el germen de una fuerza y de una riqueza sobrenaturales y naturales al mismo tiempo. Por otro lado, los mojones encadenados en el interior del presidio se ofrecen al lector como antítesis de los propios presidiarios que allí fueron guardados y a los que esa contemplación aliviaría en parte su propia condena.
Como ocurre con las calles de Brest, los caminos que rodean  el presidio también son estrechos: entraron en el estrecho camino abierto entre el muro del presidio y la explanada que dominaba Brest, donde se halla construido el cuartel de Guépin. Se trata de una estrechez simbólica, sin duda, del calvario por el que han de pasar los personajes, a vueltas con sus conflictos interiores, que les producen angustia y desasosiego, y, por otro lado, una calma y felicidad singulares. Dentro de la general tendencia simbólica del narrador a la hora de enfrentarse a la descripción de los espacios, ciertos rasgos valorativos en las descripciones, al estilo del detalle de las piedras viscosas y negras del muelle, definen la atmósfera de predestinación hacia el fracaso, hacia la tragedia, que en la imaginación de Querelle se resuelve en la sala asfixiante donde ha de dictar sentencia el tribunal que acaso algún día lo juzgue por sus muchas fechorías. Es tan evidente esta tendencia, que podemos considerar el presidio como el espacio punitivo interior que se hace presente cuando se transgrede cualquier ley de la sociedad y de la naturaleza.
El otro espacio fundamental utilizado para la historia de Querelle y su superior, el teniente de navío Seblon, es el barco, el Vengador. El barco se ofrece como marco de referencia y de actuación donde se describe el sensibilísimo espacio interior de Seblon, que se convierte en narrador autodiegético: lleva a cabo un diario como sustituto de la acción seductora que le gustaría protagonizar respecto de su subordinado Querelle y a la que nunca se atreve. Seblon se va consumiendo en su propio deseo, imposibilitado de saltar la barrera del miedo al rechazo. En el espacio real del barco, en su camarote del puesto de mando, vive Seblon su conflicto interno, originado, básicamente, por el sentimiento de la presencia dominante, en él, de una acusada femineidad, lo que le lleva a verse y juzgarse como la encarnación de la debilidad y de la fragilidad. Esa visión negativa de sí mismo le produce una profunda tristeza y le incita a compensarla con una actitud severa hacia sus subordinados, para no trasparentar lo que, según él, conduciría a que le perdieran el respeto que le deben; actitud que incluye, incluso, la renuncia a sonreír. En ese espacio de voyeurprivilegiado, Seblon se recrea en su mundo interior de ensalzamiento y admiración de la belleza masculina. El espacio subjetivo que crea Seblon es percibido por él como su morada y espacio vital, libre de las enojosas presiones externas, un espacio que acoge lo mejor de sí mismo.
Como ya hemos dicho con anterioridad, el grueso de la novela refleja los espacios íntimos de los personajes. Las secuencias reflexivas se suceden casi ininterrumpidamente y nos permiten adentrarnos en la intimidad de los protagonistas para descubrir su compleja y ambigua vida interior. De ahí que las descripciones de espacios exteriores sean tan escasas y que, cuando aparecen, sirvan de marco a los acontecimientos de la historia, si bien no están exentas de una función simbólica evidente, pues muy a menudo esas descripciones reflejan, en realidad, los mundos interiores de los protagonistas de la novelas.
Finalmente, de la estructura de la novela, lo que ha interesa a Genet ha sido, sobre todo, ofrecernos la individualidad de unos personajes en torno a la presencia mítica de Querelle de Brest, el gran seductor, la irresistible tentación, el hombre afortunado por excelencia, libre, autónomo, para quien no existen barreras morales dignas de respeto.



LA PELÍCULA

         Querelle (1982), de Rainer Maria Fassbinder, fue el último film de este destacado cineasta alemán. El guión es del propio director y se trata de una libérrima adaptación de Querelle de Brest, de Jean Genet. La fotografía corrió a cargo de Xavier Schwarzenberger. La música la compuso Peer Raben. Los intérpretes principales fueron Brad Davis, Franco Nero, Jeanne Moreau y Laurent Malet.
         Al analizar los espacios que sirven de marco al desarrollo de la acción de la película de Fassbsinder llama, sin duda, poderosamente la atención la opción del cineasta de recrear los espacios físicos para situar la acción en unos decorados que no esconden, antes bien al contrario, su condición de tales, pues desde los primeros planos de la película, con la aparición en el mismo campo visual de la cubierta del barco Vengador y la entrada al burdel La Féria, observamos ya, en la muralla del puerto, dos columnas que enmarcan el  lienzo de muralla tras el que se abren las puertas del burdel, dos columnas que no son otra cosa que dos falos gigantescos con sus correspondientes testículos pétreos; todo ello con la apariencia de construcción en vulgar cartón piedra que se ofrece a la contemplación del espectador como una propuesta escénica cuyo sentido no es fácil de interpretar, a mi juicio. Estas mismas columnas priápicas las traslada a otros escenarios del puerto, como si fueran un leit motiv visual que acentúa la dimensión erótica que afecta a los personajes y a la trama en general. En la novela de Genet se alude permanentemente a la solidez, a la fortaleza y a la virilidad de los personajes como valores positivos, opuestos a la fragilidad emocional de los homosexuales afeminados o pasivos. En la película de Fassbinder, sin embargo, esos conflictos entre ternura y dureza se desarrollan en un escenario que representa la impostura, como es el cartón piedra del decorado respecto a los muchos espacios rocosos, graníticos y sólidos que aparecen en la novela. A la sensación de espacios irreales que consigue Fassbinder con los decorados, en vez de haber optado por escenarios naturales de cualquier ciudad portuaria, Brest incluida, ha de unírsele, a mi juicio, el particular uso de la iluminación que, con sobreabundancia de tonos violetas, anaranjados, amarillos, ocres, verdes y azules crea unos ambientes en los que los personajes tienden a perder realidad, ya que, en cierta manera, los difumina, circunstancia que impide verlos con los perfiles nítidos propios de sus biografías individuales. Da la impresión de que también los personajes sean de cartón piedra, a juzgar por el extremado hieratismo de su actuación, con lo que quizás Fassbinder haya querido transmitir la sobreabundancia de secuencias reflexivas que hay en la novela, suprimiendo, de paso, un buen número de acciones externas de los personajes.
El espacio del burdel, al que se dedican un buen número de secuencias de la película, en modo alguno se ajusta a lo descrito en la novela. De hecho, la puerta de cristal grabado, con recargados adornos de búcaros y flores, de pésimo gusto, a mi criterio, no contiene la fuerza, el simbolismo que posee en la novela, con aquella evocación del dolor asociado al placer que ven en ella los trabajadores del puerto, ya que al ser de cristal se abre al exterior por una comunicación visual que suprime completamente la concepción de un espacio-fortaleza, tal y como se explicita en el texto de Genet. Otro tanto ocurre con el espacio en el que Querelle consuma el asesinato del marinero que le ha ayudado a desembarcar la mercancía, el triángulo de muralla arbolado en el que aparece un pozo donde Querelle se purifica, más que se lava, de su acción homicida. La composición del espacio, con la falta de realidad natural de los elementos que lo componen: piedras, suelo, árboles y muralla, excepto el agua del pozo, incide en esa atmósfera de irrealidad y ritualismo que estamos comentando. El espacio nuclear del barco, representado por su cubierta y el puesto de mando desde el que Seblon fantasea sus imposibles aproximaciones eróticas a Querelle, se recorta contra el fondo del escenario, un fondo constituido por un cielo de color amarillento convertido en un gran telón que parece que oprima la escena en vez de abrir un espacio de libertad, como si la vida se hubiera reducido a los límites de un estrecho escenario teatral. Esta sensación de ahogo, de opresión, es la que predomina en la puesta en escena de Fassbinder, porque incluso las calles estrechas y llenas de transeúntes, la cubierta del barco, atestada de marineros, el barracón de Gilbert Turko, lleno de compañeros, o el burdel, en permanente agitación y bullicio, comunican esa sensación de la falta de espacio vital, de libertad; sensación que incluso llega a percibirse como un determinismo que ha marcado a fuego el destino de los personajes.
Del otro espacio básico, por su valor de contraste, que es el mar, se ha producido en la película una supresión casi total, pues sólo aparece físicamente en dos ocasiones y, simbólicamente, en el pozo del lugar del crimen, donde Querelle se purifica, aunque no se trata de agua de mar, por supuesto. Indirectamente, sin embargo, es permanente el cabrilleo de las aguas, el reflejo luminoso que se agita en la superficie del decorado y, a menudo, en los personajes, como si las luces ambiguas de las aguas marinas, al modo del salitre, se convirtiera en una suerte de pátina adherida a los personajes, indicando, acaso, el verdadera espacio al que pertenecen sus destinos.
El presidio donde se entrevistan y enamoran Querelle y Gil, que en la novela es un espacio potente, inmenso y abandonado, casi ruinas románticas señoreadas paradójicamente por el fantasma pusilánime y orgulloso de un perseguido por la justicia, es a los ojos del espectador desconcertado un espacio de papel, y queda reducido a un estrecho pasillo de cartón piedra en el que con dificultad parecen moverse los protagonistas; un reflejo, en definitiva, de esa asfixia que los consume y los determina. Antes de que Roger, el hermano de la enamorada de Gil y confidente de éste, le diga a Querelle que puede pasar a ver al fugitivo, Querelle aparece en un plano medio, vestido con un abrigo largo abierto, recortado contra un cielo entre amarillento y anaranjado, que recuerda la aparición “angelical” de Bruno Ganz en la maravillosa película La marquise D’O. Se trata en Querelle, como ya sabemos, del rostro angelical de Lucifer, el gran seductor, pero el gran traidor también.
La pelea callejera tiene lugar en una calle casi única en la película y en la que siempre la profundidad de campo nos permite apreciar una moto aparcada –del mismo modo que lo hace, más tarde, delante del bar donde Turko matará a su capataz, quien cae, por cierto, en brazos de sus subordinados como un Cristo descendido de la cruz-; una moto cuyo valor simbólico pudiera ser, además de la evidente figuración fálica, el de la libertad a la que nunca acaban subiendo los personajes. La pelea se convierte, además, en una danza ritual, medio interrumpida por una procesión en la que se recrea el camino crístico del Gólgota  con la cruz a cuestas, irrupción que se acerca, estilísticamente, al esperpento, no sólo por la anacronía, sino por la curiosa divinización de sentimientos marginados y anatematizados desde siempre por la religión católica , y también por los acompañantes travestidos que componen más una parodia que propiamente un motivo de reflexión. Estamos en presencia, así pues, de una transformación casi teatral de la novela de Genet, en una interpretación hecha por Fassbinder con total libertad respecto del texto original, además de con la deliberada voluntad de crear una estética gay tópica, y en la que desempeña una función básica la ritualización que preside el desarrollo de los hechos, como ocurre muy evidentemente en la pelea bíblica de los dos hermanos, precedida por su primer encuentro en el que se abrazan para golpearse los flancos como dos boxeadores hermanados por años de disputas constantes de un título que nunca acaba de decantarse por uno u otro de los contrincantes.
A mí no me ha gustado la propuesta de Fassbinder. Desde el comienzo, la intensidad emocional y la calidad lírica de la novela son sustituidos por un planteamiento casi de película porno que, afortunadamente, no llega a materializarse. Con todo, buena parte de la estética de la película, como ya he señalado en el análisis del espacio, sí que obedece a la mitología tópica de un mundo exclusivamente homófilo. Desde los torsos esculpidos hasta las devotas admiraciones silenciosas de los enamorados platónicos –Franco Nero me recuerda a Gustav von Aschenbah, el músico protagonista de Muerte en Venecia, la película de Visconti–, pasando por la vestimenta tipo comunidad gay de San Francisco de Mario, el inspector de policía, quien, sin embargo, poco después, en el decurso de la investigación de la muerte del capataz de Turko, aparece vestido al más puro estilo de la policía de paisano de la Gestapo alemana; o el símbolo fálico de la moto de gran cilindrada, ¡y no hablemos ya de las dos columnas de la muralla, tan explícitas!

