Cuando las comparaciones no son odiosas: Los dietarios de Gimferrer y Vila-matas
Es imperdonable, y me empeño, sin embargo, en pedirlo, que cuelgue una entrada de esta extensión, lo que la hace apta únicamente para intelectores incondicionales de este Diario o para seguidores fervientes de los autores sobre los que escribo. He intentado jibarizar, para mantener sus rasgos identificativos, un ensayo académico que se extiende a lo largo de más de 400 páginas, y no sé si lo habré conseguido. En cualquier caso, júzguese por lo que valga. (Releerse es siempre doloroso, de ahí que la poda más que un sufrimiento haya sido un lenitivo…).
Rasgos definitorios de lo diarístico como la perspectiva afectiva, el carácter fragmentario, la limitación temporal, la voluntad de estilo personal y la ficcionalización del Yo nos obligan a encuadrar inequívocamente el subgénero como parte indiscutible de la Historia de la Literatura. “Llevar un diario” es la afortunada expresión canónica que empleamos para la actividad de la que estamos hablando, pues, más allá del sentido dinámico del verbo llevar, ‘transportar algo de un sitio a otro’, el uso nos remite directamente a los verdaderos significados etimológicos de la palabra levare: ‘aliviar’ y ‘levantar’, dos conceptos que definen a la perfección dos rasgos idiosincrásicos del diario: a) aliviar la soledad, la desazón o el desengaño de quien lo lleva; b) levantar un espacio propio. El diario es el espacio del encuentro de uno consigo mismo, o con quien el diarista se inventa como tal. Una especie de singular locus amoenusdonde somos, en cautiva libertad, el místico pájaro solitario de San Juan que no consiente compañía.
Cuestión polémica acerca del subgénero diarístico ha sido la existencia, o no, dentro de él, de dos manifestaciones distintas: el diario y el dietario. La diferencia máxima entre ellas suele asociarse al carácter íntimo del primero y el carácter éxtimo, podríamos decir, siguiendo a Unamuno, del segundo. Vicente Huici, después de señalar los puntos en común que tienen diarios y dietarios, señala con precisión lo que los opone:
Los dietarios (...) vienen a ser la otra cara de la moneda. En los dietarios –muchos de ellos denominados, no obstante, diarios– quien escribe se difumina, los acontecimientos de su vida tan sólo son una excusa para hablar de los temas más diversos y bajo las formas más insólitas. Quien escribe un dietario se sitúa sucesivamente en diversos lugares del mundo que describe y, en medio de esa peregrinación discursiva y referencial, la empatía se produce sorpresivamente (...) Por eso el autor o la autora de dietarios a veces parece muy próximo y en otras ocasiones muy distante y hasta casi inhumano.
La división fundamental que buena parte de la crítica ha trazado: intimidad/intelectualidad marcaría los terrenos propios y exclusivos de ambas manifestaciones autobiográficas. Y ello hasta el extremo de negarle a los dietarios la condición de diarios. “Diario externo” denomina Girard al dietario, lo que lo asimila, solo en parte, a las memorias, si bien éstas del dietario lo son de índole intelectual, más que de nuestra intervención en el mundo. Anna Caballé, sin embargo, resalta la dificultad de deslindar con precisión ambas formas de escritura, pues no es difícil, ni extraño, que seres extremadamente literaturizados acaben considerando parte de su intimidad el mundo de referencias culturales en el que viven inmersos, en el que respiran y del que se alimentan como otros hacen lo propio en el de la trivialidad y la vulgaridad cotidianas.
Los dietarios de Pere Gimferrer y de Enrique Vila-Matas, escritos en catalán y en castellano respectivamente, son dos obras que merecen cuidadosa atención crítica no sólo por la importancia objetiva de ambos escritores, sino porque ambos se inscriben en una tradición, la de los Dietarios escritos en Cataluña, cuyo ejemplo más destacado lo constituye El Quadern gris de Josep Pla, unánimemente reconocido como uno de los grandes hitos de este género autobiográfico en las literaturas peninsulares.
Tanto Dietaricomo Dietario Voluble cubren una extensión temporal de 4 años. La obra de Gimferrer, publicada en El Diario Catalán se extiende desde el 6 de octubre de 1979 hasta el 14 de marzo de 1982. En ese periodo aparece un total de 227 entradas de una extensión equivalente, pues se ajustaban a un espacio periodístico fijo. Seix Barral publicó el primer volumen, con el nombre de Dietario, en 1981, que incluía los textos escritos desde el 6 de octubre de 1979 hasta el 18 de mayo de 1980, y el segundo, titulado Segundo Diario, en 1982 con el resto, desde el 29 de mayo de 1980 hasta el 14 de marzo de 1982. La obra de Vila-Matas se extiende, por su parte, desde diciembre de 2005 hasta abril de 2008, con un total de 240 entradas de muy desigual extensión: desde varias páginas hasta las breves líneas de un aforismo. Dicha obra apareció publicada, cada domingo, en el suplemento Cataluñadel diario El País. [Nota pertinente: Por mor de la comparación entre ambos autores, y por el tribunal académico al que iba dirigido el ensayo, he usado la pésima traducción al castellano del Dietari de Gimferrer, lo que me parece un pecado de lesa lectura.]
Si la oposición fundamental entre diario y dietario es el carácter íntimo del primero frente a la naturaleza intelectual o ensayística del segundo, qué duda cabe de que D y DV se ajustan a la perfección a éste y se alejan mucho de aquél. Si, por otro lado, la crítica señalaba la difuminación de quien escribía en aras de los temas tratados, o el predominio de lo intelectual y lo atemporal, como corresponde al ensayo, tanto D como DV parecen escritos con la plantilla de tales presupuestos teóricos, sobre todo por la ausencia, aunque no total, de lo afectivo, algo que, según Girard, ha de ser presencia determinante en el diario íntimo.
Convencidos de que pertenecen inequívocamente al subgénero de los dietarios, es preciso señalar que la individualidad (y a veces también, pero no necesariamente, la originalidad) que el género de la diarística exige se impone sobre cualquier coincidencia formal o temática. D y DV son muestra bien elocuente de la decisiva importancia de esa impronta individual, porque hay un verdadero abismo conceptual y expresivo entre ambas obras. Podríamos hablar, incluso, de “retórica mayor” y de “retórica menor” para juzgarlas, sin que ello implique mayor o menor demérito, sino mera constatación de una y otra aspiración y de una y otra formación.
Una de las principales diferencias entre D y DV es el abanico temático de uno y otro dietario. No sólo son diferentes los cánones artísticos que ambos manejan, sino, sobre todo, el acercamiento crítico a los mismos. Vila-Matas se aparta en contadísimas ocasiones del mundo literario en que vive recluido como Juan Ramón Jiménez dijera de sí mismo en su célebre aforismo: “Yo tengo escondida en mi casa, por su gusto y el mío, a la Poesía. Y nuestra relación es la de los apasionados”. Si sustituimos poesía por literatura, habríamos completado una definición estricta de la actitud de Vila-Matas hacia el fenómeno literario. El mundo temático de DV está formado, en esencia, por lecturas, teorías metaliterarias, turismo literario, conmemoraciones, congresos, premios, ferias del libro, críticas literarias, esbozos de narraciones, relaciones con otros escritores y escritoras, etc.
Pere Gimferrer no tiene un mundo dietarístico tan “cerrado” como el de Vila-Matas, quien parece representar el título de Marsé: “Encerrado con un solo juguete”, tanto en su dimensión abstracta, como en la encarnación que de ésta supone la biografía del propio Vila-Matas; sino que abre su Dietario a los cuatro vientos de la mejor tradición literaria universal y viaja con su curiosidad biográfica, ética, histórica, política, cinematográfica, pictórica, literaria, etc., por una geografía tan extensa como intensa es la vivencia de los retratos que nos ofrece con admirable precisión estilística, aunque haya en esto sus más y sus menos, desde el punto de vista de la retórica.
En el mundo temático de D la cultura occidental está privilegiada, y cabe en ella, a diferencia de lo que ocurre en Vila-Matas, la cultura catalana, a la que Gimferrer le dedica una notable atención, como parte fundamental de su propia tradición literaria. No se ha de olvidar, por supuesto, que la diferente lengua en la que están escritos ambos dietarios, el de Gimferrer en catalán y el de Vila-Matas en castellano, ubica cada obra en una “literatura nacional” distinta, sobre todo para quienes, amantes a ultranza de la filogénesis, se empecinan en valorar el adjetivo, nacional, frente al sustantivo, literatura.
Con todo, tanto en DV como en D, pero sobre todo en DV, no hay mención de la realidad, de cualquier aspecto de ella, para la que no aparezca ipso facto un referente literario cuya función habitual es la de ennoblecer la realidad, darle el único sentido posible, puesto que ambos ven la realidad con una mirada que se ha forjado en la experiencia literaria, lo que condiciona su experiencia vital.
La afición a lo biográfico y lo autobiográfico podría darse por descontada en personas que escriben diarios o dietarios, pero no siempre es así. Esa afición permite comprender la consolidada tendencia de Vila-Matas a la creación de personajes cuyas biografías se presentan con tal grado de veracidad que inducen, en muchas ocasiones, al error de apreciación de los lectores ingenuos sobre la condición real o inventada de esos personajes, lo que refuerza notablemente la ambigüedad que preside el discurso literario de Vila-Matas, fundado en la desintegración del sujeto, en la imposibilidad de discriminar los límites entre la ficción y la realidad del mismo.
Gimferrer, que no alude en D a ninguna tradición personal de llevar un diario, se confiesa un enamorado de las memorias, autobiografías, epistolarios y otras manifestaciones del género. A diferencia de Vila-Matas, sí que es plenamente consciente de participar en una tradición a la que él se suma con humildad pero con ambición. No ha de extrañar, por lo tanto, que Gimferrer le dedique una entrada-homenaje a lasConfesiones de San Agustín, paradigma del género autobiográfico, en la que manifiesta, no por teoría elaborada, sino como réplica de lector a la interpelación del texto la suerte de anonadamiento en que le deja la indagación personal del escritor africano:
Pero ¿cómo escribe este hombre? ¿Es realmente posible escribir así? (...) No: no se puede escribir así. No: escribir así no es escribir. Este hombre, más que escribir, nos ataca allá donde él mismo ha sido antes agredido, es decir, en las capas más profundas de la conciencia. Habla desde el fondo de la individualidad, brutalmente al descubierto, encendida como una herida abierta (...) Resulta difícil leer muy de seguido las Confesiones, y no porque la tensión desfallezca en ningún momento, sino porque es tan fuerte que puede resquebrajar las defensas del lector, como el resplandor de una excesiva claridad que, aparte de deslumbrar, quema. Y es aquí donde la prosa del converso roza las invocaciones imprecatorias de poetas como Rimbaud o Lautréamont. En un grado extremo de incandescencia, la palabra poética se convierte en palabra mística.
Desde ese planteamiento, Gimferrer no puede hurtarse a la reflexión obligada sobre el género en que ha decidido ejercitarse, porque sus dietarios tienen mucho de doble ejercicio estilístico, narrativo y ensayístico, como se demostrará al traspasar el modelo compositivo del mismo a una obra de creación como su novela Fortuny.
El autor sabe que en el dietario “se hace una especie de retrato por persona interpuesta: la persona que nace por el acto reflexivo de escribir un dietario”; y no ignora el hecho importantísimo del desdoblamiento que se produce en el plano de la enunciación: el narrador del dietario es quien nos revela, quien descubre la cara más recóndita de nuestra verdadera intimidad, por más que antes lo hayamos nosotros alumbrado a él. Con todo, y más allá de esa abismación propia del género, juego de espejos inevitable en género tan solipsista como el autobiográfico, hay otro retrato que emerge, también “por persona interpuesta”, a lo largo del dietario, puesto que la selección de ciertos autores y de ciertos rasgos personales o artísticos está declarando abiertamente la identificación del autor con los mismos.