En definitiva, todo en la película respira un aire a tópico que desnaturaliza el relato, convierte en pasta de cliché a los personajes y acaba distanciando al espectador. Solo cabe recordar la parodia de Lysiane en la película imitando una canción de cabaret alemán de los años 20, papel muy diferente del que le asigna Genet a la patrona del local y que, en la película, la siempre admirabilísima Jeanne Moureau saca adelante a duras penas. Finalmente, la atrevida identificación de Turko y el hermano de Querelle, que confirma el incesto entre ambos hermanos, peregrina idea que conmociona y estimula eróticamente a Lysiane, hasta el punto de unirse al coro de quienes desean a Querelle, es un añadido que complica en exceso la trama y traiciona la novela de una forma truculenta. Se ahí que una de las escenas finales, con la revelación, a través de las cartas del Tarot, de que Robert no tiene ningún hermano se convierta en un pegote añadido que en nada beneficia a la película, fría como ella sola, a pesar de la intensidad erótica que preside el texto de Genet.

Dietarios: Gimferrer vs Vila-Matas

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   Cuando las comparaciones no son odiosas: Los dietarios de Gimferrer y Vila-matas


Es imperdonable, y me empeño, sin embargo, en pedirlo, que cuelgue una entrada de esta extensión, lo que la hace apta únicamente para intelectores incondicionales de este Diario o para seguidores fervientes de los autores sobre los que escribo. He intentado jibarizar, para mantener sus rasgos identificativos, un ensayo académico que se extiende a lo largo de más de 400 páginas, y no sé si lo habré conseguido. En cualquier caso, júzguese por lo que valga. (Releerse es siempre doloroso, de ahí que la poda más que un sufrimiento haya sido un lenitivo…).

Rasgos definitorios de lo diarístico como la perspectiva afectiva, el carácter fragmentario, la limitación temporal, la voluntad de estilo personal y la ficcionalización del Yo nos obligan a encuadrar inequívocamente el subgénero como parte indiscutible de la  Historia de la Literatura.  “Llevar un diario” es la afortunada expresión canónica que empleamos para la actividad de la que estamos hablando, pues, más allá del sentido dinámico del verbo llevar, ‘transportar algo de un sitio a otro’, el uso nos remite directamente a los verdaderos significados etimológicos de la palabra levare: ‘aliviar’ y ‘levantar’, dos conceptos que definen a la perfección dos rasgos idiosincrásicos del diario: a) aliviar la soledad, la desazón o el desengaño de quien lo lleva; b) levantar un espacio propio. El diario es el espacio del encuentro de uno consigo mismo, o con quien el diarista se inventa como tal. Una especie de singular locus amoenusdonde somos, en cautiva libertad, el místico pájaro solitario de San Juan que no consiente compañía.
Cuestión polémica acerca del subgénero diarístico ha sido la existencia, o no, dentro de él, de dos manifestaciones distintas: el diario y el dietario. La diferencia máxima entre ellas suele asociarse al carácter íntimo del primero y el carácter éxtimo, podríamos decir, siguiendo a Unamuno, del segundo. Vicente Huici, después de señalar los puntos en común que tienen diarios y dietarios, señala con precisión lo que los opone:

Los dietarios (...) vienen a ser la otra cara de la moneda. En los dietarios –muchos de ellos denominados, no obstante, diarios– quien escribe se difumina, los acontecimientos de su vida tan sólo son una excusa para hablar de los temas más diversos y bajo las formas más insólitas. Quien escribe un dietario se sitúa sucesivamente en diversos lugares del mundo que describe y, en medio de esa peregrinación discursiva y referencial, la empatía se produce sorpresivamente (...) Por eso el autor o la autora de dietarios a veces parece muy próximo y en otras ocasiones muy distante y hasta casi inhumano.

La división fundamental que buena parte de la crítica ha trazado: intimidad/intelectualidad marcaría los terrenos propios y exclusivos de ambas manifestaciones autobiográficas. Y ello hasta el extremo de negarle a los dietarios la condición de diarios. “Diario externo” denomina  Girard al dietario, lo que lo asimila, solo en parte, a las memorias, si bien éstas del dietario lo son de índole intelectual, más que de nuestra intervención en el mundo. Anna Caballé, sin embargo, resalta la dificultad de deslindar con precisión ambas formas de escritura, pues no es difícil, ni extraño, que seres extremadamente literaturizados acaben considerando parte de su intimidad el mundo de referencias culturales en el que viven inmersos, en el que respiran y del que se alimentan como otros hacen lo propio en el de la trivialidad y la vulgaridad cotidianas.
Los dietarios de Pere Gimferrer y de Enrique Vila-Matas, escritos en catalán y en castellano respectivamente, son dos obras que merecen cuidadosa atención crítica no sólo por la importancia objetiva de ambos escritores, sino porque ambos se inscriben en una tradición, la de los Dietarios escritos en Cataluña, cuyo ejemplo más destacado lo constituye El Quadern gris de Josep Pla, unánimemente reconocido como uno de los grandes hitos de este género autobiográfico en las literaturas peninsulares. 
Tanto Dietaricomo Dietario Voluble cubren una extensión temporal de 4 años. La obra de Gimferrer, publicada en El Diario Catalán se extiende desde el 6 de octubre de 1979 hasta el 14 de marzo de 1982. En ese periodo aparece un total de 227 entradas de una extensión equivalente, pues se ajustaban a un espacio periodístico fijo. Seix Barral publicó el primer volumen, con el nombre de Dietario, en 1981, que incluía los textos escritos desde el 6 de octubre de 1979 hasta el 18 de mayo de 1980, y el segundo, titulado Segundo Diario, en 1982 con el resto, desde el 29 de mayo de 1980 hasta el 14 de marzo de 1982. La obra de Vila-Matas se extiende, por su parte, desde diciembre de 2005 hasta abril de 2008, con un total de 240 entradas de muy desigual extensión: desde varias páginas hasta las breves líneas de un aforismo. Dicha obra apareció publicada, cada domingo, en el suplemento Cataluñadel diario El País. [Nota pertinente: Por mor de la comparación entre ambos autores, y por el tribunal académico al que iba dirigido el ensayo, he usado la pésima traducción al castellano del Dietari de Gimferrer, lo que me parece un pecado de lesa lectura.]
Si la oposición fundamental entre diario y dietario es el carácter íntimo del primero frente a la naturaleza intelectual o ensayística del segundo, qué duda cabe de que D y DV se ajustan a la perfección a éste y se alejan mucho de aquél. Si, por otro lado, la crítica señalaba la difuminación de quien escribía en aras de los temas tratados, o el predominio de lo intelectual y lo atemporal, como corresponde al ensayo, tanto D como DV parecen escritos con la plantilla de tales presupuestos teóricos, sobre todo por la ausencia, aunque no total, de lo afectivo, algo que, según Girard, ha de ser presencia determinante en el diario íntimo.
Convencidos de que pertenecen inequívocamente al subgénero de los dietarios, es preciso señalar que la individualidad (y a veces también, pero no necesariamente, la originalidad) que el género de la diarística exige se impone sobre cualquier coincidencia formal o temática. D y DV son muestra bien elocuente de la decisiva importancia de esa impronta individual, porque hay un verdadero abismo conceptual y expresivo entre ambas obras. Podríamos  hablar, incluso, de “retórica mayor” y de “retórica menor” para juzgarlas, sin que ello implique mayor o menor demérito, sino mera constatación de una y otra aspiración y de una y otra formación.
Una de las principales diferencias entre D y DV es el abanico temático de uno y otro dietario. No sólo son diferentes los cánones artísticos que ambos manejan, sino, sobre todo, el acercamiento crítico a los mismos. Vila-Matas se aparta en contadísimas ocasiones del mundo literario en que vive recluido como Juan Ramón Jiménez dijera de sí mismo en su célebre aforismo: “Yo tengo escondida en mi casa, por su gusto y el mío, a la Poesía. Y nuestra relación es la de los apasionados”. Si sustituimos poesía por literatura, habríamos completado una definición estricta de la actitud de Vila-Matas hacia el fenómeno literario. El mundo temático de DV está formado, en esencia, por lecturas, teorías metaliterarias, turismo literario, conmemoraciones, congresos, premios, ferias del libro, críticas literarias, esbozos de narraciones, relaciones con otros escritores y escritoras, etc.
Pere Gimferrer  no tiene un mundo dietarístico tan “cerrado” como el de Vila-Matas, quien parece representar el título de Marsé: “Encerrado con un solo juguete”, tanto en su dimensión abstracta, como en la encarnación que de ésta supone la biografía del propio Vila-Matas; sino que abre su Dietario a los cuatro vientos de la mejor tradición literaria universal y viaja con su curiosidad biográfica, ética, histórica, política, cinematográfica, pictórica, literaria, etc.,  por una geografía tan extensa como intensa es la vivencia de los retratos que nos ofrece con admirable precisión estilística, aunque haya en esto sus más y sus menos, desde el punto de vista de la retórica.
En el mundo temático de D la cultura occidental está privilegiada, y cabe en ella, a diferencia de lo que ocurre en Vila-Matas,  la cultura catalana, a la que Gimferrer le dedica una notable atención, como parte fundamental de su propia tradición literaria. No se ha de olvidar, por supuesto, que la diferente lengua en la que están escritos ambos dietarios, el de Gimferrer en catalán y el de Vila-Matas en castellano, ubica cada obra en una “literatura nacional” distinta, sobre todo para quienes, amantes a ultranza de la filogénesis, se empecinan en valorar el adjetivo, nacional, frente al sustantivo, literatura.
Con todo, tanto en DV como en D, pero sobre todo en DV, no hay mención de la realidad, de cualquier aspecto de ella, para la que no aparezca ipso facto un referente literario cuya función habitual es la de ennoblecer la realidad, darle el único sentido posible, puesto que ambos ven la realidad con una mirada que se ha forjado en la experiencia literaria, lo que condiciona su experiencia vital.
La afición a lo biográfico y lo autobiográfico podría darse por descontada en personas que escriben diarios o dietarios, pero no siempre es así. Esa afición permite comprender la consolidada tendencia de Vila-Matas a la creación de  personajes cuyas biografías se presentan con tal grado de veracidad que inducen, en muchas ocasiones, al error de apreciación de los lectores ingenuos sobre la condición real o inventada de esos personajes, lo que refuerza notablemente la ambigüedad que preside el discurso literario de Vila-Matas, fundado en la desintegración del sujeto, en la imposibilidad de discriminar los límites entre la ficción y la realidad del mismo.
Gimferrer, que no alude en D a ninguna tradición personal de llevar un diario, se confiesa un enamorado de las memorias, autobiografías, epistolarios y otras manifestaciones del género. A diferencia de Vila-Matas, sí que es plenamente consciente de participar en una tradición a la que él se suma con humildad pero con ambición. No ha de extrañar, por lo tanto, que Gimferrer le dedique una entrada-homenaje a lasConfesiones de San Agustín, paradigma del género autobiográfico, en la que manifiesta, no por teoría elaborada, sino como réplica de lector a la interpelación del texto la suerte de anonadamiento en que le deja la indagación personal del escritor africano:

Pero ¿cómo escribe este hombre? ¿Es realmente posible escribir así? (...) No: no se puede escribir así. No: escribir así no es escribir. Este hombre, más que escribir, nos ataca allá donde él mismo ha sido antes agredido, es decir, en las capas más profundas de la conciencia. Habla desde el fondo de la individualidad, brutalmente al descubierto, encendida como una herida abierta (...) Resulta difícil leer muy de seguido las Confesiones, y no porque la tensión desfallezca en ningún momento, sino porque es tan fuerte que puede resquebrajar las defensas del lector, como el resplandor de una excesiva claridad que, aparte de deslumbrar, quema. Y es aquí donde la prosa del converso roza las invocaciones imprecatorias de poetas como Rimbaud o Lautréamont. En un grado extremo de incandescencia, la palabra poética se convierte en palabra mística.

Desde ese planteamiento, Gimferrer no puede hurtarse a la reflexión obligada sobre el género en que ha decidido ejercitarse, porque sus dietarios tienen mucho de doble ejercicio estilístico, narrativo y ensayístico, como se demostrará al traspasar el modelo compositivo del mismo a una obra de creación como su novela Fortuny.
El autor sabe que en el dietario “se hace una especie de retrato por persona interpuesta: la persona que nace por el acto reflexivo de escribir un dietario”; y no ignora el hecho importantísimo del desdoblamiento que se produce en el plano de la enunciación: el narrador del dietario es quien nos revela, quien descubre la cara más recóndita de nuestra verdadera intimidad, por más que antes lo hayamos nosotros alumbrado a él. Con todo, y más allá de esa abismación propia del género, juego de espejos inevitable en género tan solipsista como el autobiográfico, hay otro retrato que emerge, también “por persona interpuesta”, a lo largo del dietario, puesto que la selección de ciertos autores y de ciertos rasgos personales o artísticos está declarando abiertamente la identificación del autor con los mismos.
Los presupuestos retóricos de Gimferrer y de Vila-Matas a la hora de construir las entradas de sus dietarios son tan diferentes como sus propias personalidades o la obra de creación de cada uno. Y lo son porque, tanto en el método de composición de D, como en el de DV, podemos apreciar la concepción artística de cada uno de ellos y sus inclinaciones expresivas, bien hacia el lenguaje neutro, apegado a lo conceptual, que leemos en Vila-Matas, bien hacia el riquísimo y sensual lenguaje lírico que utiliza Gimferrer.
Vila-Matas utiliza el yo de forma enfática, usa un lenguaje coloquial y refiere sucesos propios; propios, además, de la literatura de vanguardia, que se adecua perfectamente a la mentalidad transgresora del autor. Él mismo deviene los límites de su propio mundo autorreferencial, en el que se mueve con la comodidad de quien pisa terreno recorrido hasta la saciedad. El arranque coloquial implica, a menudo, un registro que, como procedimiento retórico, frecuentará Vila-Matas en todo el dietario, a pesar de que lo alternará con otros registros de diferente naturaleza; si bien esa campana temática y retórica bajo la que vive recluido parece que le haya impedido acceder a la diversidad de registros y a la polifonía de idiolectos que conviven en la sociedad.
El caso de Pere Gimferrer es bien diferente, porque el narrador usa más la tercera persona y habla de objetos en principio externos a él, pero con los que el narrador mantiene una relación tan estrecha que el solo hecho de que formen parte de su mundo de intereses consigue revelar no poco de la personalidad de quien escribe.
Ser consciente de la literaturización de la vida en el instante mismo de ser vivida es, también, una notable característica del dietario de Vila-Matas, y explica la confusión deliberada que el autor practica en sus textos y la ambigüedad resultante, cuyo único objetivo es hacer dudar al lector de la propia existencia del autor: nada le complace tanto a Vila-Matas como que se tomen por ingeniosa fabulación los únicos episodios verídicos de su biografía o de la de otros, debidamente trasplantadas a la ficción.
Gimferrer, por su parte, concibe sus entradas como calas poéticas en realidades cuyo prestigio cultural exime al autor de tener que dar explicaciones sobre la elección de las mismas. Aunque se trate de un canon personal, no es menos cierto que se trata, igualmente, de un canon ampliamente compartido. ¿Qué hay de personal, entonces, en la visión de Gimferrer? En primer lugar su modo retórico de acercarse a esas realidades, con una técnica compositiva muy depurada, y, en segundo lugar, el hecho de tratarse de una vivencia personal de la obra o la vida de esos autores, no de un frío análisis académico, aunque mucha las conclusiones a las que llega tengan, por descontado, un alto valor hermenéutico, si bien el autor no se ajusta a modelos críticos concretos, y basa el apreciable valor de sus juicios en sus experiencias humana y lectora, unidas a una poderosa intuición y a una feliz capacidad de síntesis.
Corolario del método que el autor ha ido creando paulatinamente, entrada tras entrada, es la importancia del presente como tiempo privilegiado de la acción, de lo representado. El tiempo histórico, así pues, se detiene, queda en suspenso: sólo existen esos instantes que sirven para ilustrar, iluminar o explicar una vida, de ahí que, a la hora de escribir, el autor lo haga desde una perspectiva plástica que asemeja las entradas más a la representación gráfica que a la narración propiamente dicha, lo cual está en relación con el privilegio que Gimferrer otorga a la mirada a lo largo del dietario y que, en bastante menor medida, hallamos también en Vila-Matas.
El narrador como mirón es un personaje recurrente en ambos dietarios. Se deriva de ese enfoque un uso privilegiado de la descripción en el Dietariode Gimferrer, mientras que la descripción está prácticamente ausente del Dietario voluble de Vila-Matas, quien rara vez recurre a ella. Incluso podríamos hablar de un dietario descriptivo y otro narrativo, como rasgo caracterizador básico de uno y otro, pero quizás cometiéramos un reduccionismo injusto. En justa correspondencia con el ciceronismo que vertebra los conatos de narración, o mejor dicho, las descripciones de Gimferrer, la primera persona del plural se convertirá en la persona habitual de muchas entradas, siendo sustituida a veces por la tercera persona impersonal del verbo haber para marcar la rotunda presencia de seres u objetos, volviéndola independiente de su relación con el tiempo o con las personas o cosas que las rodean.
En resumen,  Vila-Matas se plantea su DV como una suerte de reino del capricho en el que presta atención desde lo más relevante a lo más nimio, como que le dé por “recopilar (...) nombres de personas nacidas el año en que nací”; y Gimferrer mantiene una exigencia temática frente a la que no retrocede en ningún momento, ni siquiera cuando habla de ciertos temas que pueden ser considerados banales, como el entrenador de fútbol Helenio Herrera, las  Olimpiadas o los matrimonios de la corte monegasca. Vila-Matas se deja arrastrar por sus ventoleras, sus caprichos, sus hartazgos, sus explosiones de ira o de arrepentimiento o de nostalgia sin siquiera reconsiderar si están o no, expresivamente, a la altura de sí mismo y de su obra, de cuya “altura” tan orgulloso se muestra. Gimferrer establece un modelo compositivo y ajusta a esa “plantilla” los más dispares asuntos, siempre con un nivel expresivo que entra de lleno en lo poético, no sólo por la adjetivación, sino por la propia concepción de la entrada, tal y como acabamos de explicar.
Vila-Matas se nos presenta en DV como una persona atenta a lo que le rodea social, política y artísticamente, además de todo aquello que le acontece como persona; mientras que  Gimferrer se refugia en D, desde el comienzo, en una evocación de tiempos pretéritos, con contadas incursiones en el pasado inmediato y contadísimas en el presente, y solo en rarísimas ocasiones desciende desde esa perspectiva de la alta cultura al humilde teatro de lo cotidiano para interesarse por algo que ataña al común de los mortales, si bien las reflexiones de Gimferrer sobre la Historia, el Poder y la Tiranía se realizan siempre a partir de hechos históricos concretos, algunas veces cercanos al dietarista.