Los presupuestos retóricos de Gimferrer y de Vila-Matas a la hora de construir las entradas de sus dietarios son tan diferentes como sus propias personalidades o la obra de creación de cada uno. Y lo son porque, tanto en el método de composición de D, como en el de DV, podemos apreciar la concepción artística de cada uno de ellos y sus inclinaciones expresivas, bien hacia el lenguaje neutro, apegado a lo conceptual, que leemos en Vila-Matas, bien hacia el riquísimo y sensual lenguaje lírico que utiliza Gimferrer.
Vila-Matas utiliza el yo de forma enfática, usa un lenguaje coloquial y refiere sucesos propios; propios, además, de la literatura de vanguardia, que se adecua perfectamente a la mentalidad transgresora del autor. Él mismo deviene los límites de su propio mundo autorreferencial, en el que se mueve con la comodidad de quien pisa terreno recorrido hasta la saciedad. El arranque coloquial implica, a menudo, un registro que, como procedimiento retórico, frecuentará Vila-Matas en todo el dietario, a pesar de que lo alternará con otros registros de diferente naturaleza; si bien esa campana temática y retórica bajo la que vive recluido parece que le haya impedido acceder a la diversidad de registros y a la polifonía de idiolectos que conviven en la sociedad.
El caso de Pere Gimferrer es bien diferente, porque el narrador usa más la tercera persona y habla de objetos en principio externos a él, pero con los que el narrador mantiene una relación tan estrecha que el solo hecho de que formen parte de su mundo de intereses consigue revelar no poco de la personalidad de quien escribe.
Ser consciente de la literaturización de la vida en el instante mismo de ser vivida es, también, una notable característica del dietario de Vila-Matas, y explica la confusión deliberada que el autor practica en sus textos y la ambigüedad resultante, cuyo único objetivo es hacer dudar al lector de la propia existencia del autor: nada le complace tanto a Vila-Matas como que se tomen por ingeniosa fabulación los únicos episodios verídicos de su biografía o de la de otros, debidamente trasplantadas a la ficción.
Gimferrer, por su parte, concibe sus entradas como calas poéticas en realidades cuyo prestigio cultural exime al autor de tener que dar explicaciones sobre la elección de las mismas. Aunque se trate de un canon personal, no es menos cierto que se trata, igualmente, de un canon ampliamente compartido. ¿Qué hay de personal, entonces, en la visión de Gimferrer? En primer lugar su modo retórico de acercarse a esas realidades, con una técnica compositiva muy depurada, y, en segundo lugar, el hecho de tratarse de una vivencia personal de la obra o la vida de esos autores, no de un frío análisis académico, aunque mucha las conclusiones a las que llega tengan, por descontado, un alto valor hermenéutico, si bien el autor no se ajusta a modelos críticos concretos, y basa el apreciable valor de sus juicios en sus experiencias humana y lectora, unidas a una poderosa intuición y a una feliz capacidad de síntesis.
Corolario del método que el autor ha ido creando paulatinamente, entrada tras entrada, es la importancia del presente como tiempo privilegiado de la acción, de lo representado. El tiempo histórico, así pues, se detiene, queda en suspenso: sólo existen esos instantes que sirven para ilustrar, iluminar o explicar una vida, de ahí que, a la hora de escribir, el autor lo haga desde una perspectiva plástica que asemeja las entradas más a la representación gráfica que a la narración propiamente dicha, lo cual está en relación con el privilegio que Gimferrer otorga a la mirada a lo largo del dietario y que, en bastante menor medida, hallamos también en Vila-Matas.
El narrador como mirón es un personaje recurrente en ambos dietarios. Se deriva de ese enfoque un uso privilegiado de la descripción en el Dietariode Gimferrer, mientras que la descripción está prácticamente ausente del Dietario voluble de Vila-Matas, quien rara vez recurre a ella. Incluso podríamos hablar de un dietario descriptivo y otro narrativo, como rasgo caracterizador básico de uno y otro, pero quizás cometiéramos un reduccionismo injusto. En justa correspondencia con el ciceronismo que vertebra los conatos de narración, o mejor dicho, las descripciones de Gimferrer, la primera persona del plural se convertirá en la persona habitual de muchas entradas, siendo sustituida a veces por la tercera persona impersonal del verbo haber para marcar la rotunda presencia de seres u objetos, volviéndola independiente de su relación con el tiempo o con las personas o cosas que las rodean.
En resumen, Vila-Matas se plantea su DV como una suerte de reino del capricho en el que presta atención desde lo más relevante a lo más nimio, como que le dé por “recopilar (...) nombres de personas nacidas el año en que nací”; y Gimferrer mantiene una exigencia temática frente a la que no retrocede en ningún momento, ni siquiera cuando habla de ciertos temas que pueden ser considerados banales, como el entrenador de fútbol Helenio Herrera, las Olimpiadas o los matrimonios de la corte monegasca. Vila-Matas se deja arrastrar por sus ventoleras, sus caprichos, sus hartazgos, sus explosiones de ira o de arrepentimiento o de nostalgia sin siquiera reconsiderar si están o no, expresivamente, a la altura de sí mismo y de su obra, de cuya “altura” tan orgulloso se muestra. Gimferrer establece un modelo compositivo y ajusta a esa “plantilla” los más dispares asuntos, siempre con un nivel expresivo que entra de lleno en lo poético, no sólo por la adjetivación, sino por la propia concepción de la entrada, tal y como acabamos de explicar.
Vila-Matas se nos presenta en DV como una persona atenta a lo que le rodea social, política y artísticamente, además de todo aquello que le acontece como persona; mientras que Gimferrer se refugia en D, desde el comienzo, en una evocación de tiempos pretéritos, con contadas incursiones en el pasado inmediato y contadísimas en el presente, y solo en rarísimas ocasiones desciende desde esa perspectiva de la alta cultura al humilde teatro de lo cotidiano para interesarse por algo que ataña al común de los mortales, si bien las reflexiones de Gimferrer sobre la Historia, el Poder y la Tiranía se realizan siempre a partir de hechos históricos concretos, algunas veces cercanos al dietarista.
La preocupación política de ambos se manifiesta de forma diferente también. Mientras Vila-Matas se identifica como un intelectual de izquierdas, sin compromiso concreto reconocido, pero con una profunda base ética y un evidente escepticismo respecto de la marcha actual de la vida política, Pere Gimferrer se identifica con los círculos progresistas y catalanistas a los que les gustaría haber podido saltar sobre el yermo de la dictadura franquista para enlazar con las épocas del noucentisme y la de la desgraciada Segunda República, la poderosa vida cultural de las cuales sigue siendo, en Cataluña, la referencia más importante, una suerte de Edad de Oro de la cultura catalana que no pudo tener la continuidad que le hubiera permitido desarrollarse en igualdad de condiciones con cualquier otra cultura.
En ambos dietarios se perfila, también, un autorretrato de sus autores, si bien de muy distinta naturaleza, como no podía ser de otro modo. Vila-Matas, llevado por su admiración hacia los escritores “borrados”, invisibles, exhibe su necesidad íntima de dejar de ser quien es y “convertirse en un autor distinto al que siempre fue: un autor que sería como un lugar, como una realidad nueva, como una ciudad inventada: un lugar donde uno pudiera sentirse plenamente anómalo, forastero, alejado, aunque con casa propia.”
En el caso de Gimferrer, sólo a través del retrato de los integrantes de su canon edifica el autor su propio retrato. Las entradas de D no sólo son un autorretrato, sino también una suerte de extraño bildungsroman y, por supuesto una poética. A través de las numerosas descripciones biográficas que Gimferrer introduce en su dietario comprobamos el carácter de íntimo autorretrato que se desprende de ellas, como cuando habla de Lautréamont: “Sí: Ducasse –es decir: Lautréamont; es decir, Maldoror- era eso. Un muchacho callado, sin encanto físico, cerrándose en sí mismo y aferrándose al recuerdo -¿ensueño?- de un mundo anterior, más puro.
Aun a riesgo de atomizar excesivamente la comparación de ambos dietarios, creo oportuno retomar una característica del autorretrato de cada uno en la que coinciden ambos autores: el privilegio que le conceden a la mirada. Como dijimos líneas atrás, ambos son auténticos voyeurs, mirones contumaces, cuya relación con el mundo es la de quien aspira a observar sin ser visto, de ahí el ansia de Vila-Matas en su DV por dejar de ser quien es y la falsa posición discreta de cicerone manipulador que adopta Gimferrer en el suyo .
El sentido de la vista está privilegiado en ambos dietarios respecto de los demás, que raramente aparecen. En Gimferrer, cuando practica el noble arte de la descripción, un recurso literario casi en trance de desaparición, a juzgar por su ausencia en la narrativa más reciente, aparecen manifestaciones de los otros cuatro sentidos, si bien de modo muy dosificado; en Vila-Matas, por el contrario, todo es visión y, sobre todo, a falta de intuición, intento de intelección.
La afición contemplativa forma parte indisoluble del autorretrato de Pere Gimferrer, quien podría definirse a sí mismo como un gran veedor, en su prístina acepción primera del DRAE: “Que ve, mira o registra con curiosidad las acciones de los otros”. No son pocas las entradas en las que Gimferrer plantea el tema de la complejidad de las miradas, de los diferentes puntos de vista que se solapan, cruzan, suplantan, enfrentan o ignoran; y entre los ejemplos clásicos de las mismas no podía faltar, por supuesto, en un cinéfilo declarado como él, una referencia a la escena de los espejos de La dama de shanghai, de Orson Welles.
Ver con ojos ajenos, pues, meternos, a través de la mirada, no en los demás, sino en el modo de mirar de los demás, es, para Gimferrer, la total empatía, la fusión auténtica con el otro al que se admira o al que se venera. Títulos de entradas como Mirando una foto son ilustrativos de la pasión voluptuosa con que Gimferrer lo escruta todo. En ésta en concreto, destaca, al final, los ojos de Montgomery Clift –pues la foto en cuestión que observa es la muy célebre que reunió a tres personajes que estaban, los tres, próximos a su muerte: Marilyn Monroe, Clark Gable y Montgomery Clift, quienes actuaron juntos en TheMisfits (Vidas rebeldes, en castellano), de John Huston–; ojos a los que les dedicará una entrada para destacar el poder de representación, de interpretación, que puede haber sólo en ellos, sin necesidad de otros recursos dramáticos como la voz, el gesto y el movimiento.
Lo literario lo he desglosado en dos subapartados: La poética y el canon, para tener una visión clara y ordenada del tema, dada su importancia en ambos dietarios, pues conforman más del 75% del total de las entradas en ambos. Los dos escritores se inscriben en el canon occidental y comparten no sólo la tradición literaria universal, sino también la de la literatura en lengua castellana.
Con todo, D es un claro exponente de su voluntad de inserción en la cultura catalana o, como deberíamos decir más propiamente, de la cultura catalana en lengua catalana, puesto que la catalana es una cultura bilingüe, y tanto forman parte de la cultura catalana Juan Marsé como Pere Gimferrer, y Quim Monzó como Enrique Vila-Matas. De hecho, el propio Pere Gimferrer tiene obra catalana en catalán y obra catalana en castellano.
Dentro de ese intento de enraizamiento en una tradición cultural, en Gimferrer destaca sobre todo la influencia de un poeta al que él profesa enorme admiración: J.V.Foix, autor, por cierto, de un dietario titulado Diari 1918 en cuya fuente estilística ha bebido con provecho Pere Gimferrer, a juzgar por los paralelismos que hay entre ambas obras, sobre todo en lo tocante al descubrimiento de un léxico que se aparta notablemente del uso coloquial tradicional y que sitúa la obra de Gimferrer en la estela de la estética noucentiste, tras los pasos de Carner –de cuya prosa periodística, recogida en Les bonhomies i altres proses, no es menos deudor Gimferrer que de la de Foix– y de Riba.