La preocupación política de ambos se manifiesta de forma diferente también. Mientras Vila-Matas se identifica como un intelectual de izquierdas, sin compromiso concreto reconocido, pero con una profunda base ética y un evidente escepticismo respecto de la marcha actual de la vida política, Pere Gimferrer se identifica con los círculos progresistas y catalanistas a los que les gustaría haber podido saltar sobre el yermo de la dictadura franquista para enlazar con las épocas del noucentisme y la de la desgraciada Segunda República, la poderosa vida cultural de las cuales sigue siendo, en Cataluña, la referencia más importante, una suerte de Edad de Oro de la cultura catalana que no pudo tener la continuidad que le hubiera permitido desarrollarse en igualdad de condiciones con cualquier otra cultura.
En ambos dietarios se perfila, también, un autorretrato de sus autores, si bien de muy distinta naturaleza, como no podía ser de otro modo. Vila-Matas, llevado por su admiración hacia los escritores “borrados”, invisibles, exhibe su necesidad íntima de dejar de ser quien es y “convertirse en un autor distinto al que siempre fue: un autor que sería como un lugar, como una realidad nueva, como una ciudad inventada: un lugar donde uno pudiera sentirse plenamente anómalo, forastero, alejado, aunque con casa propia.”
En el caso de Gimferrer, sólo a través del retrato de los integrantes de su canon edifica el autor su propio retrato. Las entradas de D no sólo son un autorretrato, sino también una suerte de extraño bildungsroman y, por supuesto una poética. A través de las numerosas descripciones biográficas que Gimferrer introduce en su dietario comprobamos el carácter de íntimo autorretrato que se desprende de ellas, como cuando habla de Lautréamont: “Sí: Ducasse –es decir: Lautréamont; es decir, Maldoror- era eso. Un muchacho callado, sin encanto físico, cerrándose en sí mismo y aferrándose al recuerdo -¿ensueño?- de un mundo anterior, más puro.
Aun a riesgo de atomizar excesivamente la comparación de ambos dietarios, creo oportuno retomar una característica del autorretrato de cada uno en la que coinciden ambos autores: el privilegio que le conceden a la mirada. Como dijimos líneas atrás, ambos son auténticos voyeurs, mirones contumaces, cuya relación con el mundo es la de quien aspira a observar sin ser visto, de ahí el ansia de Vila-Matas en su DV por dejar de ser quien es y la falsa posición discreta de cicerone manipulador que adopta Gimferrer  en el suyo .
El sentido de la vista está privilegiado en ambos dietarios respecto de los demás, que raramente aparecen. En Gimferrer, cuando practica el noble arte de la descripción, un recurso literario casi en trance de desaparición, a juzgar por su ausencia en la narrativa más reciente, aparecen manifestaciones de los otros cuatro sentidos, si bien de modo muy dosificado; en Vila-Matas, por el contrario, todo es visión y, sobre todo, a falta de intuición, intento de intelección.
La afición contemplativa forma parte indisoluble del autorretrato de Pere Gimferrer, quien podría definirse a sí mismo como un gran veedor, en su prístina acepción primera del DRAE: “Que ve, mira o registra con curiosidad las acciones de los otros”. No son pocas las entradas en las que Gimferrer plantea el tema de la complejidad de las miradas, de los diferentes puntos de vista que se solapan, cruzan, suplantan, enfrentan o ignoran; y entre los ejemplos clásicos de las mismas no podía faltar, por supuesto, en un cinéfilo declarado como él, una referencia a la escena de los espejos de La dama de shanghai, de Orson Welles.
Ver con ojos ajenos, pues, meternos, a través de la mirada, no en los demás, sino en el modo de mirar de los demás, es, para Gimferrer, la total empatía, la fusión auténtica con el otro al que se admira o al que se venera. Títulos de entradas como Mirando una foto son ilustrativos de la pasión voluptuosa con que Gimferrer lo escruta todo. En ésta en concreto, destaca, al final, los ojos de Montgomery Clift –pues la foto en cuestión que observa es la muy célebre que reunió a tres personajes que estaban, los tres, próximos a su muerte: Marilyn Monroe, Clark Gable y Montgomery Clift, quienes actuaron juntos en TheMisfits (Vidas rebeldes, en castellano), de John Huston–; ojos a los que les dedicará una entrada para destacar el poder de representación, de interpretación, que puede haber sólo en ellos, sin necesidad de otros recursos dramáticos como la voz, el gesto y el movimiento.
Lo literario lo he desglosado en dos subapartados: La poética y el canon,  para tener una visión clara y ordenada del tema, dada su importancia en ambos dietarios, pues conforman más del 75% del total de las entradas en ambos. Los dos escritores se inscriben en el canon occidental y comparten no sólo la tradición literaria universal, sino también la de la literatura en lengua castellana.
Con todo, D es un claro exponente de su voluntad de inserción en la cultura catalana o, como deberíamos decir más propiamente, de la cultura catalana en lengua catalana, puesto que la catalana es una cultura bilingüe, y tanto forman parte de la cultura catalana Juan Marsé como Pere Gimferrer, y Quim Monzó como Enrique Vila-Matas. De hecho, el propio Pere Gimferrer tiene obra catalana en catalán y obra catalana en castellano.
Dentro de ese intento de enraizamiento en una tradición cultural, en Gimferrer destaca sobre todo la influencia de un poeta al que él profesa enorme admiración: J.V.Foix, autor, por cierto, de un dietario titulado Diari 1918 en cuya fuente estilística ha bebido con provecho Pere Gimferrer, a juzgar por los paralelismos que hay entre ambas obras, sobre todo en lo tocante al descubrimiento de un léxico que se aparta notablemente del uso coloquial tradicional y que sitúa la obra de Gimferrer en la estela de la estética noucentiste, tras los pasos de Carner –de cuya prosa periodística, recogida en Les bonhomies i altres proses, no es menos deudor Gimferrer que de la de Foix– y de Riba.
En la medida en que un dietario se escribe desde una perspectiva intelectual, es previsible que sus autores reflexionen en sus dietarios sobre algo que les toca creativamente muy de cerca: su poética. A lo largo de las páginas de ambos, es frecuente la aparición de reflexiones sobre esa poética desde la que conciben no sólo su obra literaria, sino incluso el propio dietario que escriben. Tanto Vila-Matas como Gimferrer son pródigos en análisis y manifestaciones de sus puntos de vista sobre el fenómeno de la creación, y de ahí surgen dos poéticas con inevitables puntos de contacto, pero de muy diferente naturaleza, porque Gimferrer se centra, sobre todo, en la poesía y  Vila-Matas en el proceso creativo de su prosa.
Probablemente las mejores páginas de Gimferrer sean aquellas en las que sin excesivo artificio retórico el autor reflexiona sobre su condición de poeta, escritor, dietarista, cinéfilo  o persona ilustrada. Una entrada como El porqué de la poesía es un ejemplo de lo anterior, porque en ella se elucida una singular “teoría del instante” como fundamento de lo poético que, curiosamente, coincide con una elucubración parecida de Vila-Matas, si bien Gimferrer se centra en el fenómeno poético.
Como auténtica “epifanía”, pues, concibe Gimferrer el alumbramiento poético. A su manera, hay una suerte de raíz becqueriana en esa apología de la inspiración, pero si en Bécquer se aliaba ésta con la forma para darnos el poema, en Gimferrer se alía con el tiempo, para revelarnos la clave de la temporalidad que nos habita, la fugacidad que habitamos.
Gimferrer lo reitera en diversas entradas: la captura literaria del instante es lo propio del arte literario, y esa captura justifica la existencia de la literatura. Lo extiende, además, más allá de la literatura, a la pintura y, sobre todo, a la fotografía, arte al que el poeta catalán es tan aficionado.

Como el poema, la fotografía es un arte del instante. ¿O quizá más bien un arte de la intemporalidad? ¿Es un arte de retener el instante, de convertirlo en intemporal? (...) La palabra, victoriosa, ha rescatado al hombre del tributo ominoso que paga al tiempo.

Vila-Matas, por su parte, sin desarrollar en DV la teoría sobre los instantes, parece comulgar con ella desde la sentida añoranza del proyecto no llevado a cabo por Lichtenberg: Autobiografía de instantes. A ello ha de sumarse su admiración por obras como la de Georges Perec: Tentativas de agotar un lugar parisino, en lo que éstas tienen, precisamente, de “biografías de instantes”, teniendo en cuenta el punto de vista fijo del observador.
La concepción ética del acto creativo que consiste en una autointerpelación mediante personajes interpuestos no está lejos de los fundamentos de las poéticas de ambos dietaristas, quienes colocan su yo, o las máscaras, ficciones o extravíos del mismo, en el centro de su interés creativo: escribir es escribirse, o inscribirse... Sucede en Gimferrer, por supuesto, quien ya vimos que se retrataba en el quehacer –¡y hasta en el imposible *queser!– de tantos autores en cuyo espejo se mira como un auténtico doble que aspira a independizarse de quien le da el ser del reflejo; y, con mayor intensidad, ocurre en Vila-Matas, quien tiene como piedra angular de su aspiración narrativa desaparecer y emerger, desde dentro de sí mismo, como un doble cuya característica sea la de no parecerse en nada al original, sin dejar  de ser él, claro está.
Vila-Matas, desde su declarada posición heterodoxa defiende los auténticos valores literarios frente a la literatura de consumo o bestsellerista, y  establece un canon heterodoxo muy distinto del de Gimferrer. Coinciden en tres nombres: Pessoa, Kafka y Musil que, a pesar de pertenecer, inequívocamente, a la intimidad de los cenáculos literarios minoritarios, van adquiriendo poco a poco condición de clásicos incontestables, “domesticación” que les hace perder, en no poca medida su condición heterodoxa, si bien, como ocurre con los auténticos clásicos, cada nueva generación puede renovar aquel mensaje desafiante a los patrones y valores literarios establecidos.
Desde Artaud hasta Benjamin, pasando por Bukowsky, Debord, o Michon, Vila-Matas siempre está atento a todos aquellos autores con los que puede establecer una relación íntima, personal, bien porque son lo que él podría haber sido o habría deseado ser, bien porque su coincidencia estética y ética con ellos es total, como ocurre con Sebald, con Ribeyro, con Pavese, con Cèline, con Onetti, con Walser, Wittgenstein o con Nietzsche. Hablamos de autores con una cierta “perturbación” en forma de monomanía o de neurosis obsesiva y con una naturaleza individualista y misántropa que va bastante más allá de los límites que la sociedad tolera como tales. La imagen de Vila-Matas escondido literalmente en las habitaciones de hoteles en ciudades extranjeras, jugando a odiar compulsivamente durante un desplazamiento aéreo o del paseante que, entreviendo la posibilidad de un encuentro no deseado, busca escondrijo o huye despavorido, habla bien a las claras de que, más allá de los presupuestos literarios o filosóficos que pueda compartir con esos “heterodoxos”, hay una sintonía vivencial que decanta al autor hacia determinados escritores.
En Gimferrer, por el contrario, los autores en los que fija su atención, como Kafka, Pessoa, Hölderlin, Lezama, Pound, Sade o Genet,  forman parte del reducido elenco que han supuesto una renovación literaria  indiscutible y, por supuesto, canónica, en el sentido tradicional del término, esto es, en el de aquellos autores que forman parte ya de los clásicos de esta o aquella lengua y, por ende, de la literatura universal. Desde ese punto de vista es importante destacar el elogio que hace Gimferrer de un autor como Lautrèamont/Ducasse a quien, por ejemplo, Vila-Matas ni siquiera menciona, quizás  porque, a su parecer, se trate de un autor absorbido por las “fuerzas conservadoras” de la cultura, lo que conlleva una pérdida de capacidad transgresora que lo vuelve inservible para el canon heterodoxo, como, sin duda, habrá considerado que ha ocurrido con las grandes figuras de la Vanguardia: Breton, Tzara, Marinetti, Apollinaire, Jarry, etc. Con todo, no olvidemos que esa filiación vanguardista de Vila-Matas parece incluso haberse renovado tras su obligada afiliación al club de los abstemios, como él mismo confiesa en las páginas de DV:

En mi nueva vida –porque creo en los últimos meses, ayudado por la abstinencia que ha seguido a mi colapso físico, estar llevando una nueva, o al menos más serena, vida– me interesan mucho los seres que logran mantener o recuperar la despejada mirada hermosamente infantil sobre las cosas, del mismo modo que me interesan los escritores de estilo o pretensiones vanguardistas que tratan de hacer tabla rasa de la gran rigidez de la tradición acumulada e ir en busca de percepciones nuevas, del gesto casi infantil que devuelva al arte la facilidad de realización que tuvo en sus orígenes.

Por lo que hace a la presencia, en ambos dietarios,  de los clásicos stricto sensu,  la diferencia es abismal: no existen para Vila-Matas, quien vive ajeno a ellos, con la excepción de Erasmo, si bien a través de la lectura que de él hace Cooetze; y aparecen los justos y necesarios en Gimferrer: Heráclito, Lucrecio, Petronio, Ovidio, Agustín de Hipona, Spinoza, Dante, Virgilio  y Tasso. Ahora bien, la intensidad con que aparecen estas presencias eternas, por escasas que sean, en la prosa de Gimferrer refleja un valor autobiográfico muy estimable  para conocer no sólo la visión que tiene Gimferrer de aquellos autores, sino, la imagen de los tales que calca al milímetro la verdadera personalidad del dietarista.
El canon de autores en lengua castellana es, también, muy diferente entre ambos autores. Vila-Matas está más atento a la contemporaneidad, a la que Gimferrer parece darle la espalda; y éste bucea en personalidades que parecen del todo insignificantes para Vila-Matas. En éste apenas hay referencias que vayan más allá, hacia atrás en el tiempo, de la Generación del 98, con la excepción claro está de Cervantes –aunque no aparece éste como reflexión directa sobre él, sino como simple cita nominal–, pues es Baroja el autor más “antiguo” al que hace referencia. En Gimferrer, sin embargo, desde Quevedo o Bernal Díaz del Castillo hasta José Ángel Valente, pasando por Espronceda, Larra, Clarín, Darío o Cernuda, la nómina de autores en lengua castellana por los que se interesa conforma una suerte de estudio diacrónico de casi toda nuestra tradición literaria, si bien en esbozo, naturalmente, pero con presencias poco habituales en las plumas de autores del estilo de los presentes, tan representantes de la modernidad exquisita, como puedan ser Carolina Coronado, Rosalía de Castro, Moratín o Nicasio Álvarez Cienfuegos.
La reflexión sobre la Historia y el Poder salpica las páginas de D en estrecha relación con la experiencia vital de su autor, aunque ésta sea el recuerdo que, de niño, tuvo de los conflictos sociales que “alteraban” la paz franquista y mostraban las primeras fisuras del régimen fascista. El autor recuerda la huelga de autobuses del 51, en Barcelona; y, del año 55, al iniciar el bachillerato, nos recuerda el autor que se editó El poder cambia de manos, de Milosz, cuyo protagonista es un traductor de Tucídides. Los tiempos antiguos y el presente se hermanan y se solapan, porque la Historia tiene esas paradojas. De la lectura Gimferrer destaca la función de resistentes de los intelectuales, quienes preservan la libertad en el estudio y la recreación del pasado. En la figura de esos intelectuales es donde se reconoce a sí mismo el propio Gimferrer: del mismo modo que a los otros les sorprende el despotismo abismados en los clásicos; a él, atento a la elucidación del mal de la Historia, al desgarro del mal encarnado en el Poder, su reflexión le sorprende en la práctica cotidiana de su dietario: la patria de su libertad.
Barcelona aparece en D y DV elucidada desde una triple vertiente: social, histórica y simbólica, y ocupa un lugar importante en las entradas de ambos dietaristas, aunque no se compadezca esa importancia con la extensión real que ocupa en las páginas de los dietarios. La vivencia directa de la ciudad convierte las entradas en la que hablan de ella en auténticos momentos íntimos dentro de los dietarios, lo que los acerca al tronco –el diario íntimo– del que se separan, los dietarios, como  airosas, como vistosas ramas.
         La principal queja de ambos autores, o en la que ambos coinciden, tiene que ver con la cada vez más acusada falta de personalidad de la ciudad, convertida en un parque temático gaudiniano a la mayor gloria y disfrute de las hordas turísticas que campan por ella con un protagonismo ofensivo. Para Gimferrer, la degradación de Barcelona es, simbólicamente, la degradación de la propia cultura catalana, el reconocimiento de la imposibilidad de asumir una “normalización” que, deseada desde el fervor patriótico, choca con la realidad, otra “normalidad” de no menor entidad que aquella que se aspira a instaurar como única expresión de un pueblo cuya heterogeneidad, cuya pluralidad, ha de llevar forzosamente a replantear no pocos conceptos que se han vuelto casi abstractos, a fuerza de distanciarse de lo real.
         Es un tema, el de la ciudad de Barcelona, en el que Vila-Matas se encuentra cómodo, porque desata su vena agresiva y se complace en trazar el retrato solanesco de una realidad que no sólo le incomoda, sino que lo azuza, incluso, para cambiar de residencia. El autor se instala, por ejemplo, en un cruce del Paseo de Gracia y, sumido en un estatismo casi “quietista”, a lo Miguel de Molinos –convencido, además, por su megalomanía, de que levanta las sospechas de la policía por permanecer quieto en un mismo punto durante más tiempo de lo que podría ser tenido por normal–, levanta acta de lo que ocurre a su alrededor, algo así como una versión actual de uno de los  “sueños”  quevedescos:

Pasa de pronto ese carcamal que, con un pearcing en la polla como única indumentaria, pretende imponer a los demás la tiranía visual de su propio asco. Veo poco después al alcalde Hereu, que sale de Radio Barcelona y saluda sonriente hasta al último transeúnte que pasa por allí, aunque –lástima– no parece que haya visto al mastuerzo en cueros (...) Pasan de golpe, Paseo de Gràcia arriba, un sinfín de turistas en calzoncillos, seguidos por una caravana completa de trileros, lateros, talibanes en bicicleta, carteristas y rumanas con niño drogado.
        