En la medida en que un dietario se escribe desde una perspectiva intelectual, es previsible que sus autores reflexionen en sus dietarios sobre algo que les toca creativamente muy de cerca: su poética. A lo largo de las páginas de ambos, es frecuente la aparición de reflexiones sobre esa poética desde la que conciben no sólo su obra literaria, sino incluso el propio dietario que escriben. Tanto Vila-Matas como Gimferrer son pródigos en análisis y manifestaciones de sus puntos de vista sobre el fenómeno de la creación, y de ahí surgen dos poéticas con inevitables puntos de contacto, pero de muy diferente naturaleza, porque Gimferrer se centra, sobre todo, en la poesía y Vila-Matas en el proceso creativo de su prosa.
Probablemente las mejores páginas de Gimferrer sean aquellas en las que sin excesivo artificio retórico el autor reflexiona sobre su condición de poeta, escritor, dietarista, cinéfilo o persona ilustrada. Una entrada como El porqué de la poesía es un ejemplo de lo anterior, porque en ella se elucida una singular “teoría del instante” como fundamento de lo poético que, curiosamente, coincide con una elucubración parecida de Vila-Matas, si bien Gimferrer se centra en el fenómeno poético.
Como auténtica “epifanía”, pues, concibe Gimferrer el alumbramiento poético. A su manera, hay una suerte de raíz becqueriana en esa apología de la inspiración, pero si en Bécquer se aliaba ésta con la forma para darnos el poema, en Gimferrer se alía con el tiempo, para revelarnos la clave de la temporalidad que nos habita, la fugacidad que habitamos.
Gimferrer lo reitera en diversas entradas: la captura literaria del instante es lo propio del arte literario, y esa captura justifica la existencia de la literatura. Lo extiende, además, más allá de la literatura, a la pintura y, sobre todo, a la fotografía, arte al que el poeta catalán es tan aficionado.
Como el poema, la fotografía es un arte del instante. ¿O quizá más bien un arte de la intemporalidad? ¿Es un arte de retener el instante, de convertirlo en intemporal? (...) La palabra, victoriosa, ha rescatado al hombre del tributo ominoso que paga al tiempo.
Vila-Matas, por su parte, sin desarrollar en DV la teoría sobre los instantes, parece comulgar con ella desde la sentida añoranza del proyecto no llevado a cabo por Lichtenberg: Autobiografía de instantes. A ello ha de sumarse su admiración por obras como la de Georges Perec: Tentativas de agotar un lugar parisino, en lo que éstas tienen, precisamente, de “biografías de instantes”, teniendo en cuenta el punto de vista fijo del observador.
La concepción ética del acto creativo que consiste en una autointerpelación mediante personajes interpuestos no está lejos de los fundamentos de las poéticas de ambos dietaristas, quienes colocan su yo, o las máscaras, ficciones o extravíos del mismo, en el centro de su interés creativo: escribir es escribirse, o inscribirse... Sucede en Gimferrer, por supuesto, quien ya vimos que se retrataba en el quehacer –¡y hasta en el imposible *queser!– de tantos autores en cuyo espejo se mira como un auténtico doble que aspira a independizarse de quien le da el ser del reflejo; y, con mayor intensidad, ocurre en Vila-Matas, quien tiene como piedra angular de su aspiración narrativa desaparecer y emerger, desde dentro de sí mismo, como un doble cuya característica sea la de no parecerse en nada al original, sin dejar de ser él, claro está.
Vila-Matas, desde su declarada posición heterodoxa defiende los auténticos valores literarios frente a la literatura de consumo o bestsellerista, y establece un canon heterodoxo muy distinto del de Gimferrer. Coinciden en tres nombres: Pessoa, Kafka y Musil que, a pesar de pertenecer, inequívocamente, a la intimidad de los cenáculos literarios minoritarios, van adquiriendo poco a poco condición de clásicos incontestables, “domesticación” que les hace perder, en no poca medida su condición heterodoxa, si bien, como ocurre con los auténticos clásicos, cada nueva generación puede renovar aquel mensaje desafiante a los patrones y valores literarios establecidos.
Desde Artaud hasta Benjamin, pasando por Bukowsky, Debord, o Michon, Vila-Matas siempre está atento a todos aquellos autores con los que puede establecer una relación íntima, personal, bien porque son lo que él podría haber sido o habría deseado ser, bien porque su coincidencia estética y ética con ellos es total, como ocurre con Sebald, con Ribeyro, con Pavese, con Cèline, con Onetti, con Walser, Wittgenstein o con Nietzsche. Hablamos de autores con una cierta “perturbación” en forma de monomanía o de neurosis obsesiva y con una naturaleza individualista y misántropa que va bastante más allá de los límites que la sociedad tolera como tales. La imagen de Vila-Matas escondido literalmente en las habitaciones de hoteles en ciudades extranjeras, jugando a odiar compulsivamente durante un desplazamiento aéreo o del paseante que, entreviendo la posibilidad de un encuentro no deseado, busca escondrijo o huye despavorido, habla bien a las claras de que, más allá de los presupuestos literarios o filosóficos que pueda compartir con esos “heterodoxos”, hay una sintonía vivencial que decanta al autor hacia determinados escritores.