Resulta curioso observar cómo Gimferrer, tan transgresor él en su poesía primera, adopta el punto de vista del tradicionalista –casi del “cronista de la ciudad”– que ve amenazada una realidad cultural que no pertenece sino a la ilusión de “lo que podía haber sido”, de lo que  “deseaba que hubiera sido”, o de lo que “alguna vez, en lejanos siglos, pudo haber sido”. Esa actitud de “resistente” la asume Gimferrer desde la identificación con una “alta cultura” catalanista que está a años de luz de poderse volver a repetir por la falta de substrato que sirviera de terreno fértil en el que sus relevos pudieran germinar, florecer y dar frutos tan cumplidos como los de los autores que él evoca en su dietario, una nómina selecta que ya recogimos en páginas anteriores. Barcelona es una ciudad cosmopolita, abierta y plurilingüe, en la que el uso del catalán, según las estadísticas no llega probablemente ni al 45% de su población. No es, por tanto, una base muy brillante para que cuaje un relevo “natural” de dichos autores. Incluso el propio catalán de Gimferrer, como el de su venerado maestro, Foix, tienen algo de producto artificial, de artefacto brillante construido a espaldas del habla popular y sin apenas relación con lo que los románticos llaman “el genio de la lengua”.
A Vila-Matas y a Gimferrer les separan muchas cosas, como ya hemos visto, pero quizá la más singular sea la del cultivo del estilo, el uso de la lengua, las habilidades retóricas. Ahí sí que se abre casi un abismo entre ellos, un abismo perfectamente acorde, no obstante, con los planteamientos literarios de uno y otro. Recordaré que, a pesar de la satisfacción con que Gimferrer parece recibir el testigo diarístico de manos de Josep Pla, en la última entrada del libro, su estilo está casi en las antípodas del del escritor ampurdanés, pues el recargamiento léxico y sintáctico se mueve más en la onda del de su muy admirado y querido poeta J.V. Foix.
Así pues, nos hallamos ante dos modos de expresión radicalmente enfrentados. Por un lado, el de Gimferrer, de tendencia recargada que abusa de la doble y triple adjetivación, entre otros recursos de los que hablaremos a continuación; por otro, el de Vila-Matas, sencillo y transparente como la prosa periodística, lleno, además, de giros manidos y usos inconcebibles en un autor de su categoría literaria, si bien ello no se debe en modo alguno al marco genérico, el dietario, en el que aparece, sino que forma parte consustancial de las limitaciones expresivas del autor, más dado a la reflexión que al oído, más nutrido de tradición literaria que de la experiencia viva de la lengua.
Son harto frecuentes los desniveles expresivos de Vila-Matas a lo largo del libro. Lo que podría entenderse como “riqueza de registros” también puede entenderse como limitación expresiva, y me inclino por la segunda posibilidad cuando uno ha de leer frases como: “Fue en octubre, hace exactamente veinte años. Lo recuerdo como si fuera ahora” o usos como el del epifonema: “¡Vaya viaje!”, para concluir el relato de sus padecimientos renales en Buenos Aires.  El rechazo que me provocan expresiones supuestamente creativas como la doblemente usada del “deseo de ser piel roja y volver cabalgando –muy rápido– a casa” y  “deseos de ser piel roja y de continuar estudiando a Escher”, cae, por supuesto, en la más arbitraria de las subjetividades; pero ese tipo de expresiones tiene todo el aire de la boutadepropia de un sentido del humor muy peculiar, el de quien, casi por principio, hace de la exhibición de la misantropía y de la exquisitez de las referencias culturales que usa un vistoso timbre de orgullo. Se trata de expresiones que quieren cuajar como hallazgos verbales, como cuando del arte de regalar libros sostiene que “tenga su lado salvaje”, afirmación que nos remite enseguida a aquellos celebérrimos “limones salvajes  del Caribe”, del desodorante Fa.
         Ocurre mutatis mutandis lo mismo con cierta retórica muy vilamatiana, en la que hay tanto de identidad expresiva como de afectación retórica. Me refiero a expresiones del estilo de “El cine pasó definitivamentea un segundo plano en mi vida cuando empecé a adentrarme en los interiores literarios” (las cursivas son mías; la cursilería, del autor), en las que se advierte un maximalismo y una conceptualización pomposa que revelan una suerte de expresión cuasi religiosa, porque la literatura es, para Vila-Matas, una divinidad a la que tiene hecho voto de imperecedera devoción existencial. No hay más que recordar la expresión  “alta literatura” –repetida hasta cuatro veces en el dietario–  o su gemela, “alta lectura”, para confirmar esa actitud aerostática de la que venimos hablando.
La visión superficial de la realidad se acentúa, por otro lado, con las expresiones que la describen, como cuando descarga su ira contra la vulgaridad de sus conciudadanos, manifiesta en el odio que profesa hacia “el sudor de las suegras despatarradas por las arenas del circo de las playas”, entre otros. En ambos casos, Vila-Matas apenas trasciende el tópico y se refugia en él, ¿por pereza?, ¿por limitación? No obstante, a veces Vila-Matas acierta con el tono y la expresión, cuando, como una herejía respecto de su mundo religioso de la literatura, se acerca a la revelación de lo auténticamente íntimo:

Y es más, me llega de golpe la impresión, a modo de súbito destello, de que cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien: todos somos vulnerables, nos sentimos solos, tenemos muchos miedos y necesitamos mucho afecto.

La prosa de Gimferrer, frente a la de Vila-Matas, tiene manifestaciones muy diversas y un mayor número de matices. Parece adecuarse al tema que trata y ajusta, en consecuencia, su expresión al mismo, ya sea mediante la descripción  solemne, la narración morosa y reflexiva, la sobria especulación filosófica o la sentenciosa prosa barroca, como cuando nos dice de Lautréamont que es el tipo de poetas que “dicen con las palabras del infierno la nostalgia del paraíso”. La prosa del Dietario se articula en torno al uso, y abuso, del adjetivo. La doble y hasta triple adjetivación es una de las características fundamentales –por fundadoras– del modo de concebir el género que tiene Gimferrer. Valgan los siguientes ejemplos: “onda gris y grave”, “mar violento y hosco”, claridad muelle y líquida”, “día desapacible y gris”, “gorrión indeciso, inesperado y fugaz”, “furia poderosa y momentánea”, “mar visible, luminoso y plácido”, “mar gótico y bárbaro y gélido”, “soledad muy amplia y fría”, etc. El exceso, no obstante, juega, a veces, malas pasadas, como en: “Hay dos que exhiben un sombrero amplio y estólido”. Teniendo en cuenta que “estólido” significa ‘necio’, no parece que nos hallemos ante el adjetivo idóneo para un sombrero. Ese posible error se habrá debido sin duda a la profusión adjetival que “fincha” el texto hasta casi hacerlo reventar. Esa suerte de ebriedad léxica es la que, muy posiblemente, lleve al autor al uso de expresiones que caen dentro de lo incomprensible, como: “hay catedrales que postulan el azur” o “no es una barca como las otras. Tiene toda ella extraños bastimentos: caballete, pinceles, colores, trebejos de pintor”.
         Junto a excelentes ejemplos de prosa bellamente articulada, compuesta con una capacidad arquitectónica que revela el sólido dominio del lenguaje que tiene el autor, hay pequeños descensos de gusto que apenas llegan a ensombrecer levemente la luminosidad de un libro tan ecléctico como apasionante. Me refiero a detalles mínimos que bien podría el autor pulir en alguna posible edición futura del libro. Una comparación, por ejemplo, como “noche negra, negra como las fauces de un lobo” es, desde luego, impropia de quien alcanza tan deslumbrantes niveles expresivos. O un desliz tópico y amanerado como “los acordes tenues del otoño y la entrada lóbrega del invierno”. De otra naturaleza son ciertas reiteraciones expresivas de las que no parece ser consciente el autor, como la insistencia en la imagen de la maza con la única variación léxica del puño: “El gran puño amoratado y cerrado del invierno”; “la pesadez de maza del corazón del verano”; “el sol es aún la gran maza que golpea y arde”, “bajo el mazazo del delírium tremens”, “el verano nos halaga, pero con una maza nos da un golpe que nos quiebra la testa”.
Un punto absolutamente chocante del libro es la deficiente traducción del mismo, emborronada por catalanismos tan evidentes como “nuevo de trinca”, que es traducción literal de nou de trinca, que debería traducirse por “flamante”. A este ejemplo se suman muchos otros, hasta completar una nómina deturpadora que sorprende por su extensión y por su intensión: “De muy cerca”, traducción directa de de molt aprop;  *“desueta”, traducción literal de desuet, en vez de “desacostumbrada”, que sería la correspondencia exacta de la peregrina voz tomada de Carner; “bufando”, en vez del normativo jadeando; “torres” residenciales, en vez de mansiones o villas; “*de rechace”, en lugar de “de rechazo”; “si más no”, por si més no; *ensombrar, que ni siquiera es catalanismo, sino simple ignorancia del verbo adecuado “ensombrecer”. De igual manera, la traducción literal *“un otro yo” por un altre jo también testimonia la falta de esmero con que se abordó una traducción que, sin duda no ha sido leída por el autor. En la misma línea ha de consignarse la grafía “caravelas”, que sigue la ortografía catalana de caravel·les, como si el libro no hubiera tenido corrector. Otro tanto ocurre con *pungente, invención con la que supuestamente se quiere traducir el punyent catalán, que se traduce por “punzante”, “penetrante”.
Mayor y más disparatada invención aún es la de la voz *invernía, “tiene la voz de invernía hosca del mundo industrial”, puesto que no siquiera se trata de una mala traducción, ya que no existe un *hivernia en catalán, aunque sí haya hivern, claro está. Se trata, parece, de un neologismo innecesario y artificioso, más propio de la escasa gracia del traductor para las equivalencias entre catalán y castellano, que de otra cosa. También en el plano sintáctico el traductor se deja llevar por las estructuras catalanas y las calca al castellano: “Un puerto mediterráneo –como ahora Génova”, que es traducción literal del com ara Gènova del catalán. Claro que la palma de los disparates se la lleva la traducción de un nombre propio como el de Josep Carner, que aparece como Carnero, en la página 301, aunque quizá se trate exclusivamente de una errata que debería, por sí sola, impulsar a Gimferrer a pedir “el secuestro judicial de la edición”… hasta que no se corrigiese. En el capítulo de las erratas, siempre gracioso y del que ningún libro se salva, llama la atención la muy hermosa de “acuñado por el sueño poderoso y lejano del agua del río”, en vez de “acunado”, que sería lo suyo. Errata debida al uso del dialecto catalán del castellano sería “berengena”, en vez del normativo “berenjena” dado que alberginia es el equivalente catalán. En cualquier caso, y dado el elevado número de errores y de erratas de la traducción de Basilio Losada, esta edición, aún sin corregir ni limar, parece desmentir, en el caso de Gimferrer, al menos, el célebre aforismo de Oscar Wilde: “Un poeta es capaz de sobrevivir a todo menos a una errata”. Y convendría que así no fuera. Los lectores saldrían ganando. Y el poeta también.

Breves escarceos a propósito de la “novela histórica”.

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 Mapa para el desengaño: la “novela histórica”, un género hipercartografiado  en el que siempre me pierdo… : Akhenatón. El rey hereje, de Mahfuz; El agua y la tierra, de Julio Murillo, y un equívoco: Las lobas de El Escorial, de Michel del Castillo.


         Vaya por delante que soy un pésimo lector de lo que se conoce como “novela histórica”, un género que linda con el best-sellery que tiene fervorosos seguidores, incluso organizados en clubes de lectura o plataformas digitales donde intercambiar noticias y experiencias. Dada mi adscripción cioránica por lo que a la concepción de la Historia se refiere, he de reconocer que nunca ha estado entre mis debilidades lectoras la de la “novela histórica”, aun a pesar de haber leído no pocos libros que acaso así podrían ser catalogados. La lectura recreativa de la Historia solo la entiendo en las obras clásicas del género, Jenofonte, Heródoto, Tácito…, y, curiosamente, aunque lo propio sería decir “tramposamente”, siempre he postergado la lectura de los EpisodiosNacionales de Galdós al día y hora en que acabara de reunir todos los volúmenes de la edición de Alianza Editorial.
De hecho, siempre me he preguntado el porqué de la existencia de ese subgénero novelístico tan precisamente delimitado y con tantos lectores asiduos; un género que excluiría, por ejemplo, Viva mi dueño, de Valle-Inclán ,  Flores de plomo, de Juan Eduardo Zúñiga, o la muy reciente y encantadora Riña de gatos, de Eduardo Mendoza, por ejemplo, a mi modesto entender.
Lo que entendemos hoy en día por “novela histórica”, tan publicitada, poco o nada de interés me ofrece, a pesar de reconocer las posibles bondades de su “factura” o el mayor o menor ingenio en el artificio de la trama a través de la que nos llegan los hechos históricos que se novelan. No sé si la correlación es justa o injusta, pero, a su manera, mi poco interés por esa novela histórica estándar se acerca al disgusto y la aversión con que sufrí unas pocas escenas de aquel engendro televisivo titulado El Ministerio del Tiempo, un disparate, ya digo, del que con no poco sufrimiento y vergüenza ajena pude soportar un capítulo sonrojante para ahora poder renegar de él con “conocimiento de causa”. He leído cuatro obras que me han salido al paso para poder reflexionar, a partir de ellas, sobre este fenómeno de la “novela histórica”, si bien he de reconocer que no las he leído con prejuicio ninguno, sino que el juicio me lo estoy formando en el acto mismo de escribir esta entrada para mi Diario. No he podido dejar de lado que leía lo que pudiera ser clasificado como “muestras” significativas del género, pero las he leído como leo cualquier otro libro, desde la entrega total y la necesidad de ser deslumbrado, aunque en esta hora de recapitulación las que se pueden considerar propiamente ajustadas al concepto de “novela histórica” se reducen a dos, la de Mahfuz y la de Murillo. El libro de Del Castillo caería dentro del supuesto género "crónica histórica", a medio camino entre la Historia tradicional sin pretensiones científicas y el reportaje periodístico, como el famoso Golpe mortal, sobre el asesinato de Carrero Blanco, escrito por Ismael Fuente, Javier García y Joaquín Prieto. La cuarta, que ni siquiera menciono en el título de la entrada, corresponde a La muerte de Virgilio,y su entidad novelística, al margen de subgéneros, la hace acreedora a una entrada aparte, que publicaré próximamente, si es que la devastadora emoción lectora que me ha deparado la novela no me ha dejado incapacitado expresivamente para hacerlo.
         Supongo que de este género sus lectores valorarán la fidelidad de la reconstrucción de la época escogida y la precisión y rigor de los datos históricos que la delimitan, algo así como los hitos que marcan los límites del territorio y que nos permiten sentirnos cómodos tanto en lo que conocemos, porque muchos van a leer aquello sobre lo que ya están muy informados, como en lo que nos llega por vez primera y sobre lo que no podremos ejercer el control verificador de, al menos, la verosimilitud. La fidelidad a los nombres, los usos, las costumbres, la geografía, el vestuario, los alimento, las bebidas, las instituciones, etc. Servirán, creo yo, para “animar” una época, para “levantarla” a ojos de los lectores como si se tratase de una película cuya puesta en escena ha sido llevada a cabo incluso con el asesoramiento de auténticos expertos, como hizo Menéndez Pidal durante el rodaje de El Cid, de Anthony Mann, por ejemplo, para ajustar la fantasía a la realidad, al margen de las licencias que normalmente se toman los directores, máxime cuando suele importarles un pimiento la verosimilitud histórica ante el poder de un argumento que, encarnado por los divos y divas de rigor, conseguirá atraer a los espectadores a las taquillas. La novela histórica, como género, tiene considerable antigüedad y no son pocos los autores que se han sentido “llamados” por ella, como le ocurrió a Flaubert con su púnica Salambó, una orgía descriptiva incomparable que a pocos lectores actuales de novela histórica estándar sería capaz de satisfacer, y no digamos ya la poderosísima creación novelística que es La muerte de Virgilio. Ambas obras, y son muchos los ejemplos que se nos ocurren, caen fuera de esa cartografía de la novela histórica de la que hablaba.
¿Qué es lo característico de las novelas históricas estándar? La desaparición del autor y la reducción del personaje del narrador a simple vehículo de transmisión de hechos y opiniones cuya elaboración jamás sobrepasa los límites que nos marcan, por ejemplo, las lacedemónicas frases de los guiones cinematográficos, tan solemnes, por lo general, que resulta imposible intuir en sus *profirientes una naturaleza humana aquejada por pasiones comunes a las de sus espectadores. Eso cuando la narración no se reduce, como sé por otros ejemplos distintos de los que aquí ilustran el subgénero, a superar la dificultad de contar lo que todo el mundo sabe y hacerlo con un estilo que tenga vedada la complejidad conceptual y no le plantee ninguna complicación al famoso “lector medio” que no suele ser ni medio lector.
         La novela de Mahfuz (autor de una auténtica joya novelística: El callejón de los milagros), Akhenatón, el Hereje, nos cuenta la historia del creador del monoteísmo en Egipto y se vale para ello de un recurso muy moderno, el del “periodista” que investiga acerca del personaje, entrevistándose con los principales “actores” de su breve reinado, y ello, mientras viajaba por el Nilo, a partir de la visión de la ciudad que el faraón hereje construyó como nueva capital del reino. La recomendación del padre, antiguo alto funcionario en dicho reinado, le permitirá al hijo disponer de una carta de presentación que le abra las puertas de las personas a través de cuyos relatos pretende obtener la imagen definitiva del faraón. L recomendación del padre será cumplida al pie de la letra: Sé como la historia, que escucha a todo el que habla sin inclinarse ante nadie, para luego entregar la pura verdad a los que observan. Con voluntad de rompecabezas, pues, el narrador nos va entregando las distinta versiones que nos permitirán, al final, construir la imagen que cada lector decida que se acerca a la verdad, porque las diferentes versiones nos ofrecen no pocas contradicciones sobre el personaje. Desde el prejuicio hacia su persona: Todavía recuerdo su figura repugnante… no era ni hombre ni mujer. Era débil hasta el límite de odiar a los fuertes, fueran hombres, sacerdotes o dioses. Se inventó un dios a su imagen y semejanza, débil y femenino, padre y madre a la vez, y le atribuyó una sola función: el amor, hasta el reconocimiento de su valía singular: No era un inspirado, como creían algunos, ni un loco, como creían otros, sino que gozaba de la gran astucia de los débiles y perversos, y supo representar bien su papel. Se imaginó que podía crear un mundo a su imagen y vivió, en efecto, en un mundo de su propia creación, sin ningún contacto con el mundo real: un mundo con sus propias leyes y tradiciones, con sus propias gentes, en el cual se erigió como único dios apoyándose en la magia que el trono le confería y en su poder sobre las almas. Por eso mismo, su magia desapareció al primer choque con la realidad. Su jefe de policía, por ejemplo, exhibe su perplejidad ante el nuevo orden social que propone el monoteísmo de Akhenatón y su devoción por un dios del amor, distinto de los dioses guerreros que, hasta ese momento, habían presidido las vidas de los faraones que lo habían precedido: Mahu, el jefe de la policía le recuerda al entrevistador, Miri-Mon, la orden que recibió de su nuevo faraón: Que tu arma sea a partir de hoy el amor. Enseña a la gente con amor como yo lo he hecho contigo, y quien no aprende con amor aprenderá con más amor… El mismo funcionario que marcaba la distancia entre el pasado y el presente en las costumbres de la realeza: Se paseaba en carroza real por las calles de Akhetatón en compañía de la reina sin la guardia, halando con la gente, rompiendo las tradicionales barreras entre el trono y el pueblo. La imagen, pues, de un visionario de confusa identidad sexual que descubre un dios único, que solo puede tener acceso carnal pleno con su madre y que defiende un sorprendente afán ecologista, manifiesto en su rechazo de la caza, forzosamente había de poner en cuestión los valores tradicionales imperantes, si bien la Historia documentada nada parece sugerir sobre la revuelta que acaba con él y con Nefertiti, cuya participación real en su reinado tuvo niveles desconocidos en la historia de Egipto, alejada de la esfera del poder.
         El agua y la tierra, de Julio Murillo, nos relata, a través de la invención del manuscrito “legado”, que no hallado, en el que se contienen las memorias de Esquilo sobre las famosas batallas de Maratón y de Salamina, en las que los griegos defendieron la autonomía de la Hélade frente a la ambición imperialista de los persas, así como su relato de la acción política de Temístocles, uno de los personajes más polémicos de aquella época, que acabaría, después de haber liberado a los griegos, a sueldo del emperador persa, si bien fue posteriormente rehabilitado y honrado como el gran arconte que fue, un visionario que descubrió en la fortaleza naval, contra todo pronóstico, la supremacía de Grecia. La novela de Murillo, perfectamente ambientada y salpicada por un humor irreverente y escéptico, muy de nuestro tiempo: Siempre he considerado que la política es el camino más corto a la corrupción. Lo creía entonces, y lo sigo creyendo ahora, una afirmación que tiene su confirmación en el reconocimiento de Temístocles: Tienes razón… -admitió-. Somos la peor ralea que camina sobre la faz de la tierra. Aun cuando buscamos el bien común, no conseguimos dejar de ser lo que somos: un hatajo de embaucadores elocuentes; tiene, sin embargo, un desarrollo moroso y prolijo que, a partir de la memoria autobiográfica de Esquilo, convierte a éste poco menos que en el espectador y al tiempo actor privilegiado de aquellos acontecimientos bélicos que se describen en la novela y de los que no se excluye, por supuesto, la gesta de Leónidas al frente de sus trescientos, de reciente adaptación cinematográfica-halterofílica, que tanto ha hecho por la promoción de los centros de fitness en Occidente. Ha de tenerse una sensibilidad específica para los “hechos”, para los acontecimientos “históricos”, para las “gestas” y cosas así, cuando se leen novelas de este tipo, porque cuando en ellas se destierra la psicología y se renuncia a la introspección y a la creación de personajes redondos, porque los escogidos han de ajustarse al dominio común que ha de compartir con los lectores, quienes en modo alguno quieren problemas que los aparten de releer lo que ya saben, al lector que busca una dimensión diferente de la sancionada por la Historia, el libro le acaba pesando en las manos. Es cierto que el autor se ha documentado a fondo, que no hay ni un solo dato que no haya pasado la criba del rigor histórico, que son frecuentes las expresiones que dotan a texto de “color local”, por más que a veces ciertos vocablos, que no aparecen en el léxico que se ofrece al final de la lectura, necesiten de una pequeña “investigación” para determinar la propiedad de su uso, como ocurre en Iban embozados en capas largas y ocultaban el rostro bajo amplias almocelas, donde almocelas vale por capa corta cuando el diccionario de la RAE exclusivamente la define como: “Saco con panochas para dormir los jornaleros”. Este tipo de novelas, que tantas frases exige para su desarrollo, no es precisamente el lugar adecuado para una reflexión sobre la vulgaridad de las expresiones y para una crítica de los “modos de decir” que nos saquen del adocenamiento expresivo del hablante corriente y moliente, de ahí que se dé por aceptable una ristra de lugares comunes que cumplen, como no puede ser de otro modo, una función narrativa de primer orden: impedir que el lector tropiece en los modos de decir, aunque para ello se haya de sacrificar lo propio del novelista: la invención lingüística, es decir, la crítica del lenguaje recibido. Hay, pues, una transmisión acrítica de muchas expresiones que jalonan el texto con hitos archiconocidos: Sobrevino un silencio como no recuerdo otro similar. Me dirigió una mirada que no he olvidado nunca. Es probable que algunos de nosotros no salgamos con vida de esta. Pero eso poco importa ahora, haremos lo que deba ser hecho. Secó el sudor que perlaba su frente y, tras llenar una crátera con agua fresca, reveló sus intenciones. (…) Ha llegado el momento de tomar decisiones. Todos teníamos los ojos humedecidos por la emoción y un nudo en la garganta. Et sic de caeteris. Sería injusto, sin embargo, si no recogiera los esfuerzos del autor por salirse de ese repertorio trillado a que obliga cumplir con los parámetros comerciales del género, y en ese haber del ingenio han de consignarse expresiones que acercan la novela al realismo mágico: En su marcha inexorable, esquilmarían la tierra. Y se beberían lagos y ríos hasta secarlos por completo, por ejemplo, o el rescate de algunas expresiones olvidadas y que bien merecen una nueva circulación entre nosotros: Ya sabes el dicho: de lo contado come el lobo. Hay, sobre todo en las novelas históricas de carácter bélico otro aspecto que a mí, como lector, me repele, pero que atrae a muchísimos otros: me refiero a la camaradería masculina, a esa suerte de “hombruna sociedad secreta” que me hizo imposible degustar una película como Master and Commander, aunque aprecio sus valores estéticos cinematográficos, y que me deja indiferente ante la aventura de Leónidas y sus trescientos. Se trata de un mundo lleno de valores machistas que en modo alguno concita mis simpatías, y quien esto escribe es hijo de militar, ha ido a un colegio militar y tiene, en buena lógica, mucha mili a sus espaldas…tanta como para haberse negado en su momento a hacer el servicio militar obligatorio, allá por el pleistoceno…