En Gimferrer, por el contrario, los autores en los que fija su atención, como Kafka, Pessoa, Hölderlin, Lezama, Pound, Sade o Genet, forman parte del reducido elenco que han supuesto una renovación literaria indiscutible y, por supuesto, canónica, en el sentido tradicional del término, esto es, en el de aquellos autores que forman parte ya de los clásicos de esta o aquella lengua y, por ende, de la literatura universal. Desde ese punto de vista es importante destacar el elogio que hace Gimferrer de un autor como Lautrèamont/Ducasse a quien, por ejemplo, Vila-Matas ni siquiera menciona, quizás porque, a su parecer, se trate de un autor absorbido por las “fuerzas conservadoras” de la cultura, lo que conlleva una pérdida de capacidad transgresora que lo vuelve inservible para el canon heterodoxo, como, sin duda, habrá considerado que ha ocurrido con las grandes figuras de la Vanguardia: Breton, Tzara, Marinetti, Apollinaire, Jarry, etc. Con todo, no olvidemos que esa filiación vanguardista de Vila-Matas parece incluso haberse renovado tras su obligada afiliación al club de los abstemios, como él mismo confiesa en las páginas de DV:
En mi nueva vida –porque creo en los últimos meses, ayudado por la abstinencia que ha seguido a mi colapso físico, estar llevando una nueva, o al menos más serena, vida– me interesan mucho los seres que logran mantener o recuperar la despejada mirada hermosamente infantil sobre las cosas, del mismo modo que me interesan los escritores de estilo o pretensiones vanguardistas que tratan de hacer tabla rasa de la gran rigidez de la tradición acumulada e ir en busca de percepciones nuevas, del gesto casi infantil que devuelva al arte la facilidad de realización que tuvo en sus orígenes.
Por lo que hace a la presencia, en ambos dietarios, de los clásicos stricto sensu, la diferencia es abismal: no existen para Vila-Matas, quien vive ajeno a ellos, con la excepción de Erasmo, si bien a través de la lectura que de él hace Cooetze; y aparecen los justos y necesarios en Gimferrer: Heráclito, Lucrecio, Petronio, Ovidio, Agustín de Hipona, Spinoza, Dante, Virgilio y Tasso. Ahora bien, la intensidad con que aparecen estas presencias eternas, por escasas que sean, en la prosa de Gimferrer refleja un valor autobiográfico muy estimable para conocer no sólo la visión que tiene Gimferrer de aquellos autores, sino, la imagen de los tales que calca al milímetro la verdadera personalidad del dietarista.
El canon de autores en lengua castellana es, también, muy diferente entre ambos autores. Vila-Matas está más atento a la contemporaneidad, a la que Gimferrer parece darle la espalda; y éste bucea en personalidades que parecen del todo insignificantes para Vila-Matas. En éste apenas hay referencias que vayan más allá, hacia atrás en el tiempo, de la Generación del 98, con la excepción claro está de Cervantes –aunque no aparece éste como reflexión directa sobre él, sino como simple cita nominal–, pues es Baroja el autor más “antiguo” al que hace referencia. En Gimferrer, sin embargo, desde Quevedo o Bernal Díaz del Castillo hasta José Ángel Valente, pasando por Espronceda, Larra, Clarín, Darío o Cernuda, la nómina de autores en lengua castellana por los que se interesa conforma una suerte de estudio diacrónico de casi toda nuestra tradición literaria, si bien en esbozo, naturalmente, pero con presencias poco habituales en las plumas de autores del estilo de los presentes, tan representantes de la modernidad exquisita, como puedan ser Carolina Coronado, Rosalía de Castro, Moratín o Nicasio Álvarez Cienfuegos.
La reflexión sobre la Historia y el Poder salpica las páginas de D en estrecha relación con la experiencia vital de su autor, aunque ésta sea el recuerdo que, de niño, tuvo de los conflictos sociales que “alteraban” la paz franquista y mostraban las primeras fisuras del régimen fascista. El autor recuerda la huelga de autobuses del 51, en Barcelona; y, del año 55, al iniciar el bachillerato, nos recuerda el autor que se editó El poder cambia de manos, de Milosz, cuyo protagonista es un traductor de Tucídides. Los tiempos antiguos y el presente se hermanan y se solapan, porque la Historia tiene esas paradojas. De la lectura Gimferrer destaca la función de resistentes de los intelectuales, quienes preservan la libertad en el estudio y la recreación del pasado. En la figura de esos intelectuales es donde se reconoce a sí mismo el propio Gimferrer: del mismo modo que a los otros les sorprende el despotismo abismados en los clásicos; a él, atento a la elucidación del mal de la Historia, al desgarro del mal encarnado en el Poder, su reflexión le sorprende en la práctica cotidiana de su dietario: la patria de su libertad.
Barcelona aparece en D y DV elucidada desde una triple vertiente: social, histórica y simbólica, y ocupa un lugar importante en las entradas de ambos dietaristas, aunque no se compadezca esa importancia con la extensión real que ocupa en las páginas de los dietarios. La vivencia directa de la ciudad convierte las entradas en la que hablan de ella en auténticos momentos íntimos dentro de los dietarios, lo que los acerca al tronco –el diario íntimo– del que se separan, los dietarios, como airosas, como vistosas ramas.
La principal queja de ambos autores, o en la que ambos coinciden, tiene que ver con la cada vez más acusada falta de personalidad de la ciudad, convertida en un parque temático gaudiniano a la mayor gloria y disfrute de las hordas turísticas que campan por ella con un protagonismo ofensivo. Para Gimferrer, la degradación de Barcelona es, simbólicamente, la degradación de la propia cultura catalana, el reconocimiento de la imposibilidad de asumir una “normalización” que, deseada desde el fervor patriótico, choca con la realidad, otra “normalidad” de no menor entidad que aquella que se aspira a instaurar como única expresión de un pueblo cuya heterogeneidad, cuya pluralidad, ha de llevar forzosamente a replantear no pocos conceptos que se han vuelto casi abstractos, a fuerza de distanciarse de lo real.