         Michel del Castillo es el autor de una autobiografía vital y literaria realmente apasionante: Mi hermano el idiota, que recomiendo con la certeza de quien la leyó conmovido y apasionado, asintiendo y sintiendo con la hondura de quien leía vida viva y lectura salvífica en una trayectoria vital donde toda la desgracia tiene su asiento y el fascista régimen franquista su más cruel retrato. Guiado por esa indeleble impresión de lo verdadero, adquirí hace ya mucho tiempo Las lobas de El Escorial, que supuse novela histórica, y a la que hasta hace unas semanas no le había hincado el diente, aprovechando esta necesidad de reflexionar sobre el sentido de un subgénero tangente a la literatura o a la literariedad, que dirían los formalistas. No ha resultado ser tal, sino una crónica muy amena, y se advierte que escrita para el público francés, de los reinados de Carlos IV, Fernando VII y la regencia de María Cristina hasta que Espartero se convirtió en regente y la reina madre se exilió. Se trata de una lección de historia de la que emerge un retrato despiadado de la realeza más idiota que le fue nunca dado soportar a un pueblo, por más que ese mismo pueblo fuera el encargado de rebelarse contra los libertadores del Trienio Liberal y de apodar a Fernando VII  “El deseado”. Es interesantísima la relación que establece el autor entre la Revolución Francesa y la Revolución Liberal que no fragua. La crónica del autor se adentra en las interioridades de aquellos reinados y el mundo de la Corte, con un seguimiento preciso, riguroso y brillante de un mundo propio del esperpento de Valle-Inclán. Aquella época en que los universitarios de la catalana Cervera, una región donde tan buena acogida tuvo el carlismo, le escribían al rey el famosísimo: ¡Lejos de nosotros la peligrosa novedad de reflexionar! [Si bien el original dice “discurrir”, no “reflexionar”. De igual modo que en la cita clásica del Quijote, Con la Iglesia hemos topado, la autora de la traducción, Clara Sarti, ignora que “topado” no aparece en el Quijote, sino “dado”.] Es evidente que se trata de una lectura provechosa, porque pone de relieve ciertas tendencias “nacionales” de las que, afortunadamente, nos hallamos ahora muy lejanos, si bien hasta hace relativamente poco, en términos históricos, formaban parte de nuestra negra historia. Las salvajadas cometidas en la represión del movimiento liberal, así como en las guerras carlistas explican bien a las claras el odio que se desató en nuestra última guerra civil, la de 1936, hija en línea bien directa de aquellas del siglo XIX. A título anecdótico, y sin que la traductora se haya visto obligada a ello, quiero reseñar que a lo largo de la obra en ningún momento se explica el título de la misma, tan aparentemente sensacionalista: Las lobas de El Escorial, que parece hacer relación a enfrentamientos telúricos entre mujeres fuertes. Las lobas, sin embargo, eran unos vestidos de duelo, de tela basta y gruesa, de marga o jerga, con aberturas laterales, que se usaba en los entierros de la realeza. La descripción del “martirio” de Riego, el caudillo liberal, servirá como muestra expresiva del interés que presenta esta crónica de Michel del Castillo: Se le lleva a Madrid en una carreta tirada por bueyes. Atado de pies y manos, el prisionero tiene que sufrir los malos tratos de la chusma. Es expuesto a la vindicta pública en las plazas y ferias de los pueblos. Los campesinos le llenan de escupitajos y le hieren con las horquillas. Los niños le apedrean, las mujeres le insultan; le dan puntapiés. Se le niega un vaso de agua. Le dejan a pleno sol horas y horas. Por la noche le arrojan a un húmedo calabozo. Ese suplicio dura más de un mes. Una vez en Madrid, se le instruye un proceso sumario (…). El tribunal le condena a la horca. El 5 de noviembre, Riego entra en capilla. Física y moralmente destrozado accede a la retractación que le sugiere el cura que le asiste, quien con esto le arranca lo que constituye la negación de su vida entera. Así le quitan hasta el honor. (…) El 7, el condenado es paseado por las calles de la capital; atado en un serón e esparto es arrastrado por un caballo, es conducido hasta la Plaza de la Cebada, en donde se alza el patíbulo. El populacho se agolpa allí y le insulta. Riego está demasiado débil y no puede subir los escalones de la horca; unos soldados le tiran del pelo, lo que provoca la hilaridad de los espectadores. Al enterarse de su muerte, Fernando VII exclama, a modo de gracia: ¡Viva Riego!
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