Es un tema, el de la ciudad de Barcelona, en el que Vila-Matas se encuentra cómodo, porque desata su vena agresiva y se complace en trazar el retrato solanesco de una realidad que no sólo le incomoda, sino que lo azuza, incluso, para cambiar de residencia. El autor se instala, por ejemplo, en un cruce del Paseo de Gracia y, sumido en un estatismo casi “quietista”, a lo Miguel de Molinos –convencido, además, por su megalomanía, de que levanta las sospechas de la policía por permanecer quieto en un mismo punto durante más tiempo de lo que podría ser tenido por normal–, levanta acta de lo que ocurre a su alrededor, algo así como una versión actual de uno de los “sueños” quevedescos:
Pasa de pronto ese carcamal que, con un pearcing en la polla como única indumentaria, pretende imponer a los demás la tiranía visual de su propio asco. Veo poco después al alcalde Hereu, que sale de Radio Barcelona y saluda sonriente hasta al último transeúnte que pasa por allí, aunque –lástima– no parece que haya visto al mastuerzo en cueros (...) Pasan de golpe, Paseo de Gràcia arriba, un sinfín de turistas en calzoncillos, seguidos por una caravana completa de trileros, lateros, talibanes en bicicleta, carteristas y rumanas con niño drogado.
Resulta curioso observar cómo Gimferrer, tan transgresor él en su poesía primera, adopta el punto de vista del tradicionalista –casi del “cronista de la ciudad”– que ve amenazada una realidad cultural que no pertenece sino a la ilusión de “lo que podía haber sido”, de lo que “deseaba que hubiera sido”, o de lo que “alguna vez, en lejanos siglos, pudo haber sido”. Esa actitud de “resistente” la asume Gimferrer desde la identificación con una “alta cultura” catalanista que está a años de luz de poderse volver a repetir por la falta de substrato que sirviera de terreno fértil en el que sus relevos pudieran germinar, florecer y dar frutos tan cumplidos como los de los autores que él evoca en su dietario, una nómina selecta que ya recogimos en páginas anteriores. Barcelona es una ciudad cosmopolita, abierta y plurilingüe, en la que el uso del catalán, según las estadísticas no llega probablemente ni al 45% de su población. No es, por tanto, una base muy brillante para que cuaje un relevo “natural” de dichos autores. Incluso el propio catalán de Gimferrer, como el de su venerado maestro, Foix, tienen algo de producto artificial, de artefacto brillante construido a espaldas del habla popular y sin apenas relación con lo que los románticos llaman “el genio de la lengua”.
A Vila-Matas y a Gimferrer les separan muchas cosas, como ya hemos visto, pero quizá la más singular sea la del cultivo del estilo, el uso de la lengua, las habilidades retóricas. Ahí sí que se abre casi un abismo entre ellos, un abismo perfectamente acorde, no obstante, con los planteamientos literarios de uno y otro. Recordaré que, a pesar de la satisfacción con que Gimferrer parece recibir el testigo diarístico de manos de Josep Pla, en la última entrada del libro, su estilo está casi en las antípodas del del escritor ampurdanés, pues el recargamiento léxico y sintáctico se mueve más en la onda del de su muy admirado y querido poeta J.V. Foix.
Así pues, nos hallamos ante dos modos de expresión radicalmente enfrentados. Por un lado, el de Gimferrer, de tendencia recargada que abusa de la doble y triple adjetivación, entre otros recursos de los que hablaremos a continuación; por otro, el de Vila-Matas, sencillo y transparente como la prosa periodística, lleno, además, de giros manidos y usos inconcebibles en un autor de su categoría literaria, si bien ello no se debe en modo alguno al marco genérico, el dietario, en el que aparece, sino que forma parte consustancial de las limitaciones expresivas del autor, más dado a la reflexión que al oído, más nutrido de tradición literaria que de la experiencia viva de la lengua.
Son harto frecuentes los desniveles expresivos de Vila-Matas a lo largo del libro. Lo que podría entenderse como “riqueza de registros” también puede entenderse como limitación expresiva, y me inclino por la segunda posibilidad cuando uno ha de leer frases como: “Fue en octubre, hace exactamente veinte años. Lo recuerdo como si fuera ahora” o usos como el del epifonema: “¡Vaya viaje!”, para concluir el relato de sus padecimientos renales en Buenos Aires. El rechazo que me provocan expresiones supuestamente creativas como la doblemente usada del “deseo de ser piel roja y volver cabalgando –muy rápido– a casa” y “deseos de ser piel roja y de continuar estudiando a Escher”, cae, por supuesto, en la más arbitraria de las subjetividades; pero ese tipo de expresiones tiene todo el aire de la boutadepropia de un sentido del humor muy peculiar, el de quien, casi por principio, hace de la exhibición de la misantropía y de la exquisitez de las referencias culturales que usa un vistoso timbre de orgullo. Se trata de expresiones que quieren cuajar como hallazgos verbales, como cuando del arte de regalar libros sostiene que “tenga su lado salvaje”, afirmación que nos remite enseguida a aquellos celebérrimos “limones salvajes del Caribe”, del desodorante Fa.
Ocurre mutatis mutandis lo mismo con cierta retórica muy vilamatiana, en la que hay tanto de identidad expresiva como de afectación retórica. Me refiero a expresiones del estilo de “El cine pasó definitivamentea un segundo plano en mi vida cuando empecé a adentrarme en los interiores literarios” (las cursivas son mías; la cursilería, del autor), en las que se advierte un maximalismo y una conceptualización pomposa que revelan una suerte de expresión cuasi religiosa, porque la literatura es, para Vila-Matas, una divinidad a la que tiene hecho voto de imperecedera devoción existencial. No hay más que recordar la expresión “alta literatura” –repetida hasta cuatro veces en el dietario– o su gemela, “alta lectura”, para confirmar esa actitud aerostática de la que venimos hablando.
La visión superficial de la realidad se acentúa, por otro lado, con las expresiones que la describen, como cuando descarga su ira contra la vulgaridad de sus conciudadanos, manifiesta en el odio que profesa hacia “el sudor de las suegras despatarradas por las arenas del circo de las playas”, entre otros. En ambos casos, Vila-Matas apenas trasciende el tópico y se refugia en él, ¿por pereza?, ¿por limitación? No obstante, a veces Vila-Matas acierta con el tono y la expresión, cuando, como una herejía respecto de su mundo religioso de la literatura, se acerca a la revelación de lo auténticamente íntimo:
Y es más, me llega de golpe la impresión, a modo de súbito destello, de que cuando oscurece, siempre necesitamos a alguien: todos somos vulnerables, nos sentimos solos, tenemos muchos miedos y necesitamos mucho afecto.
La prosa de Gimferrer, frente a la de Vila-Matas, tiene manifestaciones muy diversas y un mayor número de matices. Parece adecuarse al tema que trata y ajusta, en consecuencia, su expresión al mismo, ya sea mediante la descripción solemne, la narración morosa y reflexiva, la sobria especulación filosófica o la sentenciosa prosa barroca, como cuando nos dice de Lautréamont que es el tipo de poetas que “dicen con las palabras del infierno la nostalgia del paraíso”. La prosa del Dietario se articula en torno al uso, y abuso, del adjetivo. La doble y hasta triple adjetivación es una de las características fundamentales –por fundadoras– del modo de concebir el género que tiene Gimferrer. Valgan los siguientes ejemplos: “onda gris y grave”, “mar violento y hosco”, claridad muelle y líquida”, “día desapacible y gris”, “gorrión indeciso, inesperado y fugaz”, “furia poderosa y momentánea”, “mar visible, luminoso y plácido”, “mar gótico y bárbaro y gélido”, “soledad muy amplia y fría”, etc. El exceso, no obstante, juega, a veces, malas pasadas, como en: “Hay dos que exhiben un sombrero amplio y estólido”. Teniendo en cuenta que “estólido” significa ‘necio’, no parece que nos hallemos ante el adjetivo idóneo para un sombrero. Ese posible error se habrá debido sin duda a la profusión adjetival que “fincha” el texto hasta casi hacerlo reventar. Esa suerte de ebriedad léxica es la que, muy posiblemente, lleve al autor al uso de expresiones que caen dentro de lo incomprensible, como: “hay catedrales que postulan el azur” o “no es una barca como las otras. Tiene toda ella extraños bastimentos: caballete, pinceles, colores, trebejos de pintor”.
Junto a excelentes ejemplos de prosa bellamente articulada, compuesta con una capacidad arquitectónica que revela el sólido dominio del lenguaje que tiene el autor, hay pequeños descensos de gusto que apenas llegan a ensombrecer levemente la luminosidad de un libro tan ecléctico como apasionante. Me refiero a detalles mínimos que bien podría el autor pulir en alguna posible edición futura del libro. Una comparación, por ejemplo, como “noche negra, negra como las fauces de un lobo” es, desde luego, impropia de quien alcanza tan deslumbrantes niveles expresivos. O un desliz tópico y amanerado como “los acordes tenues del otoño y la entrada lóbrega del invierno”. De otra naturaleza son ciertas reiteraciones expresivas de las que no parece ser consciente el autor, como la insistencia en la imagen de la maza con la única variación léxica del puño: “El gran puño amoratado y cerrado del invierno”; “la pesadez de maza del corazón del verano”; “el sol es aún la gran maza que golpea y arde”, “bajo el mazazo del delírium tremens”, “el verano nos halaga, pero con una maza nos da un golpe que nos quiebra la testa”.
Un punto absolutamente chocante del libro es la deficiente traducción del mismo, emborronada por catalanismos tan evidentes como “nuevo de trinca”, que es traducción literal de nou de trinca, que debería traducirse por “flamante”. A este ejemplo se suman muchos otros, hasta completar una nómina deturpadora que sorprende por su extensión y por su intensión: “De muy cerca”, traducción directa de de molt aprop; *“desueta”, traducción literal de desuet, en vez de “desacostumbrada”, que sería la correspondencia exacta de la peregrina voz tomada de Carner; “bufando”, en vez del normativo jadeando; “torres” residenciales, en vez de mansiones o villas; “*de rechace”, en lugar de “de rechazo”; “si más no”, por si més no; *ensombrar, que ni siquiera es catalanismo, sino simple ignorancia del verbo adecuado “ensombrecer”. De igual manera, la traducción literal *“un otro yo” por un altre jo también testimonia la falta de esmero con que se abordó una traducción que, sin duda no ha sido leída por el autor. En la misma línea ha de consignarse la grafía “caravelas”, que sigue la ortografía catalana de caravel·les, como si el libro no hubiera tenido corrector. Otro tanto ocurre con *pungente, invención con la que supuestamente se quiere traducir el punyent catalán, que se traduce por “punzante”, “penetrante”.
Mayor y más disparatada invención aún es la de la voz *invernía, “tiene la voz de invernía hosca del mundo industrial”, puesto que no siquiera se trata de una mala traducción, ya que no existe un *hivernia en catalán, aunque sí haya hivern, claro está. Se trata, parece, de un neologismo innecesario y artificioso, más propio de la escasa gracia del traductor para las equivalencias entre catalán y castellano, que de otra cosa. También en el plano sintáctico el traductor se deja llevar por las estructuras catalanas y las calca al castellano: “Un puerto mediterráneo –como ahora Génova”, que es traducción literal del com ara Gènova del catalán. Claro que la palma de los disparates se la lleva la traducción de un nombre propio como el de Josep Carner, que aparece como Carnero, en la página 301, aunque quizá se trate exclusivamente de una errata que debería, por sí sola, impulsar a Gimferrer a pedir “el secuestro judicial de la edición”… hasta que no se corrigiese. En el capítulo de las erratas, siempre gracioso y del que ningún libro se salva, llama la atención la muy hermosa de “acuñado por el sueño poderoso y lejano del agua del río”, en vez de “acunado”, que sería lo suyo. Errata debida al uso del dialecto catalán del castellano sería “berengena”, en vez del normativo “berenjena” dado que alberginia es el equivalente catalán. En cualquier caso, y dado el elevado número de errores y de erratas de la traducción de Basilio Losada, esta edición, aún sin corregir ni limar, parece desmentir, en el caso de Gimferrer, al menos, el célebre aforismo de Oscar Wilde: “Un poeta es capaz de sobrevivir a todo menos a una errata”. Y convendría que así no fuera. Los lectores saldrían ganando. Y el poeta también.